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13.07.2013 Views

a pesar de su leyenda de bravucón, le había cedido el paso. Y formuló promesas de muerte contra todo el que intentase despojarlo de lo que apreciaba como suyo. Esta despótica pretensión irritó a Rosaura. —¡Y yo no cuento para nada!—dijo—. ¿Cree que a mí se me deja y se me toma sin consultar mi voluntad, como hacen en los barrios bajos los galanes de gorra y navaja con sus pobres hembras?... Siempre ha sido usted, Borja, un hombre demasiado original en sus afectos. Eso interesa al principio; luego resulta una calamidad... Reconozco que puede ser usted un amante adorable; pero ¡qué marido!... A su lado es imposible la calma. Nunca se sabe de dónde soplará el viento. Y yo, amigo mío, me voy haciendo vieja. Necesito verme querida por mí misma, sin sufrimientos ni sacrificios para mantener la pasión del otro. Me va gustando tener un esposo, no un amante, y usted, Borja, puede serlo todo, menos marido de una mujer como yo... Con una jovencita que le adore hasta la ceguera y no conozca sus defectos, marchará usted bien. Pero ¡conmigo, que siempre me vi buscada, no tolerando ninguna dominación de mis enamorados!... Usted es el único con quien me mostré un poco blanda. y reconocerá que me fue muy mal. De toda esta palabrería lo que más irritó a Claudio fue la continua alusión que hizo ella a la posibilidad de casarse. Adivinaba el trabajo envolvente del llamado hombre del monóculo, inculcándole la idea de dar una forma legal a sus amores. Este danzarín mostraba mayor habilidad que el general-doctor, tal vez por ser más joven que Urdaneta y que el mismo Borja. Las mujeres cercanas a la madurez acogen con irreflexiva supeditación el ascendiente de la juventud. Mostró Claudio una agresividad helada y cruel al hablar de este hombre que tanto influía ahora en ella; un snob medio indio, medio negro, ignorante, sin otro talento que el de llevar bien un tercer ojo de vidrio y mover rítmicamente los pies. Nunca estaría tranquila a su lado; bailaría con todas. 290

Se apresuró Rosaura a interrumpirle con acento de seguridad. —Bailará conmigo nada más—dijo, sonriendo—, o no bailará con nadie cuando nos casemos. Vamos a cambiar de existencia. Usted no se acuerda de que tengo hijos, y debo dedicarme a ellos, diciendo adiós a esta vida de joven que llevo ya demasiado tiempo. Luego sintió lástima ante la tristeza de su antiguo amante —¿Y asi puede olvidarse todo un pasado?—preguntó él con voz temblorosa—. ¿Nada de nuestra antigua felicidad perdura entre nosotros?... Rosaura habló en el mismo tono, melancólicamente: —Fue un sueño..., un sueño nada más. Olvídelo. Y con emoción sincera cual si no pudiese mirar de frente los dias ya perdidos, añadió en voz baja como hablándose a sí misma: —Un sueño nada más..., un sueño hermoso. ¡Ay! ¿Quién no ha soñado?... Luego miró en torno con azoramiento, adivinando una presencia inquietante, y empezó a balbucir: —Déjeme, Borja. Otro día conversaremos más despacio... Nos veremos, tal vez, en casa de Enciso. Ahora hay que separarse... La gente se fija en nosotros. ¡Adiós!... ¡Adiós! Hasta la vista. Hablando maquinalmente, como atolondrada, intentó alejarse hacia el vestíbulo. Pero al irse le había ofrecido una de sus manos, y él la guardaba entre las suyas, impidiendo que se marchase. Por instinto miró en torno, lo mismo que ella. El hombre del monóculo estaba a pocos pasos, apoyado en una columna, haciendo gestos de impaciencia. Al verse sorprendido por los ojos de Borja, miró a éste con fijeza agresiva. Claudio sintió una furia algo pueril, ocasionada por el brillo de aquel disco de cristal que juzgaba insolente. Se dio cuenta de que, si no había visto hasta aquella tarde a López Rallo, éste le conocía desde mucho antes, no pudiendo explicarse cuándo ni cómo. Indudablemente, estaba celoso de él. Lo consideraba el 291

a pesar de su leyenda de bravucón, le había cedido el paso. Y<br />

formuló promesas de muerte contra todo el que intentase<br />

despojarlo de lo que apreciaba <strong>com</strong>o suyo.<br />

Esta despótica pretensión irritó a Rosaura.<br />

—¡Y yo no cuento para nada!—dijo—. ¿Cree que a mí se me<br />

deja y se me toma sin consultar mi voluntad, <strong>com</strong>o hacen en los<br />

barrios bajos los galanes de gorra y navaja con sus pobres<br />

hembras?... Siempre ha sido usted, Borja, un hombre demasiado<br />

original en sus afectos. Eso interesa al principio; luego resulta<br />

una calamidad... Reconozco que puede ser usted un amante<br />

adorable; pero ¡qué marido!... A su lado es imposible la calma.<br />

Nunca se sabe de dónde soplará el viento. Y yo, amigo mío, me<br />

voy haciendo vieja. Necesito verme querida por mí misma, sin<br />

sufrimientos ni sacrificios para mantener la pasión del otro. Me<br />

va gustando tener un esposo, no un amante, y usted, Borja, puede<br />

serlo todo, menos marido de una mujer <strong>com</strong>o yo... Con una<br />

jovencita que le adore hasta la ceguera y no conozca sus defectos,<br />

marchará usted bien. Pero ¡conmigo, que siempre me vi buscada,<br />

no tolerando ninguna dominación de mis enamorados!... Usted<br />

es el único con quien me mostré un poco blanda. y reconocerá<br />

que me fue muy mal.<br />

De toda esta palabrería lo que más irritó a Claudio fue la<br />

continua alusión que hizo ella a la posibilidad de casarse.<br />

Adivinaba el trabajo envolvente del llamado hombre del<br />

monóculo, inculcándole la idea de dar una forma legal a sus<br />

amores.<br />

Este danzarín mostraba mayor habilidad que el general-doctor,<br />

tal vez por ser más joven que Urdaneta y que el mismo Borja. Las<br />

mujeres cercanas a la madurez acogen con irreflexiva<br />

supeditación el ascendiente de la juventud.<br />

Mostró Claudio una agresividad helada y cruel al hablar de<br />

este hombre que tanto influía ahora en ella; un snob medio indio,<br />

medio negro, ignorante, sin otro talento que el de llevar bien un<br />

tercer ojo de vidrio y mover rítmicamente los pies. Nunca estaría<br />

tranquila a su lado; bailaría con todas.<br />

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