Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun
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ción de involuntaria tristeza. Las enormes puertas de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus enmohecidos goznes con un lamento agudo, siempre que un curioso viene a turbar aquel alto silencio, y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado impresos artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes solemnidades, no volverá a abrirse; ni volverá a entrar por ella la multitud de los fieles, convocados al son de las campanas que volteaban alegres y ruidosas en la elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan tristes como el primero, internarse en el claustro procesional, sombrío y húmedo como un sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que descansan los hijos del fundador, llegar hasta un pequeño arco que apenas si en mitad del día se distingue entre las sombras eternas de aquellos medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin inscripción y con una espada groseramente esculpi-
da, señala el humilde lugar en que el famoso Don Pedro Atares quiso que reposasen sus huesos. Figúrese usted una iglesia tan grande y tan imponente como la más imponente y más grande de nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de figuras caprichosas y formando el más extraño contraste, una pequeña jofaina de loza de la más basta de Valencia hace las veces de pila para el agua bendita; de las robustas bóvedas cuelgan aún las cadenas de metal que sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido; en los pilares se ven las estacas y las anillas de hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo franjado de oro, de las que sólo queda la memoria; entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba el órgano; no hay vidrios en las ojivas que dan paso a la luz; no hay altares en las capillas, el coro está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba. Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los despedazados restos de otros altares, recogidos por alguna mano piadosa, y alumbrado por una lampari-
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enmohecidos goznes con un lamento agudo, siempre<br />
que un curioso viene a turbar aquel alto silencio,<br />
y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de<br />
cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo<br />
palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta<br />
del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y<br />
de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado<br />
impresos artífices de la Edad Media los signos misteriosos<br />
de su masónica hermandad; aquella gran<br />
puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se<br />
abría de par en par en las grandes solemnidades,<br />
no volverá a abrirse; ni volverá a entrar por ella la<br />
multitud de los fieles, convocados al son de las<br />
campanas que volteaban alegres y ruidosas en la<br />
elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es<br />
preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos<br />
y tan tristes como el primero, internarse en el<br />
claustro procesional, sombrío y húmedo como un<br />
sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que<br />
descansan los hijos del fundador, llegar hasta un<br />
pequeño arco que apenas si en mitad del día se<br />
distingue entre las sombras eternas de aquellos<br />
medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin<br />
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