17.06.2013 Views

Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun

Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun

Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

Obra reproducida sin responsabilidad editorial<br />

<strong>Obras</strong> <strong>completas</strong><br />

(<strong>Leyendas</strong> y <strong>cartas</strong>)<br />

Gustavo Adolfo Bécquer


Advertencia de Luarna Ediciones<br />

Este es un libro de dominio público en tanto que los<br />

derechos de autor, según la legislación española<br />

han caducado.<br />

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus<br />

clientes, dejando claro que:<br />

1) La edición no está supervisada por nuestro<br />

departamento editorial, de forma que no nos<br />

responsabilizamos de la fidelidad del contenido<br />

del mismo.<br />

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que<br />

pueda ser fácilmente visible en los habituales<br />

readers de seis pulgadas.<br />

3) A todos los efectos no debe considerarse<br />

como un libro editado por Luarna.<br />

www.luarna.com


OBRAS COMPLETAS (LEYENDAS Y CARTAS)<br />

Al lector (1)<br />

Pronto, el 22 de Diciembre, hará siete años<br />

que voló a su Creador el espíritu inmortal de Gustavo<br />

Adolfo Bécquer.<br />

La primera edición, que editó la caridad,<br />

agotose hace un año y el que murió oscuro y pobre<br />

es ya gloria de su patria y admiración de otros países,<br />

pues apenas hay lengua culta donde no se<br />

hayan traducido sus poesías o su prosa.<br />

No es mi propósito hacer nueva enumeración<br />

de las desgracias y méritos del escritor. Las<br />

primeras se compensan con su gloria; los segundos<br />

son ya del dominio frío y severo de la crítica.<br />

Sólo una cosa advertiremos siempre a los<br />

lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó escribiolo<br />

con intención de que formase un libro; y, como<br />

dijimos en la primera edición, sus grandes imaginaciones,<br />

sus alegatos de merecimiento ante la posteridad,<br />

bajaron con él al sepulcro. Calcúlese ahora,<br />

por la popularidad y el respeto que su memoria ha


alcanzado con fútiles destellos de su preclara inteligencia,<br />

a qué altura se hubiera elevado, si la miseria,<br />

aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido<br />

éstos los cauces imprescindibles de aquel atormentado<br />

cerebro.<br />

Dos palabras más sobre Gustavo.<br />

Hay quienes han querido censurarle por su<br />

novedad.<br />

Hay muchos que han intentado imitarle.<br />

Ni unos ni otros le han comprendido bien.<br />

Las Rimas de Bécquer no son la total expresión<br />

de un poeta, sino lo que de un poeta se<br />

conoce. Por consecuencia, el tamaño, carácter y<br />

estilo de sus composiciones no tienen más forma<br />

que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas,<br />

y éste es su principal mérito.<br />

Defenderse con el Diccionario, arrebatar el<br />

oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un<br />

mismo concepto, disolver una idea en un mar de<br />

palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración<br />

y de elogio; pero confiarse en la admirable<br />

desnudez de la forma intrínseca, servir a la inteligencia<br />

de los demás la esencia del pensamiento y


herir el corazón de todos con el laconismo del sentir,<br />

sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso<br />

atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados<br />

reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la<br />

condensación de la idea, y obtener únicamente con<br />

esto aplauso y popularidad entre las multitudes, es<br />

verdaderamente maravilloso, sobre todo en España,<br />

cuya lengua ha sido y será venero inagotable de<br />

palabras, frases, giros, conceptos y cadencias.<br />

No menos digno de llamar la atención es<br />

que el poeta haya conseguido tan rápida celebridad<br />

sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada<br />

que directamente excite el interés o las pasiones<br />

colectivas de sus contemporáneos.<br />

Como en las de los grandes maestros, en<br />

su paleta no figuran más colores que los primordiales<br />

del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación<br />

y del sentimiento; universales, sencillos y<br />

espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones<br />

políticas o de problemas sociales y religiosos.<br />

Tienen en sí el germen de todo lo ideal; pero<br />

sin acomodamiento de época ni dudas, indignaciones<br />

o esperanzas de impíos o fanáticos.


No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno,<br />

y, como esos astros ingentes que parecen<br />

chicos porque desde abajo se les mira en un planeta<br />

menor, jamás podrá alternar entre el agitado<br />

vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo<br />

de la tierra, o envueltos por la atmósfera de una<br />

época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.<br />

Esto a los que no han sabido censurarle, lo<br />

cual no prueba que le creamos exento de censura.<br />

A los que le imitan, por más que esto honre<br />

al poeta tenemos que decir algunas palabras que<br />

expresarán conceptos a largo tiempo arraigados en<br />

nuestra conciencia.<br />

No creemos en el progreso indefinido de<br />

una escuela. Si la historia del arte no lo probara<br />

definitivamente con la muerte irreemplazable de sus<br />

grandes hombres, lo haría ver la reflexión del buen<br />

sentido.<br />

De ningún modo aconsejamos que se dejen<br />

de consultar los grandes maestros de la forma, estudiándolos<br />

con fe e imitándolos con trabajo en<br />

secreto, sin perder nunca de vista la naturaleza para<br />

el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de


esto a encastillarse en la forma del que primero fue<br />

original en ella, hay un gran abismo.<br />

Si alguien es difícil y comprendido para imitado<br />

en poesía, es Bécquer.<br />

Como galanura de forma, pureza de dicción<br />

y corrección de estilo hay muchos que le aventajen,<br />

y éstos son los que deben de imitarse siempre.<br />

Pero lo imposible de imitar en Bécquer es<br />

su propio espíritu, su manera de ver, como dicen los<br />

pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.<br />

En ser Bécquer o no serlo está todo el quid<br />

de la dificultad, y creer que se ha conseguido tal<br />

propósito encerrándose en su forma y contando el<br />

número de sus versos, es no haber realizado nada,<br />

si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas<br />

prácticas y reales que en sus composiciones existe.<br />

Repárese bien que ni al principiar Bécquer<br />

una composición ni al terminarla en crescendo, deja<br />

de pensar o de sentir algo de general y profundo.<br />

De cada cuatro versos suyos puede hacerse una<br />

larga poesía descriptiva; pero herir las cuerdas de la<br />

idea o del sentimiento en menos palabras, es casi<br />

imposible. La idea, pues, sin más adorno que el


necesario, como él decía, para poderse presentar<br />

decente en el mundo, tiene una importancia real y<br />

sólida en sus composiciones. Hacer, por tanto, versos<br />

como los suyos, sin hallarse provisto de algo<br />

importante, práctico y hondo en el terreno del sentir<br />

o del pensar, es querer construir perdurable estatua<br />

solamente con la gasa que la envuelve, y lo que<br />

consigue entonces quien imita, es quedar indefenso<br />

ante el público, resultando valadí, vulgar, pretencioso<br />

o vano en el mismo metro y con las mismas líneas<br />

que Bécquer, por haber querido narrar lo imposible,<br />

es decir, la nada, porque nada había brotado<br />

del cerebro del imitante.<br />

De esto resulta una serie de vulgaridades<br />

concisas, que por lo mismo son más vulgares aún, o<br />

una porción de nebulosidades y misterios, capaces<br />

de tener pensando todo un siglo a quien trate de<br />

descifrar el enigma.<br />

En una palabra, y aunque se ha repetido<br />

mucho Shakespeare lo ha dicho mejor que nadie.<br />

Los imitadores olvidan el ser o no ser del<br />

trágico eminente, y al hacerlo caen en ese abismo<br />

sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet:<br />

¡Palabras, palabras, palabras!


Nos hemos extendido más de lo que queríamos,<br />

pero sentíamos comezón de libertar la memoria<br />

de nuestro pobre amigo del ataque de los que<br />

no le han comprendido y de complicidad con algunos<br />

de sus imitadores.<br />

Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar<br />

en nombre del arte, del público, que lo pedía con<br />

ansia y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta<br />

magnífica edición, ilustrada con el verdadero retrato<br />

del autor, no acabado de expirar, como figura en la<br />

edición primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal<br />

como se agitó en el mundo.<br />

Va aumentada esta edición con otros trabajos<br />

de Bécquer, que añadirán nuevos quilates a su<br />

justa fama, tales cuales Las Cartas a una Mujer, y<br />

otros artículos eminentemente literarios, como el<br />

prólogo a Los Cantares de su íntimo amigo el Sr.<br />

Ferrán.<br />

RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA


Gustavo Adolfo Bécquer<br />

Prólogo de la primera edición<br />

Confieso que he echado sobre mis hombros<br />

una tarea superior a mis fuerzas. En vano he retardado<br />

el momento. La edición está ya terminada;<br />

todo el mundo ha cumplido con el deber que impuso<br />

una admiración unánime, y las páginas que siguen,<br />

donde se contiene todo lo que precipitadamente<br />

trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo<br />

aguardan estos oscuros renglones míos para convertirse<br />

en una obra que edita la caridad y que el<br />

genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma<br />

y única recompensa que él puede dar al generoso<br />

desprendimiento de sus contemporáneos y amigos!<br />

¡Salga, pues, de mi pluma, humedecido con el tributo<br />

de mis lágrimas, antes que el relato de la vida y el<br />

juicio de las obras del malogrado escritor, un testimonio<br />

de justicia hacia esta generación entre la cual<br />

me agito, generación que a riesgo de su vida ahuyenta<br />

la muerte de los infectos campos de batalla y<br />

da su oro para el libro de un poeta!<br />

Majestades de la tierra, artistas, ingenieros,<br />

empleados, políticos, habitantes de la ciudad, de las<br />

aldeas escondidas, todos los que en esa larga lista<br />

que ante mí tengo, habéis depositado, desde la


cantidad inesperada, por lo magnífica, hasta el óbolo<br />

modesto, recibid por mi conducto un voto de gracias,<br />

a que hacen coro los temblorosos labios de<br />

hijos sin padres y de madres sin esposos; pues no<br />

sólo habéis salvado del olvido las obras de Bécquer,<br />

sino que al borde de su tumba habéis allegado el<br />

pan cotidiano que libertará de la miseria a seres<br />

desvalidos.<br />

Los encargados de llevar a cabo tal empresa,<br />

hubieran tenido un gran placer en poner al frente<br />

de la edición los nombres de los que a ella han contribuido;<br />

pero la caridad acreciolos tanto, que su<br />

inserción hubiera aumentado el gasto notablemente.<br />

El distinguido pintor Sr. Casado, a cuya iniciativa,<br />

actividad y arreglo se debe casi todo el éxito de la<br />

recaudación, publicará en tiempo oportuno, y en<br />

unión con los demás amigos que han llevado a<br />

término esta obra, las cantidades recibidas y las que<br />

se han invertido, para justa satisfacción de todos.<br />

No menos alabanza merece el Sr. D. Augusto<br />

Ferrán, inseparable amigo del malogrado Bécquer,<br />

que no se ha dado punto de reposo en el asiduo<br />

trabajo de allegar materiales dispersos, coleccionarlos,<br />

vigilar la impresión y demás tareas propias de<br />

estos difíciles y dolorosos casos, ayudado del Sr.<br />

Campillo, tan insigne poeta como bueno y leal ami-


go. Hasta aquí, lo que sus admiradores han hecho<br />

para perpetuar la memoria del que se llamó en el<br />

mundo Gustavo Adolfo Bécquer.<br />

Hablemos de él.<br />

Toda mi vida de poeta, todos los delirios,<br />

esperanzas, propósitos y realidades de mi juventud<br />

han quedado sin diálogo con su último suspiro. Al<br />

extender la muerte su fría mano sobre aquella cabeza<br />

juvenil, inteligente y soñadora, mató un mundo<br />

de magníficas creaciones, de gigantescos planes,<br />

cuyo pálido reflejo son las obras que contiene este<br />

libro. Todo su afán era conseguir un año de descanso<br />

en la continuada carrera de sus desgracias.<br />

Pobre de fortuna y pobre de vida, ni la suerte le<br />

brindó nunca un momento de tranquilo bienestar, ni<br />

su propia materia la vigorosa energía de la salud.<br />

Cada escrito suyo representa o una necesidad material<br />

o el pago de una receta. Las estrecheces del<br />

vivir y la vecindad de la muerte fueron el círculo de<br />

hierro en que aquel alma fecunda y elevada tuvo<br />

que estar aprisionada toda su vida. Antes de morir,<br />

sospechó que a la tumba bajaría con él y como él,<br />

inerte y sin vida, el magnífico legado de sus imaginaciones<br />

y fantasías, y entonces se propuso reunirlo<br />

en un libro. La muerte anduvo más deprisa, y sólo


pudo escribir la introducción con que van encabezados<br />

sus escritos, las rimas y el fragmento titulado<br />

La Mujer de Piedra, que, además de revelar su poderosa<br />

inventiva, lleva el sello de su idoneidad y no<br />

común saber en las artes plásticas.<br />

Nació Bécquer en Sevilla el 17 de Febrero<br />

de 1836, siendo su padre el célebre pintor e inspirado<br />

intérprete de las costumbres sevillanas. A los<br />

cinco años de edad quedó huérfano de éste, empezando<br />

sus estudios de primeras letras en el colegio<br />

de San Antonio Abad, donde permaneció hasta los<br />

nueve años, en que entró en el colegio de San Telmo<br />

para estudiar la carrera de náutica. A los nueve<br />

años y medio viose huérfano de madre, y a los diez<br />

salió de dicho colegio por haberse suprimido. A tal<br />

edad encargose de Gustavo su madrina de bautismo,<br />

persona regularmente acomodada, sin hijos ni<br />

parientes, por cuya razón le hubiera dejado sus<br />

bienes, a no haber él renunciado a todo por venir a<br />

Madrid a los diez y siete años y medio, con el objeto<br />

de conquistar gloria y fortuna. ¡Como si en el campo<br />

de las letras se hubiera nunca conquistado en España<br />

ambas cosas! Quería su madrina hacer de él<br />

un honrado comerciante; pero aquel niño, que había<br />

aprendido a dibujar al mismo tiempo que a escribir,<br />

cuya desmedida afición a la lectura le hacía encon-


trar horizontes más anchos que el de la teneduría<br />

de libros, y que jamás pudo sumar de memoria, sólo<br />

encontraba aplausos para sus primeras poesías, lo<br />

cual le decidió a vivir de su trabajo, armonizándolo<br />

con la independencia de su carácter, y a venir a<br />

Madrid, como lo verificó el año 54, sin más elementos<br />

que lo necesario para el viaje. Corría el año 56,<br />

y entonces llegué también a buscar lo mismo que<br />

Gustavo, con quien en los primeros pasos me encontré<br />

en el terreno de las letras. Mi carácter alegre<br />

y mi salud robusta fueron acogidos con simpatía por<br />

el soñador enfermizo, y casi niños, se unieron nuestras<br />

dos almas y nuestras dos vidas. Prolijo sería<br />

enumerar las peripecias de la suya, monótona en<br />

desdichas. El año 57 se vio acometido de una horrible<br />

enfermedad, y para atender a ella y rebuscando<br />

entre sus papeles, hallé El Caudillo de las manos<br />

rojas, tradición india, que se publicó en La Crónica,<br />

siendo reproducida, con la singularidad de creerse<br />

que el título de tradición era una errata de imprenta;<br />

pues todos los que la insertaron en España o copiaron<br />

en el Extranjero, la bautizaron con el nombre de<br />

traducción india. ¡Tan concienzudamente había sido<br />

hecho el trabajo!<br />

Compadecido un amigo de sus escaseces,<br />

buscole un empleo modesto, y juntos entramos a


servir al Estado en la Dirección de Bienes Nacionales,<br />

con tres mil reales de sueldo y con la categoría<br />

de escribientes fuera de plantilla. Cito este detalle,<br />

porque la cesantía de Gustavo en aquel destino<br />

forma un rasgo descriptivo de su carácter soñador y<br />

distraído.<br />

Tratose de hacer un arreglo en la oficina, y<br />

el Director quiso por sí mismo averiguar la idoneidad<br />

y el número de los empleados, visitando para<br />

ello todos los departamentos.<br />

Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba,<br />

o bien leía alguna escena de Shakespeare, o<br />

bien la dibujaba con la pluma, y, en el momento en<br />

que el Director entró en su negociado, hallábase él<br />

entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos<br />

eran admirables, ya se habían hecho casos de<br />

atención para todos, que se disputaban el poseerlos,<br />

aguardando a que los concluyera, mientras<br />

seguían con la vista aquella mano segura y firme,<br />

que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras<br />

tan bien acabadas. El Director se unió al grupo, y<br />

después de observar atentamente aquel tan raro<br />

expediente en una oficina de Bienes Nacionales,<br />

preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:<br />

-Y ¿qué es eso?


Gustavo, sin volverse y señalando sus muñecos,<br />

respondió:<br />

-¡Psch!... ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando<br />

su corona! Este tío es un sepulturero... Más<br />

allá...<br />

En esto observó Gustavo que todo el mundo<br />

se había puesto de pie y que el silencio era general.<br />

Volvió lentamente el rostro, y...<br />

-¡Aquí tiene usted uno que sobra! -exclamó<br />

el Director.<br />

Efectivamente Gustavo fue declarado cesante<br />

en el mismo día.<br />

Excuso decir que él se puso muy alegre;<br />

pues aquel alma delicada, a pesar de la repugnancia<br />

que le inspiraba el destino, lo aceptó por no<br />

hacer un desaire al amigo que se lo había proporcionado.<br />

Habíase propuesto Gustavo no mezclarse<br />

en política y vivir sólo de sus artículos literarios,<br />

cosa imposible en España, por lo escaso de la retribución<br />

y lo raro de la demanda; así es que tuvo que<br />

alternar los escritos con otros trabajos. De este<br />

género son las pinturas al fresco que deben de exis-


tir en el palacio de los señores maqueses de Remisa,<br />

cosa que ignorará el propietario, pues encargó<br />

la obra a un pintor de adorno, que, no sabiendo<br />

pintar las figuras, dio un jornal por ellas a Gustavo.<br />

Fundose después El Contemporáneo, y al<br />

brindarme con una plaza en su redacción el fundador<br />

y mi amigo D. José Luis Albareda, conseguí que<br />

también entrase a formar parte de ella el autor de<br />

este libro. Entonces escribió la mayor parte de sus<br />

leyendas y las Cartas desde mi celda, que causaron<br />

admiración grande en los círculos literarios de España.<br />

Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera<br />

de su alma en medio del arte, no existía la política<br />

de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles.<br />

Su corazón de artista, amamantado en la<br />

insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado<br />

entre catedrales góticas, calados ajimeces y vidrios<br />

de colores, vivía a sus anchas en el campo de la<br />

tradición; y encontrándose a gusto en una civilización<br />

completa, como lo fue la de la Edad Media, sus<br />

ideas artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante<br />

le hacían mirar con predilección marcada todo lo<br />

aristocrático e histórico, sin que por esto se negara<br />

su clara inteligencia a reconocer lo prodigioso de la


época en que vivía. Indolente, además, para las<br />

cosas pequeñas, y siendo los partidos de su país<br />

una de estas cosas, figuró en aquél donde tenía<br />

más amigos y en que más le hablaban de cuadros,<br />

de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles.<br />

Incapaz de odios, no puso sus envidiables condiciones<br />

de escritor a servicio de la ira, que, a haberlo<br />

hecho más positivas hubieran sido sus ventajas y<br />

más doradas las cintas de su ataúd. No estando<br />

destinado, por lo dulce de su temperamento, a causar<br />

el terror de nadie, ni apto su carácter noble para<br />

la adulación o la asiduidad del servilismo, condiciones<br />

que sustituyen con ventaja y provecho propio a<br />

la acometividad y energía. Gustavo no podía hacer<br />

gran papel entre las revueltas, distingos, escándalos,<br />

exhibiciones y favoritismos de los que, salvando<br />

rarísimos ejemplos, forman la mayoría de los afortunados<br />

en política, con relación a los bienes materiales;<br />

y hecho fiscal de novelas, desempeñó su<br />

destino lo mejor que pudo, haciendo dimisión tan<br />

luego como cayó del poder la persona que había<br />

firmado su nombramiento, el excelentísimo Sr. D.<br />

Luis González Bravo, artista como pocos y apreciador<br />

sincero y leal del mérito de Gustavo.<br />

El año 62, su hermano Valeriano, célebre ya<br />

en Sevilla por sus producciones pictóricas, vino a


eunirse y a vivir con él, como en los años de su<br />

niñez trabajosa. Después de graves disgustos<br />

domésticos que ambos experimentaron, cesante el<br />

poeta, el pintor sin la pensión, que devolvía en<br />

magníficos cuadros de costumbres al Ministerio de<br />

Fomento, la muerte comenzó a prepararles un recibimiento<br />

tan ingrato y oscuro como el que tuvieron<br />

en los primeros pasos de su vida. Volvieron los<br />

ímprobos trabajos de los primeros días, el malestar<br />

de la hora presente, la cruel incertidumbre de lo<br />

cercano; pero la desdicha tenía que habérselas con<br />

veteranos de sus rigores. Ambos hermanos unieron<br />

sus esfuerzos, y mientras el uno dibujaba admirablemente<br />

maderas para Gaspar y Roig o La Ilustración<br />

de Madrid, el otro traducía novelas insulsas o<br />

escribía artículos originales, como el de Las hojas<br />

secas, contentos con vivir juntos llevar pan a sus<br />

tiernos hijos, hablando el pintor de sus futuros cuadros,<br />

para cuando tuviera lienzos, y el poeta de sus<br />

grandiosas concepciones, para verlas realizadas<br />

cuando la perentoria necesidad del día no fuese<br />

precipitado final de sus ensueños.<br />

Una de las formas que más complacen a la<br />

Desgracia, entre el sinnúmero de sus horribles disfraces,<br />

es la de la Felicidad. Como el tigre con su<br />

presa, parece jugar con sus víctimas; y cuando el


golpear de sus fatales hábitos ha embotado las<br />

sensaciones, semeja abandonar a los que atormenta,<br />

y siempre acechando, deja que se olviden de<br />

ella, permite que el bienestar se introduzca temeroso<br />

aún en su morada, que los sueños color de rosa<br />

acaricien tímidas fantasías; y cuando ya el mortal,<br />

objeto de sus odios, creese libre de sus ultrajes,<br />

tiende de pronto su garra certera y pone fin con un<br />

tormento inesperado e irremediable a todas las<br />

agonías, helando en los labios la sonrisa de aquellos<br />

que ya empezaban a regocijarse con su huida.<br />

Esto aconteció en la morada de los hermanos<br />

Bécquer. Cuando ya habían conseguido unificando<br />

esfuerzos, organizar modesta manera de<br />

vivir; cuando un porvenir artístico e independiente<br />

les sonreía; cuando el trabajo comenzaba a ser en<br />

aquella casa de sosiego del precavido y no la precipitación<br />

del destajista; cuando ya se podía retratar a<br />

un amigo por obsequio y escribir una oda por entusiasmo,<br />

la muerte de Valeriano tiñó de luto el alma<br />

de sus amigos y contaminó con su frío el corazón<br />

de Gustavo, siéndole tanto más sensible el golpe,<br />

cuanto más refractario era aquel espíritu ideal a la<br />

seca verdad del no ser.


Herida sin cura aquel alma fuerte, pronto<br />

había de destruirse la débil materia que, a duras<br />

penas la había contenido. El 23 de Septiembre del<br />

año 70 dejó de existir Valeriano. El 22 de Diciembre<br />

del mismo año exhaló Gustavo su último suspiro.<br />

¡Extraña enfermedad y extraña manera de<br />

morir fue aquélla! Sin ningún síntoma preciso, lo<br />

que se diagnosticó pulmonía, convirtiose en hepatitis,<br />

tornándose a juicio de otros en pericarditis; y<br />

entre tanto el enfermo, con su cabeza siempre firme<br />

y con su ingénita bondad, seguía prestándose a<br />

todas las experiencias, aceptando todos los medicamentos<br />

y muriéndose poco a poco.<br />

Llegó por fin el fatal instante, y pronunciando<br />

claramente sus labios trémulos las palabras<br />

¡TODO MORTAL!... voló a su Creador aquel alma<br />

buena y pura, dotada de tan no comunes facultades<br />

artísticas, que yo, pudiendo apreciar por el continuado<br />

trato las mayores capacidades literarias de<br />

mi época, no vacilo en asegurar que ninguna he<br />

visto dotada a un tiempo de tantas condiciones<br />

creadoras, unidas a un gusto tan exquisito y elevado.<br />

Aunque, como se verá después en el rápido<br />

examen que de sus obras haga, deja impreso en


ellas lo bastante el carácter del genio para que se le<br />

señale un puesto entre nuestros escritores y poetas,<br />

los que le conocíamos admirábamos a Gustavo,<br />

más por lo que esperábamos de él que por lo que<br />

había hecho. Puede decirse que todo lo que concibió<br />

está escrito al volar de la pluma, sin recogimiento<br />

previo de las facultades intelectuales, y entre la<br />

algazara de redacciones de periódicos o bajo el<br />

influjo de premiosos instantes. Esto mismo, que ve<br />

la luz pública tal cual lo hemos hallado, no pensaba<br />

él publicarlo sin corregirlo antes cuidadosamente,<br />

porque lo había escrito deprisa y como para que no<br />

se le olvidasen asuntos e ideas que no le parecían<br />

malos.<br />

En cada punto de España que había visitado<br />

durante su vida artística, había levantado su<br />

fantasía poderosa, unida a su nada común saber,<br />

un mundo de tradiciones y de historia, sólo con ver<br />

brillar el bordado manto de santa imagen, o leyendo<br />

apenas una inscripción borrosa en oscuro rincón de<br />

arruinada abadía. Esto explica su estancia en el<br />

monasterio de Veruela, sus correrías por las provincias<br />

de Ávila y de Soria, y las idas y venidas a Toledo,<br />

donde vivió un año, y en donde estuvo tres días<br />

veinte antes de morir. Para él Toledo era sitio adorado<br />

de su inspiración; y la primera vez que con su


hermano fue a visitarle, ocurrioles un suceso por<br />

demás extraño.<br />

Una magnífica noche de luna decidieron<br />

ambos artistas contemplar su querida ciudad, bañada<br />

por la fantástica luz del tibio astro. Armado el<br />

pintor de lápices y el poeta-arquitecto de recuerdos,<br />

abandonaron la vetusta corte, y sobre arruinado<br />

muro entregáronse horas enteras a su charla artística,<br />

que puede el lector apreciar cuán interesante e<br />

instructiva sería leyendo los artículos sobre el Arte<br />

árabe en Toledo, La basílica de Santa Leocadia y<br />

La historia de San Juan de los Reyes, hecha por<br />

Gustavo en la magnífica obra que con el título de<br />

Historia de los Templos de España, comenzó a<br />

publicarse en Madrid por los años 57 y 58, bajo su<br />

dirección y propiedad; obra grandiosa, imaginada<br />

por él, y que, a haberse continuado, sería la mejor y<br />

más a propósito para hacer la crónica filosófica,<br />

artística y política de nuestra patria.<br />

Hallábanse departiendo los hermanos,<br />

cuando acercose una pareja de Guardias civiles,<br />

que por aquellos días, sin duda, andaban a caza de<br />

malhechores vecinos. Algo oyeron de ábsides, de<br />

pechinas, de ojivas y otros términos a la cual más<br />

sospechosos y enrevesados, unido a disertaciones


sobre el género plateresco de Berruguete y Juan<br />

Gúas, sobre el artificio de Juanelo, etc., y examinando<br />

el desaliño de los que tal hablaban, sus barbas<br />

luengas, sus exaltados modales, lo entrado de<br />

la hora, la soledad de aquellos lugares, y obedeciendo,<br />

sobre todo, a esa axiomática seguridad que<br />

tiene la policía de España para engañarse, dieron<br />

airados sobre aquellos pajarracos nocturnos, y a<br />

pesar de protestas y de no escuchadas explicaciones,<br />

fueron éstos a continuar sus escarceos artísticos<br />

a la dudosa y horripilante luz de un calabozo de<br />

la cárcel de Toledo. También el gobernador debía<br />

aguardar por aquellas cercanías la visita de temidos<br />

conspiradores, cuando, al amanecer, los delincuentes<br />

honrados continuaban en su mazmorra.<br />

Supimos todo esto en la redacción de El<br />

Contemporáneo, al recibir una carta explicatoria de<br />

Gustavo; toda llena de dibujos representando los<br />

detalles de la pasión y muerte probable de ambos<br />

justos. La redacción en masa escribió a los equivocados<br />

carceleros, y, por fin, vimos entrar sanos y<br />

salvos los presos parodiando ante nosotros con<br />

palabras y lápices las famosas prisiones de Silvio<br />

Pellico. ¿Quién en aquellos ojos brillantes, risas<br />

estripitosas y sorprendentes facilidades para todo lo


que era expresión de cualquier arte, hubiera podido<br />

predecir estéril e inoportuna muerte?<br />

Tal fue la vida de Gustavo. Diré algo sobre<br />

sus costumbres y carácter antes de hablar del escritor,<br />

porque esto que llamaré prólogo va haciéndose<br />

pesado, aunque los lectores buenos me lo dispensarán.<br />

Paréceme al escribirlo que estoy hablando<br />

con algo suyo; que al estampar cada frase en su<br />

alabanza, su infantil modestia se subleva, y que a<br />

cada error de estilo o grosería de lenguaje míos,<br />

sus nervios artísticos se crispan y su voz cariñosa<br />

me riñe, como otras veces, por mis innumerables<br />

descuidos y mi prisa en entregarme a la pereza.<br />

Gustavo era un ángel. Hay dos escritores a<br />

quienes en la vida he oído hablar mal de nadie. El<br />

uno era Bécquer, el otro es Miguel de los Santos<br />

Álvarez. Si a alguien se satirizaba injustamente, él<br />

lo defendía con poderosos argumentos; si la crítica<br />

era justa, un aluvión de lenitivos, un apurado golpe<br />

de candoroso ingenio o una frase compasiva y dulce<br />

cubría con un manto de espontánea caridad al<br />

destrozado ausente. Alguna vez escribió críticas. No<br />

hemos querido insertarlas; pues, cuando cumpliendo<br />

alguna misión las hacía de encargo, a cada línea<br />

protestaba de lo que censurando iba, y era de ver


su apuro, colocado entre el sacerdocio de la verdad<br />

y del arte, y la mansedumbre de su buen corazón.<br />

Si desde el cielo, en que de seguro habita, pues no<br />

es dado hallar infierno en otra vida al que en la tierra<br />

le tuvo, tiende los ojos sobre este libro, sólo<br />

hallará en él lo que escribió sin remordimientos de<br />

su bondad.<br />

La fecundidad e inventiva de Gustavo eran<br />

prodigiosas, y puede decirse que esto perjudicó a la<br />

importancia de sus escritos. Su manera de concebir<br />

no era embrionaria, sino clara, metódica y precisa,<br />

tanto, que a sus imaginaciones sólo faltaba un taquígrafo;<br />

pero encariñado con ellas y no queriéndolas<br />

escribir con la precipitación del oficio, sino con el<br />

reposo del artista, íbalas dejando para cuando pudiera<br />

conseguirlo.<br />

A fin de poseer el sustento, escribió mucho<br />

y en géneros diferentes, como zarzuelas, traducciones,<br />

artículos políticos y de crítica, un tomo sobre<br />

Los Templos de España, y tenía meditadas y bosquejadas,<br />

a la manera que antes he dicho, multitud<br />

de obras, cuyos títulos sólo revelan facultades extraordinarias.<br />

Para el teatro tenía concebidas, sin que faltara<br />

el más pequeño detalle, las obras siguientes: El


cuarto poder, comedia. -Los hermanos del dolor,<br />

drama. -El duelo, comedia. -El ridículo, drama. -<br />

Marta, poema dramático; -¡Humo!, ídem.<br />

Entre las novelas encuentro en sus apuntes<br />

los títulos que siguen: Vivir o no vivir. -El último valiente<br />

y El último cantador, de costumbres andaluzas.<br />

-Herrera. -Crepúsculos. -La conquista de Sevilla.<br />

En fantasías y caprichos, los que siguen: El<br />

rapto de Ganimedes, bufonada. -La vida de los<br />

muertos, leyenda fantástica. -La Diana india, estudio<br />

de la América. -La amante del sol, estudio griego. -<br />

La Bayadera, estudio indio. -Luz y nieve, estudio de<br />

las regiones polares.<br />

Tenía perfectamente ideadas las siguientes<br />

leyendas toledanas: El Cristo de la Vega, pintando<br />

un judío. -La fe salva. -La fundadora de conventos. -<br />

El hombre de palo, estudio sobre Juanelo. -La casa<br />

de Padilla, ocurrido sobre el solar abandonado. -La<br />

salve. -Los ángeles músicos. -La locura del genio,<br />

estudio sobre el Greco. -La lepra de la infancia,<br />

estudio sobre el Condestable de Borbón.


Lo primero que pensaba escribir a conciencia,<br />

según decía, era un poema en cuatro cantos,<br />

titulado Las estaciones.<br />

Además tenía proyectadas y hasta versos<br />

hechos, de las siguientes poesías, que cada una<br />

había de formar un libro, a saber: La oración de los<br />

reyes. -Los mártires del genio, poemas sobre los<br />

dolores de los hombres famosos. -Las tumbas, obra<br />

artística y poética; meditaciones sobre las sepulturas<br />

célebres. -Un mundo, poema sobre el descubrimiento<br />

de las Américas; y otros títulos y otros planes<br />

que la muerte ha encerrado con él en la tumba<br />

y cuya historia se haya escrita brevemente en el<br />

magnífico prólogo, original suyo, que a éste mío<br />

sigue, donde se hallan indicados la sospecha de su<br />

muerte y el martirio que tantas creaciones, a las que<br />

sólo faltaba un poco de actividad sosegada para ser<br />

reales, causaban en aquel cerebro tan potente y<br />

seguro.<br />

Todas las obras que contienen estos tomos<br />

han sido escritas, como ya he dicho, sin tomarse<br />

más tiempo para idearlas, que aquel que tardaba en<br />

dibujar con la pluma lo que había de describir o ser<br />

objeto de su inspiración; y era de ver los primores<br />

de sus cuartillas, festoneadas de torreones ruino-


sos, mujeres ideales, guerreros, tumbas, paisajes,<br />

esqueletos, arcos, guirnaldas y flores. Rara era la<br />

carta que salía de su mano sin ir llena de copias de<br />

lo que veía o caricaturas admirables sobre lo que<br />

narraba.<br />

Ni de su triste vida, ni de sus dolores físicos,<br />

quejábase nunca ni maldecía jamás. Mudo cuando<br />

era desgraciado, sólo tenía voz para expresar un<br />

momento de alegría. Cuando refería contrarios sucesos<br />

de su vida, lo hacía entre burlas o poetizando<br />

alegre y simpáticamente la desgracia. Así es que<br />

cuando leí sus Rimas me afectaron profundamente.<br />

La única vez que exhalaba quejas lo hacía en verso,<br />

y era que en aquella naturaleza artística, hasta el<br />

grito del dolor había de escucharse sin vulgaridad, y<br />

semejante a los gladiadores antiguos que dejaban<br />

caer con gracia el moribundo cuerpo, él no dejaba<br />

ver su lacerado espíritu, sino envuelto entre las<br />

elegantes formas del plasticismo sevillano, pura y<br />

rígida escuela a que sólo ha faltado ser más subjetiva<br />

y franca para ser perfecta.<br />

Tal era el hombre. Ocupémonos por fin del<br />

escritor y del poeta.<br />

Llegado a este punto, preciso es que abandone<br />

el alto criterio que las deslumbradoras faculta-


des de Gustavo y la especialidad de su trato habían<br />

engendrado en mis juicios, para examinar el conjunto<br />

de obras que nos lega; las cuales, a pesar de no<br />

ser aquellas en que yo fundaba mi segura confianza,<br />

forman, sin embargo, un conjunto que basta a<br />

dar idea fija de su importancia en el terreno de<br />

nuestra literatura.<br />

Sin entrar todavía en el campo de las relaciones,<br />

basta abrir esta obra por cualquiera de sus<br />

páginas para sentir en el mismo instante el ánimo<br />

agradablemente sorprendido, encontrándole fuera<br />

de esa atmósfera de lo vulgar, que tantos se afanan<br />

por romper, domeñando, sobre todo en España, la<br />

dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y analítico<br />

del sentir moderno. Aunque Gustavo, cuando<br />

escribía en reposo, jamás olvidaba que su cuna<br />

literaria se había mecido en la patria de Herrera,<br />

Rioja, Mármol y Lista, como quiera que es un escritor<br />

eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse<br />

en el análisis para su crítica la forma y la idea,<br />

dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando,<br />

obedeciendo la otra. En el fondo de sus escritos<br />

hay lo que podría llamarse realismo ideal, único<br />

realismo posible en artes, si no han de ser mera<br />

imitación de la naturaleza o anacronismo literario y<br />

han de llevar el sello de algo, creado por el artista.


Sorprende a veces su semejanza con ciertos autores<br />

alemanes, a quienes no había leído hasta hace<br />

muy poco, y a los que se parece, porque sus producciones<br />

están pensadas y escritas con la razón y<br />

la imaginación, que son en aquéllos inseparables y<br />

como dos buenas hermanas entre las que no hay<br />

secretos ni odios, reinando siempre armonía inalterable,<br />

producto del largo uso de la libertad de conciencia.<br />

Vese en Gustavo dominar siempre la idea a<br />

la forma, por más que ésta sea brillante y riquísima<br />

y oculte en apariencia a aquélla primorosamente;<br />

pues artista verdadero, es decir, hombre de sentimiento<br />

que atisba y oye repetirse dentro de su ser<br />

en mil ecos cualquier sensación externa, sabe permanecer<br />

siempre dentro del arte, o sease de lo<br />

bello, de lo bueno, de lo simpático, de lo sublime<br />

que casi todos fantaseamos aunque necesitemos<br />

las más de las veces que alguien, el genio, nos lo<br />

enseñe y explique para comprenderlo y precisarlo.<br />

Como todos los autores de estima, es Gustavo revolucionario,<br />

es decir, innovador y creador, amante<br />

de la verdad. En sus escritos tiende más a conmover<br />

que a enseñar; porque el tiempo y la razón a él<br />

y a aquéllos han demostrado que despertar los sentimientos<br />

que duermen en el fondo del alma es dar<br />

a los hombres la mejor enseñanza, llevándolos por


el camino de lo bello (en cualquier sentimiento fingido<br />

no hay belleza), a cuyo término está la única<br />

moral, la moral subjetiva, por decirlo así, la que se<br />

desprende de todas las sensaciones que han agitado<br />

una vida. Todo hombre que siente, esto es, que<br />

puede conmoverse profundamente, está en vías de<br />

perfeccionarse y de llegar a la verdadera moral; la<br />

moral, que a mi juicio es la vida de la idea, la Oda<br />

del cuerpo y del alma que viven en paz y armonía.<br />

Sí: Gustavo es revolucionario; porque, como<br />

los pocos que en las letras se distinguen por su<br />

originalidad y verdadero mérito, antes que escritor<br />

es artista, y por eso siente lo que dice mucho más<br />

de lo que expresa, sabiendo hacerlo sentir a los<br />

demás. Es revolucionario, como los alemanes, pero<br />

no por imitación, sino dentro de la espontaneidad y<br />

del arte cuyos límites, por muy dilatados que sean,<br />

no se pueden traspasar impunemente, aunque sí<br />

ensancharlos, siempre que la imaginación y la<br />

razón, la idea y la forma vayan unidas, sin separarse<br />

un ápice una de otra. He aquí por qué se parece<br />

a los alemanes, porque llega a esos límites, y sabe<br />

y tiene poder para agrandarlos, lo cual consiguen<br />

muy pocos. Sus leyendas, que pueden competir con<br />

los cuentos ds Hoffmann y de Grimm, y con las<br />

baladas de Rückert y de Uhland, por muy fantásti-


cas que sean, por muy imaginarias que parezcan,<br />

entrañan siempre un fondo tal de verdad, una idea<br />

tan real, que en medio de su forma y contextura<br />

extraordinarias, aparece espontáneamente un<br />

hecho que ha sucedido o puede suceder sin dificultad<br />

alguna, a poco que se analicen la situación de<br />

los personajes, el tiempo en que se agitan o las<br />

circunstancias que les rodean. No son una idea<br />

filosófica que oculta tal o cual cosa y que quiere<br />

decir esto o lo otro; no: contienen una realidad que,<br />

para grabarse más profundamente en el corazón,<br />

hiere primero la fantasía con deslumbradoras apariencias,<br />

y, disipadas éstas, queda espontánea,<br />

fuerte y erguida. De la verdad ha de brotar la filosofía,<br />

y no de ésta ha de resultar aquélla. Tal sucede<br />

en las leyendas, en los artículos y, sobre todo, en<br />

sus magníficas Cartas, modelos de buen decir, verdaderas<br />

obras maestras de fecundia y de lenguaje.<br />

El rayo de luna, Los ojos verdes, ¿qué son sino<br />

cuadros fantásticos en que tal vez la locura de un<br />

hombre hace brillar una idea para todos real y visible?<br />

Aquel contorno de mujer que dibuja la luna, al<br />

atravesar las inquietas ramas de los árboles; aquel<br />

hada de ojos verdes que habita en el fondo del lago<br />

¿qué representan sino la mujer ideal, pura, que<br />

inspira el amor de los amores, el amor que todo


corazón noble desea y siente, amor interno, duradero,<br />

que jamás se encuentra en la tierra? ¿Qué significa<br />

aquel Miserere magnífico de las montañas, que<br />

va a escuchar un músico extraño, y al que pone<br />

notas tan extrañas como él, sino ese anhelar del<br />

artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación<br />

eterna por hallar digno ropaje, línea<br />

precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota<br />

adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos<br />

brillantes de su fantasía? ¿Qué nos enseña aquel<br />

viejo Órgano de Maese Pérez, que nadie puede<br />

hacer sonar delante de Dios y del mundo, a no ser<br />

su propio espíritu, sino la imposibilidad de las escuelas,<br />

ese arte de las serviles imitaciones, en que<br />

no deben suceder falsos Rafaeles, Ticianos y<br />

Velázquez a los que así se llamaron en la tierra, a<br />

menos que Dios no haga el milagro de permitir bajar<br />

del cielo el ánima que le entregaron con el último<br />

estertor de la agonía?<br />

Y si, teniendo presente que se publican sus<br />

obras después de muerto el autor y sin la menor<br />

enmienda, examinamos el estilo, la propiedad, el<br />

profundo conocimiento de épocas lejanas y de costumbres<br />

ya idas, no podremos menos de admirar<br />

consorcio tan sorprendente entre la espontaneidad<br />

y el estudio, entre lo fantástico y lo real.


Otra de las particularidades de Gustavo, la<br />

más esencial a mi juicio, la que más claramente<br />

revela su genio noble y elevado, es que personalmente<br />

siente y manifiesta sus particulares sensaciones,<br />

resultando, y así debe de ser, que aquéllas<br />

son comprensibles para todos, porque las experimenta<br />

ni más ni menos que como cualquier otro, si<br />

bien revela la manera de percibirlas bajo una forma<br />

poética, a fin de despertar esos mismos sentimientos<br />

en los demás. Sus pasiones, sus alegrías, sus<br />

aspiraciones, sus dolores, sus esperanzas sus desengaños,<br />

son espontáneos, e ingenuos, y semejantes<br />

a los que lleva en sí todo corazón, por insensible<br />

que sea. Esta particularidad se revela en sus poesías<br />

con más fuerza que en sus otros escritos. No<br />

finge nunca, dándole proporciones estéticas que al<br />

pronto la hacen parecer grande, una pasión exagerada;<br />

atento siempre a la verdad dentro del arte,<br />

habla según siente, y teniendo el don de sentir lo<br />

que impresiona a la colectividad, don tan sólo concedido<br />

al genio, apodérase de todos los corazones,<br />

que admíranse de ver a otro sorprender sus secretos<br />

y decir cuanto les conmueve, impresión que<br />

cada cual creía exclusivamente suya.<br />

¿Por qué esta poesía subjetiva ha brillado<br />

tan poco en España, y cuando tal ha sucedido se ha


verificado dentro de una excepción del sentimiento<br />

humano?<br />

No creo tanto en la influencia de las razas<br />

como en la de las religiones, que, generando las<br />

costumbres, preparan una política, una literatura, un<br />

arte general dados, los cuales llegan a ser medios<br />

en que se desarrollan fatalmente las inteligencias.<br />

Asombra contemplar lo que pudo ser la nación<br />

española inmediatamente después de la conquista<br />

de Granada y al advenimiento de Carlos V.<br />

Era tanto el empuje de la anterior civilización, nacida<br />

entre la fe y la guerra, entre el amor y el odio,<br />

que puede afirmarse la imposibilidad de encontrar,<br />

en igual período de tiempo y circunstancias, pueblo<br />

que hubiese adelantado más terreno en ciencias y<br />

en artes.<br />

Aparece primero la poesía anónima y heroica;<br />

inmediatamente la mística y didáctica, de Berceo<br />

y Alonso el Sabio, con la cual la prosa castellana,<br />

abandonando su hermosa cuna del Lacio, declárase<br />

libre de la anterior tutela, hermoseada y rejuvenecida<br />

por la literatura provenzal y arábiga. El<br />

pueblo que antes que ningún otro de Europa adquiría<br />

derechos y municipios, creó una forma exclusivamente<br />

suya, cantando la gloria de sus héroes, la


eligión que le animaba y el amor que le enardecía,<br />

en un metro que no tiene semejante en otro idioma.<br />

El príncipe Juan Manuel burlábase de las<br />

pretensiones de los frailes y de la alquimia de su tío<br />

Alonso el Sabio; el arcipreste de Hita dejábase inspirar,<br />

ya por Epicuro, ya por Cristo; la Danza de la<br />

Muerte rivalizaba con todas las composiciones de<br />

su género en tétrica fantasía, y Pedro López de<br />

Ayala llevaba a la poesía la política.<br />

El arte subjetivo, aunque materialista, de la<br />

literatura árabe, encontraba eco en Jorge Manrique;<br />

los libros de caballerías no agotaban riquísimas<br />

imaginaciones, y las crónicas y los crepúsculos del<br />

teatro, y la arquitectura y las ciencias, y el ingenio<br />

humano en todas sus manifestaciones, con un<br />

carácter eminentemente nacional, recibían, entre la<br />

tolerancia de cultos y las libertades de los pueblos,<br />

el influjo de todo lo bello, de todo lo grande y de<br />

todo lo útil.<br />

La poesía subjetiva no había brotado aún,<br />

porque no era tiempo, pues ocupados los poetas en<br />

ensalzar a sus héroes, en adorar a sus santos, aliados<br />

fieles en guerras contra agarenos, y en reconquistar<br />

para la religión y la patria antiguas el terreno<br />

arrebatado, no habían abandonado todavía el cam-


po de batalla, la plática en la asediada tienda de<br />

combate, ni el rezo a favor de la victoria entre las<br />

arcadas del templo, para sustituir el mundo exterior,<br />

que les embargaba, con la contemplación de sí<br />

mismos, al contacto de una sociedad tranquila y<br />

adecuada a la reflexión y al examen.<br />

Llegó por fin el momento de reposo; y como<br />

si la Providencia, que vela por el equilibrio de las<br />

leyes materiales, temiese que tanta fuerza moral<br />

acumulada desnivelase el mundo, abrió las playas<br />

apartadas, con objeto de librar a Europa de la peligrosa<br />

energía de los españoles, y sentó en su trono<br />

un rey, emperador de lejanos países, precediéndole<br />

en el gobierno un monje de carácter tan elevado y<br />

firme, como hábil y fanático.<br />

Al mismo tiempo que las Américas se descubrían,<br />

la Inquisición, oponiéndose a la reforma y<br />

consiguiendo brillantemente alejarla de España,<br />

comenzó a pesar sobre todas las inteligencias, y sin<br />

su permiso, ni podía la fantasía crear, ni inquirir el<br />

alma humana.<br />

Sintiose el hombre posesor de un espíritu<br />

peligroso, y apartando la vista de este enemigo<br />

interno, que podía rodear su cuerpo de las horribles<br />

llamas del Santo Oficio, suprimió su personalidad en


todas las concepciones de su inteligencia, y semejante<br />

a tímidas aves que vuelan rastreando o se<br />

pierden tras las nubes, la hipocresía de la forma<br />

ocultó los sentimientos, o el misticismo fue el espacio<br />

a que se remontó sereno el espíritu, sin que por<br />

ello lograra escapar a persecuciones inesperadas:<br />

Todos los escritores y poetas subjetivos<br />

castellanos, Santa Teresa, Fr. Luis de León, San<br />

Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada,<br />

a pesar de haber sido después canonizados, tuvieron<br />

que humillar sus puras frentes y anublar sus<br />

radiantes inteligencias ante las negras sotanas de<br />

los inquisidores.<br />

Si esto pasaba a los que eran poeta-santos,<br />

¿qué suplicio no hubiera encontrado el simple poeta<br />

terrenal, exponiendo su alma desnuda a la zarpa de<br />

la Inquisición o al anatema de los conventos?<br />

Derruida, por otra parte, la estructura nacional<br />

política en los campos de Villalar, la forma tradicional<br />

poética y artística perturbose también con<br />

influencias extrañas; pero era tal el empuje recibido<br />

y tan peculiar y genérico nuestro carácter propio,<br />

que no bastaron a destruirle tan instantáneos y<br />

rápidos contratiempos.


Desapareció el análisis de la verdad, es<br />

cierto, en todo el territorio de España; pero no la<br />

fantasía ni la riquísima vena de los españoles.<br />

Perseguido el pensamiento, no murió entre<br />

las manos que le apretaban, sino que, amoldándose,<br />

como cuerpo fluido e impalpable, a la forma de<br />

la materia que le oprimía, se escapaba ufano por<br />

todas las aberturas.<br />

El poeta que amaba hacía responsables de<br />

sus delirios a pastores y héroes de la Mitología, y<br />

los grandes alientos, las dudas del alma, los placeres<br />

de la tierra encontraron hombres sin existencia<br />

real, mundo ficticio en que desarrollarse, dentro de<br />

nuestro inmortal teatro, donde parece que sus grandes<br />

genios se vengaron de la tiranía social que les<br />

oprimía, encerrando todos los preceptos bajo llave y<br />

creando con la anarquía dramática el moderno romanticismo,<br />

que no es más que la libertad de pensamiento<br />

en artes.<br />

Pero, entretanto, la poesía lírica, esencialmente<br />

subjetiva, desarrollábase dentro de los estrechos<br />

límites de la forma, acortando su vuelo a medida<br />

que se perfeccionaba, y manteniendo su existencia,<br />

bien invadiendo el teatro, bien ensalzando a


las veces triunfos compatibles con la religión y la<br />

patria.<br />

Sólo Rioja, ese gran genio de la escuela sevillana,<br />

abre su alma a la verdad, y en aquella<br />

magnífica turquesa de su estilo funde sus cantares,<br />

ya anonadando cortesanos aduladores, ya vertiendo<br />

lágrimas ante los estragos del tiempo, ya cantando<br />

las flores hermosas, tan puras como su alma, que<br />

se transparenta siempre a través de sus poesías.<br />

Pero no todos tenían la rigidez de su espíritu,<br />

y ya la forma había dado de sí cuanto pudiera.<br />

Los retruécanos, la mitología, los diferentes metros,<br />

los idiomas afines al castellano, todo se había agotado.<br />

No había más remedio que lanzarse en el<br />

terreno de la idea y de la verdad, cuya puerta vigilaba<br />

la Inquisición, o introducir la anarquía del despecho<br />

en el campo de las formas.<br />

Góngora, Luzbel de nuestra literatura, lanzando<br />

por la tradición del cielo de la libertad y queriendo<br />

progresar dentro de lo limitado y finito, introdujo<br />

el estilo culterano.<br />

La Inquisición mató la espontaneidad y el<br />

análisis. El orgullo quebró el cincelado vaso de obligados<br />

pensamientos.


Quedó únicamente la sátira, revoloteando<br />

ya alegre y licenciosa, ya altiva y soberbia, sobre la<br />

frente del profundo Quevedo, a quien no valió su<br />

astucia para pensar libremente en una mazmorra.<br />

Imperó la teocracia, y un idiota fue su última<br />

víctima y su ejemplar producto. No llegó a España<br />

la libertad del pensamiento; pero sí, con el nieto de<br />

Luis XIV, el principio de autoridad literario, y Moratín<br />

reglamentó de nuevo el arte, severamente conservado<br />

por la escuela sevillana.<br />

Tras la revolución francesa operose la revolución<br />

del mundo, y Quintana levantó su poderoso<br />

astro entre himnos a la libertad y severas justicias<br />

de los tiranos. Con la invasión volvió España a pelear<br />

para verse independiente, y una vez triunfante,<br />

no quiso volver a dormir el narcótico sueño de tres<br />

siglos. Las artes resucitaron, el teatro volvió a levantarse,<br />

y la poesía lírica, tan perfecta en la forma<br />

como en otros días, tuvo por sacerdotes de su culto<br />

hombres libres.<br />

Mientras Zorrilla nos refiere imperecederas<br />

tradiciones, Espronceda nos habla de sí mismo y<br />

del alma humana, y con él esa poesía subjetiva,<br />

producto de la libertad del pensamiento, toma<br />

carácter de naturaleza entre nosotros, demasiado


apegados aún a la admiración de tiempos que pasaron,<br />

hasta el punto de que hombres casi demagogos<br />

son perfectos reaccionarios en cuanto hablan<br />

en verso.<br />

No quiero por esto decir que la poesía lírica<br />

ha de ser política. ¡Líbreme Dios de verla por este<br />

camino! Pero cuando lo sea, debe representar su<br />

tiempo, como las obras que forman el glorioso catálogo<br />

de nuestro Parnaso.<br />

Creo haber probado lo bastante que, lejos<br />

de ser la poesía esencialmente subjetiva imitación<br />

de extranjeros líricos, es resultado natural de la<br />

moderna civilización, por lo cual comienza hoy a<br />

nacer en España, más atrasada en todo que otros<br />

países.<br />

A consecuencia de lo apuntado, y volviendo<br />

a ocuparme de las poesías de Bécquer, diré que,<br />

aunque hay un gran poeta alemán, Enrique Heine, a<br />

quien puede creerse ha imitado Gustavo, esto no es<br />

cierto, si bien entre ambos existe mucha semejanza.<br />

Heine, más independiente, es, sin embargo,<br />

menos artista que Gustavo, y el deseo de ser original<br />

lo arrastra a veces más allá de lo verdadero,<br />

siendo excéntrico y escéptico, no porque él real-


mente lo sea, sino porque cree singularizarse de<br />

este modo, sin notar que abandonando la verdad,<br />

huye del arte, que es la unidad, de la que nadie se<br />

separa impunemente. En su poema Germania, en<br />

su libro de Lázaro, hay pruebas de lo que digo, si<br />

bien, por fortuna, están escondidas entre multitud<br />

de bellezas de primer orden. Otro autor a quien<br />

Gustavo se asemeja es Alfred de Musset. Nada<br />

tiene de extraño, pues como él educose en el clasicismo.<br />

Sin embargo, es menos mundano y ardiente<br />

que el inspirado poeta de las Cuatro noches.<br />

Las rimas de Gustavo, en que a propósito<br />

parece huir de la ilusión del consonante y del metro,<br />

para no herir el ánimo del lector más que con la<br />

importancia de la idea, son, a mi ver, de un valor<br />

inapreciable en nuestra literatura.<br />

Generalmente las poesías son cortas, no<br />

por método o por imitación, sino porque para expresar<br />

cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan<br />

muchas palabras. Una reflexión, un dolor,<br />

una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente;<br />

pero se han de expresar con rapidez, si se quiere<br />

herir en los demás la fibra que responde al mismo<br />

efecto. De aquí la explicación de esas composiciones<br />

cortas, que han nacido modernamente en


Alemania donde todos los grandes poetas las han<br />

cultivado, Gœthe, Schiller, Heine y otros han escrito<br />

multitud de lieder (lied, canción), que constituyen la<br />

actual poesía lírica alemana.<br />

En España, aunque inculto, existe hace<br />

tiempo ese género, como lo prueban la infinidad de<br />

nuestros cantares populares, en que no se sabe<br />

qué admirar más, si lo profundo de los sentimientos<br />

y reflexiones, o la concisión y naturalidad del estilo.<br />

Todas las rimas de Gustavo forman, como<br />

el Intermezzo de Heine, un poema, más ancho y<br />

completo que aquél, en que se encierra la vida de<br />

un poeta. Son, primero las aspiraciones de un corazón<br />

ardiente, que busca en el arte la realización<br />

de sus deseos, dudando de su destino, como cuando<br />

exclama:<br />

Saeta que voladora<br />

cruza, arrojada al azar,<br />

sin adivinarse dónde<br />

temblando se clavará;<br />

gigante ola que el viento


iza y empuja en el mar,<br />

y rueda y pasa y se ignora<br />

qué playa buscando va.<br />

Siéntese poeta, y dice:<br />

Espíritu sin nombre,<br />

indefinible esencia,<br />

yo vivo con la vida<br />

sin formas de la idea.<br />

Yo ondulo con los átomos<br />

del humo que se eleva,<br />

y al cielo lento sube<br />

en espiral inmensa.<br />

Yo, en los dorados hilos<br />

que los insectos cuelgan,


me mezco entre los árboles<br />

en la ardorosa siesta.<br />

Yo, en fin, soy ese espíritu,<br />

desconocida esencia,<br />

perfume misterioso<br />

de que es vaso el poeta.<br />

No encontrando realizada su ilusión en la<br />

gloria, vuélvese espontáneamente hacia el amor,<br />

realismo del arte, y se entrega a él y goza un momento,<br />

y sufre y llora, y desespera largos días, porque<br />

es condición humana, indiscutible como un<br />

hecho consumado, que el goce menor se paga aquí<br />

con los sufrimientos más atroces. Anúnciase esta<br />

nueva fase en la vida del poeta con la magnífica<br />

composición que, no sé por qué, me recuerda la<br />

atrevida manera de decir del Dante:<br />

Los invisibles átomos del aire<br />

en derredor palpitan y se inflaman...


mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?<br />

-¡Es el amor que pasa!<br />

Sigue luego desenvolviéndose el tema de<br />

una pasión profunda, tan sencilla como espontánea.<br />

Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa<br />

que<br />

Ella tiene la luz, tiene él perfume,<br />

el color y la línea,<br />

la forma, engendradora de deseos,<br />

la expresión, fuente eterna de poesía,<br />

conmueve y fija el corazón del poeta que se<br />

abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea. La<br />

pasión es desde su principio inmensa, avasalladora<br />

y con razón, puesto que se ve correspondida, o al<br />

menos, parece satisfecha del objeto que la inspira:<br />

una mujer hermosa, aunque sin otra buena cualidad,<br />

porque es ingrata y estúpida. ¡Tarde lo conoce,<br />

cuando ya se siente engañado y descubre, dentro<br />

de un pecho tan fino y suave, un corazón nido de<br />

sierpes, en el cual no hay una fibra que al amor<br />

responda! Aquí, en medio de sus dolores, llega el<br />

poeta a la desesperación; pero cuando ésta le lleva


ya al punto en que se pierde toda esperanza, él se<br />

detiene espontáneamente, medita en silencio, y<br />

aceptando por último su parte de dolor en el dolor<br />

común, prosigue su camino, triste, profundamente<br />

herido, pero resignado; con el corazón hecho pedazos,<br />

pero con los ojos fijos en algo que se le revela<br />

como reminiscencia del arte, a cuyo impulso brotaron<br />

sus sentimientos.<br />

Piensa antes en lo solos que se quedan los<br />

muertos, y siente dentro de la religión de su infancia<br />

un nuevo amor, que únicamente pueden sentir los<br />

que sufren mucho y jamás se curan; un amor ideal,<br />

puro, que no puede morir ni aun con la muerte, que<br />

más bien la desea, porque es tranquilo como ella,<br />

¡como ella callado y eterno! Se enamora de la estatua<br />

de un sepulcro, es decir, del arte, de la belleza<br />

ideal, que es el póstumo amor, para siempre duradero,<br />

por lo mismo que nunca se ve por completo<br />

correspondido. En mi incompetencia, declaro que<br />

esta composición última me parece una de las más<br />

perfectas en castellano, no sólo por su vaguedad,<br />

misterio y dificultad de precisar claramente, sino por<br />

lo correcto y acabado de la forma.<br />

Tal fue Gustavo A. Bécquer, como hombre y<br />

como poeta, en lo que puede apreciar el público.


