Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun
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las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja España, cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter. Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra ignorancia o nuestra culpable apatía para trasmitirles siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer su ansia de conocer el pasado con las ideas más o menos aproximadas de algún nuevo Cuvier de la arqueología, que partiendo de algún mutilado resto o una vaga tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no hay duda: el prosaico rasero de la civilización va igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las provincias con las provincias, las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización
invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra: de un retablo al que vivía unida una tradición, no queda aquí más que el nombre escrito en el azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico con sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye más allá una manzana de casas a la moderna; las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las ciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallas fenicias, romanas, godas o árabes. ¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos? El albañil, armado de su impacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los puntiagudos tejados o demuele los moriscos mira-
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sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la<br />
vida interna quedaban huellas perceptibles de su<br />
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Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin<br />
embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez<br />
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ignorancia o nuestra culpable apatía para trasmitirles<br />
siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su<br />
patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo<br />
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que partiendo de algún mutilado resto o una vaga<br />
tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no<br />
hay duda: el prosaico rasero de la civilización va<br />
igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso<br />
tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las<br />
provincias con las provincias, las naciones con las<br />
naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A<br />
medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos,<br />
que el ferrocarril se extiende, la industria se<br />
acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización