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desaliento, mostrando una humildad que hizo dudar a muchos de<br />

su razón. Habló de renunciar a la tiara para dedicarse en absoluto<br />

a la penitencia, llevando una vida de asceta. Dejó estupefactos a<br />

sus cardenales con un discurso en el que se acusó a sí mismo de<br />

ser un objeto de escándalo, pidiendo perdón a Dios y a los<br />

hombres, jurando emprender inmediatamente una reforma<br />

<strong>com</strong>pleta de las costumbres eclesiásticas, purificación que<br />

prometían todos los papas y ninguno osaba realizar.<br />

Entrecortó su discurso con lamentos, se golpeó el pecho,<br />

expresando su desesperación Ingenuamente, con hipérboles<br />

semejantes a las de la poesía oriental: «Si Nos tuviésemos siete<br />

tronos—decía—, todos ellos los daríamos por devolver la vida al<br />

duque» Y lo que más le apenaba era recordar que el cadáver de<br />

aquel hijo, siempre cubierto de sedas y joyas, el primer elegante<br />

de su tiempo, había sido recogido junto a un albañal, en la parte<br />

más infecta del Tíber, por una red de pescador.<br />

—¡Lo mismo que un saco de basura!—exclamaba<br />

dolorosamente el Pontífice.<br />

Parecía asociarse la Naturaleza de un modo dramático a este<br />

dolor ruidoso. Una violenta tempestad empezó a rugir en Roma.<br />

La lluvia y la crecida del río inundaron las calles. El rayo cayó en<br />

las habitaciones privadas del I Papa y también sobre el castillo de<br />

Sant' Angelo, derribando la estatua del arcángel que servia de<br />

coronamiento a la antigua Moles Adriana. La superstición<br />

popular añadió nuevos detalles a este cuadro trágico, asegurando<br />

que una procesión de espectros había desfilado durante la noche,<br />

bajo el estrépito de la tormenta, por las naves de la basílica de<br />

San Pedro, y que el duque de Gandía, en forma de fantasma,<br />

vagaba a medianoche por el mencionado castillo pidiendo que le<br />

vengasen.<br />

Rodrigo de Borja, hombre de acción en su mocedad, incapaz<br />

de sufrir ninguna ofensa, abandonaba de pronto su actitud devota,<br />

resignada ante la desgracia, para dar órdenes furiosas al prefecto<br />

de Roma, y a sus esbirros, así <strong>com</strong>o a los capitanes españoles que<br />

estaban a sus órdenes y a todos los que pudieran ayudarle en su<br />

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