Todo lo que atesoraba en su imaginación<br />

está dicho en el siguiente prólogo suyo.<br />

Leedlo pronto y olvidad el mío, escrito nada<br />

más que por acompañarle siempre. Él sólo, desde<br />

la otra vida, podrá apreciarlo.<br />

¡Ojalá seas eterno, libro que compendias la<br />

vida de mi pobre amigo!<br />

RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA.


Introducción<br />

Por los tenebrosos rincones de mi cerebro,<br />

acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes<br />

hijos de mi fantasía, esperando en silencio que<br />

el arte los vista de la palabra para poderse presentar<br />

decentes en la escena del mundo.<br />

Fecunda, como el lecho de amor de la miseria,<br />

y parecida a esos padres que engendran más<br />

hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe<br />

y pare en el misterioso santuario de la cabeza,<br />

poblándola de creaciones sin número, a las cuales<br />

ni mi actividad ni todos los años que me restan de<br />

vida serían suficientes a dar forma.<br />

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos<br />

y barajados en indescriptible confusión, los siento<br />

a veces agitarse y vivir con una vida oscura y<br />

extraña, semejante a la de esas miríadas de<br />

gérmenes que hierven y se estremecen en una<br />

eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra,<br />

sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la<br />

superficie y convertirse al beso del sol en flores y<br />

frutos.<br />

Conmigo van, destinados a morir conmigo,<br />

sin que de ellos quede otro rastro que el que deja


un sueño de la media noche, que a la mañana no<br />

puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante<br />

esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de<br />

la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso<br />

tumulto, buscan en tropel por donde salir a la<br />

luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que<br />

entre el mundo de la idea y el de la forma existe un<br />

abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra,<br />

tímida y perezosa, se niega a secundar sus<br />

esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después<br />

de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo.<br />

¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas,<br />

si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó<br />

el remolino!<br />

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la<br />

imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas<br />

son la causa, desconocida para la ciencia, de mis<br />

exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal,<br />

vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la<br />

indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi<br />

cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas<br />

tienen un término, y a éstas hay que ponerles punto.<br />

El insomnio y la fantasía siguen y siguen<br />

procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones,<br />

apretadas ya como las raquíticas plantas de un


vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia<br />

disputándose los átomos de la memoria, como el<br />

escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir<br />

paso a las aguas profundas, que acabarán por romper<br />

el dique, diariamente aumentadas por un manantial<br />

vivo.<br />

¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida<br />

que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo<br />

suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque<br />

sea de harapos, lo bastante para que no avergüence<br />

vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para<br />

cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida<br />

de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver<br />

con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera<br />

poder cincelar la forma que ha de conteneros,<br />

como se cincela el vaso de oro que ha de guardar<br />

un preciado perfume. Mas es imposible.<br />

No obstante, necesito descansar: necesito,<br />

del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas<br />

hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico<br />

empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener<br />

tantos absurdos.<br />

Quedad, pues, consignados aquí, como la<br />

estela nebulosa que señala el paso de un desconocido<br />

cometa, como los átomos dispersos de un


mundo en embrión que aventa por el aire la muerte,<br />

antes que su creador haya podido pronunciar el flat<br />

lux que separa la claridad de las sombras.<br />

No quiero que en mis noches sin sueño<br />

volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante<br />

procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones<br />

que os saque a la vida de la realidad del<br />

limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin<br />

consistencia. No quiero que al romperse este arpa<br />

vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento,<br />

las ignoradas notas que contenía. Deseo<br />

ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo,<br />

una vez vacío, apartar los ojos de este otro<br />

mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido<br />

común, que es la barrera de los sueños, comienza a<br />

flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan<br />

y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas<br />

he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos<br />

se reparten entre fantasmas de la imaginación y<br />

personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos,<br />

nombres y fechas de mujeres y días que han muerto<br />

o han pasado, con los días y mujeres que no han<br />

existido sino en mi mente. Preciso es acabar<br />

arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.


Si morir es dormir, quiero dormir en paz en<br />

la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi<br />

pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a<br />

la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a<br />

cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él<br />

como el eco que encontraron, en un alma que pasó<br />

por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas<br />

y sus luchas.<br />

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta<br />

para el gran viaje. De una hora a otra puede<br />

desligarse el espíritu de la materia para remontarse<br />

a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda,<br />

llevar conmigo, como el abigarrado equipaje<br />

de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos<br />

que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes<br />

del cerebro.<br />

Junio de 1868.


<strong>Leyendas</strong><br />

La creación<br />

Poema indio<br />

I<br />

Los aéreos picos del Himalaya se coronan<br />

de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y<br />

sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan<br />

nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un<br />

rocío de perlas.<br />

Sobre la onda pura del Ganges se mece la<br />

simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su<br />

víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las<br />

plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del<br />

viajero.<br />

En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos,<br />

cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado<br />

peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan<br />

desde el sueño a la muerte.<br />

El amor es un caos de luz y de tinieblas; la<br />

mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el<br />

hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida,


en fin, puede compararse a una larga cadena con<br />

eslabones de hierro y de oro.<br />

II<br />

El mundo es un absurdo animado que rueda<br />

en el vacío para asombro de sus habitantes.<br />

No busquéis su explicación en los Vedas,<br />

testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni<br />

en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras<br />

galas de la poesía, se acumulan disparates<br />

sobre disparates acerca de su origen.<br />

Oíd la historia de la creación tal como fue<br />

revelada a un piadoso brahmín, después de pasar<br />

tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación<br />

de sí mismo, y con los índices levantados hacia el<br />

firmamento.<br />

III<br />

Brahma es el punto de la circunferencia; de<br />

él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni<br />

tendrá fin.<br />

Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo,<br />

la Maya flotaba a su alrededor como una niebla<br />

confusa, pues absorto en la contemplación de sí<br />

mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.


Como todo cansa, Brahma se cansó de<br />

contemplarse, y levantó los ojos de una de sus cuatro<br />

caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado<br />

los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba<br />

todo, y todo era él.<br />

La mujer hermosa, cuando pule el acero y<br />

contempla su imagen, se deleita en sí misma; pero<br />

al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si<br />

no los encuentra, se aburre.<br />

Brahma no es vano como la mujer, porque<br />

es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo,<br />

solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de<br />

ojos para verse.<br />

IV<br />

Brahma deseó por primera vez, y su deseo,<br />

fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo<br />

brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes<br />

a esos átomos microscópicos y encendidos<br />

que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la<br />

copa de los árboles.<br />

Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse<br />

produjo miríadas de seres destinados a entonar<br />

himnos de gloria a su criador.


Los gandharvas, o cantores celestes, con<br />

sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores,<br />

sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles,<br />

arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella<br />

brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las<br />

tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario<br />

en la cúspide.<br />

V<br />

Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos,<br />

traviesos e incorregibles, comienzan por<br />

hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen<br />

por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de<br />

acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantesco<br />

cisne, que como un corcel de nieve lo<br />

paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de<br />

gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al<br />

fondo de su santuario.<br />

Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se<br />

percibe el rumor más leve, donde reina el augusto<br />

silencio de la soledad, y su profunda calma convida<br />

a las meditaciones, Brahma, buscando una distracción<br />

con que matar su eterno fastidio, después de<br />

cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose<br />

a la alquimia.


VI<br />

Los sabios de la tierra qué pasan su vida<br />

encorvados sobre antiguos pergaminos, que se<br />

rodean de mil objetos misteriosos y conocen las<br />

extrañas propiedades de las piedras preciosas, los<br />

metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio<br />

de esta ciencia transformaciones increíbles. El<br />

carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro,<br />

descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y<br />

arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.<br />

Si todo esto consigue un mortal miserable<br />

con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo<br />

que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.<br />

VII<br />

De un golpe creó los cuatro elementos, y<br />

creó también a sus guardianes. Agni, que es el<br />

espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en<br />

el huracán; Varuna, que se levuelve en los abismos<br />

del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas<br />

subterráneas de los mundos, y vive en el seno<br />

de la creación.<br />

Después encerró en redomas transparentes<br />

y de una materia nunca vista gérmenes de cosas


inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades,<br />

virtudes, principios de dolor y de gozo de<br />

muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió<br />

en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita<br />

poniéndole un rótulo escrito a cada una de las<br />

redomas.<br />

VIII<br />

La turba de rapaces que ensordecía en tanto<br />

con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos<br />

inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su<br />

señor. -¿Dónde estará? -exclamaban los unos-.<br />

¿Qué hará? -decían entre sí los otros-; y no eran<br />

parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas<br />

de negro humo que veían salir en espirales<br />

inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos<br />

de fuego que desde el mismo punto se lanzaba<br />

volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda<br />

luminosa y magnífica.<br />

IX<br />

La imaginación de los muchachos es un<br />

corcel, y la curiosidad la espuela que lo aguijonea y<br />

lo arrastra a través de los proyectos más imposibles.<br />

Movidos por ella los microscópicos cantores,<br />

comenzaron a trepar por las piernas de los elefan-


tes que sustentan los círculos del ciclo, y de uno en<br />

otro se encaramaron hasta el misterioso recinto,<br />

dónde Brahma permanecía aún, absorto en sus<br />

especulaciones científicas.<br />

Una vez en la cúspide, los más atrevidos se<br />

agruparon alrededor de la puerta, y uno por el ojo<br />

de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de<br />

los mal unidos tableros, penetraron con la mirada en<br />

el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.<br />

El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no<br />

pudo menos de sorprenderles.<br />

X<br />

Allí había diseminadas, sin orden ni concierto,<br />

vasijas y redomas colosales de todas hechuras y<br />

colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros<br />

y fragmentos de lunas yacían confundidos con<br />

hombres a medio modelar, proyectos de animales<br />

monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros<br />

en folio e instrumentos extraños. Las paredes<br />

estaban llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos<br />

y fórmulas mágicas, y en medio del aposento,<br />

en una gigantesca marmita colocada sobre<br />

una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo,<br />

mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia


combinación habían de resultar las creaciones perfectas.<br />

XI<br />

Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho<br />

brazos y sus diez y seis manos para tapar y destapar<br />

vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba<br />

algunas veces un gran canuto, a manera de<br />

cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas<br />

de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo<br />

sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los<br />

abismos del cielo, y soplaba en la una punta, apareciendo<br />

en la otra un globo candente que al lanzarse<br />

comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de<br />

los otros que ya flotaban en el espacio.<br />

XII<br />

Inclinado sobre el abismo sin fondo, el<br />

creador los seguía con una mirada satisfecha, y<br />

aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados<br />

de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación,<br />

que son esos astros que, semejantes a los<br />

soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban<br />

un himno de alegría a su Dios, girando sobre<br />

sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa<br />

y solemne.


Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse<br />

ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí,<br />

llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo<br />

grandioso.<br />

XIII<br />

Cansose Brahma de hacer experimentos, y<br />

abandonando el laboratorio, no sin haberle echado,<br />

al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a<br />

montar sobre su cisne con el objeto de tomar aire.<br />

Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que<br />

todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que, abstraído<br />

en sus ideas, había echado la llave en falso! No le<br />

pasó lo mismo a la inquieta turba de rapaces, que,<br />

notando el descuido, le siguieron a larga distancia<br />

con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja<br />

poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza,<br />

aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el<br />

laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él<br />

como en su casa.<br />

XIV<br />

Pintar la escena que entonces se verificó en<br />

aquel recinto sería imposible.<br />

Primeramente examinaron todos los objetos<br />

con el mayor asombro, luego se atrevieron a tocar-


los, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza.<br />

Echaron pergaminos en la lumbre para que sirvieran<br />

de pasto a las llamas: destaparon las redomas,<br />

no sin quebrar algunas; removieron las vasijas,<br />

derramando su contenido, y después de oler,<br />

probar y revolverlo todo, los unos se colgaban de<br />

los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes<br />

de las bóvedas para secarse; los otros se subían<br />

por las osamentas de los gigantescos animales,<br />

cuyas formas no habían agradado al Señor. Y<br />

arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras<br />

de papel, y se coloraron los compases entre las<br />

piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas<br />

de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.<br />

Por último, cansados de enredar, decidieron<br />

hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.<br />

XV<br />

Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y<br />

las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó<br />

el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una<br />

columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre<br />

aquél un elixir misterioso que contenía una redoma,<br />

con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del<br />

receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo<br />

su conductor. A cada nuevo ingrediente que arroja-


an en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas<br />

azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre<br />

con gritos de júbilo y risotadas interminables.<br />

XVI<br />

Allí mezclaron y confundieron todos los<br />

elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la<br />

fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo,<br />

los gérmenes del hielo destinados a mundos hechos<br />

de maner a que el frío causase una fruición deleitosa<br />

en sus habitadores, y los del calor compuestos<br />

para globos cuyos seres se habían de gozar en las<br />

llamas; y revolvieron los principios de la divinidad, el<br />

espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango,<br />

confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y<br />

los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la<br />

muerte.<br />

Aquellos elementos tan contrarios rabiaban<br />

al verse juntos en el fondo de la marmita.<br />

XVII<br />

Hecha la operación, uno de ellos se arrancó<br />

una pluma de las alas, le cortó las barbas con los<br />

dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a<br />

inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y apa-


eció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro,<br />

aplastado por los polos, que volteaba de medio<br />

ganchete, con montañas de nieve y arenales<br />

encendidos, con fuego en las entrañas y océanos<br />

en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa,<br />

con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro.<br />

El principio de muerte, destruyendo cuanto existe,<br />

y el principio de vida con conatos de eternidad,<br />

reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un<br />

mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro<br />

mundo, en fin.<br />

Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle<br />

rodar en el vacío de un modo tan grotesco, lo<br />

saludaron con una inmensa carcajada, que resonó<br />

en los ocho círculos del Edén.<br />

XVIII<br />

Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en<br />

sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La<br />

indignación llameó en sus pupilas; su airado acento<br />

atronó el cielo y amedrantó a la turba de muchachos,<br />

que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés;<br />

y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme<br />

creación para destruirla; ya el solo amago había<br />

producido en ella esa gran catástrofe que aún recordamos<br />

con el nombre del diluvio, ruando uno de


los gandharvas, el más travieso, pero el más mono,<br />

se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos: -<br />

¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!<br />

XIX<br />

Brahma es grave, porque es Dios, y, sin<br />

embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al oír<br />

estas palabras para no dejar reventar la risa que le<br />

retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó:<br />

-Id, turba desalmada e incorregible, marchaos<br />

donde no os vea más, con vuestra deforme criatura.<br />

Ese mundo no debe, no puede existir, porque<br />

en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero<br />

marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder<br />

vuestro no durará mucho.<br />

Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones<br />

y riéndose descompasadamente y arrojando<br />

gritos descomunales, se lanzaron en pos de<br />

nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga<br />

por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo,<br />

para asombro de los otros mundos y desesperación<br />

de sus habitantes.<br />

Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá,<br />

así. Nada hay más delicado ni más temible


que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete<br />

no puede durar mucho.


Maese Pérez el Organista<br />

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés,<br />

y mientras esperaba que comenzase la Misa del<br />

Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.<br />

Como era natural, después de oírla,<br />

aguardé impaciente que comenzara la ceremonia,<br />

ansioso de asistir a un prodigio.<br />

Nada menos prodigioso, sin embargo, que<br />

el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los<br />

insulsos motetes que nos regaló su organista aquella<br />

noche.<br />

Al salir de la Misa, no pude por menos de<br />

decirle a la demandadera con aire de burla:<br />

-¿En qué consiste que el órgano de maese<br />

Pérez suena ahora tan mal?<br />

-¡Toma! -me contestó la vieja-, en que ese<br />

no es el suyo.<br />

-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?<br />

-Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una<br />

porción de años.<br />

-¿Y el alma del organista?


-No ha vuelto a parecer desde que colocaron<br />

el que ahora les sustituye.<br />

Si a alguno de mis lectores se les ocurriese<br />

hacerme la misma pregunta, después de leer esta<br />

historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el<br />

milagroso portento hasta nuestros días.<br />

I<br />

-¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca<br />

en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo<br />

todo el oro de los galeones de Indias; aquél que<br />

baja en este momento de su litera para dar la mano<br />

a esa otra señora que, después de dejar la suya, se<br />

adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con<br />

hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso,<br />

galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice<br />

que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había<br />

pedido en matrimonio a la hija de un opulento<br />

señor; mas el padre de la doncella, de quien se<br />

murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en<br />

hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma.<br />

¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San<br />

Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y precedido<br />

de un solo criado con una linterna? Ahora<br />

llega frente al retablo.


¿Reparasteis, al desembozarse para saludar<br />

a la imagen, la encomienda que brilla en su<br />

pecho?<br />

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera<br />

le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues<br />

ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente<br />

del pueblo le abre paso y le saluda.<br />

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna.<br />

El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas<br />

que soldados mantiene nuestro señor el rey Don<br />

Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra<br />

suficiente a resistir a la del Gran Turco...<br />

Mirad, mirad ese grupo de señores graves:<br />

esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola!<br />

También está el flamencote, a quien se dice que no<br />

han echado ya el guante los señores de la cruz<br />

verde, merced a su influjo con los magnates de<br />

Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír<br />

música... No, pues si maese Pérez no le arranca<br />

con su órgano lágrimas como puños, bien se puede<br />

asegurar que no tiene su alma en su almario, sino<br />

friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay vecina!<br />

Malo... malo... presumo que vamos a tener<br />

jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que<br />

veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos


que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del<br />

duque de Alcalá doblan. la esquina de la Plaza de<br />

San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me<br />

figura que he columbrado a las del de Medinasidonia.<br />

¿No os lo dije?<br />

Ya se han visto, ya se detienen unos y<br />

otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven...<br />

los ministriles, a quienes en- estas ocasiones<br />

apalean amigos y enemigos, se retiran...<br />

hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia<br />

en el atrio... y luego dicen que hay justicia.<br />

Para los pobres...<br />

Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en<br />

la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos<br />

asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!,<br />

aquí... antes que cierren las puertas. Pero ¡calle!<br />

¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo<br />

dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas!<br />

¡Literas! Es el señor obispo.<br />

La Virgen Santísima del Amparo, a quien<br />

invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae<br />

en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a<br />

esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas<br />

que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué


hermosote está con sus hábitos morados y su birrete<br />

rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos<br />

como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él,<br />

media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones<br />

de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones,<br />

cómo se acercan ambos a la litera del prelado para<br />

besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan,<br />

confundiéndose con sus familiares. Quién diría que<br />

esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media<br />

hora se encuentran en una calle oscura... es<br />

decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes;<br />

buena muestra han dado de sí, peleando en<br />

algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro<br />

Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si<br />

se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían,<br />

poniendo fin de una vez a estas continuas<br />

reyertas, en las cuales los que verdaderamente<br />

baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados<br />

y su servidumbre.<br />

Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes<br />

que se ponga de bote en bote... que algunas<br />

noches como ésta suele llenarse de modo que no<br />

cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las<br />

monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el<br />

convento tan favorecido como ahora?... De las otras<br />

comunidades, puedo decir que le han hecho a Mae-


se Pérez proposiciones magníficas; verdad que<br />

nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo<br />

le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la<br />

catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida<br />

que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a<br />

maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio...<br />

Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero<br />

cual no otro... Sin más parientes que su hija ni<br />

más amigo que su órgano, pasa su vida entera en<br />

velar por la inocencia de la una: y componer los<br />

registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!...<br />

Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y<br />

cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le<br />

conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si<br />

os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento...<br />

Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!...<br />

Cuando le preguntan que cuánto daría por<br />

ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis,<br />

porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? -<br />

Sí, y muy pronto -añade sonriéndose como un<br />

ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga<br />

que sea mi vida, pronto veré a Dios...<br />

¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde<br />

como las piedras de la calle, que se dejan pisar de<br />

todo el mundo... Siempre dice que no es más que<br />

un pobre organista de convento, y puede dar leccio-


nes de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada;<br />

como que echó los dientes en el oficio... Su<br />

padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí,<br />

pero mi señora madre, que santa gloria haya,<br />

dice que le llevaba siempre al órgano consigo para<br />

darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales<br />

disposiciones que, como era natural, a la muerte de<br />

su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene!<br />

Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a<br />

la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro...<br />

Siempre toca bien, siempre, pero en semejante<br />

noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran<br />

devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y<br />

cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora<br />

de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro<br />

Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces<br />

de ángeles...<br />

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo<br />

que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás<br />

florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo,<br />

vienen a un humilde convento para escucharle:<br />

y no se crea que sólo la gente sabida y a la que<br />

se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito,<br />

sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas<br />

que veis llegar con teas encendidas entonando<br />

villancicos con gritos desaforados al compás de los


panderos, las sonajas y las zambombas, contra su<br />

costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan<br />

como muertos cuando pone maese Pérez las manos<br />

en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan<br />

no se siente una mosca... de todos los ojos caen<br />

lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un<br />

suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración<br />

de los circunstantes, contenida mientras dura<br />

la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de<br />

tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos<br />

adentro...<br />

Para todo el mundo es esta noche Noche-<br />

Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.<br />

Esto diciendo, la buena mujer que había<br />

servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del<br />

convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón<br />

en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre<br />

la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.<br />

II<br />

La iglesia estaba iluminada con una profusión<br />

asombrosa. El torrente de luz que se desprendía<br />

de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba<br />

en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose<br />

sobre los cojines de terciopelo que tendían los


pajes y tomando el libro de oraciones de manos de<br />

las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo<br />

alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella<br />

verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas<br />

de oro, dejando entrever con estudiado<br />

descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una<br />

mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices,<br />

la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o<br />

acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros<br />

veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la<br />

nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado<br />

a defender a sus hijas y a sus esposas del<br />

contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el<br />

fondo de las naves, con un rumor parecido al del<br />

mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación<br />

de júbilo, acompañada del discordante sonido<br />

de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al<br />

arzobispo, el cual, después de sentarse junto al<br />

altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus<br />

familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.<br />

Era la hora de que comenzase la Misa.<br />

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos<br />

sin que el celebrante apareciese. La multitud<br />

comenzaba a rebullirse, demostrando su impacien-


cia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras<br />

a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía<br />

a uno de sus familiares a inquirir el por qué no<br />

comenzaba la ceremonia.<br />

-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo,<br />

y será imposible que asista esta noche a la Misa<br />

de media noche.<br />

Ésta fue la respuesta del familiar.<br />

La noticia cundió instantáneamente entre la<br />

muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que<br />

causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste<br />

decir que comenzó a notarse tal bullicio en el<br />

templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles<br />

entraron a imponer silencio, confundiéndose<br />

entre las apiñadas olas de la multitud.<br />

En aquel momento, un hombre mal trazado,<br />

seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó<br />

hasta el sitio que ocupaba el prelado.<br />

-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia<br />

no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el<br />

órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el<br />

primer organista del mundo, ni a su muerte dejará<br />

de usarse este instrumento por falta de inteligente.


El arzobispo hizo una señal de asentimiento<br />

con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían<br />

a aquel personaje extraño por un organista envidioso,<br />

enemigo del de Santa Inés, comenzaban a<br />

prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando<br />

de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.<br />

-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez<br />

está aquí!...<br />

A estas voces de los que estaban apiñados<br />

en la puerta, todo el mundo volvió la cara.<br />

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba<br />

en efecto en la iglesia, conducido en un sillón,<br />

que todos se disputaban el honor de llevar en sus<br />

hombros.<br />

Los preceptos de los doctores, las lágrimas<br />

de su hija, nada había sido bastante a detenerle en<br />

el lecho.<br />

-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco,<br />

lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi<br />

órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena.<br />

Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.


Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes<br />

le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó<br />

la Misa.<br />

En aquel punto sonaban las doce en el reloj<br />

de la catedral.<br />

Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio,<br />

y llegó el instante solemne en que el sacerdote,<br />

después de haberla consagrado, toma con la extremidad<br />

de sus dedos la Sagrada Forma y comienza<br />

a elevarla.<br />

Una nube de incienso que se desenvolvía<br />

en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las<br />

campanillas repicaron con un sonido vibrante, y<br />

maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las<br />

teclas del órgano.<br />

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron<br />

en un acorde majestuoso y prolongado, que<br />

se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire<br />

hubiese arrebatado sus últimos ecos.<br />

A este primer acorde, que parecía una voz<br />

que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió<br />

otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo,<br />

hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.


Era la voz de los ángeles que atravesando<br />

los espacios, llegaba al mundo.<br />

Después comenzaron a oírse como unos<br />

himnos distantes que entonaban las jerarquías de<br />

serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse<br />

formaban uno solo, que, no obstante, era no más el<br />

acompañamiento de una extraña melodía, que parecía<br />

flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos,<br />

como un jirón de niebla sobre las olas del mar.<br />

Luego fueron perdiéndose unos cantos,<br />

después otros; la combinación se simplificaba. Ya<br />

no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían<br />

entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo<br />

una nota brillante como un hilo de luz... El<br />

sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza<br />

cana y como a través de una gasa azul que<br />

fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los<br />

ojos de los fieles. En aquel instante la nota que<br />

maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y<br />

una explosión de armonía gigante estremeció la<br />

iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido,<br />

y cuyos vidrios de colores se estremecían en<br />

sus angostos ajimeces.<br />

De cada una de las notas que formaban<br />

aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y


unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos<br />

sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas<br />

y las frondas, los hombres y los ángeles, la<br />

tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma<br />

un himno al nacimiento del Salvador.<br />

La multitud escuchaba atónica y suspendida.<br />

En todos los ojos había una lágrima, en todos<br />

los espíritus un profundo recogimiento.<br />

El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus<br />

manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél<br />

a quien saludaban hombres y arcángeles era su<br />

Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse<br />

los cielos y transfigurarse la Hostia.<br />

El órgano proseguía sonando; pero sus voces<br />

se apagaban gradualmente, como una voz que<br />

se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al<br />

alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna,<br />

un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.<br />

El órgano exhaló un sonido discorde y extraño,<br />

semejante a un sollozo, y quedó mudo.<br />

La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna,<br />

hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso,<br />

volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.


-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían<br />

unos a otros, y nadie sabía responder, y todos<br />

se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y<br />

el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando<br />

turbar el orden y el recogimiento propios de<br />

la iglesia.<br />

-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas<br />

al asistente, que precedido de los ministriles,<br />

fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que,<br />

pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía<br />

al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso,<br />

como todos, por saber la causa de aquel desorden.<br />

-¿Qué hay?<br />

-Que maese Pérez acaba de morir.<br />

En efecto, cuando los primeros fieles, después<br />

de atropellarse por la escalera, llegaron a la<br />

tribuna, vieron al pobre organista caído de boca<br />

sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún<br />

vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a<br />

sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.<br />

III


-Buenas noches, mi señora doña Baltasara,<br />

¿también usarced viene esta noche a la Misa del<br />

Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a<br />

oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va<br />

Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de<br />

decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece<br />

que me echan una losa sobre el corazón cuando<br />

entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!...<br />

Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de<br />

su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en<br />

Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara<br />

mano en ello, es seguro que nuestros nietos le<br />

verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A<br />

muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que<br />

priva es la novedad... ya me entiende usarced.<br />

¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que<br />

nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a<br />

la iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos<br />

de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que<br />

yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de<br />

acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo<br />

estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí,<br />

señor; parece cosa hecha que el organista de San<br />

Román, aquel bisojo, que siempre está echando<br />

pestes de los otros organistas; perdulariote, que<br />

más parece jifero de la puerta de la Carne que ma-


estro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en lugar<br />

de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto<br />

lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en<br />

Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo.<br />

Ni aun su hija, que es profesora, y después de la<br />

muerte de su padre entró en el convento de novicia.<br />

Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas,<br />

cualquiera otra cosa había de parecernos mala,<br />

por más que quisieran evitarse las comparaciones.<br />

Pues cuando ya la comunidad había decidido que,<br />

en honor del difunto y como muestra de respeto a<br />

su memoria, permanecería callado el órgano en<br />

esta noche, hete aquí que se presenta nuestro<br />

hombre, diciendo que él se atreve a tocarlo... No<br />

hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto<br />

que la culpa no es suya, sino de los que le consienten<br />

esta profanación...; pero así va el mundo... y<br />

digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera<br />

diría que nada ha cambiado desde un año a otro.<br />

Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos<br />

empellones en la puerta, la misma animación en el<br />

atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay si levantara<br />

la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no<br />

oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que<br />

tiene que, si es verdad lo que me han dicho las<br />

gentes del barrio, le preparan una buena al intruso.


Cuando llegue el momento de poner la mano sobre<br />

las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas,<br />

panderos y zambombas que no hay más que oír...<br />

Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la<br />

función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera<br />

de cañutos, qué aire de personaje! Vamos,<br />

vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y<br />

va a comenzar la Misa...; vamos, que me parece<br />

que esta noche va a darnos que contar para muchos<br />

días.<br />

Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen<br />

nuestros lectores por sus ex abruptos de locuacidad,<br />

penetró en Santa Inés, abriéndose, según<br />

costumbre un camino entre la multitud a fuerza de<br />

empellones y codazos.<br />

Ya se había dado principio a la ceremonia.<br />

El templo estaba tan brillante como el año<br />

anterior.<br />

El nuevo organista, después de atravesar<br />

por en medio de los fieles que ocupaban las naves<br />

para ir a besar el anillo del prelado, había subido a<br />

la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros<br />

del órgano, con una gravedad tan afectada como<br />

ridícula.


Entre la gente menuda que se apiñaba a los<br />

pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso,<br />

cierto presagio de que la tempestad comenzaba a<br />

fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.<br />

-Es un truhán, que por no hacer nada bien,<br />

ni aun mira a derechas -decían los unos.<br />

-Es un ignorantón que, después de haber<br />

puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca,<br />

viene a profanar el de maese Pérez -decían<br />

los otros.<br />

Y mientras éste se desembarazaba del capote<br />

para prepararse a darle de firme a su pandero,<br />

y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían<br />

a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se<br />

aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje,<br />

cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan<br />

notable contraposición con la modesta apariencia y<br />

la afable bondad del difunto maese Pérez.<br />

Al fin llegó el esperado momento, el momento<br />

solemne en que el sacerdote, después de<br />

inclinarse y murmurar algunas palabras santas,<br />

tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas<br />

repicaron, semejando su repique una lluvia de notas


de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso,<br />

y sonó el órgano.<br />

Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos<br />

de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer<br />

acorde.<br />

Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos<br />

los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes<br />

voces a la vez; pero la confusión y el estrépito<br />

sólo duró algunos segundos. Todos a la vez,<br />

como habían comenzado, enmudecieron de pronto.<br />

El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico,<br />

se sostenía aún brotando de los tubos de metal<br />

del órgano, como una cascada de armonía inagotable<br />

y sonora.<br />

Cantos celestes como los que acarician los<br />

oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe<br />

el espíritu y no los puede repetir el labio; notas<br />

sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos<br />

traídas en las ráfagas del viento; rumor de<br />

hojas que se besan en los árboles con un murmullo<br />

semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se<br />

levantan gorjeando de entre las flores como una<br />

saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre,<br />

imponentes como los rugidos de una tempes-


tad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota<br />

música del cielo que sólo la imaginación comprende;<br />

himnos alados, que parecían remontarse al trono<br />

del Señor como una tromba de luz y de sonidos...<br />

todo lo expresaban las cien voces del órgano,<br />

con más pujanza, con más misteriosa poesía, con<br />

más fantástico color que lo habían expresado nunca.<br />

Cuando el organista bajó de la tribuna, la<br />

muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta<br />

y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente,<br />

temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre<br />

todos, mandó a algunos de sus ministriles para que,<br />

vara en mano, le fueran abriendo camino hasta<br />

llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.<br />

-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron<br />

a su presencia; vengo desde mi palacio aquí<br />

sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese<br />

Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando<br />

la Noche-Buena en la Misa de la catedral?<br />

-El año que viene -respondió el organista-,<br />

prometo daros gusto, pues por todo el oro de la<br />

tierra no volvería a tocar este órgano.<br />

-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.


-Porque... -añadió el organista, procurando<br />

dominar la emoción que se revelaba en la palidez<br />

de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede<br />

expresar todo lo que se quiere.<br />

El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares.<br />

Unas tras otras, las literas de los señores<br />

fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de<br />

las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron,<br />

dispersándose los fieles en distintas direcciones;<br />

y ya la demandadera se disponía a cerrar las<br />

puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban<br />

aún dos mujeres que, después de persignarse y<br />

murmurar una oración ante el retablo del arco de<br />

San Felipe, prosiguieron su camino, internándose<br />

en el callejón de las Dueñas.<br />

-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara?<br />

-decía la una-, yo soy de este genial. Cada<br />

loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos<br />

descalzos y no lo creería del todo... Ese<br />

hombre no puede haber tocado lo que acabamos de<br />

escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé,<br />

que era su parroquia, y de donde tuvo que<br />

echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse<br />

los oídos con algodones... Y luego, si no hay<br />

más que mirarle al rostro, que según dicen, es el


espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como<br />

si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de<br />

maese Pérez, cuando en semejante noche como<br />

ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido<br />

al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa<br />

tan bondadosa, qué color tan animado!... Era<br />

viejo y parecía un ángel... no que éste ha bajado las<br />

escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro<br />

en la meseta, y con un color de difunto y unas...<br />

Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced,<br />

y creame con todas veras... yo sospecho que aquí<br />

hay busilis...<br />

Comentando las últimas palabras, las dos<br />

mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.<br />

Creemos inútil decir a nuestros lectores<br />

quién era una de ellas.<br />

IV<br />

Había transcurrido un año más. La abadesa<br />

del convento de Santa Inés y la hija de maese<br />

Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las<br />

sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a<br />

voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que<br />

otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y


desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita<br />

en la puerta, escogía un puesto en un rincón de<br />

las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio<br />

esperaban tranquilamente que comenzara la Misa<br />

del Gallo.<br />

-Ya lo veis -decía la superiora-, vuestro temor<br />

es sobremanera pueril; nadie hay en el templo;<br />

toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche.<br />

Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza<br />

de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero...<br />

proseguís callando, sin que cesen vuestros<br />

suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?<br />

-Tengo... miedo -exclamó la joven con un<br />

acento profundamente conmovido.<br />

-¡Miedo! ¿De qué?<br />

-No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche,<br />

mirad, yo os había oído decir que teníais empeño<br />

en que tocase el órgano en la Misa, y ufana<br />

con esta distinción pensé arreglar sus registros y<br />

templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine<br />

al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna...<br />

En el reloj de la catedral sonaba en aquel<br />

momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas<br />

eran tristísimas y muchas... muchas... estuvie-


on sonando todo el tiempo que yo permanecí como<br />

clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un<br />

siglo.<br />

La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos,<br />

en el fondo, brillaba como una estrella perdida<br />

en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de<br />

la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos<br />

debilísimos, que sólo contribuían a hacer más<br />

visible todo el profundo horror de las sombras, vi...<br />

le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en<br />

silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo<br />

estaba recorría con una mano las teclas del órgano,<br />

mientras tocaba con la otra sus registros... y el<br />

órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible.<br />

Cada una de sus notas parecía un sollozo<br />

ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con<br />

el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono<br />

sordo, casi imperceptible, pero justo.<br />

Y el reloj de la catedral continuaba dando la<br />

hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las<br />

teclas. Yo oía hasta su respiración.<br />

El horror había helado la sangre de mis venas;<br />

sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en<br />

mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no<br />

pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me


había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque<br />

era ciego... ¡Era mi padre!<br />

¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías<br />

con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones<br />

débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría<br />

al arcángel San Miguel, jefe de las milicias<br />

celestiales, para que os asista contra los malos<br />

espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en<br />

la reliquia de San Pacomio, abogado contra las<br />

tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna<br />

del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan<br />

con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en<br />

el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará<br />

a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para<br />

el objeto de tan especial devoción.<br />

La priora fue a ocupar su sillón en el coro en<br />

medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez<br />

abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna<br />

para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó<br />

la Misa.<br />

Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese<br />

nada de notable hasta que llegó la consagración.<br />

En aquel momento sonó el órgano, y al mismo<br />

tiempo que el órgano un grito de la hija de maese<br />

Pérez.


La superiora, las monjas y algunos de los<br />

fieles corrieron a la tribuna.<br />

¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando<br />

sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se<br />

había levantado asombrada para agarrarse con sus<br />

manos convulsas al barandal de la tribuna.<br />

Todo el mundo fijó sus miradas en aquel<br />

punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el<br />

órgano seguía sonando... sonando como sólo los<br />

arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico<br />

alborozo.<br />

-¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora<br />

doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis!<br />

Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del<br />

Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda<br />

Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo<br />

está hecho y con razón una furia... Haber dejado<br />

de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar<br />

el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada;<br />

porque personas que lo oyeron dicen que lo que<br />

hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la<br />

catedral no fue otra cosa... -Si lo decía yo. Eso no<br />

puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay<br />

busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese<br />

Pérez.


Los ojos verdes<br />

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir<br />

cualquier cosa con este título.<br />

Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo<br />

he puesto con letras grandes en la primera cuartilla<br />

de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.<br />

Yo creo que he visto unos ojos como los<br />

que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños,<br />

pero yo los he visto. De seguro no los podré describir<br />

tales cuales ellos eran: luminosos, transparentes<br />

como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre<br />

las hojas de los árboles después de una tempestad<br />

de verano. De todos modos, cuento con la imaginación<br />

de mis lectores para hacerme comprender en<br />

este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro<br />

que pintaré algún día.<br />

I<br />

-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda.<br />

Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del<br />

monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado<br />

sus piernas... Nuestro joven señor comienza<br />

por donde otros acaban... en cuarenta años de<br />

montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por San


Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas<br />

carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas<br />

hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles<br />

una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que<br />

se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva<br />

antes de morir podemos darle por perdido?<br />

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco<br />

en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría<br />

desencadenada, y las voces de los pajes resonaron<br />

con nueva furia, y el confuso tropel de hombres,<br />

caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el<br />

montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara<br />

como el más a propósito para cortarle el paso<br />

a la res.<br />

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de<br />

los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas<br />

las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como<br />

una saeta, las había salvado de un solo brinco,<br />

perdiéndose entre los matorrales de una trocha que<br />

conducía a la fuente.<br />

-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-;<br />

estaba de Dios que había de marcharse.


Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron<br />

las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la<br />

pista a la voz de los cazadores.<br />

En aquel momento se reunía a la comitiva el<br />

héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito<br />

de Almenar.<br />

-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su<br />

montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en<br />

sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué<br />

haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que<br />

es la primera que cae por mi mano, y abandonas el<br />

rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el<br />

fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a<br />

matar ciervos para festines de lobos?<br />

-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es<br />

imposible pasar de este punto.<br />

-¡Imposible! ¿Y por qué?<br />

-Porque esa trocha -prosiguió el monteroconduce<br />

a la fuente de los Álamos; la fuente de los<br />

Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal.<br />

El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento.<br />

Ya la res habrá salvado sus márgenes;<br />

¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra<br />

cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores


somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un<br />

tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,<br />

pieza perdida.<br />

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío<br />

de mis padres, y primero perderé el ánima en<br />

manos de Satanás, que permitir que se me escape<br />

ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la<br />

primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo<br />

ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos<br />

desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se<br />

acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te<br />

revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré<br />

lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al<br />

diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,<br />

¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas,<br />

mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu<br />

serreta de oro.<br />

Caballo y jinete partieron como un huracán.<br />

Íñigo los siguió con la vista hasta que se<br />

perdieron en la maleza; después volvió los ojos en<br />

derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles<br />

y consternados.<br />

El montero exclamó al final:


-Señores, vosotros lo habéis visto; me he<br />

expuesto a morir entre los pies de su caballo por<br />

detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el<br />

diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero<br />

con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a<br />

pasar el capellán con su hisopo.<br />

II<br />

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y<br />

sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo<br />

siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la<br />

fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase<br />

que una mala bruja os ha encanijado con sus<br />

hechizos.<br />

Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa<br />

jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta<br />

sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os<br />

persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta<br />

para enderezaros a la espesura y permanecer en<br />

ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche<br />

oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en<br />

balde busco en la bandolera los despojos de la caza.<br />

¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que<br />

más os quieren?


Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto<br />

en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su<br />

escaño de ébano con el cuchillo de monte.<br />

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía<br />

el chirrido de la hoja al resbalar sobre la<br />

pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose<br />

a su servidor, como si no hubiera escuchado una<br />

sola de sus palabras:<br />

Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas<br />

las guaridas del Moncayo, que has vivido en<br />

sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes<br />

excursiones de cazador subiste más de una vez<br />

a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una<br />

mujer que vive entre sus rocas?<br />

-¡Una mujer! -exclamó el montero con<br />

asombro y mirándole de hito en hito.<br />

-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo<br />

que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar<br />

ese secreto eternamente, pero no es ya posible;<br />

rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy,<br />

pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer<br />

el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer<br />

sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la<br />

ha visto, ni puede darme razón de ella.


El montero, sin desplegar los labios,<br />

arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño<br />

de su señor, del que no apartaba un punto los espantados<br />

ojos. Éste, después de coordinar sus ideas<br />

prosiguió así:<br />

-Desde el día en que a pesar de tus funestas<br />

predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y<br />

atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra<br />

superstición hubiera dejado huir, se llenó mi<br />

alma del deseo de la soledad.<br />

Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente<br />

brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose<br />

gota a gota por entre las verdes y flotantes<br />

hojas de las plantas que crecen al borde de su<br />

cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan<br />

como puntos de oro y suenan como las notas de un<br />

instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando,<br />

con un ruido semejante al de las abejas que<br />

zumban en torno de las flores, se alejan por entre<br />

las arenas, y forman un cauce, y luchan con los<br />

obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan<br />

sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren,<br />

unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer<br />

en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.<br />

Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no


sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he<br />

sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies<br />

saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse<br />

en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie<br />

apenas riza el viento de la tarde.<br />

Todo es allí grande. La soledad, con sus mil<br />

rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y<br />

embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En<br />

las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de<br />

las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos<br />

hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que<br />

reconocen un hermano en el inmortal espíritu del<br />

hombre.<br />

Cuando al despuntar la mañana me veías<br />

tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca<br />

para perderme entre sus matorrales en pos de la<br />

caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a<br />

buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El<br />

día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí<br />

haber visto brillar en su fondo una cosa extraña...<br />

muy extraña...; los ojos de una mujer.<br />

Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo<br />

entre su espuma; tal vez una de esas flores<br />

que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices<br />

parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una


mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió<br />

en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable:<br />

el de encontrar una persona con unos ojos como<br />

aquellos.<br />

En su busca fui un día y otro a aquel sitio.<br />

Por último, una tarde... yo me creí juguete<br />

de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya<br />

muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde<br />

encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas<br />

ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre<br />

su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación.<br />

Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban<br />

como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban<br />

inquietas unas pupilas que yo había visto... sí;<br />

porque los ojos de aquella mujer eran los que yo<br />

tenía clavados en la mente; unos ojos de un color<br />

imposible; unos ojos...<br />

-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de<br />

profundo terror e incorporándose de un salto en su<br />

asiento.<br />

Fernando le miró a su vez como asombrado<br />

de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó<br />

con una mezcla de ansiedad y de alegría:<br />

-¿La conoces?


-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de<br />

conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar<br />

hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el<br />

espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus<br />

aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro,<br />

por lo que más améis en la tierra, a no volver a la<br />

fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su<br />

venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber<br />

encenagado sus ondas.<br />

-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven<br />

con una triste sonrisa.<br />

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres,<br />

por vuestros deudos, por las lágrimas de la<br />

que el cielo destina para vuestra esposa, por las de<br />

un servidor que os ha visto nacer.<br />

-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo?<br />

¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los<br />

besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que<br />

puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por<br />

una mirada, por una sola mirada de esos ojos...<br />

¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!<br />

Dijo Fernando estas palabras con tal acento,<br />

que la lágrima que temblaba en los párpados de<br />

Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras


exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad<br />

del cielo!<br />

III<br />

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En<br />

dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca,<br />

y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los<br />

servidores que conducen tu litera. Rompe una vez<br />

el misterioso velo en que te envuelves como en una<br />

noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré<br />

tuyo, tuyo siempre.<br />

El sol había traspuesto la cumbre del monte;<br />

las sombras bajaban a grandes pasos por su<br />

falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y<br />

la niebla, elevándose poco a poco de la superficie<br />

del lago, comenzaba a envolver las rocas de su<br />

margen.<br />

Sobre una de estas rocas, sobre una que<br />

parecía próxima a desplomarse en el fondo de las<br />

aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el<br />

primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su<br />

misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el<br />

secreto de su existencia.<br />

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como<br />

una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía


sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues<br />

del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes,<br />

y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban<br />

sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una<br />

joya de oro.<br />

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios<br />

se removieron como para pronunciar algunas<br />

palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro<br />

débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja<br />

una brisa al morir entre los juncos.<br />

-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al<br />

ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito<br />

a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo<br />

quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo<br />

amarte, si eres una mujer...<br />

-O un demonio... ¿Y si lo fuese?<br />

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió<br />

por sus miembros; sus pupilas se dilataron al<br />

fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y<br />

fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó<br />

en un arrebató de amor:<br />

-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como<br />

te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta<br />

más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.


-Fernando -dijo la hermosa entonces con<br />

una voz semejante a una música-: yo te amo más<br />

aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un<br />

mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer<br />

como las que existen en la tierra; soy una mujer<br />

digna de ti, que eres superior a los demás hombres.<br />

Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como<br />

ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores<br />

y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que<br />

osa turbar la fuente donde moro; antes le premio<br />

con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones<br />

del vulgo, como a un amante capaz de<br />

comprender mi cariño extraño y misterioso.<br />

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto<br />

en la contemplación de su fantástica hermosura,<br />

atraído como por una fuente desconocida, se<br />

aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer<br />

de los ojos verdes prosiguió así:<br />

-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves<br />

esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan<br />

en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas<br />

y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin<br />

nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas<br />

de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la<br />

niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un


pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus<br />

voces incomprensibles, el viento empieza entre los<br />

álamos sus himnos de amor; ven... ven...<br />

La noche comenzaba a extender sus sombras,<br />

la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla<br />

se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes<br />

brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos<br />

que corren sobre el haz de las aguas infectas...<br />

Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos<br />

de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer<br />

misteriosa le llamaba al borde del abismo donde<br />

estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un<br />

beso...<br />

Fernando dio un paso hacia ella... otro... y<br />

sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban<br />

a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos,<br />

un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y<br />

calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.<br />

Las aguas saltaron en chispas de luz, y se<br />

cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata<br />

fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar<br />

en las orillas.


La ajorca de oro<br />

I<br />

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura<br />

que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura<br />

que no se parece en nada a la que soñamos<br />

en los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural;<br />

hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio<br />

a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en<br />

la tierra.<br />

Él la amaba; la amaba con ese amor que no<br />

conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en<br />

que se busca un goce y sólo se encuentran martirios;<br />

amor que se asemeja a la felicidad, y que, no<br />

obstante, parece infundir el cielo para la expiación<br />

de una culpa.<br />

Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante<br />

como todas las mujeres del mundo.<br />

Él, supersticioso, supersticioso y valiente,<br />

como todos los hombres de su época.<br />

Ella se llamaba María Antúnez.<br />

Él, Pedro Alfonso de Orellana.


Los dos eran toledanos, y los dos vivían en<br />

la misma ciudad que los vio nacer.<br />

La tradición que refiere esta maravillosa historia,<br />

acaecida hace muchos años, no dice nada<br />

más acerca de los personajes que fueron sus héroes.<br />

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no<br />

añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para<br />

caracterizarlos mejor.<br />

II<br />

Él la encontró un día llorando y le preguntó:<br />

-¿Porqué lloras?<br />

Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente,<br />

arrojó un suspiro y volvió a llorar.<br />

Pedro entonces, acercándose a María, le<br />

tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe<br />

desde donde la hermosa miraba pasar la corriente<br />

del río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?<br />

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador<br />

entre las rocas sobre que se asienta la ciudad<br />

imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la<br />

niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa


azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía<br />

el alto silencio.<br />

María exclamó: -No me preguntes por qué<br />

lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte,<br />

ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan<br />

en nuestra alma de mujer, sin que los revele<br />

más que un suspiro; ideas locas que cruzan por<br />

nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio;<br />

fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza<br />

misteriosa, que el hombre no puede ni aún<br />

concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de<br />

mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una<br />

carcajada.<br />

Cuando estas palabras expiraron, ella tornó<br />

a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.<br />

La hermosa, rompiendo al fin su obstinado<br />

silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:<br />

-Tú lo quieres, es una locura que te hará<br />

reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.<br />

Ayer estuve en el templo. Se celebraba la<br />

fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar<br />

mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como


un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban<br />

dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia,<br />

y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve,<br />

Regina.<br />

Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos<br />

religiosos, cuando maquinalmente levanté<br />

la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué<br />

mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo<br />

mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que<br />

hasta entonces no había visto, un objeto que, sin<br />

poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención...<br />

No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro<br />

que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en<br />

que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y<br />

torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente<br />

al mismo punto. Las luces del altar,<br />

reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se<br />

reproducían de una manera prodigiosa. Millones de<br />

chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas,<br />

volteaban alrededor de las piedras como un torbellino<br />

de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda<br />

de esos espíritus de llamas que fascinan con su<br />

brillo y su increíble inquietud...<br />

Salí del templo, vine a casa, pero vine con<br />

aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para


dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel<br />

pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados,<br />

y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar,<br />

perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer<br />

morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de<br />

pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen<br />

que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer,<br />

otra mujer como yo, que me miraba y se reía<br />

mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme,<br />

mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un<br />

círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche<br />

de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo<br />

será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores,<br />

más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece<br />

de un modo tan fantástico, tan fascinador...<br />

nunca... nunca... Desperté; pero con la misma<br />

idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un<br />

clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada<br />

sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas,<br />

callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?<br />

Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió<br />

el puño de su espada, levantó la cabeza, que<br />

en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:<br />

-¿Qué Virgen tiene esa presea?


-¡La del Sagrario! -murmuró María.<br />

-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento<br />

de terror-: ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en<br />

sus facciones se retrató un instante el estado de su<br />

alma, espantada en una idea.<br />

¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -<br />

prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por<br />

qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su<br />

corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría<br />

para ti, aunque me costase la vida o la condenación.<br />

Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra<br />

Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo,<br />

¡imposible, imposible!<br />

-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-;<br />

¡nunca!<br />

Y siguió llorando.<br />

Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente<br />

del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin<br />

cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie<br />

del mirador entre las rocas sobre que se asienta la<br />

ciudad imperial.<br />

III


¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque<br />

de gigantes palmeras de granito que al entrelazar<br />

sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica,<br />

bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha<br />

prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios<br />

y reales.<br />

Figuraos un caos incomprensible de sombra<br />

y luz, en donde se mezclan y confunden con las<br />

tinieblas de las naves los rayos de colores de las<br />

ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del<br />

santuario el fulgor de las lámparas.<br />

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como<br />

el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus<br />

tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía<br />

no tendréis una idea remota de ese eterno<br />

monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores,<br />

sobre el que los siglos han derramado a porfía<br />

el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de<br />

sus artes.<br />

En su seno viven el silencio, la majestad, la<br />

poesía del misticismo, y un santo horror que defiende<br />

sus umbrales contra los pensamientos mundanos<br />

y las mezquinas pasiones de la tierra.


La consunción material se alivia respirando<br />

el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse<br />

respirando su atmósfera de fe.<br />

Pero si grande, si imponente se presenta la<br />

catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se<br />

penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca<br />

produce una impresión tan profunda como en los<br />

días en que despliega todas las galas de su pompa<br />

religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro<br />

y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de<br />

tapices.<br />

Entonces, cuando arden despidiendo un torrente<br />

de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota<br />

en el aire una nube de incienso, y las voces del coro<br />

y la armonía de los órganos y las campanas de la<br />

torre estremecen el edificio desde sus cimientos<br />

más profundos hasta las más altas agujas que lo<br />

coronan, entonces es cuando se comprende, al<br />

sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en<br />

él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo<br />

de su omnipotencia.<br />

El mismo día en que tuvo lugar la escena<br />

que acabamos de referir, se celebraba en la catedral<br />

de Toledo el último de la magnífica octava de la<br />

Virgen.


La fiesta religiosa había traído a ella una<br />

multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había<br />

dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado<br />

las luces de las capillas y del altar mayor, y las<br />

colosales puertas del templo habían rechinado sobre<br />

sus goznes para cerrarse detrás del último toledano,<br />

cuando de entre las sombras, y pálido, tan<br />

pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó<br />

un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó<br />

un hombre que vino deslizándose con el mayor<br />

sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad<br />

de una lámpara permitía distinguir sus facciones.<br />

Era Pedro.<br />

¿Qué había pasado entre los dos amantes<br />

para que se arrestara al fin a poner por obra una<br />

idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos<br />

de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba<br />

allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal<br />

propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de<br />

sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas<br />

por su frente, llevaba escrito su pensamiento.<br />

La catedral estaba sola, completamente sola,<br />

y sumergida en un silencio profundo.


No obstante, de cuando en cuando se percibían<br />

como unos rumores confusos: chasquidos de<br />

madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién<br />

sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y<br />

palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad<br />

era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas,<br />

ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se<br />

comprimen, como roce de telas que se arrastran,<br />

como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.<br />

Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su<br />

camino; llegó a la verja y subió la primera grada de<br />

la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las<br />

tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra,<br />

con la mano en la empuñadura de la espada, parecen<br />

velar noche y día por el santuario, a cuya sombra<br />

descansan todos por una eternidad.<br />

-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso<br />

andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían<br />

clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos<br />

se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo<br />

formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.<br />

Por un momento creyó que una mano fría y<br />

descarnada le sujetaba en aquel punto con una<br />

fuerza invencible. Las moribundas lámparas que<br />

brillaban en el fondo de las naves como estrellas


perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y<br />

oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes<br />

del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas<br />

de granito y sus machones de sillería.<br />

¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como<br />

fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella,<br />

subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor<br />

suyo se revestía de formas quiméricas y horribles;<br />

todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún<br />

que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente<br />

iluminada por una lámpara de oro, parecía<br />

sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de<br />

tanto horror.<br />

Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil<br />

que le tranquilizara un instante concluyó por<br />

infundirle temor; un temor más extraño, más profundo<br />

que el que hasta entonces había sentido.<br />

Tornó empero a dominarse, cerró los ojos<br />

para no verla, extendió la mano con un movimiento<br />

convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa<br />

ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro<br />

cuyo valor equivalía a una fortuna.<br />

Ya la presea estaba en su poder; sus dedos<br />

crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural;


sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era<br />

preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver,<br />

de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas,<br />

los demonios de las cornisas, los endriagos de los<br />

capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz<br />

que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas,<br />

se movían lentamente en el fondo de las naves,<br />

pobladas de rumores temerosos y extraños.<br />

Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un<br />

grito agudo se escapó de sus labios.<br />

La catedral estaba llena de estatuas, estatuas<br />

que, vestidas con luengos y no vistos ropajes,<br />

habían descendido de sus huecos y ocupaban todo<br />

el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin<br />

pupila.<br />

Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros,<br />

damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban<br />

y confundían en las naves y en el altar. A sus pies<br />

oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos<br />

sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él<br />

había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos<br />

mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas,<br />

trepando por los machones, acurrucados en los<br />

doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban,<br />

como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un


mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos,<br />

deformes, horrorosos.<br />

Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron<br />

con una violencia espantosa; una nube de<br />

sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo<br />

grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó<br />

desvanecido sobre el ara.<br />

Cuando al otro día los dependientes de la<br />

iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la<br />

ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse,<br />

exclamó con una estridente carcajada:<br />

-¡Suya, suya!<br />

El infeliz estaba loco.


