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13.07.2013 Views

justa venganza. Era preciso encontrar a los matadores del duque, Imaginando los más atroces suplicios para su castigo. Pero transcurrieron los días sin descubrir un indicio que permitiese conocer la verdad. Claudio Borja pensaba en que iban pasados más de tres siglos sin que nadie pudiese aportar una prueba convincente de quién había sido el asesino. En realidad, Juan de Borja, con sus aventuras de amor incesantes y audaces, estaba destinado a perecer de tal modo, dadas las costumbres vengativas de entonces. En los días siguientes al de su muerte, todos creyeron, empezando por su padre, que ésta había sido obra de algún marido celoso. El hecho de quitarse los guantes, pasándoselos por el cinturón de su espada, era una demostración de que lo habían sorprendido y asesinado cuando iba a dar sus manos a alguna mujer. Luego, el misterio de dicha muerte fue agrandando el círculo de los comentarios. La hembra que le había dado la cita nocturna bien podía ser un agente al servicio de los enemigos del duque, deseosos de acabar con él. Además, el recuerdo de aquel enmascarado que le acompañaba desde semanas antes a todas partes y había sido su guía en la noche del crimen corroboraba tal suposición. Se tuvieron sospechas de los Orsinis, enemigos del Pontífice v en especial de Gandía, el cual les resultaba más insufrible que su padre, a causa de su jactanciosa mocedad. Se sospechó también del cardenal Ascanio Sforza, que había disputado recientemente con Juan; de Bartolomé de Albiano, enemigo suyo; del duque de Urbino, prisionero en el desastre de Soriano, que se mostraba furioso contra los Borgias porque no le habían ayudado a pagar su rescate; de Juan Sforza, el antiguo esposo de Lucrecia, y hasta de los Colonnas, siempre amigos de aquéllos. El Papa examinó estas culpabilidades presuntas con una resignación do-lorosa que le hizo mostrarse imparcial y justo. El mismo disculpó al cardenal Sforza: unas veces su colaborador; otras, su adversario, cuya acusación parecía, por determinadas 226

circunstancias, la más verosímil de todas. No sólo defendió a su amigo Ascanio, proclamando su inocencia; también hizo lo mismo con otros acusados por la voz pública. Únicamente guardó silencio en lo que hacía referencia a los Orsinis. No los acusó, pero se abstuvo de defenderlos como a los otros. «Indudablemente fueron los Orsinis —pensaba Claudio—los que ejecutaron u ordenaron el asesinato del duque de Gandía.» Y repasaba en su memoria las opiniones de los pocos historiadores modernos que habían estudiado la vida de los Borgias de un modo concienzudo, sin hacer caso de apasionamientos y mentiras procedentes de aquella época. Aun siendo enemigos de los Borgias, reconocían en este asesinato de» hijo mayor del Pontífice una venganza de la familia Orsini, furiosa por la muerte de su mejor capitán, Virgilio Orsini, preso en el castillo del Huevo, en Nápoles, y al que sus parientes supusieron envenenado. El dolor ruidoso del Pontífice conmovió a la Cristiandad entera. Todos los reyes le enviaron cartas de condolencia. Hasta el austero Savonarola cesó en sus ataques al Papa, impresionado por la desesperación que mostraba el padre. Permanecía ahora resignado y silencioso, absteniéndose de nuevas acusaciones. ¿Para qué?... Su hijo no podía resucitar. Transcurrieron nueve meses sin que los maldicientes, ni aun los más exagerados, ligasen a este asesinato el nombre del cardenal César Borgia, que se había ido a Nápoles poco después de dicho suceso para conferir su investidura al nuevo rey. A nadie se le ocurrió la monstruosa suposición de que César hubiese asesinado a su hermano. Pasados los mencionados nueve meses, se forjó en Venecia tan infame patraña, siendo tal vez su primer inventor el lenguaraz invertido Juan Sforza. Después de repasar Claudio sus estudios mentalmente, se convencía de la no existencia de pruebas que demostrasen la certidumbre de este fratricidio inútil. César Borgia había cometido crímenes; pero ¿a qué añadirle uno más, inverosímil y 227

justa venganza. Era preciso encontrar a los matadores del duque,<br />

Imaginando los más atroces suplicios para su castigo. Pero<br />

transcurrieron los días sin descubrir un indicio que permitiese<br />

conocer la verdad.<br />

Claudio Borja pensaba en que iban pasados más de tres siglos<br />

sin que nadie pudiese aportar una prueba convincente de quién<br />

había sido el asesino. En realidad, Juan de Borja, con sus<br />

aventuras de amor incesantes y audaces, estaba destinado a<br />

perecer de tal modo, dadas las costumbres vengativas de<br />

entonces.<br />

En los días siguientes al de su muerte, todos creyeron,<br />

empezando por su padre, que ésta había sido obra de algún<br />

marido celoso. El hecho de quitarse los guantes, pasándoselos por<br />

el cinturón de su espada, era una demostración de que lo habían<br />

sorprendido y asesinado cuando iba a dar sus manos a alguna<br />

mujer. Luego, el misterio de dicha muerte fue agrandando el<br />

círculo de los <strong>com</strong>entarios. La hembra que le había dado la cita<br />

nocturna bien podía ser un agente al servicio de los enemigos del<br />

duque, deseosos de acabar con él. Además, el recuerdo de aquel<br />

enmascarado que le a<strong>com</strong>pañaba desde semanas antes a todas<br />

partes y había sido su guía en la noche del crimen corroboraba tal<br />

suposición.<br />

Se tuvieron sospechas de los Orsinis, enemigos del Pontífice v<br />

en especial de Gandía, el cual les resultaba más insufrible que su<br />

padre, a causa de su jactanciosa mocedad. Se sospechó también<br />

del cardenal Ascanio Sforza, que había disputado recientemente<br />

con Juan; de Bartolomé de Albiano, enemigo suyo; del duque de<br />

Urbino, prisionero en el desastre de Soriano, que se mostraba<br />

furioso contra los Borgias porque no le habían ayudado a pagar<br />

su rescate; de Juan Sforza, el antiguo esposo de Lucrecia, y hasta<br />

de los Colonnas, siempre amigos de aquéllos.<br />

El Papa examinó estas culpabilidades presuntas con una<br />

resignación do-lorosa que le hizo mostrarse imparcial y justo. El<br />

mismo disculpó al cardenal Sforza: unas veces su colaborador;<br />

otras, su adversario, cuya acusación parecía, por determinadas<br />

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