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Dinero - Confiar

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CUENTOS DEL<br />

DINERO<br />

LA RIQUEZA<br />

Y EL PODER<br />

Selección y notas<br />

Elkin Obregón S.<br />

1


Primera edición<br />

5.000 ejemplares<br />

Medellín, mayo del 2004<br />

Edición especial 35 años<br />

1.000 ejemplares<br />

Medellín, septiembre de 2007<br />

Edita:<br />

CONFIAR Cooperativa Financiera<br />

Calle 52 Nº 49-40 Tel. 5718484 Medellín<br />

confiar@confiar.com.co<br />

www.confiar.coop<br />

ISBN volumen: 958-33-6231-X<br />

ISBN obra completa: 958-4702-7<br />

Ilustración carátula:<br />

Alexánder Bermúdez Echeverri<br />

Diseño e Impresión:<br />

Pregón Ltda.<br />

2<br />

Este libro no tiene valor comercial<br />

y es de distribución gratuita


Índice<br />

La guaca .................................................. 7<br />

Héctor Abad Faciolince<br />

Paletón y el elefante musical .................. 27<br />

Jorge Ibargüengoitia<br />

El rey Midas ............................................ 35<br />

Geraldine McCaughrean<br />

Los ojos culpables ................................... 45<br />

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares<br />

(copiladores)<br />

Hallazgo de un tesoro ............................ 49<br />

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares<br />

(copiladores)<br />

El mayordomo ........................................ 53<br />

Roald Dahl<br />

El zar y la camisa .................................... 63<br />

León Tolstoi<br />

3


Los de la tienda ....................................... 67<br />

Ana María Matute<br />

El mensaje ............................................... 79<br />

Luis Fernando Veríssimo<br />

Una lagartija............................................ 85<br />

Juan Burghi<br />

La aventura del albañil ........................... 91<br />

Washington Irving<br />

Los bandidos ........................................... 99<br />

Villiers de L’Isle-Adam<br />

Continuidad del tablero ......................... 113<br />

Antonio Suárez Molina<br />

Historia del hombre de Bagdad<br />

y el guali de El Cairo (Noche 923) ......... 119<br />

Libro de las mil y una noches<br />

El Monito Fleis ........................................ 125<br />

Efe Gómez<br />

El alcalde de Riolimpio ........................... 135<br />

Efe Gómez<br />

4


Madre, yo al oro me humillo:<br />

él es mi amante y mi amado,<br />

pues de puro enamorado<br />

anda contino amarillo;<br />

que pues, doblón o sencillo,<br />

hace todo cuanto quiero,<br />

poderoso caballero<br />

es don <strong>Dinero</strong>.<br />

Francisco de Quevedo Villegas<br />

5


La guaca<br />

Héctor Abad Faciolince<br />

7


HÉCTOR ABAD FACIOLINCE (1958). Estudió<br />

Periodismo en la Universidad de Antioquia,<br />

y Lengua y Literaturas Modernas en la universidad<br />

de Turín. Es uno de los más destacados escritores<br />

colombianos de su generación. Cuentista,<br />

cronista, novelista, ha escrito también un<br />

libro de viajes, y otro, Tratado de culinaria para<br />

mujeres tristes, de género inclasificable. Su novela<br />

Angosta (2003) ha sido considerada por más<br />

de un crítico la más importante publicada en<br />

Colombia durante la última década.<br />

8


1<br />

Cuando mi esposa volvió a enamorarse<br />

de su viejo amor, el fotógrafo, y se fue a vivir<br />

con él por El Retiro, yo me tuve que quedar<br />

solo con los niños. Ella no llamaba ni venía<br />

casi nunca, y pasaban meses enteros sin que<br />

supiéramos de ella. Los niños lloraban mucho<br />

al principio, sobre todo María Isabel, la<br />

menor, pero a Juan Esteban, el mayor, le fue<br />

entrando una rabia parecida a la mía, que lo<br />

llevaba a levantar los hombros cada vez que<br />

le mencionaban a la mamá. Ella se fue alejando,<br />

tanto de la ciudad como de nuestros pechos,<br />

hasta que todos en la casa terminamos<br />

refiriéndonos a ella, no con su nombre, que<br />

olvidamos, sino con un apelativo más lejano<br />

y más justo: la difunta. Yo a ella, a la difunta,<br />

no la culpaba del todo por su decisión; ella<br />

había querido al fotógrafo desde antes de casarse<br />

conmigo, y desde la adolescencia ha-<br />

9


ían planeado que algún día se irían a vivir<br />

al campo. Ahora habían realizado su sueño<br />

de vida agreste y vivían en esa finca sin teléfono<br />

en las afueras de El Retiro, al lado de<br />

una quebrada, con caballos y vacas y conejos.<br />

Pescaban truchas, paseaban los perros, y<br />

se bastaban tanto el uno al otro que casi nunca<br />

bajaban a Medellín.<br />

Después del primer estupor del abandono,<br />

que me dejó medio loco por semanas, aunque<br />

más herido en el orgullo que en el amor,<br />

yo me fui acomodando, y a los meses me sentía<br />

muy contento de vivir solo con los niños.<br />

Contento, pero también preocupado, porque<br />

con los horarios del periódico la vida diaria se<br />

me volvió imposible. Por un lado, todos los<br />

días tenía que despertarlos a las seis para que<br />

tuvieran tiempo de bañarse antes de que pasara<br />

el bus del colegio, y yo casi nunca podía<br />

acostarme antes de la una porque en un día<br />

bueno cerrábamos la edición a medianoche,<br />

y en los días difíciles el turno se prolongaba<br />

hasta más tarde, a veces hasta las dos o las<br />

tres de la madrugada. Había noches en que<br />

dormía menos de tres horas y después, en el<br />

periódico, no era capaz de hacer nada bien y<br />

a veces me quedaba dormido encima del escritorio.<br />

Yo no tenía que llegar temprano al<br />

periódico, podía llegar a las diez o a las once<br />

de la mañana, pero me angustiaba también<br />

10


que los niños llegaran solos por la tarde, al salir<br />

del colegio, aunque tres veces a la semana<br />

venía una empleada, y los otros días venía mi<br />

mamá. Lo que pasa es que el periódico es una<br />

esclavitud, con turnos de ocho días sin fines<br />

de semana, con horarios de doce o trece horas,<br />

sin tiempo para estar con los hijos ni revisarles<br />

las tareas ni verlos crecer, sin siquiera<br />

un minuto para cortarles las uñas.<br />

Las casas, además, se van cayendo cuando<br />

no hay una mujer que las gobierne, y de<br />

mes en mes mi casa estaba más sucia, más triste,<br />

más desordenada. La comida era pésima,<br />

había goteras, el timbre no sonaba, la cocina<br />

olía a grasa, las matas se secaron, un desastre.<br />

Por todo esto, y porque ya era seguro que la<br />

difunta no iba a resucitar, yo le propuse a mi<br />

mamá que viviéramos juntos, que compráramos<br />

un apartamento grande entre los dos y<br />

así ella podía ayudarme más tiempo con los<br />

niños, y podíamos dividir todos los gastos, y<br />

hasta pagar una muchacha fija que ayudara<br />

en los oficios. Mi madre es una señora viuda,<br />

jubilada, de más de setenta años, pero fuerte<br />

y activa todavía. La idea de vivir otra vez<br />

con el hijo, y sobre todo la idea de pasar toda<br />

la semana con los nietos, la llenó de un entusiasmo<br />

juvenil entre edípico y maternal.<br />

Lo primero que hicimos fue poner en<br />

venta la casa donde yo vivía con los niños,<br />

11


por el Estadio, y tuvimos mucha suerte porque<br />

un constructor había comprado la casa<br />

de al lado y quería también la nuestra para<br />

poder levantar un edificio. La vendí bien y<br />

puse el dinero en el banco mientras mi mamá<br />

vendía también su apartamento y juntábamos<br />

el capital para comprar algo más grande<br />

y mejor entre los dos. Mientras ella vendía,<br />

nos acomodamos todos allá, en el apartamentico<br />

de ella, por la Floresta, pero como<br />

tenía apenas un cuarto, los niños y yo tuvimos<br />

que apeñuscarnos en la sala, entre muebles,<br />

colchones, cajas de ropa, juguetes y útiles<br />

del colegio. Fuera de eso yo había cometido<br />

el error, para atenuarles la falta de mi<br />

esposa, de comprarles un perro, y entonces<br />

éramos cuatro los que teníamos que dormir<br />

en el mismo espacio, a veces entre olores que<br />

se me hace innecesario describir. Vivíamos<br />

muy estrechos, pero menos infelices que antes<br />

y con la esperanza de una nueva casa en<br />

la que cada uno tendría su cuarto, y en la que<br />

todos esquivaríamos la soledad.<br />

Yo mismo vi el aviso en el periódico. Me<br />

llamó la atención porque el anuncio era más<br />

grande de lo habitual, y hablaba de una urgencia<br />

por motivo de viaje al exterior. Además<br />

recibían alguna propiedad de menor valor<br />

como parte de pago. Ofrecían un apartamento<br />

enorme, casi de trescientos metros,<br />

12


en una loma alta por El Poblado arriba, y por<br />

una cifra que parecía como del Estadio, el barrio<br />

más modesto donde nosotros habíamos<br />

vivido siempre. Llamé a la inmobiliaria, les<br />

informé lo que podía darles de contado, el<br />

apartamento que teníamos para entregar como<br />

parte de pago, y por teléfono la cosa les<br />

sonó. Esa misma tarde fui a ver la propiedad,<br />

una Unidad Cerrada con uno de esos nombres<br />

absurdos hispano-colombianos que ponen<br />

por aquí: Guaduales del Guadalquivir. El<br />

apartamento era demasiado para nosotros,<br />

en todos los sentidos: demasiado grande, demasiado<br />

lujoso, de una ostentación excesiva.<br />

Yo tenía un Mazdita verde lora, que a mí<br />

me parecía una finura, pero ni me imaginaba<br />

los carrazos que había allá parqueados,<br />

puras burbujas blindadas y jeeps metalizados.<br />

La Unidad tenía piscina, además, y zona<br />

de juegos, parque, sauna, jacuzzi, pista para<br />

trotar, todo eso. Lo increíble es que el precio<br />

era tan bueno que yo no tenía que encimar<br />

mucho; bastaba que hiciera una hipoteca<br />

pequeña, de menos de veinte millones, y<br />

la compra se podía hacer. Al otro día, un sábado,<br />

fuimos a verlo con mi mamá y con los<br />

niños, y todos estábamos felices porque jamás<br />

habíamos ni soñado con poder vivir en<br />

un sitio tan amplio y tan lujoso. No es que el<br />

apartamento fuera de buen gusto: los pisos<br />

13


eran todos de mármol, de pared a pared, un<br />

mármol verde oscuro, frío y brillante como<br />

la lápida de una tumba. En los techos había<br />

molduras de yeso con adornos barrocos pintados<br />

en un dorado de gusto peor que regular;<br />

los grifos de los baños eran cisnes inmensos<br />

bañados en oro, y los sanitarios, más que<br />

tazas, parecían tronos. El cielo raso del cuarto<br />

principal era un mosaico cursi-erótico de<br />

espejos que yo ya no tendría con quién usar,<br />

y en el vestier, al lado, había también una<br />

gran caja fuerte empotrada, que se podía camuflar<br />

detrás de los vestidos y donde nosotros<br />

no teníamos nada que guardar, ni joyas<br />

heredadas, ni ahorros ni cubiertos de plata ni<br />

acciones de Coltejer.<br />

El lunes llamamos para decir que estábamos<br />

interesados y nos dieron una opción<br />

mientras yo me ponía a hacer vueltas en el<br />

banco para que me prestaran, sobre una hipoteca,<br />

los dieciocho millones que nos quedaban<br />

faltando. Todo salió muy rápido y llegó<br />

el día en que teníamos que ir a firmar la<br />

promesa de compraventa. Esa vez nos recibió<br />

el gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar<br />

a su despacho, nos ofreció café y gaseosa,<br />

hasta me preguntó si no querría un whisky,<br />

y luego empezó a hablar. Que él quería<br />

ser muy franco con nosotros, nos dijo. Que<br />

todo era legal, que no había ningún incon-<br />

14


veniente, pero que el apartamento tenía un<br />

problemita, un problema menor, en realidad,<br />

pero que él no quería que una señora mayor<br />

(y aquí miraba a mi mamá) fuera a comprar<br />

las cosas sin saberlo todo.<br />

Ustedes recordarán que entre el 92 y el<br />

93, después de que Pablo Escobar se escapó<br />

de su propia cárcel, la Catedral, se desató en<br />

Medellín una guerra a muerte entre la gente<br />

del Cartel, la de Escobar, y un grupo clandestino<br />

que se llamaba los Pepes (perseguidos por<br />

Pablo Escobar), que eran una especie de confusa<br />

mezcolanza entre servicios de seguridad<br />

del Estado, la CIA, la Dea, el FBI, los paramilitares,<br />

algunos informantes del Cartel de Cali,<br />

o mejor dicho hasta el Putas, como se dice<br />

aquí. En esos años, uno tras otro, habían ido<br />

cayendo todos los cuadros de la organización<br />

de Escobar, desde sus abogados hasta los especialistas<br />

en comunicaciones, desde los choferes<br />

y los mayordomos, hasta los jefes de seguridad<br />

y los sicarios a su servicio. Pues bueno,<br />

nos informó el señor de la inmobiliaria, el<br />

apartamento que ustedes van a comprar, era<br />

propiedad del mayor de los hermanos Foronda,<br />

Carlos Mario Foronda Zuluaga, mejor conocido<br />

en el ambiente mafioso como Pistoloco.<br />

Él, reconoció el gerente, había sido el jefe de<br />

sicarios de Escobar, y pocos meses después<br />

de que Pablo se escapara de la Catedral, en<br />

15


el 92, había sido asesinado por los Pepes ahí<br />

mismo, en Guaduales del Guadalquivir, en el<br />

apartamento que nosotros queríamos comprar.<br />

La viuda de Foronda, Katia Moreno, era<br />

una ex modelo que en el pánico de las semanas<br />

sucesivas se había tenido que ir a vivir a<br />

Buenos Aires, a las carreras, y ahora estaba<br />

vendiendo, a precio de huevo, todo lo que le<br />

había correspondido de herencia por su marido<br />

muerto: fincas de recreo, haciendas, casas,<br />

apartamentos, carros, caballos, cuadros<br />

del maestro Ramón Vásquez, de Manzur y<br />

de Guayasamín...<br />

Mi mamá y yo nos asustamos un poco<br />

con la noticia, pedimos otro día para pensarlo<br />

mejor y consultar. Mientras ella consultaba<br />

con un abogado de confianza, y averiguaba<br />

con él detalles sobre la ley de Extinción<br />

del dominio, la que expropia propiedades de<br />

narcotraficantes, que quizás nos podría afectar,<br />

yo iba a estudiar el caso de Pistoloco en los<br />

archivos del periódico. Por el lado de mi mamá,<br />

resultó que era muy improbable lo de la<br />

expropiación. Según el abogado el riesgo era<br />

mínimo, y comprarle a la modelo no era siquiera<br />

una falta moral. Eso nos dijo.<br />

Yo por mi parte encontré, en distintos periódicos<br />

de enero del 93, alguna información.<br />

Lo del asesinato de Foronda había sido en realidad<br />

una masacre, y bastante macabra. Apro-<br />

16


vechando que estaban en fiestas de fin de año,<br />

el mismo 31 de diciembre del 92, poco antes<br />

de las doce de la noche, llegaron al condominio<br />

Guaduales del Guadalquivir, tres automóviles<br />

blindados seguidos por tres motos. Después<br />

de inmovilizar al portero de la unidad,<br />

unos quince hombres bajaron de los carros y<br />

de las motos, subieron hasta el piso trece del<br />

edificio, tumbaron de un almadanazo la puerta<br />

del penthouse de Pistoloco, inmovilizaron a<br />

las catorce personas que allí se hallaban reunidas<br />

(en plena rumba de fin de año y en honda<br />

borrachera del tipo sentimental), las hicieron<br />

tender boca abajo, les amarraron las manos<br />

con alambres y procedieron a ultimarlas<br />

una por una con un tiro en la nuca y otro en<br />

la cintura. Entre los muertos, además de Pistoloco,<br />

había cinco modelos de una reconocida<br />

casa de desfiles de Medellín, todas menores<br />

de veinte años, tres músicos integrantes<br />

del trío Los Únicos de Envigado, cuatro amigos<br />

o guardaespaldas del mismo Pistoloco, ninguno<br />

de los cuales alcanzó a reaccionar, y un<br />

niño de once años, identificado como Wílmar<br />

Foronda Moreno, al parecer hijo de un matrimonio<br />

prematuro de Pistoloco con una mujer<br />

que no se hallaba presente en la fiesta de año<br />

nuevo. La madre de este niño se llamaba, según<br />

el periódico, Katia Moreno, ex modelo,<br />

y era la misma que ahora tenía a su nombre<br />

17


la escritura del apartamento. Lo único que el<br />

gerente no nos había dicho era el número de<br />

muertos que había habido en el apartamento.<br />

Nada se sabía sobre la identidad de los asesinos,<br />

salvo que eran los Pepes, y lo único que<br />

el portero declaró es que dos de ellos, al salir,<br />

estaban discutiendo sobre la muerte del menor.<br />

“¿Por qué mataste al niño, güevón?” decía<br />

uno. Y, según el portero, el otro Pepe le<br />

contestó: “No se pueden dejar vivos a los hijos,<br />

porque esos, cuando crecen, son los que<br />

lo matan a uno después”.<br />

Claro que a mí no me gustó lo que había<br />

sucedido en ese apartamento, pero ya había<br />

pasado mucho tiempo, casi dos años, y a la<br />

gente las cosas se les van olvidando. Yo no<br />

soy de los que cree en sitios salados, y menos<br />

en fantasmas. Un apartamento como ese valía<br />

más de doscientos millones y a nosotros<br />

nos lo estaban dejando por ciento cuarenta.<br />

La gente tiene agüeros y cuando uno quiere<br />

vender algo así, sobre todo si tiene afán, toca<br />

bajar el precio. ¿Ustedes qué habrían hecho?<br />

Eso lo discutimos mi mamá y yo toda la noche,<br />

qué hacer, aceptar o no aceptar, comprar<br />

o no comprar. El cambio era muy bueno, de<br />

la Floresta a El Poblado. En la madrugada resolvimos<br />

que sí, que lo comprábamos de todas<br />

maneras, sin contarles, claro, nada a los<br />

niños de lo que había pasado allí. Por el dine-<br />

18


o que teníamos no podíamos conseguir nada<br />

mejor, difícilmente podríamos tener algo<br />

tan cómodo; ese apartamento era hasta más<br />

de lo que necesitábamos para vivir, y si algún<br />

día, años después, lo quisiéramos vender,<br />

quién se iba a acordar siquiera de que alguna<br />

vez había existido un tipo al que le decían<br />

Pistoloco. Cerramos los ojos y nos metimos<br />

en la compra. Lo único que quedaba de<br />

los catorce muertos era, sobre el mármol verde<br />

de la sala, algunos bordes despicados en<br />

el piso, y un montón de pequeños orificios<br />

mal remendados con masilla. Encima de todo<br />

eso pusimos un tapete de flores, y no lo<br />

pensamos más.<br />

Cuando nos pasamos, los primeros meses,<br />

la vida práctica se nos hizo mucho más<br />

fácil, mis hijos se adaptaron de inmediato al<br />

lugar, no había tarde que no bajaran a la piscina,<br />

prendían el sauna aunque no aguantaran<br />

ni un minuto adentro, y cuando se aburrían<br />

montaban en ascensor. Los fines de semana<br />

que yo no iba al periódico pasábamos horas<br />

jugando con raquetas en el jardín. La difunta<br />

llamaba como mucho cada mes. Un matrimonio<br />

con la propia madre tiene sus ventajas.<br />

Hay menos celos y mayor libertad; el<br />

amor y la conveniencia no son contradictorios,<br />

en este caso; es saludable para la psicología<br />

de los niños y para la salud mental de la<br />

19


persona mayor. Nos adaptamos muy bien a<br />

la Unidad, donde lo único que desentonaba<br />

era mi carrito verde lora, que por el momento<br />

y con el sueldo del periódico no lo podía<br />

ni pensar en cambiar. De hecho todo marchó<br />

sin contratiempos durante más de seis meses,<br />

hasta que sucedió el episodio por el que<br />

ahora somos otros, no sé si mejores o peores,<br />

pero otros.<br />

Todo empezó un domingo por la mañana,<br />

después de la circunstancia más banal. Mi<br />

hija, al llegar de bañarse en la piscina, se iba<br />

a lavar el pelo y quería usar el secador en mi<br />

baño, el de la alcoba principal. Al conectar<br />

el secador al enchufe (que nunca habíamos<br />

usado hasta ese día), éste no funcionó. Yo,<br />

que tengo espíritu de todero y cuando se tapan<br />

los lavamanos sirvo de plomero, y cuando<br />

hay un corto circuito me improviso electricista,<br />

empecé a desmontar el enchufe para<br />

revisar la instalación. La sorpresa inicial fue<br />

más bien una pequeña curiosidad, una sensación<br />

de extrañeza que se volvió asombro.<br />

Detrás de la tapa del enchufe, en lugar de los<br />

alambres consabidos, había un doble fondo.<br />

Debajo del enchufe se desprendía una tablita<br />

de madera, pintada igual que la pared. Al quitar<br />

la tabla, al fondo, se veía la cerradura de<br />

una caja fuerte, con llave. Era rarísimo. Cuando<br />

nos habían hecho entrega del apartamen-<br />

20


to, además de las llaves de todas las puertas<br />

y del ascensor, nos habían entregado también<br />

la clave de la caja fuerte, que abrimos y estaba<br />

vacía, por supuesto, pues la ex modelo se<br />

había llevado todas sus pertenencias a Argentina.<br />

Habíamos vuelto a cerrar esa caja, vacía,<br />

que a gente como nosotros no nos servía para<br />

nada. Nadie nos había hablado de otra caja<br />

fuerte secreta. Probé la misma clave de la<br />

caja fuerte externa, y funcionó, era igual, pero<br />

por el pequeño orificio que dejaba la abertura<br />

detrás del enchufe, solamente se podía<br />

meter el brazo. Metí la mano hasta el fondo<br />

y lo primero que saqué fue un papel. Parecía<br />

un naipe con la foto de un señor. Yo al mirarlo<br />

creí que era Drácula y me imaginaba que<br />

había algún secreto ahí, implementos para algún<br />

rito satánico o cosas así. Miré por detrás<br />

del naipe y vi que tenía la oración del Padre<br />

Marianito, beato reciente de la Santa Madre<br />

Iglesia. Volví a meter la mano y lo que salió<br />

fue un escapulario y otra estampita, esta vez<br />

del Señor Caído de Girardota. Insistí, moviendo<br />

la mano en la oscuridad. Al tacto se distinguían<br />

varios paquetes pequeños, forrados<br />

en plástico. Saqué uno. Yo no sabía bien qué<br />

era eso, nunca había visto nada así, era como<br />

una pequeña tableta de chocolate, pero pesaba<br />

mucho, era dorada. Me quité los anteojos<br />

y leí las letras diminutas. En un troquelado<br />

21


minúsculo decía 24K, decía 101,3 gr. Mi corazón<br />

se aceleró. Metí la mano otra vez. Había<br />

varias montañitas bien apiladas de estos<br />

pequeños lingotes de oro, todos de distinto<br />

peso, aunque todos entre 98 y 103 gramos.<br />

Saqué algunos; eran muy parecidos, pero no<br />

los conté. Yo estaba solo en el baño, en cualquier<br />

momento entraría María Isabel a preguntarme<br />

si ya había arreglado el enchufe. Tiré<br />

adentro los lingotes que había sacado, las<br />

estampas del padre Marianito y del Señor Caído,<br />

cerré la caja fuerte, acomodé lo mejor que<br />

pude la tabla de tríplex (ahora no era perfecta,<br />

se veían los bordes) y puse otra vez el enchufe<br />

apretando los dos tornillos con el destornillador.<br />

Las manos me estaban temblando<br />

y mi respiración parecía la de uno que acaba<br />

de llegar de trotar. No quería que los niños se<br />

enteraran de nada. María Isabel se secó y alisó<br />

el pelo en el cuarto de ella y cuando los niños,<br />

al fin, salieron al jardín, llamé a mi mamá<br />

y le conté el hallazgo. Volví a quitar el enchufe,<br />

la tablita, abrí la caja fuerte con la clave<br />

que me sabía de memoria, metí la mano y<br />

ya no saqué las estampas; le mostré las pastillas<br />

solamente.<br />

La reacción de los dos era, al mismo<br />

tiempo, de miedo y entusiasmo, de júbilo y<br />

pecado. Era una sensación a medias entre el<br />

robo y el golpe de suerte. Era como ganar-<br />

22


se la lotería. A los dos se nos salían gritos<br />

de alegría y de incredulidad. Volví a meter<br />

la mano, más hacia el fondo, con el brazo<br />

hasta el hombro. Había paquetes de consistencia<br />

muy distinta. Saqué uno. Era un fajo<br />

de dólares, cien billetes de cien dólares,<br />

bien empacados con una banda de papel en<br />

la mitad. Yo no lo podía ni creer. Hacíamos<br />

cuentas mentales, cien por cien, es un cien<br />

más dos ceros, o sea diez mil, y diez mil dólares,<br />

en esos días, eran como quince millones<br />

de pesos. Metí la mano y empecé a sacar<br />

fajos y más fajos, entre los que a veces<br />

salía enredado algún lingote. Las sumas y<br />

las cifras crecían en la cabeza, enloquecidas,<br />

como fuegos artificiales. Yo sentí un vértigo,<br />

como lo que se siente desde la parte más<br />

alta de la rueda de Chicago. Sacaba y sacaba<br />

montones de fajos, pero al tacto se percibía<br />

que había aún muchos más. En ese momento<br />

sonó el timbre y los volvimos a meter<br />

precipitadamente en el mismo sitio. Yo<br />

nunca había tenido miedo de que me robaran<br />

nada (¿qué me iban a robar?), pero antes<br />

de abrir la puerta miré bien por el ojo mágico<br />

para estar seguro de que fueran mis hijos,<br />

que volvían con la muchacha, y no algún ladrón.<br />

Cuando entraron, por primera vez desde<br />

que estábamos ahí, le di vuelta a la llave y<br />

puse la cerradura de arriba, la de seguridad.<br />

23


2<br />

Nunca nadie entendió, en el periódico,<br />

qué había pasado con Carlos Mario Yepes,<br />

el editor de Nación, a quien un día de abril<br />

de 1995 se lo tragó la tierra. Después de un<br />

período muy duro, cuando lo dejó su mujer,<br />

había vuelto a ser feliz. Había comprado con<br />

doña Ana, su madre, un apartamentazo por<br />

El Poblado arriba, y allá vivía feliz, como un<br />

rico, con ella y con los niños, hasta que un<br />

día, como por arte de magia, desapareció, se<br />

lo tragó la tierra. A mediados de abril, unos<br />

seis o siete meses después de haberse mudado<br />

de casa, no volvió al periódico, y toda la<br />

familia desapareció. Ni sus compañeros de<br />

trabajo ni sus mejores amigos sabían nada.<br />

La policía inspeccionó el apartamento, pero<br />

no encontró ninguna cosa que llamara la<br />

atención, ningún indicio, ni el más mínimo<br />

rastro que explicara su partida. Nunca volvió<br />

a saberse nada de ellos en todo Medellín: ni<br />

en Guaduales del Guadalquivir, ni en el colegio<br />

de los niños, ni en la parroquia donde<br />

oía misa la mamá, ni en el periódico, ni en<br />

ningún pueblo o ciudad del país. Tanto en el<br />

periódico, como en Medellín, se insinuó que<br />

la desaparición del periodista, de sus hijos, y<br />

de su señora madre, podía tener alguna relación<br />

con el asesinato de Pistoloco. Ese apartamento<br />

tenía algo, debía estar salado, y ahí<br />

24


seguiría para siempre como un sepulcro vacío,<br />

con las puertas cerradas. Se pensó, se dijo<br />

y se publicó que tal vez su desconcertante<br />

final tendría alguna relación con los sucesos<br />

sanguinarios del famoso penthouse. Sólo<br />

ahora, algunos años después, se puede revelar<br />

el paradero de sus cuentas, de sus cuerpos<br />

e incluso de sus almas.<br />

La casa tiene tres plantas y se levanta en<br />

las armoniosas colinas que se asoman al Lago<br />

de Ginebra. La ciudad se llama Montreux<br />

y es célebre, entre otras cosas, porque allí se<br />

realiza uno de los más prestigiosos festivales<br />

de jazz del mundo, y porque aquí vivió la<br />

última parte de su vida el gran escritor ruso<br />

Vladimir Nabokov. La colina, en esta parte<br />

del lago, mira al costado meridional, lo que<br />

hace que la casa sea menos fría en invierno,<br />

y llena de una luz paradisíaca en los meses<br />

más cálidos del año. Cerca de allí hay viñedos,<br />

queserías, castillos, museos, teatros.<br />

Una mansión así, en ese sitio, con esa situación,<br />

no te la muestran por menos de un millón<br />

y medio de dólares.<br />

Según documentos auténticos, los ocupantes<br />

de la casa, y legítimos dueños, se llaman<br />

Carlo Tomasinelli, un señor cincuentón,<br />

y Anna Olivieri, una ancianita de casi<br />

ochenta años, aunque vivaz todavía. Con<br />

ellos viven dos adolescentes, hijos de él, nie-<br />

25


tos de ella, en edad escolar, que asisten a los<br />

últimos años del colegio público de Montreux.<br />

El padre y la abuela, a pesar de sus<br />

nombres, no hablan ni una palabra de italiano.<br />

Tampoco saben alemán, y su francés es<br />

torpe y elemental. Unos cuantos monosílabos<br />

y algunos sustantivos de la vida práctica.<br />

Los muchachos, en cambio, dominan el francés,<br />

el alemán, y se burlan en toda ocasión<br />

de los mayores, que en la vida familiar conversan<br />

siempre en antioqueño. Son dos niños<br />

alegres, Isabella y Stephan, aunque quizá<br />

un poquito más morenos que la mayoría<br />

de sus compañeros, exceptuando hindúes y<br />

africanos.<br />

Don Carlo y doña Anna están acodados<br />

a la amplia terraza que mira al apacible lago<br />

de Ginebra. “¿Qué es lo que más te gusta<br />

de Suiza?” le pregunta el hijo a la madre, y<br />

ella contesta: “La limpieza.” “¿Y lo que menos?”<br />

“Lo mismo, la limpieza.” Suspiran. Se<br />

quedan callados. Del interior de la casa sale<br />

una música exótica para estas tierras: vallenatos.<br />

26<br />

Periódico El Colombiano,<br />

Medellín, 6 de febrero del 2002.<br />

Se publica aquí por primera vez en libro.


