H. P. Lovecraft = Lovecraftiana 3 - cuentos en ... - GutenScape.com
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allá de los cuales dicen los crédulos que se halla la ilustre Cathuria, aunque los soñadores expertos saben muy bien que estos pilares son las puertas de una monstruosa catarata por la que todos los océanos de la tierra de los sueños se precipitan en el abismo de la nada y atraviesan los espacios hacia otros mundos y otras estrellas, y hacia los espantosos vacíos exteriores al universo donde Azathoth, sultán de los demonios, roe hambriento en el caos, entre fúnebres redobles y melodías de flauta, mientras presencia la danza infernal de los Dioses Otros, ciegos, mudos, tenebrosos y torpes, junto con Nyarlathotep, espíritu y mensajero de éstos. Entre tanto, los sardónicos mercaderes no decían una palabra de sus intenciones, pero Carter sabía muy bien que debían estar en complicidad con quienes querían impedir su empresa. Se sabe en la tierra de los sueños que los Dioses Otros tienen muchos agentes mezclados entre los hombres; y todos estos enviados, casi o enteramente humanos, están dispuestos a cumplir la voluntad de esas entidades ciegas y estúpidas, a cambio de obtener los favores de su horrible espíritu y mensajero el caos reptante Nyarlathotep. De ello dedujo Carter que los mercaderes de abultados turbantes, al enterarse de su temeraria búsqueda del castillo de Kadath donde moran los Grandes Dioses, habían decidido raptarlo para entregarse a Nyarlathotep a cambio de quién sabe qué merced. Carter no podía adivinar cuál sería la tierra de aquellos mercaderes, ni si estaba en nuestro universo conocido o en los horribles espacios exteriores. Tampoco sospechaba en qué punto infernal se reunirían con el caos reptante para entregarle y exigir su recompensa. Sabía, sin embargo, que ningún ser casi humano como aquéllos se atrevería a acercarse al trono de la tiniebla final, a Azathoth, allá en el centro del vacío sin forma. Al ponerse el sol, los mercaderes empezaron a lamerse sus enormes labios, con la mirada hambrienta. Uno de ellos bajó a algún compartimiento oculto y nauseabundo, y regresó con una olla y un cesto de platos. Se 510
sentaron juntos bajo la tienda y comieron carne ahumada, que se pasaban unos a otros. Pero cuando le dieron un trozo a Carter, descubrió éste, por su tamaño y forma, algo terrible. Se puso más pálido que antes y arrojó al mar aquel trozo de carne, cuando nadie se fijaba en él. Y nuevamente pensó en aquellos remeros invisibles de abajo y en el sospechoso alimento del cual sacaban su tremenda fuerza muscular. Era de noche cuando la galera pasó entre los pilares basálticos del Oeste, y el ruido de la catarata final se hizo ensordecedor. Y la nube de agua pulverizada se elevaba hasta oscurecer el fulgor de las estrellas, y la cubierta se puso más húmeda, y el barco se estremeció zarandeado por la corriente embravecida del borde del abismo. Luego, con un extraño silbido y de un solo impulso, la nave saltó al vacío, y Carter sintió un acceso de terror indescriptible al notar que la tierra huía bajo la quilla, y que el navío surcaba silencioso como un cometa los espacios planetarios. Jamás había tenido noticia hasta entonces de los seres informes y negros que se ocultan y se retuercen por el éter, gesticulando y hostigando a cualquier viajero que pueda pasar, y palpando con sus zarpas viscosas todo objeto móvil que excite su curiosidad. Son las larvas de los Dioses Otros, que como ellos, son ciegas y carecen de espíritu, y están poseídas por un hambre y una sed sin límites. Pero el destino de aquella horrenda galera no era tan lejano como Carter había supuesto, pues no tardó en comprobar que el timonel ponía rumbo a la luna. La luna aparecía en un brillante cuarto creciente que aumentaba más y más a medida que se iban acercando, y mostraba sus cráteres singulares y sus picos inhóspitos. El barco siguió rumbo a sus riberas, y pronto se puso de manifiesto que su destino era aquella cara misteriosa y secreta que siempre ha permanecido de espaldas a la tierra, y que ningún ser enteramente humano, salvo el soñador Snireth-Ko quizá, ha contemplado jamás. Al acercarse la galera, el aspecto de la luna le pareció 511
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