H. P. Lovecraft = Lovecraftiana 3 - cuentos en ... - GutenScape.com

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ello se debía a la oculta proximidad de Leng. De lo que no hablaron fue del desierto de piedra que se extiende al norte, pues había algo inquietante en torno a ese desierto, y les parecía más prudente no admitir su existencia. Durante los días siguientes hablaron de las canteras a las que Carter decía que iba a trabajar. Había muchas, ya que no sólo toda la ciudad de Inquanok estaba hecha de ónice, sino que además destinaban grandes bloques pulimentados de este material a los mercados de Rinar, Ogrothan y Celephais, o los vendían allí mismo a mercaderes venidos de Thara, Ilarnek y Katatheron, trocándolos a veces por hermosos artículos procedentes de aquellos puertos fabulosos. Y muy al norte, casi en el desierto de hielo cuya existencia no quieren admitir los hombres de Inquanok, había una cantera excepcional, mucho más grande que todas las demás; y de ella se habían extraído en tiempos inmemoriales bloques tan prodigiosos y descomunales, que las oquedades que habían dejado, sobrecogían de terror al que las contemplaba. Nadie sabía quién había extraído aquellos bloques increíbles, ni adónde habían sido transportados. Pero consideraban que era preferible no pisar aquella cantera, porque era muy posible que aún conservase algún vínculo con aquellos que un día trabajaran en ella. Y la cantera inmensa ha quedado abandonada en el crepúsculo, y únicamente el cuervo y el legendario pájaro shantak anidan en sus inmensidades. Cuando Carter oyó eso, sintió una honda impresión, pues sabía por viejas leyendas que el castillo que poseen los grandes Dioses en lo más elevado de Kadath es de ónice. Cada día era más baja la curva que el sol describía en el cielo, y las brumas que se veían a proa se iban haciendo más y más espesas. Y al cabo de dos semanas, el sol dejó en absoluto de salir, y no contaron con más luz que una dudosa claridad grisácea y crepuscular que se filtraba a través de una bóveda de nubes eternas durante el día, y una fría fosforescencia sin estrellas que se desprendía de la cara inferior de aquellas mismas nubes por 566

la noche. Al vigésimo día avistaron un gran farallón desgarrado, a lo lejos, que era el primer vestigio de tierra que divisaban desde que dejaron atrás la nevada cumbre del Arán. Carter preguntó al capitán el nombre de aquella roca, pero le dijeron que no tenía nombre y que ningún barco se le aproximaba jamás a causa de ciertos ruidos que brotaban de su interior durante la noche. Y cuando, después de anochecer, salió de aquella roca granítica un aullido lastimero e incesante, el viajero se alegró de saber que no se detendrían allí, y de que aquella roca no tuviera nombre alguno. La tripulación rezó y cantó hasta ahogar el aullido, y Carter tuvo unos sueños terribles en las primeras horas de la madrugada. Dos mañanas después de avistar la roca aulladora, apareció a lo lejos, hacia el oeste, una formación de elevados picachos cuyas cimas se perdían entre las nubes perpetuas de aquel mundo crepuscular; y al verlos, los marineros entonaron alegres canciones y algunos se arrodillaron sobrecubierta para rezar, por lo que Carter comprendió que estaban llegando a la tierra de Inquanok, y que no tardarían en atracar en los muelles de basalto de la gran ciudad que llevaba el nombre del país. Hacia mediodía apareció el oscuro perfil de la costa, y antes de las tres vieron surgir hacia el norte las cúpulas bulbosas y las fantásticas agujas de la ciudad de ónice. Singular y extraña, aquella ciudad arcaica se erguía amurallada tras los espigones del puerto, y era toda de un delicado color negro ornada con volutas, estrías y arabescos de oro. Sus casas eran altas y tenían muchas ventanas; y las fachadas estaban adornadas con flores esculpidas y motivos cuya oscura simetría deslumbraba los ojos con su belleza más esplendorosa que la luz. Algunas estaban coronadas de hinchadas cúpulas que terminaban en afilada punta, otras eran pirámides escalonadas rematadas por minaretes que ponían de manifiesto una imaginación desbordante. Las murallas eran bajas y tenían numerosas puertas, cada una de las cuales estaba coronada por un gran arco mucho 567

la noche. Al vigésimo día avistaron un gran farallón desgarrado, a lo lejos,<br />

que era el primer vestigio de tierra que divisaban desde que dejaron atrás la<br />

nevada cumbre del Arán. Carter preguntó al capitán el nombre de aquella<br />

roca, pero le dijeron que no t<strong>en</strong>ía nombre y que ningún barco se le<br />

aproximaba jamás a causa de ciertos ruidos que brotaban de su interior<br />

durante la noche. Y cuando, después de anochecer, salió de aquella roca<br />

granítica un aullido lastimero e incesante, el viajero se alegró de saber que<br />

no se det<strong>en</strong>drían allí, y de que aquella roca no tuviera nombre alguno. La<br />

tripulación rezó y cantó hasta ahogar el aullido, y Carter tuvo unos sueños<br />

terribles <strong>en</strong> las primeras horas de la madrugada.<br />

Dos mañanas después de avistar la roca aulladora, apareció a lo<br />

lejos, hacia el oeste, una formación de elevados picachos cuyas cimas se<br />

perdían <strong>en</strong>tre las nubes perpetuas de aquel mundo crepuscular; y al verlos,<br />

los marineros <strong>en</strong>tonaron alegres canciones y algunos se arrodillaron<br />

sobrecubierta para rezar, por lo que Carter <strong>com</strong>pr<strong>en</strong>dió que estaban<br />

llegando a la tierra de Inquanok, y que no tardarían <strong>en</strong> atracar <strong>en</strong> los<br />

muelles de basalto de la gran ciudad que llevaba el nombre del país. Hacia<br />

mediodía apareció el oscuro perfil de la costa, y antes de las tres vieron<br />

surgir hacia el norte las cúpulas bulbosas y las fantásticas agujas de la<br />

ciudad de ónice. Singular y extraña, aquella ciudad arcaica se erguía<br />

amurallada tras los espigones del puerto, y era toda de un delicado color<br />

negro ornada con volutas, estrías y arabescos de oro. Sus casas eran altas y<br />

t<strong>en</strong>ían muchas v<strong>en</strong>tanas; y las fachadas estaban adornadas con flores<br />

esculpidas y motivos cuya oscura simetría deslumbraba los ojos con su<br />

belleza más espl<strong>en</strong>dorosa que la luz. Algunas estaban coronadas de<br />

hinchadas cúpulas que terminaban <strong>en</strong> afilada punta, otras eran pirámides<br />

escalonadas rematadas por minaretes que ponían de manifiesto una<br />

imaginación desbordante. Las murallas eran bajas y t<strong>en</strong>ían numerosas<br />

puertas, cada una de las cuales estaba coronada por un gran arco mucho<br />

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