Paletón y el elefante musical<br />

Jorge Ibargüengoitia<br />

27


JORGE IBARGÜENGOITIA (1928-1983).<br />

Narrador, dramaturgo, traductor, ensayista y<br />

periodista mexicano. Su obra, plena de ironía,<br />

se aplica a desnudar tragicómicas vivencias de<br />

su ámbito tropical. Recibió en 1964 el Premio<br />

Casa de las Américas por el libro Los relámpagos<br />

de agosto, y en 1975 el Premio de Novela Ciudad<br />

de México por Estas ruinas que ves. Otras obras<br />

suyas son La ley de Herodes y otros cuentos, Maten<br />

al león, Los muertos, Dos crímenes, Los pasos de<br />

López y Piezas y cuentos para niños.<br />

28


El señor Paletón era gordo, millonario y<br />

caprichoso. Cada mañana, antes de levantarse<br />

de la cama, Paletón se rascaba la barriga,<br />

miraba el techo y se preguntaba:<br />

—Paletón, Paletón, ¿qué quieres comprar<br />

hoy?<br />

De esta manera había formado la colección<br />

de automóviles más completa del mundo,<br />

la colección de pianos más famosa y una<br />

colección de perillas de puerta que no le pedía<br />

nada a ninguna otra. También tenía varios<br />

animales notables, como Eloísa, la pulga<br />

vestida, Porrón, el oso matemático, y Policarpo,<br />

un animal que no se parece a ningún<br />

otro por tener cinco patas, dos cabezas y nada<br />

que pueda llamarse hocico. Todo esto lo<br />

guardaba en su casa, que tenía tantos cuartos,<br />

que nadie los pudo contar.<br />

Una mañana, después de rascarse la barriga<br />

y de hacerse la pregunta de costumbre,<br />

29


Paletón se contestó:<br />

—Quiero comprar a Paco, el elefante<br />

musical de Chapultepec.<br />

Paco es uno de los elefantes más grandes<br />

del mundo. Mide tres metros y medio y pesa<br />

seis toneladas, tiene colmillos de un metro<br />

y come todos los días cien kilos de papaya<br />

adornada con nueces y avellanas. Pero lo<br />

notable de Paco es la trompa, que es tan sensible<br />

y tan ágil que con ella puede tocar el<br />

piano y dar conciertos. Sus piezas predilectas<br />

son la Gavota Pavlova y el concierto para<br />

la mano izquierda de Ravel.<br />

Paletón se levantó de la cama, se puso<br />

su bata de seda verde esmeralda y habló por<br />

teléfono a Chapultepec, para decir que quería<br />

comprar el elefante musical y preguntar<br />

cuánto costaba. Le contestaron que no se lo<br />

vendían a ningún precio.<br />

Paletón dio una pataleta y se revolcó en<br />

el piso haciendo berrinche. Cuando se serenó<br />

comprendió que no todo estaba perdido<br />

y que quedaba un medio para cumplir su capricho.<br />

Volvió a descolgar el teléfono y marcó<br />

un número.<br />

—Bueno, ¿hablan los gángsteres de Chicago?<br />

¿Cuánto me cobran por robarse el elefante<br />

musical de Chapultepec y traérmelo a<br />

mi casa esta noche?<br />

30


—Cinco millones de pesos —contestaron<br />

los gángsteres.<br />

—Trato hecho —dijo Paletón y colgó.<br />

Los gángsteres de Chicago son cinco<br />

chaparros cabezones que viven en la misma<br />

casa. Cuando alguien les encarga un trabajo,<br />

se ponen sombrero y bufanda y se sientan alrededor<br />

de una mesa, a comer espagueti y a<br />

planear el robo.<br />

Entre bocado y bocado fue proponiendo<br />

cada uno lo que se le ocurría: el más trabajador<br />

propuso construir un túnel que conectara<br />

la casa donde ellos vivían con el parque<br />

zoológico, el más tonto, que creía que<br />

los elefantes eran de hule, propuso, en cambio,<br />

desinflar a Paco y sacarlo del zoológico<br />

adentro de una maleta. Hasta que por fin le<br />

tocó el turno al más listo:<br />

—Creo que hay una manera más sencilla:<br />

esta noche Paco da un concierto en Bellas<br />

Artes. ¿Cómo se transporta un elefante<br />

de Chapultepec a Bellas Artes? Muy sencillo:<br />

en un camión de mudanzas. Yo propongo<br />

que hagamos algo para que ese camión de<br />

mudanzas, en vez de llegar a Bellas Artes llegue<br />

a casa de Paletón.<br />

—¡Magnífico! —cantaron los gángsteres<br />

a coro— ¡Magnífico! Entre el plato y la boca<br />

se cae la sopa.<br />

31


El camión de mudanzas que llegó esa noche<br />

a Chapultepec a recoger a Paco, el elefante<br />

musical, iba manejado por los gángsteres<br />

de Chicago disfrazados de empleados<br />

de Bellas Artes.<br />

Los policías de guardia no sospecharon<br />

nada y hasta ayudaron a poner la rampa para<br />

que elefante musical subiera al camión de<br />

mudanzas. Paco, el elefante musical, que estaba<br />

recién bañado y perfumado, listo para<br />

presentarse en público y tocar el piano, tampoco<br />

sospechó nada. Subió al camión muy<br />

tranquilo, y cuando bajó de él, lo hizo pisando<br />

con cuidado, procurando no tropezarse,<br />

creyendo que estaba entrando en el foro de<br />

Bellas Artes. Esperaba que de un momento<br />

a otro sonaran los aplausos de cientos de espectadores.<br />

¡Cuál no sería su sorpresa cuando oyó un<br />

solo aplauso! Era el de Paletón. Paco, el elefante<br />

musical, miró a su alrededor con extrañeza.<br />

No estaba en Bellas Artes. Estaba en el<br />

salón donde Paletón guardaba su famosa colección<br />

de doscientos cincuenta pianos.<br />

Al ver tanto piano, Paco no pudo resistir<br />

un momento más. Preparó la trompa y empezó<br />

a tocar. Primero en un piano y después<br />

en otro, y después en otro. Y tocó y tocó tanto,<br />

que los vecinos, que no podían dormir<br />

con tanta música, llamaron a la patrulla.<br />

32


Cuando la policía entró en casa de Paletón,<br />

encontró al elefante musical tocando<br />

el piano y al dueño de la casa entregándole<br />

cinco millones, en billetes de a peso, a los<br />

gángsteres de Chicago.<br />

—Tres millones cuatrocientos veinticinco<br />

mil cuatrocientos veintitrés, tres millones<br />

cuatrocientos veinticinco mil cuatrocientos<br />

veinticuatro…<br />

Paletón y los gángsteres de Chicago están<br />

en la cárcel. Paco, el elefante musical, sigue<br />

en su jaula, en donde de vez en cuando<br />

da conciertos.<br />

Jorge Ibargüengoitia, “Paletón y el elefante<br />

musical”, citado por Luis Fernando Macías,<br />

en El juego como método para la enseñanza de la<br />

literatura a niños y jóvenes, Biblioteca Pública<br />

Piloto, Medellín, 2003.<br />

33


El rey Midas<br />

Geraldine McCaughrean<br />

35


GERALDINE McCAUGHREAN (1951). Escritora<br />

inglesa, ha dedicado buena parte de su<br />

obra al público infantil y juvenil, y también a la<br />

divulgación, para esos mismos públicos, de mitos<br />

y leyendas de la antigüedad. Ha ganado numerosos<br />

premios, entre ellos el prestigioso Premio<br />

Whitbread de Novela en 1987. Algunos libros<br />

suyos son Polvo de oro, Una sarta de mentiras,<br />

G.B. Shaw, El vellocino de oro.<br />

36


Érase una vez un rey llamado Midas, que<br />

era casi tan estúpido como avaricioso. Un día<br />

se convocó un concurso de música entre el<br />

dios Pan y el dios Apolo. A Midas le pidieron<br />

que fuera el juez. Pero Midas era amigo<br />

de Pan. Así que antes incluso de que empezara<br />

el concurso, y en vez de escuchar y juzgar<br />

con imparcialidad, Midas decidió que ganaría<br />

Pan.<br />

Comparar la música de Apolo con la de<br />

Pan equivale a comparar el sonido de una<br />

trompeta celestial con el de un silbato de hojalata.<br />

Pero Midas ya se había decidido.<br />

—¡Pan es el mejor! ¡Sin lugar a dudas!<br />

Pan ha tocado mucho mejor —afirmó, y siguió<br />

alabando a su amigo hasta que Apolo se<br />

puso rojo de ira y apuntó su dedo con poderes<br />

mágicos hacia el rey Midas.<br />

—Si tú crees que la música de Pan es mejor<br />

que la mía, es que a ti te ocurre algo en las<br />

orejas —le gritó.<br />

37


—¡Qué va! —contestó el rey—. No les<br />

pasa nada.<br />

—¿Ah, no? Pues eso lo arreglamos enseguida<br />

—dijo furioso Apolo.<br />

Cuando Midas volvió a su casa, notó que<br />

le picaban las orejas. Se miró en el espejo y<br />

¡horror!, vio que le estaban creciendo. Cada<br />

vez se iban haciendo más grandes y más<br />

peludas hasta que, finalmente, vio que tenía<br />

unas orejas marrones y rosas de burro.<br />

Tras mucho pensar, Midas descubrió que<br />

podía taparse las orejas con un gorro alto.<br />

“Nadie debe verlas”, se dijo mientras andaba<br />

de acá para allá con el gorro metido<br />

hasta las cejas.<br />

El rey Midas se pasaba todo el día con el<br />

gorro puesto. Y por la noche tampoco se lo<br />

quitaba, para que la reina no viera sus orejas<br />

de burro.<br />

Y así pasó el tiempo, sin que nadie se diera<br />

cuenta de lo que ocurría. El rey se sentía muy<br />

aliviado; y sus súbditos, que lo veían con el<br />

gorro puesto a todas horas, enseguida lo imitaron<br />

pensando que era la última moda.<br />

Pero había una persona a la cual Midas no<br />

podía ocultar su secreto: su barbero. Cuando<br />

fue a cortarle el pelo, tiró del gorro y…<br />

El barbero primero se asustó. Luego se<br />

quedó boquiabierto. Y, finalmente, se metió<br />

38


la toalla en la boca para no soltar una carcajada.<br />

—No se lo dirás a nadie —le ordenó el<br />

rey.<br />

—¡Por supuesto! No diré nada. Ni una<br />

palabra. A nadie. Se lo prometo —balbució<br />

el barbero, mientras empezaba a cortarle el<br />

pelo—. Seré una tumba, majestad.<br />

El barbero había prometido guardar silencio<br />

y era un hombre de palabra. ¡Pero le resultaba<br />

tan difícil! Tenía muchas ganas de contárselo<br />

a alguien. De vez en cuando se echaba<br />

a reír delante de la gente y no podía explicar<br />

de qué se estaba riendo. Y de noche se<br />

desvelaba porque temía hablar en sueños. El<br />

barbero guardó el secreto al rey durante algún<br />

tiempo, aunque le quemaba por dentro como<br />

un fuego. Pero finalmente comprendió que se<br />

tenía que desahogar. Así que un día emprendió<br />

el camino y no paró de andar hasta que<br />

se encontró lo bastante lejos de la ciudad, cerca<br />

del río. Entonces cavó un hoyo en el suelo,<br />

metió la cabeza y susurró:<br />

—El rey Midas tiene orejas de burro.<br />

Después de eso, se sintió mucho mejor.<br />

Y la lluvia siguió cayendo, la hierba siguió<br />

creciendo y los juncos que bordeaban el río<br />

también siguieron creciendo.<br />

Mientras Midas paseaba por su jardín,<br />

evidentemente con el gorro puesto, se en-<br />

39


contró con un sátiro, que es una divinidad<br />

medio hombre, medio caballo. El pobre sátiro<br />

estaba perdido. Midas le dio de desayunar<br />

y le indicó la salida.<br />

—Le estoy muy agradecido —le dijo el<br />

sátiro—. Permítame que le recompense por<br />

su amabilidad. Le concederé un deseo.<br />

El rey Midas podría haber pedido que<br />

desaparecieran sus orejas de burro, pero no.<br />

Lo primero que se le ocurrió fue dinero, riquezas<br />

y… ¡oro! Sus ojos brillaron.<br />

—Por favor, por favor, concédeme que todo<br />

lo que toque se convierta en oro —le suplicó<br />

al sátiro.<br />

—No es una buena idea —contestó el sátiro—.<br />

Piénselo otra vez.<br />

Pero Midas insistió e insistió. Ése era su<br />

mayor deseo. Al final, el sátiro se encogió de<br />

hombros y prosiguió su camino.<br />

—¡Ya sabía yo que era demasiado bueno<br />

para ser verdad! —exclamó apesadumbrado<br />

el rey.<br />

Y como le daba tanta rabia que le hubieran<br />

decepcionado, se agachó para coger una<br />

piedrecilla y tirársela al sátiro que se alejaba.<br />

Pero, en cuanto la tocó, la piedrecilla se<br />

convirtió en una pepita de oro.<br />

—¡Mi deseo se ha cumplido! ¡El sátiro<br />

me lo ha concedido! —exclamó el rey dando<br />

saltos de alegría.<br />

40


Corrió hacia un árbol y lo tocó. Las ramas<br />

y las hojas se convirtieron en oro. Entonces<br />

regresó rápidamente hasta su palacio<br />

y se puso a tocar todo: las paredes, las sillas,<br />

la mesa, la lámpara… Y todo se fue transformando<br />

en oro. Incluso las cortinas, cuando<br />

las rozó al pasar, emitieron un ruido metálico<br />

y se pusieron rígidas.<br />

—Preparadme un banquete —ordenó el<br />

rey a sus criados—. Ser rico me abre el apetito.<br />

Los criados fueron corriendo a traerle carne,<br />

pan, fruta y vino mientras Midas tocaba<br />

todos los platos y las bandejas. Estaba encantado<br />

con la idea de comer en una vajilla de<br />

oro. Cuando le trajeron la comida, cogió un<br />

ala de pollo y le pegó un mordisco.<br />

¡Clonc! Estaba dura y fría. El apio le raspó<br />

los labios. El pan le rompió un diente. Cada<br />

bocado se convertía en oro en cuanto lo tocaba.<br />

Hasta el vino golpeaba el vaso, tan sólido<br />

como un huevo en la huevera.<br />

—¡Eh, tú! —ordenó a uno de sus criados,<br />

dándole un empujón—. No te quedes ahí como<br />

un pasmarote. Tráeme algo que pueda<br />

comer.<br />

Pero el criado, que se había convertido<br />

en una estatua de oro, cayó al suelo con estruendo.<br />

En ese momento entró la reina.<br />

41


—¿Qué es lo que he oído de un deseo?<br />

—preguntó, acercándose al rey para darle un<br />

beso.<br />

—¡No te acerques! ¡No me toques!<br />

—gritó el rey dando un bote y alejándose de<br />

ella.<br />

Pero su hijo menor, que era demasiado<br />

pequeño para entender sus palabras, corrió<br />

hasta él y lo abrazó por las rodillas.<br />

—Papá, papá, pa…<br />

Su hijo se calló de repente. Sus brazos de<br />

oro rodeaban las rodillas del rey Midas. Su<br />

boquita dorada estaba abierta, pero no emitía<br />

ningún sonido.<br />

Midas corrió hasta su dormitorio y se<br />

encerró con llave. Pero no pudo dormir esa<br />

noche, pues su almohada se transformó en<br />

oro bajo su cabeza.<br />

Se sentía tan hambriento, tan sediento,<br />

tan solo y tan asustado…<br />

—¡Dioses, por favor, llevaos este terrible<br />

deseo! ¡Nunca me imaginé lo que me ocurriría!<br />

—les suplicó.<br />

Se oyó un repiqueteo de cascos y el sátiro<br />

asomó la cabeza por la ventana.<br />

—Intenté decírtelo —regañó al rey.<br />

Midas cayó de rodillas ante él sobre el<br />

suelo de oro. Su túnica de oro se mecía y repicaba<br />

como una campana. Y, al caérsele, su<br />

largo gorro sonó como una olla.<br />

42


—¡Quítame mi deseo! ¡Por favor, pide a<br />

los dioses que me lo quiten! —suplicó al sátiro.<br />

—Con unas orejas así, creo que ya tienes<br />

bastantes problemas —replicó el sátiro,<br />

desternillándose de risa—. De acuerdo. Vete<br />

a lavarte al río. Y procura no ser tan estúpido<br />

en el futuro.<br />

El rey Midas corrió entre la alta hierba,<br />

se abrió camino entre los esbeltos juncos y se<br />

zambulló en el río. Las ondas se llenaron de<br />

polvo dorado, pero el agua no se transformó<br />

en oro. Tampoco la orilla cuando el rey salió<br />

del agua. ¡Estaba curado!<br />

Cogió un cubo, lo llenó de agua, lo llevó<br />

hasta el palacio y lo arrojó sobre la pequeña<br />

estatua de oro del comedor. Y su hijo, calado<br />

de los pies a la cabeza, se puso a llorar.<br />

Por aquel entonces, la hierba había crecido<br />

en los prados y los juncos de las orillas<br />

estaban aún más altos.<br />

Cuando la brisa los acariciaba, susurraban.<br />

Cuando el viento los mecía, murmuraban,<br />

decían: “El rey Midas tiene orejas de burro.<br />

El rey Midas tiene orejas de burro”.<br />

Y por eso hoy todos conocemos el famoso<br />

secreto del rey Midas.<br />

De Dédalo e Ícaro, traducción de Paz Barroso,<br />

Madrid, Ediciones S.M., Colección Mitos, 1999.<br />

43


Los ojos culpables<br />

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares<br />

45


JORGE LUIS BORGES (1899-1986) y ADOL-<br />

FO BIOY CASARES (1914-1999) son, y sobra<br />

aquí insistir en ello, nombres fundamentales<br />

de la literatura argentina, cuya importancia<br />

excedió con mucho ese ámbito. A lo largo de<br />

los años escribieron varios libros en colaboración<br />

(algunos bajo los seudónimos de H. Bustos<br />

Domeq o B. Suárez Lynch), guiones cinematográficos,<br />

y también recopilaciones de cuentos,<br />

la mayoría centradas en la llamada literatura<br />

fantástica.<br />

46


Cuentan que un hombre compró a<br />

una muchacha por cuatro mil denarios.<br />

Un día la miró y se echó a llorar. La muchacha<br />

le preguntó por qué lloraba. Él respondió:<br />

—Tienes tan bellos ojos que me olvido<br />

de adorar a Dios.<br />

Cuando quedó sola, la muchacha se<br />

arrancó los ojos. Al verla en ese estado el<br />

hombre se afligió y dijo:<br />

—¿Por qué te has maltratado así? Has<br />

disminuido tu valor.<br />

Ella respondió:<br />

—No quiero que haya nada en mí que<br />

te aparte de adorar a Dios.<br />

A la noche el hombre oyó en sus sueños<br />

una voz que le decía: “La muchacha disminuyó<br />

su valor para ti, pero lo aumentó para<br />

nos otros y te la hemos tomado”. Al desper-<br />

47


tar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada.<br />

La muchacha estaba muerta.<br />

48<br />

Ah’med Ech Chiruani, H’adiquat el Afrah. De<br />

Cuentos breves y extraordinarios, Jorge Luis Borges,<br />

Adolfo Bioy Casares (compiladores),<br />

Buenos Aires, Losada, 1973.


Hallazgo de un tesoro<br />

Volvió mi hermano a golpear, casi indignado,<br />

el muro resonante. Dio un golpe más<br />

que sentí como un trueno subterráneo. Súbitas<br />

grietas se dibujaron sobre la pared y de<br />

pronto, como si el mazo hubiera encontrado<br />

una piedra clave, bloques desiguales desprendiéronse<br />

y un hueco, sombrío y polvoriento,<br />

quedó frente a nosotros. Al principio<br />

sólo percibimos algo que era una sombra dentro<br />

de la oscuridad, una zona más negra en<br />

las tinieblas. Ávido, mi hermano agrandó el<br />

hueco y acercó una lámpara. Entonces lo vimos,<br />

estaba parado, rígido y pomposo. Pudimos<br />

ver, por un instante, su opulenta vestidura<br />

brocada, el resplandor de sus joyas, el<br />

ramillete de huesos de su mano alrededor de<br />

un crucifijo dorado, su calavera terrosa soportando<br />

una altísima mitra. Creció todavía con<br />

la luz que mi hermano aproximaba y luego,<br />

vertiginosamente, silenciosa y pulverizada,<br />

49


la figura del obispo se derrumbó. Los huesos<br />

eran ahora polvo, eran polvo de mitra y la capa<br />

magna. Pesadas, ominosas, eternas, las joyas<br />

eran nuestras.<br />

Básteme decir hoy que el tesoro —que<br />

vendimos con paciencia y éxito— se componía<br />

de varios anillos episcopales, ocho admirables<br />

custodias enjoyadas, pesados copones,<br />

crucifijos, una petaca altoperuana con viejas<br />

monedas y grandes medallas de oro.<br />

Después, ni yo sé por qué tuvimos tanta<br />

ur gencia por separarnos. La historia ulterior<br />

de mi hermano la conozco porque él mismo,<br />

abu rrido y brusco, hace poco me la contó. Había<br />

empeza do cautelosamente, vigilando su<br />

parte; luego, casi sin proponérselo multiplicó<br />

el dinero. Se hi zo muy rico, se casó, engendró,<br />

se hizo más ri co, alcanzó la cima. Y después,<br />

sin tre gua, gra dualmente, vio perderse<br />

su riqueza y, según adiviné, perderse el placer<br />

que antes le pro porcionaba acumularla. Terminó<br />

por no te ner un solo centavo. Así está<br />

él ahora, indiferente.<br />

Yo, en cambio, empecé gastando mi parte.<br />

No sé si antes dije que soy —o creí ser—<br />

pintor, y que en la época en que descubrimos<br />

el nicho secreto, yo comenzaba a dibujar en<br />

la academia de mi antigua ciudad. Es razonable,<br />

pues, que dedicara el dinero a alimentar<br />

mi vocación. Emprendí un viaje a Europa<br />

50


y busqué ardientemente a quien debería ser<br />

mi maestro. De París pasé a Venecia, de Venecia<br />

a Madrid. Y allá me detuve, más de doce<br />

años. Allá encontré el verdadero Maestro y<br />

trabajé y viví y transcurrí a su lado. Y también<br />

progresé. Secretamente, porque el secreto era<br />

su método, me transcribió su arte. Aprendí<br />

su técnica y su concepto de la realidad; vi los<br />

colores que él veía, mi mano se movió con<br />

su pulso. Mi Maestro me enseñó todo lo que<br />

sabía y acaso más aún; a veces llegué a pensar<br />

que las nociones que me inculcaba, prodigiosamente,<br />

acababa él de inventarlas. Sin<br />

embargo, llegó el día que consideró terminado<br />

mi aprendizaje; tuve, con dolor, que despedirme<br />

de mi Maestro.<br />

Sólo algunos meses después de haber regresado,<br />

durante una noche interminable, comencé<br />

a sentir aquella oscura incertidumbre:<br />

tal vez no fuera yo un buen pintor. Había conocido,<br />

sin interés, a otros pintores; había visto,<br />

desdeñoso, otros cuadros. Pero ahora, repentinamente,<br />

una inquietud abundaba en mi<br />

interior. Mortificado, agraviado por la íntima<br />

desconfianza, decidí desplegar todas mis<br />

obras ante los ojos de la gente. Por otra parte,<br />

mi Maestro me lo había autorizado al separarnos.<br />

Y así, expuse mis cuadros. El resultado<br />

fue que alguno dijo que mi pintura era incomprensible,<br />

la mayoría la encontró trivial.<br />

51


Pronto entendí que no valía nada, que yo no<br />

era, absolutamente, un artista. Escribí, desde<br />

luego, a mi Maestro una vez, otra vez; nunca<br />

supe más de él.<br />

Desconsolado divagué entonces dentro<br />

de mi casa, día tras día, como un niño o un prisionero.<br />

Recorría sin término los vastos aposentos,<br />

los profundos corredores. Alguien de<br />

la casa me preguntó una vez si quería visitar<br />

el cuarto cuyas paredes, por un cuento narrado<br />

al azar, habíamos roto una noche. Sobre la<br />

pared sepulcral, en el confín de la casa centenaria,<br />

estaba colgado, por superstición o inocencia,<br />

un retrato que no sé quien explicó pertenecía<br />

al obispo tapiado. Lo habían encontrado,<br />

afirmaron, poco después de mi partida.<br />

Era de noche cuando fui a ver el cuadro<br />

y tuve que llevar una lámpara. Recuerdo que<br />

con cuidado la levanté frente a la áspera pared,<br />

y que el retrato se iluminó en toda su vastedad.<br />

Fue como si volviera la perdida escena:<br />

vi la misma capa dorada, la misma levantada<br />

mitra. Pero en el cuadro todo me parecía,<br />

irónicamente, más real. Miré entonces lo que<br />

no recordaba, lo que no conocía, y sólo en ese<br />

momento descubrí que el obispo tenía el rostro<br />

de mi Maestro, que era mi Maestro.<br />

52<br />

Marcial Tamayo. De Cuentos breves y<br />

extraordinarios, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy<br />

Casares (compiladores). Losada, 1973.


