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FORMENTERA: PARAISO PERDIDO.
Llegué a la isla alrededor de las 4 ó las 5 de la tarde,
después de unas cinco horas de barco, muy agradables, por el
mar Mediterráneo. Mis expectativas muy altas, como siempre que
emprendo un nuevo viaje. Y la realidad, como casi siempre, me
escupió de nuevo a la cara.
Aquí, como en todos los lugares sagrados, libres y
paradisíacos, la llegada del homo estúpidus, con su tarjeta de
crédito y su capacidad de arrasarlo todo, han destruido el
encanto que quizás algún día tuvo.
Encontrar el pasado hippie y su leyenda (sexo sin tabúes,
libertad, hospitalidad…) es como encontrar una moneda perdida
en una playa. No encontré lo que esperaba y debo admitir que la
situación quizás vaya a peor. Italianos, alemanes y españoles con
buena cuenta corriente están convirtiendo esta singular Itaca en
otra Ibiza, Marbella, Benidorm o Torrevieja: un lugar donde sólo
impera la ley del dinero. Una cutrez y un falsete. Un remedo
consumista de lo que un día, que yo no vi., debió de ser lo más
parecido al Edén Bíblico.
Formentera es cara, está empezando a masificarse
(circulan por la isla una buena flota de coches y motos de
alquiler) y sus habitantes “naturales” están empezando a ser
desplazados por el pariente más próximo del chimpancé: el
hombre-masa, el turista hortera y rico que piensa que sólo el
dinero abre todas las puertas. Y en esta agonía contemplo la
prostitución forzosa de un mundo y los restos del naufragio:
viejos y obesos hippies alcoholizados, colgados o marginados;
unos cuantos alternativos descolocados y algo aturdidos; una
hospitalidad y cordialidad que empieza a adquirir un tono
forzado, cuando el interlocutor descubre que no tienes donde
caerte muerto; la anarquía aún de una isla donde no existen los
semáforos… y la gente conduce con una seguridad y un saber
estar inusuales.