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13.07.2013 Views

Lo más urgente era librarse de su cardenalato. Luego realizaría lo que no pudieron conseguir ninguno de los Borgias hombres de guerra; ni el arrogante Pedro Luis, predilecto de Calixto III; ni su propio hermano el hermoso e inútil duque Todos sabían en Roma que el cardenal de Valencia pensaba abandonar la carrera eclesiástica. El mismo Papa no hacia un secreto de ello, diciendo que, «en vista de su conducta mundana, era mejor que renunciase a la púrpura cardenalicia para salvar su alma». Dando ya por seguro este cambio de estado, César concentró su ambición en la Casa reinante de Nápoles. Deseaba casarse con Carlota, hija de Federico, al que había impuesto la corona él mismo como legado. Este último monarca de la Casa de Aragón rechazó todas las insinuaciones para dar su hija a César Borgia. —No puedo tener por yerno a un capellán, hijo de otro capellán—dijo rudamente. Soñaba César con ocupar el trono de Nápoles por herencia. Todos los Borgias se consideraban con derecho a dicho reino, creado por Alfonso el Magnánimo, el amigo de Calixto III, y ocupado por los descendientes de un bastardo valenciano, del que había sido maestro y protector dicho personaje antes de verse Pontífice. Nápoles, los estados de la Iglesia y lo que César fue conquistando luego, formarían un gran reino italiano, regido por una dinastía Borgia, protectora de pontífices elegidos bajo su influencia. Pero el rey Federico siguió negándose a todas las propuestas indirectas de Alejandro y de su hijo. —Que el Papa—dijo a los intermediarios—cambie las reglas de la Iglesia, si quiere ser mi consuegro y declare que un cardenal puede tomar mujer. Dándose cuenta después de su débil situación y necesitando del apoyo papal, se ofreció a unir su sobrino Alfonso, hermano de doña Sancha, con Lucrecia, la divorciada del señor de Pésaro. Los dos cónyuges eran de nacimiento ilegítimo; pero esto nada tenia de extraordinario en aquella época de príncipes bastardos. 232

El Pontítice acabó por aceptar dicho matrimonio con la esperanza de que facilitase luego el de César con Carlota de Aragón. Las bodas de Lucrecia y Alfonso se celebraron en Roma al principio del verano de 1498. Presentábase el novio en la ciudad papal, dotado por su tío el rey de Nápoles con los ducados de Biseglia y de Quadrata. Al contrario de su hermana Sancha, este Alfonso era débil de carácter y algo tímido. Tenía diecisiete años, uno menos que Lucrecia, y no parecía sentir gran entusiasmo por el matrimonio. En cam blo, la hija del Papa mostró una verdadera pasión por este joven napolitano, esbelto, elegante y de bello rostro. Su carácter, siempre pasivo hasta entonces, se caldeó con el fuego del deseo. Fue ella la que amó verdaderamente, y el duque de Biseglia se dejó admirar, correspondiendo con cierta tranquilidad a los transportes de su esposa. De todos modos, el segundo casamiento de Lucrecia, no se pareció en nada al que se haba roto siete meses antes, pues dentro del mismo año la joven duquesa de Biseglia quedó embarazada. Alfonso y la hija del Papa se instalaron en el palacio de Santa María in Pórtico. Adriana y la bella Julia Farnesio ocupaban ahora el palacio Orsíni, en Monte Giordano. Las bodas de Lucrecia dieron ocasión a largos festejos. Doña Sancha, que era ágil de pluma, relató detalladamente sus magnificencias. El banquete nupcial se celebraba de noche y las danzas duraron hasta la salida del sol. Mostraba el Pontífice una afición extraordinaria por el baile atribuyéndolo los italianos a su origen español. Lucrecia y su hermano César eran consumados danzarines. Los cardenales y demás personajes de la Corte tenían verdadero gusto en ver bailar a madona Lucrecia, poseedora de una gracia especial para las danzas españolas, heredadas, sin duda, de sus abuelas pa-ternas. Toda la tribu de los Borjas más o menos auténticos, venidos de España para engrandecerse; los señores romanos afectos a la familia y los cardenales fíeles a Alejandro, figuraron en dichas fiestas. De acuerdo con las costumbres de entonces, era un honor servir los platos y las bebidas al Pontífice. Un prócer le 233

El Pontítice acabó por aceptar dicho matrimonio con la esperanza<br />

de que facilitase luego el de César con Carlota de Aragón.<br />

Las bodas de Lucrecia y Alfonso se celebraron en Roma al<br />

principio del verano de 1498. Presentábase el novio en la ciudad<br />

papal, dotado por su tío el rey de Nápoles con los ducados de<br />

Biseglia y de Quadrata. Al contrario de su hermana Sancha, este<br />

Alfonso era débil de carácter y algo tímido. Tenía diecisiete años,<br />

uno menos que Lucrecia, y no parecía sentir gran entusiasmo por<br />

el matrimonio. En cam blo, la hija del Papa mostró una verdadera<br />

pasión por este joven napolitano, esbelto, elegante y de bello<br />

rostro. Su carácter, siempre pasivo hasta entonces, se caldeó con<br />

el fuego del deseo. Fue ella la que amó verdaderamente, y el<br />

duque de Biseglia se dejó admirar, correspondiendo con cierta<br />

tranquilidad a los transportes de su esposa.<br />

De todos modos, el segundo casamiento de Lucrecia, no se<br />

pareció en nada al que se haba roto siete meses antes, pues dentro<br />

del mismo año la joven duquesa de Biseglia quedó embarazada.<br />

Alfonso y la hija del Papa se instalaron en el palacio de Santa<br />

María in Pórtico. Adriana y la bella Julia Farnesio ocupaban<br />

ahora el palacio Orsíni, en Monte Giordano. Las bodas de<br />

Lucrecia dieron ocasión a largos festejos. Doña Sancha, que era<br />

ágil de pluma, relató detalladamente sus magnificencias. El<br />

banquete nupcial se celebraba de noche y las danzas duraron<br />

hasta la salida del sol.<br />

Mostraba el Pontífice una afición extraordinaria por el baile<br />

atribuyéndolo los italianos a su origen español. Lucrecia y su<br />

hermano César eran consumados danzarines. Los cardenales y<br />

demás personajes de la Corte tenían verdadero gusto en ver bailar<br />

a madona Lucrecia, poseedora de una gracia especial para las<br />

danzas españolas, heredadas, sin duda, de sus abuelas pa-ternas.<br />

Toda la tribu de los Borjas más o menos auténticos, venidos de<br />

España para engrandecerse; los señores romanos afectos a la<br />

familia y los cardenales fíeles a Alejandro, figuraron en dichas<br />

fiestas. De acuerdo con las costumbres de entonces, era un honor<br />

servir los platos y las bebidas al Pontífice. Un prócer le<br />

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