H. P. Lovecraft = Lovecraftiana 3 - cuentos en ... - GutenScape.com

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apenas un puñado de personas acudió a escuchar sus pláticas del domingo por la mañana. Debido a las precarias finanzas, era imposible buscar un nuevo pastor, y al cabo de no mucho tiempo ningún aldeano osaba acercarse a la iglesia o a la casa parroquial adjunta. Sobre todo aquello pendía el temor a los espectros con los que, al parecer, Vanderhoof tenía tratos. Mi tío, al decir de Mark Haines, había seguido viviendo en la casa parroquial debido a que nadie tenía el valor suficiente para decirle que se marchase. Nadie volvió a verlo, pero se distinguían luces en la casa parroquial por la noche, e incluso había atisbos de las mismas en la iglesia, de tarde en tarde. Se murmuraba en la población que Vanderhoof predicaba regularmente en la iglesia, todos los domingos por la mañana, indiferente al hecho de que su congregación ya no estuviera ahí para escuchar. A su lado solo se mantenía el viejo sacristán, que vivía en el sótano de la iglesia, para cuidarlo, y Foster hacía una visita semanal a lo poco que quedaba de la parte comercial del pueblo, para comprar provisiones. Ya no se inclinaba servilmente ante la gente con la que se cruzada, y en vez de ello parecía albergar un odio demoníaco y mal disimulado. No hablaba con nadie, excepto lo justo para hacer sus compras, y, cuando pasaba por la calle con su bastón golpeteando las desiguales aceras, lanzaba a izquierda y derecha miradas malignas. Encorvado y marchito debido a una edad avanzada, cualquiera que estuviese cerca de él podía sentir su presencia; y tan poderosa era su personalidad, según decían las gentes del pueblo, que había hecho a Vanderhoof aceptar la tutela del diablo. No había nadie en Daalbergen que dudase que Abel Foster era la causa última de toda la mala suerte del pueblo, pero nadie osaba alzar un dedo contra él, o siquiera pasar a su lado sin un escalofrío de miedo. Su nombre, al igual que el de Vanderhoof, no se pronunciaba siquiera en voz alta. Cada vez que se mencionaba a la iglesia del otro lado del baldío, se hacía en susurros; y si la 102

conversación tenía lugar por la noche, el susurro iba acompañado de miradas por encima del hombro, para asegurarse de quenada informe o siniestro salía reptando de la oscuridad para espiar esas palabras. El cementerio se mantenía tan verde y hermoso como cuando la iglesia estaba en funcionamiento, y las flores cercanas a las tumbas del camposanto eran atendidas tan cuidadosamente como en tiempos pasados. Veían ocasionalmente al viejo sacristán, trabajando allí, como si aún le pagasen por ello, y aquellos que osaban pasar lo suficientemente cerca decían que mantenía conversación fluida con el demonio y con aquellos espíritus que medraban dentro de los muros del cementerio. Una mañana, me dijo Haines, vieron cómo Foster cavaba una fosa, allí donde el campanario de la iglesia lanzaba su sombra por la tarde, antes de que el sol desapareciera tras la montaña y dejase a toda la aldea en un semicrepúsculo. Más tarde, la campana de la iglesia, silenciosa durante meses, resonó solemnemente durante media hora. Y, al ocaso, aquellos que observaban desde lejos, pudieron ver cómo Foster sacaba un ataúd de la casa parroquial en una carretilla, depositarlo en la fosa con escasa ceremonia y recubrir el agujero con la tierra. El sacristán acudió al pueblo al día siguiente antes de su habitual viaje semanal y de mucho mejor humor de lo que era habitual. Parecía dispuesto a la charla, e insistió en que Vanderhoof había muerto el día anterior, y que lo había enterrado junto a la tumba del reverendo Slott, cerca del muro de la iglesia. Sonreía de vez en cuando, y agitaba las manos presa de un júbilo inexplicable y fuera de lugar. Estaba claro que la muerte de Vanderhoof le producía una alegría perversa y diabólica. Los aldeanos se percataron de un algo extraño y añadido en su presencia, y lo evitaron cuanto pudieron. Habiendo muerto Vanderhoof, se sentían aún más inseguros que antes, ya que el viejo sacristán tenía ahora las manos libres para lanzar los peores hechizos contra la aldea desde la iglesia, cruzando el 103

ap<strong>en</strong>as un puñado de personas acudió a escuchar sus pláticas del domingo<br />

por la mañana. Debido a las precarias finanzas, era imposible buscar un<br />

nuevo pastor, y al cabo de no mucho tiempo ningún aldeano osaba<br />

acercarse a la iglesia o a la casa parroquial adjunta. Sobre todo aquello<br />

p<strong>en</strong>día el temor a los espectros con los que, al parecer, Vanderhoof t<strong>en</strong>ía<br />

tratos.<br />

Mi tío, al decir de Mark Haines, había seguido vivi<strong>en</strong>do <strong>en</strong> la casa<br />

parroquial debido a que nadie t<strong>en</strong>ía el valor sufici<strong>en</strong>te para decirle que se<br />

marchase. Nadie volvió a verlo, pero se distinguían luces <strong>en</strong> la casa<br />

parroquial por la noche, e incluso había atisbos de las mismas <strong>en</strong> la iglesia,<br />

de tarde <strong>en</strong> tarde. Se murmuraba <strong>en</strong> la población que Vanderhoof predicaba<br />

regularm<strong>en</strong>te <strong>en</strong> la iglesia, todos los domingos por la mañana, indifer<strong>en</strong>te al<br />

hecho de que su congregación ya no estuviera ahí para escuchar. A su lado<br />

solo se mant<strong>en</strong>ía el viejo sacristán, que vivía <strong>en</strong> el sótano de la iglesia, para<br />

cuidarlo, y Foster hacía una visita semanal a lo poco que quedaba de la<br />

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servilm<strong>en</strong>te ante la g<strong>en</strong>te con la que se cruzada, y <strong>en</strong> vez de ello parecía<br />

albergar un odio demoníaco y mal disimulado. No hablaba con nadie,<br />

excepto lo justo para hacer sus <strong>com</strong>pras, y, cuando pasaba por la calle con<br />

su bastón golpeteando las desiguales aceras, lanzaba a izquierda y derecha<br />

miradas malignas. Encorvado y marchito debido a una edad avanzada,<br />

cualquiera que estuviese cerca de él podía s<strong>en</strong>tir su pres<strong>en</strong>cia; y tan<br />

poderosa era su personalidad, según decían las g<strong>en</strong>tes del pueblo, que había<br />

hecho a Vanderhoof aceptar la tutela del diablo. No había nadie <strong>en</strong><br />

Daalberg<strong>en</strong> que dudase que Abel Foster era la causa última de toda la mala<br />

suerte del pueblo, pero nadie osaba alzar un dedo contra él, o siquiera pasar<br />

a su lado sin un escalofrío de miedo. Su nombre, al igual que el de<br />

Vanderhoof, no se pronunciaba siquiera <strong>en</strong> voz alta. Cada vez que se<br />

m<strong>en</strong>cionaba a la iglesia del otro lado del baldío, se hacía <strong>en</strong> susurros; y si la<br />

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