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13.07.2013 Views

Antes de salir de Roma pagó a sus tropas, con las riquezas arrebatadas por don Michelotto. Abrían la marcha trece piezas de artillería, cañones y bombardas, y cien carros conteniendo los equipajes del duque. Su Caballería escoltaba este convoy, mostrando todos los jinetes un aspecto uniforme y silencioso, revelador de la sólida disciplina mantenida por una mano severa. Así abandonó el Vaticano, saliendo de él por la puerta Viridaria. Hasta en la rapidez de esta retirada guardó César las apariencias majestuosas y la dignidad que no le abandonaron nunca. Doce alabarderos lo llevaban en hombros sobre una camilla cubierta de brocado carmesí. Detrás de él venía su caballo de batalla con caparazón de terciopelo negro, bordadas en oro sus armas ducales y sostenido de las riendas por un paje. Los embajadores de Alemania, Francia y España lo acompañaron hasta más allá de los muros de Roma. El cardenal Casarini lo esperaba en una puerta de la ciudad para comunicarle algo importante en nombre del Sacro Colegio, y César contestó con altivez, desde lo alto de sus andas, que no podía darle audiencia. En realidad, hacía esfuerzos sobrehumanos para guardar su aspecto impasible y no desmayarse. Al amparo de él salió del Vaticano toda la familia Borja. Su madre, la Vannoza, había ido a pedirle protección, pues al conocerse la muerte del Pontífice el populacho intentaba asaltar y robar su casa. Detrás de su lecho portátil iba también don Jofre, pero solo. Su esposa, la liviana doña Sancha, vivía presa en el castillo de Sant' Angelo desde algunos meses antes, por orden de Alejandro VI, a causa de sus escándalos. César acababa de ordenar su libertad encargando a los Colonnas que la condujesen a Nápoles. Habían atraído especialmente su atención los pequeños de su familia, colocándolos en el lugar más seguro de dicha comitiva. Cuatro niños marchaban detrás de su cama ambulante. Dos de ellos eran el duque de Sermoneta, hijo de Lucrecia y del napolitano Biseglla, que había de morir pocos años después, y el príncipe de Camerino, último retoño del Pontífice muerto y de la 310

ella Julia Parnesio. César mostraba un afecto paternal po r este hermano tardío. Los otros dos niños eran bastardos suyos habidos de madres desconocidas, pues sus verdaderos amores procuró siempre mantenerlos en el misterio. Y ponía fin al cortejo don Michelotto, la espada en la diestra, mirando a un lado y otro con agresiva inquietud, seguido de sus hombres de confianza que abandonaban a Roma de mal talante, como una jauría silenciosa pronta a ladrar y morder al menor incidente. «Esta retirada—se dijo Claudio—, comparable a una apoteosis, fue el fin de la carrera de César, tan corta y gloriosa. Ya no triunfó más a partir de tal momento. Sólo le quedaban cuatro años de vivir, los cuales íueron en realidad lenta agonía.» Contaba en el conclave con el partido español, compuesto de trece cardenales, y desde fuera de Roma, luchando desesperadamente con su enfermedad, envió continuos emisarios al Vaticano, Influyendo en la elección pontificia Todos los Borjas de carrera eclesiástica habían llegado a cardenales, hasta un Francisco Borja, natural de Sueca, cerca de Valencia, que empezó por cubiculario del Papa, para llegar a ser su tesorero, arzobispo de Cosenza y cardenal de Santa Cecilia Hubo un momento en que se contaron diez Borjas entre los altos dignatarios de la Iglesia. Vera y Remolino, los compañeros españoles de César en la Universidad, también recibían el capelo cardenalicio, asi como un clérigo de Valencia, Juan Llopis, gran amigo de la familia. Y los demás íntimos de Alejandro su camarero Marrados, Pedro Carranza y otros, llegaron a ser arzobispos sin abandonar el Vaticano. Hasta el alemán Burckhardt, el autor del Diarium, recibía una mitra, mientras continuaba en secreto la fría obra de difamación contra su protector. Juliano de la Rovere, amigo de los Borgias en apariencia y el más implacable de sus detractores, esperaba ser elegido Pontífice por los cardenales italianos. César ganó su última batalla consiguiendo desde lejos que el conclave designase a un 311

ella Julia Parnesio. César mostraba un afecto paternal po r este<br />

hermano tardío. Los otros dos niños eran bastardos suyos habidos<br />

de madres desconocidas, pues sus verdaderos amores procuró<br />

siempre mantenerlos en el misterio.<br />

Y ponía fin al cortejo don Michelotto, la espada en la diestra,<br />

mirando a un lado y otro con agresiva inquietud, seguido de sus<br />

hombres de confianza que abandonaban a Roma de mal talante,<br />

<strong>com</strong>o una jauría silenciosa pronta a ladrar y morder al menor<br />

incidente.<br />

«Esta retirada—se dijo Claudio—, <strong>com</strong>parable a una<br />

apoteosis, fue el fin de la carrera de César, tan corta y gloriosa.<br />

Ya no triunfó más a partir de tal momento. Sólo le quedaban<br />

cuatro años de vivir, los cuales íueron en realidad lenta agonía.»<br />

Contaba en el conclave con el partido español, <strong>com</strong>puesto de<br />

trece cardenales, y desde fuera de Roma, luchando<br />

desesperadamente con su enfermedad, envió continuos emisarios<br />

al Vaticano, Influyendo en la elección pontificia<br />

Todos los Borjas de carrera eclesiástica habían llegado a<br />

cardenales, hasta un Francisco Borja, natural de Sueca, cerca de<br />

Valencia, que empezó por cubiculario del Papa, para llegar a ser<br />

su tesorero, arzobispo de Cosenza y cardenal de Santa Cecilia<br />

Hubo un momento en que se contaron diez Borjas entre los altos<br />

dignatarios de la Iglesia.<br />

Vera y Remolino, los <strong>com</strong>pañeros españoles de César en la<br />

Universidad, también recibían el capelo cardenalicio, asi <strong>com</strong>o un<br />

clérigo de Valencia, Juan Llopis, gran amigo de la familia. Y los<br />

demás íntimos de Alejandro su camarero Marrados, Pedro<br />

Carranza y otros, llegaron a ser arzobispos sin abandonar el<br />

Vaticano. Hasta el alemán Burckhardt, el autor del Diarium,<br />

recibía una mitra, mientras continuaba en secreto la fría obra de<br />

difamación contra su protector.<br />

Juliano de la Rovere, amigo de los Borgias en apariencia y el<br />

más implacable de sus detractores, esperaba ser elegido Pontífice<br />

por los cardenales italianos. César ganó su última batalla<br />

consiguiendo desde lejos que el conclave designase a un<br />

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