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heterogénea. Al lado de los cardenales tomaban asiento gentes de vida aventurera, pero de nombre célebre: aristócratas arruinados y sospechosos, artistas cuyas costumbres eran contadas al oído con guiños de ojo y rubores. —A mí lo que me interesa—decía Enciso—es que las gentes tengan una novela en su vida. Lo importante es ser alguien. El malo acaba por hacerse bueno; Dios perdona a todos y debemos imitar su bondad infinita. Esta tolerancia causaba extrañeza a muchos de sus comensales. No podían explicársela en un hombre clasificado para siempre entre las gentes tranquilas y de morigeradas costumbres. Invitaba a todas las familias de su país que pasaban por Roma, y sonreía conmovido agradeciendo los elogios dedicados a su lujosa vivienda. —Me distingo algo de mis colegas de las otras repúblicas de América —decía con falsa modestia—. Esto consiste en que soy un poco artista. Tengo aficiones que ellos no conocen. ¡Y pensar que en nuestro país no se enteran de la importancia que les estoy dando con mi prestigio en Roma!... Algunas matronas sudamericanas resumían su admiración deseando para sus hijas un esposo tan rico y tan bueno como Enciso de las Casas. —¡Qué suerte ha tenido Leonor! —éste era el nombre de su esposa—. ¡Qué marido insustituible!... Para Enciso resultaban molestos y hasta ofensivos estos elogios a su fidelidad conyugal y que todos la considerasen fuera de duda. —No se fíe, señora—contestaba con una expresión maliciosa, según él—. Tal vez la estoy engañando con mi hipocresía. ¡Soy muy diablo! —¿Usted, Manuel?... X quedaba confundido y apesadumbrado al mismo tiempo por la extra-ñeza casi burlona de las damas. De ningún modo podían admitir que fuese un diablo. Todas se resistían a creerle de vida 132
desordenada y secreta..., como los hombres de talento. Definitivamente era un padre de familia que sólo podía pensar en los suyos; un personaje tranquilo, incapaz de tener una historia secreta; un burgués que debía quedarse para siempre ante las puertas de la bohemia, sin conseguir penetrar en ellas por más que hiciese. Pero esto no disminuía su afecto hacia los que estaban dentro de aquel infierno, cerrado para él. A Claudio Borja considerábalo interesante a pesar de su gravedad melancólica y poco expresiva. Incluíalo entre los que tienen novela. Y al español le agradaba que Enciso aludiese en sus conversaciones a la hermosa viuda, mostrando gran aprecio por su persona. Era el único que parecía acordarse de la existencia de Rosaura, sin duda porque ésta también tenía novela. Con una discreción sonriente procuraba mencionar a la argentina, valiéndose de los más diversos pretextos, y a 1 , mismo tiempo sus ojos de pupilas claras, con las córneas un poco purpúreas, miraban al joven como diciéndole: «Lo sé todo y envidio su buena suerte.» En realidad, había pensado muchas veces en Rosaura como algo que se admira de muy lejos, con el convencimiento de no poseerlo nunca. Una mujer así hubiese redondeado su vida de artista. Pero juzgándola fuera de su alcance, dedicaba una parte de la mencionada admiración a los que habían sido más dichosos que él, viendo en Claudio un reflejo de la personalidad de la otra. Esta era la causa, tal vez, de qu e lo invitase con frecuencia a su palacio, conversando ambos en la vasta biblioteca, cuyos libros parecían luminosos por la rutilancia de sus encuadernaciones. —Yo soy un creyente—dijo una tarde después de haber almorzado con Borja—. Acepto cuantas reglas me imponga la Iglesia; pero al mismo tiempo soy muy humano y conozco las debilidades del hombre, consecuencia lógica de su imperfección. Simpatizo con los Borgias, sin que esto disminuya mi catolicismo. No Incurriré en el absurdo de querer hacer de ellos unos santos calumniados, como algunos de sus panegiristas; pero tampoco fueron unos 133
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—A mí lo que me interesa—decía Enciso—es que las gentes<br />
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Esta tolerancia causaba extrañeza a muchos de sus<br />
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para siempre entre las gentes tranquilas y de morigeradas<br />
costumbres. Invitaba a todas las familias de su país que pasaban<br />
por Roma, y sonreía conmovido agradeciendo los elogios<br />
dedicados a su lujosa vivienda.<br />
—Me distingo algo de mis colegas de las otras repúblicas de<br />
América —decía con falsa modestia—. Esto consiste en que soy<br />
un poco artista. Tengo aficiones que ellos no conocen. ¡Y pensar<br />
que en nuestro país no se enteran de la importancia que les estoy<br />
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Algunas matronas sudamericanas resumían su admiración<br />
deseando para sus hijas un esposo tan rico y tan bueno <strong>com</strong>o<br />
Enciso de las Casas.<br />
—¡Qué suerte ha tenido Leonor! —éste era el nombre de su<br />
esposa—. ¡Qué marido insustituible!...<br />
Para Enciso resultaban molestos y hasta ofensivos estos<br />
elogios a su fidelidad conyugal y que todos la considerasen fuera<br />
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—No se fíe, señora—contestaba con una expresión maliciosa,<br />
según él—.<br />
Tal vez la estoy engañando con mi hipocresía. ¡Soy muy<br />
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