Episodios Nacionales - Mendizábal.pdf - Ataun

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02.07.2013 Views

-Hijo mío -le dijo Hillo con expresivo afecto-, lo que la señora incógnita te escribe es el puro Evangelio. Considera tú ese amor como una aventurilla pasajera... cosas de muchachos, ejercicio vital... y... dale ya puntillazo... Le miró Calpena, plantándose ante él desdeñoso, altanero, y con grave entereza contestó: «Soy un hombre; tengo un alma que es mía, una inteligencia que me pertenece, y con ellas siento y juzgo lo que me incumbe. Ni de usted ni de esa desconocida persona admito lecciones, ni soy un niño para recibirlas en esa forma. Quien nunca ha tenido familia, bien puede declararse independiente como lo hago yo ahora. La soledad en que he vivido me ha enseñado a gobernarme por mí mismo. Soy libre, Sr. D. Pedro; a nadie me someto. Los que me protegen por motivos que aún están rodeados de obscuridad, que den la cara, y entonces hablaremos. Si conseguimos entendemos, bien, y si

no, lo mismo. No altero mis propósitos, no me someto, no me rindo». Sin dejar de admirar esta noble gallardía, trató Hillo de reducirle a la obediencia ciega de la deidad velada, pues así también solía llamarla, no sabiendo qué nombre darle, y el primer argumento que empleó fue que le convenía dicha sumisión para no comprometer su brillante porvenir. Echándose a reír, le contestó D. Fernando que él no contaba con más porvenir que el que por sí mismo se labrase, pues todo lo demás era fantasmagorías y sueños; y en último caso, que no sacrificaría a ninguna consideración, ni a interés alguno por grande que fuese, la pasión que colmaba todos los anhelos de su existencia. Y como Don Pedro insistiese en que la aventura no merecía nombre de pasión seria, y que debía ponerle punto final, replicole el joven con flema: «No puede ser, mi querido Hillo. En esto he querido aplicarme fielmente el precepto

no, lo mismo. No altero mis propósitos, no me<br />

someto, no me rindo».<br />

Sin dejar de admirar esta noble gallardía,<br />

trató Hillo de reducirle a la obediencia ciega de<br />

la deidad velada, pues así también solía llamarla,<br />

no sabiendo qué nombre darle, y el primer argumento<br />

que empleó fue que le convenía dicha<br />

sumisión para no comprometer su brillante<br />

porvenir.<br />

Echándose a reír, le contestó D. Fernando<br />

que él no contaba con más porvenir que el que<br />

por sí mismo se labrase, pues todo lo demás era<br />

fantasmagorías y sueños; y en último caso, que<br />

no sacrificaría a ninguna consideración, ni a<br />

interés alguno por grande que fuese, la pasión<br />

que colmaba todos los anhelos de su existencia.<br />

Y como Don Pedro insistiese en que la aventura<br />

no merecía nombre de pasión seria, y que debía<br />

ponerle punto final, replicole el joven con flema:<br />

«No puede ser, mi querido Hillo. En esto<br />

he querido aplicarme fielmente el precepto

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