El mayordomo<br />

Roald Dahl<br />

53


ROALD DAHL (1916-1990). De origen noruego,<br />

nació en Llandaff (Gales). Fue piloto de guerra,<br />

miembro del servicio de inteligencia británico,<br />

agregado adjunto aéreo de la embajada<br />

británica de Washington. Escribió con igual<br />

acierto e ingenio para niños y para adultos. En<br />

este último campo, sus relatos suelen ser un soberbio<br />

ejercicio de ironía y del más fino humor<br />

negro. Algunas de sus historias infantiles han sido<br />

llevadas al cine.<br />

54


En cuanto George Cleaver ganó el primer<br />

millón, él y la señora Cleaver se trasladaron<br />

de su pequeña casa de las afueras a una elegante<br />

mansión de Londres. Contrataron a un<br />

cocinero francés que se llamaba monsieur Estragón<br />

y a un mayordomo inglés de nombre<br />

Tibbs. Ambos cobraban unos sueldos exorbitantes.<br />

Con la ayuda de estos dos expertos,<br />

los Cleaver se lanzaron a ascender en la escala<br />

social y empezaron a ofrecer cenas varias<br />

veces a la semana sin reparar en gastos.<br />

Pero estas cenas nunca acababan de salir<br />

bien. No había animación, ni chispa que<br />

diera vida a las conversaciones, ni gracia. Sin<br />

embargo, la comida era excelente y el servicio<br />

inmejorable.<br />

—¿Qué demonios le pasa a nuestras fiestas,<br />

Tibbs? —le preguntó el señor Cleaver al<br />

mayordomo—. ¿Por qué nadie se siente cómodo?<br />

55


Tibbs ladeó la cabeza y miró al techo.<br />

—Espero que no se ofenda si le sugiero<br />

una cosa, señor.<br />

—Diga, diga.<br />

—Es el vino, señor.<br />

—¿Qué le pasa al vino?<br />

Pues verá, señor, monsieur Estragón sirve<br />

una comida excelente. Una comida excelente<br />

debe ir acompañada de un vino igualmente<br />

excelente, pero ustedes ofrecen un tinto<br />

español barato y bastante asqueroso.<br />

—¿Y por qué no me lo ha dicho antes,<br />

hombre de Dios? —exclamó el señor<br />

Cleaver—. El dinero no me falta. ¡Les daré el<br />

mejor vino del mundo, si eso es lo que quieren!<br />

¿Cuál es el mejor vino del mundo?<br />

—El clarete, señor —contestó el mayordomo—,<br />

de los grandes châteaux de Burdeos:<br />

Lafite, Latour, Haut-Brion, Margaux,<br />

Mouton-Rothschild y Chevel Blanc. Y solamente<br />

de las grandes cosechas, que en mi<br />

opinión son las de mil novecientos seis, mil<br />

novecientos catorce, mil novecientos veintinueve<br />

y mil novecientos cuarenta y cinco.<br />

Chevel Blanc también tuvo unos años magníficos<br />

en mil ochocientos noventa y cinco y<br />

mil novecientos veintiuno, y Haut-Brion en<br />

mil novecientos seis.<br />

—¡Cómprelos todos! —dijo el señor<br />

Cleaver—. ¡Llene la bodega de arriba abajo!<br />

56


—Puedo intentarlo, señor —dijo el mayordomo—,<br />

pero esa clase de vinos son difíciles<br />

de encontrar y cuestan una fortuna.<br />

—¡Me importa tres pitos el precio! —exclamó<br />

el señor Cleaver—. ¡Cómprelos!<br />

Era más fácil decirlo que hacerlo. Tibbs<br />

no encontró vino de 1895, 1906, 1914<br />

ni 1921 ni en Inglaterra ni en Francia. Pero<br />

se hizo con unas botellas del 29 y del 45.<br />

Las facturas fueron astronómicas. Eran tan<br />

grandes que hasta el señor Cleaver empezó<br />

a reflexionar sobre el tema. Y este interés se<br />

transformó en verdadero entusiasmo cuando<br />

el mayordomo le sugirió que tener ciertos<br />

conocimientos de vino era un valor social<br />

muy estimable. El señor Cleaver compró libros<br />

sobre vinos y los leyó de cabo a rabo.<br />

También aprendió mucho de Tibbs, que le<br />

enseñó, entre otras cosas, a catar el vino.<br />

—En primer lugar, señor, tiene que olerlo<br />

durante un buen rato, con la nariz sobre<br />

la copa, así. Después bebe un sorbo, abre los<br />

labios un poquito y toma aire, dejando que<br />

pase por el vino. Observe cómo lo hago yo.<br />

A continuación se enjuaga la boca con fuerza<br />

y, por último, se lo traga.<br />

Con el paso del tiempo, el señor Cleaver<br />

llegó a considerarse un experto en vinos e,<br />

inevitablemente, se convirtió en un pelmazo<br />

tremendo.<br />

57


—Damas y caballeros —anunciaba a la<br />

hora de la cena, alzando la copa—, éste es un<br />

Margaux del veintinueve. ¡El mejor año del<br />

siglo! ¡Un bouquet fantástico! ¡Huele a primavera!<br />

¡Y observen ese sabor que queda después,<br />

y el gusto a tanino que le da ese toque<br />

astringente tan agradable! Maravilloso,<br />

¿eh?<br />

Los invitados asentían, tomaban un sorbo<br />

y murmuraban alabanzas, pero nada más.<br />

—¿Qué les pasa a esos idiotas? —le preguntó<br />

el señor Cleaver a Tibbs, después de<br />

que esta situación se repitiera varias veces—.<br />

¿Es que nadie sabe apreciar un buen vino?<br />

El mayordomo torció la cabeza a un lado<br />

y dirigió los ojos hacia arriba.<br />

—Creo que lo apreciarían si pudieran catarlo,<br />

señor —dijo—. Pero no pueden.<br />

—¿Qué diablos quiere decir? ¿Cómo<br />

que no pueden catarlo?<br />

—Tengo entendido que usted ha ordenado<br />

a monsieur Estragón que aliñe generosamente<br />

las ensaladas con vinagre, señor.<br />

—¿Y qué? Me gusta el vinagre.<br />

—El vinagre —dijo el mayordomo— es<br />

enemigo del vino. Destruye el paladar. El aliño<br />

debe hacerse con aceite puro de oliva y<br />

un poco de zumo de limón. Nada más.<br />

—¡Qué estupidez! —exclamó el señor<br />

Cleaver.<br />

58


—Lo que usted diga, señor.<br />

—Se lo voy a repetir, Tibbs. Eso son estupideces.<br />

El vinagre no me estropea para<br />

nada el paladar.<br />

—Tiene usted mucha suerte, señor<br />

—murmuró el mayordomo, al tiempo que<br />

abandonaba la habitación.<br />

Aquella noche, durante la cena, el anfitrión<br />

se burló del mayordomo delante de los<br />

invitados.<br />

—El señor Tibbs —dijo— ha intentado<br />

convencerme de que no puedo apreciar el vino<br />

si el aliño de la ensalada lleva mucho vinagre.<br />

¿No es así, Tibbs?<br />

—Sí, señor —replicó Tibbs gravemente.<br />

—Y yo le respondí que no dijera estupideces.<br />

¿No es así, Tibbs?<br />

—Sí, señor.<br />

—Este vino —continuó el señor Cleaver,<br />

alzando la copa— a mí me sabe exactamente<br />

a Château Lafite del cuarenta y cinco;<br />

aún más, es un Château Lafite del cuarenta<br />

y cinco.<br />

Tibbs, el mayordomo, estaba inmóvil y<br />

erguido junto al aparador, la cara muy pálida.<br />

—Disculpe, señor —dijo—, pero no es<br />

un Lafite del cuarenta y cinco.<br />

El señor Cleaver giró en su silla y se quedó<br />

mirando al mayordomo.<br />

59


—¿Qué diablos quiere decir? —preguntó—.<br />

¡Ahí están las botellas vacías para demostrarlo!<br />

Tibbs siempre cambiaba de recipiente<br />

aquellos excelentes claretes antes de la cena,<br />

pues eran viejos y tenían muchos posos. Los<br />

servía en jarras de cristal tallado y, siguiendo<br />

la costumbre, dejaba las botellas vacías<br />

en el aparador. En ese momento había dos<br />

vacías de Lafite del cuarenta y cinco a la vista<br />

de todos.<br />

—Resulta que el vino que ustedes están<br />

bebiendo —dijo tranquilamente el mayordomo—<br />

es ese tinto español barato y bastante<br />

asqueroso, señor.<br />

El señor Cleaver miró el vino de su copa,<br />

y después clavó los ojos en el mayordomo.<br />

La sangre empezó a subírsele a la cara,<br />

y la piel se le tiñó se le tiñó de rojo.<br />

—¡Eso es mentira, Tibbs! —gritó.<br />

—No, señor, no estoy mintiendo —replicó<br />

el mayordomo—. De hecho nunca les<br />

he servido otro vino que tinto español. Parecía<br />

gustarles.<br />

—¡No le crean! —gritó el señor Cleaver<br />

a sus invitados—. Se ha vuelto loco.<br />

—Hay que tratar con respeto los grandes<br />

vinos —dijo el mayordomo—. Ya es bastante<br />

con destrozar el paladar con tres o cuatro<br />

copas antes de la cena, como hacen ustedes,<br />

60


pero si encima riegan la comida con vinagre,<br />

lo mismo da que beban agua de fregar.<br />

Diez rostros furibundos estaban clavados<br />

en el mayordomo. Los había cogido desprevenidos.<br />

Se habían quedado sin habla.<br />

—Ésta —continuó el mayordomo, extendiendo<br />

el brazo y tocando con cariño<br />

una de las botellas vacías—, ésta es la última<br />

botella de la cosecha del cuarenta y cinco.<br />

Las del veintinueve ya se han acabado.<br />

Pero eran unos vinos excelentes. El señor Estragón<br />

y yo hemos disfrutado enormemente<br />

con ellos.<br />

El mayordomo hizo una reverencia y salió<br />

lentamente de la habitación. Atravesó el<br />

vestíbulo, traspasó la puerta de la casa y salió<br />

a la calle, donde le esperaba el señor Estragón<br />

cargando el equipaje en el maletero<br />

del cochecito que compartían.<br />

De La venganza es mía, S.A. Editorial Debate,<br />

1990. Traducción de Flora Casas.<br />

61


El zar y la camisa<br />

León Tolstoi<br />

63


LEÓN TOLSTOI (1828-1910). Uno de los<br />

nombres fundamentales en la historia de la literatura<br />

de todos los tiempos y lugares, el conde<br />

León Tolstoi ejerció en la Rusia de su época<br />

una enorme influencia, no sólo literaria sino<br />

también social y espiritual. Obras suyas como<br />

Guerra y paz, Ana Karenina, La sonata a Kreutzer<br />

o Resurrección, para citar apenas las más conocidas,<br />

son clásicos imprescindibles de la narrativa<br />

universal. Aparte de ésas y otras creaciones<br />

maestras, recogió en breves relatos algunas hermosas<br />

leyendas de su país.<br />

64


Un zar, hallándose enfermo, dijo: —¡Daré<br />

la mitad de mi reino a quien me cure!<br />

Entonces todos los sabios se reunieron<br />

y celebraron una junta para curar al zar, mas<br />

no encontraron medio alguno.<br />

Uno de ellos, sin embargo, declaró que<br />

era posible curar al zar.<br />

—Si sobre la tierra se encuentra un hombre<br />

feliz —dijo—, quítesele la camisa y que se<br />

la ponga el zar, con lo que éste será curado.<br />

El zar hizo buscar en su reino a un<br />

hombre feliz. Los enviados del soberano<br />

se esparcieron por todo el reino, mas no<br />

pu-dieron descubrir a un hombre feliz. No<br />

encontraron un hombre contento con su<br />

suerte.<br />

El uno era rico, pero estaba enfermo; el<br />

otro gozaba de buena salud, pero era pobre;<br />

aquél, rico y sano, quejábase de su mujer; éste<br />

de sus hijos; todos deseaban algo.<br />

65


Cierta noche, muy tarde, el hijo del zar,<br />

al pasar frente a una pobre choza, oyó que<br />

alguien exclamaba:<br />

—Gracias a Dios he trabajado y he comido<br />

bien. ¿Qué me falta?<br />

El hijo del zar sintióse lleno de alegría;<br />

inmediatamente mandó que le llevaran la camisa<br />

de aquel hombre, a quien en cambio<br />

había de darse cuanto dinero exigiere.<br />

Los enviados presentáronse a toda prisa<br />

en la casa de aquel hombre para quitarle<br />

la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre<br />

que no tenía camisa.<br />

66<br />

Tomado de la internet, sin referencia editorial.<br />

Traducción de Nicolás Guillén.