El caudillo de las manos rojas<br />

Tradición india<br />

Canto primero<br />

I<br />

Ha desaparecido el sol tras las cimas del<br />

Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con<br />

un velo de crespón a la perla de las ciudades de<br />

Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies,<br />

entre los bosques de canela y sicomoros, semejante<br />

a una paloma que descansa sobre un nido de flores.<br />

II<br />

El día que muere y la noche que nace luchan<br />

un momento, mientras la azulada niebla del<br />

crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles,<br />

robando el color y las formas a los objetos, que<br />

parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.<br />

III<br />

Los confusos rumores de la ciudad, que se<br />

evaporan temblando; los melancólicos suspiros de<br />

la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por<br />

las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un


himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y<br />

al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo<br />

del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde,<br />

produciendo un canto dulce, vago y perdido como<br />

las últimas notas de la improvisación de una bayadera.<br />

IV<br />

La noche vence; el cielo se corona de estrellas,<br />

y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se<br />

ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese<br />

caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo<br />

tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes<br />

más allá de los montes, a cuyos pies corre el Ganges<br />

como una inmensa serpiente azul con escamas<br />

de plata?<br />

V<br />

Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan<br />

como la saeta a los combates y a la muerte, tras el<br />

estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede<br />

adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los<br />

dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o<br />

suspender su puñal de mango de ágata del amarillo<br />

chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka,<br />

rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli,


magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra<br />

de Dios e hijo de los astros luminosos?<br />

VI<br />

Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya<br />

el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro<br />

brillo de la pupila del tigre, comunicando a<br />

sus oscuras facciones el resplandor de una noche<br />

serena, o el aspecto terrible de una tempestad en<br />

las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero<br />

¿qué aguarda?<br />

VII<br />

¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta<br />

de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los<br />

extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca<br />

túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como<br />

la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis<br />

al primer rayo de la solitaria viajera de la<br />

noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida<br />

del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano,<br />

la virgen a quien los poetas de su nación<br />

comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre<br />

el mundo cuando éste salió de sus manos; sonrisa<br />

celeste, primera aurora de los orbes.<br />

VIII


Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro<br />

resplandece como la cumbre que toca el primer<br />

rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que<br />

no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la<br />

presencia del tigre, late violentamente bajo la mano<br />

que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad<br />

que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -<br />

exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del<br />

otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas<br />

las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el<br />

Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo al Océano.<br />

Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas,<br />

la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a<br />

fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es<br />

el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia<br />

es la nada.<br />

IX<br />

Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna<br />

se desvanece como una ilusión que se disipa, y los<br />

sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en<br />

grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen<br />

aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo<br />

testigo de su amor y sus juramentos, cuando se<br />

eleva un sordo ruido a sus espaldas.


Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo<br />

y ligero como el del chacal, y retrocede diez pies de<br />

un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la<br />

hoja de su agudo puñal damasquino.<br />

X<br />

¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente<br />

caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la<br />

oscuridad son los del manchado tigre o los de la<br />

terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las<br />

selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que<br />

arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel<br />

hombre es su hermano.<br />

Su hermano, a quien arrebataba su único<br />

amor; su hermano, por quien estaba desterrado de<br />

Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a<br />

Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su Dios.<br />

XI<br />

Siannah le ve también, siente helarse la<br />

sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la<br />

mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello.<br />

Los dos rivales se contemplan un instante de pies a<br />

cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un<br />

grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro<br />

como dos leopardos que se disputan una presa...


Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros<br />

antepasados; corramos un velo sobre las escenas<br />

de luto y horror de que fueron causa las pasiones<br />

de los que ya están en el seno del Grande Espíritu.<br />

XII<br />

El sol nace en Oriente; diríase al verlo que<br />

el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio<br />

de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su<br />

carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la<br />

estela de un buque, el polvo de oro que levantan<br />

sus corceles en el pavimento de los cielos. Las<br />

aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos<br />

tienen una sola voz, y esta voz entona el himno<br />

del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo<br />

a los ecos de este solemne cántico?<br />

XIII<br />

Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados<br />

están fijos con una mirada estúpida en la sangre<br />

que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su<br />

inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre<br />

a lavárselas. en las orillas del Jawkior; bajo las<br />

cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas<br />

apenas retira sus manos, la sangre, humeante y<br />

roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a


aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con<br />

un acento de terrible desesperación: -¡Siannah!<br />

¡Siannah! La maldición del cielo ha caído sobre<br />

nuestras cabezas.<br />

¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies<br />

hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una mujer?<br />

Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de<br />

señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos,<br />

por la muerte de su hermano y antecesor...


Canto segundo<br />

I<br />

-¿De qué me sirven el poder y la riqueza si<br />

una víbora enroscada en el fondo de mi corazón lo<br />

devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida?<br />

Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los<br />

ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el<br />

oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance<br />

de la mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar<br />

cuanto toca manchado de sangre!.., ¡Oh! ¡Esto es<br />

espantoso!<br />

II<br />

Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la<br />

púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos<br />

de su terrible desesperación. En balde el<br />

humo de los pebeteros embalsama la opulenta<br />

cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha<br />

extendido sobre diez pieles de tigre para que descansen<br />

sus miembros; en balde han invocado los<br />

brahmines por siete veces al espíritu del reposo y al<br />

genio de los sueños de nácar... El Remordimiento,<br />

sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con<br />

un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena


incesante en el oído de Pulo: que golpea su frente<br />

con dolor al escucharlo.<br />

III<br />

Los genios que cruzan en numerosas caravanas<br />

sobre dromedarios de záfiro y entre nubes de<br />

ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del<br />

mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los<br />

juncos de los lagos; los cantares de los espíritus<br />

invisibles que refrescan con sus alas los cansados<br />

párpados de los justos, no pasan como una tromba<br />

de luz y de colores en el sueño del criminal.<br />

Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa<br />

que se estrellan bramando sobre las oscuras<br />

peñas de un precipicio terrible, imágenes espantosas<br />

y confusas de desolación y terror; éstos son<br />

los fantasmas que engendra su mente durante las<br />

horas del reposo.<br />

IV<br />

Por eso el magnífico señor de Osira puede<br />

gustar la copa del beleño con que los dioses brindan<br />

a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre<br />

las puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de<br />

sus vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y<br />

depositando un beso sobre la frente de su amada,


sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose<br />

hacia la parte de la ciudad que domina la<br />

cumbre del Jabwi.<br />

V<br />

Como a la mediación de esta montaña, nace<br />

un torrente que se derrumba en sábanas de plata<br />

hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu,<br />

se desliza silencioso entre las guijas y las flores<br />

para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas<br />

del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes<br />

peñascos que parecen próximos a desplomarse,<br />

sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí,<br />

transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir<br />

sin que las turbe otro rumor que el monótono<br />

ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la<br />

brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o<br />

el salvaje grito d e los cóndores que se lanzan a las<br />

nubes como una flecha disparada.<br />

VI<br />

Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad,<br />

manda retirarse a los que le siguen, y emprende<br />

solo y sumido en hondas meditaciones el camino<br />

que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras,<br />

se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya


salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde<br />

va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de<br />

su recamada túnica, del amarillo chal, emblema<br />

misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su<br />

vestidura por el tosco traje de un simple cazador?<br />

¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su<br />

guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad,<br />

único bálsamo de las penas que el resto de los<br />

hombres no comprende?<br />

VII<br />

No. Cuando el regio morador de Kattak<br />

abandona su alcázar para acosar en sus dominios<br />

al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de<br />

marfil fatigan el eco de los bosques; cien ágiles<br />

esclavos le preceden arrancando las malezas de los<br />

senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner<br />

sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de<br />

lino y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose<br />

el honor de conducir su aljaba de ópalo.<br />

¿Viene a buscar la soledad? Imposible.<br />

La soledad es el imperio de la conciencia.<br />

VIII


El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a<br />

su término. A sus pies salta el torrente; sobre su<br />

cabeza está la gruta en que duerme el manantial<br />

que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las<br />

hendiduras de una roca para templar la sed del dios<br />

Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a<br />

cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A<br />

datar de aquella época remota, un brahmín vela<br />

constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo<br />

sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas<br />

virtudes en que, según una venerable tradición,<br />

abundan las sagradas linfas.<br />

IX<br />

El último de estos sacerdotes, que encendidos<br />

en amor por la divinidad han consagrado sus<br />

días a venerarla en contemplación de sus obras, es<br />

un anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo:<br />

nadie sabe la época en que llegó a Kattak<br />

para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables;<br />

sobre cuya cabeza han lucido más de<br />

cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el<br />

brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y<br />

la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y<br />

respeto cuando por casualidad baja a la llanura.<br />

Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los


cóndores le traen su alimento, y que el genio de<br />

aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le<br />

revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él<br />

mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas<br />

de un brahmín.<br />

X<br />

¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se<br />

ignora, pero los que se sienten con el valor necesario<br />

para llegar hasta la gruta en que habita, suben a<br />

ella para pedirle un remedio contra los males desesperados;<br />

una revelación para conocer el término<br />

de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente<br />

a lavar un crimen que ni la sangre borraría.<br />

Uno de éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente<br />

se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que<br />

los aduladores brahmines de Kattak le impusieran<br />

no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a<br />

consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito,<br />

para que la pompa real no turbe el espíritu y selle<br />

los labios del profeta.<br />

XI<br />

Pulo llega, a través de las zarzas que rodean<br />

como un festón los bordes del torrente, hasta la<br />

entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de co-


e, suspendida de las ramas de una palmera, para<br />

que el viajero apague su sed. El caudillo toca por<br />

tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre<br />

restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso,<br />

que se pierde vibrando con el rumor de las olas.<br />

Un momento transcurre; y el solitario aparece. -<br />

Elegido del Grande Espíritu -exclama al verle el<br />

caudillo, inclinando la frente-, que el enojo de Schiven<br />

no se amontone sobre tu cabeza, como las<br />

brumas en las cimas de los montes. -Hijo de mortales<br />

-replica el anciano sin responder a la salutación-,<br />

¿qué me quieres?<br />

XII<br />

-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un<br />

crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma<br />

mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté<br />

a los adivinos de Brahma; las penitencias que<br />

me impusieron han sido inútiles; el remordimiento<br />

vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima<br />

me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de<br />

mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien los<br />

dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en<br />

los astros y en las arenas que arrastran los ríos,<br />

dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este<br />

crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos,


que en balde me ocultas, haya desaparecido -<br />

exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de<br />

indignación al príncipe, que permanece aterrado<br />

ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.<br />

XIII<br />

¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo<br />

de su estupor. -No te conozco, pero sé quién<br />

eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.<br />

El príncipe inclina la cabeza a estas palabras,<br />

como herido de un rayo, y el brahmín prosigue<br />

de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño<br />

había descendido sobre los párpados de los<br />

mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por<br />

grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso<br />

como el hervidero de cien legiones de abejas; una<br />

manga de aire frío y silencioso vino de la parte de<br />

Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus<br />

húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios<br />

saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel<br />

soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí<br />

su diestra tan pesada como un mundo descansar<br />

sobre mi hombro en tanto que me contaba al oído tu<br />

historia.<br />

XIV


-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la<br />

manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de<br />

mis manos estas terribles manchas.<br />

El brahmín permanece en silencio, y el<br />

príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá<br />

borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida<br />

para expiar este delito, y Schiven está airado, porque<br />

has hecho uso de tus facultades para la destrucción,<br />

obra que a él sólo está encomendada. -<br />

Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú;<br />

él me protegerá contra su hermano. Penetremos en<br />

la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí.<br />

-¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí.<br />

-¿Has dejado de cazar durante nueve días? -<br />

También. -Entonces, sígueme.<br />

Algunos momentos después de este corto<br />

diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo<br />

de la misteriosa gruta.<br />

XV<br />

Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La<br />

tradición guarda una idea confusa, y el príncipe, por<br />

quien esto se supo, habla vagamente de sierpes<br />

monstruosas y aladas que se precipitaron en las<br />

ondas del torrente, para aparecer de nuevo en for-


ma de animales desconocidos y fantásticos; de<br />

conjuros tan temibles, que a veces se cubría de<br />

manchas el sol y los montes se estremecían como<br />

cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que<br />

la sangre se helaba al escucharlos.<br />

XVI<br />

Las palabras del dios se guardan y son<br />

éstas: -Asesino marcado por Schiven con un sello<br />

de eterna infamia, sólo existe una penitencia con<br />

que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del<br />

Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan<br />

sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto<br />

país del Tibet, a quien defiende como un gigante<br />

muro la cordillera del Himalaya, es el término<br />

de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en<br />

el más escondido de los manantiales, y a la hora en<br />

que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el<br />

discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa<br />

Siannah, que deberá acompañarte, la sangre<br />

desaparecerá de tus manos.<br />

XVII<br />

¿Quién es ese peregrino que se apoya en<br />

su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía<br />

de una mujer hermosa, pero humildemente


ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al<br />

mismo tiempo que la luna se desvanece ante los<br />

rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico<br />

rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e<br />

hijo de los astros luminosos.


Canto tercero<br />

I<br />

Los peregrinos tocan al término de su viaje:<br />

ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas<br />

llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares,<br />

célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el<br />

sagrado río que divide al Indostán del imperio de los<br />

Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste,<br />

han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus<br />

templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la<br />

ciudad que tejió un velo para el santuario de los<br />

dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes;<br />

Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros<br />

detienen a las nubes en su vuelo.<br />

II<br />

También han gustado el reposo a la sombra<br />

de los inmensos plátanos de Dheli, concha que<br />

guarda a la perla de los reyes, presentando una<br />

ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad,<br />

ciudad que debe su nombre a las caravanas<br />

de peregrinos que de todos los puntos de la India<br />

acuden a sus templos, más numerosos que las<br />

hojas de los bosques y las arenas del Océano.<br />

III


Cuarenta lunas han nacido después que<br />

abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar<br />

los países que han cruzado, los bosques que les<br />

han prestado su sombra, los ríos que han apagado<br />

su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas<br />

rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro<br />

bastante a construir con él un alcázar soberbio; los<br />

Senwads, bosques sombrios donde el boa se desliza<br />

con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los<br />

guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales<br />

de amianto, y cien y cien otros países, ciudades,<br />

bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar<br />

a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre<br />

las inmensas llanuras de la India.<br />

IV<br />

Pero ya tocan al deseado término, ya han<br />

salido de la más terrible de las pruebas, atravesando<br />

a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así<br />

no tanto por los árboles que produce, de los que se<br />

extrae este licor, como por las amarguras que padecen<br />

los infelices que se ven en la necesidad de<br />

atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan,<br />

llevando a Siannah sobre sus espaldas.<br />

V


El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre<br />

la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa<br />

jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se<br />

aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les<br />

presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de<br />

guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se<br />

lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus<br />

cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas<br />

sobre medio mundo.<br />

VI<br />

Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes<br />

que crecen entre los juncos de la ribera, y<br />

enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las<br />

rarnas de un penachudo talipot, entona un canto<br />

melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz<br />

que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el<br />

ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes<br />

de oro y azul, de crespón y esmeraldas.<br />

VII<br />

Todo convida al descanso. Pulo y Siannah,<br />

después de refrescar sus labios con algunas de las<br />

deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las<br />

cristalinas ondas que corren, produciendo al besar<br />

las orillas un ruido manso y melancólico, semejante


al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las<br />

aguas y de las hojas que se agitan como abanicos<br />

de esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en<br />

dulces coloquios y con esa especie de satisfacción<br />

con que se menciona el peligro pasado, las mil<br />

aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación,<br />

los países que han recorrido, las maravillas<br />

que como un panorama magnífico se han desplegado<br />

a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir<br />

y sobre la felicidad que les espera cuando<br />

hayan cumplido la expiación, próxima a satisfacerse;<br />

sus palabras se atropellan llenas de un fuego y<br />

de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo<br />

su diálogo: diríase que hablan una<br />

cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas<br />

e incoherentes preceden al silencio, que con un<br />

dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes<br />

sin ser sentido.<br />

VIII<br />

El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La<br />

frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su<br />

esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los<br />

países tropicales, el mediodía es la noche de la<br />

Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda<br />

el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monó-


tono y tenaz de los insectos que voltean en el aire,<br />

brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras<br />

preciosas, y la acelerada respiración de Siannah,<br />

respiración sonora y encendida como la del<br />

que sueña embriagado con opio. Los peregrinos<br />

permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su<br />

mente?<br />

IX<br />

Hay momentos en que el alma se desborda<br />

como un vaso de mirra que ya no basta a contener<br />

el perfume; instantes en que flotan los objetos que<br />

hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación.<br />

El espíritu se desata de la materia y huye,<br />

huye a través del vacío a sumergirse en las ondas<br />

de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.<br />

La mente no se halla en la tierra ni en el cielo;<br />

recorre un espacio sin límites ni fondo, océano<br />

de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus<br />

alas para remontarse a las regiones en donde habita<br />

el amor.<br />

Las ideas vagan confusas, como esas concepciones<br />

sin formas ni color que se ciernen en el<br />

cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del


delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan<br />

amor y se desvanecen entre nuestros brazos.<br />

cio.<br />

X<br />

Pulo es el primero que interrumpe el silen-<br />

-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer<br />

que se ama, ese aliento que se escapa de unos<br />

labios encendidos, atropellándose en ellos como<br />

olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una<br />

playa de rubíes!<br />

¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah,<br />

explicarte lo que el murmullo de tu respiración me<br />

dice! Suena en mi oído como una voz insólita que<br />

murmura palabras desconocidas en un idioma extraño<br />

y celeste; me recuerda los días de mi infancia,<br />

aquellas horas sin nombre que precedían a mis<br />

sueños de niño, aquellas horas en que los genios,<br />

volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas<br />

maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba<br />

la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto,<br />

no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que<br />

precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil<br />

crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que<br />

los demás no comprenden?


XI<br />

Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos<br />

dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila<br />

húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso<br />

semejante al reflejo de una estrella en un lago. -<br />

Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis<br />

que la hubiese alejado por algunos instantes de la<br />

tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra<br />

causa la muerte? -Es cierto -responde el príncipe-;<br />

el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales,<br />

y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra<br />

infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido.<br />

Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo,<br />

en tanto la contempla con un sentimiento de ternura<br />

indescriptible.<br />

XII<br />

-Pulo -exclama a los pocos instantes la<br />

hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya<br />

sombra agita la sangre en las venas y enciende el<br />

amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando<br />

ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta<br />

pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este<br />

bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada.<br />

-¡Proseguir cuando el sol abrasa las arenas!<br />

Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del


golfo y la luz comience a palidecer. -Esperemos -<br />

murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos<br />

de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me<br />

los claves en el alma.<br />

XIII<br />

-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben<br />

amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces,<br />

ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea...<br />

Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de<br />

nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya<br />

que no como una esposa.<br />

La beldad de las trenzas de ébano canta:<br />

I<br />

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen<br />

sed, y la sed de las espadas se templa con sangre.»<br />

«Un torrente de fuego desciende del Jabwi;<br />

esas centellas que brillan entre la nube de polvo<br />

que levantan, son los hierros de nuestros enemigos.»<br />

«Traedme el escudo reforzado con las siete<br />

pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo,<br />

para que no me desconozcan en la confusión de<br />

la pelea.»


«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen<br />

sed; y la sed de las espadas se templa con sangre.»<br />

II<br />

«Allá van semejantes en...»<br />

Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah<br />

se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama el<br />

príncipe- no escucho ahora las canciones de mi<br />

patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya<br />

no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o<br />

acaso que los himnos de guerra no se han hecho<br />

para que los recite una hermosa?<br />

XIV<br />

-Entona un canto de amor, uno de aquellos<br />

himnos que al son de los címbalos alzan las vírgenes<br />

cuando conducen a una joven esposa al pie de<br />

las aras. -Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo,<br />

arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la<br />

brisa y la música de las aguas.<br />

Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se<br />

eleva acompasadamente como una ola que se hincha<br />

coronada de espuma.


LA VUELTA DEL COMBATE<br />

I<br />

«El combate ha terminado con el día, y el<br />

caudillo está ya en presencia de su adorada.»<br />

LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre<br />

mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el<br />

polvo de la gloria.»<br />

EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios<br />

entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte<br />

en una copa de rubí.»<br />

II<br />

LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo<br />

de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor,<br />

divino amor!, desciende en brazos del misterio y de<br />

la noche a coronar con tu aureola a los que arden<br />

en tu llama.»<br />

EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento<br />

del alma generosa! ¡esperanza del guerrero!, ¡amor,<br />

ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de<br />

los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre<br />

la corona de laurel del caudillo.»


III<br />

LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa<br />

como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la<br />

mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se<br />

agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis<br />

mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados;<br />

todo se borra y se confunde ante mis ojos, que<br />

no ven más que el fuego que arde en los tuyos.<br />

Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de melodiosos<br />

acordes y me estremece a su contacto?»<br />

pasa.»<br />

EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que<br />

XV<br />

El canto de Siannah expira, y con él, suave<br />

y armonioso, el rumor de un beso.<br />

¿Qué son los vanos castillos que eleva la<br />

voluntad del hombre para combatir las funestas<br />

armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena<br />

que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran<br />

al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.


Canto cuarto<br />

I<br />

-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la<br />

tierra y sé el mensajero de mis iras.<br />

El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta<br />

voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita<br />

sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene<br />

una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero.<br />

-¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre<br />

que me diste el ser para que sirviera de eslabón<br />

invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de<br />

los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar<br />

las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta<br />

que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi<br />

soberanía?<br />

II<br />

Schiven continúa de este modo, dirigiéndose<br />

a su imagen: -Hace algunos momentos pensaba<br />

en llevar a cabo la destrucción del príncipe que<br />

usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano<br />

buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú,<br />

mi orgulloso antagonista, le defendía bajo el<br />

inmenso escudo con que oculta los hombres a mis<br />

ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan


ayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido<br />

a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo,<br />

un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando<br />

su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el<br />

ave atraída por el boa.<br />

III<br />

De su seno brotaba un raudal de armonías,<br />

que llenaban el vacío, dilatándose en él como los<br />

círculos en un lago donde se arroja una piedra.<br />

Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando<br />

entre mares de colores y sonidos, su alegría y su<br />

gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la<br />

mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas,<br />

lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los<br />

ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a<br />

Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la<br />

inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.<br />

IV<br />

He aquí el momento oportuno para mi venganza.<br />

El príncipe faltó a su promesa, y ahora está<br />

abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su<br />

ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión<br />

propicia para derramar sobre sus párpados un sueño<br />

precursor del sepulcro, un sueño de agonía y


ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus<br />

manos de acero y pesan sobre el corazón como una<br />

montaña de plomo.<br />

V<br />

El Sueño tiende las alas de tul, y abandona<br />

la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido<br />

entre la flotante sombra de los áloes.<br />

El silencio le precede y sus hechuras le siguen<br />

en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden<br />

entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis,<br />

locos delirios, embriones de confusas<br />

ideas, semejantes a las que produce en mitad de la<br />

fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.<br />

VI<br />

La silenciosa caravana llega a las orillas del<br />

Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste<br />

experimenta primero una languidez voluptuosa,<br />

después un entorpecimiento general, y por último,<br />

sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus<br />

pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro.<br />

El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor<br />

que contiene su misterioso vaso de ópalo.<br />

VII


Cuando la materia duerme, el espíritu vela.<br />

En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil<br />

y sumergido en un letargo profundo, su alma<br />

se reviste de una forma imaginaria, y huye de los<br />

lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le<br />

esperan las creaciones del sueño, que le fingen un<br />

mundo poblado de seres animados con la vida de la<br />

idea: visión magnífica, profética y real en su fondo,<br />

vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la<br />

conserva, la visión del caudillo.<br />

VIII<br />

La noche es oscura; el viento muge y silba<br />

sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de<br />

las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas<br />

de fuego sobre las nubes, en que se les ve<br />

pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de<br />

eco en eco en los abismos de las cordilleras; la<br />

lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose<br />

con los sordos mugidos de la tormenta, el<br />

prolongado lamento del vendaval y el temeroso<br />

murmullo de las hojas del bosque, se escucha por<br />

intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que<br />

parece formarse en la cavidad de un pecho de<br />

bronce.<br />

IX


Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal<br />

hora aquella selva, no hubiera podido menos de<br />

dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo<br />

parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos<br />

de la Naturaleza con las profecías de los blancos<br />

fantasmas de sus antepasados, que rompían el<br />

secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la<br />

muerte.<br />

X<br />

De cuantos guerreros se rodean el chal<br />

amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el<br />

combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor<br />

necesario para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados<br />

senderos con una noche tan terrible.<br />

XI<br />

Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha<br />

pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le<br />

sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso<br />

temeroso. -¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz<br />

que resuena en la espesura? -Es el viento que azota<br />

los palmares -responde el caudillo, lanzando, a<br />

pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de<br />

los añosísimos troncos de áloes que bordan las<br />

lindes del sendero.


XII<br />

Los esposos prosiguen caminando y la<br />

tempestad haciéndose cada vez más terrible. -<br />

¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra<br />

espalda? -interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la<br />

lluvia que agita las lianas -añade el príncipe armando<br />

la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. -<br />

¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira<br />

alrededor nuestro. -Échate en tierra -grita Pulo de<br />

repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.<br />

dad.<br />

XIII<br />

Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuri-<br />

La flecha del príncipe parte.<br />

A su áspero silbar responde un rugido ahogado<br />

y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco,<br />

se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla,<br />

esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la<br />

diestra. Siannah está desmayada y oculta con el<br />

manto del guerrero, a cuyos pies yace.<br />

XIV<br />

La lucha se traba.


Pulo hunde una y cien veces su puñal en el<br />

pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía<br />

pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste,<br />

cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque,<br />

merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de<br />

los hombres avezados a los peligros y a la muerte.<br />

Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco<br />

estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que<br />

brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los<br />

ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.<br />

XV<br />

La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno<br />

han enmudecido: al brillante y súbito resplandor de<br />

los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada,<br />

una luz indecisa semejante al primer albor de un<br />

día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían<br />

guarecido de la tempestad bajo los pabellones de<br />

verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren<br />

alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se<br />

ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de<br />

muerte por una mano invisible. Los gigantescos<br />

árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos<br />

de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar<br />

el suelo con las pálidas hojas que se desprenden<br />

de sus ramas, como se desprenden los cabe-


llos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas<br />

que se mecieran al soplo del viento suspendidas en<br />

el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden<br />

el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores<br />

como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase,<br />

al contemplar este asombroso espectáculo, que un<br />

tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose<br />

en imperceptibles efluvios de las entrañas de la<br />

tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el<br />

mundo.<br />

XVI<br />

El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno<br />

suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas<br />

imágenes desoladoras; pero lo que más asombro<br />

le causa es ver el sangriento cadáver del tigre<br />

estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas<br />

formas, ir tomando, merced a una inconcebible<br />

transformación, las de una serpiente.<br />

-Ya no me queda ningún género de duda -<br />

exclama- Schiven desea mi muerte; reconozco en<br />

ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no<br />

fuera yo un dios para luchar con los dioses!... Mas<br />

no importa; mortal miserable como soy, venderé<br />

cara mi vida.


XVII<br />

El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa;<br />

su longitud es ya treinta veces mayor que la<br />

del boa secular que se despierta de dos en dos<br />

lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos,<br />

fijos y fascinadores, están clavados en los<br />

del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese<br />

arrojo sin límites que presta la desesperación en<br />

sus momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado<br />

escudo, inútil para aquel combate, y desnuda<br />

por segunda vez su puñal.<br />

XVIII<br />

La gigantesca serpiente comienza a replegarse<br />

sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y<br />

agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa,<br />

se arroja a su cuello, tan grueso como el de una<br />

palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla.<br />

¡Imposible! Las aceradas escamas que la cubren<br />

y defienden son impenetrables como la concha de<br />

las tortugas del Jawkior.<br />

Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos<br />

de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el<br />

puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas,<br />

y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos,


cuando una flecha disparada de las nubes baja<br />

silbando y traspasa los de la serpiente.<br />

XIX<br />

Un furor terrible se apodera de ésta, que,<br />

desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo,<br />

busca a ciegas a su celeste enemigo.<br />

La punta de diamante de una segunda flecha<br />

pone fin a su agonía con la muerte.<br />

El caudillo, recobrado de su estupor, puede<br />

entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido<br />

de una emoción profunda de gratitud y respeto, al<br />

que es deudor de la vida.<br />

Vichenú, cubiertas las espaldas con un<br />

manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de<br />

las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su<br />

lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y su<br />

sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya<br />

sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines<br />

del Océano.<br />

XX<br />

-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven<br />

con acento airado,- ¿para qué subiste a la sagrada<br />

gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las


limpias aguas de su manantial, si las revelaciones<br />

celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper<br />

tu juramento, como se rompe la flecha sobre la<br />

rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo<br />

enmudece; el rubor de su falta colora sus bronceadas<br />

mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de<br />

este modo:<br />

-Inmensa como la imprevisión de los hombres<br />

es la bondad del cielo: he aquí por qué me he<br />

apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las<br />

fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae<br />

en la medida de la culpa, debe añadirse a la del<br />

castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya<br />

insuficiente para lavar tu alma.<br />

XXI<br />

-Si un solo momento de olvido desvaneció<br />

como el humo cuanto había logrado merecer con mi<br />

arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -<br />

exclama el príncipe.<br />

-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco,<br />

descálzate las sandalias, y abandonando las orillas<br />

del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a<br />

Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el<br />

seno del olvido un templo que en mi honor levantara


un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por<br />

mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles.<br />

Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas<br />

olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle<br />

el lugar en que el templo se oculta: éste lo<br />

conocerás por los fuegos que durante la noche voltean<br />

sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.<br />

XXII<br />

Vichenú desaparece: los árboles recobran<br />

su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y<br />

a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo<br />

y suave esplendor de una noche estrellada y<br />

llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.<br />

El príncipe se incorpora y corre al lugar en<br />

que Siannah permanece desmayada y oculta bajo<br />

los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste,<br />

y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y<br />

ansiedad.<br />

cido.<br />

Siannah no está allí; Siannah ha desapare-<br />

XXIII


En aquel punto el sueño tiende las alas y<br />

abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún,<br />

despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en<br />

cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.<br />

El sol, recostado en un lecho de púrpura y<br />

de oro como un rajá en su alfombra de colores,<br />

lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos<br />

ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su<br />

sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas<br />

en murmullos y perfumes, juguetean con el<br />

cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las<br />

aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes<br />

la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan<br />

un himno melancólico, al que se unen las aladas y<br />

suaves notas de los pájaros que despiden al día con<br />

un dulcísimo y triste adiós.<br />

XXIV<br />

-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada<br />

por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde estás<br />

que no me oyes? Siannah, inseparable compañera<br />

de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi<br />

lado para robarme la única felicidad que me restaba<br />

en la tierra? ¡Oh!, vuelve, vuelve, hermosa mía; sin<br />

ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin<br />

lágrimas.


XXV<br />

Sólo el eco responde al enamorado Pulo,<br />

que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las<br />

orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su<br />

esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y<br />

cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo<br />

los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos<br />

de los pesares y la felicidad de los amantes,<br />

aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero<br />

cendal de bruma, y Siannah no parece.<br />

XXVI<br />

-Insensato -dice una voz que resuena en el<br />

viento, sin que se vea la boca de donde parte:-<br />

¿que vas a hacer?<br />

El caudillo, que ha desnudado el puñal para<br />

asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y<br />

escucha estas palabras:<br />

-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas<br />

tu vida y cumples cuanto te he dicho, la<br />

mancha de sangre de tus manos desaparecerá para<br />

siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.<br />

Los sueños son el espíritu de la realidad<br />

con las formas de la mentira; los dioses descienden


en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas<br />

del porvenir o recuerdos del pasado.<br />

La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú<br />

que se le había aparecido en sueños.


Canto quinto<br />

I<br />

El príncipe después de un año de peregrinación,<br />

llega al fin al término señalado por el genio.<br />

Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su<br />

protegido, ha velado día y noche por su vida hasta<br />

dejarle en Kattak.<br />

II<br />

La aurora rasga el velo de la noche; de sus<br />

trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia<br />

de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes<br />

del mar se encienden y las crestas de sus<br />

olas brillan como las escamas de la armadura de un<br />

guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas<br />

aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al<br />

cielo una columna de aromas en emanaciones;<br />

perfumadas emanaciones que los genios, cruzando<br />

sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con<br />

las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas<br />

a los pies de Bermach, autor de la maravillosa<br />

máquina de los mundos.<br />

III


Pulo se ha sentado sobre una de las rocas<br />

que erizan en aquella parte del reino de Kattak las<br />

extensas playas del Océano. Su pensamiento está<br />

dividido entre su esposa y su conciencia.<br />

-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón;<br />

unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del<br />

ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete<br />

de sus designios. Dios, que conservas cuanto<br />

existe, apartando las tempestades y la muerte de la<br />

cabeza de los hombres, no interpongas tu poder<br />

entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre<br />

mi vida y las garras del tigre, o los anillos del boa<br />

gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame<br />

el amor y la conciencia, cuyos golpes matan<br />

sin que se vea la mano que los dirige.<br />

IV<br />

El sol se va levantando pausadamente del<br />

seno del mar y remontándose por la cumbre del<br />

firmamento. El caudillo, después de lavarse por<br />

siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando<br />

algunas oraciones misteriosas, emprende una<br />

difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales<br />

rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y<br />

las tempestades, cuyas plantas besan o azotan las<br />

hirvientes olas del Océano.


V<br />

Después de trepar por espacio de una hora,<br />

asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en<br />

las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al<br />

fin encontrarse en la cumbre del promontorio.<br />

En una de las rocas de granito que coronan<br />

su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta<br />

le parece distinguir las formas confusas de un ave,<br />

que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad<br />

con una luz fantástica.<br />

VI<br />

-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo<br />

de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza<br />

blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje<br />

vivió por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú,<br />

logrando con este ardid evitar la muerte que el dios<br />

de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando<br />

tus palabras, como los tulipanes agostados por<br />

el fuego del día esperan las gotas del rocío de la<br />

noche.<br />

VII<br />

El cuervo, abandonando su guarida, se abate<br />

sobre una de las enhiestas rocas, y, después de


agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo,<br />

que lo escucha en silencio y con la frente humillada<br />

en el polvo:<br />

-Señor de Osira, poderoso descendiente de<br />

los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de<br />

Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es<br />

inútil que me lo refieras. El templo que buscas se<br />

halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré<br />

el sitio en que se empezarán las excavaciones.<br />

VIII<br />

El cuervo de la cabeza blanca se remonta<br />

en los aires, dejándose caer al pie del promontorio,<br />

donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste<br />

toca al término de su descensión, el ave misteriosa<br />

emprende la marcha caminando a saltos pequeños<br />

y sin abandonar las costas en que viene a romperse<br />

el oleaje de crestas de oro.<br />

Prosiguen durante todo el día sin abandonar<br />

la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el<br />

sol desciende al seno de las ondas rodeado de<br />

espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de<br />

las playas, internándose tierra adentro, a través de<br />

un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y<br />

altísimos.


IX<br />

Las nubes, amontonándose en el Occidente,<br />

envuelven el cadáver del sol en un sudario de<br />

brumas, antes que descienda a su sepulcro.<br />

La noche se adelanta, una noche sin astros<br />

y sin transparencia; la brisa murmura la oración de<br />

los muertos, sollozando melancólica entre los espesos<br />

juncos; el perfume de las flores que se abren en<br />

la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el<br />

silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose<br />

con esos rumores siniestros y misteriosos que<br />

nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad,<br />

sin que podamos decir quién los produce.<br />

-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose<br />

en su camino,- he aquí que la noche se ha apoderado<br />

de la tierra y que en balde procuro seguirte,<br />

pues la sombra te ha robado a mi vista.<br />

El grito del chacal se oye cada vez más<br />

próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin<br />

armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de<br />

sus traidores ataques.<br />

Volvamos atrás y esperemos al día para<br />

proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el<br />

de aquel que arriesga su vida contra enemigos que


no puede exterminar o vencer; si al menos la luna<br />

brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de<br />

este pantano, donde a cada paso que doy temo<br />

encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas<br />

cenagosas e inmóviles.<br />

X<br />

-No temas -responde el cuervo;- el dios que<br />

nos envía cuidará de nosotros desde su elevación.<br />

He aquí la manera de salir con bien de este peligro:<br />

las llanuras que vamos a atravesar presenciaron la<br />

derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que<br />

éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio<br />

que te protege, reunió en su daño a los guerreros<br />

de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de<br />

venganza contra su vencedor, se juntaron entre las<br />

sombras de la noche para afilar las espadas que<br />

habían de herir a los predilectos de Vichenú.<br />

XI<br />

Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse<br />

a las selvas que se extienden al pie de la<br />

colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una<br />

nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose<br />

de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo<br />

su curiosidad.


¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos<br />

será la que se aproxima al templo de mi<br />

dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás<br />

portadores de su escudo y su aljaba.<br />

XII<br />

Éste, lanzando a sus compañeros una mirada<br />

de inteligencia, respondió al victorioso rey con<br />

la sonrisa en los labios:<br />

-¿Quién sabe cuál será el remoto país que<br />

envía este enjambre de peregrinos? La fama del<br />

asombroso templo de Kattak corre de boca en boca<br />

hasta los más remotos confines del mundo.<br />

Tu padre, después de fijar nuevamente las<br />

miradas en aquella nube de polvo que se aproxima,<br />

y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con<br />

voz terrible:<br />

XIII<br />

-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos<br />

llamean al rayo del sol como las armaduras<br />

de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del<br />

viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara<br />

armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me<br />

queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se


endereza como la víbora para morderme en ellos.<br />

No importa; veremos si los caudillos de Lahore han<br />

aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de<br />

acostumbrarse a huir.<br />

XIV<br />

-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que<br />

le acompañan- dadme el arco y el escudo, desnudad<br />

vuestros aceros, y que las roncas bocinas de<br />

plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.<br />

Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes,<br />

por toda respuesta le hunde en el pecho su misma<br />

espada, de que era portador, y blandiéndola después<br />

en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a<br />

voces:<br />

-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo,<br />

domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos<br />

un día al soplo del tirano como al del huracán<br />

el humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!<br />

XV<br />

En tanto, el infelice rey, revolcándose en su<br />

sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la voz<br />

se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa<br />

para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los


puños crispados y tendidos hacia las bárbaras<br />

huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás<br />

de sus instrumentos de bronce.<br />

XVI<br />

Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de<br />

la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda,<br />

llenan el ámbito de los aires con los terribles<br />

bramidos del caracol sagrado, al que responden en<br />

la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de<br />

tu padre.<br />

XVII<br />

-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre<br />

como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la<br />

primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo<br />

que ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes<br />

conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir<br />

dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde<br />

al rumor de la batalla con el grito de guerra.<br />

XVIII<br />

Los enemigos se adelantan, la llanura gime<br />

bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y<br />

el eco de los lejanos montes repite sus salvajes<br />

alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte.


Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al<br />

rigor del acero; el templo de dios es presa de las<br />

llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones<br />

levantó el rey de Osira en honor del<br />

benéfico genio de Allah-abad.<br />

XIX<br />

Cuando llegó la noche, la expirante llama<br />

del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de<br />

luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el<br />

casco de los valientes que habían sucumbido a los<br />

golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos<br />

de sangre y de gloria.<br />

Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro<br />

de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía<br />

el imponente estruendo de los muros al<br />

desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o<br />

el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente<br />

resplandor del fuego, rugía en su cueva,<br />

temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.<br />

Los vencedores abandonaron con el día la<br />

llanura donde desde esa época nadie osa poner la<br />

planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso


tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado<br />

por la soledad del espanto.<br />

XX<br />

Pulo escucha sobrecogido de un religioso<br />

pavor, la historia del sangriento combate en que su<br />

padre perdió la vida; historia que en su país cantan<br />

las bayaderas al son de los címbalos, pero cuya<br />

terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima<br />

tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó<br />

abrasadora sobre su mejilla.<br />

XXI<br />

El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los<br />

espesos cañaverales, encenderse una llama ligera y<br />

cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas<br />

aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina,<br />

donde a la sombra de un bosque sombrío se<br />

levanta un grosero sepulcro formado de piedras<br />

toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el<br />

brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene<br />

junto a los troncos de los árboles, y se multiplica<br />

subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas,<br />

ligeras y de un azulado resplandor?<br />

XXII


Esos son los espíritus de los valientes que<br />

en defensa del genio que te protege sucumbieron al<br />

golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la<br />

rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba<br />

para guiarnos, a través de la noche, del pantano y<br />

de las sombras de los valientes, al sitio en que cubiertos<br />

de musgo y escondidos entre las hierbas<br />

altas y silenciosas hallaremos los restos mortales,<br />

única reliquia del ara de Vichenú.<br />

XXIII<br />

Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del<br />

bosque se levanta una llama roja, que lanzándose<br />

al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.<br />

El cuervo sigue a la llama y el príncipe al<br />

cuervo.<br />

De repente aquélla se detiene sobre la<br />

cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento<br />

de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.<br />

El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo,<br />

y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de la<br />

Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado<br />

y absorto, sube la suave pendiente que conduce<br />

al término de su peregrinación.


Canto sexto<br />

I<br />

-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y<br />

trae en tu compañía los artífices más celebrados<br />

que en él encuentres. A la luz del sol durante el día,<br />

a la de las antorchas durante la noche, que no se dé<br />

un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco<br />

de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso<br />

clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros<br />

golpes del martillo.<br />

II<br />

Seis años tienes de término para reedificar<br />

la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y<br />

alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las<br />

nubes y estallaran las tempestades, como en las<br />

crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira,<br />

oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore<br />

y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países,<br />

y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda<br />

de nuestros días resplandecerá como los astros,<br />

flotantes moradas de los genios.<br />

Entonces se traba en el alma de Pulo una<br />

lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye<br />

con el triunfo de aquélla.


Un genio de mal guía sus pasos a través de<br />

la noche; y éstos se dirigen impulsados por una<br />

fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra<br />

el peregrino.<br />

III<br />

Presta de nuevo atención; nada se escucha.<br />

¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano!<br />

Diciendo así, el caudillo de las manos rojas<br />

separa las colgaduras de seda y oro que cubren la<br />

puerta de la habitación que ocupa el misterioso<br />

viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le<br />

asombraría tanto como la escena que se presenta a<br />

sus ojos.<br />

IV<br />

El peregrino ha desaparecido.<br />

En mitad del aposento, y al débil resplandor<br />

de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto<br />

de un horroroso ídolo.<br />

La locura en sus fantásticas creaciones, el<br />

sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en<br />

su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen<br />

tan repugnante y terrible.


V<br />

No es su rostro el del genio benéfico que<br />

protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones<br />

se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos<br />

atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura<br />

del dios de la selva, no; la fisonomía de<br />

aquella tosca escultura, que sin concluir aún se<br />

presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de<br />

infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece<br />

pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca<br />

está contraída por una sonrisa feroz; todo en él<br />

revela un genio del mal.<br />

chenú.<br />

Es la imagen de Schiven y no la de Vi-<br />

La impaciencia ha perdido para siempre al<br />

desgraciado caudillo.<br />

VI<br />

Éste, presa de un vértigo y saliendo de su<br />

inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,- despertad<br />

de vuestro sueño; la esperanza de dicha que<br />

aún me restaba se ha desvanecido como el perfume<br />

de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el<br />

combate; levantad el ídolo que lo representa; llevadlo<br />

al ara sobre vuestros hombros al compás de los


himnos del luto y el clamor de las plañideras y los<br />

címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con<br />

él mi vida.<br />

VII<br />

Los brahmines y los servidores del príncipe<br />

que han acudido a su llamamiento, se apresuran a<br />

ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas<br />

vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros<br />

hieren sus escudos con el pomo de la espada; las<br />

roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo<br />

sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente<br />

comitiva que conduce al dios de la muerte<br />

y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del<br />

seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y<br />

morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y<br />

horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción<br />

que solemnizan su victoria.<br />

VIII<br />

El día comienza a despuntar; la luna se<br />

desvanece, y el mar se colora con la primera luz del<br />

alba. El templo resplandece iluminado en su interior<br />

por cien y cien magníficas lámparas de bronce y<br />

oro; las blancas nubes que se elevan de los altares,<br />

difunden la esencia de la mirra y del áloe por los


extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido<br />

la frente con el amarillo chal, emblema del poder<br />

soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras<br />

está de rodillas ante el ara.<br />

Las ceremonias con que los brahmines, invocando<br />

la piedad de los genios, han dado posesión<br />

al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.<br />

IX<br />

-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe<br />

al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses está<br />

suspendida sobre mi cabeza, como una espada<br />

pendiente de un cabello; mis manos, que desde la<br />

terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha<br />

visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas;<br />

esta sangre es la de mi antecesor, la de mi<br />

hermano, a quien arranque la vida con la corona.<br />

Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación,<br />

me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por<br />

vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos,<br />

siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza<br />

va a desaparecer de la tierra.<br />

La multitud, sobrecogida y llena de terror,<br />

permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el


altar en que está colocado el dios, prosigue de este<br />

modo, dirigiéndose al informe ídolo, que parece que<br />

contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.<br />

X<br />

-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza:<br />

si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu<br />

cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi<br />

última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes<br />

de partir del mundo, la contemple un instante<br />

por la postrera vez; que su boca reciba el frío y<br />

apagado aliento de la mía; que sus besos cierren<br />

mis párpados a la eterna noche de la tumba.<br />

XI<br />

La muchedumbre que ocupa las naves del<br />

templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un<br />

grito de horror.<br />

Pulo se ha atravesado con su espada, y el<br />

caliente borbotón de sangre que brotó de su herida<br />

saltó humeando al rostro del genio.<br />

En aquel instante, una mujer atraviesa el<br />

atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en<br />

que se eleva el ara de Schiven.


-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola:<br />

-Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y<br />

expira.<br />

XII<br />

Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de<br />

Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que<br />

formó Bermach en un delirio de placer, combinando<br />

la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad<br />

de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos<br />

de una schiva, la luz de un diamante de Golconda,<br />

la armonía de una noche de verano y la esencia de<br />

un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa<br />

entre las hermosas siguió a Pulo a través de su<br />

peregrinación en esas regiones desconocidas de las<br />

que ningún viajero vuelve.<br />

Siannah fue la primera viuda indiana que se<br />

arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.


El rayo de luna<br />

Yo no sé si esto es una historia que parece<br />

cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo<br />

decir es que en su fondo hay una verdad, una<br />

verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de<br />

los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones<br />

de imaginación.<br />

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho<br />

un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta<br />

leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al<br />

menos podrá entretenerles un rato.<br />

I<br />

Era noble, había nacido entre el estruendo<br />

de las armas, y el insólito clamor de una trompa de<br />

guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un<br />

instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro<br />

pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.<br />

Los que quisieran encontrarle, no lo debían<br />

buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde<br />

los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban<br />

a volar a los halcones, y los soldados se<br />

entretenían los días de reposo en afilar el hierro de<br />

su lanza contra una piedra.


-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro<br />

señor? -preguntaba algunas veces su madre.<br />

-No sabemos -respondían sus servidores:acaso<br />

estará en el claustro del monasterio de la<br />

Peña, sentado al borde de una tumba, prestando<br />

oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación<br />

de los muertos; o en el puente, mirando<br />

correr unas tras otras las olas del río por debajo de<br />

sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y<br />

entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir<br />

una nube con la vista o contemplar los fuegos<br />

fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz<br />

de las lagunas. En cualquiera parte estará menos<br />

en donde esté todo el mundo.<br />

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la<br />

amaba de tal modo, que algunas veces hubiera<br />

deseado no tener sombra, porque su sombra no le<br />

siguiese a todas partes.<br />

Amaba la soledad, porque en su seno, dando<br />

rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo<br />

fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas<br />

de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que<br />

nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera<br />

encerrar sus pensamientos, y nunca los había<br />

encerrado al escribirlos.


Creía que entre las rojas ascuas del hogar<br />

habitaban espíritus de fuego de mil colores, que<br />

corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos<br />

encendidos, o danzaban en una luminosa ronda<br />

de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba<br />

las horas muertas sentado en un escabel junto a la<br />

alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en<br />

la lumbre.<br />

Creía que en el fondo de las ondas del río,<br />

entre los musgos de la fuente y sobre los vapores<br />

del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas,<br />

sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros,<br />

o cantaban y se reían en el monótono rumor del<br />

agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.<br />

En las nubes, en el aire, en el fondo de los<br />

bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba<br />

percibir formas o escuchar sonidos misteriosos,<br />

formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles<br />

que no podía comprender.<br />

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no<br />

para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante:<br />

a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía<br />

los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al<br />

andar como un junco.


Algunas veces llegaba su delirio hasta el<br />

punto de quedarse una noche entera mirando a la<br />

luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata,<br />

o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los<br />

cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas<br />

largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si<br />

es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho,<br />

que es posible que esos puntos de luz sean mundos;<br />

si es verdad que en ese globo de nácar que<br />

rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres<br />

tan hermosas serán las mujeres de esas regiones<br />

luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré<br />

amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo<br />

será su amor?...<br />

Manrique no estaba aún lo bastante loco<br />

para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo<br />

suficiente para hablar y gesticular a solas, que es<br />

por donde se empieza.<br />

II<br />

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las<br />

carcomidas y oscuras piedras de las murallas de<br />

Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al<br />

antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones<br />

se extendían a lo largo de la opuesta margen<br />

del río.


En la época a que nos referimos, los caballeros<br />

de la Orden habían ya abandonado sus históricas<br />

fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos<br />

de los anchos torreones de sus muros, aún se<br />

veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra<br />

y campanillas blancas, los macizos arcos de su<br />

claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus<br />

patios de armas, en las que suspiraba el viento con<br />

un gemido, agitando las altas hierbas.<br />

En los huertos y en los jardines, cuyos senderos<br />

no hollaban hacía muchos años las plantas<br />

de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí<br />

misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de<br />

que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.<br />

Las plantas trepadoras subían encaramándose<br />

por los añosos troncos de los árboles;<br />

las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban<br />

y se confundían entre sí, se habían cubierto<br />

de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban<br />

en medio de los enarenados caminos, y en dos<br />

trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago,<br />

flotando al viento como el penacho de una<br />

cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose<br />

como en un columpio sobre sus largos y<br />

flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción<br />

y la ruina.


Era de noche; una noche de verano, templada,<br />

llena de perfumes y de rumores apacibles, y<br />

con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo<br />

azul, luminoso y transparente.<br />

Manrique, presa su imaginación de un vértigo<br />

de poesía, después de atravesar el puente, desde<br />

donde contempló un momento la negra silueta<br />

de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de<br />

algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en<br />

el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de<br />

los Templarios.<br />

La media noche tocaba a su punto. La luna,<br />

que se había ido remontando lentamente, estaba ya<br />

en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una<br />

oscura alameda que conducía desde el derruido<br />

claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un<br />

grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa,<br />

de temor y de júbilo.<br />

En el fondo de la sombría alameda había<br />

visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento<br />

y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de<br />

una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero<br />

y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante<br />

en que el loco soñador de quimeras o imposibles<br />

penetraba en los jardines.


-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!...,<br />

¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -<br />

exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento,<br />

rápido como una saeta.<br />

III<br />

Llegó al punto en que había visto perderse<br />

entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa.<br />

Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos,<br />

muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos<br />

de los árboles como una claridad o una forma<br />

blanca que se movía.<br />

-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y<br />

huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su<br />

busca, separando con las manos las redes de hiedra<br />

que se extendían como un tapiz de unos en<br />

otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza<br />

y las plantas parásitas hasta una especie de rellano<br />

que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!,<br />

por aquí, por aquí va -exclamó entonces.- Oigo sus<br />

pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su<br />

traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos;<br />

-y corría y corría como un loco de aquí para<br />

allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas<br />

-murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay<br />

duda, ha hablado... El viento que suspira entre las


amas; las hojas, que parece que rezan en voz baja,<br />

me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay<br />

duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En<br />

qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera...<br />

Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces<br />

creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando<br />

que las ramas, por entre las cuales había desaparecido,<br />

se movían; ya imaginando distinguir en la arena<br />

la huella de sus propios pies; luego, firmemente<br />

persuadido de que un perfume especial que aspiraba<br />

a intervalos era un aroma perteneciente a aquella<br />

mujer que se burlaba de él, complaciéndose en<br />

huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán<br />

inútil!<br />

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera<br />

de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose<br />

con las mayores precauciones sobre la hierba, ya<br />

en una carrera frenética y desesperada.<br />

Avanzando, avanzando por entre los inmensos<br />

jardines que bordaban la margen del río,<br />

llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la<br />

ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta altura<br />

podré orientarme para seguir mis pesquisas a<br />

través de ese confuso laberinto -exclamó trepando<br />

de peña en peña con la ayuda de su daga.


Llegó a la cima, desde la que se descubre<br />

la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero<br />

que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente<br />

impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes<br />

que lo encarcelan.<br />

Manrique, una vez en lo alto de las rocas,<br />

tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y<br />

fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una<br />

blasfemia.<br />

La luz de la luna rielaba chispeando en la<br />

estela que dejaba en pos de sí una barca que se<br />

dirigía a todo remo a la orilla opuesta.<br />

En aquella barca había creído distinguir una<br />

forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer<br />

que había visto en los Templarios, la mujer de sus<br />

sueños, la realización de sus más locas esperanzas.<br />

Se descolgó de las peñas con la agilidad de un<br />

gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga<br />

pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose<br />

del ancho capotillo de terciopelo, partió como<br />

una exhalación hacia el puente.<br />

Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes<br />

que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura!<br />

Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor


a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero<br />

por la parte de San Saturio, entraban en Soria por<br />

una de las puertas del muro, que en aquel tiempo<br />

llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se<br />

retrataban sus pardas almenas.<br />

IV<br />

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar<br />

a los que habían entrado por el postigo de<br />

San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de<br />

saber la casa que en la ciudad podía albergarlos.<br />

Fija en su mente esta idea, penetró en la población,<br />

y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó<br />

a vagar por sus calles a la ventura.<br />

Las calles de Soria eran entonces, y lo son<br />

todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio<br />

profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían,<br />

ora el lejano ladrido de un perro; ora el<br />

rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de<br />

un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le<br />

sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.<br />

Manrique, con el oído atento a estos rumores<br />

de la noche, que unas veces le parecían los<br />

pasos de alguna persona que había doblado ya la


última esquina de un callejón desierto, otras, voces<br />

confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y<br />

que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo<br />

algunas horas, corriendo al azar de un sitio a<br />

otro.<br />

Por último, se detuvo al pie de un caserón<br />

de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron<br />

sus ojos con una indescriptible expresión de<br />

alegría. En una de las altas ventanas ojivales de<br />

aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un<br />

rayo de luz templada y suave que, pasando a través<br />

de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa,<br />

se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de<br />

la casa de enfrente.<br />

-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -<br />

murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto<br />

sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró<br />

por el postigo de San Saturio... por el postigo de<br />

San Saturio se viene a este barrio... en este barrio<br />

hay una casa, donde pasada la media noche aún<br />

hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que<br />

vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo<br />

a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.<br />

En esta firme persuasión, y revolviendo en<br />

su cabeza las más locas y fantásticas imaginacio-


nes, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la<br />

que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la<br />

vista un momento.<br />

Cuando llegó el día, las macizas puertas del<br />

arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya<br />

clave se veían esculpidos los blasones de su dueño,<br />

giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido<br />

prolongado y agudo. Un escudero reapareció<br />

en el dintel con un manojo de llaves en la mano,<br />

restregándose los ojos y enseñando al bostezar una<br />

caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.<br />

Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo<br />

fue obra de un instante.<br />

-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se<br />

llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria?<br />

¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -<br />

Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo<br />

violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual,<br />

después de mirarle un buen espacio de tiempo con<br />

ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz<br />

entrecortada por la sorpresa:<br />

En esta casa vive el muy honrado señor D.<br />

Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro


señor el rey, que herido en la guerra contra moros,<br />

se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus<br />

fatigas.<br />

-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;-<br />

¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o<br />

lo que sea?<br />

-No tiene ninguna mujer consigo.<br />

-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme<br />

allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto<br />

arder una luz?<br />

-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que,<br />

como se halla enfermo, mantiene encendida su<br />

lámpara hasta que amanece.<br />

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no<br />

le hubiera causado más asombro que el que le causaron<br />

estas palabras.<br />

V<br />

-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y<br />

si la encuentro, estoy casi seguro de que he de<br />

conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré<br />

decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas<br />

o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo<br />

de su traje, un solo extremo que vuelva a ver,


me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy<br />

mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues<br />

de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me<br />

están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el<br />

crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles<br />

palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo<br />

pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo<br />

la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón,<br />

y mi corazón no me engaña nunca. Verdad<br />

es que ya he recorrido inútilmente todas las calles<br />

de Soria; que he pasado noches y noches al sereno,<br />

hecho poste de una esquina; que he gastado<br />

más de veinte doblas en oro en hacer charlar a<br />

dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en<br />

San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en<br />

su manto de anascote, que se me figuró una deidad;<br />

y al salir de la Colegiata una noche de maitines,<br />

he seguido como un tonto la litera del arcediano,<br />

creyendo que el extremo de sus holapandas era<br />

el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo<br />

la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá<br />

seguramente al trabajo de buscarla.<br />

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser<br />

azules, azules y húmedos como el cielo de la noche;<br />

me gustan tanto los ojos de ese color; son tan<br />

expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay du-


da; azules deben de ser, azules son, seguramente;<br />

y sus cabellos negros, muy negros y largos para<br />

que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche,<br />

al par que su traje, y eran negros... no me engaño,<br />

no; eran negros.<br />

¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy<br />

rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante<br />

y oscura, a una mujer alta... porque... ella es<br />

alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas<br />

de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros<br />

envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras<br />

de sus doseles de granito!<br />

¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es<br />

suave como el rumor del viento en las hojas de los<br />

álamos, y su andar acompasado y majestuoso como<br />

las cadencias de una música.<br />

Y esa mujer, que es hermosa como el más<br />

hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa<br />

como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia<br />

lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi<br />

espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se<br />

ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha<br />

de amar como yo la amaré, como la amo ya, con<br />

todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades<br />

de mi alma?


Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera<br />

y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa<br />

como yo, amiga de la soledad y el misterio,<br />

como todas las almas soñadoras, se complace en<br />

vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?<br />

Dos meses habían transcurrido desde que<br />

el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó<br />

al iluso Manrique; dos meses durante los cuales<br />

en cada hora había formado un castillo en el<br />

aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos<br />

meses, durante los cuales había buscado en vano a<br />

aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba<br />

creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas<br />

imaginaciones, cuando después de atrevesar<br />

absorto en estas ideas el puente que conduce a<br />

los Templarios, el enamorado joven se perdió entre<br />

las intrincadas sendas de sus jardines.<br />

VI<br />

La noche estaba serena y hermosa, la luna<br />

brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo,<br />

y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre<br />

las hojas de los árboles.


Manrique llegó al claustro, tendió la vista<br />

por su recinto y miró a través de las macizas columnas<br />

de sus arcadas... Estaba desierto.<br />

Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura<br />

alameda que conduce al Duero, y aún no había<br />

penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó<br />

un grito de júbilo.<br />

Había visto flotar un instante y desaparecer<br />

el extremo del traje blanco, del traje blanco de la<br />

mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba<br />

como un loco.<br />

Corre, corre en su busca, llega al sitio en<br />

que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene,<br />

fija los espantados ojos en el suelo, permanece<br />

un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus<br />

miembros, un temblor que va creciendo, que va<br />

creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera<br />

convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una<br />

carcajada sonora, estridente, horrible.<br />

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había<br />

vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a<br />

sus pies un instante, no más que un instante.


Era un rayo de luna, un rayo de luna que<br />

penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de<br />

los árboles cuando el viento movía sus ramas.<br />

Habían pasado algunos años. Manrique,<br />

sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica<br />

de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e<br />

inquieta como la de un idiota, apenas prestaba<br />

atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos<br />

de sus servidores.<br />

-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía<br />

aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por<br />

qué no buscas una mujer a quien ames, y que<br />

amándote pueda hacerte feliz?<br />

-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -<br />

murmuraba el joven.<br />

-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le<br />

decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de<br />

pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro<br />

pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en<br />

la guerra se encuentra la gloria.<br />

-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.


-¿Queréis que os diga una cantiga, la última<br />

que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?<br />

-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose<br />

colérico en su sitial;- no quiero nada... es decir, sí<br />

quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas...<br />

mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas<br />

vanos que formamos en nuestra imaginación<br />

y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y<br />

corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para<br />

encontrar un rayo de luna.<br />

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el<br />

mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me<br />

figuraba que lo que había hecho era recuperar el<br />

juicio.


poco.<br />

el rato.<br />

La cruz del diablo<br />

I<br />

Que lo crea o no, me importa bien<br />

Mi abuelo se lo narró a mi padre;<br />

mi padre me lo ha referido a mí,<br />

y yo te lo cuento ahora,<br />

siquiera no sea más que por pasar<br />

El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras<br />

alas de vapor sobre las pintorescas orillas del<br />

Segre, cuando después de una fatigosa jornada<br />

llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.<br />

Bellver es una pequeña población situada a<br />

la falda de una colina, por detrás de la cual se ven<br />

elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro<br />

de granito, las empinadas y nebulosas crestas de<br />

los Pirineos.<br />

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados<br />

aquí y allá sobre una ondulante sábana de<br />

verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas


que han abatido su vuelo para apagar su sed en las<br />

aguas de la ribera.<br />

Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas<br />

su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos<br />

vestigios de construcción, señala la antigua línea<br />

divisoria entre el condado de Urgel y el más importante<br />

de sus feudos.<br />

A la derecha del tortuoso sendero que conduce<br />

a este punto, remontando la corriente del río y<br />

siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se<br />

encuentra una cruz.<br />

El asta y los brazos son de hierro; la redonda<br />

base en que se apoya, de mármol, y la escalinata<br />

que a ella conduce, de oscuros y mal unidos<br />

fragmentos de sillería.<br />

La destructora acción de los años, que ha<br />

cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la<br />

piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras<br />

crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose<br />

hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta<br />

encina le sirve de dosel.<br />

Yo había adelantado algunos minutos a mis<br />

compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida<br />

cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz,


muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad<br />

de otros siglos.<br />

Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación<br />

en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma<br />

determinada, que unían entre sí, como un invisible<br />

hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares,<br />

el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía<br />

de mi espíritu.<br />

Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo<br />

e indefinible, eché maquinalmente pie a<br />

tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo<br />

de mi memoria una de aquellas oraciones que me<br />

enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones,<br />

que cuando más tarde se escapan involuntarias de<br />

nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido,<br />

y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor,<br />

que también toma estas formas para evaporarse.<br />

Ya había comenzado a murmurarla, cuando<br />

de improviso sentí que me sacudían con violencia<br />

por los hombros.<br />

Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.<br />

Era uno de nuestros guías natural del país,<br />

el cual, con una indescriptible expresión de terror<br />

pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme con-


sigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía<br />

en mis manos.<br />

Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad<br />

de cólera, equivalía a una interrogación enérgica,<br />

aunque muda.<br />

El pobre hombre sin cejar en su empeño de<br />

alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas<br />

palabras, que entonces no pude comprender, pero<br />

en las que había un acento de verdad que me sobrecogió:<br />

-¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo<br />

más sagrado que tenga en el mundo, señorito,<br />

cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa<br />

de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no<br />

bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio!<br />

Yo permanecí un rato mirándole en silencio.<br />

Francamente, creí que estaba loco; pero él prosiguió<br />

con igual vehemencia:<br />

-Usted busca la frontera; pues bien, si delante<br />

de esa cruz le pide usted al cielo que le preste<br />

ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán<br />

en una sola noche hasta las estrellas invisibles,<br />

sólo porque no encontremos la raya en toda<br />

nuestra vida.


Yo no puedo menos de sonreírme.<br />

-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa<br />

es una cruz santa como la del porche de nuestra<br />

iglesia?...<br />

-¿Quién lo duda?<br />

-Pues se engaña usted de medio a medio;<br />

porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios, está<br />

maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno,<br />

y por eso le llaman La cruz del diablo.<br />

-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus<br />

instancias, sin darme cuenta a mí mismo del involuntario<br />

temor que comenzó a apoderarse de mi<br />

espíritu, y que me rechazaba como una fuerza desconocida<br />

de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca<br />

ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada<br />

de dos ideas tan absolutamente enemigas!...<br />

¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será<br />

que en llegando a la población me expliques este<br />

monstruoso absurdo.<br />

Durante este corto diálogo, nuestros camaradas,<br />

que habían picado sus cabalgaduras, se nos<br />

reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves<br />

palabras lo que acababa de suceder; monté<br />

nuevamente en mi rocín, y las campanas de la pa-


oquia llamaban lentamente a la oración, cuando<br />

nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los<br />

paradores de Bellver.<br />

II<br />

Las llamas rojas y azules se enroscaban<br />

chisporroteando a lo largo del grueso tronco de<br />

encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras,<br />

que se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos<br />

muros, se empequeñecían o tomaban<br />

formas gigantescas, según la hoguera despedía<br />

resplandores más o menos brillantes; el vaso de<br />

saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como<br />

cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta<br />

en derredor del círculo que formábamos junto al<br />

fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia<br />

de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la<br />

frugal cena que acabábamos de consumir se nos<br />

había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos<br />

veces, se echó al coleto un último trago de vino,<br />

limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó<br />

de este modo:<br />

Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no<br />

sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la mayor<br />

parte de España, se llamaban condes nuestros<br />

reyes, y las villas y aldeas pertenecían en feudo a


ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a<br />

otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a<br />

referir a ustedes.<br />

Concluida esta breve introducción histórica,<br />

el héroe de la fiesta guardó silencio durante algunos<br />

segundos como para coordinar sus recuerdos, y<br />

prosiguió así:<br />

-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto,<br />

esta villa y algunas otras formaban parte del<br />

patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial<br />

se levantó por muchos siglos sobre la cresta de un<br />

peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.<br />

Aún testifican la verdad de mi relación algunas<br />

informes ruinas que, cubiertas de jaramago y<br />

musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el<br />

camino que conduce a este pueblo.<br />

No sé si por ventura o desgracia quiso la<br />

suerte que este señor, a quien por su crueldad detestaban<br />

sus vasallos, y por sus malas cualidades ni<br />

el rey admitía en su corte, ni sus vecinos en el<br />

hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y<br />

sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados<br />

colgaron su nido de piedra.


Devanábase noche y día los sesos en busca<br />

de alguna distracción propia de su carácter, lo<br />

cual era bastante difícil después de haberse cansado,<br />

como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos,<br />

apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.<br />

En esta ocasión cuentan las crónicas que<br />

se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz.<br />

Sabiendo que los cristianos de otras poderosas<br />

naciones se aprestaban a partir juntos en una<br />

formidable armada a un país maravilloso para conquistar<br />

el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, que<br />

los moros tenían en su poder, se determinó a marchar<br />

en su seguimiento.<br />

Si realizó esta idea con objeto de purgar sus<br />

culpas, que no eran pocas, derramando su sangre<br />

en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un<br />

punto donde sus malas mañas no se conociesen, se<br />

ignora; pero la verdad del caso es que, con gran<br />

contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y<br />

de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus<br />

pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad,<br />

y no conservando de propiedad suya más que el<br />

peñón del Segre y las cuatro torres del castillo,


herencia de sus padres, desapareció de la noche a<br />

la mañana.<br />

La comarca entera respiró en libertad durante<br />

algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.<br />

Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas,<br />

racimos de hombres; las muchachas del pueblo<br />

no temían al salir con su cántaro en la cabeza a<br />

tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores<br />

llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables<br />

y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta<br />

de la trocha a los ballesteros de su muy<br />

amado señor.<br />

Así transcurrió el espacio de tres años; la<br />

historia del mal caballero, que sólo por este nombre<br />

se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo<br />

dominio de las viejas, que en las eternas veladas<br />

del invierno las relataban con voz hueca y temerosa<br />

a los asombrados chicos; las madres asustaban a<br />

los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles:<br />

¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí<br />

que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o<br />

abortado de los profundos, el temido señor apareció<br />

efectivamente, y como suele decirse, en carne y<br />

hueso, en mitad de sus antiguos vasallos.


Renuncio a describir el efecto de esta agradable<br />

sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar mejor<br />

que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando<br />

sus vendidos derechos, que si malo se<br />

fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba<br />

antes de partir a la guerra; ya no podía contar<br />

con más recursos que su despreocupación, su lanza<br />

y una media docena de aventureros tan desalmados<br />

y perdidos como su jefe.<br />

Como era natural, los pueblos se resistieron<br />

a pagar tributos que a tanta costa habían redimido;<br />

pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus<br />

alquerías y a sus mieses.<br />

Entonces apelaron a la justicia del rey; pero<br />

el señor se burló de las <strong>cartas</strong>-leyes de los condes<br />

soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y<br />

colgó a los farautes de una encina.<br />

Exasperados y no encontrando otra vía de<br />

salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre<br />

sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron<br />

las armas: pero el señor llamó a sus secuaces,<br />

llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su<br />

roca y se preparó a la lucha.


Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba<br />

con todas armas, en todos sitios y a todas<br />

horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en<br />

la llanura, en el día y durante la noche.<br />

Aquello no era pelear para vivir; era vivir para<br />

pelear.<br />

Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan<br />

ustedes cómo.<br />

Una noche oscura, muy oscura, en que no<br />

se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un solo<br />

astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos<br />

por una reciente victoria, se repartían el botín, y<br />

ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la<br />

loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos<br />

cantares en loor de su infernal patrono.<br />

Como dejo dicho, nada se oía en derredor<br />

del castillo, excepto el eco de las blasfemias, que<br />

palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche,<br />

como palpitan las almas de los condenados envueltas<br />

en los pliegues del huracán de los infiernos.<br />

Ya los descuidados centinelas habían fijado<br />

algunas veces sus ojos en la villa que reposaba<br />

silenciosa, y se habían dormido sin temor a una<br />

sorpresa, apoyados en el grueso tronco de sus lan-


zas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos<br />

a morir y protegidos por la sombra, comenzaron<br />

a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima<br />

tocaron a punto de la media noche.<br />

Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer<br />

fue obra de poco tiempo: los centinelas salvaron de<br />

un solo salto el valladar que separa el sueño de la<br />

muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al<br />

puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del<br />

relámpago a los muros; y los escaladores, favorecidos<br />

por la confusión y abriéndose paso entre las<br />

llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida<br />

en un abrir y cerrar de ojos.<br />

Todos perecieron.<br />

Cuando el cercano día comenzó a blanquear<br />

las altas copas de los enebros, humeaban aún<br />

los calcinados escombros de las desplomadas torres;<br />

y a través de sus anchas brechas, chispeando<br />

al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares<br />

de la sala del festín, era fácil divisar la armadura<br />

del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y<br />

polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las<br />

calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros<br />

compañeros.


El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a<br />

rastrear por los desiertos patios, la hiedra a enredarse<br />

en los oscuros machones, y las campanillas<br />

azules a mecerse colgadas de las mismas almenas.<br />

Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las<br />

aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se<br />

deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de<br />

vez en cuando el silencio de muerte de aquel lugar<br />

maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos<br />

moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún<br />

podía verse el haz de armas del señor del Segre,<br />

colgado del negro pilar de la sala del festín.<br />

Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas<br />

acerca de aquel objeto, causa incesante de<br />

hablillas y terrores para los que le miraban llamear<br />

durante el día, herido por la luz del sol, o creían<br />

percibir en las altas horas de la noche el metálico<br />

son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando<br />

las movía el viento, con un gemido prolongado y<br />

triste.<br />

A pesar de todos los cuentos que a propósito<br />

de la armadura se fraguaron, y que en voz baja<br />

se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores,<br />

no pasaban de cuentos, y el único más<br />

positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a


una dosis de miedo más que regular, que cada uno<br />

de por sí se esforzaba en disimular lo posible,<br />

haciendo, como decirse suele, de tripas corazón.<br />

Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada<br />

se habría perdido. Pero el diablo, que a lo que parece<br />

no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda<br />

con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la<br />

comarca algunas culpas, volvió a tomar <strong>cartas</strong> en el<br />

asunto.<br />

Desde este momento las fábulas, que hasta<br />

aquella época no pasaron de un rumor vago y sin<br />

viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar<br />

consistencia y a hacerse de día en día más probables.<br />

En efecto, hacía algunas noches que todo el<br />

pueblo había podido observar un extraño fenómeno.<br />

Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo<br />

las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya vagando<br />

entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al<br />

parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse<br />

y tornar a aparecer para alejarse en distintas<br />

direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas,<br />

cuya procedencia nadie sabía explicar.


Esto se repitió por tres o cuatro noches durante<br />

el intervalo de un mes, y los confusos aldeanos<br />

esperaban inquietos el resultado de aquellos<br />

conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar<br />

mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas,<br />

varias reses desaparecidas y los cadáveres de algunos<br />

caminantes despeñados en los precipicios,<br />

pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas<br />

a la redonda.<br />

Ya no quedó duda alguna. Una banda de<br />

malhechores se albergaba en los subterráneos del<br />

castillo.<br />

Éstos, que sólo se presentaban al principio<br />

muy de tarde en tarde y en determinados puntos del<br />

bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la<br />

ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros<br />

de las montañas, emboscarse en los caminos,<br />

saquear los valles y descender como un torrente<br />

a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero,<br />

no dejaban títere con cabeza.<br />

Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas<br />

desaparecían, y los niños eran arrancados de<br />

las cunas a pesar de los lamentos de sus madres,<br />

para servirlos en diabólicos festines, en que, según


la creencia general, los vasos sagrados sustraídos<br />

de las profanadas iglesias servían de copas.<br />

El terror llegó a apoderarse de los ánimos<br />

en un grado tal, que al toque de oraciones nadie se<br />

aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre<br />

se creían seguros de los bandidos del peñón.<br />

Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían<br />

venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso<br />

jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar<br />

y que nadie podía resolver hasta entonces, aunque<br />

se observase desde luego que la armadura del señor<br />

feudal había desaparecido del sitio que antes<br />

ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen<br />

afirmado que el capitán de aquella desalmada<br />

gavilla marchaba a su frente cubierto con una que,<br />

de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.<br />

Cuanto queda repetido, si se le despoja de<br />

esa parte de fantasía con que el miedo abulta y<br />

completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí<br />

de sobrenatural y extraño.<br />

¿Qué cosa más corriente en unos bandidos<br />

que las ferocidades con que éstos se distinguían, ni<br />

más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas<br />

armas del señor del Segre?


Sin embargo, algunas revelaciones hechas<br />

antes de morir por uno de sus secuaces, prisionero<br />

en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida,<br />

preocupando el ánimo de los más incrédulos.<br />

Poco más o menos, el contenido de su confusión<br />

fue éste:<br />

Yo -dijo- pertenezco a una noble familia.<br />

Los extravíos de mi juventud, mis locas prodigalidades<br />

y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi<br />

cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi<br />

padre, que me desheredó al expirar. Hallándome<br />

solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin<br />

duda debió sugerirme la idea de reunir algunos<br />

jóvenes que se encontraban en una situación idéntica<br />

a la mía, los cuales seducidos con la promesa de<br />

un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no<br />

vacilaron un instante en suscribir a mis designios.<br />

Éstos se reducían a formar una banda de<br />

jóvenes de buen humor, despreocupados y poco<br />

temerosos del peligro, que desde allí en adelante<br />

vivirían alegremente del producto de su valor y a<br />

costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer<br />

de cada uno de ellos conforme a su voluntad,<br />

según hoy a mi me sucede.


Con este objeto señalamos esta comarca<br />

para teatro de nuestras expediciones futuras, y escogimos<br />

como punto el más a propósito para nuestras<br />

reuniones el abandonado castillo del Segre,<br />

lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa,<br />

como por hallarse defendido contra el vulgo<br />

por las supersticiones y el miedo.<br />

Congregados una noche bajo sus ruinosas<br />

arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba<br />

con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose<br />

una acalorada disputa sobre cual de nosotros<br />

había de ser elegido jefe.<br />

Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis<br />

derechos: ya los unos murmuraban entre sí con<br />

ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces<br />

descompuestas por la embriaguez, habían puesto la<br />

mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la<br />

cuestión, cuando de repente oímos un extraño crujir<br />

de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes,<br />

que de cada vez se hacían más distintas. Todos<br />

arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada<br />

de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos<br />

nuestros aceros, determinados a vender caras las<br />

vidas; pero no pudimos por menos de permanecer<br />

inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual


un hombre de elevada estatura completamente<br />

armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con<br />

la visera del casco, el cual, desnudando su montante,<br />

que dos hombres podrían apenas manejar, y<br />

poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos<br />

de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda,<br />

semejante al rumor de una caída de aguas<br />

subterráneas:<br />

-Si alguno de vosotros se atreve a ser el<br />

primero mientras yo habite en el castillo del Segre,<br />

que tome esa espada, signo del poder.<br />

Todos guardamos silencio, hasta que,<br />

transcurrido el primer momento de estupor, le proclamamos<br />

a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole<br />

una copa de nuestro vino, la cual rehusó<br />

por señas, acaso por no descubrir la faz, que en<br />

vano procuramos distinguir a través de las rejillas de<br />

hierro que la ocultaban a nuestros ojos.<br />

No obstante, aquella noche pronunciamos<br />

el más formidable de los juramentos, y a la siguiente<br />

dieron principio nuestras nocturnas correrías. En<br />

ella nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante<br />

de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le<br />

intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca<br />

despliega sus labios; pero cuando la sangre humea


en nuestras manos, como cuando los templos se<br />

derrumban calcinados por las llamas; cuando las<br />

mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los<br />

niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen<br />

a nuestros golpes, contesta con una carcajada de<br />

feroz alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a<br />

los lamentos.<br />

Jamás se desnuda de sus armas ni abate la<br />

visera de su casco después de la victoria, ni participa<br />

del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas<br />

que le hieren se hunden entre las piezas de su armadura,<br />

y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas<br />

en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su<br />

cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando<br />

nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece<br />

la hermosura, y no le inquieta la ambición.<br />

Entre nosotros, unos le creen un extravagante;<br />

otros un noble arruinado, que por un resto de<br />

pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra<br />

convencido de que es el mismo diablo en persona.<br />

El autor de esas revelaciones murió con la<br />

sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse<br />

de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en<br />

diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe a


quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no<br />

cesaba en sus desastrosas empresas.<br />

Los infelices habitantes de la comarca, cada<br />

vez más aburridos y desesperados, no acertaban ya<br />

con la determinación que debería tomarse para<br />

concluir de un todo con aquel orden de cosas, cada<br />

día más insoportable y triste.<br />

Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de<br />

un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una pequeña<br />

ermita dedicada a San Bartolomé, un santo<br />

hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a<br />

quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad,<br />

merced a sus saludables consejos y acertadas predicciones.<br />

Este venerable ermitaño, a cuya prudencia<br />

y proverbial sabiduría encomendaron los vecinos de<br />

Bellver la resolución de este difícil problema, después<br />

de implorar la misericordia divina por medio de<br />

su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,<br />

conoce al diablo muy de cerca y en más de una<br />

ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se<br />

emboscasen durante la noche al pie del pedregoso<br />

camino que sube serpenteando por la roca; en cuya<br />

cima se encontraba el castillo, encargándoles al<br />

mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras


armas para aprehenderlo que de una maravillosa<br />

oración que les hizo aprender de memoria, y con la<br />

cual aseguraban las crónicas que San Bartolomé<br />

había hecho al diablo su prisionero.<br />

Púsose en planta el proyecto, y su resultado<br />

excedio a cuantas esperanzas se habían concebido;<br />

pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre<br />

de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos<br />

en la plaza Mayor, se contaban unos a otros,<br />

con aire de misterio, cómo aquella noche, fuertemente<br />

atado de pies y manos y a lomos de una<br />

poderosa mula, había entrado en la población el<br />

famoso capitán de los bandidos del Segre.<br />

De qué arte se valieron los acometedores<br />

de esta empresa para llevarla a término, ni nadie se<br />

lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo;<br />

pero el hecho era que gracias a la oración del<br />

santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido<br />

tal como se refería.<br />

Apenas la novedad comenzó a extenderse<br />

de boca en boca y de casa en casa, la multitud se<br />

lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a<br />

reunirse a las puertas de la prisión. La campana de<br />

la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más<br />

respetables se juntaron en capítulo, y todos aguar-


daban ansiosos la hora en que el reo había de<br />

comparecer ante sus improvisados jueces.<br />

Éstos, que se encontraban autorizados por<br />

los condes de Urgel para administrarse por sí mismos<br />

pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores,<br />

deliberaron un momento, pasado el cual,<br />

mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle<br />

su sentencia.<br />

Como dejo dicho, así en la plaza Mayor,<br />

como en las calles por donde el prisionero debía<br />

atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces<br />

se encontraban, la impaciente multitud hervía como<br />

un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en<br />

la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba<br />

cada vez mayores proporciones; ya los animados<br />

diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores<br />

gritos comenzaban a poner en cuidado a sus guardas,<br />

cuando afortunadamente llegó la orden de<br />

sacar al reo.<br />

Al aparecer éste bajo el macizo arco de la<br />

portada de su prisión, completamente vestido de<br />

todas armas y cubierto el rostro por la visera, un<br />

sordo y prolongado murmullo de admiración y de<br />

sorpresa se elevó de entre las compactas masas


del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle<br />

paso.<br />

Todos habían reconocido en aquella armadura<br />

la del señor del Segre: aquella armadura, objeto<br />

de las más sombrías tradiciones mientras se la<br />

vio suspendida de los arruinados muros de la fortaleza<br />

maldita.<br />

Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna:<br />

todos habían visto flotar el negro penacho de<br />

su cimera en los combates que en un tiempo trabaran<br />

contra su señor; todos le habían visto agitarse al<br />

soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra<br />

del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la<br />

muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido<br />

personaje que entonces las llevaba? Pronto<br />

iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos<br />

dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la<br />

manera de otras muchas, y por qué de este solemne<br />

acto de justicia, del que debía aguardarse el<br />

completo esclarecimiento de la verdad, resultaron<br />

nuevas y más inexplicables confusiones.<br />

El misterioso bandido penetró al fin en la sala<br />

del concejo, y un silencio profundo sucedió a los<br />

rumores que se elevaran de entre los circunstantes,<br />

al oír resonar bajo las altas bóvedas de aquel recin-


to el metático son de sus acicates de oro. Uno de<br />

los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura,<br />

le preguntó su nombre, y todos prestaron el<br />

oído con ansiedad para no perder una sola palabra<br />

de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger<br />

sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio<br />

e insulto que no pudo menos de irritar a sus<br />

jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.<br />

Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y<br />

otras tantas obtuvo semejante o parecida contestación.<br />

-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra!<br />

¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los<br />

vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra!<br />

Veremos si se atreve entonces a insultarnos<br />

con su desdén, como ahora lo hace protegido por el<br />

incógnito!<br />

-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente<br />

le dirigiera la palabra.<br />

ridad.<br />

El guerrero permaneció impasible.<br />

-Os lo mando en el nombre de nuestra auto-<br />

La misma contestación.


-En el de los condes soberanos.<br />

Ni por esas.<br />

La indignación llegó a su colmo, hasta el<br />

punto que uno de sus guardas, lanzándose sobre el<br />

reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la<br />

paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera.<br />

Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio,<br />

que permaneció por un instante herido de un<br />

inconcebible estupor.<br />

La cosa no era para menos.<br />

El casco, cuya férrea visera se veía en parte<br />

levantada hasta la frente, en parte caída sobre la<br />

brillante gola de acero, estaba vacío... completamente<br />

vacío.<br />

Cuando pasado ya el primer momento de<br />

terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció<br />

ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó<br />

al suelo con un ruido sordo y extraño.<br />

La mayor parte de los espectadores, a la<br />

vista del nuevo prodigio, abandonaron tumultuosamente<br />

la habitación y salieron despavoridos a la<br />

plaza.


La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento<br />

entre la multitud, que aguardaba impaciente<br />

el resultado del juicio; y fue tal alarma, la<br />

revuelta y la vocería, que ya a nadie cupo duda<br />

sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es,<br />

que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había<br />

heredado los feudos de Bellver.<br />

Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose<br />

volver a un calabozo la maravillosa armadura.<br />

Ya en él, despacháronse cuatro emisarios,<br />

que en representación de la atribulada villa hiciesen<br />

presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo,<br />

los que no tardaron muchos días en tornar con la<br />

resolución de estos personajes, resolución que,<br />

como suele decirse, era breve y compendillosa.<br />

-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la<br />

plaza Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa,<br />

fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.<br />

Encantados los habitantes de Bellver con<br />

tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en concejo,<br />

mandaron levantar una altísima horca en la<br />

plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas,<br />

se dirigieron a la cárcel por la armadura, en


corporación y con toda la solemnidad que la importancia<br />

del caso requería.<br />

Cuando la respetable comitiva llegó al macizo<br />

arco que daba entrada al edificio, un hombre<br />

pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia<br />

de los aturdidos circunstantes, exclamando<br />

con lágrimas en los ojos:<br />

-¡Perdón, señores, perdón!<br />

-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-;<br />

¿para el diablo que habita dentro de la armadura del<br />

señor del Segre?<br />

-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz,<br />

en quien todos reconocieron al alcaide de las<br />

prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.<br />

Al oír estas palabras, el asombro se pintó<br />

en el rostro de cuantos se encontraban en el pórtico,<br />

que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido<br />

en la posición en que se encontraban Dios sabe<br />

hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado<br />

guardián no les hubiera hecho agruparse en su<br />

alrededor para escuchar con avidez.


-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-,<br />

y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en<br />

contra mía.<br />

Todos guardaron silencio y él prosiguió así:<br />

-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es<br />

el caso que la historia de las armas vacías me pareció<br />

siempre una fábula tejida en favor de algún noble<br />

personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia<br />

pública no permitía ni descubrir ni castigar.<br />

En esta creencia estuve siempre, creencia<br />

en que no podía menos de confirmarme la inmovilidad<br />

en que se encontraban desde que por segunda<br />

vez tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano<br />

una noche y otra, deseando sorprender su misterio,<br />

si misterio en ellas había, me levantaba poco a poco<br />

y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada<br />

puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.<br />

En vano procuré observarlas a través de un<br />

pequeño agujero producido en el muro; arrojadas<br />

sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros<br />

rincones, permanecían un día y otro descompuestas<br />

e inmóviles.


Una noche, por último, aguijoneado por la<br />

curiosidad y deseando convencerme por mí mismo<br />

de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso,<br />

encendí una linterna, bajé a las prisiones,<br />

levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera<br />

-tanta era mi fe en que todo no pasaba de un cuento-<br />

de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo.<br />

Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos<br />

pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí<br />

sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos<br />

a erizarse. Turbando el profundo silencio que<br />

me rodeaba, había oído como un ruido de hierros<br />

que se removían y chocaban al unirse entre las<br />

sombras.<br />

Mi primer movimiento fue arrojarme a la<br />

puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas,<br />

sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta<br />

con un guantelete, que después de sacudirme<br />

con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí<br />

hasta la mañana siguiente, que me encontraron<br />

mis servidores falto de sentido, y recordando<br />

sólo que, después de mi caída, había creído percibir<br />

confusamente como unas pisadas sonoras, al<br />

compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas,<br />

que poco a poco se fue alejando hasta perderse.


Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio<br />

profundo, al que siguió luego un infernal concierto<br />

de lamentaciones, gritos y amenazas.<br />

Trabajo costó a los más pacíficos el contener<br />

al pueblo que, furioso con la novedad, pedía a<br />

grandes voces la muerte del curioso autor de su<br />

nueva desgracia.<br />

Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron<br />

a disponerse a una nueva persecución.<br />

Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.<br />

Al cabo de algunos días, la armadura volvió<br />

a encontrarse en poder de sus perseguidores. Conocida<br />

la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé,<br />

la cosa no era ya muy difícil.<br />

Pero aún quedaba algo por hacer; pues en<br />

vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una horca; en<br />

vano emplearon la más exquisita vigilancia con el<br />

objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por<br />

esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían<br />

dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían<br />

a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones<br />

por montes y llanos, que era una bendición<br />

del cielo.<br />

Aquello era el cuento de nunca acabar.


En tan angustiosa situación, los vecinos se<br />

repartieron entre sí las piezas de la armadura, que<br />

acaso por la centésima vez se encontraba en sus<br />

manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los<br />

iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía<br />

hacerse de ella.<br />

El santo varón ordenó al pueblo una penitencia<br />

general. Se encerró por tres días en el fondo<br />

de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de<br />

ellos dispuso que se fundiesen las diabólicas armas,<br />

y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre,<br />

se levantase una cruz.<br />

La operación se llevó a término, aunque no<br />

sin que nuevos y aterradores prodigios llenasen de<br />

pavor el ánimo de los consternados habitantes de<br />

Bellver.<br />

En tanto que las piezas arrojadas a las llamas<br />

comenzaban a enrojecerse, largos y profundos<br />

gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera,<br />

de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran<br />

vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de<br />

chispas rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide<br />

de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo<br />

como si una legión de diablos, cabalgando


sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de<br />

aquel tormento.<br />

Extraña, horrible fue la operación en tanto<br />

que la candente armadura perdía su forma para<br />

tomar la de una cruz.<br />

Los martillos caían resonando con un espantoso<br />

estruendo sobre el yunque, al que veinte<br />

trabajadores vigorosos sujetaban las barras del<br />

hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los<br />

golpes.<br />

Ya se extendían los brazos del signo de<br />

nuestra redención, ya comenzaba a formarse la<br />

cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se<br />

retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa,<br />

y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que<br />

pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte,<br />

se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía<br />

en zigzag como un relámpago.<br />

El constante trabajo, la fe, las oraciones y el<br />

agua bendita consiguieron, por último, vencer al<br />

espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.<br />

Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la<br />

cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su<br />

nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes


de Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren<br />

al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando<br />

apenas las severas amonestaciones del clero<br />

para que los muchachos no la apedreen.<br />

Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias<br />

se le dirijan en su presencia. En el invierno los<br />

lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la<br />

protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos<br />

esperan a su sombra a los caminantes, que entierran<br />

a su pie después que los asesinan; y cuando la<br />

tempestad se desata, los rayos tuercen su camino<br />

para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper<br />

los sillares de su pedestal.


Tres fechas<br />

En una cartera de dibujo que conservo aún<br />

llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de<br />

mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo,<br />

hay escritas tres fechas.<br />

Los sucesos de que guardan la memoria estos<br />

números, son hasta cierto punto insignificantes.<br />

Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en<br />

formar algunas noches de insomnio una novela más<br />

o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación<br />

se hallaba más o menos exaltada y propensa<br />

a ideas risueñas o terribles.<br />

Si a la mañana siguiente de uno de estos<br />

nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido<br />

escribir los extraños episodios de las historias imposibles<br />

que forjo antes de que se cierren del todo mis<br />

párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota,<br />

por último, indeciso en ese punto que separa la<br />

vigilia del sueño, seguramente formarían un libro<br />

disparatado, pero original y acaso interesante.<br />

No es eso lo que pretendo hacer ahora.<br />

Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables,<br />

son en cierto modo como las mariposas, que


no pueden cogerse en las manos sin que se quede<br />

entre los dedos el polvo de oro de sus alas.<br />

Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente<br />

los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los<br />

capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos<br />

aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio<br />

de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres<br />

temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones,<br />

las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías<br />

de la imaginación.<br />

I<br />

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y<br />

oscura, que guarda tan fielmente la huella de las<br />

cien generaciones que en ella han habitado; que<br />

habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le<br />

revela tantos secretos puntos de afinidad entre las<br />

ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y<br />

el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes,<br />

que yo cerraría sus entradas con una<br />

barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con<br />

este letrero:<br />

«En nombre de los poetas y de los artistas,<br />

en nombre de los que sueñan y de los que estudian,


se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de<br />

estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»<br />

Da entrada a esta calle por uno de sus extremos<br />

un arco macizo, achatado y oscuro, que<br />

sostiene un pasadizo cubierto.<br />

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido<br />

por la acción de los años, el en cual crece la<br />

hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco<br />

que lo corona como un penacho de pluma.<br />

Debajo de la bóveda y enclavado en el muro,<br />

se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e<br />

imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco,<br />

su farolillo pendiente de un cordel y sus<br />

votos de cera.<br />

Más allá de este arco que baña con su<br />

sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y<br />

tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados<br />

dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas,<br />

cada cual de su forma, sus dimensiones y su<br />

color. Unas están construidas de piedras toscas y<br />

desiguales, sin más adornos que algunos blasones<br />

groseramente esculpidos sobre la portada; otras<br />

son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve<br />

de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a capricho


en un paredón grieteado, y un mirador que termina<br />

en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece<br />

a ningún orden de arquitectura, y que tienen,<br />

sin embargo, un remiendo de todas que son un<br />

modelo acabado de un género especial y conocido,<br />

o una muestra curiosa de las extravagancias de un<br />

período del arte.<br />

Éstas tienen un balcón de madera con un<br />

cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica<br />

recientemente enlucida y con algunos tiestos de<br />

flores, la de más allá unos pintorreados azulejos en<br />

el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros,<br />

y dos fustes de columnas, tal vez procedentes<br />

de un alcázar morisco, empotrados en el muro.<br />

El palacio de un magnate convertido en corral<br />

de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por<br />

un canónigo; una sinagoga judía transformada en<br />

oratorio cristiano; un convento levantado sobre las<br />

ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda<br />

en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes,<br />

mil y mil curiosas muestras de distintas razas,<br />

civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo<br />

así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se<br />

encuentra en esta calle: calle construida en muchos<br />

siglos; calle estrecha, deforme, oscura y con infini-


dad de revueltas, donde cada cual al levantar su<br />

habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o<br />

hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar<br />

el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en<br />

no calculadas combinaciones de líneas, con un<br />

verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y<br />

tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo<br />

al que la estudia.<br />

Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras<br />

me ocupé en sacar algunos apuntes de San<br />

Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla<br />

todas las tardes para dirigirme al convento desde la<br />

posada con honores de fonda en que me había<br />

hospedado.<br />

Casi siempre la atravesaba de un extremo a<br />

otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que<br />

turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido<br />

de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un<br />

balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una<br />

ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado<br />

rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados<br />

de una muchacha toledana. Algunas veces<br />

me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta,<br />

abandonada por sus habitantes desde una<br />

época remota.


Una tarde sin embargo, al pasar frente a un<br />

caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones<br />

se veían tres o cuatro ventanas de formas<br />

desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé<br />

casualmente en una de ellas. La formaba un gran<br />

arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y<br />

agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique,<br />

recientemente construido y blanco como la<br />

nieve, en medio del cual se veía, como contenida en<br />

la primera, una pequeña ventana con un marco y<br />

sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules,<br />

cuyos tallos subían a enredarse por entre las<br />

labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales<br />

emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera<br />

y transparente.<br />

Ya la ventana de por sí era digna de llamar<br />

la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente<br />

contribuyó a que me fijase en ella, fue al<br />

notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las<br />

cortinillas se habían levantado un momento para<br />

volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que<br />

sin duda me miraba en aquel instante.<br />

Seguí mi camino preocupado con la idea de<br />

la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o más<br />

claro todavía, de la mujer que la había levantado,


porque, indudablemente, a aquella ventana tan<br />

poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores,<br />

sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una<br />

mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.<br />

Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado;<br />

apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle<br />

con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose,<br />

dos o tres ecos; miré a la ventana, y la<br />

cortinilla se volvió a levantar.<br />

La verdad es que realmente detrás de ella<br />

no vi nada; pero con la imaginación me pareció<br />

descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.<br />

Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando.<br />

Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la<br />

cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así<br />

hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo<br />

desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.<br />

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En<br />

aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel<br />

claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía,<br />

sentado sobre el roto capitel de una columna, la<br />

cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y<br />

la frente entre las manos, al rumor del agua que<br />

corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las


hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba<br />

la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con<br />

aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya<br />

sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de<br />

sus ojos.<br />

La miraba cruzar por los extensos y solitarios<br />

patios de la antiquísima casa, alegrándolos con<br />

su presencia como el rayo del sol que dora unas<br />

ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín<br />

con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos<br />

árboles muy corpulentos y añosos, que debía de<br />

haber allá en el fondo de aquella especie de palacio<br />

gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en<br />

un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba<br />

pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí.<br />

¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos<br />

sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó<br />

en mi alma aquella ventana mientras permanecí<br />

en Toledo!...<br />

Pero transcurrió el tiempo que había de<br />

permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo,<br />

guardé todos mis papeles en la cartera; me<br />

despedí del mundo de las quimeras, y tomé un<br />

asiento en el coche para Madrid.


Antes de que se hubiera perdido en el horizonte<br />

la más alta de las torres de Toledo, saqué la<br />

cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me<br />

acordé de la calle.<br />

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme<br />

a mi asiento, mientras doblábamos la colina<br />

que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el<br />

lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de las tres,<br />

a la que yo llamo la fecha de la ventana.<br />

II<br />

Al cabo de algunos meses volví a encontrar<br />

ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro<br />

días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la<br />

puse bajo el brazo y provisto de una mano de papel,<br />

media docena de lápices y unos cuantos napoleones,<br />

deplorando que aún no estuviese concluida la<br />

línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer<br />

en sentido inverso, los puntos en que tiene lugar<br />

la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a<br />

Madrid.<br />

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué<br />

a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron<br />

la atención en mi primer viaje, y algunos<br />

otros que aún no conocía sino de nombre.


Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos<br />

entre sus barrios más antiguos la mayor parte<br />

del tiempo de que podía disponer para mi pequeña<br />

expedición artística, encontrando un verdadero placer<br />

en perderme en aquel confuso laberinto de callejones<br />

sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros<br />

y cuestas empinadas e impracticables.<br />

Una tarde, la última que por entonces debía<br />

permanecer en Toledo, después de una de estas<br />

largas excursiones a través de lo desconocido, no<br />

sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una<br />

plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de<br />

los mismos moradores de la población, y como escondida<br />

en uno de sus más apartados rincones.<br />

La basura y los escombros arrojados de<br />

tiempo inmemorial en ella, se habían identificado,<br />

por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste<br />

ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una<br />

Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos<br />

formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor<br />

malvas de unas proporciones colosales, cerros de<br />

gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas<br />

blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda,<br />

fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente<br />

al leve soplo del aire, descollando como reyes


entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos<br />

al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de<br />

los yermos y las ruinas.<br />

Diseminados por el suelo, medio enterrados<br />

unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros,<br />

veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil<br />

cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas<br />

a aquel lugar: donde iban formando capas en<br />

las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología<br />

histórica.<br />

Azulejos moriscos esmaltados de colores,<br />

trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos<br />

de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares<br />

cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera<br />

ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados,<br />

jirones de tela, tiras de cuero, y otros cien y<br />

cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían<br />

a primera vista a la superficie, llamando asimismo<br />

la atención y deslumbrando los ojos una<br />

mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura<br />

como un puñado de diamantes arrojados a<br />

granel, y que, examinados de cerca, no eran otra<br />

cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros,<br />

platos y vasijas, que, reflejando los rayos del


sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas,<br />

y deslumbrantes.<br />

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada<br />

a trechos con pequeñas piedrecitas de<br />

varios matices formando labores, a trechos cubierta<br />

de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte,<br />

según dejamos dicho, semejante a un jardín de<br />

plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.<br />

Los edificios que dibujaban su forma irregular,<br />

no eran tampoco menos extraños y digno de<br />

estudio.<br />

Por un lado la cerraba una hilera de casucas<br />

oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados<br />

de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones<br />

de mármol sujetos a las esquinas con<br />

una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos,<br />

sus ventanillos con tiestos de flores, y su<br />

farol rodeado de una red de alambre que defiende<br />

los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.<br />

Otro frente lo constituía un paredón negruzco,<br />

lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos<br />

reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y<br />

brillantes por entre las hojas de musgo: un paredón


altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de<br />

huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y<br />

argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando<br />

ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada<br />

y llena de mechinales, manchada a trechos<br />

de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de<br />

un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos<br />

tallos de enredaderas.<br />

Esto no era más, por decirlo así, que los<br />

bastidores de la extraña decoración que al penetrar<br />

en la plaza se presentó de improviso a mis ojos,<br />

cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante<br />

algún tiempo, pues el verdadero punto culminante<br />

del panorama, el edificio que le daba el tono general,<br />

se veía alzarse en el fondo de la plaza, más<br />

caprichoso, más original, infinitamente más bello en<br />

su artístico desorden que todos los que se levantaban<br />

a su alrededor.<br />

-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -<br />

exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco,<br />

colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un<br />

lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente<br />

sus formas irregulares y estrambóticas<br />

para conservar por siempre su recuerdo.


Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo<br />

y mal trazado apunte que conservo de<br />

aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría<br />

un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una<br />

idea más aproximada de él que todas las descripciones<br />

imaginables.<br />

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo<br />

del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos<br />

renglones, puedan formarse una idea remota, si no<br />

de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de<br />

su conjunto.<br />

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas<br />

enforma de herradura; sus muros engalanados con<br />

lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces<br />

entre sí y corren sobre una franja de azulejos<br />

brillanles: aquí se ve el hueco de un ajimez partido<br />

en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado<br />

en un marco de labores menudas y caprichosas;<br />

allá se eleva una atalaya con su mirador ligero<br />

y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y<br />

amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en<br />

el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un<br />

gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías<br />

cerradas con persianas verdes, que al descorrerse<br />

dejan ver los jardines con calles de arrayán, bos-


ques de laureles y surtidores altísimos. Todo es<br />

original, todo armónico, aunque desordenado; todo<br />

deja entrever el lujo y las marañas de su interior;<br />

todo deja adivinar el carácter y las costumbres de<br />

sus habitadores.<br />

El opulento árabe que poseía ese edificio lo<br />

abandona al fin; la acción de los años comienza a<br />

desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y<br />

a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano<br />

escoge entonces para su residencia aquel alcázar<br />

que se derrumba, y en este punto rompe un<br />

lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa<br />

de escudos, por entre los cuales se enrosca<br />

una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en<br />

aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus<br />

saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en<br />

el de más allá construye un ala de habitaciones<br />

altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte<br />

trozos de alicatado reluciente, por otra artesones<br />

oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura<br />

ligero y puro, que da entrada a un salón gótico<br />

severo e imponente.<br />

Pero llega el día en que el monarca abandona<br />

también aquél recinto, cediéndole a una comunidad<br />

de religiosas, y éstas a su vez fabrican de


nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña<br />

fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas<br />

con celosías: entre dos arcos árabes colocan el<br />

escudo de su religión esculpido en berroqueña;<br />

donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan<br />

cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando<br />

unos restos y levantando sobre otros, forman las<br />

combinaciones más pintorescas y extravagantes<br />

que pueden concebirse.<br />

Sobre la portada de la iglesia, en donde se<br />

ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en<br />

que los bañan las sombras de sus doseles, una<br />

andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos<br />

pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes,<br />

vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse<br />

un minarete esbelto y afiligranado con labores<br />

moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas<br />

almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian<br />

los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños<br />

agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez;<br />

colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican,<br />

por último, un campanario de espadaña con<br />

sus campanas, que tañen melancólicamente noche<br />

y día llamando a la oración, campanas que voltean<br />

al impulso de una mano invisible, campanas cuyos


sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria<br />

tristeza.<br />

Después pasan los años y bañan con una<br />

veladura de un medio color oscuro todo el edificio,<br />

armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus<br />

hendiduras.<br />

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta<br />

de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las<br />

golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la<br />

lechuza escogen para su guarida los altos mechinales,<br />

desde donde en las noches tenebrosas asustan<br />

a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos<br />

con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y<br />

sus silbos extraños y agudos.<br />

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias<br />

especiales, hubieran podido únicamente<br />

dar por resultado un edificio tan original, tan lleno<br />

de contraste, de poesía y de recuerdos, como el<br />

que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado,<br />

aunque en vano, describir con palabras.<br />

Yo lo había trazado en parte en una de las<br />

hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más<br />

altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo<br />

comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en


las ideas que de improviso me habían asaltado al<br />

contemplar aquellos silenciosos restos de otras<br />

edades, más poéticas que la material en que vivimos<br />

y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de<br />

mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome<br />

en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome<br />

por completo a los sueños de la imaginación.<br />

¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía<br />

claramente sucederse las épocas, derrumbarse<br />

unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres,<br />

o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar<br />

a otras, y las primeras y las que venían después,<br />

convertirse en polvo y volar deshechas, llevando<br />

un soplo del viento la hermosura, hermosura<br />

que arrancaba suspiros secretos, que engendró<br />

pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué<br />

sé yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas,<br />

y tocadores de encaje y de estuco con nubes de<br />

aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías<br />

con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo<br />

un libro abierto, y sobre el libro una calavera;<br />

salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices<br />

y adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres<br />

que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos;<br />

monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas<br />

con labios muy encarnados y ojos muy negros;


damas de perfil puro, de confinente altivo y andar<br />

majestuoso.<br />

Todas estas cosas veía yo, y muchas más<br />

de esas que después de pensadas, no pueden recordarse;<br />

de esas tan inmateriales que es imposible<br />

encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando<br />

de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome<br />

la mano por los ojos para convencerme de<br />

que no seguía soñando, incorporándome como<br />

movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno<br />

de los altos miradores del convento. Había visto, no<br />

me puede caber duda, la había visto perfectamente,<br />

una mano blanquísima, que saliendo por uno de los<br />

huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes<br />

a tableros de ajedrez, se había agitado varias<br />

veces como saludándome con un signo mudo y<br />

cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que<br />

me equivocase... Estaba solo, completamente solo<br />

en la plaza.<br />

En balde esperé la noche, clavado en aquel<br />

sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador;<br />

inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura<br />

piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi<br />

aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis


ensueños de la noche y de mis delirios del día. No<br />

la volví a ver más...<br />

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme<br />

de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y<br />

ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían<br />

levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles<br />

en mi cartera con un suspiro; pero antes de<br />

guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo<br />

conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré<br />

un momento la anterior, la de la ventana, y no pude<br />

menos de sonreirme de mi locura.<br />

III<br />

Desde que tuvo lugar la extraña aventura<br />

que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió<br />

cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme<br />

a la imaginación su recuerdo, al principio,<br />

a todas horas y con todos sus detalles; después<br />

con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad,<br />

que yo mismo llegué a creer algunas veces<br />

que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.<br />

No obstante, apenas llegué a la ciudad que<br />

con tanta razón llaman algunos la Roma española,<br />

me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí


preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto,<br />

sin intención preconcebida de dirigirme a ningún<br />

punto fijo.<br />

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza<br />

a todo lo que se oye, se ve y se siente. El<br />

cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico<br />

los edificios parecían más antiguos, más extraños<br />

y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las<br />

revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas,<br />

como notas perdidas de una sinfonía misteriosa,<br />

ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o<br />

ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera<br />

húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.<br />

Anduve durante algunas horas por los barrios<br />

más apartados y desiertos, absorto en mil confusas<br />

imaginaciones, y contra mi costumbre, con la<br />

mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse<br />

llamar mi atención ni un detalle caprichoso de<br />

arquitectura, ni un monumento de orden desconocido,<br />

ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna<br />

cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso<br />

me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi<br />

mente ideas de arte y recuerdos históricos.<br />

El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el<br />

aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había


comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de<br />

nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin<br />

saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y<br />

como llevado allí por un impulso al que no podía<br />

resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente<br />

al punto a que iban mis pensamientos, me<br />

encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis<br />

lectores.<br />

Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie<br />

de letargo en que me hallaba sumido, como si<br />

me hubiesen despertado de un sueño profundo con<br />

una violenta sacudida.<br />

Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba<br />

como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste.<br />

Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o<br />

el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza;<br />

pero la verdad es que desde el sentimiento que<br />

experimenté al contemplar aquellos lugares por la<br />

vez primera, hasta el que me impresionó entonces,<br />

había toda la distancia que existe desde la melancolía<br />

a la amargura.<br />

Contemplé por algunos instantes el sombrío<br />

convento, en aquella ocasión más sombrío que<br />

nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme,<br />

cuando hirió mis oídos el son de una campana, una


campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente,<br />

mientras le acompañaba, formando<br />

contraste con ella, una especie de esquiloncillo que<br />

comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un<br />

tañido tan agudo y continuado, que parecía como<br />

acometido de un vértigo.<br />

Nada más extraño que aquel edificio, cuya<br />

negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de<br />

una roca erizada de mil y mil picos caprichosos,<br />

hablando con sus lenguas de bronce por medio de<br />

las campanas, que parecían agitarse al impulso de<br />

seres invisibles, una como llorando con sollozos<br />

ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes,<br />

semejantes a la risa de una mujer loca.<br />

A intervalos y confundidas con el atolondrador<br />

ruido de las campanas, creía percibir también<br />

notas confusas de un órgano y palabras de un<br />

cántico religioso y solemne.<br />

Varié de idea; y en vez de alejarme de<br />

aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté<br />

a uno de los haraposos mendigos que había sentados<br />

en sus escalones de piedra:<br />

-¿Qué hay aquí?


-Una toma de hábito -me contestó el pobre,<br />

interrumpiendo la oración que murmuraba entre<br />

dientes, para continuarla después, aunque no sin<br />

haber besado antes la moneda de cobre que puse<br />

en su mano al dirigirle mi pregunta.<br />

Jamás había presenciado esta ceremonia;<br />

nunca había visto tampoco el interior de la iglesia<br />

del convento. Ambas consideraciones me impulsaron<br />

a penetrar en su recinto.<br />

La iglesia era alta y oscura: formaban sus<br />

naves dos filas de pilares compuestos de columnas<br />

delgadas reunidas en un haz, que descansaban en<br />

una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación<br />

de capiteles partían los arranques de las robustas<br />

ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo,<br />

bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada<br />

de angelones con escudos, grifos, cuyos remates<br />

fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras<br />

y florones dorados, y dibujos caprichosos y<br />

elegantes. En torno a las naves se veía una multitud<br />

de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían<br />

algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas<br />

en el cielo de una noche oscura. Capillas de una<br />

arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas,<br />

cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con


humildes barandales de madera; éstas, sumidas en<br />

las tinieblas, con una antigua tumba de mármol<br />

delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas,<br />

con una imagen vestida de relumbrones y rodeada<br />

de votos de plata y cera con lacitos de cinta<br />

de colorines.<br />

Contribuía a dar un carácter más misterioso<br />

a toda la iglesia, completamente armónica en su<br />

confusión y su desorden artístico con el resto del<br />

convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De<br />

las lámparas de plata y cobre, pendientes de las<br />

bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas<br />

ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde<br />

luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban<br />

de la calle por algunas pequeñas claraboyas<br />

de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los<br />

cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien<br />

matices diferentes, los que se abrían paso a través<br />

de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos<br />

reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad<br />

aquel sagrado recinto, parecían como que<br />

luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos,<br />

mientras que otros los hacían destacar con una<br />

mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados<br />

y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta<br />

religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran


pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante<br />

tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes<br />

que oficiaban en el altar mayor, bajaban en<br />

aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras,<br />

envueltos en una nube de incienso azulado que se<br />

mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro,<br />

en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.<br />

Yo también me encaminé hacia aquel sitio<br />

con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo<br />

separaban del templo. No sé; me pareció que había<br />

de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había<br />

visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente<br />

los ojos y dilatando la pupila, como queriendo<br />

prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en<br />

el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados<br />

hierros, muy poco o nada podía verse. Como<br />

unos fantasmas blancos y negros que se movían<br />

entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el<br />

escaso resplandor de algunos cirios encendidos;<br />

una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos,<br />

coronados de doseles, bajo los que se adivinaban,<br />

veladas por la oscuridad, las confusas formas de las<br />

religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un<br />

crucifijo, alumbrado por cuatro velas, que se destacaba<br />

sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos<br />

puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt


hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto<br />

pude distinguir desde el lugar que ocupaba.<br />

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales<br />

bordadas de oro, precedidos de unos acólitos<br />

que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y<br />

seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando<br />

el ambiente, atravesando por en medio de<br />

los fieles, que besaban sus manos y las orlas de<br />

sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.<br />

Hasta aquel momento no pude distinguir,<br />

entre las otras sombras confusas, cuál era la de la<br />

virgen que iba a consagrarse al Señor.<br />

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes<br />

del crepúsculo de la noche levantarse de las<br />

aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas<br />

del mar o de la profunda cima de una montaña, un<br />

jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y,<br />

alternativamente, ya parece una mujer que se mueve<br />

y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo<br />

blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible,<br />

ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo<br />

sus huesos amarillos con un sudario, sobre el<br />

que se cree ver dibujadas sus formas angulosas?<br />

Pues una alucinación de ese género experimenté yo<br />

al mirar adelantarse hacia la reja, como desasién-


dose del fondo tenebroso del coro, aquella figura<br />

blanca, alta y ligerísima.<br />

El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse<br />

perfectamente delante de las velas que alumbraban<br />

el crucifijo, y su resplandor, formando como un<br />

nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar<br />

por oscuro bañándola en una dudosa sombra.<br />

Reinó un profundo silencio; todos los ojos<br />

se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la<br />

ceremonia.<br />

La abadesa, murmurando algunas palabras<br />

ininteligibles, palabras que a su vez repetían los<br />

sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de<br />

las sienes la corona de flores que las ceñía y la<br />

arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas<br />

que había de ponerse aquella mujer, hermana de<br />

las flores como todas las mujeres.<br />

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera<br />

se derramó como una cascada de oro sobre<br />

sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir<br />

un instante, porque en seguida comenzó a percibirse,<br />

en mitad del profundo silencio que reinaba entre<br />

los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba<br />

los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió


de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y<br />

cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire<br />

perfumado habría besado tantas veces...<br />

La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles<br />

palabras; los sacerdotes la repitieron, y todo<br />

quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de<br />

cuando en cuando se oían a lo lejos como unos<br />

quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba<br />

estrellándose en los ángulos de las almenas y<br />

los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de<br />

color de las ojivas.<br />

Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como<br />

una virgen de piedra arrancada del nicho de un<br />

claustro gótico.<br />

Y la despojaron de las joyas que le cubrían<br />

los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último,<br />

de su traje nupcial, aquel traje que parecía<br />

hecho para que un amante rompiera sus broches<br />

con mano trémula de emoción y cariño.<br />

El esposo místico aguardaba a la esposa.<br />

¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda<br />

la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como<br />

traspasa la esposa tímida el umbral del santuario<br />

de los amores nupciales, porque ella cayó al


suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas<br />

arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo,<br />

puñados de flores, entonando una salmodia tristísima;<br />

se alzó un murmullo de entre la multitud, y los<br />

sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron<br />

el oficio de difuntos, acompañados de<br />

esos instrumentos que parece que lloran, aumentando<br />

el hondo temor que inspiran de por sí las<br />

terribles palabras que pronuncian.<br />

¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas<br />

desde el fondo del coro con voces plañideras<br />

y dolientes.<br />

¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes<br />

con eco atronador y profundo, y en tanto<br />

las campanas tañían lentamente tocando a muerto,<br />

y de campanada a campanada se oía vibrar el<br />

bronce con un zumbido extraño y lúgubre.<br />

Yo estaba conmovido; no, conmovido no,<br />

aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural,<br />

sentir como que me arrancaban algo preciso para<br />

mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío;<br />

pensaba que acababa de perder algo, como un<br />

padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese<br />

inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde<br />

pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede


pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han<br />

sentido...<br />

Aún estaba clavado en aquel lugar con los<br />

ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando<br />

la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa<br />

le vistió el hábito, las monjas tomaron en sus<br />

manos velas encendidas, y formando dos largas<br />

hileras, la condujeron como en procesión hacia el<br />

fondo del coro.<br />

Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de<br />

luz: era la puerta claustral que se había abierto. Al<br />

poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por<br />

la vez última hacia el altar. El resplandor de todas<br />

las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro.<br />

Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía a<br />

aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía<br />

de haberla contemplado en sueños; era uno<br />

de esos seres que adivina el alma o los recuerda<br />

acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a<br />

éste, algunos no pierden del todo la memoria.<br />

Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise<br />

gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en<br />

aquel instante la puerta claustral se cerró... para<br />

siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes<br />

alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes


de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora<br />

armonía por cien bocas de metal, y las campanas<br />

de la torre comenzaron a repicar; volteando con<br />

una furia espantosa.<br />

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba<br />

los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor buscando<br />

a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer.<br />

No encontré a nadie.<br />

-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude<br />

contener una lágrima.<br />

-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no<br />

te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo<br />

una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía<br />

agarrada a la reja.<br />

-¿La conoce usted? -le pregunté.<br />

-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer<br />

y se ha criado en mis brazos.<br />

-¿Y por qué profesa?<br />

-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y<br />

su madre murieron, en el mismo día, del cólera,<br />

hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida,<br />

el señor Deán le dio el dote para que profesase;<br />

y ya veis... ¿que había de hacer?


