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Giobany Arévalo > Gabriela Torres Olivares >Anuar Jalife - Literal

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los tiempos no se cansan de repetir. Para los doctos de<br />

la fi losofía hegeliana, en efecto, el arte dejó de recibir la<br />

señal del espíritu absoluto y, en esta medida, se colocó<br />

en posición de inferioridad frente a la religión y la fi losofía.<br />

De modo que a las expresiones artísticas de nuestros<br />

días ya no les corresponden la verdad o su manifestación<br />

sensible, la belleza. Y ni quien discuta: lo nuestro<br />

ya sólo pueden ser las gesticulaciones y vestuarios de la<br />

parodia o el alto vacío de la autorreferencia autista. En<br />

este sentido, dicen que los miembros más avispados de<br />

la vanguardia adivinaron lo que vendría, a saber, que las<br />

ideas y conceptos mutarían en religión dando pie a las<br />

ideologías que infestaron el siglo XX, con las consecuencias<br />

que todos sabemos. Y es cierto, la iconoclastia de<br />

Tzara –quien extraía sus versos (es un decir) de una bolsa<br />

con los recortes del periódico matutino–, no fue otra<br />

cosa que un temprano y provocador sainete frente a las<br />

tiendas del humanismo romántico e ilustrado, cuya proyección<br />

natural desembocó en la guerra. La idea del arte<br />

había nacido bajo los templos de la razón y enseguida,<br />

ya de la mano de la Historia, fue exaltada a dimensiones<br />

sobrehumanas por la espiritualidad romántica. Tras<br />

semejante genealogía, ¿podía el arte alegar demencia,<br />

exculpándose? Cito una entrevista de 1950 para la radio<br />

francesa en donde Tzara se expone mejor: “Estábamos<br />

resueltamente contra la guerra [habla de 1916, año de<br />

aparición de Dadá], sin por ello caer en los fáciles repliegues<br />

del pacifi smo utópico. Sabíamos que sólo se podía<br />

suprimir a aquella extirpando sus raíces. La impaciencia<br />

de vivir era grande y el disgusto se hacía extensivo a todas<br />

las formas de la civilización llamada moderna: a sus<br />

mismas bases, a su lógica y a su lenguaje. La rebelión<br />

asumía modos en los que lo grotesco y lo absurdo superaban<br />

largamente los valores estéticos”.<br />

Saber que los arrebatos fáusticos perdieron legitimidad<br />

tras la racionalizada brutalidad de la segunda guerra<br />

pueden llevarnos a entender por qué las rutinas y delirios<br />

de la voluntad nos parecen cada vez más ajenos. Quién<br />

ignora, en consecuencia, que no existe ya un reconocimiento<br />

unánime sobre los atributos de la autenticidad,<br />

la hondura y la originalidad que, junto con la memoria,<br />

confi guran los puntos cardinales de la experiencia interior<br />

del alma occidental. Del mismo modo, hace rato que<br />

vivimos inmersos en un contexto en el que no hay cómo<br />

regresar al mundo a quien siempre se afana. Porque no<br />

hay duda: el ocio y la pereza, según palabras de Eugenio<br />

Trías, “pueden ser más reveladores de la proeza del arte<br />

que la incansable fecundidad: Marcel Duchamp puede<br />

dar así jaque al propio Picasso”. En este sentido, Steiner<br />

leyendo Hamlet en su formato de cómic es una mueca<br />

amarga e irónica a la vez. El gesto de alguien capaz de<br />

afi rmar que la cultura y el humanismo no son enteramente<br />

inocentes ni positivos, señalando, de paso, aquel<br />

diagnóstico de Benjamin en el sentido de que toda gran<br />

obra descansa sobre una montaña de inhumanidad.<br />

Shakespeare’s Hamlet. Manga Edition, Cliff Notes, 2008<br />

Observado desde este ángulo, el fenómeno posee<br />

sus benefi cios indiscutibles; ahora que si le movemos un<br />

poco, las cosas ya no se ven tan bien. Que Duchamp sea<br />

el santo patrono de la pereza resulta encantador para<br />

quienes aún creen en los poderes de negación del arte.<br />

Sin embargo, cuando esta lasitud se traslada a ámbitos<br />

más bien cotidianos y, abandonando toda intención radical,<br />

las ocurrencias de Tzara se transforman en el horizonte<br />

de todos los días, ¿por qué ponemos otra cara?<br />

¿La irredenta banalidad no posee el mismo signifi cado<br />

aquí que allá? Cualquiera sabe que hasta la fodonguez<br />

tiene niveles y, en esta medida, el ocio de Dios puede<br />

engendrar imágenes sublimes; el nuestro, en cambio,<br />

quizá alguna que otra lagartija... No obstante, el tema<br />

es otro y algo me dice que la muerte del arte tan celebrada<br />

por la vanguardia y la contracultura de ayer se ha<br />

vuelto una realidad de tal modo tácita que resulta una<br />

ñoñez hablar de ella –un asunto demasiado intelectual.<br />

Por su lado y según las opiniones de los especialistas, la<br />

insustancialidad de una obra responde a la franca imbecilidad<br />

o bien a un mundo peor: el del entretenimiento,<br />

otra de las bestias negras de la inconciencia. Pero me<br />

pregunto si gente como Stephenie Meyer, Joss Whedon<br />

o incluso Ruiz Zafón –tres ejemplos cualquiera– no lo<br />

saben de algún modo. ¿Qué nos hace creer que ellos<br />

o los nativos de la web no evitan, precisamente, ir más<br />

allá de la superfi cie? Ahí donde algunos pagamos por<br />

el reconocimiento o la posibilidad de otra dimensión de<br />

nuestra vida y experiencia interiores, ¿por qué nos resulta<br />

inaceptable que aquellos reaccionen como si cayeran<br />

en el nido de una serpiente?<br />

Hace rato que<br />

vivimos inmersos<br />

en un contexto<br />

en el que no hay<br />

cómo regresar al<br />

mundo a quien<br />

siempre se afana.<br />

Porque no hay<br />

duda: el ocio y la<br />

pereza pueden ser<br />

más reveladores de<br />

la proeza del arte<br />

que la incansable<br />

fecundidad.<br />

OTOÑO, 2009 LITERAL. VOCES LATINOAMERICANAS 37

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