Los de la tienda<br />

Ana María Matute<br />

67


ANA MARÍA MATUTE (1925). Novelista,<br />

cuentista, ensayista, Académica de la lengua<br />

española. Es, por edad y vocación, una lúcida<br />

cronista de la España que vivió los oscuros años<br />

posteriores a la Guerra Civil. También ha cultivado<br />

con éxito la literatura para niños. De su<br />

obra, muy abundante, cabe mencionar títulos<br />

como Pequeño teatro, Fiesta al noroeste, Olvidado<br />

Rey Gudú, la trilogía Los mercaderes, y los libros<br />

infantiles El caballito loco y Carnavalito.<br />

68


El aire del mar levantaba un polvo blanquecino<br />

de la planicie donde se elevaban las<br />

chabolas. A la derecha estaba la montaña rocosa<br />

y a la izquierda se iniciaba el suburbio<br />

de la población, con los primeros faroles de<br />

gas y las tapias de los solares. Luego, las callejas<br />

oscuras, de piedras resbaladizas y húmedas;<br />

las tabernas, las freidurías, las casas<br />

de comidas. Allí empezaba el barrio marinero,<br />

con la capilla de San Miguel y San Pedro.<br />

Después el mar. Desde las chabolas, en<br />

las mañanas claras, se oía, a veces, la campana<br />

de la capilla.<br />

La tienda de comestibles se abría justamente<br />

en el centro de aquel mundo. A medias<br />

en el camino de las chabolas y de las<br />

primeras casas de pescadores. Era una tienda<br />

no muy grande, pero abarrotada. Embutidos,<br />

latas de conserva, velas, jabón, cajas<br />

de galletas, queso, mantequilla, estropajos,<br />

69


escobas… Todo se apilaba con orden, en estantes<br />

o pirámides, en torno al mostrador se<br />

abría la puerta de la vivienda de Ezequiel, de<br />

Mariana, su mujer, y del ahijado.<br />

Al ahijado lo trajeron del pueblo de Mariana,<br />

cuando desesperaron de tener hijos<br />

propios. Se llamaba Dionisio y era hijo de<br />

una cuñada viuda y pobre, que aún tenía<br />

cuatro niños más pequeños. La madre se avino<br />

desde el primer día a la adopción, y ahora,<br />

a veces, le escribía cartas breves, de letra ancha<br />

y palabras extrañamente partidas, donde<br />

le hablaba de la huerta, de sus hermanos y de<br />

la gran calamidad de la vida. Seis años tenía<br />

Dionisio cuando dejó el pueblo, y otros seis<br />

llevaba de ahijado con Ezequiel y Mariana.<br />

De su madre tenía una idea triste y borrosa;<br />

de su pueblo, el recuerdo de las casas con sus<br />

porches, de la plaza y de la huerta en primavera,<br />

con el olor ácido y hermoso de la tierra<br />

mojada. Ahora, en cambio, conocía bien el<br />

olor a pimentón, jabón y especias de la tienda;<br />

y el aire salado que subía de allá detrás,<br />

arrastrando el polvo blanco, reseco, en la planicie<br />

de las chabolas.<br />

Dionisio no recibía sueldo, pero Ezequiel<br />

le decía siempre que el día de mañana,<br />

suya y de nadie más sería la tienda. Dionisio<br />

comía a dos carrillos, como Ezequiel. Como<br />

él, al comer, se untaba de aceite la barbilla y<br />

70


el borde de los labios. Y como él se preparaba<br />

a media mañana y a media tarde, grandes<br />

bocadillos de jamón, de sobreasada, de queso<br />

o de membrillo. Dionisio podía comer todo<br />

cuanto quisiera, a todas horas. Además,<br />

de siete a nueve subía a peinarse con colonia<br />

de la de a granel, que olía fuertemente a<br />

violetas. Se quitaba la bata, y con las manos<br />

bien limpias, se iba a la Academia a estudiar<br />

Contabilidad.<br />

Todo hubiera ido bien para Dionisio,<br />

que no deseaba nada, a no ser por Manolito<br />

y su pandilla. Manolito y su pandilla vivían<br />

en las chabolas.<br />

Eran una banda de muchachos tostados<br />

por el sol, delgados, duros y rientes, que le<br />

subyugaban. Manolito y su pandilla se reunían<br />

en el descampado, tras la planicie de<br />

las chabolas; y tenían secretos, y salvajes y<br />

fascinantes juegos. Manolito y su pandilla hicieron<br />

pensar a Dionisio en los amigos. Amigos,<br />

juegos, aventuras. Todo aquello que aún<br />

desconocía.<br />

Dionisio intentó muchas veces su amistad.<br />

Pero Manolito y su pandilla raramente le<br />

toleraban. Dionisio era “el de la tienda”.<br />

La tienda era un lugar codiciado y aborrecido,<br />

a un tiempo, por los de las chabolas.<br />

Así lo comprendió Dionisio, poco a poco. En<br />

71


la tienda no se fiaba, y la tienda era necesaria.<br />

En la tienda había todo lo que se necesitaba,<br />

pero de la tienda no se podían llevar nada<br />

que no fuese al contado. (Al contado, naturalmente,<br />

para los de las chabolas).<br />

—Mira, Dionisio —decía Ezequiel en<br />

voz baja a su ahijado—-. A don Manolito y a<br />

doña Asunción, sí se les puede apuntar y fiar,<br />

porque son ricos. A los de las chabolas, no,<br />

porque son pobres. No olvides eso nunca.<br />

Dionisio acabó comprendiéndolo, aunque<br />

a primera vista le pareciese una contradicción.<br />

También comprendió el despego<br />

hacia él por parte de los de las chabolas.<br />

Recordaba una tarde que entró Manolito<br />

por algo, mientras él se untaba un panecillo<br />

con sobreasada. Para esparcirla más convenientemente<br />

la aplastaba con la ayuda de<br />

su dedo pulgar. El dedo lo llevaba envuelto<br />

en un esparadrapo sucio, porque se dio<br />

un tajo al cortar cien gramos de queso. Sintió<br />

en la frente algo extraño, como un desazonado<br />

cosquilleo. Levantó la cabeza y vio<br />

los ojos redondos y escudriñadores de Manolito,<br />

fijos en él, en su dedo pulgar envuelto<br />

en un esparadrapo sucio, en la sobreasada<br />

aplastada contra el pan. Y sintió algo que<br />

le hizo volverse de espaldas. Ezequiel, entre<br />

tanto, preguntaba des abridamente a Manolito<br />

qué quería.<br />

72


—Un paquete de sal… —dijo Manolito.<br />

Y Ezequiel indagó, aún más seco:<br />

—¿Traes el dinero?<br />

No: no le querían los de las chabolas.<br />

No le querían, y por ello, quizá, deseaba aún<br />

más pertenecer a su banda. Sobre todo en el<br />

verano, cuando bajaban a bañarse a la playa,<br />

dando gritos debajo del gran sol. Pero no le<br />

querían, estaba visto, por más que las pocas<br />

veces que le admitieron con ellos llegó a casa<br />

con la cabeza llena de sabiduría, y casi no<br />

pudo dormir por la noche.<br />

Un día Ezequiel le dio veinte duros. Así:<br />

veinte duros, como veinte soles. Cierto que<br />

él siempre le andaba pidiendo:<br />

—Padrino, que no llevo nunca nada en el<br />

bolsillo… Padrino, déme usted algo, aunque<br />

sea para no gastar. Mire que todos los chicos<br />

de la Academia llevan siempre dinero…<br />

Ezequiel movía negativamente la cabeza<br />

y respondía:<br />

—<strong>Dinero</strong>, no, Dioni. Ya sabes que la<br />

tienda será tuya algún día. Comes hasta reventar,<br />

y no te matas trabajando. ¿Qué más<br />

quieres?<br />

Ante estas razones, Dionisio callaba,<br />

porque no sabía qué contestar. (Podía haber<br />

dicho, quizá: “Para presumir”. Pero, claro, no<br />

se atrevía). Y de repente, una mañana, mientras<br />

él barría la tienda, Ezequiel le dijo:<br />

73


—Anda, para que te calles de una vez:<br />

ahí va eso. ¡Pero pobre de ti si lo gastas! ¡Lo<br />

guardas bien guardado, donde ni lo veas!<br />

Veinte duros. Así: de golpe, en un solo<br />

billete. Dionisio se quedó sin respiración.<br />

—Gracias, padrino… ¡Qué bárbaro!<br />

—Pero que no lo gastes, ¿eh? ¡Que no lo<br />

gastes…!<br />

Dionisio, efectivamente, lo guardó. La<br />

verdad era que, excepto pertenecer a la banda<br />

de Manolito, no deseaba nada.<br />

Guardó el dinero en el armario, entre las<br />

camisas, y con saber que estaba allí se contentaba.<br />

Los primeros días se acercaba a verlo,<br />

de cuando en cuando. Recordaba entonces<br />

una historia que leyó, de un avaro que<br />

guardaba su oro y lo acariciaba. Pero sonreía<br />

y se sentía satisfecho.<br />

Fue lo menos quince o veinte días más<br />

tarde cuando ocurrió lo imprevisto. Era un<br />

lunes por la tarde. Salía de la tienda y decidió<br />

hacer novillos y darse una vuelta por la<br />

planicie. Ya estaba muy próximo el verano,<br />

y aún brillaba el sol, allá lejos, sobre la superficie<br />

rizada del mar. Cuando llegó a la altura<br />

de las chabolas, oyó el griterío. Se acercó<br />

corriendo, detrás de los muchachos que acudían<br />

en tropel.<br />

La desgracia había caído sobre la chabola<br />

de Manolito. Su padre, que era albañil, se<br />

74


cayó del andamio, partiéndose tres costillas<br />

y una pierna. Lo habían llevado al hospital,<br />

y su mujer salía dando gritos, acompañada<br />

por las vecinas. En una esquina, sentado en<br />

el suelo, con las manos en los bolsillos, lejano<br />

a todos, con su carita dura y pálida, estaba<br />

Manolito. Dionisio se sintió invadido por<br />

una gran piedad. Corrió a él, y se le plantó<br />

delante, mirándole. Quería decir algo, pero<br />

no sabía. Al fin, Manolito levantó los ojos<br />

(como aquel día que lo vio preparándose el<br />

bocadillo). Ante sus ojos negros, Dionisio se<br />

quedó sin habla.<br />

—¡Lárgate, cerdo! —escupió Manolito—.<br />

¡Que te largues…!<br />

Se fue despacio. Sentía en la espalda, en<br />

la nuca, el peso de una gran desolación.<br />

Aquella noche tomó su resolución. Casi<br />

no sentía sacrificio alguno. Se levantó más<br />

temprano que de costumbre, y, antes de bajar<br />

a la tienda, salió por la puerta trasera y corrió<br />

a las chabolas. Iba con la mano metida<br />

en el bolsillo y apretaba en el puño el billete<br />

de veinte duros.<br />

Cuando llegó a la chabola de Manolito el<br />

corazón parecía latir en su misma garganta.<br />

—¡Manolo! —llamó con voz trémula—.<br />

¡Sal, Manolo, que tengo que darte un recado!<br />

Manolo salió, medio desnudo, con los<br />

ojos entrecerrados. También la hermana me-<br />

75


nor, y otros dos más pequeños todavía, asomaron<br />

la cabeza.<br />

—¿Dónde está tu madre? —le preguntó<br />

Dionisio.<br />

El Manolito se encogió de hombros, y<br />

sus labios se doblaron con desprecio:<br />

—Ande va a estar… ¡en el hospital!<br />

Dionisio sintió que toda la sangre le subía<br />

a la cara:<br />

—Oye, Manolo…, yo venía a decirte…,<br />

vamos, mira: esto he ahorrado yo, pero si tú<br />

quieres… yo te lo presto y cuando puedas,<br />

vamos, no me corre ninguna prisa… ni siquiera<br />

que me lo devuelvas…<br />

Le tendía el billete de veinte duros. Manolo<br />

se había quedado quieto, abierta su pequeña<br />

boca, oscura y manchada. Miraba el dinero<br />

con ojos fijos, como de vidrio. Avanzó despacio<br />

una mano delgada, llena de tierra. Dionisio<br />

le puso el dinero en la palma y echó a correr.<br />

El corazón le dolía al entrar en la tienda.<br />

Ezequiel le dio un pescozón:<br />

—¡Dónde habrás andado, golfante…!<br />

¡Hala, a barrer!<br />

Estuvo toda la mañana como en sueños.<br />

Cada vez que sonaba la campanilla de<br />

la puerta sentía flaquear sus piernas.<br />

Pero Manolito no empujó la puerta hasta<br />

mediada la tarde. Su figurilla se recortó contra<br />

la luz del sol, en el umbral. El corazón le dio<br />

76


un vuelco a Dionisio, y sólo acertó a pensar:<br />

“Qué piernas tan flacas tiene Manolito”. No:<br />

no parecía el capitán de la banda. Era como un<br />

pájaro, un triste y oscuro pájaro perdido.<br />

Ezequiel lo miró con desconfianza. El<br />

Manolito, con su voz clara y despaciosa, pidió<br />

arroz, azúcar, aceite, velas… a media retahíla,<br />

Ezequiel le cortó, como siempre:<br />

—Oye, tú, ¿traes dinero?<br />

Para decir dinero Ezequiel se frotaba las<br />

yemas del índice y del pulgar, uno contra el<br />

otro. Manolito asintió, con voz firme:<br />

—Sí; lo traigo. Ponga usted, además…<br />

Algo zumbaba en los oídos de Dionisio,<br />

y no podía escuchar más. Un ahogo, raro y<br />

dulce, le subía por la garganta. Quería esconderse,<br />

que no le vieran los ojos de Manolito.<br />

Las rodillas le temblaban y se sentó allí, detrás<br />

del mostrador, en un cajón de coca-cola<br />

vacío. Sólo veía a Ezequiel, de pie, colocando<br />

las cosas, con aire aún receloso.<br />

Manolito pagó, alargando un billete de<br />

veinte duros. Dionisio vio las manos de Ezequiel:<br />

rojizas, de uñas rotas. Una mano de<br />

Ezequiel cogió el billete: “su” billete de veinte<br />

duros. Ezequiel lo palpó, lo alzó y lo miró<br />

a trasluz.<br />

—¡Largo de ahí, golfo! —chilló—. ¡Largo<br />

de ahí, si no quieres que te eche de un<br />

puntapié!<br />

77


Dionisio parpadeó, despacio. La luz del<br />

sol, en rayos finos, se filtraba a través de los<br />

rimeros de cajas de galletas. Una rata gorda,<br />

negra, corría por detrás de los montones de<br />

jabón.<br />

—¡Que te largues, te digo! ¡Terceras que<br />

me puedes engañar a mí! ¡Ya decía yo! ¡Ya<br />

me parecía a mí! Este billete es más falso que<br />

el alma de Judas…<br />

Aún dijo Ezequiel muchas cosas más.<br />

Dionisio quiso levantarse, mirar por encima<br />

del mostrador. Pero algo había en el olor de<br />

la tienda —el pimentón, el jabón, las especias…—<br />

que aturdía, que se pegaba a la garganta,<br />

a los ojos, como un humo. Las rodillas<br />

se le volvieron blandas, como de algodón.<br />

Después oyó la campanilla de la puerta.<br />

Por fin, Manolito se había marchado.<br />

78<br />

Ana María Matute, Los de la tienda,<br />

El maestro, Toda la brutalidad del mundo.<br />

Colección Relatos, Plaza y Janés,<br />

Barcelona, 1998.


El mensaje<br />

Luis Fernando Veríssimo<br />

79


LUIS FERNANDO VERÍSSIMO (1936). Brasilero<br />

del Sur, hijo del gran novelista Erico Veríssimo.<br />

Sus crónicas, llenas de gracia y humor<br />

crítico, que casi siempre asumen la forma de relatos<br />

breves, se publican en varios periódicos y<br />

revistas de su país. Ha hecho famosos personajes<br />

tan vivos y bizarros como el analista de Bagé<br />

o el detective Ed Mort, entre otros. Veríssimo<br />

es también caricaturista y guionista de cine<br />

y televisión.<br />

80


Fue meses después de la muerte del marido<br />

cuando la viuda lo recordó: él tenía dólares<br />

escondidos en la biblioteca. Muchos<br />

dólares.<br />

—¿Dónde mamá? Haz memoria —se impacientó<br />

Gutemberg, el hijo más atrevido.<br />

—En un libro. No sé cual.<br />

—¿Un libro? ¿O varios? —preguntó<br />

Flaubert, el hijo más prudente.<br />

—No. Uno. Él me dijo uno.<br />

—¿Pero cuál? —se impacientó Guto.<br />

—¡No lo sé!<br />

—Calma —pidió Flaubert.<br />

La biblioteca era enorme. Cuatro paredes<br />

altas forradas de libros encuadernados.<br />

Millares de libros encuadernados.<br />

—¡Vamos a revisarlos todos! —dijo Guto,<br />

el más joven e impulsivo.<br />

—Espera —dijo Flaubert—. Nos llevaría<br />

demasiado tiempo. Vamos a pensar. Colo-<br />

81


quémonos en el lugar del viejo. Sabemos cómo<br />

era. No colocaría los dólares en cualquier<br />

libro...<br />

—Para empezar, si eran muchos dólares,<br />

no cabrían en un libro delgado. Tuvo que<br />

haber colocado los billetes entre las páginas.<br />

Por lo tanto, muchas páginas.<br />

—Exacto —concedió Flaubert.<br />

No estaba pensando en lo obvio, como<br />

Gutemberg, sino en el fino espíritu del padre.<br />

Disfrutando con antelación el sutil acertijo<br />

que, sin proponérselo, les había dejado.<br />

—Eso sólo nos deja los libros gruesos.<br />

Gutemberg miró a su alrededor. No amaba<br />

los libros, como Flaubert. En una biblioteca<br />

se sentía como en un cementerio. Un lugar<br />

lúgubre, lleno de entes queridos por los<br />

demás.<br />

—Las mil y una noches —sugirió. Fue el<br />

primer volumen grueso con el que se topó.<br />

Flaubert pensó un poco, finalmente decretó:<br />

“No”. Era una edición ilustrada de Las<br />

mil y una noches. Un libro atractivo. Mucha<br />

gente lo hojearía. El libro escogido por su padre<br />

debía ser uno que pocos se animarían a<br />

tomar del estante y hojearlo.<br />

Gutemberg escogió otro título.<br />

—Guerra y paz.<br />

Hmmm, pensó Flaubert. Tolstoi. El viejo<br />

aristócrata ruso, con sus ideas sobre las vir-<br />

82


tudes pastoriles. De algún modo, no hacía<br />

juego con los dólares.<br />

—No.<br />

—N-i-e... —comenzó a deletrear Guto.<br />

¿Nietzche? Tal vez, pensó Flaubert. Un<br />

espíritu superior no necesita justificar ni siquiera<br />

para sí mismo sus impulsos menores,<br />

como el de comprar dólares en el mercado<br />

negro. Más allá del bien y del mal. Pero todavía<br />

no combinaba con su padre.<br />

—Tampoco —dijo Flaubert.<br />

—La decadencia de Occidente...<br />

¿Quién sabe? Nadie lee a Oswald Sprengler<br />

hoy en día. Pero no. El viejo no escondería<br />

allí a la moneda más fuerte de Occidente.<br />

¿Ulises?... No. ¿Cuán verde era mi valle? Demasiado<br />

obvio.<br />

—Éste. Es grueso. Doktor Faustus, Thomas<br />

Mann —señaló Gutemberg.<br />

Tal vez, pensó Flaubert. ¿El alma a cambio<br />

de dólares? Pero no. La ironía del viejo no llegaría<br />

a ese extremo de autocrítica. Quién sabe,<br />

uno de los tomos de Tesoros de la juventud<br />

que su padre había guardado con tanto cariño.<br />

No. Los dólares habían sido ahorrados durante<br />

la vejez. Un tesoro del tiempo y de la necesidad.<br />

Y el viejo tampoco era cínico.<br />

—La riqueza de las naciones, Adam Smith.<br />

Estamos llegando cerca. Pero todavía no<br />

es ése...<br />

83


Y entonces los dos hermanos se detuvieron<br />

frente a dos volúmenes que descansaban,<br />

uno junto a otro, sobre el mismo estante.<br />

—¿Qué te parece? —preguntó Gutemberg.<br />

Ambos libros tenían más o menos el<br />

mismo grosor. Muchos dólares cabrían en<br />

sus páginas. Uno era una Biblia. El otro era<br />

Das Kapital.<br />

—Es uno de éstos —dijo Flaubert. Estaba<br />

seguro.<br />

¿Cuál de los dos? ¿Cuál sería la ironía, al<br />

final? ¿El capital bien protegido entre las páginas<br />

de su decreto de muerte o cayendo a<br />

los pies de quien hojease el libro sagrado en<br />

busca de consuelo espiritual? ¿Cuál la lección?<br />

¿Cuál el mensaje? ¿Cuál de los dos libros<br />

su padre estuvo seguro de que jamás sería<br />

abierto por alguien de la familia?<br />

—Tú busca en uno mientras yo busco en<br />

el otro —dijo Gutemberg, más joven y más<br />

práctico.<br />

Los dólares no estuvieron en ninguno de<br />

los libros, y tampoco fueron tantos como la<br />

viuda había pensado. Lo único que restaba era<br />

un billete de cien, en medio de Lo que el viento<br />

se llevó... Y hasta ahora no lo han encontrado.<br />

84<br />

De Falsísima antología de Veríssimo.<br />

Caracas, Ediciones Angria, 1992.<br />

Traducción de Sergio Jablon.


