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—-Más de tres siglos—continuó Enciso—ha creído la gente en los crímenes de esta mujer, que fue dulce de carácter y falta de voluntad, como si todas las energías de la familia los regocijos ardientes y las cóleras terribles se los hubiesen llevado los Borgias varones. —Víctor Hugo—dijo Claudio—, con la maravillosa difusión de la poesía. fijó inconscientemente en la memoria de todos esa Lucrecia monstruosa inventada por los folicularios al servicio de los señores feudales, del cardenal Rovere y demás enemigos de Alejandro Sexto. En realidad, no sintió otros deseos que verse admirada por su hermosura y su elegancia, casándose y divorciándose según convino a la política de su padre (lo mismo que las hijas de todos los reyes de entonces), y en el curso de su vida sólo tuvo uno o dos flirts verdaderos. Fue preciso que los historiadores revisasen de nuevo su existencia, casi en nuestros días, para que recobrara su legitima personalidad. Por suerte, únicamente en novelones terroríficos, buenos para porteras, vive ya la Lucrecia Borgia de melodrama que conocimos de niños. Dos protestantes, el inglés Roscoe y el alemán Gregorovius, estudiando directamente los documentos de la época, se convencían de tan enorme calumnia histórica, emprendiendo la rehabilitación de dicha princesa comparable, por su carácter, a las Gracias antiguas, y que los enemigos de la familia Borgia habían pintado como una Euménide sedienta de sangre con un puñal y un frasco de veneno en sus manos. Describía Enciso a Lucrecia tal como la había visto en los documentos de su época, con vestiduras casi siempre blancas y muy bordadas de oro, mangas abiertas, tijas en sus muñecas con brazaletes a la moda española y llevando al cuello una sarta de perlas enormes. —Las perlas fueron su orgullo y su ambición, apreciándolas tanto como su hermano César, aunque ambos no llegaron nunca al entusiasmo de su padre. Puede llamarse a la perla la favorita de los Borgias. Muchas veces los embajadores encontraron al Pontífice junto a una ventana del Vaticano contemplando al 162

trasluz gruesas perlas regaladas a Lucrecia. Cuando la hija del Papa fue duquesa de Ferrara, una de sus mayores satisfacciones consistió en poseer el célebre collar de perlas y rubíes que había pertenecido a su suegra. Todos los contemporáneos alababan su hermosura, su esbeltez su boca, un poco grande, pero fresca y carnosa (una boca de Borgia); sus dientes brillantísimos, su pecho firme y blanco, visible en gran parte por los audaces escotes de entonces, y, sobre todo, su dulce sonrisa. Esta alegría de su rostro la había heredado de su padre rara vez triste, aun en los momentos más difíciles de su vida, jocundo hasta en su concupiscencia, Esbelta y graciosa de jovencita, redondeábase luego de formas, sin perder la elegante ligereza de sus movimientos. Había algo en ella de blando, revelador de una voluntad floja y sin iniciativa. Era de pocos nervios, incapaz de resistirse al Destino, dejándose llevar por él, buscando solamente las alegrías momentáneas, sin energía para ir más allá de los goces de su vanidad, mostrándose en toda ocasión un instrumento dócil de su familia. —No heredó la energía de los Borgias, pero si el talento. Ella y César fueron los hijos de Alejandro más inteligentes. Vivía esclava de su propio medio, haciendo lo mismo que las personas que la rodeaban. Mientras existió su padre mostrose aficionada a los asuntos políticos y hasta gobernó tierras de la Iglesia en ausencia del Pontífice. Al morir Alejandro y quedar en Ferrara como esposa del príncipe Alfonso de Este, vigoroso soldado, la hija del Papa fue la perla de las esposas, la triunfante princesa, la santa madona Lucrecia. El poeta Ariosto cantaba sus virtudes, el pintor Tíciano la admiraba al tratarla en su Corte... Es una esposa que sólo piensa en sus hijos, en el gobierno de su palacio y sobrelleva resignada y afable las infidelidades de un marido rudo, que en el fondo la adora. Claudio Borja se la imaginaba en su primera juventud, tal como la habían descrito muchos, creyendo reconocerla en la Santa Catalina pintada por el Pinturicchio, con su rostro gracioso e ingenuo de niña un poco paradita, orlado de magnífica cabellera 163

trasluz gruesas perlas regaladas a Lucrecia. Cuando la hija del<br />

Papa fue duquesa de Ferrara, una de sus mayores satisfacciones<br />

consistió en poseer el célebre collar de perlas y rubíes que había<br />

pertenecido a su suegra.<br />

Todos los contemporáneos alababan su hermosura, su esbeltez<br />

su boca, un poco grande, pero fresca y carnosa (una boca de<br />

Borgia); sus dientes brillantísimos, su pecho firme y blanco,<br />

visible en gran parte por los audaces escotes de entonces, y, sobre<br />

todo, su dulce sonrisa. Esta alegría de su rostro la había heredado<br />

de su padre rara vez triste, aun en los momentos más difíciles de<br />

su vida, jocundo hasta en su concupiscencia,<br />

Esbelta y graciosa de jovencita, redondeábase luego de<br />

formas, sin perder la elegante ligereza de sus movimientos. Había<br />

algo en ella de blando, revelador de una voluntad floja y sin<br />

iniciativa. Era de pocos nervios, incapaz de resistirse al Destino,<br />

dejándose llevar por él, buscando solamente las alegrías<br />

momentáneas, sin energía para ir más allá de los goces de su<br />

vanidad, mostrándose en toda ocasión un instrumento dócil de su<br />

familia. —No heredó la energía de los Borgias, pero si el talento.<br />

Ella y César fueron los hijos de Alejandro más inteligentes. Vivía<br />

esclava de su propio medio, haciendo lo mismo que las personas<br />

que la rodeaban. Mientras existió su padre mostrose aficionada a<br />

los asuntos políticos y hasta gobernó tierras de la Iglesia en<br />

ausencia del Pontífice. Al morir Alejandro y quedar en Ferrara<br />

<strong>com</strong>o esposa del príncipe Alfonso de Este, vigoroso soldado, la<br />

hija del Papa fue la perla de las esposas, la triunfante princesa, la<br />

santa madona Lucrecia. El poeta Ariosto cantaba sus virtudes, el<br />

pintor Tíciano la admiraba al tratarla en su Corte... Es una esposa<br />

que sólo piensa en sus hijos, en el gobierno de su palacio y<br />

sobrelleva resignada y afable las infidelidades de un marido rudo,<br />

que en el fondo la adora.<br />

Claudio Borja se la imaginaba en su primera juventud, tal<br />

<strong>com</strong>o la habían descrito muchos, creyendo reconocerla en la<br />

Santa Catalina pintada por el Pinturicchio, con su rostro gracioso<br />

e ingenuo de niña un poco paradita, orlado de magnífica cabellera<br />

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