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ligero paso se acorte al llegar a lo último de la penosa jornada; su vista tiene algo de la fijeza e intensidad de la del águila, acaso porque como ella se ha acostumbrado a medir indiferente los abismos; sus miembros endurecidos con la costumbre del trabajo, soportan las fatigas más rudas sin que el cansancio los entorpezca un instante. Sólo de este modo les es posible vivir en medio de la miseria que las agobia. Cuando la noche es más oscura; cuando la nieve borra hasta las lindes de los senderos, cuando supone que los guardas de los montes del Estado no se atreverán a aventurarse por aquellas brechas profundas y aquellos bosques de árboles intrincados y sombríos, entonces la añonera, desafiando todos los peligros, adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando por uno y otro lado los aullidos de los lobos, sale furtivamente de su lugar. Más bien que baja, puede decirse que se descuelga de roca en roca hasta el último valle que lo separa del Moncayo; armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas oscuras, a cuyo pie nacen espinos y zarzas en montón, y descargando rudos golpes con una fuerza y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de leña, que después oculta para conducirla poco a poco, primero a su casa y más tarde a Tarazona,
donde recibe por su trabajo material, por los peligros que afronta y las fatigas que sufre, seis o siete reales a lo sumo. Francamente hablando, hay en este mundo desigualdades que asustan. ¿Quién puede sospechar que a la misma hora en que nuestras grandes damas de la corte se agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de seda a su palacio, otras mujeres, hermosas quizás como ellas, como ellas débiles al nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de un lado a otro para esparcir la nieve que se les amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen resonar el bosque con el crujido de los troncos que caen derribados a los golpes del hacha? Grandes, inmensas desigualdades existen, no cabe duda; pero también es cierto que todas tienen su compensación. Yo he visto levantarse agitado y dejar escapar un comprimido sollozo a más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo he visto más de una altiva frente inclinarse triste y sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida diadema de pedrería; en cambio, hoy como
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donde recibe por su trabajo material, por los peligros<br />
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¿Quién puede sospechar que a la misma<br />
hora en que nuestras grandes damas de la corte se<br />
agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en<br />
sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el<br />
carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones<br />
de seda a su palacio, otras mujeres, hermosas<br />
quizás como ellas, como ellas débiles al<br />
nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de<br />
un lado a otro para esparcir la nieve que se les<br />
amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad<br />
profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen<br />
resonar el bosque con el crujido de los troncos que<br />
caen derribados a los golpes del hacha?<br />
Grandes, inmensas desigualdades existen,<br />
no cabe duda; pero también es cierto que todas<br />
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más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo<br />
he visto más de una altiva frente inclinarse triste y<br />
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