H. P. Lovecraft = Lovecraftiana 3 - cuentos en ... - GutenScape.com
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los detalles de mi caso, será el que primero enjuicie lo que voy a decir. Antes que nada, permítanme que bosqueje los aspectos externos del asunto, tal como los conocieron los miembros del campamento: en la noche del 17 al 18 de julio, tras un día ventoso, me retiré temprano, pero no pude dormir. Me levanté poco antes de las once, dominado como siempre por aquella extraña sensación relacionada con el terreno del noreste, y partí para uno de mis típicos paseos nocturnos, saludando, al salir del campamento, a un minero australiano llamado Tupper. La luna, iniciado apenas su cuarto menguante, lucía en un cielo despejado y empapaba las antiguas arenas col, una luz lechosa y blancuzca que, para mí, rezumaba maldad infinita. No corría el aire, ni lo hizo durante casi cinco horas, como atestiguaría después Tupper y quienes me vieron caminar con rapidez por las pálidas y misteriosas dunas, en dirección noreste. Alrededor de las 3.30 de la madrugada sopló un viento huracanado que despertó a todo el campamento tres de las tiendas. El cielo aparecía sin nubes y el desierto relucía aún con el lechoso resplandor lunar. Aunque se examinaron las tiendas, mi ausencia, pese a ser advertida, no alarmó a nadie, dada mi costumbre de pasear por el desierto a altas horas de la noche. Sin embargo, tres hombres cuando menos, todos australianos, presintieron algo siniestro en el ambiente. Mackenzie explicó al profesor Freeborn que esto se debía al miedo existente en el folclore de los indígenas, quienes habían entretejido un curioso y maligno mito en torno a los fuertes vientos que, a largos intervalos, barrían los arenales en días de cielo despejado. Tales vientos, se murmuraba, tenían su origen en las grandes chozas de piedra subterráneas, en las que habían sucedido cosas horribles, y jamás se producían excepto en los lugares donde están esparcidas las grandes piedras labradas. Cerca de las cuatro, el huracán amainó tan de repente como comenzara, dejando 294
las dunas con una forma nueva y poco familiar. Eran poco más de las cinco, con la blanquecina y lechosa luna cayendo hacia poniente, cuando entré tambaleándome en el campamento, sin sombrero, con el rostro y las manos arañados y ensangrentados, extraviada la linterna eléctrica. La mayor parte de los hombres se habían vuelto a acostar, pero el profesor Dyer estaba fumando una pipa a la puerta de su tienda. Al verme sin respiración y en un estado de gran frenesí, llamó al doctor Boyle, y entre los dos me instalaron en mi litera. Mi hijo, despertado por el ruido, pronto se les unió, y todos trataron de obligarme a yacer inmóvil y a procurar dormir. Pero no podía conciliar el sueño. Mi estado psicológico era muy extraordinario, distinto de cualquier otro que, hubiera experimentado con anterioridad. Al cabo de cierto tiempo insistí en hablar, explicando nerviosa y trabajosamente lo ocurrido. Les dije que me sentí fatigado y que me tumbé en la arena para dar una cabezada. Tuve sueños más terribles que de ordinario, y cuando el vendaval me despertó de improviso, mis nervios sobrecargados cedieron. Huí presa del pánico, cayéndome repetidas veces al tropezar con las semienterradas piedras, arañándome y magullándome hasta el punto en que me vieron legar. Debí de haber dormido mucho, lo que explicaba las largas horas de ausencia. No insinué absolutamente nada de lo que de extraño viera o experimentara, poniendo en práctica todo el dominio sobre mí mismo del que pude hacer acopio. Pero les hablé de un cambio de opinión con respecto al trabajo de la expedición, y les apremié para que cesasen todas las excavaciones en dirección noroeste. Mis razonamientos eran con toda evidencia débiles, porque argüí que en esa zona escaseaban los bloques, añadiendo mi deseo de no ofender a los supersticiosos mineros, una falta de fondos por parte de la universidad 295
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los detalles de mi caso, será el que primero <strong>en</strong>juicie lo que voy a decir.<br />
Antes que nada, permítanme que bosqueje los aspectos externos del<br />
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para uno de mis típicos paseos nocturnos, saludando, al salir del<br />
campam<strong>en</strong>to, a un minero australiano llamado Tupper.<br />
La luna, iniciado ap<strong>en</strong>as su cuarto m<strong>en</strong>guante, lucía <strong>en</strong> un cielo<br />
despejado y empapaba las antiguas ar<strong>en</strong>as col, una luz lechosa y blancuzca<br />
que, para mí, rezumaba maldad infinita. No corría el aire, ni lo hizo durante<br />
casi cinco horas, <strong>com</strong>o atestiguaría después Tupper y qui<strong>en</strong>es me vieron<br />
caminar con rapidez por las pálidas y misteriosas dunas, <strong>en</strong> dirección<br />
noreste.<br />
Alrededor de las 3.30 de la madrugada sopló un vi<strong>en</strong>to huracanado<br />
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nadie, dada mi costumbre de pasear por el desierto a altas horas de la<br />
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Mack<strong>en</strong>zie explicó al profesor Freeborn que esto se debía al miedo<br />
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