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inexplicable, exacerbado tal vez dicho mal por las licenciosas costumbres del Renacimiento, se difundió de pronto como un estallido, abarcando igualitariamente a todas las clases sociales, royendo las narices y las gargantas de reyes y papas, diezmando las naciones con la ferocidad de una epidemia. Los medios curativos de entonces, con su ineficacia, facilitaron estos progresos del mal. —Nunca perecieron tantos personajes a un mismo tiempo como en aquella época—dijo Enciso—. Y como los enfermos morían cubiertos de abscesos, desfigurados por hediondas gangrenas, atribuía el vulgo tales defunciones a envenenamientos preparados por la venganza o la codiciad Todos consideraban dichas lacras un exceso de ponzoña que se escapaba a través de la piel. Muchas muertes originadas por el legendario veneno de los Borgias eran verdaderamente obra de la sífilis, atribuyéndose al mencionado tósigo el aspecto horrible que presentaban los atacados de dicha enfermedad. Y como ésta se cebaba con preferencia en los ricos y poderosos, el vulgo encontraba fáciles razones para suponerlos envenenados. —Lo raro fue—dijo Borja—que al mismo tiempo que la epidemia sexual se difundía por Europa, los descubridores españoles la encontrasen en América, dándole el nombre de mal de bubas. Tal dualidad hizo que durante mucho tiempo se atribuyese a los pobres indígenas del Nuevo Mundo el terrible regalo de la sífilis hecho al mundo viejo. Puso término Enciso al asunto con expresión escéptica. —En este suceso nadie está de acuerdo y no existe una sola verdad. Cada cual sostiene la suya. Durante varios siglos, la terrible dolencia propagada por la expedición de Carlos Octavo ha tenido un origen denigrante para el vecino, según se hablase de ella a un lado o a otro de los Alpes. Los italianos la llaman aún mal francés o mal gálico, y los franceses la conocieron con el nombre de mal napolitano. 192

VI LA INCONVENIENTE CONDUCTA DE CLAUDIO BORJA EN EL PALACIO DE ENCIS0 DE LAS CASAS Algunos días después, la vida monótona y plácida, alimentada por recuerdos históricos, que venía llevando Claudio Borja en Roma, quedó conmovida por dos opuestos motivos. El embajador Bustamante lo llevó a su despacho a la terminación de uno de aquellos almuerzos de confianza a que le invitaba frecuentemente, y empezó a hablarle con la autoridad cariñosa de un antiguo tutor, recordando su amistad íntima con el padre de Claudio. Siempre consideraba al joven como de su familia. Hasta podía decir I que Estela y él se habían criado juntos, no obstante la diferencia de algunos años entre sus respectivas edades. Don Arístides no había perdido de vista la afinidad electiva que ligaba a los dos. . —En Madrid todos daban por seguro vuestro matrimonio. Después..., después pasó lo que pasó. No hablemos de ello. Yo también soy un hombre, y he tenido mis debilidades, de las que no quiero acordarme... Pero ahora, por suerte, parece que mi hija y tú habéis vuelto a ser novios. No me lo niegues: se ve claramente. Estela vive más contenta, y mí cuñada me ha dicho que cuando salís los tres juntos, vosotros dos procuráis marchar delante de ella, hablando a solas, lo que satisface y molesta al mismo tiempo a la pobre Nati. Y el solemne personaje creía llegado el momento de intervenir en este asunto amoroso. Era preciso darle una solución, ya que empezaba a resultar inexplicable para los amigos de la casa. ¿Cuándo se casaban?... Luego, Bustamante le fue explicando con aire paternal la conveniencia de adoptar pronto dicha resolución. Era, hora de que terminase su 193

inexplicable, exacerbado tal vez dicho mal por las licenciosas<br />

costumbres del Renacimiento, se difundió de pronto <strong>com</strong>o un<br />

estallido, abarcando igualitariamente a todas las clases sociales,<br />

royendo las narices y las gargantas de reyes y papas, diezmando<br />

las naciones con la ferocidad de una epidemia. Los medios<br />

curativos de entonces, con su ineficacia, facilitaron estos<br />

progresos del mal.<br />

—Nunca perecieron tantos personajes a un mismo tiempo<br />

<strong>com</strong>o en aquella época—dijo Enciso—. Y <strong>com</strong>o los enfermos<br />

morían cubiertos de abscesos, desfigurados por hediondas<br />

gangrenas, atribuía el vulgo tales defunciones a envenenamientos<br />

preparados por la venganza o la codiciad Todos consideraban<br />

dichas lacras un exceso de ponzoña que se escapaba a través de la<br />

piel.<br />

Muchas muertes originadas por el legendario veneno de los<br />

Borgias eran verdaderamente obra de la sífilis, atribuyéndose al<br />

mencionado tósigo el aspecto horrible que presentaban los<br />

atacados de dicha enfermedad. Y <strong>com</strong>o ésta se cebaba con<br />

preferencia en los ricos y poderosos, el vulgo encontraba fáciles<br />

razones para suponerlos envenenados.<br />

—Lo raro fue—dijo Borja—que al mismo tiempo que la<br />

epidemia sexual se difundía por Europa, los descubridores<br />

españoles la encontrasen en América, dándole el nombre de mal<br />

de bubas. Tal dualidad hizo que durante mucho tiempo se<br />

atribuyese a los pobres indígenas del Nuevo Mundo el terrible<br />

regalo de la sífilis hecho al mundo viejo.<br />

Puso término Enciso al asunto con expresión escéptica.<br />

—En este suceso nadie está de acuerdo y no existe una sola<br />

verdad. Cada cual sostiene la suya. Durante varios siglos, la<br />

terrible dolencia propagada por la expedición de Carlos Octavo<br />

ha tenido un origen denigrante para el vecino, según se hablase<br />

de ella a un lado o a otro de los Alpes. Los italianos la llaman aún<br />

mal francés o mal gálico, y los franceses la conocieron con el<br />

nombre de mal napolitano.<br />

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