Una lagartija<br />

Juan Burghi<br />

85


JUAN BURGHI (1901- ). Nacido en Uruguay,<br />

vivió desde los seis años en la Argentina, y argentino<br />

se sintió siempre. Más que narrador en<br />

un estricto sentido, la crítica ve en él un poeta<br />

descriptivo. Su obra más conocida, Zoología lírica<br />

(1961), es la compilación de una serie de breves<br />

prosas poemáticas (entre ellas la que aquí se<br />

incluye), aparecidas previamente en el diario La<br />

Prensa de Buenos Aires.<br />

86


Mañana. Estío. Resol. El pedregal de la<br />

sierra parece crujir en el encendimiento de la<br />

lumbre. Sobre la plancha de una peña lisa, como<br />

si se asara, una lagartija se solea. Su traje<br />

de luces concentra el sol y los esmaltes de todo<br />

un verano, y su presencia habla de los tres<br />

reinos: animal, pues se ve en ella una bestezuela;<br />

vegetal, por semejarse a una ramita verde;<br />

y mineral, por parecer hecha de cobre y<br />

mica. Y también recuerda los cuatro antiguos<br />

elementos: la tierra, en su arcilla animada; el<br />

agua, en su aspecto de charco con verdín, al<br />

sol; el aire vibrátil, en el espejo que la circunda;<br />

y el fuego, en el vivo llamear de sus brillos.<br />

Así, inmóvil, hierática, es una pequeña<br />

deidad egipcia tallada primorosamente, desde<br />

el acucioso triángulo de su cabeza de ojos<br />

chispeantes, los soportes de sus patas, la sierpe<br />

de su cuerpo, hasta el látigo de su cola que se<br />

prolonga en un cordelito, apéndice éste que,<br />

87


en caso de peligro, si se la apresa por él, lo corta<br />

de una dentellada, abandonándolo, y durante<br />

varios minutos queda ese apéndice retorciéndose<br />

entre saltos, como una lombriz<br />

recién desenterrada.<br />

Recibe toda la luz y la re-crea, trocándola<br />

en reflejos y colores. El mismo sol parece<br />

mirarla fijamente, y esa mirada del sol también<br />

la capta y, como un espejo, la proyecta<br />

acrecentada. Toda ella es una obra de arte<br />

acabada y perfecta, logro de un artista mágico…<br />

Hasta la piedra en que se asienta, gris y<br />

opaca, contribuye a realzarla.<br />

Viendo esta talla inimitable, acude a mi<br />

mente una leyenda de tierras aztecas, leída<br />

no recuerdo dónde y titulada La lagartija de<br />

esmeraldas:<br />

“Érase que se era un padrecito santo que<br />

moraba al pie de una sierra, entre las inocentes<br />

criaturas del Señor, y al que todos los pobres<br />

de la región acudían en sus tribulaciones.<br />

En una mañana como ésta acudió a él un<br />

indio menesteroso en demanda de algo con<br />

que aplacar el hambre de su mujer y sus hijos.<br />

Lo halló en el sendero, cerca de su morada,<br />

y con voz de sentida angustia le narró sus<br />

penas, pidiéndole ayuda para remediarlas.<br />

El buen padrecito, que por darlo todo<br />

nada tenía, sentíase conmovido por tanta<br />

miseria, y hondamente apenado por no po-<br />

88


der aliviarla; y así conmovido y apenado,<br />

púsose a implorar la Gracia Divina. Mientras<br />

rezaba mirando a su alrededor, sus ojos<br />

se posaron en una lagartija que a su vera se<br />

soleaba, y alargó hacia ella su mano, tomándola<br />

suavemente. Al contacto de esa mano<br />

milagrosa, la lagartija se trocó en una joya<br />

de oro y esmeraldas que entregó al indio diciéndole:<br />

—Toma esto y ve a la ciudad y en<br />

alguna prendería empéñalo, que algo te darán<br />

por ello.<br />

Obedeció el indio y, con lo obtenido, no<br />

só lo remedió su hambre y la de los suyos, sino<br />

que pudo comprar alguna hacienda que luego<br />

prosperó, y cuando su situación fue holgada,<br />

años después, pensó que debía restituir<br />

al legítimo dueño aquella joya que de tanto<br />

provecho le había sido. Desempeñándola, en<br />

una hermosa mañana estival volvió con ella en<br />

busca del padrecito, a quien halló en el mismo<br />

sitio del primer encuentro, aunque mu cho<br />

más viejo y, de ser ello posible, más pobre.<br />

—Padrecito querido —díjole el indio—.<br />

Aquí le vuelvo esta joya que usted una vez<br />

me dio y que tanto me ha servido. Ya no la<br />

necesito, tómela usted, que con ella acaso<br />

pueda socorrer a otro. Muchas gracias, y que<br />

Dios lo bendiga…<br />

El viejecito nada recuerda ya. Con aire<br />

distraído la toma, depositándola con suavi-<br />

89


dad sobre un peñasco. Nuevamente, y por el<br />

milagro de sus manos, aquel objeto precioso<br />

vuelve a ser lo que antes había sido, una<br />

lagartija, que echa a andar lenta en dirección<br />

a su cueva”.<br />

90<br />

Tomado de 35 cuentos breves argentinos.<br />

Siglo XX. Fernando Sorrentino (compilador),<br />

Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1984.


La aventura del albañil<br />

Washington Irving<br />

91


WASHINGTON IRVING (1783-1859). Escritor<br />

norteamericano, cultor de muchos géneros,<br />

entre ellos la novela, el cuento realista o fantástico,<br />

los relatos de viajes. Bastaría para su memoria<br />

el inmortal relato Rip Van Winkle, y su<br />

magistral Cuentos de la Alhambra, mezcla de impresiones<br />

de su estancia en España, apuntes históricos,<br />

y recreación de leyendas populares andaluzas.<br />

92


Hubo un tiempo en Granada un pobre albañil<br />

o enladrillador, que guardaba todos los<br />

domingos y días de los santos, incluso San Lunes,<br />

y a pesar de toda su devoción vivía cada<br />

vez más pobre y apenas si podía ganar el pan<br />

para su numerosa familia. Una noche fue despertado<br />

en su primer sueño por unos golpes<br />

en la puerta. Abrió y se encontró frente a un<br />

cura alto, flaco y de aspecto cadavérico.<br />

—¡Oye, buen amigo! —dijo el desconocido—.<br />

He observado que eres buen cristiano<br />

en quien poder confiar. ¿Quieres hacerme<br />

un pequeño trabajo esta misma noche?<br />

—Con muchísimo gusto, señor padre,<br />

con tal que cobre como corresponde.<br />

—Así será; pero has de consentir que te<br />

vende los ojos.<br />

A esto no opuso ningún reparo el albañil.<br />

Así, pues, vendados los ojos, fue conducido<br />

por el cura a través de varias retorcidas<br />

93


callejuelas y tortuosos pasajes, hasta que se<br />

detuvo ante el portal de una casa. El cura sacó<br />

la llave, giró una chirriante cerradura y<br />

abrió lo que por el sonido parecía una pesada<br />

puerta. Cuando entraron, cerró, echó el<br />

cerrojo y el albañil fue conducido por un resonante<br />

corredor y una espaciosa sala a la<br />

parte interior del edificio. Allí le fue quitada<br />

la venda de los ojos y se encontró en un patio,<br />

alumbrado apenas por una lámpara solitaria.<br />

En el centro se veía la seca taza de una<br />

vieja fuente morisca, bajo la cual le pidió el<br />

cura que formase una pequeña bóveda; a tal<br />

fin, tenía a mano ladrillos y mezcla. Trabajó,<br />

pues, toda la noche, pero sin que acabase<br />

la faena. Un poco antes de amanecer, el<br />

cura le puso una moneda de oro en la mano<br />

y, habiéndolo vendado de nuevo, lo condujo<br />

a su morada.<br />

—¿Estás conforme —le dijo— en volver<br />

a completar tu tarea?<br />

—Con mucho gusto, señor padre, puesto<br />

que se me paga tan bien.<br />

—Bien; entonces, volveré mañana de<br />

nuevo a medianoche.<br />

Así lo hizo, y la bóveda quedó terminada.<br />

—Ahora —le dijo el cura—, debes ayudarme<br />

a traer los cadáveres que han de enterrarse<br />

en esta bóveda.<br />

94


Al pobre albañil se le erizaron los cabellos<br />

cuando oyó estas palabras. Con pasos<br />

temblorosos siguió al cura hasta una apartada<br />

habitación de la casa, en espera de encontrarse<br />

algún espantoso y macabro espectáculo;<br />

pero se tranquilizó al ver tres o cuatro<br />

grandes orzas apoyadas en un rincón, que él<br />

supuso llenas de dinero.<br />

Entre él y el cura las transportaron con<br />

gran esfuerzo y las encerraron en su tumba.<br />

La bóveda fue tapiada, restaurado el pavimento<br />

y borradas todas las señales del trabajo.<br />

El albañil, vendado otra vez, fue sacado<br />

por un camino distinto del que antes había<br />

hecho. Luego que anduvieron bastante tiempo<br />

por un complicado laberinto de callejuelas<br />

y pasadizos, se detuvieron. Entonces, el<br />

cura puso en sus manos dos piezas de oro.<br />

—Espera aquí —le dijo el cura— hasta<br />

que oigas la campana de la catedral tocar a<br />

maitines. Si te atreves a destapar tus ojos antes<br />

de esa hora, te sucederá una desgracia.<br />

Dicho esto, se alejó. El albañil esperó fielmente<br />

y se distrajo en sopesar las monedas<br />

de oro en sus manos y en sonarlas una contra<br />

otra. En el momento en que la campana de la<br />

catedral lanzó su matutina llamada, se descubrió<br />

los ojos y vio que se encontraba a orillas<br />

del Genil. Se dirigió a su casa lo más rápidamente<br />

posible y se gastó alegremente con su<br />

95


familia, durante una quincena de días, las ganancias<br />

de sus dos noches de trabajo; después<br />

de esto, quedó tan pobre como antes.<br />

Continuó trabajando poco y rezando<br />

bastante, guardando los domingos y días de<br />

los santos, un año tras otro, en tanto que su<br />

familia seguía flaca y andrajosa como una<br />

tribu de gitanos. Una tarde que estaba sentado<br />

en la puerta de su choza se dirigió a él<br />

un viejo, rico y avariento, conocido propietario<br />

de muchas casas y casero tacaño. El acaudalado<br />

individuo lo miró un momento por<br />

debajo de sus inquietas y espesas cejas.<br />

—Amigo, me he enterado de que eres<br />

muy pobre.<br />

—No tengo por qué negarlo, señor, pues<br />

es cosa que salta a la vista.<br />

—Supongo, entonces, que te agradará<br />

hacer un trabajillo y que lo harás barato.<br />

—Más barato, señor, que ningún albañil<br />

de Granada.<br />

—Eso es lo que yo quiero. Tengo una casa<br />

vieja que se está viniendo abajo y que me<br />

cuesta en reparaciones más de lo que vale,<br />

porque nadie quiere vivir en ella; así que he<br />

decidido arreglarla y mantenerla en pie con<br />

el mínimo gasto posible.<br />

El albañil fue conducido a un caserón<br />

abandonado que amenazaba ruina. Pasando<br />

por varias salas y cámaras vacías, penetró en<br />

96


un patio interior, donde atrajo su atención<br />

una vieja fuente morisca. Quedóse sorprendido,<br />

pues, como en un sueño, vino a su memoria<br />

el recuerdo de aquel lugar.<br />

—Dígame —preguntó—, ¿quién ocupaba<br />

antes esta casa?<br />

—¡La peste se lo lleve! —exclamó el propietario—.<br />

Fue un viejo cura avariento que<br />

sólo se ocupaba de sí mismo. Decían que era<br />

inmensamente rico y que, al no tener parientes,<br />

se pensaba que dejaría todos sus tesoros<br />

a la Iglesia. Murió de repente, y acudieron<br />

en tropel curas y frailes a tomar posesión de<br />

su fortuna, pero sólo encontraron unos pocos<br />

ducados en una bolsa de cuero. A mí me<br />

ha tocado la peor parte, porque desde que<br />

murió, el viejo sigue ocupando mi casa sin<br />

pagar renta, y no hay forma de aplicarle la<br />

ley a un difunto. La gente pretende que se<br />

oye todas las noches un tintineo de oro en<br />

la habitación donde dormía el viejo cura, como<br />

si estuviese contando dinero, y en ocasiones,<br />

gemidos y lamentos por el patio. Falsas<br />

o verdaderas, estas habladurías han dado<br />

mala fama a mi casa y no hay nadie que<br />

quiera vivir en ella.<br />

—Basta —dijo el albañil con firmeza—;<br />

permítame vivir en su casa, sin pagar, hasta<br />

que se presente mejor inquilino, y yo me<br />

comprometo a repararla y a apaciguar el mo-<br />

97


lesto espíritu que la perturba. Soy buen cristiano<br />

y hombre pobre y no tengo miedo al<br />

mismo diablo, aunque se presente en forma<br />

de un talego de dinero.<br />

La oferta del honrado albañil fue de buena<br />

gana aceptada; se trasladó con su familia<br />

a la casa y cumplió todos sus compromisos.<br />

Poco a poco fue restaurándola hasta volverla<br />

a su primitivo estado; ya no se oyó más<br />

por la noche el tintineo de oro en el dormitorio<br />

del difunto cura, sino que comenzó a<br />

oírse de día en el bolsillo del albañil vivo. En<br />

una palabra: aumentó rápidamente su fortuna,<br />

con la consiguiente admiración de todos<br />

sus vecinos, y llegó a ser uno de los hombres<br />

más ricos de Granada. Dio grandes sumas a<br />

la Iglesia, sin duda para tranquilizar su conciencia,<br />

y nunca reveló el secreto de la bóveda<br />

a su hijo y heredero, hasta que se encontró<br />

en su lecho de muerte.<br />

98<br />

De Cuentos de la Alhambra. Miguel Sánchez,<br />

Editor. Traducción de Ricardo Villa-Real.