-¿Y quién era ella?<br />

-Hija del administrador del conde de C.... al<br />

cual serví yo hasta su muerte.<br />

-¿Dónde vivía?<br />

Cuando oí el nombre de la calle, no pude<br />

contener una exclamación de sorpresa.<br />

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende<br />

rápido como la idea que brilla en la oscuridad<br />

y la confusión de la mente, y reúne los puntos más<br />

distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso,<br />

ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí<br />

o creí comprenderlo...<br />

Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí<br />

en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en<br />

un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de<br />

donde no se borrará nunca.<br />

Algunas veces, recordando estos sucesos,<br />

hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:<br />

-Algún día, en esa hora misteriosa del<br />

crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera,<br />

tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el<br />

fondo de los más apartados retiros, llevando allí<br />

como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola,


perdida en la penumbra de un claustro gótico; la<br />

mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de<br />

una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer<br />

al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?<br />

¡Quién sabe!<br />

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese<br />

suspiro?


El Cristo de la calavera<br />

I<br />

El rey de Castilla marchaba a la guerra de<br />

moros, y para combatir con los enemigos de la religión<br />

había apellidado en son de guerra a todo lo<br />

más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas<br />

calles de Toledo resonaban noche y día con<br />

el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya<br />

en la morisca puerta de Visagra, ya en la del<br />

Cambrón, o en la embocadura del antiguo puente<br />

de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el<br />

ronco grito de los centinelas, anunciando la llegada<br />

de algún caballero que, precedido de su pendón<br />

señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse<br />

al grueso del ejército castellano.<br />

El tiempo que faltaba para emprender el<br />

camino de la frontera y concluir de ordenar las<br />

huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas,<br />

lujosos convites y lucidos torneos, hasta que,<br />

llegada al fin la víspera del día señalado de antemano<br />

por S. A. para la salida del ejército, se dispuso<br />

un postrer sarao, con el que debieran terminar<br />

los regocijos.


La noche del sarao, el alcázar de los reyes<br />

ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios,<br />

alrededor de inmensas hogueras, y diseminados<br />

sin orden ni concierto, se veía una abigarrada<br />

multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente<br />

menuda, quienes, éstos aderezando sus corceles y<br />

sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos<br />

saludando con gritos o blasfemias las inesperadas<br />

vueltas de la fortuna, personificada en los dados<br />

del cubilete; los otros repitiendo en coro el<br />

refrán de un romance de guerra, que entonaba un<br />

juglar acompañado de la guzla; los de más allá<br />

comprando a un romero conchas, cruces y cintas<br />

tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo con<br />

locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando<br />

en los clarines el aire bélico para entrar en<br />

la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas<br />

historias de caballerías o aventuras de amor, o<br />

milagros recientemente acaecidos, formaban un<br />

infernal y atronador conjunto imposible de pintar con<br />

palabras.<br />

Sobre aquel revuelto océano de cantares de<br />

guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques,<br />

chirridos de limas que mordían el acero, piafar<br />

de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles,<br />

gritos desaforados, notas destempladas, jura-


mentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a<br />

intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los<br />

lejanos acordes de la música del sarao.<br />

Éste, que tenía lugar en los salones que<br />

formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía a<br />

su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso,<br />

más deslumbrador y magnífico.<br />

Por las extensas galerías que se prolongaban<br />

a lo lejos formando un intrincado laberinto de<br />

pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el<br />

encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices,<br />

donde la seda y el oro habían representado,<br />

con mil colores diversas escenas de amor, de caza<br />

y de guerra, y adornados con trofeos de armas y<br />

escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante<br />

luz un sin número de lámparas y candelabros<br />

de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de<br />

las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los<br />

gruesos sillares de los muros; por todas partes<br />

adonde se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse<br />

en distintas direcciones una nube de damas<br />

hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro,<br />

redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de<br />

rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en<br />

vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del


puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban<br />

sus mejillas, o alegres turbas de galanes con<br />

talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas<br />

de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de<br />

mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de<br />

filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y<br />

ligeros.<br />

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora,<br />

que los ancianos miraban desfilar con una<br />

sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de<br />

alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la<br />

atención, por su belleza incomparable, una mujer<br />

aclamada reina de la hermosura en todos los torneos<br />

y las cortes de amor de la época, cuyos colores<br />

habían adoptado por emblema los caballeros más<br />

valientes; cuyos encantos eran asunto de las copias<br />

de los trovadores más versados en la ciencia del<br />

gay saber; a la que se volvían con asombro todas<br />

las miradas; por la que suspiraban en secreto todos<br />

los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse<br />

con afán, como vasallos humildes en torno de<br />

su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza<br />

toledana, reunida en el sarao de aquella noche.<br />

Los que asistían de contínuo a formar el<br />

séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tor-


desillas, que tal era el nombre de esta celebrada<br />

hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso,<br />

no desmayaban jamás en sus pretensiones; y<br />

éste, animado con una sonrisa que había creído<br />

adivinar en sus labios; aquél, con una mirada benévola<br />

que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el<br />

otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o<br />

una promesa remota, cada cual esperaba en silencio<br />

ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos<br />

había dos que más particularmente se distinguían<br />

por su asiduidad y rendimiento, dos que al parecer,<br />

si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse<br />

de los más adelantados en el camino de su<br />

corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna,<br />

valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey<br />

y pretendientes de una misma dama, llamábanse<br />

Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.<br />

Ambos habían nacido en Toledo; juntos<br />

habían hecho sus primeras armas, y en un mismo<br />

día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés,<br />

se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor<br />

por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y<br />

silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse<br />

y a dar involuntarias señales en existencia en<br />

sus acciones y discursos.


En los torneos del Zocodover, en los juegos<br />

florales de la corte, siempre que se les había presentado<br />

coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía<br />

o donaire, la habían aprovechado con afán ambos<br />

caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos<br />

de su dama; y aquella noche, impelidos sin duda<br />

por un mismo afán, trocando los hierros por las<br />

plumas y las mallas por los brocados y la seda, de<br />

pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante<br />

después de haber dado una vuelta por los salones,<br />

comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas<br />

e ingeniosas o epigramas embozados y agudos.<br />

Los astros menores de esta brillante constelación,<br />

formando un dorado semicírculo en torno de<br />

ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas<br />

burlas; y la hermosa, objeto de aquel torneo de<br />

palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa<br />

los conceptos escogidos o llenos de intención que,<br />

ora salían de los labios de sus adoradores como<br />

una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad,<br />

ora partían como una saeta aguda que iba a<br />

buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable<br />

del contrario: su amor propio.


Ya el cortesano combate de ingenio y galanura<br />

comenzaba a hacerse de cada vez más crudo;<br />

las frases eran aún corteses en la forma, pero breves,<br />

secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba<br />

una ligera dilatación de los labios, semejante a<br />

una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos,<br />

imposibles de ocultar, demostraban que la cólera<br />

hervía comprimida en el seno de ambos rivales.<br />

La situación era insostenible. La dama lo<br />

comprendió así, y levantándose del sitial se disponía<br />

a volver a los salones, cuando un nuevo incidente<br />

vino a romper la valla del respetuoso comedimiento<br />

en que se contenían los dos jóvenes enamorados.<br />

Tal vez con intención, acaso por descuido, doña<br />

Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados<br />

guantes, cuyos botones de oro se entretenía<br />

en arrancar uno a uno mientras duró la conversación.<br />

Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre<br />

los anchos pliegues de seda, y cayó en la alfombra.<br />

Al verle caer, todos los caballeros que formaban su<br />

brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerle,<br />

disputándose el honor de alcanzar un leve<br />

movimiento de cabeza en premio de su galantería.<br />

Al notar la precipitación con que todos hicieron<br />

el ademán de inclinarse, una imperceptible son-


isa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la<br />

orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo<br />

general a los galanes que tanto empeño mostraban<br />

en servirla, sin mirar apenas y con la mirada<br />

alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el<br />

guante en la dirección en que se encontraban Lope<br />

y Alonso, los primeros que parecían haber llegado<br />

al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes<br />

habían visto caer el guante cerca de sus pies, ambos<br />

se habían inclinado con igual presteza a recogerle,<br />

y al incorporarse cada cual le tenía asido por<br />

un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en<br />

silencio con la mirada, y decididos ambos a no<br />

abandonar el guante que acababan de levantar del<br />

suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario,<br />

que ahogó el murmullo de los asombrados<br />

espectadores, los cuales presentían una escena<br />

borrascosa, que en el alcázar y en presencia del rey<br />

podría calificarse de un horrible desacato.<br />

No obstante, Lope y Alonso permanecían<br />

impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la<br />

cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas<br />

se revelase más que por un ligero temblor nervioso,<br />

que agitaba sus miembros como si se hallasen<br />

acometidos de una repentina fiebre.


Los murmullos y las exclamaciones iban<br />

subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse<br />

en torno de los actores de la escena; doña Inés,<br />

o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba<br />

vueltas de un lado a otro, como buscando donde<br />

refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada<br />

vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya<br />

segura; los dos jóvenes habían ya cambiado, algunas<br />

palabras en voz sorda, y mientras que con la<br />

una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva,<br />

parecían ya buscar instintivamente con la<br />

otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió<br />

respetuosamente el grupo que formaban los<br />

espectadores, y apareció el rey.<br />

Su frente estaba serena; ni había indignación<br />

en su rostro ni cólera en su ademán.<br />

Tendió una mirada alrededor, y esta sola<br />

mirada fue bastante para darle a conocer lo que<br />

pasaba. Con toda la galantería del doncel más<br />

cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros,<br />

que, como movidas por un resorte, se abrieron<br />

sin dificultad al sentir el contacto de la del monarca,<br />

y volviéndose a doña Inés de Tordesillas,<br />

que apoyada en el brazo de una dueña, parecía


próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo,<br />

con acento, aunque templado, firme:<br />

-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer<br />

en otra ocasión donde al devolvérsele, os lo devuelva<br />

manchado en sangre.<br />

Cuando el rey terminó de decir estas palabras,<br />

doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos<br />

de la emoción o por salir más airosa del paso,<br />

se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.<br />

Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio<br />

entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma<br />

arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los<br />

labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron<br />

una mirada tenaz e intensa.<br />

Una mirada en aquel lance equivalía a un<br />

bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un desafío<br />

a muerte.<br />

II<br />

Al llegar la media noche, los reyes se retiraron<br />

a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de<br />

la plebe que aguardaban con impaciencia este momento,<br />

formando grupos y corrillos en las avenidas


del palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta<br />

del alcázar, los miradores y el Zocodover.<br />

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas<br />

a estos puntos reinó un bullicio, una animación<br />

y un movimiento indescriptible. Por todas<br />

partes se veían cruzar escuderos caracoleando en<br />

sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas<br />

con lujosas casullas llenas de escudos y blasones,<br />

timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados<br />

cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con<br />

capotillos de terciopelo y birretes coronados de<br />

plumas, y servidores de a pie que precedían las<br />

lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños,<br />

llevando en sus manos grandes hachas encendidas,<br />

a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud,<br />

que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos<br />

espantados miraba desfilar con asombro a todo lo<br />

mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella<br />

ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.<br />

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y<br />

la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas<br />

del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre<br />

los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del<br />

pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas<br />

direcciones, perdiéndose entre las sombras del


enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas<br />

y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la<br />

noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero,<br />

el rumor de los pasos de algún curioso que se<br />

retiraba el último, o el ruido que producían las aldabas<br />

de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo<br />

alto de la escalinata que conducía a la plataforma<br />

del palacio apareció un caballero, el cual, después<br />

de tender la vista por todos lados como buscando a<br />

alguien que debía esperarle, descendió lentamente<br />

hasta la cuesta del alcázar, por la que se dirigió<br />

hacia el Zocodover.<br />

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo<br />

un momento y volvió a pasear la mirada a su<br />

alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una<br />

sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía<br />

una sola luz; no obstante, allá a lo leios, y en la<br />

misma dirección en que comenzó a percibirse un<br />

ligero ruido como de pasos que iban aproximándose,<br />

creyó distinguir el busto de un hombre: era, sin<br />

duda, el mismo a quien parecía aguardaba con<br />

tanta impaciencia.<br />

El caballero que acababa de abandonar el<br />

alcázar para dirigirse al Zocodover era Alonso Carrillo,<br />

que, en razón al puesto de honor que desempe-


ñaba cerca de la persona del rey, había tenido que<br />

acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El<br />

que saliendo de entre las sombras de los arcos que<br />

rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval.<br />

Cuando los dos caballeros se hubieron reunido,<br />

cambiaron algunas frases en voz baja.<br />

otro.<br />

-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.<br />

-Esperaba que lo presumirías -contestó el<br />

-Y ¿adónde iremos?<br />

-A cualquiera parte en que se puedan hallar<br />

cuatro palmos de terreno donde revolverse y un<br />

rayo de claridad que nos alumbre.<br />

Terminado este brevísimo diálogo, los dos<br />

jóvenes se internaron por una de las estrechas calles<br />

que desembocan en el Zocodover, desapareciendo<br />

en la oscuridad como esos fantasmas de la<br />

noche que, después de aterrar un instante al que<br />

los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden<br />

en seno de las sombras.<br />

Largo rato anduvieron dando vueltas a<br />

través de las calles de Toledo, buscando un lugar a<br />

propósito para terminar sus diferencias; pero la os-


curidad de la noche era tan profunda, que el duelo<br />

parecía imposible. No obstante, ambos deseaban<br />

batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al<br />

amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso<br />

con ellas.<br />

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas<br />

desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos<br />

y tenebrosos, hasta que por último, vieron brillar a lo<br />

lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en<br />

torno de la cual, la niebla formaba un cerco de claridad<br />

fantástica y dudosa.<br />

Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz<br />

que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser<br />

la del farolillo que alumbraba en aquella época, y<br />

alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.<br />

Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación<br />

de júbilo, y apresurando el paso en su dirección,<br />

no tardaron mucho en encontrarse junto al<br />

retablo en que ardía.<br />

Un arco rehundido en el muro, en el fondo<br />

del cual se veía la imagen del Redentor enclavado<br />

en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo<br />

de tablas que lo defendían de la intemperie, y el<br />

pequeño farolillo colgado de una cuerda que lo ilu-


minaba débilmente, vacilando al impulso del aire,<br />

formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban<br />

algunos festones de hiedra que habían crecido<br />

entre los oscuros y rotos sillares, formando una<br />

especie de pabellón de verdura.<br />

Los caballeros, después de saludar respetuosamente<br />

la imagen de Cristo, quitándose los<br />

birretes y murmurando en voz baja una corta oración,<br />

reconocieron el terreno con una ojeada, echaron<br />

a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente<br />

para el combate y dándose la señal con un<br />

leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques.<br />

Pero apenas se habían tocado los aceros y antes<br />

que ninguno de los combatientes hubiesen podido<br />

dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó<br />

de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad<br />

más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento<br />

y al verse rodeados de repentinas tinieblas,<br />

los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron<br />

al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los<br />

ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes<br />

apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que<br />

hicieron ademán de suspender la pelea.<br />

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido<br />

la llama al pasar -exclamó Carrillo volviendo a po-


nerse en guardia y previniendo con una voz a Lope,<br />

que parecía preocupado.<br />

Lope dio un paso adelante para recuperar el<br />

terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron<br />

otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a<br />

apagar por sí misma, permaneciendo así mientras<br />

no se separaron los estoques.<br />

-En verdad que esto es extraño -murmuró<br />

Lope mirando al farolillo, que espontáneamente<br />

había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud<br />

en el aire, derramando una claridad trémula y extraña<br />

sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada<br />

a los pies del Cristo.<br />

-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada<br />

de cuidar del farol del retablo sisa a los<br />

devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz,<br />

próxima a morir, luce y se oscurece a intervalos en<br />

señal de agonía. Y dichas estas palabras, el impetuoso<br />

joven tornó a colocarse en actitud de defensa.<br />

Su contrario le imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió<br />

a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable,<br />

sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el<br />

eco profundo de una voz misteriosa, semejante a<br />

esos largos gemidos del vendaval que parece que<br />

se queja y articula palabras al correr aprisionado por


las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.<br />

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana,<br />

nunca pudo saberse; pero al oírla, ambos<br />

jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror,<br />

que las espadas se escaparon de sus manos,<br />

el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía<br />

un temblor involuntario, y por sus frentes,<br />

pálidas y descompuestas, comenzó a correr un<br />

sudor frío como el de la muerte.<br />

La luz, por tercera vez apagada, por tercera<br />

vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.<br />

¡Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces,<br />

y en otros días su mejor amigo, asombrado<br />

como él, como él pálido e inmóvil-; Dios no quiere<br />

permitir este combate, porque es una lucha fratricida;<br />

porque un combate entre nosotros ofende al<br />

cielo, ante el cual nos hemos jurado cien veces una<br />

amistad eterna.<br />

Y esto diciendo se arrojó en los brazos de<br />

Alonso, que le estrechó entre los suyos con una<br />

fuerza y una efusión indecibles.<br />

III


Pasados algunos minutos, durante los cuales<br />

ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras<br />

de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con<br />

acento conmovido aún por la escena que acabamos<br />

de referir, exclamó dirigiéndose a su amigo:<br />

-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro<br />

si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo<br />

entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar<br />

nuestra suerte en sus manos. Vamos en<br />

su busca; que ella decida con libre albedrío cuál ha<br />

de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será<br />

respetada por ambos, y el que no merezca sus favores<br />

mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a<br />

buscar el consuelo del olvido en la agitación de la<br />

guerra.<br />

-Pues tú lo quieres, sea -contestó Lope.<br />

Y el uno apoyado en el brazo del otro, los<br />

dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya<br />

plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun<br />

los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.<br />

Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos<br />

de los deudos de doña Inés, sus hermanos<br />

entre ellos, marchaban al otro día con el ejército


eal, no era imposible que en las primeras horas de<br />

la mañana pudiesen penetrar en su palacio.<br />

Animados con esta esperanza llegaron, en<br />

fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar<br />

a aquel punto, un ruido particular llamó su atención<br />

y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre<br />

las sombras de los altos machones que flaquean los<br />

muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el<br />

balcón del palacio de su dama, aparecer en él un<br />

hombre que se deslizó hasta el suelo con la ayuda<br />

de una cuerda, y, por último, una forma blanca,<br />

doña Inés sin duda, que, inclinándose sobre el calado<br />

antepecho, cambió algunas tiernas frases de<br />

despedida con su misterioso galán.<br />

El primer movimiento de los dos jóvenes fue<br />

llevar las manos al puño de sus espadas; pero deteniéndose<br />

como heridos de una idea súbita, volvieron<br />

los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar<br />

con una cara de asombro tan cómica, que ambos<br />

prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada<br />

que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la<br />

noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.<br />

Al oírla, la forma blanca desapareció del<br />

balcón, se escuchó el ruido de las puertas que se


cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en<br />

silencio.<br />

Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado<br />

lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban<br />

a la guerra de moros teniendo a su lado a<br />

las damas más principales de Toledo. Entre ellas<br />

estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel<br />

día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero,<br />

según a ella le parecía advertir, con diversa expresión<br />

que la de costumbre. Diríase que en todas las<br />

curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una<br />

sonrisa burlona.<br />

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla<br />

algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas<br />

carcajadas que la noche anterior había creído percibir<br />

a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza,<br />

cuando cerraba el balcón y despedía a su amante;<br />

pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes,<br />

que pasaban por debajo del estrado lanzando<br />

chispas de fuego de sus brillantes armaduras, y<br />

envueltos en una nube de polvo, los pendones reunidos<br />

de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la<br />

significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron<br />

los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos,<br />

todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza


enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima<br />

de despecho.


La corza blanca<br />

I<br />

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por<br />

los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en<br />

su torre señorial un famoso caballero llamado don<br />

Dionís, el cual después de haber servido a su rey en<br />

la guerra contra infieles, descansaba a la sazón,<br />

entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas<br />

fatigas de los combates.<br />

Aconteció una vez a este caballero, hallándose<br />

en su favorita diversión acompañado de su<br />

hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura<br />

le habían granjeado el sobrenombre de Azucena,<br />

que como se les entrase a más andar el día engolfados<br />

en perseguir a una res en el monte de su<br />

feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la<br />

siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo,<br />

saltando de roca en roca con un ruido manso y<br />

agradable.<br />

Haría cosa de unas dos horas que don<br />

Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado<br />

sobre la menuda grama a la sombra de una<br />

chopera, departiendo amigablemente con sus monteros<br />

sobre las peripecias del día, y refiriéndose


unos a otros las aventuras más o menos curiosas<br />

que en su vida de cazadores les habían acontecido,<br />

cuando por lo alto de la más empinada ladera y a<br />

través de los alternados murmullos del viento que<br />

agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse,<br />

cada vez más cerca, el sonido de una esquililla<br />

semejante a la del guión de un rebaño.<br />

En efecto, era así, pues a poco de haberse<br />

oído la esquililla empezaron a saltar por entre las<br />

apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender<br />

a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien<br />

corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales,<br />

con su caperuza calada para libertarse la cabeza<br />

de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al<br />

hombro en la punta de un palo, apareció el zagal<br />

que los conducía.<br />

-A propósito de aventuras extraordinarias -<br />

exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís,<br />

dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el<br />

zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más<br />

tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no<br />

es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido<br />

refiriendo la causa de sus continuos sustos.<br />

-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo?<br />

-exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.


-¡Friolera! -añadió el montero en tono de<br />

zumba-: es el caso que, sin haber nacido en Viernes<br />

Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en<br />

relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir<br />

de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra,<br />

sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad<br />

más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a<br />

no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el<br />

lenguaje de los pájaros.<br />

sa?<br />

-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillo-<br />

-Se refiere -prosiguió el montero- a que,<br />

según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más<br />

sagrado del mundo, los ciervos que discurren por<br />

estos montes se han dado de ojo para dejarle en<br />

paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de<br />

una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí<br />

las burlas que han de hacerle, y después que estas<br />

burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas<br />

carcajadas con que las celebran.<br />

Mientras esto decía el montero, Constanza,<br />

que -así se llamaba la hermosa hija de don Dionís,<br />

se había aproximado al grupo de los cazadores, y<br />

como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria<br />

historia de Esteban, uno de éstos se


adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de<br />

beber a su ganado, y le condujo a presencia de su<br />

señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento<br />

del pobre mozo, se apresuró a saludarle<br />

por su nombre, acompañando al saludo con una<br />

bondadosa sonrisa.<br />

Era Esteban un muchacho de diez y nueve<br />

a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y<br />

hundida entre los hombros; los ojos pequeños y<br />

azules, la mirada incierta y torpe como la de los<br />

albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos,<br />

la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida<br />

por el sol, y el cabello, que le caía parte<br />

sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas<br />

ásperas y rojas semejantes a los crines de un<br />

rocín colorado.<br />

Esto, sobre poco más o menos, era Esteban<br />

en cuanto al físico; respecto a su moral, podía asegurarse,<br />

sin temor de ser desmentido ni por él ni por<br />

ninguna de las personas que le conocían, que era<br />

perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y<br />

malicioso como buen rústico.<br />

Una vez el zagal respuesto de su turbación,<br />

le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el<br />

tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordi-


nario interés por conocer los detalles del suceso a<br />

que su montero se había referido, le hizo una multitud<br />

de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar<br />

de una manera evasiva, como deseando evitar<br />

explicaciones sobre el asunto.<br />

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones<br />

de su señor y por los ruegos de Constanza,<br />

que parecía la más curiosa e interesada en que el<br />

pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidiose<br />

éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a<br />

su alrededor una mirada de desconfianza, como<br />

temiendo ser oído por otras personas que las que<br />

allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro<br />

veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o<br />

hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta<br />

manera.<br />

-Es el caso, señor, que según me dijo un<br />

preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para<br />

consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos,<br />

sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a<br />

San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas,<br />

y dejarle andar: que Dios, que es justo y está<br />

allá arriba, proveerá a todo.<br />

Firme en esta idea, había decidido no volver<br />

a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada;


pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y<br />

a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo<br />

toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de<br />

mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a<br />

la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces,<br />

no me será inútil el garrote.<br />

-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente<br />

al escuchar las digresiones del zagal, que<br />

amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y<br />

ve derecho al asunto.<br />

-A él voy -contestó con calma Esteban, que<br />

después de dar una gran voz acompañada de un<br />

silbido para que se agruparan los corderos que no<br />

perdía de vista y comenzaban a desparramarse por<br />

el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:<br />

-Por una parte vuestras continuas excursiones,<br />

y por otra el dale que le das de los cazadores<br />

furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan<br />

res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no<br />

hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta<br />

el extremo de no encontrarse un venado en ellos<br />

ni por un ojo de la cara.<br />

Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado<br />

en el porche de la iglesia, donde después de aca-


ada la misa del domingo solía reunirme con algunos<br />

peones de los que labran la tierra de Veratón,<br />

cuando algunos de ellos me dijeron:<br />

-Pues, hombre, no sé el qué consista en<br />

que tú no los topes, pues de nosotros podemos<br />

asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que<br />

no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro<br />

días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por<br />

las huellas debía componerse de más de veinte, le<br />

segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero<br />

de la Virgen del Romeral.<br />

-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -<br />

pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba<br />

con la tropa.<br />

-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.<br />

No eché en saco roto la advertencia, y<br />

aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos.<br />

Durante toda ella estuve oyendo por acá y por<br />

allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los<br />

ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en<br />

cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas;<br />

pero por más que me hice todo ojos, la verdad es<br />

que no pude distinguirla ninguno.


No obstante, al romper el día, cuando llevé<br />

los corderos al agua, a la orilla de este río, como<br />

obra de dos tiros de honda del sitio en que nos<br />

hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la<br />

hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré<br />

huellas recientes de los ciervos, algunas ramas<br />

desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es<br />

más particular, entre el rastro de las reses las breves<br />

huellas de unos pies pequeñitos como la mitad<br />

de la palma de mi mano sin ponderación alguna.<br />

Al decir esto, el mozo instintivamente y al<br />

parecer buscando un punto de comparación, dirigió<br />

la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por<br />

debajo del brial, calzado de un precioso chapín de<br />

tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen<br />

también los ojos don Dionís y algunos de los<br />

monteros que le rodeaban, la hermosa niña se<br />

apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más<br />

natural del mundo:<br />

-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan<br />

pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran<br />

en las hadas, cuya historia nos refieren los<br />

trovadores.<br />

-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal<br />

cuando Constanza hubo concluido-, no que otra


vez, habiéndome colocado en otro escondite por<br />

donde indudablemente habían de pasar los ciervos<br />

para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media<br />

noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto<br />

que no abriese los ojos en el mismo punto en que<br />

creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor.<br />

Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé<br />

con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel<br />

confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo,<br />

oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares<br />

extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas<br />

que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía<br />

semejante al de las muchachas del lugar, cuando<br />

riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas<br />

de la fuente con sus cántaros a la cabeza.<br />

Según colegía de la proximidad de las voces<br />

y del cercano chasquido de las ramas que crujían<br />

al romperse para dar paso a aquella turba de<br />

locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño<br />

rellano que formaba el monte en el sitio donde yo<br />

estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan<br />

cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una<br />

nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo...<br />

creedlo, señores, esto es tan seguro como me he<br />

de morir... dijo... claro y distintamente estas propias<br />

palabras:


¡Por aquí, por aquí, compañeras,<br />

que está ahí el bruto de Esteban!<br />

Al llegar a este punto de la relación del zagal,<br />

los circunstantes no pudieron ya contener por<br />

más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba<br />

en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron<br />

en una carcajada estrepitosa. De los<br />

primeros en comenzar a reír y de los últimos en<br />

dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida<br />

circunspección no pudo menos de tomar parte en el<br />

general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada<br />

vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso,<br />

tornaba a reírse como una loca hasta el punto de<br />

saltarle las lágrimas a los ojos.<br />

El zagal, por su parte, aunque sin atender al<br />

efecto que su narración había producido, parecía<br />

todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían<br />

a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a<br />

un lado y a otro con visibles muestras de temor y<br />

como queriendo descubrir algo a través de los cruzados<br />

troncos de los árboles.<br />

-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le<br />

preguntó unos de los monteros notando la creciente<br />

inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espan-


tadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya<br />

las volvía a su alrededor con una expresión asombrada<br />

y estúpida.<br />

-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó<br />

Esteban-. Cuando, después de escuchar las palabras<br />

que dejo referidas, me incorporé con prontitud<br />

para sorprender a la persona que las había pronunciado,<br />

una corza blanca como la nieve salió de entre<br />

las mismas matas en donde yo estaba oculto, y<br />

dando unos saltos enormes por cima de los carrascales<br />

y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa<br />

de corzas de su color natural, y así éstas como la<br />

blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos<br />

al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo<br />

eco juraría que aún me está sonando en los oídos<br />

en este momento.<br />

-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don<br />

Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del preste<br />

de Tarazona; no hables de tus encuentros con los<br />

corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo<br />

que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues<br />

ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones<br />

de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos,<br />

que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los


espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes<br />

el remedio: Pater noster y garrotazo.<br />

El zagal, después de guardarse en el zurrón<br />

un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y<br />

en el estómago un valiente trago de vino que le dio<br />

por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose<br />

de don Dionís y su hija, y apenas anduvo<br />

cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir<br />

a pedradas los corderos.<br />

Como a esta sazón notase don Dionís que<br />

entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas<br />

y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover<br />

las hojas de los chopos y a refrescar los campos,<br />

dio orden a su comitiva para que aderezasen las<br />

caballerías que andaban paciendo sueltas por el<br />

inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo<br />

seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a<br />

los otros para que tocasen las trompas, y saliendo<br />

en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida<br />

caza.<br />

II<br />

Entre los monteros de don Dionís había uno<br />

llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la<br />

familia, y por tanto el más querido de sus señores.


Garcés tenía poco más o menos la edad de<br />

Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado<br />

a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y<br />

satisfacer el más leve de sus antojos.<br />

Por su mano se entretenía en afilar en los<br />

ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de<br />

marfil; él domaba los potros que había de montar su<br />

señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus<br />

lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a<br />

los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas<br />

rojas bordadas de oro.<br />

Para con los otros monteros, los pajes y la<br />

gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita<br />

solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores<br />

le distinguían, habíanle valido una especie de<br />

general animadversión, y al decir de los envidiosos,<br />

en todos aquellos cuidados con que se adelantaba<br />

a prevenir los caprichos de su señora, revelábase<br />

su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin<br />

embargo, algunos que, más avisados o maliciosos,<br />

creyeron sorprender en la asiduidad del solícito<br />

mancebo algunas señales de mal disimulado amor.<br />

Si en efecto era así, el oculto cariño de<br />

Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable<br />

hermosura de Constanza. Hubiérase


necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo<br />

para permanecer impasible un día y otro al lado de<br />

aquella mujer singular por su belleza y sus raros<br />

atractivos.<br />

La Azucena del Moncayo, llamábanla en<br />

veinte leguas a la redonda, y bien merecía este<br />

sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y<br />

tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que<br />

Dios la había hecho de nieve y oro.<br />

Y, sin embargo, entre los señores comarcanos<br />

murmurábase que la hermosa castellana de<br />

Veratón no era tan limpia de sangre como bella y<br />

que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro,<br />

había tenido por madre una gitana. Lo de<br />

cierto que pudiera haber en estas murmuraciones<br />

nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que<br />

don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su<br />

juventud, y después de combatir largo tiempo bajo<br />

la conducta del monarca aragonés, del cual recabó<br />

entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchose<br />

a Palestina, en donde anduvo errante algunos<br />

años, para volver por último a encerrarse en su<br />

castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin<br />

duda en aquellos países remotos. El único que<br />

hubiera podido decir algo acerca del misterioso


origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís<br />

en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de<br />

Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante<br />

tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni<br />

a su propio hijo, que varias veces y con muestras de<br />

grande interés se lo había preguntado.<br />

El carácter, tan pronto retraído y melancólico<br />

como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña<br />

exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos,<br />

sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad<br />

de tener los ojos y las cejas negros como<br />

la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían<br />

contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos,<br />

y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente<br />

la trataba, había llegado a persuadirse que<br />

su señora era algo especial y no se parecía a las<br />

demás mujeres.<br />

Presente a la relación de Esteban, como los<br />

otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó<br />

con verdadera curiosidad los pormenores de su<br />

increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír<br />

cuando el zagal repitió las palabras de la corza<br />

blanca, desde que abandonó el soto en que habían<br />

sesteado comenzó a revolver en su mente las más<br />

absurdas imaginaciones.


-No cabe duda que todo eso de hablar las<br />

corzas es pura aprensión de Esteban, que es un<br />

completo mentecato -decía entre sí el joven montero<br />

mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía<br />

paso a paso el palafrén de Constanza, la cual<br />

también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa,<br />

y retirada del tropel de los cazadores,<br />

apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice<br />

que en lo que refiere ese simple no existirá algo de<br />

verdad? -prosiguió pensando el mancebo-. Cosas<br />

más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza<br />

blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de<br />

dar crédito a las cantigas del país, San Huberto,<br />

patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese<br />

coger viva una corza blanca para ofrecérsela<br />

a mi señora!<br />

Así pensando y discurriendo pasó Garcés la<br />

tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por<br />

detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó<br />

volver grupas a su gente para tornar al castillo, separose<br />

sin ser notado de la comitiva y echó en busca<br />

del zagal por lo más espeso e intrincado del<br />

monte.<br />

La noche había cerrado casi por completo<br />

cuando don Dionís llegaba a las puertas de su casti-


llo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y<br />

sentose con su hija a la mesa.<br />

-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza,<br />

notando que su montero no se encontraba<br />

allí para servirla como tenía de costumbre.<br />

-No sabemos -se apresuraron a contestar<br />

los otros servidores-; desapareció de entre nosotros<br />

cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía<br />

no le hemos visto.<br />

En este punto llegó Garcés todo sofocado,<br />

cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara<br />

más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.<br />

-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose<br />

a Constanza-, perdonadme si he faltado un momento<br />

a mi obligación; pero allá de donde vengo a<br />

todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me<br />

ocupaba el serviros.<br />

-¿En servirme? -repitió Constanza-: no<br />

comprendo lo que quieres decir.<br />

-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-,<br />

pues he averiguado que es verdad que la corza<br />

blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro


otros varios pastores, que juran haberla visto más<br />

de una vez, y con ayuda de los cuales espero en<br />

Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres<br />

días, viva o muerta, os la traeré al castillo.<br />

-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire<br />

de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las<br />

risas más o menos disimuladas de los circunstantes-;<br />

déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas:<br />

mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a<br />

los simples, y si te empeñas en andarle a los talones,<br />

va a dar que reír contigo cómo con el pobre<br />

Esteban.<br />

-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada<br />

y disimulando en lo posible la cólera que le<br />

producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo<br />

no me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente,<br />

no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo<br />

os juro que todo podrá hacer menos dar que reír,<br />

porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.<br />

Constanza conoció el efecto que su burla<br />

había producido en el enamorado joven; pero deseando<br />

apurar su paciencia hasta lo último, tornó a<br />

decir en el mismo tono:


-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa<br />

del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la<br />

nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas<br />

se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte<br />

del susto ya ha desaparecido la corza blanca<br />

más ligera que un relámpago?<br />

-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso,<br />

estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta,<br />

aunque me hiciese más momos que un juglar,<br />

aunque me hablara, no ya en romance, sino en<br />

latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un<br />

arpón en el cuerpo.<br />

En este punto del diálogo terció don Dionís,<br />

y con una desesperante gravedad a través de la<br />

que se adivinaba toda la ironía de sus palabras,<br />

comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos<br />

más originales del mundo, para el caso de<br />

que se encontrase de manos a boca con el demonio<br />

convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia<br />

de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el<br />

atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en<br />

tanto que los otros servidores esforzaban las burlas<br />

con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto<br />

gozo.


Mientras duró la colación prolongose esta<br />

escena, en que la credulidad del joven montero, fue<br />

por decirlo así, el tema obligado del general regocijo;<br />

de modo que cuando se levantaron los paños, y<br />

don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones,<br />

y toda la gente del castillo se entregó al<br />

reposo, Garcés permaneció un largo espacio de<br />

tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas<br />

de sus señores, proseguiría firme en su propósito o<br />

desistiría completamente de la empresa.<br />

-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado<br />

de incertidumbre en que se encontraba:- mayor mal<br />

del que me ha sucedido no puede sucederme, y si<br />

por el contrario, es verdad lo que nos ha contado<br />

Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi<br />

triunfo!<br />

Esto diciendo, armó su ballesta, no sin<br />

haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta<br />

de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a<br />

la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.<br />

Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto<br />

en que, según las instrucciones de Esteban, debía<br />

aguardar la aparición de las corzas, la luna comen-


zaba a remontarse con lentitud por detrás de los<br />

cercanos montes.<br />

A fuer de buen cazador y práctico en el oficio,<br />

antes de elegir un punto a propósito para colocarse<br />

al acecho de las reses, anduvo un buen rato<br />

de acá para allá examinando las trochas y las veredas<br />

vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes<br />

del terreno, las curvas del río y la profundidad<br />

de sus aguas.<br />

Por último, después de terminar este minucioso<br />

reconocimiento del lugar en que se encontraba,<br />

agazapose en un ribazo junto a unos chopos de<br />

copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas<br />

matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a<br />

un hombre echado en tierra.<br />

El río, que desde las musgosas rocas donde<br />

tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades<br />

del Moncayo, a entrar en la cañada por una<br />

vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de<br />

los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando<br />

con alegre murmullo entre las piedras rodadas<br />

del monte, hasta caer en una hondura próxima al<br />

lugar que servía de escondrijo al montero.


Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el<br />

aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados<br />

sobre la limpia corriente humedecían en ella las<br />

puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados<br />

carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban<br />

las madreselvas y las campanillas azules, formaban<br />

un espeso muro de follaje alrededor del<br />

remanso del río.<br />

El viento, agitando los frondosos pabellones<br />

de verdura que derramaban en torno de su flotante<br />

sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo<br />

de luz, que brillaba como un relámpago de plata<br />

sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.<br />

Oculto tras los matojos, con el oído atento al<br />

más leve rumor y la vista clavada en el punto en<br />

donde según sus cálculos debían aparecer las corzas,<br />

Garcés esperó inútilmente un gran espacio de<br />

tiempo.<br />

Todo permanecía a su alrededor sumido en<br />

una profunda calma.<br />

Poco a poco, y bien fuese que el peso de la<br />

noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara<br />

a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del


agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y<br />

las caricias del viento comunicasen a sus sentidos<br />

el dulce sopor en que parecía estar impregnada la<br />

Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta<br />

aquel punto había estado entretenido revolviendo<br />

en su mente las más halagüeñas imaginaciones,<br />

comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con<br />

más lentitud y sus pensamientos tomaban formas<br />

más leves e indecisas.<br />

Después de mecerse un instante en ese<br />

vago espacio que media entre la vigilia y el sueño,<br />

entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de<br />

sus manos y se quedó profundamente dormido.<br />

Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven<br />

montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a<br />

todo sabor de uno de los sueños más apacibles de<br />

su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado,<br />

e incorporándose a medias lleno aún de<br />

ese estupor del que se vuelve en sí de improviso<br />

después de un sueño profundo.<br />

En las ráfagas del aire y confundido con los<br />

leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño<br />

rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que<br />

hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por<br />

su parte y una cosa diferente, formando una alga-


abía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros<br />

que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas<br />

de una alameda.<br />

Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante,<br />

y después todo volvió a quedar en silencio.<br />

-Sin duda soñaba con las majaderías que<br />

nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose<br />

los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión<br />

de que cuanto había creído oír no era más que esa<br />

vaga huella del ensueño que queda, al despertar,<br />

en la imaginación, como queda en el oído la última<br />

cadencia de una melodía después que ha expirado<br />

temblando la última nota. Y dominado por la invencible<br />

languidez que embargaba sus miembros, iba a<br />

reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando<br />

tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas<br />

voces que, acompañándose del rumor del aire,<br />

del agua y de las hojas cantaban así:<br />

CORO<br />

«El arquero que velaba en lo alto de la torre<br />

ha reclinado su pesada cabeza en el muro.<br />

Al cazador furtivo que esperaba sorprender<br />

la res, lo ha sorprendido el sueño.


El pastor que aguarda el día consultando<br />

las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.<br />

Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.<br />

Ven a mecerte en las ramas de los sauces<br />

sobre el haz del agua.<br />

Ven a embriagarte con el perfume de las<br />

violetas que se abren entre las sombras.<br />

Ven a gozar de la noche, que es el día de<br />

los espíritus.»<br />

Mientras flotaban en el aire las suaves notas<br />

de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo<br />

inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con<br />

mucha precaución apartó un poco las ramas, y no<br />

sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las<br />

corzas, que en tropel y salvando los matorrales con<br />

ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a<br />

escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose<br />

entre la espesura, ya saliendo nuevamente a<br />

la senda, bajaban del monte con dirección al remanso<br />

del río.<br />

Delante de sus compañeras, más ágil, más<br />

linda, más juguetona y alegre que todas, saltando,


corriendo, parándose y tornando a correr, de modo<br />

que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la<br />

corza blanca, cuyo extraño color destacaba como<br />

una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.<br />

Aunque el joven se sentía dispuesto a ver<br />

en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso,<br />

la verdad del caso era que, prescindiendo de<br />

la momentánea alucinación que turbó un instante<br />

sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras,<br />

ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos<br />

ni en los cortos bramidos con que parecían<br />

llamarse, había nada con que no debiese estar ya<br />

muy familiarizado un cazador práctico en esta clase<br />

de expediciones nocturnas.<br />

A medida que desechaba la primera impresión,<br />

Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose<br />

interiormente de su incredulidad y su miedo,<br />

desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar,<br />

teniendo en cuenta la dirección que seguían, el<br />

punto donde se hallaban las corzas.<br />

Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los<br />

dientes, y arrastrándose como una culebra por<br />

detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos<br />

cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se


encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite<br />

esperó el tiempo suficiente para que las<br />

corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el<br />

tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese<br />

ruido particular que produce el agua que se bate a<br />

golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a<br />

levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones,<br />

apoyándose en la tierra primero sobre la<br />

punta de los dedos, y después con una de las rodillas.<br />

Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que<br />

el arma estaba preparada, dio un paso hacia adelante,<br />

alargó el cuello por encima de los arbustos<br />

para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero<br />

en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió<br />

la vista buscando el objeto que había de herir,<br />

se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario<br />

grito de asombro.<br />

La luna, que había ido remontándose con<br />

lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y<br />

como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce<br />

claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila<br />

superficie del río, y hacía ver los objetos como a<br />

través de una gasa azul.<br />

Las corzas habían desaparecido.


En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo,<br />

vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de<br />

las cuales unas entraban en el agua jugueteando,<br />

mientras las otras acababan de despojarse de las<br />

ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa<br />

vista el tesoro de sus formas.<br />

En esos ligeros y cortados sueños de la<br />

mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas,<br />

sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces<br />

comienza a transparentarse a través de las<br />

blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación<br />

de veinte años que bosquejase con los<br />

colores de la fantasía una escena semejante a la<br />

que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico<br />

Garcés.<br />

Despojadas ya de sus túnicas y sus velos<br />

de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos<br />

de los árboles o arrojados con descuido<br />

sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían<br />

a su placer por el soto, formando grupos<br />

pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola<br />

saltar en chispas luminosas sobre las flores de<br />

la margen como una menuda lluvia de rocío.<br />

Aquí una de ellas, blanca como el vellón de<br />

un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes


y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual<br />

parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo<br />

más bien se adivinaba que se veía temblar debajo<br />

de los infinitos círculos de luz de las ondas.<br />

Otra allá, con el cabello suelto sobre los<br />

hombros, mecíase suspendida de la rama de un<br />

sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños<br />

pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar<br />

rozando la tersa superficie. En tanto que éstas<br />

permanecían recostadas aún al borde del agua con<br />

los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad<br />

el perfume de las flores y estremeciéndose<br />

ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas<br />

danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente<br />

sus manos, dejando caer atrás la cabeza<br />

con delicioso abandono, e hiriendo el suelo<br />

con el pie en alternada cadencia.<br />

Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos,<br />

imposible abarcar con una mirada los infinitos<br />

detalles del cuadro que formaban, unas corriendo,<br />

jugando y persiguiéndose con alegres risas<br />

por entre el laberinto de los árboles; otras surcando<br />

el agua como un cisne y rompiendo la corriente con<br />

el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en<br />

el fondo, donde permanecían largo rato para volver


a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas<br />

que nacen escondidas en el lecho de las aguas<br />

profundas.<br />

La mirada del atónito montero vagaba absorta<br />

de un lado a otro, sin saber donde fijarse, hasta<br />

que, sentado bajo un pabellón de verdura que<br />

parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de<br />

mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a<br />

despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver<br />

el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del<br />

noble don Dionís, la incomparable Constanza.<br />

Marchando de sorpresa en sorpresa, el<br />

enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al<br />

testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia<br />

de un sueño fascinador y engañoso.<br />

No obstante, pugnaba en vano por persuadirse<br />

de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo<br />

de su imaginación; porque mientras más la<br />

miraba, y más despacio, más se convencía de que<br />

aquella mujer era Constanza.<br />

No podía caber duda, no; suyos eran aquellos<br />

ojos oscuros y sombreados de largas pestañas,<br />

que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas;<br />

suyas aquella rubia y abundante cabellera que,


después de coronar su frente, se derramaba por su<br />

blanco seno y sus redondas espaldas como una<br />

cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso,<br />

que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada<br />

como una flor que se rinde al peso de las gotas<br />

de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él<br />

había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes<br />

a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos,<br />

comparables sólo con dos pedazos de nieve que el<br />

sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean<br />

entre la verdura.<br />

En el momento en que Constanza salió del<br />

bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos<br />

de su amante los escondidos tesoros de su hermosura,<br />

sus compañeras comenzaron nuevamente a<br />

cantar estas palabras con una melodia dulcísima.<br />

CORO<br />

«Genios del aire, habitadores del luminoso<br />

éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.<br />

Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos<br />

lirios, venid en vuestros carros de nácar, a<br />

los que vuelan uncidas las mariposas.


Larvas de las fuentes, abandonad el techo<br />

de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia<br />

de perlas.<br />

Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de<br />

fuego, mariposas negras, ¡venid!<br />

Y venid vosotros todos, espíritus de la noche,<br />

venid zumbando como un enjambre de insectos<br />

de luz y de oro.<br />

Venid, que ya el astro protector de los misterios<br />

brilla en la plenitud de su hermosura.<br />

Venid, que ha llegado el momento de las<br />

transformaciones maravillosas.<br />

Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»<br />

Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al<br />

oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los<br />

celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un<br />

impulso más poderoso que su voluntad, deseando<br />

romper de una vez el encanto que fascinaba sus<br />

sentidos, separó con mano trémula y convulsa el<br />

ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso<br />

en la margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose<br />

todo como el humo, y al tender en torno


suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso<br />

tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en<br />

lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas<br />

de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál<br />

salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a<br />

todo correr la trocha del monte.<br />

-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no<br />

eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó<br />

entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha<br />

andado un poco torpe dejándome entre las manos<br />

la mejor presa.<br />

Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando<br />

escapar por el soto, se había lanzado entre el<br />

laberinto de sus árboles, y enredándose en una red<br />

de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse.<br />

Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto<br />

en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el<br />

montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción<br />

con un grito, diciéndole:<br />

-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y,<br />

después de un instante de duda, dejó caer al suelo<br />

el arma, espantado a la sola idea de haber podido<br />

herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada<br />

vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca<br />

había aprovechado aquellos cortos instantes


para acabarse de desenredar y huir ligera como un<br />

relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.<br />

-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo<br />

éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con<br />

una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria,<br />

pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto<br />

diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y<br />

fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo<br />

del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron<br />

después unos gemidos sofocados.<br />

-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir<br />

aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será<br />

verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta<br />

apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en<br />

que había disparado la saeta, que era la misma en<br />

que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar,<br />

sus cabellos se erizaron de horror, las palabras<br />

se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarge<br />

al tronco de un árbol para no caer a tierra.<br />

Constanza, herida por su mano, expiraba<br />

allí a su vista, revolcándose en su propia sangre,<br />

entre las agudas zarzas del monte.


La rosa de pasión<br />

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo,<br />

me refirió esta singular historia una muchacha<br />

muy buena y muy bonita.<br />

Mientras me explicaba el misterio de su<br />

forma especial, besaba las hojas y los pistilos que<br />

iba arrancando uno a uno de la flor que da a su<br />

nombre esta leyenda.<br />

Si yo la pudiera referir con el suave encanto<br />

y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería<br />

como a mí me conmovió la historia de la<br />

infeliz Sara.<br />

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de<br />

esa tradición se me acuerda en este instante.<br />

I<br />

En una de las callejas más oscuras y tortuosas<br />

de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida<br />

entre la alta torre morisca de una antigua<br />

parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados<br />

muros de una casa solariega, tenía hace muchos<br />

años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable<br />

como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.


Era este judío rencoroso y vengativo como<br />

todos los de su raza, pero más que ninguno engañador<br />

e hipócrita.<br />

Dueño, según los rumores del vulgo, de una<br />

inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día<br />

acurrucado en el sombrío portal de su vivienda,<br />

componiendo y aderezando cadenillas de metal,<br />

cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía<br />

un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover las<br />

revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.<br />

Aborrecedor implacable de los cristianos y<br />

de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó<br />

junto a un caballero principal o un canónigo de la<br />

primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento<br />

bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta,<br />

ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales<br />

parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes<br />

salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.<br />

La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse<br />

proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre a<br />

prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y<br />

rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.


Inútilmente los muchachos, para desesperarte,<br />

tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos<br />

y hasta los hombres de armas del próximo<br />

palacio pretendían aburrirle con los nombres más<br />

injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se<br />

santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como<br />

si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía<br />

eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible.<br />

Sus labios delgados y hundidos se dilataban a<br />

la sombra de su nariz desmesurada y corva como el<br />

pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños,<br />

verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas<br />

cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera,<br />

seguía impasible golpeando con su martillito de<br />

hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas<br />

mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que<br />

se componía su tráfico.<br />

Sobre la puerta de la casucha del judío y<br />

dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se<br />

abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones<br />

de los moros toledanos. Alrededor de las<br />

caladas franjas del ajimez, y enredándose por la<br />

columnilla de mármol que lo partía en dos huecos<br />

iguales, subía desde el interior de la vivienda una de<br />

esas plantas trepadoras que se mecen verdes y


llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos<br />

muros de los edificios ruinosos.<br />

En la parte de la casa que recibía una dudosa<br />

luz por los estrechos vanos de aquel ajimez,<br />

único abierto en el musgoso y grieteado paredón de<br />

la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.<br />

Cuando los vecinos del barrio pasaban por<br />

delante de la tienda del judío y veían por casualidad<br />

a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a<br />

Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban<br />

en alta voz admirados de las perfecciones de la<br />

hebrea: -¡Parece mentira que tan ruin tronco haya<br />

dado de sí tan hermoso vástago!<br />

Porque, en efecto, Sara era un prodigio de<br />

belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un<br />

sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo<br />

brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como<br />

una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus<br />

labios, encendidos y rojos, parecían recortados<br />

hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles<br />

manos de una hada. Su tez blanca, pálida y transparente<br />

como el alabastro de la estatua de un sepulcro.<br />

Contaba apenas diez y seis años, y ya se<br />

veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las<br />

inteligencias precoces y ya hinchaban su seno y se


escapaban de su boca esos suspiros que anuncian<br />

el vago despertar del deseo.<br />

Los judíos más poderosos de la ciudad,<br />

prendados de su maravillosa hermosura, la habían<br />

solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a<br />

los homenajes de sus adoradores y a los consejos<br />

de su padre, que la instaba para que eligiese un<br />

compañero antes de quedar sola en el mundo, se<br />

mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar<br />

más razón de su extraña conducta que el capricho<br />

de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir<br />

los desdenes de Sara y sospechando que su eterna<br />

tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba<br />

algún secreto importante, uno de sus adoradores<br />

se acercó a Daniel y le dijo:<br />

-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos<br />

se murmura de tu hija?<br />

El judío levantó un instante los ojos de su<br />

yunque, suspendió su continuo martilleo y, sin mostrar<br />

la menor emoción, preguntó a su interpelante:<br />

-¿Y qué dicen de ella?<br />

-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen...<br />

qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que tu hija<br />

está enamorada de un cristiano...-Al llegar a este


punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo<br />

para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.<br />

Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un<br />

rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez<br />

la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:<br />

nia?<br />

-¿Y quien dice que eso no es una calum-<br />

-Quien los ha visto conversar más de una<br />

vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto<br />

sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven<br />

hebreo admirado de que sus sospechas primero y<br />

después sus afirmaciones no hiciesen mella en el<br />

ánimo de Daniel.<br />

Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada<br />

en el yunque, sobre el que después de dejar a<br />

un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de<br />

metal de una guarnición con una pequeña lima,<br />

comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como<br />

si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas<br />

que cruzaban por su mente.<br />

-¡Je! ¡je! ¡je! -decía riéndose de una manera<br />

extraña y diabólica-. ¿Conque a mi Sara, al orgullo<br />

de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez,


piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros<br />

creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! -continuaba siempre<br />

hablando para sí y siempre riéndose, mientras<br />

la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo<br />

el metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre<br />

Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué<br />

quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan<br />

hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los<br />

codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je!<br />

¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel duerme?<br />

¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante...<br />

que bien puede ser, y ese amante es cristiano y<br />

procura seducirla, y la seduce, que todo es posible,<br />

y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye<br />

mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo<br />

humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar<br />

su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?<br />

-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-,<br />

¿sabéis acaso?...<br />

-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un<br />

golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada<br />

sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora<br />

de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos<br />

para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro<br />

de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!


Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente<br />

a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trabajos<br />

muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos<br />

y aldabas la puerta de la tiendecilla.<br />

El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando<br />

sobre sus premiosos goznes, impidió al<br />

que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez<br />

que en aquel punto cayeron de golpe, como si<br />

la judía acabara de retirarse de su alféizar.<br />

II<br />

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes<br />

de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas<br />

en su magnífica catedral, acababan de entregarse<br />

al sueño, o referían al amor de la lumbre<br />

consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que<br />

robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre<br />

por el cual se descubrió el crimen, o la historia del<br />

Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables<br />

enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión<br />

de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo:<br />

interrumpido a intervalos, ya por las lejanas<br />

voces de los guardias nocturnos que en aquella<br />

época velaban en derredor del alcázar, ya por los<br />

gemidos del viento que hacía girar las veletas de las<br />

torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las


calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se<br />

mecía amarrado a un poste cerca de los molinos,<br />

que parecen como incrustados al pie de las rocas<br />

que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad,<br />

vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente<br />

por uno de los estrechos senderos que desde<br />

lo alto de los muros conducen al río, a una persona<br />

a quien al parecer aguardaba con impaciencia.<br />

-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-.<br />

¡No parece sino que esta noche anda revuelta<br />

toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres<br />

se tendrán dada cita con Satanás, qué todos<br />

acuden a mi barca teniendo tan cerca el puente?...<br />

No, no irán a nada bueno, cuando así evitan toparse<br />

de manos a boca con los hombres de armas de San<br />

Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos<br />

dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en<br />

nada entro ni salgo.<br />

Esto diciendo el buen hombre, sentándose<br />

en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que<br />

no era otra la persona a quien al parecer había<br />

aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo,<br />

soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a<br />

bogar en dirección a la orilla opuesta.


-¿Cuántos han pasado esta noche? -<br />

preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado<br />

de los molinos y como refiriéndose a algo de<br />

que ya habían tratado anteriormente.<br />

-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-;<br />

¡un enjambre! Parece que esta noche será<br />

la última que se reúnen.<br />

-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto<br />

abandonan la ciudad a estas horas?<br />

-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a<br />

alguien que debe de llegar esta noche... Yo no sé<br />

para qué le aguardarán, aunque presumo que para<br />

nada bueno.<br />

Después de este breve diálogo, Sara se<br />

mantuvo algunos instantes sumida en un profundo<br />

silencio y como tratando de coordinar sus ideas. -No<br />

hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido<br />

nuestro amor y prepara alguna venganza horrible.<br />

Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen,<br />

qué intentan. Un momento de vacilación podría<br />

perderle.<br />

Cuando Sara se puso un instante de pie, y<br />

como para alejar las horribles dudas que la preocupaban<br />

se pasó la mano por la frente, que la angus-


tia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba<br />

a la orilla opuesta.<br />

-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea<br />

arrojando algunas monedas a su conductor y señalando<br />

un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando<br />

por entre las rocas-, ¿es ese el camino<br />

que siguen?<br />

-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del<br />

Moro desaparecen por la izquierda. Después el<br />

diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió<br />

el barquero.<br />

Sara se alejó en la dirección que éste le<br />

había indicado. Durante algunos minutos se le vio<br />

aparecer y desaparecer alternativamente entre<br />

aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas<br />

a pico: después, y cuando hubo llegado a la cima<br />

llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se<br />

dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por<br />

último desapareció entre las sombras de la noche.<br />

III<br />

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra<br />

la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y<br />

como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo<br />

conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, exist-


ían, aún en aquella época los ruinosos restos de<br />

una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los<br />

árabes.<br />

En el atrio que dibujaban algunos pedruscos<br />

diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas<br />

parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el<br />

destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente<br />

esculpido con hojas entrelazadas, endriagos<br />

horribles y grotescos, e informes figuras<br />

humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros<br />

laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de<br />

hiedra.<br />

Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural<br />

presentimiento, al llegar al punto que le había señalado<br />

su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa<br />

acerca del camino que debía seguir; pero, por último,<br />

se dirigió con paso firme y resuelto hacia las<br />

abandonadas ruinas de la iglesia.<br />

En efecto, su instinto no la había engañado.<br />

Daniel, que ya no sonreía. Daniel, que no era ya el<br />

viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo<br />

cólera de sus pequeños y redondos ojos,<br />

parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado<br />

de una multitud como él, ávida de saciar su<br />

sed de odio en uno de los enemigos de su religión,


estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a<br />

los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo,<br />

en fin, con una horrible solicitud los aprestos<br />

necesarios para la consumación de la espantosa<br />

obra que había estado meditando días y días mientras<br />

golpeaba impasible el yunque en su covacha de<br />

Toledo.<br />

Sara, que a favor de la oscuridad había logrado<br />

llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que<br />

hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror<br />

al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo<br />

resplandor de una fogata que proyectaba la forma<br />

de aquel círculo infernal en los muros del templo,<br />

había creído ver que algunos hacían esfuerzos por<br />

levantar en alto una pesada cruz, mientras otros<br />

tejían una corona con las ramas de los zarzales o<br />

aplastaban sobre una piedra las puntas de los<br />

enormes clavos de hierro. Una idea espantosa<br />

cruzó por su mente; recordó que a los de su raza<br />

los habían acusado más de una vez de misteriosos<br />

crímenes; recordó vagamente la aterradora historia<br />

del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había<br />

creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo<br />

para apostrofar y zaherir a los hebreos.


Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante<br />

de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos<br />

de martirio, y los feroces verdugos sólo<br />

aguardaban la víctima.<br />

Sara, llena de una santa indignación, rebosando<br />

en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable<br />

en el verdadero Dios que su amante le<br />

había revelado, no pudo contenerse a la vista de<br />

aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza<br />

que la ocultaba, presentose de improviso en el dintel<br />

del templo.<br />

Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito<br />

de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia su<br />

hija en ademán amenazante, le preguntó con voz<br />

ronca: -¿Qué buscas aquí, desdichada?<br />

-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo<br />

Sara con voz firme y resuelta- todo el baldón de<br />

vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano<br />

esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que<br />

intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque<br />

el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo<br />

le he prevenido de vuestras asechanzas.<br />

-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-,<br />

Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos


hecho traición hasta el punto de revelar nuestros<br />

misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado,<br />

tú no eres mi hija...<br />

-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre,<br />

un padre todo amor para los suyos, un padre a<br />

quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y<br />

que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para<br />

una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy<br />

vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo<br />

de mi origen.<br />

Al oír estas palabras, pronunciadas con esa<br />

enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de<br />

los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre<br />

la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola<br />

por los cabellos, la arrastró como poseído de<br />

un espíritu infernal hasta el pie de la Cruz, que parecía<br />

abrir sus descarnados brazos para recibirla,<br />

exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:<br />

-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia<br />

de esa infame, que ha vendido su honra, su religión<br />

y a sus hermanos.<br />

IV<br />

Al día siguiente, cuando las campanas de la<br />

catedral atronaban los aires tocando a gloria, y los


honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar<br />

ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos<br />

que como todavía lo hacen en algunas de nuestras<br />

poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho,<br />

como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa<br />

en los labios comenzó a saludar a los que pasaban,<br />

sin dejar por eso de golpear en el yunque con su<br />

martillito de hierro; pero las celosías del morisco<br />

ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio<br />

más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar<br />

de azulejos de colores.<br />

Cuentan que algunos años después un pastor<br />

trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca<br />

vista, en la cual se veían figurados todos los atributos<br />

del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa<br />

que había crecido y enredado sus tallos por entre<br />

los ruinosos muros de la derruida iglesia.<br />

Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir<br />

el origen de aquella maravilla, añaden que se<br />

hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con<br />

ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía.<br />

El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar<br />

de quién era, se conservó por largos años con<br />

veneración especial en la ermita de San Pedro el


Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante<br />

común, se llama Rosa de Pasión.<br />

FIN DEL TOMO PRIMERO


<strong>Obras</strong> <strong>completas</strong> de Gustavo Adolfo<br />

Bécquer<br />

TOMO SEGUNDO<br />

Creed en Dios<br />

Cantiga provenzal<br />

«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,<br />

barón de Fortcastell. Noble o villano,<br />

señor o pechero, tú, cualquiera que seas,<br />

que te detienes un instante al borde de mi sepu<br />

cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por<br />

I<br />

Nobles aventureros que, puesta la lanza en<br />

la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un<br />

corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio<br />

que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante,<br />

buscando honra y prez en la profesión de las<br />

armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut<br />

os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y<br />

habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio<br />

que aún se ve en su fondo, oídme.<br />

II


Pastores que seguís con lento paso a vuestras<br />

ovejas, que pacen derramadas por las colinas y<br />

las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente<br />

riachuelo que corre, forcejea y salta por entre<br />

los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del<br />

verano y en una siesta de fuego habéis encontrado<br />

la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas<br />

del monasterio, cuyos musgosos pilares besan<br />

las ondas, oídme.<br />

III<br />

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres<br />

que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad:<br />

si en la mañana del santo Patrono de estos<br />

lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles<br />

y margaritas con que embellecer su retablo,<br />

venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio<br />

que se alza en sus peñas, habéis penetrado<br />

en su claustro mudo y desierto para vagar entre<br />

sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen<br />

las margaritas más dobles y los jacintos más azules,<br />

oídme.<br />

IV<br />

Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de<br />

un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los


ayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún<br />

con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos<br />

habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una<br />

tumba humilde. Antes la componían una piedra<br />

tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y<br />

sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción<br />

es el mote de mi canto, reposa en paz el último<br />

barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del<br />

cual voy a referiros la peregrina historia.<br />

I<br />

Cuando la noble condesa de Montagut estaba<br />

en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un<br />

ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de<br />

Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó<br />

más adelante. Soñó que en su seno engendraba<br />

una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando<br />

agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la<br />

menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma<br />

para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin<br />

entre unas zarzas.<br />

-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en<br />

su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la<br />

zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.


Cuando sus servidores llegaron presurosos<br />

al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un<br />

profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una<br />

blanca paloma se levantó de entre las breñas y se<br />

remontó a las nubes.<br />

La serpiente había desaparecido.<br />

II<br />

Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al<br />

darlo a luz, su padre pereció algunos años después<br />

en una emboscada, peleando como bueno contra<br />

los enemigos de Dios.<br />

Desde este punto, la juventud del primogénito<br />

de Fortcastell sólo puede compararse a un<br />

huracán. Por donde pasaba se veía señalando su<br />

camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba<br />

a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía<br />

a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en<br />

sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz<br />

ni cosa sagrada que no maldijese.<br />

III<br />

Un día que salió de caza y que, como era<br />

su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a<br />

toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos,


arqueros desalmados y siervos envilecidos, con<br />

perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una<br />

aldea de sus dominios, un venerable sacerdote,<br />

arrostrando su cólera y sin temer los violentos<br />

arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en<br />

nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada<br />

en sus manos, a que abandonase aquel lugar y<br />

fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al<br />

Papa la absolución de sus culpas.<br />

-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo<br />

al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no he encontrado<br />

una sola pieza durante el día, te suelto mis<br />

perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.<br />

IV<br />

Teobaldo era hombre de hacer lo que decía.<br />

El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle: -<br />

Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un<br />

Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus<br />

manos, borrará mis culpas del libro de su indignación,<br />

para escribir tu nombre y hacerte expiar tu<br />

crimen.<br />

-¡Un Dios que castiga y perdona! -<br />

prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-.<br />

Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a


cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque<br />

poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras.<br />

¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría,<br />

dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas,<br />

que vamos a darle caza a este imbécil, aunque<br />

se suba a los retablos de sus altares.<br />

V<br />

Ya, después de dudar un instante y a una<br />

nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a<br />

desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus<br />

ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo<br />

con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote<br />

murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al<br />

cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó<br />

fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos<br />

de trompas que hacían señales de ojeo, y<br />

gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el<br />

monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res,<br />

corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría;<br />

tras él fueron sus servidores, y con sus servidores<br />

los caballos y los lebreles.<br />

VI<br />

-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón<br />

subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni


desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende<br />

al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar<br />

la última palabra, el impetuoso cazador hundió<br />

su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió<br />

al escape. Tras él partieron todos.<br />

Los habitantes de la aldea, que fueron los<br />

primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse<br />

el terrible animal se habían guarecido en sus<br />

chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios<br />

de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer<br />

la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura,<br />

se santiguaron en silencio.<br />

VII<br />

Teobaldo iba delante de todos. Su corcel,<br />

más ligero o más castigado que los de sus servidores,<br />

seguía tan de cerca a la res, que dos o tres<br />

veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso<br />

bruto, se había empinado sobre los estribos y<br />

echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero<br />

el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los<br />

espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su<br />

vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance<br />

de su arma.


Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas<br />

del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose<br />

en un bosque inmenso, se perdió entre<br />

sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la<br />

codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre<br />

viéndose burlado por su agilidad maravillosa.<br />

VIII<br />

Por último, pudo encontrar una ocasión propicia,<br />

tendió el brazo y voló la saeta que fue a clavarse<br />

temblando en el lomo del terrible animal, que<br />

dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -<br />

exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo<br />

a hundir por la centésima vez el acicate en el<br />

sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde<br />

huye. El rastro de la sangre que arroja marca su<br />

camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la<br />

bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus<br />

servidores.<br />

En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon<br />

sus piernas, un ligero temblor agitó sus<br />

contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado<br />

arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma<br />

un caño de sangre.


Había muerto de fatiga, había muerto cuando<br />

la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse,<br />

cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.<br />

IX Pintar la ira del colérico Teobaldo sería<br />

imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias,<br />

sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío.<br />

Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente<br />

le contestó el eco en aquellas inmensas soledades,<br />

y se arrancó los cabellos y se mesó las<br />

barbas, presa de la más espantosa desesperación. -<br />

Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme<br />

-exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta<br />

y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel<br />

momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron<br />

las ramas de la espesura y se presentó a sus<br />

ojos un paje que traía del diestro un corcel negro<br />

como la noche.<br />

-El cielo me lo envía -dijo el cazador,<br />

lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El<br />

paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como<br />

la muerte, se sonrió de una manera extraña al<br />

presentarle la brida.<br />

X


El caballo relinchó con una fuerza que hizo<br />

estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote<br />

en que se levantó más de diez varas del suelo, y el<br />

aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como<br />

zumba una piedra arrojada por la honda. Había<br />

partido al escape; pero a un escape tan rápido que,<br />

temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado<br />

por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse<br />

con ambas manos a sus flotantes crines.<br />

Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el<br />

acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría<br />

sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo<br />

con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas<br />

le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales<br />

desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su<br />

alrededor? Nadie lo sabe.<br />

XI<br />

Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos<br />

un instante para arrojar en torno suyo una mirada<br />

inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y<br />

en unos lugares para él completamente extraños. El<br />

corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas,<br />

castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación.<br />

Nuevos y nuevos horizontes se abrían<br />

ante su vista; horizontes que se borraban para dejar


lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos,<br />

herizados de colosales fragmentos de granito<br />

que las tempestades habían arrancado de la<br />

cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas<br />

de un tapiz de verdura y sembradas de blancos<br />

caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las<br />

arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego;<br />

vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de<br />

eternas nieves, donde los gigantescos témpanos<br />

asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y<br />

oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos<br />

para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y<br />

mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en<br />

su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en<br />

una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían<br />

los cascos del caballo al herir la tierra.<br />

I<br />

Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas<br />

niñas, que escucháis mi relato: si os maravilla<br />

lo que os cuento, no creáis que es un fábula<br />

tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad;<br />

de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición<br />

y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en<br />

el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable<br />

de la veracidad de mis palabras.


Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que<br />

aún me resta por decir, que es tan cierto como lo<br />

anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso<br />

adornar con algunas galas de la poesía el desnudo<br />

esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero<br />

nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.<br />

II<br />

Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas<br />

de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no<br />

pudo reprimir un involuntario estremecimiento de<br />

terror. Hasta entonces había creído que los objetos<br />

que se representaban a sus ojos eran fantasmas de<br />

su imaginación, turbada por el vértigo, y que su<br />

corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin<br />

salir del término de su señorío. Ya no le quedaba<br />

duda de que era juguete de un poder sobrenatural,<br />

que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través<br />

de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de<br />

formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que<br />

se iluminaba a veces con el resplandor de un<br />

relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas,<br />

próximas a desprenderse.<br />

El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en<br />

aquel océano de vapores caliginosos y encendidos,


y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse<br />

unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.<br />

III<br />

Cabalgando sobre las nubes, vestidos de<br />

luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al<br />

huracán la encendida cabellera y blandiendo sus<br />

espadas que relampagueaban arrojando chispas de<br />

cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera<br />

del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre<br />

las alas de la tempestad.<br />

Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos<br />

las tormentosas nubes semejantes a un mar de<br />

lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el<br />

Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla<br />

el atónito peregrino.<br />

IV<br />

Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que<br />

sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige<br />

por el espacio en las noches serenas, como un bajel<br />

de plata sobre la superficie de un lago azul.<br />

Y vio el sol volteando encendido sobre ejes<br />

de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en


su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes<br />

entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan<br />

al Criador himnos de alegría.<br />

Vio los hilos de luz imperceptibles que atan<br />

los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado<br />

como un puente colosal sobre el abismo que separa<br />

al primer cielo del segundo.<br />

V<br />

Por una escala misteriosa vio bajar las almas<br />

a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas. Cada<br />

una de aquellas almas inocentes iba acompañada<br />

de un arcángel purísimo que le cubría con la<br />

sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban<br />

en silencio y con lágrimas en los ojos; los que<br />

no, subían cantando como suben las alondras en<br />

las mañanas de Abril.<br />

Después, las tinieblas rosadas y azules que<br />

flotaban en el espacio como cortinas de gasa transparente,<br />

se rasgaron como el día de gloria se rasga<br />

en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso<br />

de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador<br />

y magnífico.<br />

VI


Allí estaban los santos profetas que habréis<br />

visto groseramente esculpidos en las portadas de<br />

piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas,<br />

que intenta en vano copiar de sus sueños<br />

el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí<br />

los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras<br />

y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los<br />

altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de<br />

luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y<br />

hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora<br />

de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles,<br />

el amparo de los pecadores y el consuelo de<br />

los afligidos.<br />

VII<br />

Más allá el paraíso de los justos, más allá el<br />

trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo de<br />

Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor<br />

se apoderó de su alma. La eterna soledad; el<br />

eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen<br />

al misterioso santuario del Señor. De cuando<br />

en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío<br />

como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos<br />

de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos,<br />

ráfagas semejantes a las que anunciaban a los<br />

profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin


llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo,<br />

que pudiera compararse al zumbido lejano de<br />

un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del<br />

otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.<br />

VIII<br />

Atravesaba esa fantástica región adonde<br />

van todos los acentos de la tierra, los sonidos que<br />

decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos<br />

que se pierden en el aire, los lamentos que<br />

creemos que nadie oye.<br />

Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias<br />

de los niños, las oraciones de las vírgenes,<br />

los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones<br />

de los humildes, las castas palabras de los limpios<br />

de corazón, las resignadas quejas de los que padecen,<br />

los ayes de los que sufren y los himnos de los<br />

que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces,<br />

que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su<br />

santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la<br />

suya.<br />

IX<br />

Más allá hirieron sus oídos con un estrépito<br />

discordante mil y mil acentos ásperos y roncos,<br />

blasfemias, gritos de venganzas, cantares de org-


ías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación,<br />

amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos<br />

de la impiedad.<br />

Teobaldo atravesó el segundo círculo con la<br />

rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde<br />

de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante<br />

y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces<br />

en medio de aquel concierto infernal.<br />

-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -<br />

decían aún su acento agitándose en aquel océano<br />

de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.<br />

X<br />

Dejó atrás aquellas regiones y atravesó<br />

otras inmensidades llenas de visiones terribles, que<br />

ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y<br />

llegó al cabo al último círculo de la espiral de los<br />

cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto<br />

el rostro con las triples alas y prosternados a sus<br />

pies.<br />

Él quiso mirarlo.<br />

Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar<br />

de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó<br />

en sus oídos, y, arrancado del corcel y lan-


zado al vacío como la piedra candente que arroja un<br />

volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego,<br />

abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde<br />

cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo<br />

con un soplo de sus labios.<br />

I<br />

La noche había cerrado y el viento gemía<br />

agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas<br />

frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de<br />

luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el<br />

codo y restregándose los ojos como si despertara<br />

de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada<br />

y se encontró en el mismo bosque donde hirió al<br />

jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron<br />

aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado<br />

a unas regiones desconocidas y misteriosas.<br />

Un silencio de muerte reinaba en su alrededor;<br />

un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido<br />

de los ciervos, el temeroso murmullo de las<br />

hojas y el eco de una campana distante que de vez<br />

en cuando traía el viento en sus ráfagas.<br />

-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su<br />

camino a través del bosque, y salió al fin a la llanura.


II<br />

En lontananza, y sobre las rocas de Montagut,<br />

vio destacarse la negra silueta de su castillo<br />

sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la<br />

noche. -Mi castillo está lejos y estoy cansado -<br />

murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se<br />

dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? -<br />

le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió,<br />

y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra. -¿Quién<br />

sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -<br />

Vuestro señor -insistió el caballero, sorprendido de<br />

que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. -<br />

¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora,<br />

que no era una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el<br />

del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no<br />

vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas<br />

para decirles chanzonetas insulsas.<br />

III<br />

Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la<br />

aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó<br />

cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado,<br />

con los sillares de las derruidas almenas; el<br />

puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de<br />

sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por<br />

la acción de los años; en la torre del homenaje tañía


lentamente una campana; frente al arco principal de<br />

la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba<br />

una cruz; en los muros no se veía un solo soldado;<br />

y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba<br />

como un murmullo lejano, un himno religioso,<br />

grave, solemne y magnífico.<br />

-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía<br />

Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto<br />

a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-.<br />

¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del<br />

arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que<br />

domino, el señorío de Fortcastell...<br />

En aquel instante las pesadas hojas de la<br />

puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su<br />

dintel un religioso.<br />

IV<br />

-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó<br />

Teobaldo al monje.<br />

-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor<br />

de Dios, religioso del monasterio del Montagut.<br />

-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no<br />

es un señorío?


-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho<br />

tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo<br />

llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese<br />

en el feudo, los condes soberanos hicieron<br />

donación de estas tierras a los religiosos de nuestra<br />

regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a<br />

ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?<br />

-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell,<br />

después de un largo rato de silencio-; yo soy... un<br />

miserable pecador que arrepentido de sus faltas,<br />

viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que<br />

lo admita en el seno de su religión.


La promesa<br />

I<br />

Margarita lloraba con el rostro oculto entre<br />

las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían<br />

silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose<br />

por entre sus dedos para caer en la tierra<br />

hacia la que había doblado su frente.<br />

Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba<br />

de cuando en cuando los ojos para mirarla,<br />

y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su<br />

vez un silencio profundo.<br />

Y todo callaba alrededor y parecía respetar<br />

su pena. Los rumores del campo se apagaban; el<br />

viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban<br />

a envolver los espesos árboles del soto.<br />

Así transcurrieron algunos minutos, durante<br />

los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el<br />

sol había dejado al morir en el horizonte; la luna<br />

comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo<br />

violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras<br />

fueron apareciendo las mayores estrellas.


Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso,<br />

exclamando con voz sorda y entrecortada y<br />

como si hablase consigo mismo:<br />

-¡Es imposible... imposible!<br />

Después, acercándose a la desconsolada<br />

niña y tomando una de sus manos, prosiguió con<br />

acento más cariñoso y suave:<br />

-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no<br />

ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo<br />

tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber.<br />

Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana<br />

de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don<br />

Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los<br />

infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano<br />

oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto<br />

soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he<br />

dormido bajo su techo, me he calentado en su<br />

hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le<br />

abandono, mañana sus hombres de armas, al salir<br />

en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán<br />

maravillados de no verme: -¿Dónde está el<br />

escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor<br />

callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones<br />

dirán en son de mofa: -El escudero del conde no es<br />

más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.


Al llegar a este punto, Margarita levantó sus<br />

ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su<br />

amante, y removió los labios como para dirigirle la<br />

palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.<br />

Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo,<br />

prosiguió así:<br />

-No llores, por Dios, Margarita; no llores,<br />

porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme<br />

de ti; mas yo volveré después de haber conseguido<br />

un poco de gloria para mi nombre oscuro...<br />

El cielo nos ayudará en la santa empresa;<br />

conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos<br />

en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores.<br />

Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a<br />

habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen<br />

que hasta el cielo es más limpio y más azul que el<br />

de Castilla.<br />

Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra<br />

solemnemente empeñada el día en que puse en<br />

tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.<br />

-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando<br />

su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve,<br />

ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras,<br />

se arrojó por última vez en brazos de su


amante. Después añadió con acento más sordo y<br />

conmovido:- Ve a mantener tu honra pero vuelve...,<br />

vuelve a traerme la mía.<br />

Pedro besó la frente de Margarita, desató<br />

su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles<br />

del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.<br />

Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta<br />

que su sombra se confundió entre la niebla de la<br />

noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió<br />

lentamente al lugar, donde la aguardaban sus hermanos.<br />

-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de<br />

ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara con<br />

todos los vecinos del pueblo para ver al conde que<br />

se marcha a Andalucía.<br />

-A mí más me entristece que me alegra ver<br />

irse a los que acaso no han de volver -respondió<br />

Margarita con un suspiro.<br />

-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has<br />

de venir con nosotros y has de venir compuesta y<br />

alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que<br />

tienes amores en el castillo y que tus amores se van<br />

a la guerra.


II<br />

Apenas rayaba en el cielo la primera luz del<br />

alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de<br />

Gómara la aguda trompetería de los soldados del<br />

conde, y los campesinos que llegaban en numerosos<br />

grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse<br />

al viento el pendón señorial en la torre más<br />

alta de la fortaleza.<br />

Unos sentados al borde de los fosos, otros<br />

subidos en las copas de los árboles, éstos vagando<br />

por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de<br />

las colinas, los de más allá formando un cordón a lo<br />

largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que<br />

los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que<br />

algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió<br />

a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron<br />

las cadenas del puente, que cayó con pausa<br />

sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras<br />

se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes<br />

las pesadas puertas del arco que conducía al<br />

patio de armas.<br />

La multitud corrió a agolparse en los ribazos<br />

del camino para ver más a su sabor las brillantes<br />

armaduras y los lujosos arreos del séquito del con-


de de Gómara, célebre en toda la comarca por su<br />

esplendidez y sus riquezas.<br />

Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose<br />

de trecho en trecho, pregonaban en voz<br />

alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a<br />

sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo<br />

a las villas y lugares libres para que diesen paso y<br />

ayuda a sus huestes.<br />

A los farautes siguieron los heraldos de corte,<br />

ufanos con sus casullas de seda, sus escudos<br />

bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos<br />

de plumas vistosas.<br />

Después vino el escudero mayor de la casa,<br />

armado de punta en blanco, caballero sobre un<br />

potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de<br />

rico-hombre con sus motes y sus calderas, y al estribo<br />

izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío,<br />

vestido de negro y rojo.<br />

Precedían al escudero mayor hasta una<br />

veintena de aquellos famosos trompeteros de la<br />

tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros<br />

reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.<br />

Cuando dejó de herir el viento el agudo<br />

clamor de la formidable trompetería, comenzó a


oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran<br />

los peones de la mesnada, armados de largas picas<br />

y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos<br />

no tardaron en aparecer los aparejadores de las<br />

máquinas, con sus herramientas y sus torres de<br />

palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda<br />

del servicio de las acémilas.<br />

Luego, envueltos en la nube de polvo que<br />

levantaba el casco de sus caballos, y lanzando<br />

chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los<br />

hombres de armas del castillo formados en gruesos<br />

pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de<br />

lanzas.<br />

Por último, precedido de los timbaleros, que<br />

montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos,<br />

rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes<br />

de seda y oro, y seguido de los escuderos de su<br />

casa, apareció el conde.<br />

Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso<br />

para saludarle, y entre la confusa vocería se<br />

ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento<br />

cayó desmayada y como herida de un rayo en los<br />

brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla.<br />

Era Margarita, Margarita que había conocido<br />

a su misterioso amante en el muy alto y muy temido


señor conde de Gómara, uno de los más nobles y<br />

poderosos feudatarios de la corona de Castilla.<br />

III<br />

El ejército de Don Fernando, después de<br />

salir de Córdoba, había venido por sus jornadas<br />

hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija,<br />

Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una<br />

vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a<br />

la vista de la ciudad de los infieles.<br />

El conde de Gómara estaba en la tienda<br />

sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido,<br />

terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura<br />

del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa<br />

vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo,<br />

no ve nada de cuanto hay a su alrededor.<br />

A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo<br />

de los escuderos de su casa, el único que en<br />

aquellas horas de negra melancolía hubiera osado<br />

interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión<br />

de su cólera. -¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué<br />

mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y<br />

triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando<br />

todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del<br />

día, os oigo suspirar angustiado; y si corro a vuestro


lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os<br />

atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se<br />

desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es<br />

un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi<br />

memoria como en un sepulcro.<br />

El conde parecía no oír al escudero; no obstante,<br />

después de un largo espacio, y como si las<br />

palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en<br />

llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco<br />

a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí<br />

cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:<br />

-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome<br />

juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado<br />

por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me<br />

sucede.<br />

Yo debo de hallarme bajo la influencia de<br />

alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben<br />

de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.<br />

¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro<br />

con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana?<br />

Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto<br />

de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate,<br />

mi caballo herido y ciego de furor se precipitó


hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en<br />

balde por contenerle; las riendas se habían escapado<br />

de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome<br />

a una muerte segura.<br />

Ya los moros, cerrando sus escuadrones,<br />

apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas<br />

para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba<br />

en mis oídos: el caballo estaba a algunos pies de<br />

distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos,<br />

cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una<br />

mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una<br />

fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección a las<br />

filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.<br />

En vano pregunté a unos y otros por mi salvador;<br />

nadie le conocía, nadie le había visto.<br />

-Cuando volabais a estrellaros en la muralla<br />

de picas -me dijeron-, ibais solo, completamente<br />

solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo<br />

que ya el corcel no obedecía al jinete.<br />

-Aquella noche entré preocupado en mi<br />

tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación<br />

el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme<br />

al lecho, torné a ver la misma mano, una mano<br />

hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió


las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas.<br />

Desde entonces, a todas horas, en todas partes,<br />

estoy viendo esa mano misteriosa que previene<br />

mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he<br />

visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre<br />

sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a<br />

herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba<br />

ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto,<br />

escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla<br />

delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en<br />

la tienda, en el combate, de día, de noche.... ahora<br />

mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en<br />

mis hombros.<br />

Al pronunciar estas últimas palabras, el<br />

conde se puso de pie y dio algunos pasos como<br />

fuera de sí y embargado de un terror profundo.<br />

El escudero se enjugó una lágrima que corría<br />

por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no<br />

insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se<br />

limitó a decirle con voz profundamente conmovida:<br />

-Venid..., salgamos un momento de la tienda;<br />

acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras<br />

sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el<br />

que yo no hallo palabras de consuelo.


IV<br />

El real de los cristianos se extendía por todo<br />

el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen<br />

izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose<br />

sobre el luminoso horizonte, se alzaban<br />

los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas<br />

y fuertes. Por encima de la corona de almenas<br />

rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca<br />

ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje<br />

lucían los miradores blancos como la nieve, los<br />

minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya,<br />

sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz,<br />

heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro,<br />

que desde el campo de los cristianos parecían cuatro<br />

llamas.<br />

La empresa de Don Fernando, una de las<br />

más heroicas y atrevidas de aquella época, había<br />

traído a su alrededor a los más célebres guerreros<br />

de los diferentes reinos de la Península, no faltando<br />

algunos que de países extraños y distantes vinieran<br />

también; llamados por la fama, a unir sus esfuerzos<br />

a los del santo rey.<br />

Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse,<br />

pues, tiendas de campaña de todas formas y colores,<br />

sobre el remate de las cuales ondeaban al vien-


to distintas enseñas con escudos partidos, astros,<br />

grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras<br />

cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban<br />

el nombre y la calidad de sus dueños. Por<br />

entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban<br />

en todas direcciones multitud de soldados que<br />

hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al<br />

uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban<br />

un extraño y pintoresco contraste.<br />

Aquí descansaban algunos señores de las<br />

fatigas del combate sentados en escaños de alerce<br />

a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en<br />

tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas<br />

de metal; allí algunos peones aprovechaban un<br />

momento de ocio para aderezar y componer sus<br />

armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían<br />

de saetas un blanco los más expertos ballesteros de<br />

la hueste entre las aclamaciones de la multitud,<br />

pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores,<br />

el clamor de las trompetas, las voces de los<br />

mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra<br />

el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían<br />

a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas,<br />

y los gritos de los farautes que publicaban<br />

las ordenanzas de los maestres de campo, llenando<br />

los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a


aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y<br />

una animación imposibles de pintar con palabras.<br />

El conde de Gómara, acompañado de su<br />

fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos<br />

sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste,<br />

como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase<br />

a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente,<br />

a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se<br />

agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha<br />

sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado<br />

por una voluntad ajena a la suya.<br />

Próximo a la tienda del rey y en medio de<br />

un corro de soldados, pajecillos y gente menuda<br />

que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose<br />

a comprarle algunas de las baratijas que<br />

anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios,<br />

había un extraño personaje, mitad romero, mitad<br />

juglar, que ora recitando una especie de letanía en<br />

latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería,<br />

mezclaba en su interminable relación chistes<br />

capaces de poner colorado a un ballestero con<br />

oraciones devotas, historias de amores picarescos<br />

con leyendas de santos. En las inmensas alforjas<br />

que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos<br />

y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas


en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras<br />

que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el<br />

rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas<br />

para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas;<br />

bálsamos maravillosos para pegar a hombres<br />

partidos por la mitad; Evangelios cosidos en<br />

bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de<br />

todas las mujeres; reliquias de los santos patronos<br />

de todos los lugares de España: joyuelas, cadenillas,<br />

cinturones, medallas y otras muchas baratijas<br />

de alquimia de vidrio y de plomo.<br />

Cuando el conde llegó cerca del grupo que<br />

formaban el romero y sus admiradores, comenzaba<br />

éste a templar una especie de bandolín o guzla<br />

árabe con que se acompaña en la relación de sus<br />

romances. Después que hubo estirado bien las<br />

cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras<br />

su acompañante daba la vuelta al corro sacando<br />

los últimos cornados de la flaca escarcela de los<br />

oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa<br />

y con un aire monótono y plañidero un romance<br />

que siempre terminaba con el mismo estribillo.<br />

El conde se acercó al grupo y prestó atención.<br />

Por una coincidencia, al parecer extraña, el<br />

título de aquella historia respondía en un todo a los


lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo.<br />

Según había anunciado el cantor antes de comenzar,<br />

el romance se titulaba el Romance de la mano<br />

muerta.<br />

Al oír el escudero tan extraño anuncio,<br />

pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el<br />

conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció<br />

inmóvil, escuchando esta cantiga:<br />

I<br />

La niña tiene un amante<br />

que escudero se decía;<br />

el escudero le anuncia<br />

que a la guerra se partía.<br />

-Te vas y acaso no tornes.<br />

-Tornaré por vida mía.<br />

Mientras el amante jura,<br />

diz que el viento repetía:<br />

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />

II


El conde con la mesnada<br />

de su castillo salía:<br />

ella, que le ha conocido,<br />

con gran aflicción gemía:<br />

-¡Ay de mí, que se va el conde<br />

y se lleva la honra mía!<br />

Mientras la cuitada llora,<br />

diz que el viento repetía:<br />

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />

III<br />

Su hermano, que estaba allí,<br />

éstas palabras oía:<br />

-Nos has deshonrado, dice.<br />

-Me juró que tornaría.<br />

-No te encontrará, si torna,<br />

donde encontrarte solía.<br />

Mientras la infelice muere,


diz que el viento repetía:<br />

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />

IV<br />

Muerta la llevan al soto,<br />

la han enterrado en la umbría;<br />

por más tierra que la echaban,<br />

la mano no se cubría:<br />

la mano donde un anillo<br />

que le dio el conde tenía.<br />

De noche, sobre la tumba,<br />

diz que el viento repetía:<br />

¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />

Apenas el cantor había terminado la última<br />

estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que<br />

se apartaban con respeto al reconocerle, el conde<br />

llegó adonde se encontraba el romero, y cogiéndole<br />

con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:


-¿De qué tierra eres?<br />

-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.<br />

-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A<br />

quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a<br />

exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de<br />

emoción más profunda.<br />

-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en<br />

los del conde con una fijeza imperturbable-, esta<br />

cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del<br />

campo de Gómara y se refiere a una desdichada<br />

cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios<br />

de Dios han permitido que al enterrarla quedase<br />

siempre fuera de la sepultura la mano en que su<br />

amante le puso un anillo al hacerle una promesa.<br />

Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.<br />

V<br />

En un lugarejo miserable y que se encuentra<br />

a un lado del camino que conduce a Gómara, he<br />

visto no hace mucho el sitio en donde se asegura<br />

tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del<br />

conde.


Después que éste, arrodillado sobre la<br />

humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita,<br />

y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo<br />

la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y<br />

la mano muerta se hundió para siempre.<br />

Al pie de unos árboles añosos y corpulentos<br />

hay un pedacito de prado, que al llegar la primavera<br />

se cubre espontáneamente de flores.<br />

La gente del país dice que allí está enterrada<br />

Margarita.


El beso<br />

I<br />

Cuando una parte del ejército francés se<br />

apoderó a principios de este siglo de la histórica<br />

Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que<br />

se exponían en las poblaciones españolas diseminándose<br />

en alojamientos separados, comenzaron<br />

por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores<br />

edificios de la ciudad.<br />

Después de ocupado el suntuoso alcázar de<br />

Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y<br />

cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron<br />

a invadir el asilo de las comunidades religiosas,<br />

acabando a la postre por transformar en cuadras<br />

hasta las iglesias consagradas al culto. En esta<br />

conformidad se encontraban las cosas en la población<br />

donde tuvo lugar el suceso que voy a referir,<br />

cuando una noche, ya a hora bastante avanzada,<br />

envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo<br />

las estrechas y solitarias calles que<br />

conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con<br />

el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los<br />

cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los<br />

pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien<br />

dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos,


de que todavía nos hablan con admiración nuestras<br />

abuelas.<br />

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven,<br />

el cual iba como a distancia de unos treinta pasos<br />

de su gente hablando a media voz con otro, también<br />

militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste,<br />

que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando<br />

en la mano un farolillo, parecía seguirle de<br />

guía por entre aquel laberinto de calles oscuras,<br />

enmarañadas y revueltas.<br />

-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-,<br />

que si el alojamiento que se nos prepara es<br />

tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible<br />

arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.<br />

-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el<br />

guía, que efectivamente era un sargento aposentador-;<br />

en el alcázar no cabe ya un grano de trigo,<br />

cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes<br />

no digamos, porque hay celda de fraile en la que<br />

duermen quince húsares. El convento adonde voy a<br />

conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres<br />

o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una<br />

de las columnas volantes que recorren la provincia,<br />

y gracias que hemos podido conseguir que se<br />

amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.


-En fin -exclamó el oficial después de un<br />

corto silencio y como resignándose con el extraño<br />

alojamiento que la casualidad le deparaba-, más<br />

vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si<br />

llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes,<br />

estamos a cubierto, y algo es algo.<br />

Interrumpida la conversación en este punto,<br />

los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio<br />

el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en<br />

cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento<br />

con su torre morisca, su campanario de espadaña,<br />

su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales<br />

y oscuras.<br />

-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el<br />

aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán,<br />

que, después que hubo mandado hacer alto a la<br />

tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos<br />

del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.<br />

Como quiera que la iglesia del convento estaba<br />

completamente desmantelada, los soldados<br />

que ocupaban el resto del edificio habían creído que<br />

las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un<br />

tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas


pedazo a pedazo para hacer hogueras con que<br />

calentarse por las noches.<br />

Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer<br />

llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el<br />

interior del templo.<br />

A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se<br />

perdía entre las espesas sombras de las naves y<br />

dibujaba con gigantescas proporciones sobre el<br />

muro la fantástica sombra del sargento aposentador<br />

que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba<br />

abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas<br />

capillas, hasta que una vez hecho cargo del local,<br />

mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y<br />

caballos revueltos, fue acomodándola como mejor<br />

pudo.<br />

Según dejamos dicho, la iglesia estaba<br />

completamente desmantelada, en el altar mayor<br />

pendían aún de las altas cornisas los rotos girones<br />

del velo con que lo habían cubierto los religiosos al<br />

abandonar aquel recinto; diseminados por las naves<br />

veíanse algunos retablos adosados al muro, sin<br />

imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban<br />

con un ribete de luz los extraños perfiles de la<br />

oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado<br />

en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas


sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas<br />

inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de<br />

las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se<br />

destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes<br />

a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas<br />

de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre<br />

el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos<br />

habitantes del ruinoso edificio.<br />

A cualquiera otro menos molido que el oficial<br />

de dragones; el cual traía una jornada de catorce<br />

leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a<br />

ver estos sacrilegios como la cosa más natural del<br />

mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación<br />

para no pegar los ojos en toda la noche en<br />

aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias<br />

de los soldados que se quejaban en alta voz<br />

del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus<br />

espuelas que resonaban sobre las anchas losas<br />

sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos<br />

que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo<br />

sonar las cadenas con que estaban sujetos a los<br />

pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que<br />

se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía<br />

cada vez más confuso, repetido de eco en<br />

eco en sus altas bóvedas.


Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba<br />

ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida<br />

de campaña, que apenas hubo acomodado a su<br />

gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la<br />

grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor<br />

pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón,<br />

a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad<br />

que el mismo rey José en su palacio de Madrid.<br />

Los soldados, haciéndose almohadas de las<br />

monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue<br />

apagándose el murmullo de sus voces.<br />

A la media hora sólo se oían los ahogados<br />

gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras<br />

de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear<br />

de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el<br />

dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el<br />

alternado rumor de los pasos del vigilante que se<br />

paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su<br />

capote a lo largo del pórtico.<br />

II<br />

En la época a que se remonta la relación de<br />

esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo<br />

mismo que al presente, para los que no sabían


apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros,<br />

la ciudad de Toledo no era más que un poblachón<br />

destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.<br />

Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar<br />

por los actos de vandalismo con que dejaron en<br />

ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de<br />

todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no<br />

hay para que decir que se fastidiaban soberanamente<br />

en la vetusta ciudad de los Césares.<br />

En esta situación de ánimo, la más insignificante<br />

novedad que viniese a romper la monótona<br />

quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida<br />

con avidez entre los ociosos: así es que la<br />

promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas;<br />

la noticia del movimiento estratégico de una<br />

columna volante, la salida de un correo de gabinete<br />

o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad,<br />

convertíanse en tema fecundo de conversación y<br />

objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto<br />

que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de<br />

base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.<br />

Como era de esperar, entre los oficiales<br />

que; según tenían de costumbre, acudieron al día<br />

siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el<br />

Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la


llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el<br />

anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando<br />

de las fatigas de su viaje. Cerca de una<br />

hora hacía que la conversación giraba alrededor de<br />

este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de<br />

diversos modos la ausencia del recién venido, a<br />

quien uno de los presentes, antiguo compañero<br />

suyo de colegio, había citado para el Zocodover,<br />

cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció<br />

al fin nuestro bizarro capitán despojado de su<br />

ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco<br />

de metal con penacho de plumas blancas, una casaca<br />

azul turquí con vueltas rojas y un magnífico<br />

mandoble con vaina de acero, que resonaba<br />

arrastrándose al compás de sus marciales pasos y<br />

del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.<br />

Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro<br />

para saludarle, y con él se adelantaron casi<br />

todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo,<br />

en quienes habían despertado la curiosidad y la<br />

gana de conocerle los pormenores que ya habían<br />

oído referir acerca de su carácter original y extraño.<br />

Después de los estrechos abrazos de costumbre<br />

y de las exclamaciones, plácemes y preguntas<br />

de rigor en estas entrevistas; después de hablar


largo y tendido sobre las novedades que andaban<br />

por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes<br />

muertos o ausentes rodando de uno en otro<br />

asunto la conversación, vino a parar al tema obligado,<br />

esto es, las penalidades del servicio, la falta de<br />

distracciones de la ciudad y el inconveniente de los<br />

alojamientos.<br />

Al llegar a este punto, uno de los de la reunión<br />

que, por lo visto, tenía noticias del mal talante<br />

con que el joven oficial se había resignado a acomodar<br />

su gente en la abandonada iglesia, le dijo<br />

con aire de zumba:<br />

-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se<br />

ha pasado la noche en el que ocupáis?<br />

-Ha habido de todo -contestó el interpelado-<br />

; pues si bien es verdad que no he dormido gran<br />

cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la<br />

velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es<br />

seguramente el peor de los males.<br />

-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como<br />

admirándose de la buena fortuna del recién venido;<br />

eso es lo que se llama llegar y besar el santo.


-Será tal vez algún antiguo amor de la corte<br />

que le sigue a Toledo para hacerle más soportable<br />

el ostracismo -añadió otro de los del grupo.<br />

-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada<br />

menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la<br />

conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en<br />

tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama<br />

una verdadera aventura.<br />

-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro<br />

los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste<br />

se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor<br />

atención a sus palabras mientras él comenzó la<br />

historia en estos términos:<br />

-Dormía esta noche pasada como duerme<br />

un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de<br />

camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño<br />

me hizo despertar sobresaltado e incorporarme<br />

sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo<br />

tal, que me ensordeció un instante para dejarme<br />

después los oídos zumbando cerca de un minuto,<br />

como si un moscardón me cantase a la oreja.<br />

Como os habréis figurado, la causa de mi<br />

susto era el primer golpe que oía de esa endiablada<br />

campana gorda, especie de sochantre de bronce,


que los canónigos de Toledo han colgado en su<br />

catedral con el laudable propósito de matar a disgustos<br />

a los necesitados de reposo.<br />

Renegando entre dientes de la campana y<br />

del campanero que la toca, disponíame, una vez<br />

apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger<br />

nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando<br />

vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis<br />

ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la<br />

luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez<br />

del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada<br />

junto al altar.<br />

Los oficiales se miraron entre sí con expresión<br />

entre asombrada e incrédula; el capitán sin<br />

atender al efecto que su narración producía, continuó<br />

de este modo:<br />

-No podéis figuraros nada semejante, aquella<br />

nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente<br />

en la penumbra de la capilla, como esas<br />

vírgenes pintadas en los vidrios de colores que<br />

habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas<br />

y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.


Su rostro ovalado, en donde se veía impreso<br />

el sello de una leve y espiritual demacración, sus<br />

armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica<br />

dulzura, su intensa palidez, las purísimas<br />

líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado<br />

y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria<br />

esas mujeres que yo soñaba cuando casi era<br />

un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico<br />

objeto del vago amor de la adolescencia!<br />

Yo me creía juguete de una alucinación, y<br />

sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar,<br />

temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.<br />

Ella permanecía inmóvil.<br />

Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa<br />

que no era una criatura terrenal, sino un espíritu<br />

que, revistiendo por un instante la forma humana,<br />

había descendido en el rayo de la luna, dejando en<br />

el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el<br />

alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del<br />

opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de<br />

aquel recinto lóbrego y misterioso.<br />

-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada<br />

de colegio, que comenzando por echar a broma<br />

la historia, había concluido interesándose con su<br />

relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le


dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel<br />

sitio?<br />

-No me determiné a hablarle, porque estaba<br />

seguro de que no había de contestarme, ni verme,<br />

ni oírme.<br />

-¿Era sorda?<br />

-¿Era ciega?<br />

-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres<br />

o cuatro de los que escuchaban la relación.<br />

-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán<br />

después de un momento de pausa-, porque<br />

era... de mármol.<br />

Al oír el estupendo desenlace de tan extraña<br />

aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron<br />

en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos<br />

dijo al narrador de la peregrina historia, que era el<br />

único que permanecía callado y en una grave actitud:<br />

-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese<br />

género, tengo yo más de un millar, un verdadero<br />

serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que<br />

desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a


lo que parece, tanto os da de una mujer de carne<br />

como de piedra.<br />

-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse<br />

en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-:<br />

estoy seguro de que no pueden ser como<br />

la mía. La mía es una verdadera dama castellana<br />

que por un milagro de la escultura parece que no la<br />

han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece<br />

en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que<br />

lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán<br />

suplicante, sumergida en un éxtasis de místico<br />

amor.<br />

-De tal modo te explicas, que acabarás por<br />

probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.<br />

-Por mi parte, puedo deciros que siempre la<br />

creí una locura; mas desde anoche comienzo a<br />

comprender la pasión del escultor griego.<br />

-Dadas las especiales condiciones de tu<br />

nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en<br />

presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo<br />

hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te<br />

pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!,<br />

¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta<br />

celoso.


-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso...<br />

de los hombres, no...; mas ved, sin embargo,<br />

hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen<br />

de esa mujer, también de mármol, grave y al<br />

parecer con vida como ella, hay un guerrero... su<br />

marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo,<br />

aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera<br />

temido que me tratasen de loco, creo que ya lo<br />

habría hecho cien veces pedazos.<br />

Una nueva y aún más ruidosa carcajada de<br />

los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico<br />

enamorado de la dama de piedra.<br />

-Nada, nada; es preciso que la veamos -<br />

decían los unos.<br />

-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde<br />

a tan alta pasión -añadían los otros.<br />

-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en<br />

la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.<br />

-Cuando mejor os parezca: esta misma noche<br />

si queréis -respondió el joven capitán, recobrando<br />

su habitual sonrisa, disipada un instante por<br />

aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los<br />

bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas<br />

de Champagne, verdadero Champagne, restos


de un regalo hecho a nuestro general de brigada,<br />

que, como sabéis, es algo pariente.<br />

-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a<br />

una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.<br />

-¡Se beberá vino del país!<br />

-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!<br />

-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la<br />

dama del anfitrión.<br />

-Conque... ¡hasta la noche!<br />

¡Hasta la noche!<br />

III<br />

Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes<br />

de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo<br />

las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la<br />

campana gorda de la catedral anunciaba la hora de<br />

la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en<br />

cuartel, se oía el último toque de silencio de los<br />

clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a<br />

poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron<br />

el camino que conduce desde aquel punto al<br />

convento en que se alojaba el capitán, animados<br />

más con la esperanza de apurar las prometidas


otellas, que con el deseo de conocer la maravillosa<br />

escultura.<br />

La noche había cerrado sombría y amenazadora;<br />

el cielo estaba cubierto de nubes de color<br />

de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las<br />

estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda<br />

luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un<br />

chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.<br />

Apenas los oficiales dieron vista a la plaza<br />

en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo<br />

amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió<br />

a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras<br />

a media voz, todos penetraron juntos en la<br />

iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad<br />

de una linterna luchaba trabajosamente con las<br />

oscuras y espesísimas sombras.<br />

-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados<br />

tendiendo a su alrededor la vista-, que el<br />

local es de los menos a propósito del mundo para<br />

una fiesta.<br />

-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer<br />

a una dama, y apenas si con mucha dificultad se<br />

ven los dedos de la mano.


-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece<br />

sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero<br />

arrebujándose en el capote.<br />

-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-;<br />

calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho!<br />

-prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-:<br />

busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos<br />

una buena fogata en la capilla mayor.<br />

El asistente, obedeciendo las órdenes de su<br />

capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería<br />

del coro, y después que hubo reunido una gran<br />

cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas<br />

del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a<br />

hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados<br />

de riquísimas labores, entre los que se veían,<br />

por aquí, parte de una columnilla salomónica; por<br />

allá, la imagen de un santo abad, el torso de una<br />

mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado<br />

entre hojarascas.<br />

A los pocos minutos, una gran claridad que<br />

de improviso se derramó por todo el ámbito de la<br />

iglesia anunció a los oficiales que había llegado la<br />

hora de comenzar el festín.


El capitán, que hacía los honores de su alojamiento<br />

con la misma ceremonia que hubiera<br />

hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los<br />

convidados:<br />

Si gustáis, pasaremos al buffet.<br />

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad,<br />

respondieron a la invitación con un cómico<br />

saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos<br />

del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata<br />

se detuvo un instante, y extendiendo la mano<br />

en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo<br />

con la finura más exquisita.<br />

-Tengo el placer de presentaros a la dama<br />

de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo<br />

en que no he exagerado su belleza.<br />

Los oficiales volvieron los ojos al punto que<br />

les señalaba su amigo, y una exclamación de<br />

asombro se escapó involuntariamente de todos los<br />

labios.<br />

En el fondo de un arco sepulcral revestido<br />

de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio,<br />

con las manos juntas y la cara vuelta<br />

hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una<br />

mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos


de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía<br />

más soberanamente hermosa.<br />

-En verdad que es un ángel -exclamó uno<br />

de ellos.<br />

-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.<br />

-No hay duda que, aunque no sea más que<br />

la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre,<br />

es lo suficiente para no pegar los ojos en toda<br />

la noche.<br />

-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron<br />

algunos de los que contemplaban la estatua al capitán,<br />

que sonreía satisfecho de su triunfo.<br />

-Recordando un poco del latín que en mi niñez<br />

supe, he conseguido a duras penas, descifrar la<br />

inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y,<br />

a lo que he podido colegir, pertenece a un título de<br />

Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con<br />

el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su<br />

esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de<br />

Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al<br />

original, debió ser la mujer más notable de su siglo.<br />

Después de estas breves explicaciones, los<br />

convidados, que no perdían de vista el principal


objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas<br />

de las botellas y, sentándose alrededor de la<br />

lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.<br />

A medida que las libaciones se hacían más<br />

numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso<br />

Champagne comenzaba a trastornar las cabezas,<br />

crecían la animación, el ruido y la algazara de los<br />

jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes<br />

de granito adosados a los pilares los cascos de las<br />

botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz<br />

canciones báquicas y escandalosas, mientras los de<br />

más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas<br />

en señal de aplauso o disputaban entre sí con<br />

blasfemias y juramentos.<br />

El capitán bebía en silencio como un desesperado<br />

y sin apartar los ojos de la estatua de<br />

doña Elvira.<br />

Iluminada por el rojizo resplandor de la<br />

hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez<br />

había puesto delante de su vista, parecíale<br />

que la marmórea imagen se transformaba a veces<br />

en una mujer real, parecíale que entreabría los labios<br />

como murmurando una oración; que se alzaba<br />

su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba<br />

las manos con más fuerza que sus mejillas se colo-


eaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel<br />

sacrílego y repugnante espectáculo.<br />

Los oficiales, que advirtieron la taciturna<br />

tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en<br />

que se encontraba sumergido y, presentándole una<br />

copa, exclamaron en coro:<br />

-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que<br />

no lo ha hecho en toda la noche!<br />

El joven tomó la copa y, poniéndose de pie<br />

y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua<br />

del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:<br />

-¡Brindo por el emperador, y brindo por la<br />

fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos<br />

podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle<br />

su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!<br />

Los militares acogieron el brindis con una<br />

salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio<br />

algunos pasos hacia el sepulcro.<br />

-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la<br />

estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida<br />

propia de la embriaguez-, no creas que te tengo<br />

rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contra-


io, te admiro como un marido paciente, ejemplo de<br />

longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero<br />

también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de<br />

soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir<br />

de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!<br />

Y esto diciendo llevose la copa a los labios,<br />

y después de humedecérselos con el licor que contenía,<br />

le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en<br />

una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino<br />

sobre la tumba goteando de las barbas de piedra<br />

del inmóvil guerrero.<br />

-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de<br />

sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo<br />

que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente<br />

de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que<br />

aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de<br />

Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron<br />

mano una noche a sus espadas de granito, y<br />

dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles<br />

bigotes con carbón.<br />

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas<br />

esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer<br />

caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma<br />

idea:


-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no<br />

saber que se tragaba al menos el que le cayese en<br />

la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros,<br />

que esas estatuas son un pedazo de mármol tan<br />

inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la<br />

cantera. Indudablemente el artista, que es casi un<br />

dios, da a su obra un soplo de vida que no logra<br />

hacer que ande y se mueva, pero que le infunde<br />

una vida incomprensible y extraña; vida que yo no<br />

me explico bien, pero que la siento, sobre todo<br />

cuando bebo un poco.<br />

-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-,<br />

bebe y prosigue.<br />

El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen<br />

de doña Elvira, prosiguió con una exaltación<br />

creciente:<br />

-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes<br />

rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?...<br />

¿No parece que por debajo de esa ligera<br />

epidermis azulada y suave de alabastro circula un<br />

fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?...<br />

¿Queréis más realidad?...


