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huestes pontificias, consiguió algunas victorias que permitieron al Papa ajustar una paz honrosa con los Orsinis. Padre de exagerados afectos, quiso Alejandro engañarse a si mismo sobre las capacidades militares de su primogénito, y le concedió toda clase de honores, como si realmente hubiese obtenido un gran triunfo. Tenía a su lado como maestro de ceremonias a un alemán, el famoso Burckhardt, testigo desleal, exasperado y rencoroso, que iba escribiendo en su Diarium cuanto veía hacer de lejos a su protector el Papa y, lo que resultaba más terrible, todo lo que oía decir o murmurar contra él, prescindiendo las más de las veces de buscar pruebas. Hablando Claudio con Enciso éste había concretado su opinión sobre Burckhardt y su famoso Diario: —Me hace recordar a ciertos hombres de nuestra época que escriben sus Memorias para que se publiquen después de su muerte. Poco a poco se apasionan por ellas con un cariño de autor; quieren que sean Interesantes como una novela; se entristecen cuando transcurren días sin poder añadir algo sensacional, y acaban por aceptar serenamente toda clase de chismes y calumnias, sin otra precaución que poner al frente de ellas un se dice. Alejandro Sexto mostraba cierto afecto por los alemanes. Después de los españoles, eran aquéllos los más numerosos en la Corte papal. En realidad, el tal maestro de ceremonias sólo intervenía en los actos públicos, sin tener entrada en la vida particular del Papa, como el español Marrades y otros; pero suplió la falta de intimidad recogiendo en su Diario todas las calumnias y murmuraciones de antesalas y plazuelas contra su protector. El Diarium de Burckhardt, escrito en latín con letra casi ininteligible, había permanecido inédito hasta principios del siglo xviii. —Los escritores protestantes—continuaba don Manuel—lo descubrieron con verdadero regocijo, y allí donde el texto no se dejaba entender lo interpretaron suponiendo un nuevo crimen de 216
los Borgias. Recordó Claudio que en ocasión de las últimas campañas del duque de Gandía, este maestro de ceremonias había escrito en su Diario, con rara justicia, sobre los dos capitanes de la Iglesia que acababan de sacar al Papa de su difícil situación. «El uno, Gonzalo de Córdoba—decía—, es un verdadero hombre de guerra y un verdadero hombre de Estado; el otro, el duque de Gandía, un pobre príncipe de comedia cubierto de oro y de joyas.» Al restablecerse la paz, tenía el Papa que combatir a los enemigos dentro de su propia casa, siendo el peor de ellos su yerno Juan Sforza. Pariente de los Sforza de Milán y relacionado con la mayor parte de los adversarios del Pontífice, se había mantenido siempre en actitud ambigua, trabajando ocultamente contra la familia de su esposa. Además, Lucrecia no hacía un misterio de la frialdad y displicencia con que la trataba su marido. Era este Juan Sforza de carácter inquieto, gritón, calumniador, sin límite ni recato en sus mentirosas invenciones, defectos propios de su mala calidad. —Indudablemente fue un homosexual—había dicho Enciso— , y los de tal especie ganan a las más terribles comadres en mala lengua. El dio origen a las acusaciones inauditas contra los Borgias, que luego agrandaron los calumniadores de dicha familia y han llegado hasta nuestra época; él inventó la Lucrecia Borja falsa y legendaria, atribuyendo a su mujer envenenamientos e incestos. «De ser los Borgias unos monstruos como él supuso—siguió pensando Claudio—, fácil habría sido para el Papa y sus hijos deshacerse de este Sforza, dándole muerte. César demostró en el curso de su existencia que no necesitaba auxiliares para suprimir a un enemigo. Lo hizo francamente algunas veces y por propia mano.» En vez de esto, el Papa se limitaba a entablar una acción de divorcio, anulando el casamiento de Sforza con su hija, y para 217
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huestes pontificias, consiguió algunas victorias que permitieron al<br />
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Padre de exagerados afectos, quiso Alejandro engañarse a si<br />
mismo sobre las capacidades militares de su primogénito, y le<br />
concedió toda clase de honores, <strong>com</strong>o si realmente hubiese<br />
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Tenía a su lado <strong>com</strong>o maestro de ceremonias a un alemán, el<br />
famoso Burckhardt, testigo desleal, exasperado y rencoroso, que<br />
iba escribiendo en su Diarium cuanto veía hacer de lejos a su<br />
protector el Papa y, lo que resultaba más terrible, todo lo que oía<br />
decir o murmurar contra él, prescindiendo las más de las veces de<br />
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Hablando Claudio con Enciso éste había concretado su<br />
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—Me hace recordar a ciertos hombres de nuestra época que<br />
escriben sus Memorias para que se publiquen después de su<br />
muerte. Poco a poco se apasionan por ellas con un cariño de<br />
autor; quieren que sean Interesantes <strong>com</strong>o una novela; se<br />
entristecen cuando transcurren días sin poder añadir algo<br />
sensacional, y acaban por aceptar serenamente toda clase de<br />
chismes y calumnias, sin otra precaución que poner al frente de<br />
ellas un se dice. Alejandro Sexto mostraba cierto afecto por los<br />
alemanes. Después de los españoles, eran aquéllos los más<br />
numerosos en la Corte papal. En realidad, el tal maestro de<br />
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en la vida particular del Papa, <strong>com</strong>o el español Marrades y otros;<br />
pero suplió la falta de intimidad recogiendo en su Diario todas las<br />
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protector.<br />
El Diarium de Burckhardt, escrito en latín con letra casi<br />
ininteligible, había permanecido inédito hasta principios del siglo<br />
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—Los escritores protestantes—continuaba don Manuel—lo<br />
descubrieron con verdadero regocijo, y allí donde el texto no se<br />
dejaba entender lo interpretaron suponiendo un nuevo crimen de<br />
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