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El número de cardenales aseglarados había sido aumentado por Sixto IV, y ya no era Borja su único capitán. Rovere, sobrino de Papa lo misino que él, rico fastuoso, mujeriego y además, muy jugador, dirigía igualmente a estos príncipes de la Iglesia, semejantes en pasiones y vicios a los magnates laicos. Algunos cardenales de sanas costumbres pensaron en elegir a su compañero Juan Moles, que era español y se había mantenido ajeno a las contiendas de Roma, viviendo con el decoro de un anciano virtuoso; pero su nacionalidad resultaba un obstáculo, y los italianos desistieron de su candidatura. Todos los embajadores residentes en Roma creían en la elección de Rodrigo de Borja, y él había fortificado su palacio para que no lo saqueasen, considerando seguro, durante algunos días, su próximo triunfo. Rovere, su adversario, convencido de su propio fracaso, trabajó por crear un Pontífice que se lo debiera todo a él y siguiese su dirección, fijándose en Juan Bautista Civo, cardenal de origen genovés, como su tío Sixto IV.. Apeló Juliano a todos los medios para hacerlo triunfar, valiéndose hasta del soborno, y, finalmente, ganó la votación el cardenal Civo, tomando el nombre de Inocencio VIII. Era un hombre grande fuerte, carilleno, extraordinariamente blanco y de ojos muy débiles. Su familia, genovesa, aunque pobre, estaba emparentada con la riquísima de los Dorias. Tenia dos hijos legítimos: Teodorina y Franceschetto. Sus enemigos afirmaban que estos hijos eran únicamente sus predilectos y que había dado la vida a muchos más, haciéndolos ascender algunos comentaristas a siete, y otros, a dieciséis. Sixto IV lo había protegido por su carácter blando y tolerante, que le permitía ser benigno con todos. Juliano esperaba obtener cerca de él una influencia mayor que durante el pontificado de su tío. Todos los embajadores escribían a sus potencias que el cardenal de San Pedro, o sea Juliano de la Rovere, iba a resultar el verdadero Papa. Pronto se dio cuenta de que no era tan absoluto su poder como se lo había imaginado en el momento de la elección. El Pontífice 126
tenía un hijo cerca de él, Pranceschetto Civo, deseoso de aprovechar la buena fortuna paternal para reunir dinero y entregarse a toda clase de desenfrenos. Como era extremadamente jugador y poco favorecido, por la suerte, intervenía en toda clase de negocios a cambio de valiosas comisiones. Mientras tanto, Inocencio VIII parecía preocuparse de la organización de una cruzada, lo mismo que sus antecesores pero sin éxito alguno. Su única victoria fue traer a Roma al príncipe turco Djem o Hixem, como decían los españoles. A la muerte del gran Mohamed, dos de sus hijos se habían disputado la corona imperial. Era Bayaceto quien sucedía al victorioso padre, y su hermano menor, Djem, que contaba con muchos partidarios, tenía que huir de Constantinopla, en 1482, para que aquél no lo suprimiese, buscando refugio entre los caballeros de San Juan, que ocupaban la isla de Rodas. El Gran Maestre de dicha orden veía en Djem un poderoso medio para tener en jaque a Bayaceto, y ajustaba, finalmente, con éste, un tratado, en virtud del cual los llamados caballeros de Rodas guardarían en custodia al pretendiente Djem, a condición de que el emperador turco no atacase su isla, pagando, además, con pretexto de la manutención de su hermano, un tributo anual de cuarenta y cinco mil ducados. Djem era enviado a unas tierras que los sanjuanistas poseían en Auvernia, y desde entonces los reyes de Francia, de Nápoles y de Hungría, la República de Venecia y el Papa—todos los que deseaban ser temidos de Bayaceto para que los dejasen en paz— pretendieron tener bajo su custodia al Gran Turco, pues así llamaban al príncipe Djem. Inocencio VIII pudo más que sus contendientes, dando el capelo cardenalicio al Gran Maestre de Rodas, así como muchos privilegios y libertades a la mencionada Orden, y el príncipe turco pasó a vivir en Roma con una guardia, para su propia seguridad, de caballeros sanjuanistas. Además como Djem iba a ser huésped del Papa, éste cobraría en adelante los cuarenta y cinco mil ducados anuales que entregaba el sultán. Roma entera se puso en movimiento para recibirlo. Tal era el 127
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tenía un hijo cerca de él, Pranceschetto Civo, deseoso de<br />
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pero sin éxito alguno. Su única victoria fue traer a Roma al<br />
príncipe turco Djem o Hixem, <strong>com</strong>o decían los españoles. A la<br />
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la corona imperial. Era Bayaceto quien sucedía al victorioso<br />
padre, y su hermano menor, Djem, que contaba con muchos<br />
partidarios, tenía que huir de Constantinopla, en 1482, para que<br />
aquél no lo suprimiese, buscando refugio entre los caballeros de<br />
San Juan, que ocupaban la isla de Rodas. El Gran Maestre de<br />
dicha orden veía en Djem un poderoso medio para tener en jaque<br />
a Bayaceto, y ajustaba, finalmente, con éste, un tratado, en virtud<br />
del cual los llamados caballeros de Rodas guardarían en custodia<br />
al pretendiente Djem, a condición de que el emperador turco no<br />
atacase su isla, pagando, además, con pretexto de la manutención<br />
de su hermano, un tributo anual de cuarenta y cinco mil ducados.<br />
Djem era enviado a unas tierras que los sanjuanistas poseían<br />
en Auvernia, y desde entonces los reyes de Francia, de Nápoles y<br />
de Hungría, la República de Venecia y el Papa—todos los que<br />
deseaban ser temidos de Bayaceto para que los dejasen en paz—<br />
pretendieron tener bajo su custodia al Gran Turco, pues así<br />
llamaban al príncipe Djem.<br />
Inocencio VIII pudo más que sus contendientes, dando el<br />
capelo cardenalicio al Gran Maestre de Rodas, así <strong>com</strong>o muchos<br />
privilegios y libertades a la mencionada Orden, y el príncipe<br />
turco pasó a vivir en Roma con una guardia, para su propia<br />
seguridad, de caballeros sanjuanistas. Además <strong>com</strong>o Djem iba a<br />
ser huésped del Papa, éste cobraría en adelante los cuarenta y<br />
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