Los bandidos<br />

Villiers de L’Isle-Adam<br />

99


VILLIERS DE L’ISLE-ADAM (1838-1889).<br />

Francés, nacido en Bretaña en el seno de una<br />

familia noble, cuya fortuna dilapidó muy pronto<br />

su padre. Poeta, dramaturgo, cuentista, novelista,<br />

participó como oficial, durante un breve<br />

lapso, en la guerra francoprusiana. Sufrió, a<br />

lo largo de su vida, muchos apuros económicos.<br />

Es dueño de una de las prosas más delicadas y<br />

exquisitas de su tiempo. Algunas obras: Morgane,<br />

Tribulat Bonhomet, Eva futura, Cuentos crueles,<br />

El amor supremo.<br />

100


Al señor Henri Roujon<br />

¿Qué es el Tercer Estado? Nada.<br />

¿Qué debe ser? Todo.<br />

Sully, después Sieyes<br />

Pibrac, Nayrac, dos subprefecturas gemelas<br />

unidas por un camino vecinal construido<br />

bajo el régimen de los Orleáns, testimoniaban,<br />

bajo un cielo maravilloso, una<br />

perfecta unión de costumbres, negocios y<br />

maneras de ver.<br />

Como en cualquier lugar, el pueblo se caracterizaba<br />

por sus pasiones; como en todas<br />

partes, la burguesía conciliaba el aprecio general<br />

con el suyo propio. Todos, pues, vivían<br />

en paz y alegría en estas afortunadas localidades,<br />

hasta que una tarde de octubre ocurrió<br />

que el viejo violinista de Nayrac, hallándose<br />

corto de fondos, abordó, en el camino<br />

real, al sacristán de Pibrac y, aprovechándo-<br />

101


se de la oscuridad, le pidió con tono perentorio<br />

algún dinero.<br />

Asustado, el hombre de las Campanas,<br />

sin reconocer al violinista, accedió graciosamente;<br />

pero, de vuelta a Pibrac, contó su<br />

aventura de tal manera que, en las imaginaciones<br />

enfebrecidas por su relato, el viejo<br />

músico de Nayrac se convirtió en una banda<br />

de ávidos ladrones que infestaban el Midi y<br />

asolaban el camino real con sus crímenes, incendios<br />

y depredaciones.<br />

Astutos, los burgueses de los dos pueblos<br />

habían exagerado los rumores, de la<br />

misma manera en que cualquier buen propietario<br />

se ve obligado a aumentar los defectos<br />

de las personas que tienen aspecto de ansiar<br />

sus capitales. ¡No porque hubieran sido<br />

engañados! Ellos habían consultado las fuentes.<br />

Habían interrogado al sacristán tras haber<br />

bebido. Éste se contradijo, y ahora ellos<br />

sabían la verdad del asunto mejor que nadie...<br />

Sin embargo, burlándose de la credulidad<br />

de las masas, nuestros dignos ciudadanos<br />

se guardaban el secreto para ellos solos,<br />

como les gusta guardar todo lo que tienen;<br />

tenacidad que, ante todo, es el signo distintivo<br />

de las gentes sensatas e instruidas.<br />

A mediados del noviembre siguiente,<br />

mientras daban las diez en el reloj del Juzgado<br />

de Paz de Nayrac, cada cual entró en su<br />

102


casa con un aire más arrogante que de costumbre,<br />

y con el sombrero, ¡palabra! inclinado<br />

sobre la oreja, de tal forma que su esposa,<br />

saltándole a sus patillas, le llamó “mosquetero”,<br />

lo que aduló sus respectivos corazones.<br />

—Sabes, señora N..., mañana, al alba,<br />

partiré.<br />

—¡Ay! ¡Dios mío!<br />

—Es la época de cobro: es preciso que vaya,<br />

yo mismo, a casa de nuestros colonos...<br />

—No irás.<br />

—¿Y por qué no?<br />

—Por los bandidos.<br />

—¡Bah! ¡En otras peores me he visto!<br />

—¡No irás!... — concluía cada esposa,<br />

como ocurre entre gente que se adivina.<br />

—Vamos, pequeña, vamos... Previendo<br />

tu angustia, y para que estés segura, hemos<br />

acordado partir todos juntos, con nuestras escopetas<br />

de caza, en una gran carreta alquilada<br />

para tal ocasión. Nuestras tierras son convecinas<br />

y volveremos al anochecer. Así pues,<br />

seca tus lágrimas y, con la invitación de Morfeo,<br />

permite que anude apaciblemente en mi<br />

frente los dos extremos de mi pañuelo.<br />

—¡Ah! Si vais todos juntos ya es otra cosa:<br />

debes hacer como los demás —murmuró<br />

cada esposa, tranquilizada de repente.<br />

La noche fue exquisita. Los burgueses<br />

soñaron con asaltos, carnicerías, aborda-<br />

103


jes, torneos y laureles. Se despertaron, pues,<br />

frescos y dispuestos, con el alegre sol.<br />

—¡Vamos!... —murmuraba cada uno de<br />

ellos, mientras se ponía las medias, tras un<br />

gesto de gran preocupación y de forma que<br />

la frase fuese oída por su esposa—¡vamos!<br />

Ha llegado el momento. ¡Sólo se muere una<br />

vez!<br />

Las señoras, admiradas, contemplaban a<br />

estos modernos paladines y les llenaban los<br />

bolsillos de cataplasmas, porque estaban en<br />

otoño.<br />

Éstos, sordos a los llantos, se apartaban<br />

de los brazos que querían, en vano, retenerles...<br />

—¡Un último beso!... dijo cada uno desde<br />

el descansillo de su escalera.<br />

Y llegaron, desembocando de sus calles<br />

respectivas, a la gran plaza, donde ya algunos<br />

(los solteros) esperaban a sus colegas, alrededor<br />

del carruaje, haciendo sonar, con los<br />

rayos matutinos, la batería de sus escopetas,<br />

cuyas cargas renovaban mientras fruncían el<br />

entrecejo.<br />

Dieron las seis: la tartana se puso en<br />

marcha a los varoniles sones de La Parissienne,<br />

cantada por los catorce hacendados que<br />

la ocupaban. Mientras en las lejanas ventanas<br />

febriles manos agitaban locos pañuelos,<br />

se oía el heroico canto:<br />

104


En avant, marchons<br />

Contre leurs canons!<br />

A travers le fer, le feu des bataillons!<br />

Luego, con el brazo derecho en el aire y<br />

con una especie de mugido:<br />

Courons a la victoire! 1<br />

Todo ello acompasado, en cierta medida,<br />

por los grandes latigazos que el propietario<br />

conductor daba, con cada brazo, a los<br />

tres caballos.<br />

Fue una buena jornada.<br />

Los burgueses son alegres vividores, claros<br />

en los negocios. Pero en cuanto a la honestidad,<br />

¡alto ahí! por ejemplo: son capaces<br />

de hacer colgar a un niño por una manzana.<br />

Cada cual cenó en casa de su deudor, pellizcó<br />

el mentón de la niña, en los postres se<br />

embolsó el dinero de la renta y, tras haber<br />

intercambiado con la familia algunos proverbios<br />

llenos de buen sentido, como: “Las cuentas<br />

claras hacen buenos amigos”, o “Donde<br />

las dan las toman”, o “A Dios rogando y con<br />

el mazo dando”, o “No hay oficio pequeño”,<br />

o “Quien paga sus deudas, se enriquece”, y<br />

1. ¡Adelante, marchemos/ contra sus cañones!/ ¡En medio<br />

del hierro, el fuego de los batallones!/ ¡A coronar<br />

la victoria! Versos que hacen parte del himno de la revolución<br />

de 1848. (N. del E.).<br />

105


otros proverbios habituales, cada propietario,<br />

escapándose de las acostumbradas bendiciones,<br />

retomó su lugar, uno a uno, en el<br />

carruaje recolector que vino a recogerles de<br />

granja en granja, y, al oscurecer, se pusieron<br />

en marcha hacia Nayrac.<br />

Sin embargo, ¡una sombra había descendido<br />

sobre sus almas! En efecto, ciertos<br />

relatos de los labradores habían indicado a<br />

los propietarios que el violinista había creado<br />

escuela. Su ejemplo había sido contagioso.<br />

El viejo bandido se había rodeado, al parecer,<br />

de una horda de verdaderos ladrones<br />

y —sobre todo en la época de cobrar la renta—<br />

el camino no era demasiado seguro. De<br />

manera que, a pesar de los vahos del clarete,<br />

disipados enseguida, nuestro héroes ponían,<br />

ahora, una sordina a La Parissienne.<br />

Caía la noche. Los chopos alargaban sus<br />

oscuras siluetas en el camino, el viento removía<br />

los setos. Entre los mil ruidos de la naturaleza<br />

y alternando con el trote regular de los<br />

tres mecklemburgueses, se oyó, a lo lejos, el<br />

aullido de mal agüero de un perro espantado.<br />

Los murciélagos volaban alrededor de los pálidos<br />

viajeros, a quienes el primer rayo de la<br />

luna iluminó tristemente... ¡Brrr!... Apretaban<br />

los fusiles entre sus rodillas con un convulsivo<br />

temblor; se aseguraban, de vez en cuando,<br />

de que aún tenían consigo el saco de dinero.<br />

106


No se oía una palabra. ¡Qué angustia para estas<br />

honestas gentes!<br />

Repentinamente, en la bifurcación del<br />

camino, ¡terror! aparecieron unas espantosas<br />

y contraídas figuras; unos fusiles relucieron;<br />

se oyó el pisoteo de caballos y un terrible<br />

“¡Quién vive!” resonó en las tinieblas,<br />

pues, en ese mismo instante, la luna se ocultó<br />

entre dos negras nubes.<br />

Un gran vehículo, repleto de hombres<br />

armados, obstruía el camino.<br />

¿Quiénes eran esos hombres? ¡Evidentemente<br />

unos malhechores! ¡Bandidos! ¡Evidente!<br />

¡Lástima! No. Era la tropa gemela de los<br />

buenos burgueses de Pibrac. ¡Eran los de Pibrac!<br />

quienes habían tenido la misma idea,<br />

exactamente, que los de Nayrac.<br />

Sencillamente, acabados sus negocios,<br />

los apacibles rentistas de ambos pueblos se<br />

cruzaban en el camino, mientras volvían a<br />

sus casas.<br />

Pálidos, se observaron. El intenso terror<br />

que se causaron, dada la obsesión que había<br />

invadido sus cerebros, al haber hecho aparecer<br />

en cada uno de los rostros los verdaderos<br />

instintos —de la misma manera en que un<br />

soplo de viento, tras pasar por un lago, y formando<br />

un torbellino, hace subir las aguas del<br />

fondo a la superficie—, provocó que se toma-<br />

107


sen por esos mismos bandidos que, recíprocamente,<br />

ambos temían.<br />

En un solo instante, sus cuchicheos, en la<br />

oscuridad, les enloquecieron hasta tal punto<br />

que, con la temblorosa precipitación de los de<br />

Pibrac por tomar, por precaución, sus armas,<br />

la culata de una de las escopetas se enganchó<br />

en el banco, se disparó sola y la bala fue a dar<br />

a uno de los de Nayrac, rompiéndole en el pecho<br />

una terrina de excelente foie-gras que le<br />

servía, maquinalmente, como un escudo.<br />

¡Ay, este disparo! Fue la chispa fatal que<br />

incendió la pólvora. El miedoso paroxismo<br />

que sintieron les hizo delirar. Una descarga<br />

cerrada y furiosa comenzó. El instinto<br />

de conservación de sus vidas y su dinero<br />

les cegaba. Ponían los cartuchos en sus fusiles<br />

con manos temblorosas y rápidas y disparaban<br />

al bulto. Los caballos cayeron; uno<br />

de los carros volcó, vomitando al azar heridos<br />

y sacos de dinero. Los heridos, en el pasmo<br />

de su pavor, se levantaron como leones<br />

y siguieron disparándose unos contra otros,<br />

¡sin poder reconocerse en ningún momento,<br />

en medio de la humareda!... En tal furiosa<br />

demencia, si unos gendarmes hubieran llegado<br />

bajo las estrellas, nadie duda que hubiesen<br />

pagado con la vida su dedicación. En<br />

resumen, fue una masacre, porque la desesperación<br />

les transmitía una energía más ase-<br />

108


sina: en una palabra, ¡aquella que caracteriza<br />

a la gente honorable, cuando se les empuja<br />

hasta el final!<br />

Mientras tanto, los verdaderos bandidos<br />

(es decir, la media docena de pobres diablos,<br />

culpables, todo lo más, de haber robado algunos<br />

mendrugos, algunos pedazos de tocino<br />

o algún dinero, aquí y allá) temblaban espantosamente<br />

en una alejada cabaña, mientras<br />

oían, llevado por el viento del camino, el<br />

creciente y terrible fragor de las detonaciones<br />

y los espantosos gritos de los burgueses.<br />

Imaginándose, en su pavor, que una<br />

monstruosa batida se había organizado contra<br />

ellos, habían interrumpido su inocente<br />

partida de cartas alrededor de una barrica de<br />

vino y se habían levantado, lívidos, mirando<br />

a su jefe. El viejo violinista parecía a punto<br />

de desmayarse. Sus piernas temblaban. Cogido<br />

de improviso, el valiente hombre estaba<br />

despavorido. Lo que oía sobrepasaba su<br />

entendimiento.<br />

Sin embargo, al cabo de algunos minutos<br />

de espanto, como seguían las descargas, los<br />

buenos bandidos vieron que de repente se<br />

estremecía y se ponía un meditabundo dedo<br />

en la punta de su nariz.<br />

Levantando la cabeza, dijo:<br />

—¡Muchachos, es imposible! No se trata<br />

de nosotros... Hay una equivocación... Es<br />

109


un quidproquo... Corramos, con nuestras linternas,<br />

para socorrer a los pobres heridos...<br />

El ruido proviene del camino real.<br />

Llegaron, con mil precauciones, apartando<br />

las malezas, al lugar del siniestro, en el<br />

que la luna, ahora, iluminaba el horror.<br />

El último burgués viviente, en su prisa<br />

por recargar su ardiente arma, acababa de<br />

saltarse la tapa de los sesos, sin querer, por<br />

descuido.<br />

A la vista de tan formidable espectáculo,<br />

de todos esos muertos, que cubrían la ensangrentada<br />

carretera, los bandidos, consternados,<br />

permanecieron en silencio, ebrios de estupor,<br />

sin dar crédito a sus ojos. Una oscura<br />

comprensión del acontecimiento comenzó,<br />

entonces, a entrar en sus mentes.<br />

De pronto, el jefe silbó y, a una señal, las<br />

linternas hicieron un círculo en torno al músico.<br />

—¡Mis buenos amigos! —masculló con<br />

voz horrorosamente baja (y sus dientes castañeteaban<br />

de un miedo que parecía aún más terrorífico<br />

que el primero)—, ¡oh amigos míos!...<br />

¡Recojamos, rápidamente, el dinero de estos<br />

dignos burgueses! ¡Alcancemos la frontera!<br />

¡Huyamos a toda prisa! ¡Y no volvamos a poner<br />

nunca los pies en este país!<br />

Y como sus acólitos le observaran boquiabiertos<br />

y sin entender nada, señaló con<br />

110


un dedo los cadáveres, añadiendo, con un estremecimiento,<br />

estas palabras absurdas, ¡pero<br />

eléctricas! que provenían, seguramente,<br />

de una profunda experiencia, de un eterno<br />

conocimiento de la vitalidad, del honor del<br />

Tercer Estado:<br />

—ELLOS PROBARÁN... QUE FUIMOS NOS-<br />

OTROS...<br />

De Cuentos crueles. Ediciones Cátedra,<br />

Letras Universales, 1984.<br />

Traducción de Enrique Pérez Llamosa.<br />

111


Continuidad del tablero<br />

Antonio Suárez Molina<br />

113


ANTONIO SUÁREZ MOLINA (1892-1967).<br />

Español, de la provincia de Lérida, fue novelista,<br />

cuentista, guionista radial y de cine, cronista<br />

deportivo. En la década del 30 emigró a Argentina,<br />

donde colaboró en diversas publicaciones<br />

de Buenos Aires. Escribió allí, entre otros,<br />

un libro de sonetos, Diatriba de la luz, que mereció<br />

elogios de Jorge Luis Borges. Un guión suyo,<br />

El infierno de los descreídos, fue llevado al cine<br />

con gran éxito.<br />

114


Para Julio Cortázar<br />

Como en muchas leyendas, poemas e historias<br />

anteriores, dos reyes se sentaron en ésta<br />

a jugar al ajedrez, ajenos a las cruentas guerras<br />

que se libraban en sus confines. Cada uno<br />

de los monarcas era dueño de un reino. El ganador<br />

se quedaría con los dos, y el otro partiría<br />

al destierro.<br />

El espacio era un jardín, circundado de<br />

álamos y encinas. Desde las lejanas montañas<br />

llegaba, muy tenue, un aullido de lobos.<br />

El tablero del juego era de mármol, y las piezas<br />

figuraban siluetas guerreras. El lugar y la<br />

época son inciertos.<br />

“¿Y si llegamos a tablas?” preguntó el rey<br />

azul, más sensato que su rival.<br />

“Tendríamos que seguir”, dijo el monarca<br />

rojo, hombre enérgico y audaz, “hasta que alguien<br />

incline su rey. Tal es lo convenido”.<br />

115


La primera partida, una Ruy López con la<br />

variante del cambio, terminó empatada luego<br />

de 44 movimientos. La segunda, una defensa<br />

Grünfeld harto compleja, arrojó, después de<br />

87 movidas, el mismo resultado.<br />

Y así siguieron. Los contrincantes, tan distintos<br />

de estilo —el uno creativo, arriesgado,<br />

el otro posicional, sólido—, tenían un nivel de<br />

juego, por cierto alto, muy equivalente. Los<br />

dos habían aprendido desde niños, con sus<br />

tutores, esa otra forma de la guerra. Y habían<br />

consultado luego con provecho las partidas y<br />

reflexiones de Don Alfonso el Sabio, Da Vinci,<br />

Andersson, e incluso las de aquella dama<br />

de la corte napoleónica a la que se le permitía,<br />

cuando era su turno de responder con las<br />

piezas negras, hacerlo con las blancas, para<br />

no empañar de azabache sus manos marfileñas.<br />

Y ambos eran tozudos, tercos como dos<br />

mulas nacidas en establos reales.<br />

Se sucedieron muchas, innumerables partidas,<br />

sin que ninguna permitiera un ganador.<br />

El sol se ponía, la luna asomaba, volvía<br />

a triunfar la mañana. Concentrados en el tablero,<br />

los rivales no se miraban, no veían en<br />

el rostro del otro, espejo de sí mismos, los estragos<br />

del tiempo. Eran ya otros los lobos del<br />

bosque. Los rosales del jardín, atentos a un incesante<br />

fluir, prodigaban nuevas flores, nuevas<br />

bellotas las encinas. El galope de un caba-<br />

116


llo interrumpió por un momento la concentración<br />

de los jugadores.<br />

El jinete se apeó, se acercó a la mesa de<br />

juego, y habló con cierta prepotencia: “Ya no<br />

existen los dos reinos”, dijo. “Se fusionaron<br />

en una república, que ahora vive en paz, por<br />

decisión del pueblo y de las Cortes”.<br />

Dicho su mensaje, el hombre partió a toda<br />

prisa, sin advertir que la distracción causada<br />

por su arribo había impedido una jugada decisiva,<br />

que el monarca rojo no vio. Después<br />

de alfil por peón torre, un espléndido sacrificio,<br />

hubiera seguido para el rival una larga e<br />

irremediable agonía. De cualquier modo, antes<br />

que los contendores se dignaran comentar<br />

las nuevas recibidas, la partida continuó.<br />

Pactado el empate, el ex rey azul, siempre<br />

el más cauto, preguntó:<br />

“¿Y ahora, qué?”<br />

“Alguien tiene que ganar, insisto en ello”,<br />

respondió el rojo, siempre el más audaz. “Y<br />

no es raro que una república, ejemplos sobran,<br />

vuelva a ser un reino. Es cuestión de paciencia<br />

y, así lo decía nuestro padre, de alguna<br />

sangre. Continuemos, che”.<br />

Era su turno de empezar, y planteó una<br />

apertura que, según muchos entendidos, conduce<br />

a tablas.<br />

De Campos de Marte.<br />

Buenos Aires, Editorial La Balsa, 1965.<br />

117


Historia del hombre de<br />

Bagdad y el guali de El Cairo<br />

(Noche 923)<br />

Libro de las mil y una noches<br />

119


LIBRO DE LAS MIL Y UNA NOCHES. De<br />

origen remotísimo e incierto, esta inmortal colección<br />

de relatos, fábulas y apólogos orientales<br />

fue dada a conocer por primera vez en Europa<br />

por el estudioso francés Antoine Galland, en<br />

el siglo XVIII; no obstante, como anota Rafael<br />

Cansinos Assens, “La crítica erudita ha señalado<br />

después, al conocerse en Europa Las mil y<br />

una noches como libro, transfusiones de su fondo<br />

oral y anónimo en páginas de Timoneda,<br />

de Shakespeare, de Calderón, de Ariosto...” Su<br />

vasta influencia, en todo caso, justifica con creces<br />

esta frase de Borges: “Los siglos pasan, y la<br />

gente sigue escuchando la voz de Shahrázád”.<br />

120


Cuentan (pero Alá es el más sabio) que había<br />

en Bagdad un hombre, dueño de grandes<br />

riquezas y de mucha hacienda, pero que gastaba<br />

y derrochaba de manera tan desaforada<br />

que al cabo cambió su estado y vino a encontrarse<br />

sin nada, y tuvo que ponerse a trabajar<br />

en penosos oficios, para ganarse el pan.<br />

Y sucedió que una noche que estaba triste<br />

y abatido y preocupado, se quedó dormido<br />

y parecióle en su sueño que oía una voz<br />

que le decía:<br />

—Tu suerte, amigo, está en Egipto.<br />

Luego que el hombre se despertó, impresionado<br />

por aquella voz, decidió seguir su<br />

indicación y procedió en seguida a hacer los<br />

preparativos para su viaje a Egipto.<br />

Y luego fue caminando hasta que llegó a<br />

El Cairo, y, ya allí, le cogió la noche y se guareció<br />

en una aljama y se durmió. Y dizque<br />

contigua a aquella aljama había una casa.<br />

121


Y hubo de suceder, por decreto de Alá<br />

(loado sea y glorificado), que una partida de<br />

ladrones entraron en la dicha aljama y por<br />

ella pasaron a la casa aledaña.<br />

Y la gente de la casa, al sentir el ruido<br />

que hacían los ladrones, despertóse y prorrumpió<br />

en grandes gritos demandando<br />

auxilio.<br />

Acudió luego el guali de la ciudad seguido<br />

de sus guardias, y los bandidos se dieron<br />

a la fuga para no caer en la redada.<br />

Y el guali entró en la aljama y vio allí al<br />

bagdadí, que dormía a pierna suelta, y empezó<br />

a fustigarle con su látigo, dándole unos<br />

golpes tan recios que en poco estuvo que no<br />

lo dejara muerto. Y luego de eso mandó el<br />

guali que lo metiesen preso.<br />

Pasó el hombre tres días en la cárcel,<br />

y, al cabo de los tres días, presentóse allí el<br />

guali y lo interrogó, diciendo:<br />

—¿De qué país eres?<br />

Y el hombre le contestó:<br />

—De Bagdad.<br />

Y el guali tornó a preguntar:<br />

—¿Y cuál fue el motivo que te trajo a<br />

Egipto?<br />

Y el preso le dijo:<br />

—Pues un sueño que tuve en el que oí<br />

una voz que me decía: “Tu suerte está en<br />

Egipto; dirígete allá”. Hícelo así, y, al llegar,<br />

122


me encontré con la suerte que tu fusta me<br />

tenía reservada y que por poco me conduce<br />

a la muerte.<br />

Echóse a reír, al oírlo, el guali, con tales<br />

bríos, que dejó ver su muela del juicio. Y<br />

luego le dijo:<br />

—¡Ye el menguado! Tres veces oí yo en<br />

mi sueño una voz que me decía: “Hay en<br />

Bagdad una casa de estas y estas señas, y<br />

en ella hay una fuente así y asá, y debajo de<br />

la fuente hay un tesoro enterrado; vé allá y<br />

cógelo, que para ti está reservado”. Y yo, ya<br />

lo ves, no hice ningún caso de esa voz que<br />

oí en sueños y me quedé aquí tan fresco,<br />

mientras que tú, pobre iluso, dejaste tu país<br />

y te trasladaste a Egipto solamente por un<br />

vano sueño y un loco delirio.<br />

Dióle después el guali al bagdadí unos<br />

dirhemes y le dijo:<br />

—¡Apáñate con ellos hasta que vuelvas<br />

a tu tierra!<br />

Y el bagdadí tomó el dinero y se volvió<br />

a su país. Y dizque la casa aquella que el<br />

guali le describiera era precisamente la suya;<br />

de forma, pues, que al llegar a ella el de<br />

Bagdad púsose luego a cavar debajo de la<br />

fuente que el guali le dijera y se encontró,<br />

efectivamente, con un tesoro que contenía<br />

grandes riquezas.<br />

123


Y Alá lo favoreció con ellas y vino el<br />

hombre a encontrarse de nuevo en su opulencia<br />

de antes.<br />

124<br />

De Libro de las mil y una noches.<br />

Traducción directa del árabe, cotejada con las<br />

principales versiones en otras lenguas,<br />

de Rafael Cansinos Assens (Aguilar, 1997).


