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gérmenes bastaron para derribar de un solo golpe la naciente y famosa dinastía de los Borgias.» Mantenían las lagunas cercanas a Roma, con sus nubes de mosquitos, la fiebre palúdica todo el verano, matando diariamente a centenares de personas. Se quejaba el Papa, el 12 de agosto, de un acceso de fiebre, el 16 y el 17 lo sangraban copiosamente, dándole varios brebajes algo extravagantes dignos de la Medicina de entonces; y el 18, considerando cercano su fin, se confesaba y pedía la comunión, haciendo que celebrasen una misa junto a su lecho. Al terminar ésta, sentía venir la muerte, al anochecer le administraban la extremaunción y fallecía pocas horas después rodeado de sus domésticos, casi todos españoles, y de algunos cardenales de igual nacionalidad. César Borgia no podía visitar a su padre. El también estaba enfermo, casi agonizante, en otro piso del Vaticano, encima de la habitación mortuoria del Pontífice. Era igualmente víctima de la fiebre, agravada por violentos accidentes terciarios de la sífilis, enfermedad contraída tres años antes, a mediados de 1500. El antifaz negro que llevaba al principio, por afición a la vida misteriosa y deseo de pasar inadvertido, le resultaba ya necesario para ocultar los estragos de su cara. El principe rubio, y bello, reputado como el más hermoso señor de Roma tenía el rostro violáceo, cubierto de erupciones cutáneas. Su epidermis se había oscurecido. Sus narices empezaban a ser achatadas, y muy anchas acrecentando esta repentina fealdad la horrible leyenda que envolvió los últimoh años de César. El azar de que el padre y el hijo hubiesen caído enfermos de muerte a un mismo tiempo dio nuevo pretexto a los calumniosos se dice con que embajadores enemigos y folicularios al servicio de las desposeídas familias feudales abrumaban a los Borgias. Como todo lo de César debía ser extraordinario, el populacho romano inventó unos terribles procedimientos terapéuticos empleados por el médico español Gaspar Torrella para salvarlo 304
de su crisis mortal, y que únicamente un hombre de su temple podía soportar. Habían abierto el vientre a una mula, según unos, y a un toro, según otros, para meter desnudo al enfermo dentro del cuerpo de dicho animal, aun chorreando sangre y agitado por las convulsiones agónicas. A continuación sumergían al paciente en una enorme tinaja llena de agua casi congelada, Tales invenciones populares obedecian sin duda a que el valenciano Torrella, médico de gran celebridad (hecho obispo por el Papa para que cobrase las rentas de su diócesis), había aplicado a César un tratamiento riguroso de inmersiones frías, y por antítesis, inventaba el vulgo lo del encierro en el cuerpo caliente de un gran cuadrúpedo destripado. Se salvaba el Valentino, pero su curación era muy lenta y quedaban en su rostro para siempre las huellas de esta crisis mortal. Como Alejandro VI había muerto a consecuencia de una enfermedad microbiana de rápida evolución, y era grande y obeso de cuerpo su cadáver se inchaba inmediatamente, descomponiéndose. Su cara, negra y tumefacta, resultó a las pocas horas inconocible. Este desfiguramiento no pudo ser disimulado ni tampoco la súbita putrefacción del cadáver, y como el pueblo no tenía el menor concepto de tales fenómenos orgánicos, dio curso libre una vez más a su fantasía ávida de cosas dramáticas, suponiendo al Pontífice victima del veneno. En aquel entonces sólo los Borgias podían envenenar, y el crédulo populacho inventó que todo lo ocurrido era obra de una equivocación, por haber tomado el Papa y su hijo en una cena el mismo veneno que destinaban al cardenal Corneto. Tres meses después de la muerte de Alejandro VI, el humanista Pedro Mártir de Anghiera, protegido de los Reyes Católicos y enviado de España, fue el primero que se hizo eco de este cuento en una de sus muchas cartas, elegantes, amenas, pero escritas con deplorable ligereza. Todos los denigradores del Pontífice difunto se basaron Inmediatamente en dicha epístola 305
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de su crisis mortal, y que únicamente un hombre de su temple<br />
podía soportar. Habían abierto el vientre a una mula, según unos,<br />
y a un toro, según otros, para meter desnudo al enfermo dentro<br />
del cuerpo de dicho animal, aun chorreando sangre y agitado por<br />
las convulsiones agónicas. A continuación sumergían al<br />
paciente en una enorme tinaja llena de agua casi congelada,<br />
Tales invenciones populares obedecian sin duda a que el<br />
valenciano Torrella, médico de gran celebridad (hecho obispo por<br />
el Papa para que cobrase las rentas de su diócesis), había<br />
aplicado a César un tratamiento riguroso de inmersiones frías, y<br />
por antítesis, inventaba el vulgo lo del encierro en el cuerpo<br />
caliente de un gran cuadrúpedo destripado.<br />
Se salvaba el Valentino, pero su curación era muy lenta y<br />
quedaban en su rostro para siempre las huellas de esta crisis<br />
mortal.<br />
Como Alejandro VI había muerto a consecuencia de una<br />
enfermedad microbiana de rápida evolución, y era grande y obeso<br />
de cuerpo su cadáver se inchaba inmediatamente,<br />
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pocas horas inconocible.<br />
Este desfiguramiento no pudo ser disimulado ni tampoco la<br />
súbita putrefacción del cadáver, y <strong>com</strong>o el pueblo no tenía el<br />
menor concepto de tales fenómenos orgánicos, dio curso libre<br />
una vez más a su fantasía ávida de cosas dramáticas, suponiendo<br />
al Pontífice victima del veneno. En aquel entonces sólo los<br />
Borgias podían envenenar, y el crédulo populacho inventó que<br />
todo lo ocurrido era obra de una equivocación, por haber tomado<br />
el Papa y su hijo en una cena el mismo veneno que destinaban al<br />
cardenal Corneto.<br />
Tres meses después de la muerte de Alejandro VI, el<br />
humanista Pedro Mártir de Anghiera, protegido de los Reyes<br />
Católicos y enviado de España, fue el primero que se hizo eco de<br />
este cuento en una de sus muchas cartas, elegantes, amenas, pero<br />
escritas con deplorable ligereza. Todos los denigradores del<br />
Pontífice difunto se basaron Inmediatamente en dicha epístola<br />
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