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LOS TEMPLARIOS:<br />
Los troncos crepitan; el humo comienza a desdibujar las<br />
figuras en una céntrica plaza parisina. Falta poco para la<br />
primavera de 1314. Jacques de Molay, último Gran Maestre del<br />
Temple, sube despacio el cadalso hacia la hoguera que derretirá<br />
su cuerpo y que, poco antes, han encendido los alguaciles del rey.<br />
Y con la serenidad de quién sabe que su vida llega a su fin, dedica<br />
unas palabras a sus jueces y verdugos, aconsejándoles que se<br />
preparen a comparecer ante Dios. Pocas semanas después Felipe<br />
el Hermoso, aparentemente sano, moría misteriosamente en su<br />
lecho, sin que sus médicos lograran encontrar la causa de su<br />
dolencia. Su ministro Nogaret, también culpable del complot a la<br />
Orden, no tardó en ser visitado por la Gran Dama. Semanas antes<br />
Clemente V, papa de turno y tercer conspirador contra el<br />
Temple, había pasado a engrosar la lista de cadáveres salpicados<br />
por la maldición templaria, con lo cual la Vida hizo justicia, en uno<br />
de los arrestos, procesos y sentencias más vergonzosos de toda<br />
la historia de Europa.<br />
Desde su fundación, allá por el año 1118, muchas cosas<br />
habían pasado. De un pequeño grupo de 9 caballeros, la Orden se<br />
fue convirtiendo en una organización poderosa, cuyos tentáculos<br />
se extendían por Inglaterra, Portugal, Castilla, León, Navarra,<br />
Aragón, Francia o condados como los de Cataluña o Languedoc. En<br />
sus años mejores, el Temple era prestamista (con intereses) de<br />
reyes y grandes señores; controlaba innumerables posesiones;<br />
dirigía una fuerza militar nada despreciable; alquilaba su extensa<br />
flota en múltiples empresas; en una palabra: era odiada, temida y<br />
envidiada por casi todos. No es de extrañar, pues, que el avaro<br />
rey francés Felipe IV y su compinche papal, Clemente V,<br />
maquinaran un plan para librarse de tan incómodo enemigo y, de<br />
paso, hacerse con sus posesiones y librarse de sus deudas<br />
económicas para con la Orden.<br />
Las ridículas acusaciones de herejía, conseguidas por medio<br />
de la tortura a sus miembros, no eran sino una cortina de humo