Libro: El asesinato del profesor de matemáticas

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—Eso sí, lo reconozco. Cuando vi que te echabas a llorar... —puso cara de culpa—, estuve a punto de dejar de hacer comedia. —¡Fuimos a buscar a la policía! —Os estaba observando desde lejos. Menos mal que escapasteis. Naturalmente también hubiera salido si os detienen o algo así. —¡Jo, no hay derecho! —Lo hice por vuestro bien. —¿Por nuestro bien? —rezongó Luc. —Vamos, vamos. Calmaos. Lo habéis conseguido. —¿Qué hemos conseguido? —Estáis aquí, ¿no? Y a las seis en punto. Eso significa que habéis resuelto las pruebas y descubierto al... asesino —señaló a Mariano Fernández, que también daba la impresión de pasarlo bastante bien con todo aquello. —¿Usted sabía...? —balbuceó Adela. —Lo sabía, sí —admitió el director, que ahora tenía aspecto de todo menos de hombre feroz—. Es más, aposté con el profesor Romero a que no lo conseguiríais. Yo no tenía la fe que él sí tenía en vosotros. Y he perdido, de lo cual me alegro. Siempre es mejor aprobar, aunque sea de forma tan rocambolesca como ésta. —¿Estamos aprobados? —el corazón de Nico empezó a latir. —Os lo habéis ganado —admitió el profesor de matemáticas. La alegría del aprobado no menguó el desconcierto
que aún sentían. Habían pasado las tres peores horas de su vida. ¿O no? —¿Por qué tuvo que montar todo este número? —inquirió Adela. —Porque tenía que motivaros —fue directo Felipe Romero—. ¿Recordáis nuestra charla en el patio? Que si os bloqueabais, que si no os entraban las matemáticas, que si las odiáis, que si no es lo vuestro, que si esto y que si aquello y que si lo de más allá... Tonterías. Ya os dije que era un juego. —¡No fue un juego! ¡Fingió su muerte! ¡Lo hemos pasado fatal! —insistió Adela. —Vaya, creía que a todos los alumnos les gustaba la idea de que alguien se cargara al profe de mates —mantuvo su feliz calma Felipe Romero. —¡Hombre...! —exclamó Nico. Se puso rojo cuando el maestro le miró con sorna. —Si hubierais sabido que era un juego, no habríais hecho ni la mitad del esfuerzo. Además, ya que era una segunda oportunidad, pero también un examen encubierto, el límite de tiempo era algo de justicia. Dado que sois tres... —¡Nos ha puesto quince problemas! —gritó Luc. —Por eso mismo, porque sois tres y teníais tres horas. De todas formas no han sido quince, sino ocho. Lo otro eran pistas deductivas. No podían más. Aún estaban de pie, agotados por la última carrera. Había un sofá en la parte izquierda,
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© Del texto: Jordi Sierra i Fabra,
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un consejo, trata de resolver los p
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Adela se removió inquieta. Su sill
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dedo índice de la mano derecha—.
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—Pues sí —la pinchó. —¡Jo!
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las americanas —calculó Luc—.
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—Les va la marcha —le secundó
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A cuadros. Era peor de lo que se ha
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la miraron. No hacía falta decir g
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diez minutos al otro lado del coleg
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HOLA. —Hola —dijeron los tres a
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—¿Qué perspectiva? —comenzó
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—¿De verdad? —los miró sosten
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que cálculos de aritmética. Tomad
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—Si tienes veintinueve, no puedes
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mano derecha y el impar en la izqui
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Frente a su casa, en la esquina, vi
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SE reunieron muy nerviosos en el pa
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tado por nuestras notas en matemát
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sica y química. Sólo el asesino h
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SE reunieron en el solar inmediatam
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Y comenzó todo. —¿Qué hace ah
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—¿Qué? ¿Qué? —lo apremió N
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El comerciante tiene una manía. Le
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—Hemos quitado 8 cajas, pero hemo
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—El jeroglífico, vamos —trató
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po, cada segundo contaba y podía s
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llo más, así que sigue fumando ha
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—¿No dice nada más el enunciado
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—Tenemos dos —dijo Luc. —Dos
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anteriormente, no las tenían. Pero
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—Bien por ti —Luc le dio un cod
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pida resta—. Si 27 son chicas y h
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—Venga, listos, soltadlo —suspi
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QUE sea como éste, porfa, que sea
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—Y lo último... —Adela repasó
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