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PERDIDO EN UNA ISLA
Uno de los libros que más me gustaron de niño, y que aún me
siguen gustando, fue “Robinsón Crusoe”, de Daniel Defoe (1661-
1731), que me compraron hacia 1980, cuando aún no tenía 9 años
y vivía en Illescas (Toledo).
Robinsón es un joven impulsivo y aventurero, de una familia
acomodada que, contra el deseo de su padre de dedicarse a
Leyes y seguir un camino fácil, desahogado y acorde a su
posición, se embarcó en un buque y el Destino le reservó los
caminos más difíciles y duros, que le sirvieron de aprendizaje y
que, ya en su vejez, le hicieron reconciliarse consigo mismo, con
la Providencia y con los demás seres humanos.
Su padre, anciano, trata de quitar en su joven hijo lo que
considera ideas locas, quitarle de la cabeza unos proyectos que
también le costaron la vida al hermano mayor, que murió en
Flandes tras alistarse en el ejército. Un diálogo entre la
sensatez y la experiencia y los deseos de aventura de un joven
que comienza a descubrir la vida. Sin embargo el padre no logra
convencer a su hijo y éste sube a un buque, que tras varias
peripecias naufraga. Una señal quizás. De vuelta en Londres y
pasada la impresión del infortunio, vuelve a embarcar a pesar de
los consejos del viejo capitán y armador del navío, que le sugiere
que se dedique a negocios menos peligrosos y en tierra. Nueva
negativa y esta vez, de nuevo en la mar, son apresados por
piratas de Salem, donde vive prisionero hasta que se fuga en un
bote.
Parece que el rumbo de Robinsón es una continua lucha
entre las señales que la vida le marca y su obstinación en seguir
los dictados de su impulso vital. Embarcado de nuevo, esta vez
naufraga y es arrojado a una isla desierta por la tempestad,
como único superviviente. Es aquí donde empieza la verdadera
historia del protagonista, su soledad y la superación de sus
problemas y necesidades, con el ingenio, el tesón, el aprendizaje,
asumiendo que está solo y debe sobrevivir.