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Mientras el populacho de Roma se ocupaba en saquear lo que había quedado oculto bajo las ruinas de su palacio o corría las calles gritando: «¡ Mueran los catalanes!», él creaba un nuevo Papa, amigo suyo. El sienés Piccolomini, bautizado Eneas Silvio, conforme a la moda impuesta por los humanistas, había sido siempre un escritor, fuera cual fuera el alto cargo que desempeñase. Su carácter ligero, agradable, dulce e inconstante parecía un reflejo de su estilo literario. Había fluctuado durante su juventud del cisma a la legalidad pontifical, sirviendo a unos y a otros en los conflictos del Concilio de Basilea entre el Papa y el Antipapa. Su juventud era libertina, como la de todos los letrados de su época, teniendo dos hijos de una inglesa que vivió con él y suponiéndole sus enemigos una segunda prole más oculta y numerosa. Escribía novelas, poemas y libros científicos, con arreglo al gusto contemporáneo. Su compendio de geografía, que dejó sin terminar, describiendo el mundo conocido hasta entonces, especialmente Asia, sirvió treinta años después a un visionario llamado Cristóbal Colón, figurando entre su reducido caudal de libros junto con otra enciclopedia cosmográfica escrita en el siglo anterior por el cardenal Pedro de Ailly. Eneas Silvio amaba la Naturaleza, como Petrarca. El mismo se dio el título de amigo de los bosques, y en su época papal huía, siempre que le era posible, de los palacios pontificios, para instalarse en alguna arboleda de la Umbría, abundosa en encinas seculares. Calixto III, preocupado en hacer la guerra a los turcos, no tuvo tiempo para proteger las artes y las letras; pero fijó sus ojos en este escritor, abriéndole la puerta más grande de la Iglesia, y veinte meses antes de su muerte lo hizo cardenal. Al reunirse el conclave, Piccolomini era el más moderno de sus individuos; pero tenía en su favor la popularidad literaria. El hábil Rodrigo de Borja, que sólo contaba en aquel entonces veintiséis años de edad, se propuso, con una audacia propia de su juventud ardiente, hacer Papa a Eneas Silvio, que era como de su 108

familia pues siempre se mostró agradecido a Calixto, su protector. No dejó que los cardenales se dividieran, sosteniendo cada uno a su candidato particular, y apenas reunido el conclave, se adelantó a todas las opiniones, proponiendo que Piccolomini fuese nombrado Papa por aclamación. Su elocuencia de meridional y la sorpresa causada por su iniciativa obtuvieron un triunfo instantáneo, y el nuevo Papa tomó el nombre de Pío II. Continuó siendo Borgia bajo su Pontificado una especie de ministro universal de la Iglesia, pues a esto equivalía su cargo de Vicecanciller. Pío II, a los cincuenta y tres años, se mostraba de gran virtud por estar quebrantado su cuerpo, sufriendo especialmente el mal de gota a consecuencia de haber ido descalzo, por caminos helados, a una iglesia de la Virgen, en Escocia, para cumplir cierto voto hecho durante una tempestad en el mar. Sus dolencias le inmovilizaban en el lecho largo tiempo, y sólo en días de calma podía atender a los negocios del Papado o a continuar la redacción de su libro Cosos memorables, en el que iba transcribiendo historias oídas y todo lo digno de mención visto en sus viajes. Pequeño de estatura, algo rechoncho, con la cabeza blanca, sus gestos eran una mezcla de severidad y mansedumbre. Vestía modestamente, y a su mesa resultaba frugal, contrastando dicha parquedad con el lujo que desplegaban los más de los cardenales. Eneas Silvio hacía frecuentes viajes, sin miedo a sus molestias. El amigo de los bosques se mostraba cada vez más sensible a las plácidas impresiones de la Naturaleza, e ir en busca de ella era el único placer qué podía gozar. Viviendo en las arboledas de la Umbría, daba audiencia o firmaba sus documentos bajo el ramaje de una encina de varios siglos. Este Papa, que no amaba la guerra, tuvo que hacerla arriesgadamente al más terrible capitán de entonces, el famoso Segismundo Malatesta, feroz como un oso en sus momentos de cólera, y a otras horas artista de gustos refinados. Dicho monstruo servía a los papas o se burlaba de ellos, según convenía a sus 109

familia pues siempre se mostró agradecido a Calixto, su<br />

protector. No dejó que los cardenales se dividieran, sosteniendo<br />

cada uno a su candidato particular, y apenas reunido el conclave,<br />

se adelantó a todas las opiniones, proponiendo que Piccolomini<br />

fuese nombrado Papa por aclamación. Su elocuencia de<br />

meridional y la sorpresa causada por su iniciativa obtuvieron un<br />

triunfo instantáneo, y el nuevo Papa tomó el nombre de Pío II.<br />

Continuó siendo Borgia bajo su Pontificado una especie de<br />

ministro universal de la Iglesia, pues a esto equivalía su cargo de<br />

Vicecanciller.<br />

Pío II, a los cincuenta y tres años, se mostraba de gran virtud<br />

por estar quebrantado su cuerpo, sufriendo especialmente el mal<br />

de gota a consecuencia de haber ido descalzo, por caminos<br />

helados, a una iglesia de la Virgen, en Escocia, para cumplir<br />

cierto voto hecho durante una tempestad en el mar. Sus dolencias<br />

le inmovilizaban en el lecho largo tiempo, y sólo en días de calma<br />

podía atender a los negocios del Papado o a continuar la<br />

redacción de su libro Cosos memorables, en el que iba<br />

transcribiendo historias oídas y todo lo digno de mención visto en<br />

sus viajes.<br />

Pequeño de estatura, algo rechoncho, con la cabeza blanca,<br />

sus gestos eran una mezcla de severidad y mansedumbre. Vestía<br />

modestamente, y a su mesa resultaba frugal, contrastando dicha<br />

parquedad con el lujo que desplegaban los más de los cardenales.<br />

Eneas Silvio hacía frecuentes viajes, sin miedo a sus<br />

molestias. El amigo de los bosques se mostraba cada vez más<br />

sensible a las plácidas impresiones de la Naturaleza, e ir en busca<br />

de ella era el único placer qué podía gozar. Viviendo en las<br />

arboledas de la Umbría, daba audiencia o firmaba sus<br />

documentos bajo el ramaje de una encina de varios siglos.<br />

Este Papa, que no amaba la guerra, tuvo que hacerla<br />

arriesgadamente al más terrible capitán de entonces, el famoso<br />

Segismundo Malatesta, feroz <strong>com</strong>o un oso en sus momentos de<br />

cólera, y a otras horas artista de gustos refinados. Dicho monstruo<br />

servía a los papas o se burlaba de ellos, según convenía a sus<br />

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