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Animado Enciso por la atención con que le escuchaba Claudio, siguió comunicándole algunas particularidades de la vida de sus remotos antepasados, seguramente desconocidas para él. Guardaba en su biblioteca cuanto se había escrito acerca de los Borjas, convertidos en Borgias al establecerse en Roma. Todos le eran familiares; sabía cómo habían sido sus casas, su manera de vivir, sus comidas, sus aventuras. Describió el segundo palacio de Rodrigo de Borja con arreglo a una carta recientemente descubierta del cardenal Ascanio Sforza, su amigo íntimo en el Sacro Colegio. El cardenal de Valencia, frugal en su mesa ordinariamente, daba una espléndida cena a Sforza y otros tres príncipes eclesiásticos, entre ellos Juliano de la Royere. Todo el palacio estaba adornado con magnificencia, siendo admirables los tapices que cubrían sus paredes, representando sucesos históricos. Cada uno de los salones, según la moda de entonces, tenía un rico lecho de aparato, por considerarse este mueble el más importante de todos. Las alfombras y tapices estaban en perfecta armonía de colorido con el resto del decorado. En el último de los salones, el lecho de honor era de tela de oro y las alfombras traídas de Egipto. Había varias credencias o aparadores, con vajillas de oro y plata cinceladas por los más famosos orfebres de la época. —En aquel momento—continuó el diplomático—, Borja y Rovere eran amigos. Se juntaban y apartaban según las conveniencias políticas; pero en realidad Rovere mostrábase más implacable en su odio, por no hallarse éste exento de envidia. Sentíase indignado sordamente por los éxitos mundanos del cardenal de Valencia, por aquel imán misterioso que atraía de un modo irresistible a las mujeres, según decían los cronistas, por la certeza de que iba a ser Papa antes que él, no obstante la influencia que venía ejercitando sobre Inocencio Octavo, Influencia que indignaba a muchos embajadores, haciéndoles gritar que «ya tenían bastante con un Pontífice y no necesitaban dos». Junto a la cama de Inocencio VIII enfermo de muerte, 136
disputaban un día ambos cardenales, faltando poco para que viniesen a las manos. Borja, Vicecanciller de la Iglesia, no podía admitir los aires de verdadero Papa qua se daba Rovere... Y el cardenal de Valencia, siempre alegre, insinuante y cortés, resultaba temible cuando, de tarde en tarde, conseguía algún enemigo que montase en cólera. Era grande, vigoroso, ágil para la acción, y tenía la costumbre de ir casi siempre en traje seglar y ciñendo espada. Ascanio Sforza, el cardenal más amigo suyo, gustabaespecialmente de la caza, y como recibía al año rentas eclesiásticas por valor de un millón y medio de francos oro. ningún monarca de la Tierra poseía caballos, perros y halcones como los suyos, con todo el personal necesario para el cuidado de tantas y tan costosas bestias. —Cardenales como Borja, Sforza y Rovere—siguió diciendo Enciso—no eran una excepción. Casi todos los de entonces, a semejanza de los senadores de la antigua Roma vivían rodeados de una curia de parásitos, a más de sus numerosos sobrinos o hijos. Cabalgaban vistiendo traje guerrero, iban a diario con capa y espada, tenían en sus palacios una servidumbre de centenares de personas, aumentándola en caso de peligro con tropas de matones a sueldo. Los más ricos y mundanos capitaneaban una facción de partidarios de su nombre, porfiando entre ellos por quién desplegaría mayor esplendidez en las fiestas de Carnaval, costeando carros triunfales llenos de máscaras, orquestas y cantores para dar serenatas, o compañías de cómicos que representaban en medio de la calle, ante sus palacios. La antigua nobleza de Roma veíase humillada por los príncipes de la Iglesia. Cada uno de los cardenales tenía sus pintores, sus escultores y, sobre todo, sus humanistas y poetas, que componían obras en loor suyo o de su familia. Rodrigo de Borja había tenido un hijo llamado Pedro Luis de una dama romana cuyo nombre se ignoró siempre, y una hija, Jerónima, habida probablemente de otra madre. Esto ocurrió algunos años antes de 1468 fecha en que el cardenal de Valencia, que se había 137
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Animado Enciso por la atención con que le escuchaba<br />
Claudio, siguió <strong>com</strong>unicándole algunas particularidades de la<br />
vida de sus remotos antepasados, seguramente desconocidas para<br />
él. Guardaba en su biblioteca cuanto se había escrito acerca de los<br />
Borjas, convertidos en Borgias al establecerse en Roma. Todos le<br />
eran familiares; sabía cómo habían sido sus casas, su manera de<br />
vivir, sus <strong>com</strong>idas, sus aventuras.<br />
Describió el segundo palacio de Rodrigo de Borja con arreglo<br />
a una carta recientemente descubierta del cardenal Ascanio<br />
Sforza, su amigo íntimo en el Sacro Colegio.<br />
El cardenal de Valencia, frugal en su mesa ordinariamente,<br />
daba una espléndida cena a Sforza y otros tres príncipes<br />
eclesiásticos, entre ellos Juliano de la Royere. Todo el palacio<br />
estaba adornado con magnificencia, siendo admirables los tapices<br />
que cubrían sus paredes, representando sucesos históricos. Cada<br />
uno de los salones, según la moda de entonces, tenía un rico<br />
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colorido con el resto del decorado. En el último de los salones, el<br />
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Egipto. Había varias credencias o aparadores, con vajillas de oro<br />
y plata cinceladas por los más famosos orfebres de la época.<br />
—En aquel momento—continuó el diplomático—, Borja y<br />
Rovere eran amigos. Se juntaban y apartaban según las<br />
conveniencias políticas; pero en realidad Rovere mostrábase más<br />
implacable en su odio, por no hallarse éste exento de envidia.<br />
Sentíase indignado sordamente por los éxitos mundanos del<br />
cardenal de Valencia, por aquel imán misterioso que atraía de un<br />
modo irresistible a las mujeres, según decían los cronistas, por la<br />
certeza de que iba a ser Papa antes que él, no obstante la<br />
influencia que venía ejercitando sobre Inocencio Octavo,<br />
Influencia que indignaba a muchos embajadores, haciéndoles<br />
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Junto a la cama de Inocencio VIII enfermo de muerte,<br />
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