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13.07.2013 Views

personaje diese te a sus palabras, continuó hablando de la herida. Se mostraba maravillado del vigor del joven, de la fuerza de sus tejidos para rehacerse. En pocas semanas quedaría completamente cerrado aquel orificio de la pierna, sin más que una ligera señal. Podía caminar en aquel momento sin dificultad, cojeando ligeramente, pero resultaba preferible que guardase reposo. Esto facilitaría la cicatrización. Pasó la tarde solo. Le cansaba recibir visitas, hablando horas y horas con aquellos amigos que venían a su estudio como a un café, llenándolo de humo con sus cigarrillos, conversando siempre del lance y de su adversario. Estando a solas volvía a caer en aquella tranquilidad sobrehumana que le hacía ver los sucesos recientes como si fuesen lejanísimos. El hombre del monóculo, y hasta la misma Rosaura, los creía personajes imaginarios conocidos en una novela, cuyas formas vagarosas podía cambiar al capricho de su pensamiento. Indudablemente existían pero ¡le interesaban ahora tan pocos... Su voluntad parecía haberse paralizado desde que recibió en una de sus piernas la pedrada caliente. Con el deseo de entretener estas horas solitarias buscó sus libros favoritos, abandonados varios días sobre una mesilla árabe del estudio. Otra vez se puso en contacto con la vida de cuatro siglos antes. César Borgia, que había atravesado su Imaginación en el momento de sentirse herido, volvía a buscarle con su fiel y terrible don Micalet. Empezaba la hora del ocaso para nuestro César, iba a ser vencido por las misteriosas e inesperadas combinaciones de la suerte en el momento que se veía más poderoso Algo semejante a lo que acababa de ocurrirle a él, recibiendo una herida estúpida precisamente cuando se creía más seguro de meter una bala en el ridiculo disco de cristal ostentado por su adversario. «La vida es ilógica—pensó— y por eso no la dominamos 302

nunca.» En julio de 1503 únicamente tenía que hacer el duque de las Romanas un paseo militar por los territorios de la Iglesia, afirmando para siempre la potencia temporal del Pontificado y su propia autoridad. Sólo le quedaban por conquistar unos pequeños feudos de los Orsinis, trabajo fácil que había dejado para el último momento. Cada vez veía más segura su gran empresa de la unificación de Italia. Cierta parte de la Toscana, Perusa, Piombino y las islas de Elba eran ya suyas. Pisa le llamaba, admirándolo como un salvador. Siena no quería defenderse de él. Florencia estaba convencida de que fatalmente acabaría por pertenecer a este capitán invencible. Después de incorporar la Toscana a los estados pontificios, podría apoderarse del Milanesado y la República de Genova, donde no le faltaban amigos, atacando finalmente al mayor de sus adversarlos, la República de Venecia, poco temible y vulnerable en una guerra terrestre. Terminadas tales conquistas, el reino papal recogería sin dificultad, como frutos maduros, Nápoles y Sicilia, siendo las avanzadas en el Mediterráneo de esta Italia borgiana Córcega y Cerdeña. Un plan tan vastísimo no podía realizarse durante el Pontificado de su padre, que ya contaba setenta y dos años; pero él sólo tenía veintisiete, y recordando las grandes victorias conseguidas en los últimos tres años, bien podía forjarse la esperanza de triunfar antes de la madurez de su vida. Para ser el verdadero soberano de esta Italia unificada bajo la Iglesia 'había ido preparando un Sacro Colegio de cardenales adictos italianos y españoles. Después de la muerte de su padre, él sería el jefe de los consistorios, eligiendo a su gusto a los futuros pontífices, y éstos se circunscribirían a ejercer el poder espiritual, delegando en su persona todas las funciones temporales. «Mas César, siempre vencedor hasta entonces—se dijo Claudio—, ignoraba la existencia del microbio y unos cuantos 303

personaje diese te a sus palabras, continuó hablando de la herida.<br />

Se mostraba maravillado del vigor del joven, de la fuerza de sus<br />

tejidos para rehacerse. En pocas semanas quedaría<br />

<strong>com</strong>pletamente cerrado aquel orificio de la pierna, sin más que<br />

una ligera señal. Podía caminar en aquel momento sin dificultad,<br />

cojeando ligeramente, pero resultaba preferible que guardase<br />

reposo. Esto facilitaría la cicatrización.<br />

Pasó la tarde solo. Le cansaba recibir visitas, hablando horas y<br />

horas con aquellos amigos que venían a su estudio <strong>com</strong>o a un<br />

café, llenándolo de humo con sus cigarrillos, conversando<br />

siempre del lance y de su adversario.<br />

Estando a solas volvía a caer en aquella tranquilidad<br />

sobrehumana que le hacía ver los sucesos recientes <strong>com</strong>o si<br />

fuesen lejanísimos. El hombre del monóculo, y hasta la misma<br />

Rosaura, los creía personajes imaginarios conocidos en una<br />

novela, cuyas formas vagarosas podía cambiar al capricho de su<br />

pensamiento.<br />

Indudablemente existían pero ¡le interesaban ahora tan<br />

pocos... Su voluntad parecía haberse paralizado desde que recibió<br />

en una de sus piernas la pedrada caliente.<br />

Con el deseo de entretener estas horas solitarias buscó sus<br />

libros favoritos, abandonados varios días sobre una mesilla árabe<br />

del estudio.<br />

Otra vez se puso en contacto con la vida de cuatro siglos<br />

antes. César Borgia, que había atravesado su Imaginación en el<br />

momento de sentirse herido, volvía a buscarle con su fiel y<br />

terrible don Micalet.<br />

Empezaba la hora del ocaso para nuestro César, iba a ser<br />

vencido por las misteriosas e inesperadas <strong>com</strong>binaciones de la<br />

suerte en el momento que se veía más poderoso<br />

Algo semejante a lo que acababa de ocurrirle a él, recibiendo<br />

una herida estúpida precisamente cuando se creía más seguro de<br />

meter una bala en el ridiculo disco de cristal ostentado por su<br />

adversario.<br />

«La vida es ilógica—pensó— y por eso no la dominamos<br />

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