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13.07.2013 Views

para hablar una vez más del terrible veneno de los Borgias, añadiendo nuevos detalles a la leyenda popular. El Papa y su hijo llegaban a la viña o casa de recreo del cardenal Corneto, acompañados por el cardenal español Remolino y otros dos príncipes de la Iglesia. Alejandro VI había hecho traer a su bodeguero del Vaticano varias botellas de vino, una de ellas con veneno, destinada a Corneto. Pero al llegar, Alejandro y Cesar sentían una sed violenta, y el bodeguero papal les servia con tal precipitación que se equivocaba, dándoles el vino envenenado. «Y esta historia inverosímil—siguió pensando Claudio—ha vivido tres siglos, copiándola los escritores unos de otros, hasta que, casi en nuestros días, un examen ligero ha bastado para probar lo absurdo de su trama. ¡Varios convidados que llegan a un banquete llevando botellas de vino suyo, para que beba de una de ellas el dueño de la casa nada más!...» Era verdad que el Papa y César habían cenado en casa del cardenal Corneto; pero el 5 de agosto, sin que nadie sintiese en los días siguientes la más leve indisposición. Sólo el 10, pasados cinco días, fue cuando el Papa mostró cierto malestar; el 12 sufrió los síntomas preliminares de la fiebre, llamando por primera vez al médico, y no murió hasta el 18. Contaba setenta y dos años de edad y estaba gastadísimo por sus preocupaciones de gobernante más aún que por los placeres carnales, prolongados hasta su vejez. A nadie sorprendió su defunción ni tenía nada de extraordinario que César enfermase de fiebre al mismo tiempo que él, pues dicha dolencia perniciosa mataba algunos días en Roma más de cien personas, sin distinción de clase social. Varios cardenales y arzobispos residentes en la ciudad perecieron en las semanas anteriores al fallecimiento de Alejandro VI. El 1 de agosto, dieciocho días antes de su muerte, vio el Pontífice desde una de las ventanas del Vaticano el entierro de su sobrino Juan de Borja (el menor), cardenal de Monreale. Cual si presintiese su próximo fin, el Papa, que en aquel momento estaba sano, dijo melancólicamente a sus familiares: 306

—El difunto era vigoroso y abultado como yo. Este verano va a resultar fatal para los que somos obesos. César, más joven y enjuto de cuerpo, lograba escapar de la muerte, pero con grandes trabajos y quedando por mucho tiempo inmóvil en su lecho. Hablando semanas después con Maquiavelo, le decía tristemente: —Todo lo que podía ocurrir después del fallecimiento de mi padre lo había yo previsto y remediado. Pero nunca se me ocurrió pensar que me vería enfermo de muerte al mismo tiempo que él. A pesar de hallarse moribundo, este hombre extraordinario tenía la lucidez y la energía sobrehumanas de ordenar todo lo preciso para hacer frente al doble desastre: la desaparición de Alejandro VI y su propia agonía. Varias veces por hora enviaba emisarios a las habitaciones inferiores donde estaba su padre para conocer los progresos de su enfermedad y finalmente, las angustias de sus últimos momentos. Cuando le dieron la noticia de que el Papa había expirado, llamó a su fiel Michelotto, hablándole al oído. El fallecimiento del Pontífice era el principio de una guerra, y para sostenerla resultaba indispensable tener mucho oro. Y encargó a su terrible alter ego que se apoderase inmediatamente del tesoro del Vaticano. Mandatos de tal clase los aceptaba don Micalet como si le invitasen a una fiesta. Espada en mano, exigió la llave del tesoro al camarlengo encargado de su custodia, ahuyentando luego a cuchilladas a otros funcionarios papales. Con tal fervor servía a su amigo y amo, que se llevó a las habitaciones del duque moribundo, no sólo las arcas llenas de dinero, sino también muchas joyas valiosas de la Santa Sede. Fuera del Palacio no era menor el desorden. La tribu de los Orsinis, que vivía oculta, temiendo a César, se lanzaba a las calles al conocer la muerte de su padre. Los Colonnas formaban un pequeño ejército, avanzando hacia Roma a marchas forzadas. Los Savellis, fugitivos desde años antes, volvían a su palacio, 307

—El difunto era vigoroso y abultado <strong>com</strong>o yo. Este verano va<br />

a resultar fatal para los que somos obesos.<br />

César, más joven y enjuto de cuerpo, lograba escapar de la<br />

muerte, pero con grandes trabajos y quedando por mucho tiempo<br />

inmóvil en su lecho.<br />

Hablando semanas después con Maquiavelo, le decía<br />

tristemente:<br />

—Todo lo que podía ocurrir después del fallecimiento de mi<br />

padre lo había yo previsto y remediado. Pero nunca se me ocurrió<br />

pensar que me vería enfermo de muerte al mismo tiempo que él.<br />

A pesar de hallarse moribundo, este hombre extraordinario<br />

tenía la lucidez y la energía sobrehumanas de ordenar todo lo<br />

preciso para hacer frente al doble desastre: la desaparición de<br />

Alejandro VI y su propia agonía.<br />

Varias veces por hora enviaba emisarios a las habitaciones<br />

inferiores donde estaba su padre para conocer los progresos de su<br />

enfermedad y finalmente, las angustias de sus últimos momentos.<br />

Cuando le dieron la noticia de que el Papa había expirado,<br />

llamó a su fiel Michelotto, hablándole al oído. El fallecimiento<br />

del Pontífice era el principio de una guerra, y para sostenerla<br />

resultaba indispensable tener mucho oro. Y encargó a su terrible<br />

alter ego que se apoderase inmediatamente del tesoro del<br />

Vaticano.<br />

Mandatos de tal clase los aceptaba don Micalet <strong>com</strong>o si le<br />

invitasen a una fiesta. Espada en mano, exigió la llave del tesoro<br />

al camarlengo encargado de su custodia, ahuyentando luego a<br />

cuchilladas a otros funcionarios papales. Con tal fervor servía a<br />

su amigo y amo, que se llevó a las habitaciones del duque<br />

moribundo, no sólo las arcas llenas de dinero, sino también<br />

muchas joyas valiosas de la Santa Sede.<br />

Fuera del Palacio no era menor el desorden. La tribu de los<br />

Orsinis, que vivía oculta, temiendo a César, se lanzaba a las<br />

calles al conocer la muerte de su padre. Los Colonnas formaban<br />

un pequeño ejército, avanzando hacia Roma a marchas forzadas.<br />

Los Savellis, fugitivos desde años antes, volvían a su palacio,<br />

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