El Monito Fleis<br />

Efe Gómez<br />

125


EFE GÓMEZ (1873-1938). Efe Gómez (Francisco<br />

Gómez Escobar), oriundo de Fredonia, es<br />

a no dudarlo unos de los mejores narradores<br />

que ha dado Antioquia y Colombia entera. Cultivó<br />

ante todo la cuentística, centrada siempre<br />

en las gentes (mineros, labriegos, fauna pueblerina)<br />

y ambientes de su tierra antioqueña, con<br />

una amplia gama temática que va desde el humor<br />

más quevediano a hondos dramas y tragedias,<br />

teñidos de fatalidad y de violencia. La mayoría<br />

de sus cuentos están recogidos en los volúmenes<br />

Almas rudas, Retorno y Guayabo negro. El<br />

relato que da título a este último es inmortal.<br />

126


—El éxito en la vida tiene un nombre:<br />

yo quiero —dijo Gerardo Rivas, heredero<br />

opulento, que había derrochado parte de su<br />

inmensa fortuna en empresas utópicas, para<br />

hacer creer que lo que había heredado, conseguido<br />

había sido por él, trabajando, bregándose<br />

la vida; para hacer creer que era,<br />

como él a sí propio se llamaba, un self-made<br />

man.<br />

—Mira —contestó Perucho, el químico<br />

de la empresa—: existen las buenas y existen<br />

las malas. Voy a probártelo. Óyeme: en<br />

aquel tiempo había en la región un agricultor<br />

que...<br />

—¡No, por Dios! ¡Parábolas no, y no!<br />

—clamó Gerardo.<br />

—Déjalo —dijeron los demás de la tertulia—,<br />

déjalo; cada uno elige su manera de<br />

expresarse.<br />

127


—Cuanto más que la parábola es un modo<br />

muy noble de expresión: en parábolas hizo<br />

parte muy grande de sus enseñanzas nuestro<br />

señor Jesucristo; en parábolas se expresaba<br />

muchas veces el Buda Gautama; en parábolas<br />

se produjo gran número de veces el Chato<br />

Aparicio Arango; en parábolas dio al mundo<br />

sus enseñanzas don Vicente Montero. En fin,<br />

que muchos grandes hombres han preferido<br />

la parábola como medio de expresión —dijo<br />

el director de la mina, hombre doctísimo.<br />

—Dí pues tus parábolas, ya que estamos<br />

en los tiempos de las mayorías.<br />

—Oíd, pues: en aquel tiempo había en la<br />

región un agricultor que plantó dos rosales en<br />

su huerta. El uno en un suelo abonado cuidadosamente,<br />

en un arenal reseco el otro. Creció<br />

el primero hermoso, sus tallos llenos de<br />

jugos, erizados de espinas sonrosadas, cuajáronse<br />

de frondas verdes, consteláronse de rosas<br />

magníficas, tan magníficas que merecían<br />

morir dulcemente sobre el seno de jazmines<br />

de Nohemí, la morena más bizarra que el pulgar<br />

de la raza logró jamás modelar en carnes<br />

firmes en las montañas de mi tierra, en tanto<br />

que el rosal sembrado sobre arena, retorcía<br />

sus tallos desmedrados, de hojas escasas,<br />

amarillentas y resecas.<br />

—Lo cual no tiene nada de raro —interrumpió<br />

con viveza Gerardo.<br />

128


—Es cierto. Nada de raro tiene eso —dijo<br />

Perucho—, como no lo tiene tampoco lo<br />

que sigue. Pues aconteció que el rosal sembrado<br />

sobre abonos, escribió un libro en cuatro<br />

volúmenes, a la manera de los Smiles, de<br />

Silvan Roudes y de Marden: cuajado de sentencias<br />

profundas, de máximas y de filosofías,<br />

sobre la influencia de la voluntad en el<br />

éxito de los negocios de la vida. Libro en el<br />

cual, entre otros muchos ejemplos de individuos<br />

que han triunfado por su esfuerzo, contaba<br />

cómo había hecho él —el rosal— para<br />

hacerse tan frondoso y producir tantas rosas<br />

sobreponiéndose a la hostilidad del medio, y<br />

a fuerza de disciplina interior y de voluntad<br />

tesonera. De paso, y como para contraste de<br />

su actuación brillante, citaba el caso del rosal<br />

que crecía sobre arena, el cual —decía— por<br />

pereza, por indolencia y por desgreño, no lleva<br />

jamás flores. Según he logrado averiguarlo, al<br />

rosal moralista se dio la sentencia aquella que<br />

tú nos citabas: “El éxito tiene un nombre: yo<br />

quiero”. Porque como todos los que la fortuna<br />

plantó sobre las arterias por donde la vida<br />

universal circula intensamente, nuestro rosal<br />

estaba convencido de que a su personalidad<br />

moral se debía su floración magnífica.<br />

—El rosal era sincero al creer eso: afirmaba<br />

un acto de conciencia íntima —dijo el director<br />

de la mina, hombre docto, quien ironi-<br />

129


zaba con el mismo aire de inocencia con que<br />

otros dicen tonterías.<br />

—¿Y los que nacieron desvalidos, y por<br />

esfuerzo propio triunfaron: un Rockefeller,<br />

un Carnegie, un...? —replicó fogosamente<br />

Gerardo.<br />

—Ésos vegetaron tristemente, mientras<br />

que sus raíces chupaban de la reseca arena;<br />

pero cuando por azar las hundieron en capas<br />

ricas de sustancias nutritivas, entonces...<br />

—Pero para llegar a esas capas ricas necesitaron<br />

del esfuerzo heroico de su voluntad.<br />

—Necesitaron, sobre todo, que las capas<br />

ricas existieran...<br />

—¿Conocieron ustedes al Monito Fleis?<br />

—dijo de pronto, interrumpiéndolos, el director<br />

de la mina.<br />

—¿Al marido de la Mona Dávila?<br />

—¿Al papá del Monito Colibacilo?<br />

—El mismo. Pues bien: el Monito Fleis<br />

era un hombre de malas.<br />

—Algún haragán —contestó Gerardo.<br />

—Era diligente, era honrado. Oigan pues:<br />

hace de ello mucho tiempo, antes de la guerra<br />

última, hubo cierto mes en que estas minas<br />

de Echandía pasaron por una crisis formidable;<br />

en la cantina de Manuel Antonio<br />

Taborda se comentaba el asunto.<br />

—Sí, señor —decía Cusuco—; se berrió<br />

Echandía. ¿Que no? Miren: el filón de Bo-<br />

130


quejoyo no ha dado más que jumos de oro<br />

en los molinos; en la amalgamación de la Línea,<br />

dos o tres barritas de plata aurífera... y<br />

esa es toda la remesa de este mes.<br />

—No puede ser.<br />

—Pues lo irán a ver.<br />

Y unos a otros se miraban asombrados.<br />

Porque eso de que no fueran a Medellín en<br />

ese mes, de los veneros insignes de don Bartolomé<br />

Chaves, hileras, filas interminables<br />

de mulas cargadas, agobiadas, pujando bajo<br />

el peso de barras de metal auroargentífero,<br />

eso no podía concebirse siquiera: sería la<br />

primera vez que sucediese.<br />

—Y la mina no tiene la culpa.<br />

—Claro: la tienen los mineros.<br />

—Y los molineros.<br />

—Y los químicos.<br />

—Porque Echandía es una mina de<br />

verdá.<br />

—La mejor de la pelota.<br />

—¿Tiene algún mandadito que hacerle,<br />

don Manuel Antonio? —dijo Fleis entrando.<br />

Nadie lo miró siquiera. Silencio burlón.<br />

Profundo. Luego uno aquí, más allá otro:<br />

—¡Qué hacer!<br />

—¡Mandaditos qué hacer!<br />

—¡Qué les parece!<br />

131


—¡Fleis pa’ bien guaimarón!<br />

—¡Salir con ésas cuando la remesa...!<br />

Quedóse Fleis parado. Debo de haber<br />

dado una lora madre —pensó—... Y salió, se<br />

escurrió de la tienda, pasitico, vergonzoso.<br />

—Yo debo ser un animal —se iba diciendo—.<br />

Salir con ésas cuando la remesa... (Y se<br />

quedó parado mirando a la distancia, estático,<br />

abstraído, lelo).<br />

—Y haber amanecido en casa sin qué desayunar,<br />

un día como hoy en que la remesa...<br />

¡Qué imprudencia!<br />

Y pensando en sus doce hijos, a quienes<br />

dejara esa mañana berreando de hambre, en<br />

cuclillas al lado del fogón puesto en el suelo y<br />

apagado, doce hijos, ¡doce! Doce monos flacos,<br />

tuntunientos, pecosos como él y como<br />

la Mona Dávila, su mujer:<br />

—Tal vez en Marmato encuentre un inglés<br />

a quien poder ganarle algún jediondo peso<br />

con qué desayunar a esos flacuchentos.<br />

Y cogió camino abajo.<br />

En la esquina del estanco de Marmato<br />

comentaban lo de la remesa de Echandía. Se<br />

acercó cohibido. Resolvióse al fin:<br />

—¿Se le ocurre algún mandadito, mister<br />

Brandon?<br />

Los místeres se miraron entre sí. Miraron<br />

a Fleis de abajo a arriba. Tornaron a mirarse<br />

unos a otros. Y rompieron a reír.<br />

132


—Soy bien animal, de veras —dijo Fleis,<br />

tomando el camino del Boquerón.<br />

Era ya la una del día y Fleis, sin hallar en<br />

qué ocuparse, vagaba por caminos y veredas.<br />

Paróse de repente. Vio que allá venía un<br />

hombre rubio, bello; vestía larga túnica ceñida<br />

a la cintura; la partida barba y los cabellos,<br />

como mies, dorados; los ojos grandes,<br />

mansos.<br />

—Oh, Señor —dijo Fleis reconociéndolo.<br />

Y se arrojó de rodillas a sus plantas.<br />

Puso el Señor sus dos manos divinas sobre<br />

los hombros de Fleis. Puso luego sus ojos<br />

absolutos en los de Fleis hambrientos, desteñidos,<br />

y... apartándolos a un lado, dispúsose<br />

a proseguir el camino que traía. Levantóse<br />

Fleis y, rápido, tornó a cerrarle el paso:<br />

—Señor, Señor —clamó—; un peso, uno<br />

siquiera. A mí, tú lo sabes, ya nadie me da al<br />

fin, y en casa mi mujer no tiene para alzar el<br />

fogón y mis hijos lloran de hambre...<br />

Tornó el Señor a evitar a Fleis y a seguir<br />

su camino, los ojos puestos en el suelo como<br />

si buscase algo perdido.<br />

—Señor, Señor —clamó Fleis, poniéndosele<br />

de nuevo por delante.<br />

Detúvose el Señor y díjole severo:<br />

—Pero hombre Fleis, tienes tamañas<br />

ocurrencias: ¡Qué te parece! Yo con harto<br />

133


afán buscando la manera de completar la remesa<br />

de don Bartolomé Chaves y tú, ¡dale,<br />

con la simpleza de que en tu casa no amanece<br />

con qué desayunar!<br />

—Tengo yo, de veras, unas ocurrencias<br />

—dijo Fleis monologando, mientras Cristo<br />

se alejaba—; ¡unas ocurrencias! Salir con<br />

que mis hijos lloran de hambre, cuando la<br />

remesa...<br />

Y compungido, contrito, desolado, meneando<br />

de un lado para otro la cabeza:<br />

—Tengo yo, de veras, unas ocurrencias...<br />

¡Unas ocurrencias!<br />

134<br />

Tomado de Efe Gómez, sus mejores páginas.<br />

Colección Autores Antioqueños, 1991.


El alcalde de Riolimpio<br />

—Primero me arrancan la mano —dijo la<br />

vieja Chana. Y apretaba la diestra en que empuñaba<br />

el billete del banco, hasta tornar, por<br />

el esfuerzo, blancos los nudillos de la mano,<br />

mientras Jenaro, el comisario, forcejeaba por<br />

abrírsela.<br />

—Déjala, Jenaro; deja eso —dijo el secretario,<br />

levantando la cabeza de los papeles<br />

donde escribía, y paseando por el despacho<br />

la mirada turbia de sus ojillos garetas.<br />

Y dirigiéndose a Jenaro:<br />

—Asómate a ver si el señor alcalde viene<br />

ya.<br />

—Allá viene cuesta arriba —dijo desde la<br />

puerta Jenaro, asomándose.<br />

Reinó silencio unos instantes.<br />

—¡Ay, Señor! —exclamó el alcalde, entrando—.<br />

Sube uno aquí con la lengua de corbata.<br />

135


Y resollando grueso, se dejó caer en un<br />

taburete.<br />

—¿A ver qué es lo que pasa? —dijo cuando<br />

se hubo serenado.<br />

—Que esta vieja Santoslarga... —exclamó<br />

la Chana.<br />

—Que esta maldita... —clamó Santoslarga.<br />

—¡Ladrona!<br />

—¡Alcahueta!<br />

—Silencio, apreciabilísimas damas —interrumpió<br />

el alcalde—. Habla tú, Jenaro.<br />

—La cosa fue —dijo Jenaro— que una<br />

señora que iba de paso dio de limosna a estas<br />

viejas...<br />

—La tuya.<br />

—¡Mugroso!<br />

—Silencio, o las hago poner en el cepo.<br />

—...dio de limosna a estas “apreciabilísimas<br />

damas” un billete de a peso. La Chana,<br />

que lo recibió, lo empuñó y dice que a ella<br />

sola se lo dieron. La Santoslarga dice que fue<br />

a las dos. Y se han tirado del pelo, y se han<br />

arañado, y se han dicho bellezas. Y aquí las<br />

traigo. Tienen el pueblo en guerra.<br />

El alcalde se pasea meditabundo. Deteniéndose<br />

ante las viejas:<br />

—Presta acá el billete, Chana.<br />

La vieja le mira perpleja; duda, se revuelve<br />

en el asiento; y abre, al fin, la mano. To-<br />

136


ma el alcalde el billete y continúa paseándose.<br />

Y deteniéndose ante las viejas asombradas,<br />

parte el billete en dos.<br />

—Toma tú —dijo a la Chana, dándole<br />

la mitad.<br />

—Toma tú —dijo a la Santoslarga, dándole<br />

la otra mitad.<br />

Las viejas recibieron su porción y se miraron.<br />

Salieron cabizbajas, una en pos de<br />

otra. Adelante la Santoslarga, la Chana detrás.<br />

Al cabo de ir calle abajo, la Santoslarga<br />

se volvió a mirar a la Chana. Sonrió ésta; se<br />

juntaron. Y entraron juntas a la tienda de la<br />

turca Zoraida.<br />

—Préstenos el frasco con la goma, doña<br />

Zoraida —dijeron a un mismo tiempo.<br />

Unidas las cabezas, sonrientes ya, se pusieron<br />

a pegar las dos porciones del billete.<br />

—Déme a mí, Zoraidita, un trago de<br />

aguardiente —dijo la Santoslarga, permitiendo<br />

entrambas que la turca tomara de encima<br />

del mostrador el billete.<br />

—A mí me da cinco centavos de panelas<br />

de coco y cinco de pandequeso.<br />

—Y nos vuelve cuarenta centavos a cada<br />

una...<br />

—Mírelas usted. Están amigas ya. Es usted<br />

un Salomón, señor alcalde —dijo el secretario.<br />

137


Los dos pasaban en ese preciso momento<br />

por enfrente a la tienda. El alcalde con un<br />

aguacate en la diestra y el bastón en la izquierda;<br />

el secretario jugando a dos manos<br />

con una llave (la del despacho) del tamaño<br />

de una barra de grillos.<br />

El alcalde callaba.<br />

—Sí, señor; un Salomón —continuó el<br />

secretario.<br />

—¡Hum! Hice coincidir sus intereses un<br />

momento. Eso fue todo. Es lo solo que une a<br />

los humanos. Pero cuando acaben con el billete,<br />

volverán a reñir esas viejas.<br />

138<br />

¡La ideología son vacas!<br />

Tomado de Efe Gómez, sus mejores páginas.<br />

Colección Autores Antioqueños, 1991.

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