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con la Justicia criminal del Estado. Eran epicúreos, según las doctrinas de Lorenzo Valla, expuestas en su libro Sobre el placer. Comían carne en días de vigilia e insultaban a los sacerdotes por ser inventores de los ayunos y haber prohibido que se tomasen más de una compañera. Reproducían las doctrinas del misterioso libro Los tres impostores, del que tanto se había hablado en la Edad Media, afirmando que Moisés engañó a los hombres con sus leyes. Cristo fue un adormecedor de pueblos y Mahoma hombre de gran espíritu pero asimismo engañador. «Se avergüenzan de sus nombres cristianos—continuaba el Papa—, prefiriendo otros gentílicos, y se permiten también los más escandalosos vicios de la antigüedad.» Calimaco y otros dos humanistas comprometidos conseguían huir de Roma. El célebre Platina sufrió larga prisión en el castillo de Sant' Angelo, y como el gobernador de éste. Rodrigo Sánchez de Arévalo, obispo de Calahorra, era también muy versado en letras clásicas, cruzábanse numerosas epístolas en latín entre el guardan y el prisionero, dando por resultado tal correspondencia una creciente dulzura en las condiciones de su cautividad. El único príncipe de la Iglesia respetado de todos era el anciano Carvajal. Vivía en una casa modestísima, repartiendo su dinero entre los pobres de Roma, avejentado y enfermo prematuramente por los seis años pasados en Hungría oponiéndose al avance de los turcos. Los demás cardenales eran grandes señores procedentes de familias ilustres o parientes de papas, que habían obtenido los más ricos obispados de la Cristiandad, derrochando alegremente sus rentas enormes. Rodrigo de Borja, uno de los más jóvenes, tenía delante a otros príncipes eclesiásticos de mayor edad, que le superaban en opulencia. El más famoso, Scarampo, almirante pontificio, era apodado el cardenal Lúculo por los derroches de su mesa. Al mismo tiempo que mantenía numerosos palacios y costosas amantes, daba protección al célebre francés Mantegna. Otro cardenal, el francés Guillermo de Estouteville, poseedor de incalculables rentas, vivía Igualmente como un príncipe seglar, 114

con numerosos hijos, sin miedo a los escándalos que provocaba su vida licenciosa y pensionando también a pintores y escultores. Al fallecer estos dos magnates eclesiásticos, Rodrigo de Borja quedó a la cabeza de los cardenales que la gente llamaba aseglarados, a causa de sus costumbres. Paulo II moría casi repentinamente en 1471 a consecuencia de un hartazgo de melones, después de cenar al aire libre en los jardines del Vaticano, a la hora en que la atmósfera parecía más envenenada por las pestilencias palúdicas. Como los venecianos habían sido los más influyentes durante el Pontificado de su compatriota, el pueblo de Roma los aborrecía, lo mismo que años antes a los sieneses y a los españoles; Otra vez Rodrigo de Borja, que figuraba al frente del Importante grupo de cardenales aseglarados, ricos audaces e Inquietos, influyó en la elección pontifical, ayudado por sus compañeros Gonzaga y Orsini, que tampoco eran de mejores costumbres. Fué el elegido un genovés, antiguo fraile, el cardenal Francisco de la Rovere, que tomó el nombre de Sixto IV. La primera preocupación del nuevo Pontífice y del Sacro Colegio fue buscar los tesoros reunidos por Paulo II durante su Pontificado. Poco antes de su fallecimiento había hecho saber al consistorio que guardaba medio millón de ducados para hacer la guerra a los turcos si los príncipes de la Cristiandad se decidían a ayudarle. Lentamente fueron descubriendo estas riquezas que el Papa noctámbulo había ocultado en distintos lugares: cincuenta y cuatro copas de plata llenas de perlas, enorme cantidad de oro sin labrar, numerosas piedras preciosas y cuatro depósitos de moneda acuñada, que sumaban más de cuatrocientos mil ducados. Todos estos tesoros se confiaban a la custodia del obispo de Calahorra, alcaide del castillo de Sant’ Angelo. Era el cardenal Borja quien ceñía la tiara al nuevo Pontífice, viendo asegurada por tercera vez su autoridad en el manejo de sus negocios de la Santa Sede. Pero aunque Sixto IV le apreciaba en mucho y lo favorecía con valiosos donativos, se fue entregando a 115

con la Justicia criminal del Estado. Eran epicúreos, según las<br />

doctrinas de Lorenzo Valla, expuestas en su libro Sobre el placer.<br />

Comían carne en días de vigilia e insultaban a los sacerdotes por<br />

ser inventores de los ayunos y haber prohibido que se tomasen<br />

más de una <strong>com</strong>pañera. Reproducían las doctrinas del misterioso<br />

libro Los tres impostores, del que tanto se había hablado en la<br />

Edad Media, afirmando que Moisés engañó a los hombres con<br />

sus leyes. Cristo fue un adormecedor de pueblos y Mahoma<br />

hombre de gran espíritu pero asimismo engañador. «Se<br />

avergüenzan de sus nombres cristianos—continuaba el Papa—,<br />

prefiriendo otros gentílicos, y se permiten también los más<br />

escandalosos vicios de la antigüedad.»<br />

Calimaco y otros dos humanistas <strong>com</strong>prometidos conseguían<br />

huir de Roma. El célebre Platina sufrió larga prisión en el castillo<br />

de Sant' Angelo, y <strong>com</strong>o el gobernador de éste. Rodrigo Sánchez<br />

de Arévalo, obispo de Calahorra, era también muy versado en<br />

letras clásicas, cruzábanse numerosas epístolas en latín entre el<br />

guardan y el prisionero, dando por resultado tal correspondencia<br />

una creciente dulzura en las condiciones de su cautividad.<br />

El único príncipe de la Iglesia respetado de todos era el<br />

anciano Carvajal. Vivía en una casa modestísima, repartiendo su<br />

dinero entre los pobres de Roma, avejentado y enfermo<br />

prematuramente por los seis años pasados en Hungría<br />

oponiéndose al avance de los turcos. Los demás cardenales eran<br />

grandes señores procedentes de familias ilustres o parientes de<br />

papas, que habían obtenido los más ricos obispados de la<br />

Cristiandad, derrochando alegremente sus rentas enormes.<br />

Rodrigo de Borja, uno de los más jóvenes, tenía delante a<br />

otros príncipes eclesiásticos de mayor edad, que le superaban en<br />

opulencia. El más famoso, Scarampo, almirante pontificio, era<br />

apodado el cardenal Lúculo por los derroches de su mesa. Al<br />

mismo tiempo que mantenía numerosos palacios y costosas<br />

amantes, daba protección al célebre francés Mantegna. Otro<br />

cardenal, el francés Guillermo de Estouteville, poseedor de<br />

incalculables rentas, vivía Igualmente <strong>com</strong>o un príncipe seglar,<br />

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