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cierta frialdad rencorosa. Se interrumpió un momento el diplomático, para añadir con malicia: —Tal vez, aparte de esto, la odiaban por el papel que desempeñó cerca del padre. En los años anteriores a su Papado, allá por el mil cuatrocientos ochenta y nueve, Rodrigo de Borja experimentó una emoción muy profunda al visitar a su sobrina Adriana. Sus hijos Juan y César ya no estaban al lado de ella. Seguían sus estudios lejos: César, en la Universidad de Perusa, aprendiendo las bellas letras y ejercitándose en todos los deportes de entonces. Lucrecia, destinada a un precoz casamiento de conveniencia política, también se había alejado de su aristocrática prima, así como Jofre. En cambio, encontró en el palacio de Orsini a una jovencita rubia, de una belleza que empezaba a ser célebre en Roma, la cual, según costumbre de aquel tiempo, estaba prometida en matrimonio, desde su niñez, al hijo de Adriana, llamado Ursino Orsini. Dicha adolescente, Julia Farnesio, era de tal hermosura, que todos la designaban con el simple nombre de la bella Julia. La alegría y malicia de su carácter resultaban tan extraordinarias como su belleza. Tenía dieciocho años, y el cardenal podía ser dos veces su padre, por contar cuarenta más que ella. La viuda de Orsini se percató inmediatamente de la profunda impresión que la bella Julia había causado en su tío. Este acababa de cumplir cincuenta y ocho años, la edad de las grandes pasiones para los libertinos viejos que se sienten tentados por una extremada juventud. Movida Adriana por sus vanidades aristocráticas y por su desorientado deseo de engrandecer a su hijo, pensó sin duda en las muchas familias nobles que debían su prosperidad al hecho de haber sido alguna de sus mujeres amante de un rey. Su tío el cardenal podía llegar a monarca algún día, pues los más consideraban segura su ascensión al Pontificado. La maliciosa y precoz Farnesio pensó lo mismo. Además, seducía su vanidad de romana verse solicitada por el más eminente de los príncipes del Sacro Colegio. No salieron fallidos 150
los cálculos de la bella Julia. Sus amores con este personaje que podía ser su abuelo sirvieron de punto de arranque a la vertiginosa ascensión de la familia Farnesio. Sólo había producido hasta entonces dicha familia pequeños señores pobres, y a partir del amancebamiento de Julia con el futuro Papa, se encumbró de un modo rápido. Alejandro VI hizo cardenal a Alejandro Farnesio, hermano mayor de su tierna amante. El pueblo romano, al conocer tal nombramiento, dio al nuevo príncipe de la Iglesia, el apodo de cardenal de la gonnella (cardenal de la falda o cardenal faldero). Aludía con esto a las faldas de la bella Julia y a los libertinajes de dicho Farnesio, más escandalosos y violentos que los de los Borgias. Este cardenal faldero no perdía el tiempo en cortejos ni atraía a las mujeres como el imán, según decían, de Rodrigo de Borja en su juventud. Robaba simplemente a mano armada todas las que habían excitado sus deseos, aunque para ello tuviese que derramar sangre. Años después, el hermano de la bella Julia llegó a ser Papa con el nombre de Paulo III, y la última de los Farnesio, la reina del mismo apellido, moría en 1758 ocupando el trono de España. —Sabe usted, querido Claudio, que el protegido del Papa Borgia fue más afortunado que éste después de su muerte. Los restos de Alejandro Sexto los guarda una tumba modesta en la iglesia de Montserrat, que es la de los españoles en Roma, mientras los de Paulo Tercero, el cardenal faldero, se ofrecen a la veneración del mundo cristiano en un monumento imponente dentro de la basílica de San Pedro, figurando al pie del sarcófago una estatua de la Justicia, para la que sirvió de modelo su graciosa hermana, al principio completamente desnuda, y cubierta casi en nuestros tiempos con una camisa metálica para que no se escandalicen los fieles. Veíase Rodrigo de Borja elegido Papa en el momento que más intensa era su pasión por esta amante primaveral y maliciosa. Adriana, la suegra de Julia, amparaba dichos amores. La había casado con su hijo Ursino Orsini, y al día siguiente del 151
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cierta frialdad rencorosa.<br />
Se interrumpió un momento el diplomático, para añadir con<br />
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desempeñó cerca del padre. En los años anteriores a su Papado,<br />
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experimentó una emoción muy profunda al visitar a su sobrina<br />
Adriana. Sus hijos Juan y César ya no estaban al lado de ella.<br />
Seguían sus estudios lejos: César, en la Universidad de Perusa,<br />
aprendiendo las bellas letras y ejercitándose en todos los deportes<br />
de entonces. Lucrecia, destinada a un precoz casamiento de<br />
conveniencia política, también se había alejado de su aristocrática<br />
prima, así <strong>com</strong>o Jofre. En cambio, encontró en el palacio de<br />
Orsini a una jovencita rubia, de una belleza que empezaba a ser<br />
célebre en Roma, la cual, según costumbre de aquel tiempo,<br />
estaba prometida en matrimonio, desde su niñez, al hijo de<br />
Adriana, llamado Ursino Orsini. Dicha adolescente, Julia<br />
Farnesio, era de tal hermosura, que todos la designaban con el<br />
simple nombre de la bella Julia. La alegría y malicia de su<br />
carácter resultaban tan extraordinarias <strong>com</strong>o su belleza. Tenía<br />
dieciocho años, y el cardenal podía ser dos veces su padre, por<br />
contar cuarenta más que ella. La viuda de Orsini se percató<br />
inmediatamente de la profunda impresión que la bella Julia había<br />
causado en su tío. Este acababa de cumplir cincuenta y ocho<br />
años, la edad de las grandes pasiones para los libertinos viejos<br />
que se sienten tentados por una extremada juventud.<br />
Movida Adriana por sus vanidades aristocráticas y por su<br />
desorientado deseo de engrandecer a su hijo, pensó sin duda en<br />
las muchas familias nobles que debían su prosperidad al hecho de<br />
haber sido alguna de sus mujeres amante de un rey. Su tío el<br />
cardenal podía llegar a monarca algún día, pues los más<br />
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