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V EL OCASO Y LA MUERTE Envolvía a Claudio Borja una sensación de paz interior, de indiferencia para cuanto lo rodeaba. Era a modo de una brisa refrescante, venida del infinito sólo para él, no pudiendo gozar nadie más su soplo. Recordaba lo ocurrido veinticuatro horas antes, con el relieve de los hechos recientes. Veía árboles de oscuro follaje limitando el semicírculo de una planicie cubierta de hierba con florecillas. Ante sus ojos, López Rallo vestido de negro, con el cuello de su chaqué subido, cual si cayese sobre él una lluvia invisible, el codo en escuadra, la diestra cerrada y en alto, sirviendo de remate a este puño, una gran pistola. Claudio estaba en la misma actitud, y a sus espaldas existía indudablemente una arboleda igual a la otra. Enciso debía de mantenerse oculto en algún macizo de verdura, jadeante de emoción. Sonaban tres palmadas, y una voz repetía dichos golpes de manos numerándolos. Los dos bajaban el brazo hasta ponerlo horizontal. El quería matar, más por egoísmo que por verdadera cólera. Necesitaba desembarazarse del hombre Sel monóculo. Y aprovechó un breve intervalo entre las tres palmadas para rectificar su puntería, buscando el brillo de aquel redondel de vidrio que el otro había, conservado por petulancia seguramente. Oyó el tiro de la pistola que tenía enfrente, un ruido muy lejano, y apretó el gatillo de la suya; mas no pudo escuchar su detonación. En el mismo instante sintió un golpe en la parte alta de su pierna derecha, una contusión, que hizo recordar la que había sufrido, siendo pequeño, al recibir cierta pedrada en una contienda con otros de su edad. Se le ocurrió que el proyectil de su enemigo había chocado en 298
el suelo, levantando un guijarro que rebotaba hasta él. No podía ser una herida. Se mantuvo en pie, sin sentir que le abandonasen sus fuerzas, rígido y bien plantado, dispuesto a continuar el combate. Los padrinos les entregarían nuevas pistolas para que prosiguiese el lance. El accidente carecía de importancia. Lo único que le pareció raro fue el calor de dicha piedra, cuyo contacto resultaba cáustico, igual a una quemadura. De pronto vio correr hacia él a los cuatro padrinos, a los dos médicos, al encargado del jardín y otras personas que habían estado ocultas presenciando el encuentro. Hasta el plenipotenciario Enciso surgió de entre unos árboles, pálido, alzando las manos, a impulsos de su emoción. Todos habían visto vacilar a Claudio, inclinándose a su derecha, sin que él se diese cuenta de ello. Como si aguzase sus sentidos esta convergencia general hacia el lugar ocupado por su persona, empezó a percatarse de que algo húmedo iba deslizándose a lo largo de su pierna brotando de la contusión producida por la pedrada caliente. Era sangre que manaba de un orificio repentinamente abierto en su pantalón, más abajo de la cadera derecha. Todos estos hombres se lo llevaban, quitándole la pistola, sin escuchar sus deseos de proseguir el combate Tampoco entendía en realidad sus palabras. Vio solamente en torno a su rostro gesticulaciones, ojos inquietantes, y escuchó frases que le parecían faltas de sentido. Pretendieron llevarle en alto, pero Claudio los rechazó, marchando fácilmente por sus propios pies. Una nueva fuerza le hacia invulnerable para el dolor. La pierna herida la consideraba como si fuese de otro, parecléndole cada vez menos sensible. Luego se veía acostado en una pobre cama, la del jardinero. Los testigos permanecieron junto a la puerta, dejando así más espacio a los dos médicos, que trabajaban en torno a el, después de haber bajado sus pantalones, para apreciar la herida. Se dio cuenta de que su cuerpo estaba perforado por un nuevo agujero. Percibió contactos metálicos en la carne rota, pero 299
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el suelo, levantando un guijarro que rebotaba hasta él. No podía<br />
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sus fuerzas, rígido y bien plantado, dispuesto a continuar el<br />
<strong>com</strong>bate. Los padrinos les entregarían nuevas pistolas para que<br />
prosiguiese el lance. El accidente carecía de importancia.<br />
Lo único que le pareció raro fue el calor de dicha piedra, cuyo<br />
contacto resultaba cáustico, igual a una quemadura.<br />
De pronto vio correr hacia él a los cuatro padrinos, a los dos<br />
médicos, al encargado del jardín y otras personas que habían<br />
estado ocultas presenciando el encuentro. Hasta el<br />
plenipotenciario Enciso surgió de entre unos árboles, pálido,<br />
alzando las manos, a impulsos de su emoción. Todos habían visto<br />
vacilar a Claudio, inclinándose a su derecha, sin que él se diese<br />
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Como si aguzase sus sentidos esta convergencia general hacia<br />
el lugar ocupado por su persona, empezó a percatarse de que algo<br />
húmedo iba deslizándose a lo largo de su pierna brotando de la<br />
contusión producida por la pedrada caliente. Era sangre que<br />
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Todos estos hombres se lo llevaban, quitándole la pistola, sin<br />
escuchar sus deseos de proseguir el <strong>com</strong>bate Tampoco entendía<br />
en realidad sus palabras. Vio solamente en torno a su rostro<br />
gesticulaciones, ojos inquietantes, y escuchó frases que le<br />
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Pretendieron llevarle en alto, pero Claudio los rechazó,<br />
marchando fácilmente por sus propios pies. Una nueva fuerza le<br />
hacia invulnerable para el dolor. La pierna herida la consideraba<br />
<strong>com</strong>o si fuese de otro, parecléndole cada vez menos sensible.<br />
Luego se veía acostado en una pobre cama, la del jardinero.<br />
Los testigos permanecieron junto a la puerta, dejando así más<br />
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