-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que<br />

le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y<br />

hueso.<br />

-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!...<br />

-exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía<br />

arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este<br />

fuego que corre por las venas hirviente como la lava<br />

de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y<br />

trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas.<br />

Entonces el beso de esas mujeres materiales me<br />

quemaba como un hierro candente, y las apartaba<br />

de mí con disgusto, con horror, hasta con asco;<br />

porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo<br />

de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo<br />

y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve<br />

coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer<br />

blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra<br />

que parece incitarme con su fantástica hermosura,<br />

que parece que oscila al compás de la llama, y me<br />

provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un<br />

tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso<br />

tuyo podrá calmar el ardor que me consume.<br />

-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales<br />

al verle dirigirse hacia la estatua como fuera<br />

de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-,


¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad<br />

en paz a los muertos!<br />

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus<br />

amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba<br />

y aproximose a la estatua; pero al tenderle los<br />

brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando<br />

sangre por ojos, boca y nariz, había caído<br />

desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.<br />

Los oficiales, mudos y espantados, ni se<br />

atrevían a dar un paso para prestarle socorro.<br />

En el momento en que su camarada intentó<br />

acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira,<br />

habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y<br />

derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete<br />

de piedra.


El Monte de las Ánimas<br />

La noche de difuntos me despertó a no sé<br />

qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono<br />

y eterno me trajo a las mientes esta tradición<br />

que oí hace poco en Soria.<br />

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una<br />

vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que<br />

se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por<br />

pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto<br />

lo hice.<br />

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y<br />

la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con<br />

miedo cuando sentía crujir los cristales de mi<br />

balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.<br />

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el<br />

caballo de copas.<br />

I<br />

-Atad los perros; haced la señal con las<br />

trompas para que se reúnan los cazadores, y demos<br />

la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es<br />

día de Todos los Santos y estamos en el Monte de<br />

las Ánimas.<br />

-¡Tan pronto!


-A ser otro día, no dejara yo de concluir con<br />

ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo<br />

han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible.<br />

Dentro de poco sonará la oración en los<br />

Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán<br />

a tañer su campana en la capilla del monte.<br />

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres<br />

asustarme?<br />

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede<br />

en este país, porque aún no hace un año que<br />

has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua,<br />

yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el<br />

camino te contaré esa historia.<br />

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos<br />

grupos; los condes de Borges y de Alcudiel<br />

montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos<br />

siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían<br />

la comitiva a bastante distancia.<br />

Mientras duraba el camino, Alonso narró en<br />

estos términos la prometida historia:<br />

-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas,<br />

pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí,<br />

a la margen del río. Los Templarios eran guerreros<br />

y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los ára-


es, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender<br />

la ciudad por la parte del puente, haciendo<br />

en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que<br />

así hubieran solos sabido defenderla como solos la<br />

conquistaron.<br />

Entre los caballeros de la nueva y poderosa<br />

Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos<br />

años, y estalló al fin, un odio profundo. Los<br />

primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban<br />

caza abundante para satisfacer sus necesidades<br />

y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron<br />

organizar una gran batida en el coto, a<br />

pesar de las severas prohibiciones de los clérigos<br />

con espuelas, como llamaban a sus enemigos.<br />

Cundió la voz del reto, y nada fue parte a<br />

detener a los unos en su manía de cazar y a los<br />

otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada<br />

expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella<br />

las fieras; antes la tendrían presente tantas madres<br />

como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello<br />

no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el<br />

monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a<br />

quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento<br />

festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el<br />

monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se


declaró abandonado, y la capilla de los religiosos,<br />

situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron<br />

juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.<br />

Desde entonces dicen que cuando llega la<br />

noche de difuntos se oye doblar sola la campana de<br />

la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas<br />

en jirones de sus sudarios, corren como en una<br />

cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales.<br />

Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan,<br />

las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro<br />

día se han visto impresas en la nieve las huellas de<br />

los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en<br />

Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso<br />

he querido salir de él antes que cierre la noche.<br />

La relación de Alonso concluyó justamente<br />

cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del<br />

puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí<br />

esperaron al resto de la comitiva, la cual, después<br />

de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por<br />

entre las estrechas y oscuras calles de Soria.<br />

II<br />

Los servidores acababan de levantar los<br />

manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los


condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor<br />

iluminando algunos grupos de damas y caballeros<br />

que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente,<br />

y el viento azotaba los emplomados vidrios<br />

de las ojivas del salón.<br />

Solas dos personas parecían ajenas a la<br />

conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz<br />

seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento,<br />

los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo<br />

de la hoguera chispear en las azules pupilas de<br />

Beatriz.<br />

Ambos guardaban hacía rato un profundo<br />

silencio.<br />

Las dueñas referían, a propósito de la noche<br />

de difuntos, cuentos tenebrosos en que los<br />

espectros y los aparecidos representaban el principal<br />

papel; y las campanas de las iglesias de Soria<br />

doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.<br />

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso<br />

rompiendo el largo silencio en que se encontraban-;<br />

pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las<br />

áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y<br />

guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé


que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,<br />

acaso por algún galán de tu lejano señorío.<br />

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia;<br />

todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa<br />

contracción de sus delgados labios.<br />

-Tal vez por la pompa de la corte francesa;<br />

donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el<br />

joven-. De un modo o de otro, presiento que no<br />

tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que<br />

llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando<br />

fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte<br />

devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra?<br />

El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu<br />

atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo<br />

sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una<br />

desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el<br />

ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?<br />

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero<br />

en mi país una prenda recibida compromete una<br />

voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse<br />

un presente de manos de un deudo... que aún<br />

puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.


El acento helado con que Beatriz pronunció<br />

estas palabras turbó un momento al joven, que después<br />

de serenarse dijo con tristeza:<br />

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos<br />

los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias<br />

y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?<br />

Beatriz se mordió ligeramente los labios y<br />

extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una<br />

palabra.<br />

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio,<br />

y volviose a oír la cascada voz de las viejas<br />

que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido<br />

del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el<br />

triste monótono doblar de las campanas.<br />

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido<br />

diálogo tornó a anudarse de este modo:<br />

-Y antes de que concluya el día de Todos<br />

los Santos, en que así como el tuyo se celebra el<br />

mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo,<br />

¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada<br />

en la de su prima, que brilló como un relámpago,<br />

iluminada por un pensamiento diabólico.


-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la<br />

mano al hombro derecho como para buscar alguna<br />

cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo<br />

bordado de oro... Después, con una infantil<br />

expresión de sentimiento, añadió:<br />

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé<br />

hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de<br />

su color me dijiste que era la divisa de tu alma?<br />

-Sí.<br />

-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y<br />

pensaba dejártela como un recuerdo.<br />

-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó<br />

Alonso incorporándose de su asiento y con una<br />

indescriptible expresión de temor y esperanza.<br />

-No sé.... en el monte acaso.<br />

-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo<br />

y dejándose caer sobre el sitial-; en el<br />

Monte de las Ánimas!<br />

da:<br />

Luego prosiguió con voz entrecortada y sor-<br />

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces;<br />

en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey


de los cazadores. No habiendo aún podido probar<br />

mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes,<br />

he llevado a esta diversión, imagen de la guerra,<br />

todos los bríos de mi juventud, todo el ardor,<br />

hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus<br />

pies son despojos de fieras que he muerto por mi<br />

mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres;<br />

y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y<br />

a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha<br />

visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche<br />

volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una<br />

fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A<br />

qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas<br />

doblan, la oración ha sonado en San Juan del<br />

Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a<br />

levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas<br />

que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya<br />

sola vista puede helar de horror la sangre del más<br />

valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle<br />

en el torbellino de su fantástica carrera como una<br />

hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.<br />

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible<br />

se dibujó en los labios de Beatriz, que<br />

cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente<br />

y mientras atizaba el fuego del hogar, donde


saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil<br />

colores:<br />

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir<br />

ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche<br />

tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino<br />

de lobos!<br />

Al decir esta última frase, la recargó de un<br />

modo tan especial, que Alonso no pudo menos de<br />

comprender toda su amarga ironía, movido como<br />

por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por<br />

la frente, como para arrancarse el miedo que estaba<br />

en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme<br />

exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún<br />

inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver<br />

el fuego:<br />

-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.<br />

-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose<br />

con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer<br />

detenerle, el joven había desaparecido.<br />

A los pocos minutos se oyó el rumor de un<br />

caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con<br />

una radiante expresión de orgullo satisfecho que<br />

coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel ru-


mor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció<br />

por último.<br />

Las viejas, en tanto, continuaban en sus<br />

cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en<br />

los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad<br />

doblaban a lo lejos.<br />

III<br />

Había pasado una hora, dos, tres; la media<br />

roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a<br />

su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en<br />

menos de una hora pudiera haberlo hecho.<br />

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando<br />

su libro de oraciones y encaminándose a su<br />

lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar<br />

algunos de los rezos que la iglesia consagra<br />

en el día de difuntos a los que ya no existen.<br />

Después de haber apagado la lámpara y<br />

cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se<br />

durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.<br />

Las doce sonaron en el reloj del Postigo.<br />

Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana,<br />

lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los<br />

ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su


nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada<br />

y doliente. El viento gemía en los vidrios de la<br />

ventana.<br />

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano<br />

sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su<br />

corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas<br />

de alerce del oratorio habían crujido sobre sus<br />

goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.<br />

Primero unas y luego las otras más cercanas,<br />

todas las puertas que daban paso a su habitación<br />

iban sonando por su orden, éstas con un ruido<br />

sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.<br />

Después silencio, un silencio lleno de rumores<br />

extraños, el silencio de la media noche, con un<br />

murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos<br />

de perros, voces confusas, palabras ininteligibles;<br />

ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas<br />

que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones<br />

fatigosas que casi se sienten, estremecimientos<br />

involuntarios que anuncian la presencia<br />

de algo que no se ve y cuya aproximación se nota<br />

no obstante en la oscuridad.<br />

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza<br />

fuera de las cortinillas y escuchó un momento.


Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la<br />

frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.<br />

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en<br />

las crisis nerviosas, como bultos que se movían en<br />

todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba<br />

en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.<br />

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su<br />

hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del<br />

lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres<br />

gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una<br />

armadura, al oír una conseja de aparecidos?<br />

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en<br />

vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma.<br />

Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta,<br />

más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras<br />

de brocado de la puerta habían rozado al separarse,<br />

y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra;<br />

el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi<br />

imperceptible, pero continuado, y a su compás se<br />

oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se<br />

acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio<br />

que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un<br />

grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría,<br />

escondió la cabeza y contuvo el aliento.


El aire azotaba los vidrios del balcón; el<br />

agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor<br />

eterno y monótono; los ladridos de los perros se<br />

dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de<br />

la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan<br />

tristemente por las ánimas de los difuntos.<br />

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo,<br />

porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al<br />

fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió<br />

los ojos a los primeros rayos de la luz. Después<br />

de una noche de insomnio y de terrores, ¡es<br />

tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las<br />

cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse<br />

de sus temores pasados, cuando de repente un<br />

sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron<br />

y una palidez mortal descoloró sus mejillas:<br />

sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada<br />

la banda azul que perdiera en el monte, la<br />

banda azul que fue a buscar Alonso.<br />

Cuando sus servidores llegaron despavoridos<br />

a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel,<br />

que a la mañana había aparecido devorado por<br />

los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas,<br />

la encontraron inmóvil, crispada, asida con<br />

ambas manos a una de las columnas de ébano del


lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca;<br />

blancos los labios, rígidos los miembros, muerta;<br />

¡muerta de horror!<br />

IV<br />

Dicen que después de acaecido este suceso,<br />

un cazador extraviado que pasó la noche de<br />

difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y<br />

que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que<br />

viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura<br />

que vio a los esqueletos de los antiguos templarios<br />

y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la<br />

capilla levantarse al punto de la oración con un<br />

estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de<br />

corceles, perseguir como a una fiera a una mujer<br />

hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies<br />

desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de<br />

horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.


La cueva de la mora<br />

I<br />

Frente al establecimiento de baños de Fitero,<br />

y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies<br />

corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados<br />

de un castillo árabe, célebre en los fastos<br />

gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro<br />

de grandes y memorables hazañas, así por parte de<br />

los que le defendieron, como los que valerosamente<br />

clavaron sobre sus almenas el estandarte de la<br />

cruz.<br />

De los muros no quedan más que algunos<br />

ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han<br />

caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por<br />

completo; en el patio de armas crecen zarzales y<br />

matas de jaramago; por todas partes adonde se<br />

vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos,<br />

sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de<br />

barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra;<br />

allí un torreón, que aún se tiene en pie como por<br />

milagro; más allá los postes de argamasa, con las<br />

anillas de hierro que sostenían el puente colgante.<br />

Durante mi estancia en los baños, ya por<br />

hacer ejercicio que, según me decían, era conve-


niente al estado de mi salud, ya arrastrado por la<br />

curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos<br />

vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la<br />

fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las<br />

horas escarbando el suelo por ver si encontraba<br />

algunas armas, dando golpes en los muros para<br />

observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo<br />

de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones<br />

con la idea de encontrar la entrada de algunos<br />

de esos subterráneos que es fama existen en<br />

todos los castillos de los moros.<br />

Mis diligentes pesquisas fueron por demás<br />

infructuosas.<br />

Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado<br />

de hallar algo nuevo y curioso en lo alto<br />

de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié<br />

a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río<br />

que corre a sus pies, andando, andando a lo largo<br />

de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en<br />

la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos<br />

matorrales. No sin mi poquito de temor separé<br />

el ramaje que cubría la entrada de aquello que<br />

me pareció cueva formada por la Naturaleza y que<br />

después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo<br />

abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta


el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité<br />

a observar cuidadosamente las particularidades de<br />

la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba<br />

formando como unos grandes peldaños en dirección<br />

a la altura en que se halla el castillo de que<br />

ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé<br />

entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda<br />

había descubierto uno de esos caminos secretos<br />

tan comunes en las obras militares de aquella época,<br />

el cual debió de servir para hacer salidas falsas<br />

o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí<br />

inmediato.<br />

Para cerciorarme de la verdad que pudiera<br />

haber en mis inducciones, después que salí de la<br />

cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación<br />

con un trabajador que andaba podando<br />

unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me<br />

acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender<br />

un cigarrillo.<br />

Hablamos de varias cosas indiferentes; de<br />

las propiedades medicinales de las aguas de Fitero,<br />

de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres<br />

de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en<br />

fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió,<br />

primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.


Cuando, por último, la conversación recayó<br />

sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien<br />

que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.<br />

-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo<br />

como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había<br />

de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale<br />

todas las noches un ánima?<br />

-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El<br />

ánima de quién?<br />

-El ánima de la hija de un alcaide moro que<br />

anda todavía penando por estos lugares, y se la ve<br />

todas las noches salir vestida de blanco de esa<br />

cueva, y llena en el río una jarrica de agua.<br />

Por la explicación de aquel buen hombre vine<br />

en conocimiento de que acerca del castillo árabe<br />

y del subterráneo que yo suponía en comunicación<br />

con él, había alguna historieta; y como yo soy muy<br />

amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente<br />

de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la<br />

refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los<br />

mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir<br />

a mis lectores.<br />

II


Cuando el castillo del que ahora sólo restan<br />

algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes<br />

moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra<br />

sobre piedra, dominaban desde lo alto de la<br />

roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo<br />

valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la<br />

villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó<br />

herido y prisionero de los árabes un famoso caballero<br />

cristiano, tan digno de renombre por su piedad<br />

como por su valentía.<br />

Conducido a la fortaleza y cargado de hierros<br />

por sus enemigos, estuvo algunos días en el<br />

fondo de un calabozo luchando entre la vida y la<br />

muerte hasta que, curado casi milagrosamente de<br />

sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de<br />

oro.<br />

Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar<br />

entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus<br />

hermanos de armas y sus hombres de guerra se<br />

alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender<br />

nuevos combates; pero el alma del caballero<br />

se había llenado de una profunda melancolía, y ni<br />

el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran<br />

parte a disipar su extraña melancolía.


Durante su cautiverio logró ver a la hija del<br />

alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por<br />

la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo<br />

conocido la encontró tan superior a la idea que de<br />

ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción<br />

de sus encantos, y se enamoró perdidamente<br />

de un objeto para él imposible.<br />

Meses y meses pasó el caballero forjando<br />

los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba<br />

un medio de romper las barreras que lo separaban<br />

de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos<br />

para olvidarla; ya se decidía por una cosa,<br />

ya se mostraba partidario de otra absolutamente<br />

opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos<br />

y compañeros de armas, mandó llamar a sus<br />

hombres de guerra, y después de hacer con el mayor<br />

sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de<br />

improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura,<br />

objeto de su insensato amor.<br />

Al partir a esta expedición, todos creyeron<br />

que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de<br />

cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el<br />

fondo de sus calabozos; pero después de tomada la<br />

fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa<br />

de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos


cristianos habían perecido para contribuir al logro de<br />

una pasión indigna.<br />

El caballero, embriagado en el amor que al<br />

fin logró encender en el pecho de la hermosísima<br />

mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos,<br />

ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas<br />

de sus soldados. Unos y otros clamaban por<br />

salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales<br />

era natural que habían de caer nuevamente los<br />

árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.<br />

Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó<br />

gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el<br />

vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre<br />

bajó a anunciar a los enamorados amantes que por<br />

toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre<br />

se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien<br />

podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la<br />

morisma entera.<br />

La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida<br />

como la muerte; el caballero pidió sus armas a<br />

grandes voces, y todo se puso en movimiento en la<br />

fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus<br />

cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se<br />

bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante,<br />

y se coronaron de ballesteros las almenas.


Algunas horas después comenzó el asalto.<br />

Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable.<br />

Sólo por sorpresa, como se apoderaron<br />

de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron,<br />

pues, sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.<br />

Los moros se limitaron, viendo la inutilidad<br />

de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para<br />

hacer capitular a sus defensores por hambre.<br />

El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos<br />

horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo<br />

que, una vez rendido el castillo, el precio de la<br />

vida de sus defensores era la cabeza de su jefe,<br />

ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que<br />

habían reprobado su conducta, juraron perecer en<br />

su defensa.<br />

Los moros, impacientes: resolvieron dar un<br />

nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue<br />

rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible.<br />

Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de<br />

un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al<br />

que había logrado subir con ayuda de una escala, al<br />

mismo tiempo que el caballero recibía un golpe<br />

mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos


y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.<br />

Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse.<br />

En este punto la mora se inclinó sobre su<br />

amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole<br />

en sus brazos con unas fuerzas que hacían<br />

mayores la desesperación y la idea del peligro, lo<br />

arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte,<br />

y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse<br />

como movida de un impulso sobrenatural,<br />

desapareció con su preciosa carga y comenzó a<br />

descender hasta llegar al fondo del subterráneo.<br />

III<br />

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su<br />

alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: -<br />

¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio,<br />

precursor de la muerte, de sus labios secos, por<br />

los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se<br />

oían salir estas<br />

palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me<br />

abraso! ¡Agua! ¡Agua!<br />

La mora sabía que aquel subterráneo tenía<br />

una salida al valle por donde corre el río. El valle y<br />

todas las alturas que lo coronan estaban llenos de


soldados moros, que una vez rendida la fortaleza<br />

buscaban en vano por todas partes al caballero y a<br />

su amada para saciar en ellos su sed de exterminio:<br />

sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el<br />

casco del moribundo, se deslizó como una sombra<br />

por entre los matorrales que cubrían la boca de la<br />

cueva y bajó a la orilla del río.<br />

Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse<br />

para volver de nuevo al lado de su amante,<br />

cuando silbó una saeta y resonó un grito.<br />

Dos guerreros moros que velaban alrededor<br />

de la fortaleza habían disparado sus arcos en la<br />

dirección en que oyeron moverse las ramas.<br />

La mora, herida de muerte, logró, sin embargo,<br />

arrastrarse a la entrada del subterráneo y<br />

penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el<br />

caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima<br />

a morir, volvió en su corazón; y conociendo la<br />

enormidad del pecado que tan duramente expiaban;<br />

volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante<br />

le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a<br />

la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en<br />

mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora,<br />

que había caído al suelo desvanecida con la<br />

falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible


con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el<br />

agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.<br />

Al otro día, el soldado que disparó la saeta<br />

vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo,<br />

entró en la cueva, donde encontró los cadáveres<br />

del caballero y su amada, que aún vienen por<br />

las noches a vagar por estos contornos.


El gnomo<br />

I<br />

Las muchachas del lugar volvían de la fuente<br />

con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando<br />

y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran<br />

compararse a la alegre algarabía de una banda<br />

de golondrinas cuando revolotean espesas como el<br />

granizo alrededor de la veleta de un campanario.<br />

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie<br />

de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio<br />

era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa<br />

navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los<br />

ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue<br />

pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña<br />

heredad, patrimonio de sus padres, hasta<br />

que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó<br />

tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba.<br />

Nadie contaba un chascarrillo con más gracia<br />

que él, ni sabía historias más estupendas, ni<br />

traía a cuento tan oportunamente un refrán, una<br />

sentencia o un adagio.<br />

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso<br />

con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron<br />

en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les


contase una historia con que entretener el tiempo<br />

que aún faltaba para hacerse de noche, que no era<br />

mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la<br />

tierra, y las sombras de los montes se dilataban por<br />

momentos a lo largo de la llanura.<br />

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición<br />

de las muchachas, las cuales, una vez obtenida<br />

la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron<br />

los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor<br />

formaron un corro, en cuyo centro quedó el<br />

viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:<br />

-No os contaré una historia, porque aunque<br />

recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas<br />

tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas,<br />

me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí,<br />

por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio<br />

para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.<br />

-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas<br />

con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no es para oír<br />

consejos para lo que nos hemos detenido; cuando<br />

nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.<br />

-Es -prosiguió el anciano con su habitual<br />

sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor<br />

cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan


oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque<br />

él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá<br />

echado, como yo, de ver que cada día vais por agua<br />

a la fuente más temprano y volvéis más tarde.<br />

Las muchachas se miraron entre sí con una<br />

imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas<br />

de las que estaban colocadas a sus espaldas que<br />

se tocasen la frente con el dedo, acompañando su<br />

acción con un gesto significativo.<br />

-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos<br />

en la fuente charlando un rato con las amigas<br />

y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso<br />

chismes en el lugar porque los mozos salen al camino<br />

a echarnos flores o vienen a brindarse para<br />

traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?<br />

-De todo hay -contestó el viejo a la moza<br />

que le había dirigido la palabra en nombre de sus<br />

compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que<br />

hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse<br />

a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando<br />

a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y<br />

yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor<br />

que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente,<br />

porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese<br />

en él la noche.


El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras<br />

con un tono tan lleno de misterio, que las<br />

muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle,<br />

y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a<br />

insistir:<br />

-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en<br />

ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan<br />

temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que<br />

allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso<br />

los lobos?<br />

-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los<br />

lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños<br />

por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar<br />

en horroroso concierto, no sólo en los alrededores<br />

de la fuente, sino en las mismas calles del lugar;<br />

pero no son los lobos los huéspedes más terribles<br />

del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres<br />

solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven<br />

unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan<br />

por sus vertientes como un enjambre, y pueblan<br />

el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de<br />

roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en<br />

las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los<br />

que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que<br />

forman y empujan esas inmensas bolas de nieve


que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y<br />

aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que<br />

llaman con el granizo a nuestros cristales en las<br />

noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras<br />

sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus<br />

que, arrojados de las llanuras por las bendiciones<br />

y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse<br />

a las crestas inaccesibles de las montañas,<br />

los hay de diferente naturaleza y que al parecer a<br />

nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los<br />

más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan<br />

con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y<br />

las deslumbran con promesas magníficas, son los<br />

gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los<br />

montes; conocen sus caminos subterráneos, y,<br />

eternos guardadores de los tesoros que encierran,<br />

velan día y noche junto a los veneros de los metales<br />

y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo<br />

señalando con el palo que le servía de apoyo la<br />

cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha,<br />

destacándose oscuro y gigantesco sobre el<br />

cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa<br />

inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su<br />

seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus.<br />

El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la<br />

vez.


Hace muchos años que un pastor, siguiendo<br />

a una res extraviada, penetró por la boca de una<br />

de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos<br />

matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando<br />

volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había<br />

sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado<br />

su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento<br />

con la vida; pero antes de morir refirió cosas<br />

estupendas. Andando por aquella caverna adelante,<br />

había encontrado al fin unas galerías subterráneas<br />

e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso<br />

y fantástico, producido, por la fosforescencia de las<br />

rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal<br />

cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El<br />

suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos<br />

salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados<br />

como los mármoles más ricos; pero las vetas que<br />

los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas<br />

vetas brillantes se veían como incrustadas multitud<br />

de piedras preciosas de todos los colores y tamaños.<br />

Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y<br />

diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras<br />

muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar;<br />

pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos<br />

se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido<br />

exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna;


sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y<br />

lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto<br />

encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo<br />

que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes<br />

que pasaban sin saberse por dónde.<br />

El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad,<br />

anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida,<br />

hasta que por último tropezó con el nacimiento<br />

del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba<br />

del suelo como una fuente maravillosa, con un<br />

salto de agua coronado de espuma, que caía firmando<br />

una vistosa cascada y produciendo un murmullo<br />

sonoro al alejarse resbalando por entre las<br />

quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían<br />

unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y<br />

gruesas las unas, delgadas y largas como cintas<br />

flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella<br />

húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños,<br />

en parte hombres, en parte reptiles, o ambas<br />

cosas a la vez, pues transformándose continuamente,<br />

ora parecían criaturas humanas, deformes y<br />

pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas<br />

fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide<br />

del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones,<br />

corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes<br />

y contrahechos, encaramándose en las pa-


edes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles,<br />

o bailando con apariencia de fuegos fatuos<br />

sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores<br />

de aquellos lugares, cantando y removiendo sus<br />

fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los<br />

avaros esos tesoros que en vano buscan después<br />

los herederos; ellos conocen el lugar donde los<br />

moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas<br />

que se pierden, las monedas que se extravían,<br />

todo lo que tiene algún valor y desaparece,<br />

ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban,<br />

para esconderlo en sus guaridas, porque ellos<br />

saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y<br />

por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues,<br />

hacinados en montón toda clase de objetos raros y<br />

preciosos. Había joyas de un valor inestimable,<br />

collares y gargantillas de perlas y piedras finas;<br />

ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes;<br />

copas cinceladas, armas ricas, monedas con<br />

bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar;<br />

tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que<br />

la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo<br />

brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y<br />

unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo<br />

estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos,<br />

el pastor refirió que así le había parecido.


Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento:<br />

las muchachas, que comenzaron por oír la<br />

relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla,<br />

guardaban entonces un profundo silencio, esperando<br />

a que continuase, con los ojos espantados, los<br />

labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el<br />

interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al<br />

fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada<br />

al oír la descripción de las fabulosas riquezas<br />

que se habían ofrecido a la vista del pastor:<br />

-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?<br />

-Nada -contestó el tío Gregorio.<br />

-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.<br />

-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el<br />

anciano-, pues en aquel momento en que la avaricia,<br />

que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar<br />

su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas,<br />

de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso,<br />

el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó,<br />

¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en<br />

aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas<br />

y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego<br />

subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de


los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese<br />

al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de<br />

la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora<br />

del Moncayo.<br />

Al oír la campana que tocaba el Ave-María,<br />

el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de<br />

Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por<br />

dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el<br />

camino que conduce al pueblo, echado en una senda<br />

y presa de un gran estupor, como si hubiera<br />

salido de un sueño.<br />

Desde entonces se explicó todo el mundo<br />

por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus<br />

aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando<br />

llega la noche, en el rumor que produce, se oyen<br />

palabras confusas, palabras engañosas con que los<br />

gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran<br />

seducir a los incautos que les prestan oídos,<br />

prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser<br />

su condenación.<br />

Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto<br />

de su historia, ya la noche había entrado y la campana<br />

de la iglesia comenzó a tocar las oraciones.<br />

Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando<br />

un Ave-María en voz baja, y después de


despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar<br />

que no perdieran el tiempo en la fuente, cada<br />

cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas<br />

y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos<br />

del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando<br />

estuvieron en la plaza del lugar donde habían de<br />

separarse, exclamó la más resuelta y decidora de<br />

ellas:<br />

-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que<br />

nos ha contado el tío Gregorio?<br />

-¡Yo no! -dijo una.<br />

-¡Yo tampoco! -exclamó otra.<br />

-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás,<br />

burlándose con risas de su credulidad de un momento.<br />

El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose<br />

cada cual hacia uno de los extremos de la<br />

plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes<br />

calles que venían a desembocar a aquel<br />

sitio, dos muchachas, las únicas que no habían<br />

desplegado aún los labios para protestar con sus<br />

burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas<br />

con la maravillosa relación, parecían absortas<br />

en sus ideas, se marcharon juntas y con esa


lentitud propia de las personas distraídas, por una<br />

calleja sombría, estrecha y tortuosa.<br />

De aquellas dos muchachas, la mayor, que<br />

parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y<br />

la más pequeña, que aún no había cumplido los<br />

dieciséis, Magdalena.<br />

El tiempo que duró el camino, ambas guardaron<br />

un profundo silencio; pero cuando llegaron a<br />

los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el<br />

asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena:<br />

-¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en<br />

los espíritus de la fuente?... -Yo -contestó Magdalena<br />

con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?<br />

-¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo<br />

también creo en todo, en todo lo que deseo creer.<br />

II<br />

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas<br />

desde los primeros años de la niñez, vivían<br />

miserablemente a la sombra de una parienta de su<br />

madre que las había recogido por caridad, y que a<br />

cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus<br />

humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo<br />

parecía contribuir a que se estrechasen los lazos<br />

del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no


sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la<br />

miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta<br />

y Magdalena existían una sorda emulación, una<br />

secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio<br />

de sus caracteres, tan en absoluta contraposición<br />

como sus tipos.<br />

Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones<br />

y de una rudeza salvaje en la expresión de<br />

sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no<br />

había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el<br />

contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en<br />

más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez<br />

como los niños.<br />

Marta tenía los ojos más negros que la noche,<br />

y de entre sus oscuras pestañas diríase que a<br />

intervalos saltaban chispas de fuego como de un<br />

carbón ardiente.<br />

La pupila azul de Magdalena parecía nadar<br />

en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus<br />

pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la<br />

diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de<br />

carnes, quebrada de color, de estatura esbelta,<br />

movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros,<br />

que sombreaban su frente y caían por sus hombros<br />

como un manto de terciopelo: formaba un singular


contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña,<br />

infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas<br />

trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes<br />

al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.<br />

A pesar de la inexplicable repulsión que<br />

sentían la una por la otra, las dos hermanas habían<br />

vivido hasta entonces en una especie de indiferencia,<br />

que hubiera podido confundirse con la paz y el<br />

afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni<br />

preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y<br />

el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un<br />

egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando<br />

seco el corazón de su hermana, lloraba a solas<br />

cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente<br />

a sus ojos.<br />

Ningún sentimiento era común entre ellas;<br />

nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin<br />

embargo, el único secreto que procuraban esconder<br />

en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado<br />

mutuamente con ese instinto maravilloso de la<br />

mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían<br />

efectivamente puestos sus ojos en un mismo<br />

hombre.<br />

La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo<br />

de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra,


el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura<br />

de la adolescencia, que necesitando un objeto en<br />

qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su<br />

vista. Ambas guardaban el secreto de su amor,<br />

porque el hombre que lo había inspirado tal vez<br />

hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar<br />

como ambición absurda en unas muchachas<br />

plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la<br />

distancia que las separaba del objeto de su pasión,<br />

alimentaban una esperanza remota de poseerle.<br />

Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba<br />

los contornos, había un antiguo castillo abandonado<br />

por sus dueños. Las viejas, en las noches<br />

de velada, referían una historia llena de maravillas<br />

acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose<br />

el rey de Aragón en guerra con sus enemigos,<br />

agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales<br />

y próximo a perder el trono, se le presentó un<br />

día una pastorcita de aquella comarca, y después<br />

de revelarle la existencia de unos subterráneos por<br />

donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen<br />

sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas,<br />

riquísimas piedras preciosas y barras de oro y<br />

plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas,<br />

levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo<br />

de la tierra durante toda una noche, cayó al


otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando<br />

la corona en su cabeza.<br />

Después que hubo alcanzado tan señalada<br />

victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita: -<br />

Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la<br />

mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.<br />

-Yo no quiero más que volverme a cuidar de<br />

mi rebaño -respondió la pastorcita.- No cuidarás<br />

sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío<br />

de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza<br />

en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde<br />

se trasladó la pastora, casada ya con uno de los<br />

favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo<br />

de muchas fortalezas y muchos feudos.<br />

La estupenda relación del tío Gregorio acerca<br />

de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba<br />

en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas<br />

fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando,<br />

por decirlo así, la ignorada historia del<br />

tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro<br />

cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus<br />

noches de insomnio y de amargura, presentándose<br />

a su imaginación como un débil rayo de esperanza.


La noche siguiente a la tarde del encuentro<br />

con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar<br />

hicieron conversación en sus casas de la estupenda<br />

historia que los había referido. Marta y Magdalena<br />

guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche,<br />

ni en todo el día que amaneció después, volvieron<br />

a cambiar una sola palabra relativa al asunto,<br />

tema de todas las conversaciones y objeto de los<br />

comentarios de sus vecinas.<br />

Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena<br />

tomó su cántaro y le dijo a su hermana: -<br />

¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena<br />

volvió a decirle: -¿Vamos a la fuente? Mira que<br />

si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la<br />

vuelta. -Marta exclamó al fin con un acento breve y<br />

áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco -añadió<br />

Magdalena después de un instante de silencio, durante<br />

el cual mantuvo los ojos clavados en los de su<br />

hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa<br />

da su resolución.<br />

III<br />

Las muchachas del lugar hacía cerca de<br />

una hora que estaban de vuelta en sus casas. La<br />

última luz del crepúsculo se había apagado en el<br />

horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada


vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose<br />

mutuamente y cada cual por diverso<br />

camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente<br />

misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos<br />

riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga<br />

alameda. Después que se fueron apagando poco a<br />

poco los rumores del día y ya no se escuchaba el<br />

lejano eco de la voz de los labradores que vuelven<br />

caballeros en sus yuntas cantando al compás del<br />

timón del arado que arrastran por la tierra; después<br />

que se dejó de percibir el monótono ruido de las<br />

esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y<br />

el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó<br />

en la torre del lugar la postrera campanada del toque<br />

de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio<br />

de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos<br />

extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.<br />

Marta y Magdalena deslizaron por entre el<br />

laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad,<br />

llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta<br />

no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros.<br />

Magdalena temblaba con sólo el ruido que<br />

producían sus pies al hollar las hojas secas que<br />

tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron<br />

junto a la fuente, el viento de la noche co-


menzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo<br />

de sus soplos desiguales parecía responder el<br />

agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.<br />

Marta y Magdalena se prestaron atención a<br />

aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un<br />

susurro constante, y sobre sus cabezas como un<br />

lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer<br />

y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían<br />

las horas, aquel sonar eterno del aire y del<br />

agua empezó a producirse una extraña exaltación,<br />

una especie de vértigo, que, turbando la vista y<br />

zumbando en el oído, parecía trastornarlas por<br />

completo. Entonces, a la manera que se oye hablar<br />

entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció<br />

percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos<br />

inarticulados como los de un niño que quiere y<br />

no puede llamar a su madre; luego palabras que se<br />

repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después<br />

frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y<br />

por último... por último comenzaron a hablar el viento<br />

vagando entre los árboles y el agua saltando de<br />

risco en risco.<br />

Y hablaban así:


EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme...,<br />

óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus<br />

pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el foqdo<br />

sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis<br />

murmullos son palabras.<br />

EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu<br />

cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que<br />

agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo<br />

sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.<br />

MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé<br />

porque mi inteligencia flota en un vértigo,<br />

como flotan tus palabras indecisas!<br />

Habla misteriosa corriente.<br />

MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la<br />

noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que<br />

arde! Dime algo que me infunda valor porque mi<br />

espíritu vacila.<br />

EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno<br />

de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa<br />

fecundidad, y conozco los fenómenos de<br />

sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.


Mi rumor adormece y despierta: despierta<br />

tú, que lo comprendes.<br />

EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los<br />

ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio.<br />

Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen<br />

al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con<br />

las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia<br />

de perlas sobre las flores, mis suspiros son un<br />

bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.<br />

MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el<br />

murmullo de una corriente subterránea, no en balde<br />

me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella<br />

iba un misterio que yo debía comprender al cabo.<br />

MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os<br />

conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando,<br />

fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez,<br />

y vuestro rumor se me figuraban las palabras<br />

de una madre que arrulla a su hija.<br />

El agua enmudeció por algunos instantes, y<br />

no sonaba sino como agua que se rompe entre<br />

peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra<br />

cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún


tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron<br />

así:<br />

EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota<br />

a través del filón de oro de una mina inagotable;<br />

después de correr por un lecho de plata y saltar<br />

como sobre guijarros entre un sin número de zafiros<br />

y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes<br />

y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a<br />

un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes<br />

de las piedras preciosas y los metales, de cuyos<br />

átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto<br />

ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el<br />

poder de un talismán y la virtud de las siete piedras<br />

y los siete colores.<br />

EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura,<br />

y, como la abeja que vuelve a la colmena con<br />

su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de<br />

mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y<br />

aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he<br />

recogido a mi paso más que perfumes y ecos de<br />

armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos<br />

dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños<br />

venturosos.<br />

Mientras su hermana, atraída como por un<br />

encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír


mejor, Magdalena se iba instintivamente separando<br />

de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.<br />

Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el<br />

fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.<br />

Y exclamaba Magdalena mirando brillar los<br />

luceros en la altura: -Esos son los nimbos de luz de<br />

los ángeles invisibles que nos custodian.<br />

En tanto decía Marta, viendo temblar en la<br />

linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: -Esas<br />

son las partículas de oro que arrastra el agua en su<br />

misterioso curso.<br />

El manantial y el viento, que por segunda<br />

vez habían enmudecido un instante, tornaron a<br />

hablar; y dijeron:<br />

EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate<br />

del temor como de una vestidura grosera, y osa<br />

traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he<br />

adivinado que tu espíritu es de la esencia de los<br />

espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal<br />

vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria.<br />

Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello<br />

de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus<br />

fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras<br />

mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se


abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes<br />

que están en su seno, como las perlas en las conchas<br />

que sacan del fondo del mar los pescadores.<br />

Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más<br />

tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona,<br />

tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus<br />

humanos, y todos confundidos seremos la<br />

fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula<br />

como un fluido por sus arterias subterráneas.<br />

EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive<br />

en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y<br />

vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos<br />

de tu corazón, deja que tu alma suba como la<br />

llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado<br />

el que, teniendo alas, desciende a las profundidades<br />

para buscar el oro, pudiendo remontarse a la<br />

altura para encontrar amor y sentimiento!<br />

Vive oscura como la violeta, que yo te traeré<br />

en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor<br />

hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no<br />

falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura,<br />

vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate,<br />

yo lo subiré a las regiones de la luz en una<br />

nube roja.


Callaron el viento y el agua, y apareció el<br />

gnomo.<br />

El gnomo era, como un hombrecillo transparente:<br />

una especie de enano de luz, semejante a un<br />

fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y<br />

saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa<br />

movilidad. Unas veces se sumergía en el agua<br />

y continuaba brillando en el fondo como una joya de<br />

mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los<br />

pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a<br />

otro con una rapidez que tocaba en prodigio.<br />

Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo<br />

con la vista extraviada en todas sus extravagantes<br />

evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó<br />

al fin por entre las escabrosidades del Moncayo,<br />

como una llama que corre, agitando su cabellera de<br />

chispas, sintió una especie de atracción irresistible y<br />

siguió tras él con una carrera frenética.<br />

-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se<br />

alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso y<br />

como una sonámbula, guiada en el sueño por una<br />

voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando<br />

por la llanura.


Después todo quedó otra vez en silencio en<br />

la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron<br />

resonando con los murmullos y los rumores de<br />

siempre.<br />

IV<br />

Magdalena tornó al lugar pálida y llena de<br />

asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.<br />

Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas<br />

encontraron un cántaro roto al borde de la<br />

fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la<br />

cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las<br />

muchachas del lugar van por agua tan temprano,<br />

que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado<br />

que de noche se ha oído en más de una ocasión<br />

el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado<br />

en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta<br />

última parte de la historia, porque la verdad es que<br />

desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar<br />

para oírlo en la alameda después del toque del Ave-<br />

María.


El miserere<br />

Hace algunos meses que visitando la célebre<br />

abadía de Fitero y ocupándome en revolver<br />

algunos volúmenes en su abandonada biblioteca,<br />

descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos<br />

de música bastante antiguos, cubiertos de polvo<br />

y hasta comenzados a roer por los ratones.<br />

Era un Miserere.<br />

Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición,<br />

que, aun sin entenderla, suelo coger a veces<br />

la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas<br />

hojeando sus páginas, mirando los grupos de<br />

notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos,<br />

los triángulos y las especies de etcéteras,<br />

que llaman llaves, y todo esto sin comprender una<br />

jota ni sacar maldito el provecho.<br />

Consecuente con mi manía, repasé los<br />

cuadernos, y lo primero que me llamó la atención<br />

fue qué, aunque en la última página había esta palabra<br />

latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la<br />

verdad era que el Miserere no estaba terminado,<br />

porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo<br />

versículo.


Esto fue sin duda lo que me llamó la atención<br />

primeramente; pero luego que me fijé un poco<br />

en las hojas de música, me chocó más aún el observar<br />

que en vez de esas palabras italianas que<br />

ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando,<br />

piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos<br />

con letra muy menuda y en alemán, de los cuales<br />

algunos servían para advertir cosas tan difíciles<br />

de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y<br />

de sus médulas han de parecer que salen los alaridos;<br />

o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el<br />

metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y<br />

no se confunde nada, y todo es la Humanidad que<br />

solloza y gime, o la más original de todas, sin duda,<br />

recomendaba al pie del último versículo: Las notas<br />

son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible,<br />

los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y<br />

dulzura.<br />

-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito<br />

que me acompañaba, al acabar de medio traducir<br />

estos renglones, que parecían frases escritas<br />

por un loco.<br />

El anciano me contó entonces la leyenda<br />

que voy a referiros.<br />

I


Hace ya muchos años, en una noche lluviosa<br />

y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía<br />

un romero, y pidió un poco de lumbre para secar<br />

sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su<br />

hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la<br />

mañana y proseguir con la luz del sol su camino.<br />

Su modesta colación, su pobre lecho y su<br />

encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo<br />

esta demanda a disposición del caminante, al cual,<br />

después que se hubo repuesto de su cansancio,<br />

interrogó acerca del objeto de su romería y del punto<br />

a que se encaminaba.<br />

-Yo soy músico -respondió el interpelado-,<br />

he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un<br />

día de gran renombre. En mi juventud hice de mi<br />

arte un arma poderosa de seducción, y encendí con<br />

él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi<br />

vejez quiero convertir al bien las facultades que he<br />

empleado para el mal, redimiéndome por donde<br />

mismo pude condenarme.<br />

Como las enigmáticas palabras del desconocido<br />

no pareciesen del todo claras al hermano<br />

lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse,<br />

e instigado por ésta continuara en sus<br />

preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:


-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa<br />

que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios<br />

misericordia, no encontraba palabras para expresar<br />

dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se<br />

fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo.<br />

Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré<br />

un gigante grito de contrición verdadera, un salmo<br />

de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus!<br />

Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi<br />

único pensamiento fue hallar una forma musical tan<br />

magnífica, tan sublime, que bastase a contener el<br />

grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la<br />

he encontrado; pero si logro expresar lo que siento<br />

en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi<br />

cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan<br />

maravilloso, que no hayan oído otro semejante los<br />

nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el<br />

primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos<br />

los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor:<br />

¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.<br />

El romero, al llegar a este punto de su narración,<br />

calló por un instante; y después, exhalando<br />

un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El<br />

hermano lego, algunos dependientes de la abadía y<br />

dos o tres pastores de la granja de los frailes, que


formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban<br />

en un profundo silencio.<br />

-Después -continuó- de recorrer toda Alemania,<br />

toda Italia y la mayor parte de este país<br />

clásico para la música religiosa, aún no he oído un<br />

Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y<br />

he oído tantos, que puedo decir que los he oído<br />

todos.<br />

-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole<br />

uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún<br />

el Miserere de la Montaña?<br />

-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el<br />

músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es<br />

ése?<br />

-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego<br />

prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere,<br />

que sólo oyen por casualidad los que como yo<br />

andan día y noche tras el ganado por entre breñas y<br />

peñascales, es toda una historia; una historia muy<br />

antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.<br />

Es el caso, que en lo más fragoso de esas<br />

cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del<br />

valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo


hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!,<br />

muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio<br />

que, a lo que parece, edificó a sus expensas un<br />

señor con los bienes que había de legar a su hijo, al<br />

cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.<br />

Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso<br />

que este hijo, que, por lo que se verá más adelante,<br />

debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo<br />

diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban<br />

en poder de los religiosos, y de que su castillo<br />

se había transformado en iglesia, reunió a unos<br />

cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de<br />

perdición que emprendiera al abandonar la casa de<br />

sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que<br />

los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y<br />

hora en que iban a comenzar o habían comenzado<br />

el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon<br />

la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice<br />

que no dejaron fraile con vida.<br />

Después de esta atrocidad, se marcharon<br />

los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se<br />

sabe, a los profundos tal vez.<br />

Las llamas redujeron el monasterio a escombros;<br />

de la iglesia aún quedan en pie las ruinas<br />

sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada,


que, después de estrellarse de peña en peña, forma<br />

el riachuelo que viene a bañar los muros de esta<br />

abadía.<br />

-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y<br />

el Miserere?<br />

-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-,<br />

que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió<br />

así su historia:<br />

-Las gentes de los contornos se escandalizaron<br />

del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos<br />

se refirió con horror en las largas noches de<br />

velada; pero lo que mantiene más viva su memoria,<br />

es que todos los años, tal noche como la en que se<br />

consumó, se ven brillar luces a través de las rotas<br />

ventanas de la iglesia; se oye como una especie de<br />

música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores<br />

que se perciben a intervalos en las ráfagas del<br />

aire.<br />

Son los monjes, los cuales, muertos tal vez<br />

sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal<br />

de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del<br />

purgatorio a impetrar su misericordia cantando el<br />

Miserere.


Los circunstantes se miraron unos a otros<br />

con muestras de incredulidad; sólo el romero, que<br />

parecía vivamente preocupado con la narración de<br />

la historia, preguntó con ansiedad al que la había<br />

referido:<br />

-¿Y decís que ese portento se repite aún?<br />

-Dentro de tres horas comenzará sin falta<br />

alguna, porque precisamente esta noche es la de<br />

jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj<br />

de la abadía.<br />

rio?<br />

-¿A qué distancia se encuentra el monaste-<br />

-A una legua y media escasa...; pero ¿qué<br />

hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta?<br />

¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron<br />

todos al ver que el romero, levantándose de su escaño<br />

y tomando el bordón, abandonaba el hogar<br />

para dirigirse a la puerta.<br />

-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música,<br />

a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere<br />

de los que vuelven al mundo después de muertos,<br />

y saben lo que es morir en el pecado.


Y esto, diciendo, desapareció de la vista del<br />

espantado lego y de los no menos atónitos pastores.<br />

El viento zumbaba y hacía crujir las puertas,<br />

como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas<br />

de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando<br />

los vidrios de las ventanas, y de cuando en<br />

cuando la luz de un relámpago iluminaba por un<br />

instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.<br />

Pasado el primer momento de estupor, exclamó<br />

el lego:<br />

-¡Está loco!<br />

-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron<br />

de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del<br />

hogar.<br />

II<br />

Después de una o dos horas de camino, el<br />

misterioso personaje que calificaron de loco en la<br />

abadía remontando la corriente del riachuelo que le<br />

indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en<br />

que se levantaban negras e imponentes las ruinas<br />

del monasterio.


La lluvia había cesado; las nubes flotaban<br />

en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba<br />

a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa;<br />

y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse<br />

por los desiertos claustros, diríase que exhalaba<br />

gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada<br />

extraño venía a herir la imaginación. Al que había<br />

dormido más de una noche sin otro amparo que las<br />

ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario;<br />

al que había arrostrado en su larga peregrinación<br />

cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le<br />

eran familiares.<br />

Las gotas de agua que se filtraban por entre<br />

las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas<br />

con un rumor acompasado, como el de la péndola<br />

de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado<br />

bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie<br />

aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles,<br />

que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban<br />

sus disformes cabezas de los agujeros donde<br />

duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos<br />

y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las<br />

junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el<br />

pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos<br />

murmullos del campo, de la soledad y de la<br />

noche, llegaban perceptibles al oído del romero que,


sentado sobre la mutilada estatua de una tumba,<br />

aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse<br />

el prodigio.<br />

Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió;<br />

aquellos mil confusos rumores seguían sonando<br />

y combinándose de mil maneras distintas,<br />

pero siempre los mismos.<br />

-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico;<br />

pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un<br />

ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce<br />

un reloj algunos segundos antes de sonar la<br />

hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se<br />

dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se<br />

dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica,<br />

y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.<br />

En el derruido templo no había campana, ni<br />

reloj, ni torre ya siquiera.<br />

Aún no había expirado, debilitándose de<br />

eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba<br />

su vibración temblando en el aire, cuando los<br />

doseles de granito que cobijaban las esculturas, las<br />

gradas de mármol de los altares, los sillares de las<br />

ojivas, los calados antepechos del coro, los festones<br />

de tréboles de las cornisas, los negros machones


de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia<br />

entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin<br />

que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara<br />

que derramase aquella insólita claridad.<br />

Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos<br />

amarillos se desprende ese gas fosfórico que<br />

brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada,<br />

inquieta y medrosa.<br />

Todo pareció animarse, pero con ese movimiento<br />

galvánico que imprime a la muerte contracciones<br />

que parodian la vida, movimiento instantáneo,<br />

más horrible aún que la inercia del cadáver<br />

que agita con su desconocida fuerza. Las piedras<br />

se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos<br />

fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se<br />

levantó intacta como si acabase de dar en ella su<br />

último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se<br />

levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles<br />

y las destrozadas e inmensas series de arcos<br />

que, cruzándose y enlazándose caprichosamente<br />

entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de<br />

pórfido.<br />

Un vez reedificado el templo, comenzó a<br />

oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con<br />

el zumbido del aire, pero que era un conjunto de


voces lejanas y graves, que parecía salir del seno<br />

de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose<br />

cada vez más perceptible.<br />

El osado peregrino comenzaba a tener miedo;<br />

pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por<br />

todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él<br />

dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al<br />

borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el<br />

torrente, despeñándose con un trueno incesante y<br />

espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.<br />

Mal envueltos en los jirones de sus hábitos,<br />

caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales<br />

contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y<br />

los blancos dientes las oscuras cavidades de los<br />

ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los<br />

monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la<br />

iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las<br />

aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus<br />

manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar<br />

por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja<br />

y sepulcral, pero con una desgarradora expresión<br />

de dolor, el primer versículo del salmo de David:<br />

¡Miserere mei, Deus, secundum magnam<br />

misericordiam tuam!


Cuando los monjes llegaron al peristilo del<br />

templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando<br />

en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con<br />

voz más levantada y solemne prosiguieron entonando<br />

los versículos del salmo. La música sonaba<br />

al compás de sus voces: aquella música era el rumor<br />

distante del trueno, que desvanecida la tempestad,<br />

se alejaba murmurando; era el zumbido del aire<br />

que gemía en la concavidad del monte; era el<br />

monótono ruido de la cascada que caía sobre las<br />

rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del<br />

búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos.<br />

Todo esto era la música, y algo más que no puede<br />

explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía<br />

como el eco de un órgano que acompañaba<br />

los versículos del gigante himno de contrición del<br />

Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes<br />

como sus palabras terribles.<br />

Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba,<br />

absorto y aterrado, creía estar fuera del<br />

mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño<br />

en que todas las cosas se revisten de formas extrañas<br />

y fenomenales.<br />

Un sacudimiento terrible vino a sacarle de<br />

aquel estupor que embargaba todas las facultades


de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de<br />

una emoción fortísima, sus dientes chocaron,<br />

agitándose con un temblor imposible de reprimir, y<br />

el frío penetrar hasta la médula de los huesos.<br />

Los monjes pronunciaban en aquel instante<br />

estas espantosas palabras del Miserere:<br />

In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis<br />

concepit me mater mea.<br />

Al resonar este versículo y dilatarse sus<br />

ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó<br />

un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor<br />

arrancado a la Humanidad entera por la conciencia<br />

de sus maldades, un grito horroroso, formado de<br />

todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos<br />

de la desesperación, de todas las blasfemias de<br />

la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete<br />

de los que viven en el pecado y fueron concebidos<br />

en la iniquidad.<br />

Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo,<br />

ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube<br />

oscura de una tempestad, haciendo suceder a un<br />

relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta<br />

que merced a una transformación súbita, la iglesia<br />

resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas


de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola<br />

luminosa brilló en derredor de sus frentes; se<br />

rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo<br />

como un océano de lumbre abierto a la mirada de<br />

los justos.<br />

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y<br />

las jerarquías acompañaban con un himno de gloria<br />

este versículo, que subía entonces al trono del Señor<br />

como una tromba armónica, como una gigantesca<br />

espiral de sonoro incienso:<br />

Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et<br />

exultabunt ossa humiliata.<br />

En este punto la claridad deslumbradora<br />

cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con<br />

violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento<br />

por tierra, y nada más oyó.<br />

III<br />

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la<br />

abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había<br />

dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior,<br />

vieron entrar por sus puertas, pálido y como<br />

fuera de sí, al desconocido romero.


-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó<br />

con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas<br />

una mirada de inteligencia a sus superiores.<br />

-Sí -respondió el músico.<br />

-¿Y qué tal os ha parecido?<br />

-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra<br />

casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y<br />

pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra<br />

inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas<br />

a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice<br />

con ella la de esta abadía.<br />

Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al<br />

abad que accediese a su demanda; el abad, por<br />

compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a<br />

ella, y el músico, instalado ya en el monasterio,<br />

comenzó su obra.<br />

Noche y día trabajaba con un afán incesante.<br />

En mitad de su tarea se paraba, y parecía como<br />

escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se<br />

dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba:<br />

-¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y<br />

proseguía escribiendo notas con una rapidez febril,<br />

que dio en más de una ocasión que admirar a los<br />

que le observaban sin ser vistos.


Escribió los primeros versículos y los siguientes,<br />

y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar<br />

al último que había oído en la montaña, le fue imposible<br />

proseguir.<br />

Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores;<br />

todo inútil. Su música no se parecía a aquella<br />

música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados,<br />

y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su<br />

cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder<br />

terminar el Miserere, que, como una cosa extraña,<br />

guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva<br />

hoy en el archivo de la abadía.<br />

Cuando el viejecito concluyó de contarme<br />

esta historia, no pude menos de volver otra vez los<br />

ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere,<br />

que aún estaba abierto sobre una de las mesas.<br />

In peccatis concepit me mater mea<br />

Éstas eran las palabras de la página que<br />

tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con<br />

sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles<br />

para los legos en la música.<br />

Por haberlas podido leer hubiera dado un<br />

mundo.


¿Quién sabe sí no serán una locura?


