Episodios Nacionales - Mendizábal.pdf - Ataun
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un perfil distinguidísimo, apagados los ojos, lívido el labio, mostrando una dentadura en buena conservación. El cabello era gris, y para que resultara mayor la terrible semejanza con la decapitada Reina, se sujetaba dentro de una escofieta blanca. El cuerpo no debiera llamarse feo, sino monstruoso: cada hombro a diferente altura, corvo el espinazo. Se envolvía en una cachemira muy usada, bajo la cual aparecían la falda de estameña obscura, y los zapatos de paño, holgadísimos, pertenecientes sin duda a su difunto esposo. A la cara correspondían las manos, también de cera, finísimas, bien marcadas las falanges bajo una piel sedosa, las uñas no muy cortas, pero limpias: lucía en sus dedos una sortija negra, con un hermosísimo ópalo de fuego de gran tamaño. «Usted me dispensará, Sr. Calpena -dijo con voz dulce, musical, que casi daba tonos de italiano al español correctísimo que hablaba-, que haya tardado tanto en avisarle... Que hoy, que
mañana... Pero la carta de Aline llegó cuando yo me hallaba en lo peor del ataque. Esta maldita ciática me tenía en un grito. Y el año pasado las paletillas... después todo el esqueleto... Ay, si le dijeran a usted, Sr. de Calpena, que yo he sido una mujer esbeltísima, se echaría a reír... Vea usted los estragos del reuma en estos pobres huesos... Pues sí, Aline me decía... Y ayer el amigo Maturana, al llegar de su viaje, me decía... En fin, que celebro infinito ver a usted en mi casa, y le agradezco la atención de traerme por su propia mano la caja». Por iniciativa de Maturana, se procedió a la apertura del paquete, rompiendo los hilos que sujetaban el papel que lo envolvía. En tanto Jacoba continuaba: «Por el amigo Milagro he tenido noticias de usted, y sé que está en gran predicamento con el Sr. de Mendizábal... No, no lo niegue. Ya sé que es usted la misma modestia... Pues el señor D. Juan, en la posición que hoy ocupa, no se acordará de mí. ¡Cuántas
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feo, sino monstruoso: cada hombro a diferente<br />
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falda de estameña obscura, y los zapatos de<br />
paño, holgadísimos, pertenecientes sin duda a<br />
su difunto esposo. A la cara correspondían las<br />
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las falanges bajo una piel sedosa, las uñas<br />
no muy cortas, pero limpias: lucía en sus dedos<br />
una sortija negra, con un hermosísimo ópalo de<br />
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«Usted me dispensará, Sr. Calpena -dijo con<br />
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haya tardado tanto en avisarle... Que hoy, que