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Juliano de la Rovere, verdadero Papa durante el Pontificado de Inocencio, quería ocupar ahora directamente la silla de San Pedro, apelando al soborno de los cardenales dispuestos a tal venalidad, lo mismo que ya habla hecho en la elección anterior. Como estaba al servicio de los intereses de Francia, se contaba en Roma que el rey Carlos VIII había hecho depositar en un Banco doscientos mil ducados por su elección, y otros cien mil la República de Génova. Todos los genoveses de Roma daban por seguro el encumbramiento de su compatriota. El rey de Nápoles también parecía inclinarse hacia Juliano. Frente a él figuraban como candidatos probables el cardenal portugués Costa, varón de austeras costumbres; Ascanio Sforza, el cardenal Caraffa y sólo en cuarto lugar Rodrigo de Borja. Únicamente el obispo Boccaccio, embajador de Ferrara, vio con más claridad que los otros diplomáticos residentes en Roma. «Borgia—dijo en una comunicación a su Gobierno—tiene el , cargo de Canciller, que equivale a un segundo Papa, y tantos obispado, tantas abadías ricas, tantas rentas de miles y miles de ducados, tantos palacios, que tal vez acaben por elegirlo los cardenales, con la esperanza de que así quede vacante lo que ahora posee y poder repartírselo.» Pesaba contra él su calidad de español. Muchos cardenales italianos no querían hablar siquiera, de la posibilidad de un Papa extranjero, un Papa ultramontano, nacido más allá de los Alpes. Como si Boccaccio el de Ferrara hubiese conocido de antemano las intenciones del cardenal de Valencia, éste, que aparecía como el último de los candidatos, fue iniciando hábilmente su obra de amigable soborno frente a los trabajos de la misma índole realizados por su adversario Juliano con el dinero de Francia y de Génova. Ascanio Sforza, convencido de que no reuniría bastantes sufragios para que lo eligiesen Papa empezó a escuchar las tentadoras proposiciones de su amigo Borgia. Este le ofreció, a 142

cambio dé sus votos, el cargo de Vicecanciller, su propio palacio con todos los - muebles y riquezas que tanto admiraba Sforza, y además del castillo de Nepi, el obispado de Erlau, que daba una renta de diez mil ducados, y otros beneficios. Las fuertes e importantes ciudades de Monticelli y Soriano, que eran suyas, las cedió al cardenal Orsini con la legación de la Marca y el obispado de Cartagena. Al cardenal Colonna, la abadía de Subiaco con todos los lugares fuertes que la rodeaban; al cardenal Savelli, Civita-Castellana y el obispado de Mallorca; a Palavicini, el obispado de Pamplona, que era de su hijo César; al cardenal Michiel, el obispado de Porto, y a los cardenales Sclafenati. San Severo y Riaro, otras ricas abadías y valiosos beneficios. Hasta el cardenal Domenico de la Rovere abandonó a su pariente Juliano porque Borgia le ofrecía mayores recompensas. Además, los cardenales aseglarados esperaban bajo su gobierno una existencia más grata aún que la que, habían llevado hasta entonces. Con los votos que Borgia consideraba propios y los del partido de Sforza, llegó a reunir catorce. Le faltaba uno para obtener la mayoría de los dos tercios, pero resultaba difícil conseguirlo. Ninguno de los del bando de Juliano quería ceder, conociendo la rivalidad implacable entre su jefe y Rodrigo. Sólo quedaba el anciano cardenal Gerardo, de noventa y cinco años casi irresponsable, al que pretendían ganar uno y otro bando; pero el insinuante Borgia y el hábil Sforza consiguieron al fin conquistar a este macrobio, y su voto fui decisivo en favor del cardenal de Valencia. En la madrugada del 11 de agosto se abrió la ventana del conclave para anunciar que el Vicecanciller Rodrigo de Borja había sido elegido Papa y tomaba el nombre de Alejandro VI tal noticia fue acogida con estupor en el primer momento. Muy pocos habían creído en la posibilidad de que triunfase. Era un extranjero, un español, y todos temían que surgiese un nuevo cisma si conseguía la tiara un cardenal no italiano. Aquí pudo verse el prestigio simpático que Borgia había adquirido en Roma y el concepto en que le tenían las diversas 143

Juliano de la Rovere, verdadero Papa durante el Pontificado<br />

de Inocencio, quería ocupar ahora directamente la silla de San<br />

Pedro, apelando al soborno de los cardenales dispuestos a tal<br />

venalidad, lo mismo que ya habla hecho en la elección anterior.<br />

Como estaba al servicio de los intereses de Francia, se contaba en<br />

Roma que el rey Carlos VIII había hecho depositar en un Banco<br />

doscientos mil ducados por su elección, y otros cien mil la<br />

República de Génova.<br />

Todos los genoveses de Roma daban por seguro el<br />

encumbramiento de su <strong>com</strong>patriota. El rey de Nápoles también<br />

parecía inclinarse hacia Juliano. Frente a él figuraban <strong>com</strong>o<br />

candidatos probables el cardenal portugués Costa, varón de<br />

austeras costumbres;<br />

Ascanio Sforza, el cardenal Caraffa y sólo en cuarto lugar<br />

Rodrigo de Borja.<br />

Únicamente el obispo Boccaccio, embajador de Ferrara, vio<br />

con más claridad que los otros diplomáticos residentes en Roma.<br />

«Borgia—dijo en una <strong>com</strong>unicación a su Gobierno—tiene el ,<br />

cargo de Canciller, que equivale a un segundo Papa, y tantos<br />

obispado, tantas abadías ricas, tantas rentas de miles y miles de<br />

ducados, tantos palacios, que tal vez acaben por elegirlo los<br />

cardenales, con la esperanza de que así quede vacante lo que<br />

ahora posee y poder repartírselo.»<br />

Pesaba contra él su calidad de español. Muchos cardenales<br />

italianos no querían hablar siquiera, de la posibilidad de un Papa<br />

extranjero, un Papa ultramontano, nacido más allá de los Alpes.<br />

Como si Boccaccio el de Ferrara hubiese conocido de<br />

antemano las intenciones del cardenal de Valencia, éste, que<br />

aparecía <strong>com</strong>o el último de los candidatos, fue iniciando<br />

hábilmente su obra de amigable soborno frente a los trabajos de<br />

la misma índole realizados por su adversario Juliano con el<br />

dinero de Francia y de Génova.<br />

Ascanio Sforza, convencido de que no reuniría bastantes<br />

sufragios para que lo eligiesen Papa empezó a escuchar las<br />

tentadoras proposiciones de su amigo Borgia. Este le ofreció, a<br />

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