H. P. Lovecraft = Lovecraftiana 3 - cuentos en ... - GutenScape.com
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él había corrido hacia su abuelo a preguntarle: - Abuelo, ¿dónde está la tía Sarah? El viejo hombre le había mirado con ojos del tamaño de una basílica y contestó: - Muchacho, aquí no se habla de Sarah. La tía Sarah había ofendido al abuelo en alguna forma espantosa - espantosa al menos para ese fanático de la disciplina-, pues desde ese día, en el recuerdo de Abner Whateley, su tía había sido simplemente el nombre de una mujer, hermana mayor de su madre, encerrada en una gran habitación sobre el molino, invisible tras esas paredes, con las contraventanas firmemente clavadas. Se les había prohibido a Abner y a su madre pasar ante la puerta de la habitación cerrada. Pese a ello, en una ocasión Abner se había encaramado a la puerta y había pegado la oreja contra ella para escuchar los ruidos de respiración y los quejidos que provenían del interior, como si fuesen de una persona voluminosa. Había decidido que la tía Sarah debía de ser tan grande como una de esas gordas de circo. Había que ver lo que devoraba, a juzgar por los platos de comida. Principalmente comía carne, que debía prepararse ella misma, pues generalmente estaba cruda. Se la llevaba a la habitación dos veces al día el viejo Luther Whateley, pues no había criados en la casa. Y no los había habido desde que la madre de Abner se había casado, tras el regreso de la tía Sarah, que volvió muy extraña y aturdida de visitar a un pariente en Innsmouth. Dobló la carta y la metió de nuevo en el sobre. Pensaría en el contenido otro día. Necesitaba ante todo encontrar un sitio para dormir. Salió fuera, sacó las dos maletas que había dejado en el coche y las trajo a la cocina. Entonces cogió la lámpara y entró en el interior de la casa. Pasó sin detenerse por el anticuado salón, que se mantenía cerrado salvo cuando venían visitas, y nadie más que los Whateley visitaban a los Whateley en 136
Dunwich. Se dirigió a la habitación de su abuelo; era lógico que ocupase la habitación de su abuelo, ya que él era ahora, y no Luther Whateley, el dueño. La gran cama doble estaba cubierta de ejemplares descoloridos del Arkham Advertiser, cuidadosamente colocados para proteger la delicada tela de la colcha, que había sido bordada con un trabajoso diseño, indudablemente una herencia de los Whateley. Colocó la lámpara en el suelo y retiró los periódicos. Cuando abrió la cama vio que estaba fresca y limpia, lista para ser ocupada; algún primo de su abuelo, conocedor de su próxima llegada, se habría ocupado de esto después de las exequias. Cogió sus maletas y las llevó a la habitación, que estaba en una esquina de la casa, en el punto más alejado del pueblo: aunque apartadas de la orilla, sus ventanas daban al río. Abrió la que tenía una tela metálica en la parte inferior y se sentó en el borde de la cama, pensando en las circunstancias que le habían traído a Dunwich después de tantos años. Se sentía agotado. El denso tráfico de Boston le había cansado. El contraste entre la región de Boston y el desolado territorio de Dunwich le deprimía y le resultaba incómodo. Además, le invadía una impalpable inquietud. De no haber necesitado la herencia para continuar sus investigaciones en el extranjero acerca de la antiguas civilizaciones del Pacífico Sur, no habría venido aquí. Pero los lazos familiares existían, por mucho que los negase. El viejo Luther Whateley siempre había sido severo y dictatorial, pero era el padre de su madre, y el nieto debía lealtad a su sangre. Round Mountain se elevaba fuera, cercano a la habitación; sentía su presencia como la había sentido cuando era niño y dormía arriba. Los árboles, durante mucho tiempo sin podar, se apelotonaban contra la casa; y de uno de ellos, a esta hora de profundo crepúsculo, caía en el tranquilo aire de verano el sonido de las notas de un búho. Se reclinó por un 137
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él había corrido hacia su abuelo a preguntarle:<br />
- Abuelo, ¿dónde está la tía Sarah?<br />
El viejo hombre le había mirado con ojos del tamaño de una<br />
basílica y contestó:<br />
- Muchacho, aquí no se habla de Sarah.<br />
La tía Sarah había of<strong>en</strong>dido al abuelo <strong>en</strong> alguna forma espantosa -<br />
espantosa al m<strong>en</strong>os para ese fanático de la disciplina-, pues desde ese día,<br />
<strong>en</strong> el recuerdo de Abner Whateley, su tía había sido simplem<strong>en</strong>te el nombre<br />
de una mujer, hermana mayor de su madre, <strong>en</strong>cerrada <strong>en</strong> una gran<br />
habitación sobre el molino, invisible tras esas paredes, con las<br />
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madre pasar ante la puerta de la habitación cerrada. Pese a ello, <strong>en</strong> una<br />
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contra ella para escuchar los ruidos de respiración y los quejidos que<br />
prov<strong>en</strong>ían del interior, <strong>com</strong>o si fues<strong>en</strong> de una persona voluminosa. Había<br />
decidido que la tía Sarah debía de ser tan grande <strong>com</strong>o una de esas gordas<br />
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Principalm<strong>en</strong>te <strong>com</strong>ía carne, que debía prepararse ella misma, pues<br />
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viejo Luther Whateley, pues no había criados <strong>en</strong> la casa. Y no los había<br />
habido desde que la madre de Abner se había casado, tras el regreso de la<br />
tía Sarah, que volvió muy extraña y aturdida de visitar a un pari<strong>en</strong>te <strong>en</strong><br />
Innsmouth.<br />
Dobló la carta y la metió de nuevo <strong>en</strong> el sobre. P<strong>en</strong>saría <strong>en</strong> el<br />
cont<strong>en</strong>ido otro día. Necesitaba ante todo <strong>en</strong>contrar un sitio para dormir.<br />
Salió fuera, sacó las dos maletas que había dejado <strong>en</strong> el coche y las trajo a<br />
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