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mismo tiempo a impulsos de la envidia. Los grandes señores franceses se reconocían algo rústicos e incultos al lado de este príncipe de origen eclesiástico que traía de Italia todas las exquisiteces de la nueva existencia creada por el Renacimiento. Comparado con ellos, que vivían como hombres de guerra, resultaba un poco afeminado este joven, vestido a todas horas de seda y terciopelo, lo mismo que una dama, luciendo armas de oro y piedras preciosas semejantes a joyas, esparciendo al andar perfumes orientales, seguido en su entrada triunfal de servidores que arrojaban puñados de monedas a la muchedumbre. Todos sus corceles llevaban herraduras de plata, sostenidas apenas por un clavo del mismo metal para que se soltasen y las recogiese la plebe. En la Corte de Francia encontró a Carlota, la hija del rey Federico de Nápoles, que perfeccionaba en aquélla su educación, y todos los esfuerzos hechos por Luis XII para que se uniese en matrimonio con César resultaban inútiles. Carlota de Aragón, estaba enamorada de un señor de Bretaña y Federico, su padre, decía que le era imposible contrariar los afectos de su hija por conveniencias diplomáticas. Tal vez el amor por el bretón no fuese más que un pretexto para librarse de César. Insistía éste en sus pretensiones matrimoniales por verdadero deseo amoroso o por orgullo, pues su matrimonio con Carlota no le ofrecía ninguna ventaja política, ya que estaba convenido entre Luis XII y Alejandro VI repartirse los estados del rey de Nápoles. En aquella época eran frecuentes tales perfidias, y los que estaban al tanto del tratado secreto no extrañaban ver al rey de Francia, al Papa y a su hijo trabajando para que este último se casase con la hija del que proyectaban destronar en breve. Desde España, el primer político de la época, que lo veía todo por oculto que estuviese—y lo que no sabía lo adivinaba—, había acabado por presentir la maquinación papal y francesa. Fernando el Católico se indigno al ver que un español convertido en Pontífice intentaba moverse solo, siguiendo una política 244
independiente que podía resultar contraria a la suya. Como era hombre de acciones múltiples y contradictorias, valiéndose a la vez de minas y contraminas, hasta el punto de enmarañar las cosas de tal modo que, finalmente, sólo él conocía el hilo conductor, buscó ponerse de acuerdo en secreto con el rey de Francia para repartirse entre ambos los territorios de Nápoles, si es que la tal partición resultaba inevitable, y envió al mismo tiempo una embajada amenazadora al Papa, pretendiendo asustarlo. Llegaron los embajadores españoles a Roma, en un momento angustioso para Alejandro VI. César se veía muy agasajado en la Corte francesa, y era duque de Valence; pero su situación resultaba algo ridícula. Todos sabían que había ido allá para casarse cor una princesa de sangre real, y el matrimonio no pasaba de ser un proyecto. Desistiendo Luis XII de Carlota de Aragón, le había propuesto casarse con otra princesa del mismo nombre, Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra, que también vivía en su Corte. Aceptó César a esta joven de buena presencia, sana, fuerte y con discreto carácter, condiciones que hacían presentir en ella una esposa amable y sumisa. Además, mostraba gran amor por ese príncipe bello y lujoso, pródigo en deslumbrantes magnificencias. Pero la familia de Carlota de Albret, especialmente su padre, viendo el apuro del rey, explotaban la situación renovando sus peticiones de recompensas antes de dar a Carlota. Esto hacía vivir al Papa en continua incertidumbre, viéndose al mismo tiempo rodeado de peligros más inmediatos. Los Colonnas y los Orsinis siempre enemigos, acababan de unirse para hacer una guerra común al Papa. Ascanio Sforza, enterado de su alianza con el monarca francés, que ponía en peligro a Milán, lo abandonaba para unirse a Fernando el Católico y al emperador Maximiliano de Austria proyectando con éstos la convocación de un Concilio que quitase la tiara a Alejandro. Al presentarse los embajadores españoles en el Vaticano a fines de 1498, traían el encargo de amenazar al Pontífice con la 245
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independiente que podía resultar contraria a la suya. Como era<br />
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cosas de tal modo que, finalmente, sólo él conocía el hilo<br />
conductor, buscó ponerse de acuerdo en secreto con el rey de<br />
Francia para repartirse entre ambos los territorios de Nápoles, si<br />
es que la tal partición resultaba inevitable, y envió al mismo<br />
tiempo una embajada amenazadora al Papa, pretendiendo<br />
asustarlo.<br />
Llegaron los embajadores españoles a Roma, en un momento<br />
angustioso para Alejandro VI. César se veía muy agasajado en la<br />
Corte francesa, y era duque de Valence; pero su situación<br />
resultaba algo ridícula. Todos sabían que había ido allá para<br />
casarse cor una princesa de sangre real, y el matrimonio no<br />
pasaba de ser un proyecto.<br />
Desistiendo Luis XII de Carlota de Aragón, le había propuesto<br />
casarse con otra princesa del mismo nombre, Carlota de Albret,<br />
hermana del rey de Navarra, que también vivía en su Corte.<br />
Aceptó César a esta joven de buena presencia, sana, fuerte y con<br />
discreto carácter, condiciones que hacían presentir en ella una<br />
esposa amable y sumisa. Además, mostraba gran amor por ese<br />
príncipe bello y lujoso, pródigo en deslumbrantes magnificencias.<br />
Pero la familia de Carlota de Albret, especialmente su padre,<br />
viendo el apuro del rey, explotaban la situación renovando sus<br />
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Esto hacía vivir al Papa en continua incertidumbre, viéndose<br />
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Milán, lo abandonaba para unirse a Fernando el Católico y al<br />
emperador Maximiliano de Austria proyectando con éstos la<br />
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