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13.07.2013 Views

niñas del Vaticano. Julia sólo pensaba en el engrandecimiento de su familia; Sancha era moralmente la más terrible de las tres, buscando el amor por el amor, sin importarle el escándalo, uniendo a su ardorosa sexualidad cierta gracia literaria que le hacia manejar la pluma con soltura, escribiendo en largas epístolas las fiestas de entonces. Durante la solemnidad religiosa en la basílica de San Pedro con motivo del recibimiento de los príncipes de Esquilache, predicó un capellán del obispo de Segorbe, pedantón español, que, enardecido por la majestad del ambiente y lo escogido del auditorio, habló más de una hora, aburriendo al Papa, muy admirador de la verdadera elocuencia, y a toda su Corte. Lucrecia y Sancha, ocupando un lugar prominente del coro, empezaron a bromear en alta voz con la corte de señoras romanas sentadas en el suelo, alrededor de ellas. El Papa, sus cardenales y demás próceres eclesiásticos, que daban muestras de impaciencia ante el interminable sermón, acabaron por mirar benévolamente la desenfadada actitud del grupo femenino. La belleza morena picante de Sancha se armonizaba con el esplendor rublo y la hermosura tranquila de Lucrecia, cuyos encantos podían llamarse pasivos. Diversas por su temperamento, se parecían a causa del perpetuo desacuerdo en que vivían con sus esposos. Las dos se quejaban de falta de servicio marital: la una, por estar casada con un adolescente débil; la otra, por los vicios de Juan Sforza, que hacían presentir un pronto divorcio. El duque de Gandía entró en Roma tres meses después, en agosto de 1496, desplegando el Papa igual pompa en su recibimiento y haciéndolo figurar un escalón más abajo de su trono, como presunto gonfaloniero o capitán general de la Iglesia. A los pocos días le confió las tropas pontificias; pero aunque era valiente, como todos los Borgias, sabía muy poco del arte de la guerra, y el Pontífice tuvo que colocar a su lado a uno de los condottieri más célebre de entonces: Guidobaldo, duque de Urbino. 214

Había llegado el momento de recobrar las tierras dadas en feudo a aquellos señores, prontos a la explotación de los papas en sus horas de debilidad y a abandonarlos en caso de peligro. El mismo plan, madurado en silencio, por César Borgia, iba a intentar realizarlo, con poco éxito su hermano mayor, el más brillante en apariencia de los hijos de Alejandro y el de menos condiciones intelectuales. Empezó la guerra atacando a los Orsinis, por ser los más temibles entre los feudatarios mencionados. Al principiar el invierno de 1496 todo se mostró favorable para el duque de Gandía y su maestro Guidobaldo, apoderándose de numerosas fortalezas. El cardenal César Borgia, completamente solo y disfrazado de caballero de Rodas, salía de Roma para examinar de cerca las operaciones militares. Quería estudiar sobre el terreno la estrategia y las maniobras de un capitán famoso como lo era Guidobaldo, amaestrándose secretamente para sus empresas futuras. Con tanta audacia avanzaba en dichas excursiones, que una vez, a orillas del lago Braciano, sólo pudo salvarse de los enemigos gracias a la ligereza de su corcel. Nadie ayudaba al Papa en esta campaña. Los Savellis, los Colonnas y otros feudatarios de la Santa Sede incluso el señor de Pésaro, marido de Lucrecia, se mantenían expectantes, deseando en el fondo de su ánimo la derrota del Papa. Esta surgió inesperadamente a fines de enero de 1497. Gandía y Guidobaldo levantaron el sitio de Braciano para cortar el paso a un ejército de refuerzo que enviaban los amigos de los Orsinis. El choque ocurrió cerca del pueblo de Soriano, una de las batallas más sangrientas y empeñadas de aquella época, que tuvo como final la fuga de las tropas papales. Guidobaldo quedó prisionero, y el duque de Gandía, herido en el rostro, tuvo que huir, luego de batirse valerosamente. Por suerte para el Pontífice, Ferrantino o Fernando II, rey de Nápoles, le envió a Gonzalo de Córdoba para que sustituyese al duque de Urbino, y el Gran Capitán español, reorganizando las 215

niñas del Vaticano.<br />

Julia sólo pensaba en el engrandecimiento de su familia;<br />

Sancha era moralmente la más terrible de las tres, buscando el<br />

amor por el amor, sin importarle el escándalo, uniendo a su<br />

ardorosa sexualidad cierta gracia literaria que le hacia manejar la<br />

pluma con soltura, escribiendo en largas epístolas las fiestas de<br />

entonces.<br />

Durante la solemnidad religiosa en la basílica de San Pedro<br />

con motivo del recibimiento de los príncipes de Esquilache,<br />

predicó un capellán del obispo de Segorbe, pedantón español,<br />

que, enardecido por la majestad del ambiente y lo escogido del<br />

auditorio, habló más de una hora, aburriendo al Papa, muy<br />

admirador de la verdadera elocuencia, y a toda su Corte. Lucrecia<br />

y Sancha, ocupando un lugar prominente del coro, empezaron a<br />

bromear en alta voz con la corte de señoras romanas sentadas en<br />

el suelo, alrededor de ellas. El Papa, sus cardenales y demás<br />

próceres eclesiásticos, que daban muestras de impaciencia ante el<br />

interminable sermón, acabaron por mirar benévolamente la<br />

desenfadada actitud del grupo femenino.<br />

La belleza morena picante de Sancha se armonizaba con el<br />

esplendor rublo y la hermosura tranquila de Lucrecia, cuyos<br />

encantos podían llamarse pasivos. Diversas por su temperamento,<br />

se parecían a causa del perpetuo desacuerdo en que vivían con<br />

sus esposos. Las dos se quejaban de falta de servicio marital: la<br />

una, por estar casada con un adolescente débil; la otra, por los<br />

vicios de Juan Sforza, que hacían presentir un pronto divorcio.<br />

El duque de Gandía entró en Roma tres meses después, en<br />

agosto de 1496, desplegando el Papa igual pompa en su<br />

recibimiento y haciéndolo figurar un escalón más abajo de su<br />

trono, <strong>com</strong>o presunto gonfaloniero o capitán general de la Iglesia.<br />

A los pocos días le confió las tropas pontificias; pero aunque era<br />

valiente, <strong>com</strong>o todos los Borgias, sabía muy poco del arte de la<br />

guerra, y el Pontífice tuvo que colocar a su lado a uno de los<br />

condottieri más célebre de entonces: Guidobaldo, duque de<br />

Urbino.<br />

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