Episodios Nacionales - Mendizábal.pdf - Ataun
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llevarse cuantos papeles encontraran pertenecientes al presunto criminal político. Bajando entre tales sayones, taciturno, mas no resignado, devorando la angustia y terror de su alma, D. Fernando empezó a ver claro en aquella inopinada prisión, y se dijo: «Es ella, es la mano oculta quien me lleva a la cárcel». De la calle de las Urosas al Saladero había mucho que andar. Por el camino vio dos traíllas de presos. Sin duda, el medroso Gobierno, acosado de conspiradores, viendo por todas partes misteriosos enemigos que le acechaban en la obscuridad de las logias, o le provocaban en el público escándalo de los cafés, había mandado echar la red. Cuando metieron al desdichado Calpena en el patio donde debía empezar la expiación de sus nefandos delitos, ya había llegado la primera cuerda, en la cual vio personas de aspecto decente. Al poco rato entraron dos racimos más, ¿y cuál no sería la sorpresa de D. Fernando al vislumbrar en uno de ellos nada
menos que la venerada, inofensiva persona de D. Pedro Hillo? En cuanto pudieron reconocerse, a la luz de los farolillos que alumbraban los tristes grupos, corrieron el uno hacia el otro y se dieron los brazos. «Tu quoque... ¡También usted, D. Pedro!» dijo Calpena con el gozo amargo de la venganza. -También -replicó Hillo con voz opaca, casi lloroso-. Y verdad que por más que me devano los sesos, no acierto a explicarme... De la cama me sacaron estos verdugos. Comprendo que a ti... ¡A ti sí!... Era necesidad ponerte a la sombra. -Yo no conspiro. -Conspiras contra ti mismo. Yo, ni contra mí ni contra nadie... No he hecho más que hablar mal de Mendizábal... y eso no mucho.
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llevarse cuantos papeles encontraran pertenecientes<br />
al presunto criminal político.<br />
Bajando entre tales sayones, taciturno, mas<br />
no resignado, devorando la angustia y terror de<br />
su alma, D. Fernando empezó a ver claro en<br />
aquella inopinada prisión, y se dijo: «Es ella, es<br />
la mano oculta quien me lleva a la cárcel».<br />
De la calle de las Urosas al Saladero había<br />
mucho que andar. Por el camino vio dos traíllas<br />
de presos. Sin duda, el medroso Gobierno, acosado<br />
de conspiradores, viendo por todas partes<br />
misteriosos enemigos que le acechaban en la<br />
obscuridad de las logias, o le provocaban en el<br />
público escándalo de los cafés, había mandado<br />
echar la red. Cuando metieron al desdichado<br />
Calpena en el patio donde debía empezar la<br />
expiación de sus nefandos delitos, ya había<br />
llegado la primera cuerda, en la cual vio personas<br />
de aspecto decente. Al poco rato entraron<br />
dos racimos más, ¿y cuál no sería la sorpresa de<br />
D. Fernando al vislumbrar en uno de ellos nada