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Borgias, escribieron que el vencedor de Catalina Sforza no se había contentado con penetrar en la fortaleza de Forli, haciendo sufrir a su antigua poseedora otros asaltos. También llegaron a insinuar que Alejandro VI había abusado de ella cuando la tuvo cautiva en el Vaticano, cómodamente alojada en el palacio del Belvedere. Tales suposiciones eran absurdas, César, de gustos retinados en sus amores, no podía sentirse atraído por esta amazona, admirable a causa de su brutalidad, pero poco atractiva como mujer; y en cuanto al padre, vivía más dominado que nunca por Julia Farnesio. En cambio, resultaban indiscutibles la bondad y la tolerancia de Alejandro. Tenia pruebas de que Catalina había preparado su envenenamiento, librándose de él por un azar. Podía haberla sometido a un Tribunal que la condenase a muerte con todas las formas legales; también le habría sido fácil desembarazarse de ella haciéndola estrangular cuando vivía en el castillo de Sant' Angelo o en la dulce prisión del Belvedere, imitando los procedimientos de otros soberanos. Pero al verla vencida se dejó llevar por su carácter jocundo, incapaz de largas y premeditadas venganzas, permitiendo finalmente que se retirase a un convento de Florencia. De él salió luego para casarse con Juan de Medicis, teniendo un hijo que fue el famoso condottieri Juan de las Bandas Negras. Dejaba César como gobernador de Forli a un español de su confianza, don Ramiro de Lorca, y pretendía seguir adelante en sus campañas, cayendo sobre los territorios de Pésaro y otros estados inmediatos, cuando Luis XII, por exigencias de Tribuldo, su representante en Milán, le quitó momentáneamente las tropas francesas que figuraban en su ejército. Esto le obligó a suspender sus operaciones, retirándose a Roma, no sin antes conquistar otras plazas de menos importancia. Toda Italia se convenció de que la Iglesia tenía por primera vez un gran capitán propio, capaz de defender sus tierras actuales y recobrar las perdidas. Movíanse Alejandro y Cesar por una 258

ambición de familia, «pero no resultaba menos cierto—como dijo Maquiavelo—que, después de fallecidos Alejandro y el duque de Valentino, la Santa Sede iba a heredar todas sus conquistas. «La Iglesia—pensaba Claudio—salió agrandada del Pontificado de Alejandro VI y no disminuida, como en muchos Papados anteriores. Julio II, el vengativo Juliano de la Rovere, que tanto escarnecía a su antiguo amigo Borgia, heredaba de él la paz y el orden establecidos por su autoridad en los estados pontificios, el aumento de las Romanas y otras provincias, así como la ruina de los barones feudatarios, escarmentados e incapaces de reproducir sus demasías contra los papas. El cosechó lo que otros habían sembrado.» Fue la entrada de César en Roma una imitación de los cortejos triunfales de la antigüedad. Lo esperaba su padre con una impaciencia que no podía disimular, llorando y riendo al mismo tiempo. Sentíase orgulloso de este hijo de veinticuatro años que luego de mostrarse en Francia superior a los primeros diplomáticos de Europa, acababa de revelarse un guerrero invencible. «Ante sus ojos—siguió pensando Claudio—se abrían nuevos cielos. El también soñaba, como César, en un futuro glorioso. Su vida particular, con todas sus debilidades y pecados, la consideraba independiente de sus funciones de Pontífice. Aspiraba a ser uno de los más grandes papas trabajando con interés por la prosperidad de la Iglesia. Sus carnalidades de hombre no le impedían sentir una profunda fe religiosa. Era igual a los personajes de su época, creyentes en los dioses paganos, en la astrología, en la magia y, al mismo tiempo, en el cristianismo; adoradores sinceros de la Virgen y escandalosamente licenciosos en su vida ordinaria.» Dios le protegía: estaba seguro de ello. Un nuevo mundo había sido descubierto bajo su Pontificado. Y un gran capitán de la Iglesia revelábase ahora en su familia. Cuando sojuzgase a los tiranuelos de Italia, estableciendo en ella la unidad política, el orden y la prosperidad, tendría que pensar en la reconquista de 259

Borgias, escribieron que el vencedor de Catalina Sforza no se<br />

había contentado con penetrar en la fortaleza de Forli, haciendo<br />

sufrir a su antigua poseedora otros asaltos. También llegaron a<br />

insinuar que Alejandro VI había abusado de ella cuando la tuvo<br />

cautiva en el Vaticano, cómodamente alojada en el palacio del<br />

Belvedere.<br />

Tales suposiciones eran absurdas, César, de gustos retinados<br />

en sus amores, no podía sentirse atraído por esta amazona,<br />

admirable a causa de su brutalidad, pero poco atractiva <strong>com</strong>o<br />

mujer; y en cuanto al padre, vivía más dominado que nunca por<br />

Julia Farnesio.<br />

En cambio, resultaban indiscutibles la bondad y la tolerancia<br />

de Alejandro. Tenia pruebas de que Catalina había preparado su<br />

envenenamiento, librándose de él por un azar. Podía haberla<br />

sometido a un Tribunal que la condenase a muerte con todas las<br />

formas legales; también le habría sido fácil desembarazarse de<br />

ella haciéndola estrangular cuando vivía en el castillo de Sant'<br />

Angelo o en la dulce prisión del Belvedere, imitando los<br />

procedimientos de otros soberanos. Pero al verla vencida se dejó<br />

llevar por su carácter jocundo, incapaz de largas y premeditadas<br />

venganzas, permitiendo finalmente que se retirase a un convento<br />

de Florencia. De él salió luego para casarse con Juan de Medicis,<br />

teniendo un hijo que fue el famoso condottieri Juan de las Bandas<br />

Negras.<br />

Dejaba César <strong>com</strong>o gobernador de Forli a un español de su<br />

confianza, don Ramiro de Lorca, y pretendía seguir adelante en<br />

sus campañas, cayendo sobre los territorios de Pésaro y otros<br />

estados inmediatos, cuando Luis XII, por exigencias de Tribuldo,<br />

su representante en Milán, le quitó momentáneamente las tropas<br />

francesas que figuraban en su ejército. Esto le obligó a suspender<br />

sus operaciones, retirándose a Roma, no sin antes conquistar otras<br />

plazas de menos importancia.<br />

Toda Italia se convenció de que la Iglesia tenía por primera<br />

vez un gran capitán propio, capaz de defender sus tierras actuales<br />

y recobrar las perdidas. Movíanse Alejandro y Cesar por una<br />

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