La arquitectura árabe en Toledo<br />

Llevando en una mano el Corán y en la otra<br />

la espada, los hijos de Ismael habían ya recorrido<br />

una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta<br />

persecución de estos guerreros apóstoles de falso<br />

profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un<br />

gran pueblo, y el Asia y el África se unían por medio<br />

del lazo de las creencias, santificado con el sello de<br />

las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península<br />

a las huestes de Tarif y la monarquía gótica<br />

cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su<br />

último rey.<br />

Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron<br />

mucho en posesionarse de casi todo el reino.<br />

Como es indudable que a sus conquistas presidía<br />

un gran pensamiento, el exterminio no siguió de<br />

cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones<br />

con que aceptaron la rendición de un gran número<br />

de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales<br />

dejaron a los cristianos, prueban claramente que<br />

antes trataban de consolidar que de destruir, y que<br />

al emprender sus aventuradas expediciones, no les<br />

impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de<br />

triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores<br />

de todas las épocas ofrece muy raros


ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría,<br />

puestas en acción por los árabes en la larga carrera<br />

de sus victorias.<br />

Dueños, pues, de casi toda la Península<br />

ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio que<br />

agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes,<br />

salidas de entre las abrasadoras arenas del<br />

Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto,<br />

rico botín de la inteligencia que habían recogido<br />

en su marcha triunfal a través de las antiguas<br />

naciones, comenzaron a fundirse en su imaginación<br />

en un solo pensamiento regenerador.<br />

Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones<br />

de vida nómada, no había encontrado un momento<br />

de reposo. Primeramente pone su movible<br />

tienda, ya al pie de una palmera del Desierto, ya en<br />

la falda de una colina; después se hace conquistador,<br />

y derramándose por el mundo, hoy sestea en el<br />

Cairo, a la tarde duerme en el África, y al amanecer<br />

levanta su campamento y le sorprende el sol con el<br />

nuevo día en Europa.<br />

Pero el momento de recoger el fruto de sus<br />

conquistas, la hora de recibir el precio de su sangre,<br />

tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus<br />

leyes, y con ellas sus costumbres, comenzaron a


dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo<br />

de sus aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor,<br />

y la sociedad que comenzaba a constituir puso<br />

el pie en la senda del progreso a la que llamaban su<br />

grandeza y su poder.<br />

Como es de presumir, el arte no existía aún<br />

entre los sectarios de Mahoma; pero el desarrollo<br />

de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad.<br />

Y decimos una necesidad, porque es digna<br />

de ser observada la influencia que las creencias<br />

religiosas ejercen sobre la imaginación de los pueblos<br />

que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera<br />

ligeramente, la historia moral, por decirlo así, de<br />

todos los países, y no se podrá por menos de conceder<br />

a esta influencia la gloria de haber dado, a<br />

cada una de las naciones que civilizó, unas costumbres<br />

en perfecta afinidad con sus necesidades, y<br />

una arquitectura original en maravillosa armonía con<br />

su culto.<br />

Los adoradores de Isis, los sacerdotes de<br />

sus terribles misterios, después de poblar sus altares<br />

de locas e incomprensibles concepciones, crearon<br />

el arte egipcio con sus esfinges monstruosas,<br />

sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El<br />

pensamiento de un mundo viril y grande se halla


grabado con sus caracteres indelebles en los colosos<br />

del Desierto.<br />

La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación<br />

poderosa y sus imaginaciones ardientes,<br />

alimentadas por una religión todo maravillas y mitos<br />

emblemáticos, ahuecó los montes para tallar en su<br />

seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La<br />

extraña y salvaje poesía de los Vedas parece que<br />

toma formas y vive cuando a la moribunda luz que<br />

se abre paso a través de las grutas sagradas se ven<br />

desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus<br />

muros, las silenciosas procesiones de monstruosos<br />

elefantes, guiados por esos deformes genios que<br />

despliegan sus triples miembros en semicírculo,<br />

como las plumas de un quitasol.<br />

La Grecia coronó de flores sus divinidades,<br />

les prestó el ideal de la belleza humana y las colocó<br />

sobre altares risueños, levantados a la sombra de<br />

edificios que respiraban sencillez y majestad. Basta<br />

examinar sus templos, ricos de armonía y de luz;<br />

basta hacerse cargo de la matemática euritmia de<br />

sus construcciones, para comprender a aquella<br />

sociedad que sujetó la idea a la forma, que tiranizó<br />

la libre imaginación por medio de los preceptos del<br />

arte.


La arquitectura árabe parece la hija del<br />

sueño de un creyente dormido después de una<br />

batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión<br />

que con tan brillantes colores pinta las huríes del<br />

paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir<br />

las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos<br />

en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones<br />

no son más que una hermosa página del<br />

libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y<br />

estuco en las paredes de una mezquita o en las<br />

tarbeas de una aljama.<br />

La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis<br />

y las fantásticas visiones de los eremitas. La<br />

luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro<br />

misterio se dan la mano en ese poema místico del<br />

sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad<br />

Media prestó sus severas y melancólicas tintas.<br />

Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura<br />

absolutamente original y completa; sus obras<br />

fueron modificaciones, no creaciones, porque, como<br />

dejamos dicho, sólo una nueva religión puede crear<br />

una nueva sociedad, y sólo en ésta hay poder de<br />

imaginación suficiente a concebir un nuevo arte.<br />

Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado<br />

en un gran pueblo, y Bizancio el cadáver gal-


vanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de<br />

los siglos unió por algunos instantes el mundo que<br />

desaparecía con el que se levantaba.<br />

He aquí por qué dijimos que, derrocada en<br />

nuestra Península la raza del Norte por la del Oriente,<br />

el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo<br />

del arte una necesidad. El secreto impulso que<br />

lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia<br />

del genio ismaelita; pero aún se encontraba<br />

muy distante del término de su carrera, por lo que<br />

en los primeros pasos se limitó a satisfacer sus<br />

necesidades por medio de la imitación.<br />

En este punto, como fácilmente se comprende,<br />

comenzó la primera época de las tres principales<br />

en que puede dividirse la historia de la arquitectura<br />

muslímica toledana, época que a su vez<br />

puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y<br />

otro de lucha entre la idea original y la influencia<br />

extraña de los diferentes géneros arquitectónicos<br />

que se amalgamaron entre sí para crear el nuevo<br />

estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto<br />

permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.<br />

Pocas son las muestras que nos quedan<br />

hoy de ambos períodos, pues habiendo desapareci-


do la grande aljama o alcázar de los reyes moros,<br />

como asimismo la mezquita mayor, sobre los cimientos<br />

de la cual Fernando el Santo levantó la<br />

iglesia primada, sus obras de mayor importancia, y,<br />

por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan<br />

fuera del alcance de nuestra crítica. Sin embargo,<br />

basta examinar la antigua mezquita que es hoy<br />

capilla del Cristo de la Luz, la iglesia de Santa María<br />

la Blanca, la de San Román, y algunos otros restos<br />

de la arquitectura de los árabes toledanos, para<br />

poder señalar, hasta cierto punto con exactitud, los<br />

caracteres que la distinguen.<br />

Obsérvanse en ella restos de las construcciones<br />

góticas como capiteles y fustes de columnas<br />

empleados en las fábricas, que, para atender a sus<br />

primeras necesidades erigieron los sectarios de<br />

Mahoma después de conquistada la ciudad. (2) La<br />

forma de los templos guarda, por lo regular, bastante<br />

analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose<br />

compartidas en naves como éstas, y comenzando<br />

en la cabecera algunas veces con ábside.<br />

Los arcos que soportan las techumbres de las naves<br />

son redondos o de herradura, observándose<br />

asimismo, hasta en las construcciones más primitivas,<br />

el empleo de los arcos dúplices en la ornamentación<br />

de los muros.


Los fustes de las columnas que sostienen<br />

las arquerías de estos edificios, son unas veces de<br />

mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre<br />

gruesos y pesados. La forma octógona, que en<br />

algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres<br />

distintivos de este período. Los arabescos o<br />

adornos del gusto árabe con que embellecían sus<br />

obras son escasos, toscos y casi siempre imitación<br />

o copia adulterada de los adornos propios de las<br />

órdenes de arquitectura que habían visto al pasar,<br />

triunfadores de los pueblos que amarraron a su<br />

yugo. En los capiteles imitan las formas griegas,<br />

aunque modificándolas más o menos, según el capricho<br />

de sus autores; en la ornamentación, el bizantino<br />

es uno de los géneros que presta con más<br />

abundancia sus caprichosos adornos al arte de los<br />

muslimes.<br />

El segundo período de esta grande época<br />

de nacimiento y desarrollo de las ideas originales y<br />

propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en<br />

Toledo cuando a principios del siglo XI Abu Mohammad<br />

Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de<br />

los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta ciudad en capital<br />

del reino nuevamente constituido. A este tiempo<br />

perteneció, sin duda, la ornamentación de la mezquita<br />

mayor y la grande aljama, edificios de los que,


como de otros muchos de la misma edad sólo nos<br />

quedan vagas y confusas tradiciones, unidas a alguno<br />

que otro fragmento.<br />

Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda<br />

mitad de la creación de su arte, los alarifes<br />

mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración<br />

y la influencia de otros estilos, llevan una<br />

considerable ventaja.<br />

Las alharacas o adornos de follaje con que<br />

cubren los capiteles de sus columnas, la archivolta<br />

de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las<br />

adarajas o lacerías de sus orlas, y el menudo almocárabe<br />

que sirve de fondo a su ornamentación,<br />

comienzan ya a determinarse y a tomar un carácter<br />

propio. Nótase este adelanto muy particularmente<br />

en los edificios árabes de este tiempo que aún existen<br />

en varios puntos de España. En Toledo, como<br />

ya dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de<br />

estos dos períodos, y especialmente del último, se<br />

conservan.<br />

La segunda época, la época de virilidad y<br />

esplendor de este género maravilloso y delicado,<br />

comenzó a florecer en la ciudad imperial después<br />

que Don Alfonso la reconquistó del poder de los<br />

musulmanes. Los alarifes andaluces que habían


estudiado en la Alhambra y en el alcázar de Sevilla,<br />

magníficos edificios en que el genio oriental desplegó<br />

todo el lujo de su imaginación inagotable, se<br />

desparramaron en este tiempo por la Península, y<br />

llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades<br />

reconquistadas, en las que, así los árabes que aún<br />

permanecían en ellas, como los cristianos y los<br />

judíos que en gran número se encontraban en las<br />

grandes poblaciones, usaron casi exclusivamente<br />

por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura,<br />

ya para sus palacios, ya para sus templos y<br />

fábricas de utilidad común.<br />

Imposible sería describir con palabras la brillante<br />

metamorfosis que en esta edad experimentó<br />

el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir<br />

tímidamente el sendero de la imitación, ensayando<br />

con pobreza y miedo alguna que otra idea<br />

original. Sus formas groseras y pesadas han adquirido<br />

una esbeltez y una gallardía admirables; sus<br />

arcos, compuestos de mil y mil líneas atrevidas y<br />

nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles,<br />

que no se concibe que pudieran soportar los muros,<br />

si éstos a su vez no fuesen calados y ligeros como<br />

el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas<br />

combinaciones de sus lacerías se complican y<br />

enredan entre sí de un modo inconcebible, y cada


capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas<br />

magníficas creaciones, son a su vez una obra artística<br />

maravillosa en las que otros detalles secundarios<br />

aparecen a los ojos del observador y lo asombran<br />

por su delicadeza, su novedad y su número.<br />

La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la<br />

ornamentación de Santa María la Blanca, los restos<br />

del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y<br />

otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos,<br />

representan dignamente en la capital de Castilla la<br />

Nueva este período de esplendor y grandeza de la<br />

arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos<br />

son los que a continuación expresamos.<br />

El empleo de ojivas túmido conopiales, ya<br />

simples, ya incluidas en arcos de herradura o estalactíticos;<br />

el uso, cada vez más frecuente, de dobles<br />

ajimeces, sostenidos por parteluces esbeltísimos y<br />

cuajados de ornamentación y figuras geométricas;<br />

arcos de diversas formas, en los que se combinan<br />

de mil maneras extrañas porciones de círculo, que<br />

dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos<br />

trazados por líneas rectas combinadas con porciones<br />

de círculo; pechinas de dobles y triples hileras<br />

de bovedillas apiñadas, las que también se usaron<br />

en algunos edificios del género ojival, construidos


en épocas posteriores, como en San Juan de los<br />

Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los<br />

muros de los caracteres cúficos, usados en la primera<br />

época, por los neskhi, de forma más ligera y<br />

gallarda; adornos en la ornamentación completamente<br />

originales y propios del arte arábigo, los que,<br />

aun cuando guardan alguna remota idea de los<br />

bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes;<br />

artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías<br />

combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza<br />

con las tracerías del estilo ojival; uso casi<br />

general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes<br />

de infinitos colores y formas, adornando las<br />

zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución<br />

en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas,<br />

propias de la ornamentación de otros<br />

estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo,<br />

las que, revelándose sobre fondos de ataurique y<br />

combinándose entre sí, forman a veces dobles postas.<br />

He aquí los principales caracteres que, unidos a<br />

la delicadeza y perfección con que están ejecutados<br />

todos los detalles, dan a conocer este período a<br />

primera vista.<br />

La tercera época, la época de la decadencia,<br />

no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia.<br />

Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en


sus obras, por el abandono de aquella prodigalidad<br />

de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura<br />

en su período de gloria, y por la adulteración de<br />

algunas de las partes de que se compone.<br />

El estilo ojival, que cada día adelantaba un<br />

paso más en la senda de la perfección, comenzó a<br />

oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el<br />

cual, no obstante, prolongó su existencia; aunque<br />

trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el<br />

que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos<br />

géneros, representantes genuinos, el uno de la<br />

religión cristiana y el otro de la islamita.


¡Es raro!<br />

Tomábamos el té en casa de una señora<br />

amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales<br />

que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos<br />

protagonistas hemos conocido, si es que no hemos<br />

hecho un papel en algunas de sus escenas.<br />

Entre otras muchas personas que no recuerdo,<br />

se encontraba allí una niña rubia, blanca y<br />

esbelta, que a tener una corona de flores en lugar<br />

del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre<br />

los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado,<br />

sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.<br />

Tan puros eran el blanco de su frente y el<br />

azul de sus ojos.<br />

De pie, apoyada una mano en la causeuse<br />

de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y acariciando<br />

con la otra los preciosos dijes de su cadena<br />

de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada<br />

pronunciación se notaba un leve acento extranjero,<br />

a pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles<br />

como los del Cid o Bernardo del Carpio.<br />

Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras<br />

distinguidas y afables, y que parecía seriamente<br />

preocupado en la operación de dulcificar a


punto su taza de té, completaba el grupo de las<br />

personas más próximas a la chimenea, al calor de<br />

la cual me senté para contar esta historia. Esta historia<br />

parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera<br />

hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas veces<br />

en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas<br />

palabras, pues para el que haya de comprenderla<br />

todavía sobrarán algunas.<br />

I<br />

Andrés, porque así se llamaba el héroe de<br />

mi narración, era uno de esos hombres en cuya<br />

alma rebosan el sentimiento que no han gastado<br />

nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.<br />

Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de<br />

unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez; sólo<br />

puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se<br />

oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro: -<br />

¡Ya pasó aquello!<br />

Todos decimos lo mismo, recordando con<br />

tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la explicación<br />

de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho<br />

que no.


Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por<br />

esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad<br />

es que el mundo para los pobres, y para cierta clase<br />

de pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho<br />

menos. Andrés era, como suele decirse, de los que<br />

se levantan la mayor parte de los días con veinticuatro<br />

horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál<br />

sería el estado de un alma toda idealismo, toda<br />

amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de<br />

buscarse el pan nuestro cotidiano.<br />

No obstante, algunas veces, sentándose a<br />

la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre las<br />

rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:<br />

-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con<br />

toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un perro siquiera!<br />

Como no tenía un cuarto, no le era posible<br />

tener nada, ningún objeto en que satisfacer su<br />

hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto<br />

de que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril<br />

donde habitaba, a los mezquinos muebles que le<br />

servían hasta a la patrona, que era su genio del<br />

mal.


No hay que extrañarlo; Josefo refiere que<br />

durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre, que<br />

las madres se comieron a sus hijos.<br />

Un día pudo proporcionarse un escasísimo<br />

sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando se<br />

retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha,<br />

oyó una especie de lamentos, como lloros de una<br />

criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos<br />

pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando<br />

exclamó deteniéndose:<br />

-Diantre, ¿qué es esto?<br />

Y tocó con la punta del pie una cosa blanda<br />

que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era uno<br />

de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.<br />

-La Providencia lo ha puesto en mi camino -<br />

dijo para sí Andrés, recogiéndole y abrigándole con<br />

el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.<br />

-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle<br />

entrar con el perrillo.- No nos faltaba más que ese<br />

nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted<br />

donde lo encontró, o mañana busca donde<br />

acomodarse con él.


Al otro día salió Andrés de la casa, y en el<br />

discurso de dos o tres meses salió de otras doscientas<br />

por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos,<br />

y otros mil que es imposible detallar, los compensaban<br />

con usura la inteligencia y el cariño del<br />

perro; con el cual se distraía como con una persona<br />

en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos<br />

comían, juntos descansaban y juntos daban la vuelta<br />

a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino<br />

de los Carabancheles.<br />

Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde<br />

no se permitían o estorbaban los perros, estaban<br />

vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas<br />

veces con toda la efusión de su alma y como<br />

correspondiendo a las caricias del suyo:<br />

-¡Animalito! no le falta más que hablar.<br />

II<br />

Sería enfadoso explicar cómo, pero es el<br />

caso que Andrés mejoró algo de posición, y viéndose<br />

con algún dinero, dijo:<br />

-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener<br />

una mujer es preciso mucho; los hombres como yo,<br />

antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle,<br />

y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la


cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo!<br />

No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo<br />

había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno<br />

con el otro y yo con los dos!<br />

Una tarde fue a los toros y antes de comenzar<br />

la función dirigiose maquinalmente al corral,<br />

donde esperaban ensillados los que habían de salir<br />

a la lidia.<br />

No sé si mis lectores habrán tenido alguna<br />

vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo<br />

asegurarles que, sin creerme tan sensible como el<br />

protagonista de esta historia, he tenido algunas<br />

veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la<br />

lástima que me ha dado de ellos.<br />

Andrés no pudo menos de experimentar<br />

una sensación penosísima al encontrarse en aquel<br />

sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los<br />

huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban<br />

inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa<br />

muerte que había de poner término, dentro de<br />

breves horas, a la miserable vida que arrastraban;<br />

otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre<br />

y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y<br />

dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y<br />

huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos


aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos.<br />

¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus<br />

cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado<br />

en su carrera, y ahora todo era juramentos por<br />

acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la<br />

muerte con una agonía horrible, acompañada de<br />

chanzonetas y silbidos!<br />

-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán<br />

estos animales en el fondo de su confusa<br />

inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden<br />

la lengua y expiran con una contracción espantosa?<br />

En verdad que la ingratitud del hombre es<br />

algunas veces inconcebible.<br />

De estas reflexiones vino a sacarle la<br />

aguardentosa voz de uno de los picadores, que<br />

juraba y maldecía mientras probaba las piernas de<br />

uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha<br />

en la pared. El caballo no parecía del todo<br />

despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener<br />

alguna enfermedad de muerte.<br />

Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería<br />

de costar mucho; pero ¿y mantenerlo? El picador<br />

le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a<br />

salir; nuestro joven vaciló un instante y le detuvo.<br />

Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto


de hora convenció al jinete para que lo dejase,<br />

buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con<br />

él.<br />

Creo excusado decir que aquella tarde no<br />

vio los toros.<br />

Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto,<br />

estaba o parecía estar loco.<br />

-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.<br />

-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.<br />

El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -<br />

exclamó al fin su dueño-: démosle de comer lo que<br />

quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El<br />

caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser<br />

más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que<br />

nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía<br />

éste: -Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a<br />

rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente<br />

a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de<br />

tal modo, que Andrés sabía cuando el caballo tenía<br />

ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le<br />

bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse<br />

o partir al escape, rápido como un huracán.


Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse<br />

de tal modo con su nuevo camarada, que ni<br />

a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto,<br />

cuando se perdía al escape entre una nube de polvo<br />

por el camino de los Carabancheles, y su perro<br />

le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar<br />

a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle.<br />

Andrés se creía el más feliz de los hombres.<br />

III<br />

Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico<br />

o casi rico.<br />

Un día, después de haber corrido mucho, se<br />

apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a su<br />

sombra.<br />

Era un día de primavera, luminoso y azul,<br />

de esos en que se respira con voluptuosidad una<br />

atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se<br />

oyen en las ráfagas del aire como armonías lejanas,<br />

en que los limpios horizontes se dibujan con líneas<br />

de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes<br />

de no se qué, átomos que semejan formas transparentes<br />

que nos siguen, nos rodean y nos embriagan<br />

a un tiempo de tristeza y de felicidad.


-Yo quiero mucho a estos dos seres -<br />

exclamó Andrés después de sentarse, mientras<br />

acariciaba a su perro con una mano y con la otra le<br />

daba a su caballo un puñado de yerbas-, mucho;<br />

pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se<br />

ha llenado nunca; todavía me queda por emplear un<br />

cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente<br />

necesito una mujer.<br />

En aquel momento pasaba por el camino<br />

una muchacha con un cántaro en la cabeza.<br />

Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió<br />

agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela, y lo<br />

hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió<br />

perfectamente uno de los más patriarcales<br />

episodios de la Biblia.<br />

-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que<br />

hubo bebido.<br />

-Plácida.<br />

-¿Y en qué te ocupas?<br />

-Soy hija de un comerciante que murió<br />

arruinado y perseguido por sus opiniones políticas.<br />

Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos<br />

a una aldea, donde lo pasamos bien mal, con una


pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre<br />

está enferma y yo tengo que hacerlo todo.<br />

-¿Y cómo no te has casado?<br />

-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para<br />

trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.<br />

dirse.<br />

La muchacha se alejó después de despe-<br />

Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció<br />

en silencio; cuando la perdió de vista, dijo con<br />

la satisfacción del que resuelve un problema:<br />

-Esa mujer me conviene.<br />

Montó en su caballo, y seguido de su perro<br />

se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento con<br />

la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente<br />

de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta<br />

se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer,<br />

que es una de las mayores felicidades de este<br />

mundo.<br />

Casarse y establecerse en una quinta situada<br />

en uno de los sitios más pintorescos de su país,<br />

fue obra de algunos días.


Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su<br />

perro y su caballo, tuvo que restregarse los ojos:<br />

creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz<br />

era el pobre Andrés.<br />

IV<br />

Así vivió por espacio de algunos años, dichoso<br />

si Dios tenía qué, cuando una noche creyó<br />

observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde<br />

sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la<br />

cerradura de una puerta del jardín.<br />

-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar<br />

al pueblo más cercano, donde había una pareja de<br />

guardias civiles.<br />

-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.<br />

-Al pueblo.<br />

-¿A qué?<br />

-A dar aviso a los civiles, porque sospecho<br />

que alguien nos ronda la quinta.<br />

Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente.<br />

Él, dándole un beso, prosiguió:<br />

-Me marcho a pie, porque el camino es corto.<br />

¡Adiós!, hasta la tarde.


Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta,<br />

entró un momento en la cuadra, vio a su caballo,<br />

y acariciándolo le dijo:<br />

-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás,<br />

que ayer te di un mate como para ti solo.<br />

El caballo, que acostumbraba a salir todos<br />

los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirle<br />

alejarse.<br />

Cuando Andrés se disponía a abandonar la<br />

quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.<br />

-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole<br />

como si lo entendiese-: cuando vas al pueblo,<br />

ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el<br />

mejor día del año te van a dar tal golpe, que no te<br />

quedan ánimos de volver por otro... No abrirle hasta<br />

que yo me marche -prosiguió dirigiéndose a un criado,<br />

y cerró la puerta para que no le siguiese.<br />

Ya había dado la vuelta al camino, cuando<br />

todavía escuchaba los largos aullidos del perro.<br />

Fue al pueblo, despachó su diligencia, se<br />

entretuvo un poco con el alcalde charlando de diversas<br />

cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a<br />

las inmediaciones, extrañó bastante que no saliese


el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si<br />

lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silba...,<br />

¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué<br />

diantres será esto! -exclama con inquietud, y se<br />

dirige al caserío.<br />

Llega a él, entra en el patio; lo primero que<br />

se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco<br />

de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos<br />

de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas<br />

pendientes aún de sus fauces, cubiertas de<br />

una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido<br />

y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.<br />

Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo<br />

entreabre los ojos, hace un inútil esfuerzo<br />

para levantarse, menea débilmente la cola, lame la<br />

mano que lo acaricia y muere.<br />

-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -<br />

exclama entonces con voz sorda y ahogada por la<br />

emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda<br />

que lo sujetaba a él.<br />

Sale de allí como un loco: llama a su mujer,<br />

nadie responde; a sus criados, tampoco; recorre<br />

toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale


de nuevo al camino, ve las señales del casco de su<br />

caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce<br />

o cree conocer hasta las huellas de su animal<br />

favorito.<br />

-Todo lo comprendo -dice como iluminado<br />

por una idea repentina-; los ladrones se han aprovechado<br />

de mi ausencia para hacer su negocio, y<br />

se llevan a mi mujer para exigirme por su rescate<br />

una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la<br />

salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! -exclama<br />

volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado,<br />

siguiendo la dirección de las pisadas.<br />

Y corrió, corrió sin descansar un instante en<br />

pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.<br />

-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo-<br />

a un hombre a caballo con una mujer a la grupa?<br />

-Sí -le respondían.<br />

-¿Por dónde van?<br />

-Por allí.<br />

Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía<br />

corriendo.


La noche comenzaba a caer. A la misma<br />

pregunta siempre encontraba la misma respuesta; y<br />

corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y<br />

junto a la entrada, al pie de una cruz que señalaba<br />

el punto en que se dividía en dos el camino, vio un<br />

grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que<br />

contemplaban con curiosidad una cosa que él no<br />

podía distinguir.<br />

Llega, hace la misma pregunta de siempre,<br />

y le dice uno de los del grupo:<br />

-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por<br />

más señas, el caballo que la conducía, que cayó<br />

aquí reventado de correr.<br />

Andrés vuelve los ojos en la dirección que le<br />

señalaban, y ve en efecto su caballo, su querido<br />

caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían<br />

a desollar para aprevecharse de la piel. No pudo<br />

apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida,<br />

volvió a asaltarle la idea de su esposa.<br />

-Y decidme -exclamó precipitadamente-,<br />

¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer desgraciada?<br />

-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del<br />

corro -; como que yo les he vendido otra caballería


para que prosiguiesen su camino con toda la prisa<br />

que al parecer les importa.<br />

-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada;<br />

ese hombre es un bandido que, sin hacer<br />

caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no<br />

se adónde.<br />

Los maliciosos patanes cambiaron entre sí<br />

una mirada, sonriéndose, de compasión.<br />

-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted<br />

contando? -prosiguió con sorna su interlocutor-.<br />

¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco:<br />

«Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no<br />

me veré tranquila hasta que los pierda de vista para<br />

siempre».<br />

Andrés lo comprendió todo; una nube de<br />

sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no<br />

brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado<br />

como un cadáver.<br />

Estaba loco; a los pocos días, muerto.<br />

Le hicieron la autopsia; no le encontraron<br />

lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la<br />

disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a<br />

ésta se explicarían!


-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó<br />

el joven, que proseguía jugando con los dijes de su<br />

reloj, al concluir mi historia.<br />

Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted<br />

poco? Él prosiguió con cierto aire de profundidad:<br />

-¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las<br />

últimas carreras, tropezó mi Herminia, mató al jochey<br />

y se quebró una pierna; la desgracia de aquel<br />

animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente,<br />

no tanto..., no tanto.<br />

Aún proseguía mirándole con asombro,<br />

cuando hirió mi oído una voz armoniosa y ligeramente<br />

velada, la voz de la niña de los ojos azules.<br />

-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a<br />

mi Medoro -dijo dándole un beso en el hocico al<br />

enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-:<br />

pero si se muriese o me lo mataran, no creo que me<br />

volvería loca ni cosa que lo valga.<br />

Mi asombro rayaba en estupor; aquellas<br />

gentes no me habían comprendido o no querían<br />

comprenderme.<br />

Al cabo me dirigí al señor que tomaba té,<br />

que en razón a sus años debía de ser algo más<br />

razonable.


-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.<br />

-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado,<br />

quise a mi mujer, la aprecio todavía, me parece;<br />

tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico,<br />

que por su publicidad exigía una reparación por<br />

mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir<br />

a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso<br />

si los hay, con quien suelo tomar café algunas<br />

noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer<br />

vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar...<br />

Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como<br />

dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes<br />

emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después<br />

de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi<br />

vida. ¡qué le he de decir a usted de esas explosiones<br />

fenomenales del sentimiento, sino que todo eso<br />

me parece raro, muy raro!<br />

Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la<br />

niña rubia y el joven que le hacía el amor repasaban<br />

juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los<br />

pocos momentos, él mismo servía con una fruición<br />

deliciosa la tercera taza de té.<br />

Al pensar que oyendo el desenlace de mi<br />

historia habían dicho «¡es raro!» exclamé yo para<br />

mí mismo..., «¡es natural!»


Las hojas secas<br />

El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban<br />

hechas jirones sobre mi cabeza, iban a<br />

amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano.<br />

El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba<br />

las hojas secas a mis pies.<br />

Yo estaba sentado al borde de un camino,<br />

por donde siempre vuelven menos de los que van.<br />

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba<br />

entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a<br />

punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla<br />

y agita ligeramente las alas antes de levantar el<br />

vuelo.<br />

Hay momentos en que, merced a una serie<br />

de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le<br />

rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende<br />

todos los misteriosos fenómenos de la vida<br />

interna del hombre.<br />

Hay otros en que se desliga de la carne,<br />

pierde su personalidad y se confunde con los elementos<br />

de la Naturaleza, se relaciona con su modo<br />

de ser y traduce su incomprensible lenguaje.


Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos,<br />

cuando solo y en medio de la escueta llanura<br />

oí hablar cerca de mí.<br />

Eran dos hojas secas las que hablaban, y<br />

éste, poco más o menos, su extraño diálogo:<br />

-¿De dónde vienes, hermana?<br />

-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta<br />

en la nube de polvo y de las hojas secas nuestras<br />

compañeras, a lo largo de la interminable llanura.<br />

¿Y tú?<br />

-Yo he se guido algún tiempo la corriente<br />

del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre<br />

el légamo y los juncos de la orilla.<br />

-¿Y adónde vas?<br />

-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me<br />

empuja?<br />

-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar<br />

amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras<br />

que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos<br />

en el aire?<br />

-¿Te acuerdas de los hermosos días en que<br />

brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto


el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos<br />

al templado beso del sol como un abanico<br />

de esmeraldas?<br />

-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada<br />

por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los<br />

poros el aire y la luz!<br />

-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua<br />

del río que lamía las retorcidas raíces del añoso<br />

tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y<br />

transparente que copiaba como un espejo el azul<br />

del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas<br />

entre dos abismos azules!<br />

-¡Con qué placer nos asomábamos por cima<br />

de las verdes frondas para vernos retratadas en la<br />

temblorosa corriente!<br />

-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor<br />

de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!<br />

-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando<br />

sus alas de gasa a nuestro alrededor.<br />

-Y las mariposas blancas y las libélulas azules,<br />

que giran por el aire en extraños círculos, se<br />

paraban un momento en nuestros dentellados bor-


des a contarse los secretos de ese misterioso amor<br />

que dura un instante y les consume la vida.<br />

-Cada cual de nosotras era una nota en el<br />

concierto de los bosques.<br />

-Cada cual de nosotras era un tono en la<br />

armonía de su color.<br />

-En las noches de luna, cuando su plateada<br />

luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te<br />

acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las<br />

diáfanas sombras?<br />

-Y referíamos con un blando susurro las historias<br />

de los silfos que se columpian en los hilos de<br />

oro que cuelgan las arañas entre los árboles.<br />

-Hasta que suspendíamos nuestra monótona<br />

charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor,<br />

que había escogido nuestro tronco por escabel.<br />

-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos<br />

que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía<br />

llorando.<br />

-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas<br />

que nos prestaba el rocío de la noche y que res-


plandecían con todos los colores del iris a la primera<br />

luz de la aurora!<br />

-Después vino la alegre banda de jilgueros<br />

a llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada<br />

y confusa algarabía de sus cantos.<br />

-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras<br />

su redondo nido de aristas y de plumas.<br />

-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos<br />

contra las molestas gotas de la lluvia en las<br />

tempestades de verano.<br />

-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos<br />

de los importunos rayos del sol.<br />

-Nuestra vida pasaba como un sueño de<br />

oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.<br />

-Una hermosa tarde en que todo parecía<br />

sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente<br />

encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la<br />

tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de<br />

vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron<br />

a la orilla del agua y al pie del tronco que nos<br />

sostenía.


-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria.<br />

Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida.<br />

Él le decía con ternura: -¿Por qué lloras? -<br />

Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo -<br />

le respondió ella enjugándose una lágrima-; lloro por<br />

mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se<br />

corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura<br />

y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de<br />

pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente<br />

una amada, ¡la vida es buena! -¿Y por qué no has<br />

de vivir? -insistió él estrechándole las manos conmovido.<br />

-Porque es imposible. Cuando caigan secas<br />

esas hojas que murmuran armoniosas sobre<br />

nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento<br />

llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe<br />

adónde?<br />

Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y<br />

callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y<br />

girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas<br />

y llenas de terror permanecíamos aún cuando<br />

llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!<br />

-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado<br />

ruiseñor que la encantaba con sus quejas.<br />

-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus<br />

pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido


solo, columpiándose lentamente y triste como la<br />

cuna vacía de un niño muerto.<br />

Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas<br />

azules, dejando su lugar a los insectos oscuros<br />

que venían a roer nuestras fibras y a depositar en<br />

nuestro seno sus asquerosas larvas.<br />

-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas<br />

al helado contacto de las escarchas de la noche!<br />

-Perdimos el color y la frescura.<br />

-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que<br />

antes al tocarnos era como rumor de besos, como<br />

murmullo de palabras de enamorados, luego se<br />

convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y<br />

triste.<br />

-¡Y al fin volamos desprendidas!<br />

-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero,<br />

sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el polvo<br />

y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía<br />

reposar un instante en el profundo surco de un camino.<br />

-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada<br />

por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación


vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una<br />

mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas<br />

secas que marcaban su movimiento, a uno de los<br />

dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir<br />

la muerte.<br />

-¡Ella también se desprendió de la vida y<br />

acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo<br />

me detuve un momento!<br />

-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras,<br />

¿cuándo acabaremos este largo viaje?...<br />

-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar<br />

un punto vuelve a soplar, y ya me siento estremecida<br />

para levantarme de la tierra y seguir con él.<br />

¡Adiós, hermana!<br />

-¡Adiós!...<br />

Silbó el aire, que había permanecido un<br />

momento callado, y las hojas se levantaron en confuso<br />

remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas<br />

de la noche.<br />

Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar,<br />

y que, aunque lo recordase, no encontraría<br />

palabras para decirlo.


La mujer de piedra<br />

(Fragmento)<br />

Yo tengo una particular predilección hacia<br />

todo lo que puede vulgarizar el contacto o el juicio<br />

de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los<br />

pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas<br />

que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de<br />

los hombres positivistas, como una gota de agua<br />

sobre un tablero de mármol. En las ciudades que<br />

visito, busco las calles estrechas y solitarias; en los<br />

edificios que recorro, los rincones oscuros y los<br />

ángulos de los patios interiores, donde crece la yerba<br />

y la humedad enriquece con sus manchas de<br />

color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres<br />

que me causan impresión, algo de misterioso<br />

que creo traslucir confusamente en el fondo de sus<br />

pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara<br />

que arde ignorada en el santuario de su corazón,<br />

sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las<br />

flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de<br />

más pudoroso y excitante en la que se esconde<br />

entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume el<br />

aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en<br />

todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y<br />

de las cosas.


Esta pronunciada afición degenera a veces<br />

en extravagancia, y sólo teniéndola en cuenta podrá<br />

comprenderse la historia que voy a referir.<br />

I<br />

Vagando al acaso por el laberinto de calles<br />

estrechas y tortuosas de cierta antigua población<br />

castellana, acerté a pasar cerca de un templo en<br />

cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados<br />

por la mano de dos centurias, habían escrito<br />

una de las páginas más originales de la arquitectura<br />

española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas<br />

de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave<br />

del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero<br />

del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras<br />

de figuras enanas y características de aquel<br />

siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico<br />

en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el<br />

frente de la fachada se veían interpolados con un<br />

desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta<br />

inexplicable armonía, fragmentos de arcadas<br />

románticas incluidas en lienzos de muros, cuyos<br />

entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los<br />

pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus<br />

capiteles de espárrago, propios del género gótico;<br />

trozos de molduras compuestas de adornos circula-


es combinados geométricamente, que se interrumpían<br />

a veces para dejar espacio a la ornamentación<br />

afiligranada y ondeante de una ventana de<br />

arco apuntado, enriquecida de figuritas más airosas<br />

y altas y adornada de vidrios de colores. A donde<br />

quiera que se fijaban los ojos, podían observarse<br />

detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía<br />

el edificio, y muestras de la feliz alianza con<br />

que la generación posterior supo, imprimiéndole su<br />

sello especial, conservar algo de la fisonomía y<br />

espíritu severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo<br />

monumento.<br />

Siguiendo una invariable costumbre mía,<br />

después de haber contemplado atentamente la<br />

fachada del templo, de haber abarcado el conjunto<br />

del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las<br />

puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban,<br />

flanqueándola, la cúpula de la nave central,<br />

comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando<br />

sus muros que, ora se presentaban en<br />

lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían<br />

tras algunas miserables casuquillas adosadas a los<br />

sillares, para asomar más a lo lejos sus dentelladas<br />

crestas por cima de los humildes tejados. A poco de<br />

comenzada esta minuciosa inspección de la parte<br />

exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo


de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta<br />

unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella,<br />

me encontré en una pequeña plaza de forma irregular,<br />

cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima<br />

portada de un palacio en ruinas, y por otro las<br />

altas y descarnadas tapias del jardín de un convento;<br />

ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo<br />

de aquella plazoleta sin salida, parte de la<br />

vetusta muralla romana de la población y el ábside<br />

del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso<br />

de color y de formas, y en el cual, satisfecho<br />

sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo<br />

y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle<br />

los más hábiles artífices de aquella época, en<br />

que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza<br />

con que se teje un encaje.<br />

Por grande que sea la impresión que me<br />

causa un objeto expuesto de continuo a la mirada<br />

del vulgo, parece como que la debilita la idea de<br />

que tengo que compartirla con otros muchos. Por el<br />

contrario, cuando descubro un detalle o un accidente<br />

que creo ha pasado hasta entonces inadvertido,<br />

encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo<br />

a solas, en creer que únicamente para mí<br />

existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su<br />

delicado perfume de virginidad y misterio. Al encon-


trar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso cubierto<br />

de menuda yerba indicaba bien a las claras su<br />

soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de<br />

arbotantes terminados en agudos pináculos de granito,<br />

que constituían el ábside o parte posterior del<br />

magnífico templo, experimenté una sensación profunda,<br />

semejante a la del avaro que, removiendo la<br />

tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.<br />

Y en efecto, para un entusiasta por el arte,<br />

aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y<br />

airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas<br />

de delicadas tracerías, por entre cuyos huecos<br />

se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos<br />

de imágenes, hojas revueltas y blasones<br />

heráldicos, junto con las grandes masas de sombras<br />

y luz que ofrecían los pilares al presentarse<br />

iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban<br />

los muros con sus anchos batientes azulados y<br />

ligeros, constituían una verdadera maravilla.<br />

Largo rato estuve contemplando otra obra<br />

tan magnífica; recorriendo con los ojos todos sus<br />

delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar<br />

el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y<br />

los animales fantásticos, que se ocultaban o parecían<br />

alternativamente entre los calados festones de


las molduras. Una por una admiré las extrañas<br />

creaciones con que el artífice había coronado el<br />

muro para dar salida a las aguas por las fauces de<br />

un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un<br />

demonio horrible con cabeza de murciélago y garra<br />

de águila; una por una estudié asimismo las severas<br />

y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño<br />

natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente<br />

plegados; custodiaban inmóviles el santuario,<br />

como centinelas de granito, desde lo alto de las<br />

caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse<br />

entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores.<br />

Todas ellas pertenecían a la mejor época del<br />

arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales,<br />

en la expresión de sus rostros y en la profusión y<br />

acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto<br />

del misterioso amor establecido por los ignorados<br />

escultores, que siguiendo una tradición que<br />

arranca de las logias germanas, poblaron de un<br />

mundo de piedra las catedrales de toda Europa.<br />

Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con<br />

triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles<br />

llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas<br />

formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía,<br />

la atención y el estudio del que los contemplaban;<br />

pero entre todas estas figuras una fue la


que logró conmoverme con una impresión parecida<br />

a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la<br />

iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo<br />

el interés de aquella máquina maravillosa, para la<br />

cual parecía levantada la mejor y más bella parte<br />

del monumento; como pedestal de una estatua o<br />

marco de una pintura, del que podía decirse era la<br />

pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba<br />

de misterio y poesía aquella selva petrificada<br />

y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas<br />

de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos,<br />

pululaban millares de criaturas deformes; sierpes,<br />

trasgos y dragones reptiles, con alas monstruosas<br />

e inmensas.<br />

Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen<br />

de piedra, del rincón solitario, del color y de las<br />

formas que armoniosamente combinados formaban<br />

un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar<br />

con la palabra una idea de ella, ni mucho menos<br />

reducir a términos comprensibles la impresión que<br />

me produjo.<br />

Sobre una repisa volada, compuesta de un<br />

blasón entrelazados de hojas y sostenido por la<br />

deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir<br />

con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar,


se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El<br />

dosel de granito que cobijaba su cabeza, trasunto<br />

en miniatura de una de esas torres agudas y en<br />

forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre<br />

la mole de las catedrales, bañaba en sombra su<br />

frente; una toca plegada recogía sus cabellos, de<br />

los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban<br />

ondulando desde el hombro hasta la cintura, después<br />

de encerrar como en un marco el perfecto<br />

óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente entornados,<br />

parecía arder una luz que se transparentaba<br />

al través del granito; su ligera sonrisa animaba<br />

todas las facciones del rostro de un encanto suave,<br />

que penetraba hasta el fondo del alma del que la<br />

veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla<br />

confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de<br />

deseos indefinibles.<br />

El sol, que doraba las agudas flechas de los<br />

arbotantes, arrojaba sobre el templo el dentellado<br />

batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz<br />

el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega,<br />

que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó<br />

poco a poco a ocultarse detrás de una masa<br />

de edificios cercanos; las sombras tendidas antes<br />

por el suelo y que insensiblemente se habían ido<br />

alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo


lienzo subían como una marea creciente, acabaron<br />

por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta<br />

oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el<br />

claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su<br />

espalda limpio y transparente, como esos fondos<br />

luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de<br />

los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la<br />

arquitectura comenzaban a confundirse; los ángulos<br />

perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las<br />

figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como<br />

fantasmas sin consistencias, envueltas en la oscuridad<br />

que arrojaban sobre ellas los monumentales<br />

doseles.<br />

Inmóvil, absortó en una contemplación muda,<br />

permanecía yo aún con los ojos fijos en la figura<br />

de aquella mujer, cuya especial belleza había herido<br />

mi imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame<br />

a veces que su contorno se destacaba<br />

entre la oscuridad; que notaba en toda ella como<br />

una imperceptible oscilación; que de un momento a<br />

otro iba a moverse y adelantar el pie que se asomaba<br />

por entre los grandes pliegues de su vestido, al<br />

borde de la repisa.<br />

Y así estuve hasta que la noche cerró por<br />

completo. Una noche sin luna, sin más que una


confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba<br />

a destacar unas de otras las grandes masas de<br />

construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo<br />

creía, no obstante, distinguir aún la imagen de la<br />

mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que<br />

veía de una manera muy confusa era el reflejo de<br />

aquella visión, conservada por la fantasía, porque<br />

cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando<br />

delante de mí entre las espesas sombras de las<br />

torcidas calles que conducían a mi alojamiento.<br />

II<br />

Por qué durante los catorce o quince días<br />

que llevaba de residencia en aquella población,<br />

aunque continuamente estuve dando vueltas sin<br />

rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella<br />

iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las<br />

descubrí, todos los días, cualquiera que fuese el<br />

camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel<br />

sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como<br />

nunca pude darme razón, cuando muchacho, del<br />

por qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde<br />

nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia.<br />

Pero ello era que unas veces de propósito<br />

hecho, otras por casualidad, ya porque a las mañanas<br />

se tomaba bien el sol contra la tapia del con-


vento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso<br />

y frío se sentía allí menos el embate del aire, iba allí<br />

a todas horas, y me encontraba frente al ábside de<br />

la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas<br />

al pie del arco de la antigua casa solariega, y con<br />

los ojos clavados en aquella figura que parecía<br />

atraerme con una fuerza irresistible.<br />

Más de una vez, deseando llevar conmigo<br />

un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como lo<br />

intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la<br />

torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto<br />

contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir<br />

el correcto perfil de las estatuas griegas, irreprochables<br />

de forma, pero debajo de cuya modelada<br />

superficie, cuando más se ve palpitar la carne y<br />

plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la<br />

fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y<br />

hermosa, que, sin tener la idealidad de formas del<br />

antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real<br />

en ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más<br />

alto grado el ideal del sentimiento y la expresión.<br />

Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de<br />

anchos pliegues el tronco para detenerse, quebrando<br />

las líneas, al tocar el pedestal, los ojos entornados,<br />

las manos cruzadas sobre un libro de oraciones;<br />

y el largo brial perdido entre las ondulaciones


de la falda, podía asegurarse, y al menos este efecto<br />

producía, que debajo de aquel granito circulaba<br />

como un fluido sutil un espíritu que le prestaba<br />

aquella vida incomprensible, vida extraña, que no<br />

he podido traslucir jamás en esas otras figuras<br />

humanas cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas<br />

facciones se contraen o dilatan con una determinada<br />

expresión y que, a pesar de todo, son únicamente,<br />

al tocar la meta de su perfección posible, mármol<br />

que se mueve como un maravilloso autómata, sin<br />

sentir ni pensar.<br />

Indudablemente la fisonomía de aquella escultura<br />

reflejaba la de una persona que había existido.<br />

Podían observarse en ella ciertos detalles característicos<br />

que sólo se reproducen delante del natural<br />

o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la<br />

imaginación tienen siempre algún punto de contacto<br />

con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme<br />

hacia la que así en lo bueno como en lo malo, se<br />

nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor,<br />

la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas<br />

por las reglas. La cabeza de aquella mujer<br />

rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin<br />

ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los<br />

que se observan en un retrato de la mano de un<br />

maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo


así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se<br />

siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene<br />

su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los<br />

labios toma formas infinitas, perceptibles apenas,<br />

pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de<br />

piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo<br />

una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión,<br />

que enamorarse de aquel gesto especial era<br />

enamorarse de aquella escultura, pues no sería<br />

posible hallar otra perfectamente semejante. Con<br />

los ojos entornados y los labios ligerísimamente<br />

entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable<br />

y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba<br />

por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa<br />

por la transparencia la luz que arde dentro de un<br />

vaso de alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer?<br />

¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la<br />

larga fila de graves personajes que rodeaban el<br />

ábside, había colocado en el sitio más escondido,<br />

es verdad, aunque seguramente el más misterioso<br />

de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que<br />

tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que<br />

descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los<br />

bienaventurados, pero que no ostentaba sobre su<br />

cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles?<br />

¿Sería acaso recuerdo de una protectora del tem-


plo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la<br />

oscura losa sepulcral, que cubría los restos del fundador,<br />

prelado valeroso que contribuyó con un rey<br />

leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la<br />

capilla mayor, a la sombra de un lucillo realzado de<br />

gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de<br />

examinar las tumbas con las estatuas yacentes de<br />

los ilustres magnates que en época posterior restauraron<br />

la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En<br />

ninguno de estos monumentos funerarios encontré<br />

un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se<br />

veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién<br />

podría ser entonces?<br />

Es muy común encontrar en las portadas de<br />

las catedrales, en los capiteles de los claustros y en<br />

las entreojivas de la urna de los sepulcros góticos<br />

multitud de figuras extrañas, y que no obstante se<br />

refieren sin duda a personajes reales; indescifrable<br />

simbolismo de los escultores de aquella época, con<br />

el cual escribían a la manera que los egipcios en<br />

sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales,<br />

caricaturas o fórmulas cabalísticas de alquimia<br />

o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado<br />

a deletrear esos libros de piedra, poco a<br />

poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y<br />

accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el


cual necesita mucho tiempo y mucha tenacidad<br />

para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender<br />

una a una de las letras de su escritura jeroglífica.<br />

A fuerza de contemplación y meditaciones,<br />

yo había llegado por aquella época a deletrear algo<br />

del oscuro germanismo de los monumentos de la<br />

Edad Media; sabía buscar en el recodo más sombrío<br />

de los pilares acodillados del sillar que contenía<br />

la marca masónica de los constructores; calculaba<br />

con acierto el machón o la parte del muro que gravitaba<br />

sobre el arca de plomo, o la piedra redonda en<br />

que se grababan con el nombre de secta del maestro,<br />

su escuadra, el martillo y la simbólica estrella de<br />

cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el<br />

ibis de los Faraones. Una parábola, aun abajo en el<br />

segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de<br />

las costumbres, aunque ataviadas con el disfraz<br />

místico, no podían pasar inadvertidos a mis ojos si<br />

los hacía objeto de inspección minuciosa. No obstante,<br />

por más que buscaba la cifra del misterio,<br />

sumando y restando la entidad de aquella figura con<br />

las que la rodeaban; por más que trataba de encontrar<br />

una relación entre ella y las creaciones de los<br />

capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico,<br />

y combinaba el todo con la idea del diablo que<br />

abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la


episa, nunca veía claro, nunca me era posible explicarme<br />

el verdadero objeto, el sentido oculto, la<br />

idea particular que movió al autor de la imagen para<br />

modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario<br />

sello de realismo. Cierto que algunas veces<br />

creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había<br />

de conducirme seguro a través del dédalo de confusas<br />

ideas de mi fantasía, y por un momento se me<br />

figuraba encontrar y ver palpable la escondida relación<br />

de los versos sueltos de aquel maravilloso<br />

poema de piedra, en el cual se presentaba en primer<br />

término y rodeada de ángeles y monstruos, de<br />

santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la<br />

desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible<br />

trilogía del genio florentino; pero también es<br />

verdad que, después de vislumbrar todo un mundo<br />

de misterios como iluminado por la breve luz de un<br />

relámpago, volvía a sumergirme en nuevas dudas y<br />

más profunda oscuridad. Entregado a estas ideas,<br />

pasaba días enteros.


Desde mi celda<br />

Cartas literarias<br />

Carta primera<br />

Monasterio de Veruela, 1864.<br />

Queridos amigos: Heme aquí transportado<br />

de la noche a la mañana a mi escondido valle de<br />

Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro<br />

rincón del cual salí por un momento para tener el<br />

gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar<br />

un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las<br />

agradables, aunque inquietas horas de mi antigua<br />

vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente<br />

hoy, que todos los grandes centros de<br />

población se parecen, apenas se percibe el aislamiento<br />

en que nos encontramos, antojándosenos, al<br />

ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres,<br />

que al volver la primera esquina vamos a<br />

hallar la casa a que concurríamos, las personas que<br />

estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre<br />

de ver y hallar de continuo. En el fondo de<br />

este valle, cuya melancólica belleza impresiona<br />

profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge<br />

a la vez; diríase, por el contrario, que los


montes que lo cierran como un valladar inaccesible<br />

me separan por completo del mundo. ¡Tan notable<br />

es el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan<br />

vagos y perdidos quedan al confundirse entre la<br />

multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos<br />

de las cosas más recientes!<br />

Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso,<br />

en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia;<br />

hoy, sonándome aún en el oído la última frase de<br />

una discusión ardiente la última palabra de un artículo<br />

de fondo, el postrer acorde de un andante, el<br />

confuso rumor de cien conversaciones distintas,<br />

sentado a la lumbre de un campestre hogar donde<br />

arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes<br />

de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café,<br />

único exceso que en estas soledades me permito<br />

sin que turbe la honda calma que me rodea otro<br />

ruido que el del viento que gime a lo largo de las<br />

desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros<br />

del monasterio o corre subterránea atravesando sus<br />

claustros sombríos y medrosos. Una muchacha con<br />

su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su<br />

camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos<br />

gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y<br />

sus abarcas atadas con un listón negro, que sube<br />

cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la


pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina,<br />

atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los<br />

pucheros donde se condimenta la futura cena, y<br />

dispone el agua hirviente, negra y amarga que me<br />

mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras<br />

dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el<br />

estudio.<br />

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota<br />

la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a<br />

buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí,<br />

teniendo a mis pies al perro, que se enrosca junto a<br />

la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la<br />

cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan<br />

las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo<br />

del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura<br />

de una escena de La Tempestad, de Shakespeare,<br />

o del Caín, de Byron, para oír el ruido del agua que<br />

hierve a borbotones, coronándose de espuma y<br />

levantando con sus penachos de vapor. azul y ligero<br />

la tapadera de metal que golpea los bordes de la<br />

vajilla! Un mes hace que falto de aquí y todo se<br />

encuentra lo mismo que antes de marcharme. El<br />

temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que<br />

me pertenece, no puede menos de traerme a la<br />

imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles<br />

y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de


Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo,<br />

pero con las mismas señales y colocados en el orden<br />

que yo los tenía, están aún mis libros y mis<br />

papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de<br />

dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera<br />

inseparable de mis filosóficas excursiones, con la<br />

cual he andado mucho, he pensado bastante y no<br />

he matado casi nada. Después de apurar mi taza de<br />

café, y mientras miro danzar las llamas violadas,<br />

rojas y amarillas a través del humo del cigarro que<br />

se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he<br />

pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes<br />

para El Contemporáneo, ya que me he comprometido<br />

a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar<br />

ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que<br />

se llama periódico, especie de tonel que, como al de<br />

las Danaidas, siempre se le está echando original y<br />

siempre está vacío. Las únicas ideas que me han<br />

quedado como flotando en la memoria y sueltas de<br />

la masa general que ha oscurecido y embotado el<br />

cansancio del viaje, se refieren a los detalles de<br />

éste, que carecen en sí de interés, que en otras mil<br />

ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como<br />

ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto<br />

y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario<br />

y patente.


Los diversos medios de locomoción de que<br />

he tenido que servirme para llegar hasta aquí, me<br />

han recordado épocas y escenas tan distintas, que<br />

algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo,<br />

trazados por pluma más avezada que la mía a esta<br />

clase de estudios bastarían a bosquejar un curioso<br />

cuadro de costumbres.<br />

Como por todo equipaje no llevaba más que<br />

un pequeño saco de noche, después de haberme<br />

despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril<br />

a punto de montar en el tren. Previo un ligero<br />

saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que<br />

de antemano se encontraban en el coche y que<br />

habían de ser mis compañeros de viaje, me acomodé<br />

en un rincón, esperando el momento de partir,<br />

que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación<br />

de los rezagados, el ir y venir de los guardas<br />

de la vía y el incesante golpear de las portezuelas.<br />

La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos<br />

resoplidos, como un caballo de raza impaciente<br />

hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene<br />

en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña<br />

oscilación hacía crujir las coyunturas de acero<br />

del monstruo; por último sonó la campana, el coche<br />

hizo un brusco movimiento de delante atrás y de<br />

atrás adelante, y aquella especie de culebra negra y


monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo<br />

largo de los raíles y arrojando silbidos estridentes<br />

que resonaban de una manera particular en el silencio<br />

de la noche. La primera sensación que se<br />

experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable.<br />

Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de<br />

vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante,<br />

igual aunque en grado máximo, al que produce<br />

un simón desvencijado al rodar por una calle<br />

mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde.<br />

Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de<br />

la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso<br />

que tiene todo lo grande; pero como quiera que<br />

aunque mezclado con algo que place, hay mucho<br />

que incomoda, también es cierto que hasta que<br />

pasan algunos minutos y la continuación de las<br />

impresiones embota la sensibilidad, no se puede<br />

decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.<br />

Apenas hubimos andado algunos kilómetros,<br />

y cuando pude enterarme de lo que había a mi<br />

alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros<br />

de coche; ellos, por su parte, creo que hacían<br />

algo por el estilo, pues con más o menos disimulo<br />

todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los<br />

pies a la cabeza.


Como dije antes, en el coche nos encontrábamos<br />

muy pocas personas. En el asiento que<br />

hacia frente al que yo me había colocado, y sentada<br />

de modo que los pliegues de su amplia y elegante<br />

falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven<br />

como de diez y seis a diez y siete años, la cual,<br />

a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no<br />

sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse,<br />

debía de pertenecer a una clase elevada.<br />

Acompañábala un aya, pues tal me pareció una<br />

señora muy atildada y fruncida que ocupaba el<br />

asiento inmediato, y que de cuando en cuando le<br />

dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo<br />

se sentía, qué necesitaba, o advertirle de qué manera<br />

estaría más cómoda. La edad de aquella señora<br />

y el interés que se tomaba por la joven, pudieran<br />

hacer creer que era su madre; pero, a pesar de<br />

todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y<br />

mercenario, que fue el dato de que desde luego<br />

tuve en cuenta para clasificarla.<br />

Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y<br />

medio enterrado entre los almohadones de un<br />

rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril,<br />

estaba un inglés alto y rubio como casi todos<br />

los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado<br />

y limpio. Nada más acabado y completo que su traje


de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches<br />

de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la<br />

manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero;<br />

allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta,<br />

terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa<br />

de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle,<br />

el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora<br />

corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre<br />

nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y<br />

redonda, se hubo empapado bien en los objetos,<br />

entornó nuevamente los párpados, de modo que,<br />

heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas<br />

largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos<br />

de oro que sujetaban por el cabo una remolacha,<br />

pues no a otra cosa podía compararse su nariz.<br />

Formando contraste con este seco y estirado gentleman,<br />

que, una vez entornados los ojos y bien<br />

acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como<br />

una esfinge de granito, en el extremo opuesto del<br />

coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose<br />

para colocar una enorme sombrerera debajo del<br />

asiento, o recostándose alternativamente de un lado<br />

y de otro, como el que siente un dolor agudo y de<br />

ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un<br />

señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo<br />

y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por


sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a<br />

Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la<br />

capital de su provincia, hasta que, con ocasión de<br />

ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que<br />

formaba parte, había estado últimamente en la corte<br />

como cosa de un mes.<br />

Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo<br />

sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del<br />

hombre era de lo más expansivo con que he topado<br />

en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación<br />

sobre cualquier cosa, que no perdonaba<br />

coyuntura.<br />

Primero suplicó al inglés le hiciese el favor<br />

de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa<br />

del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió<br />

los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar<br />

una sola palabra a las expresivas frases con que<br />

le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a<br />

la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba<br />

era su mamá. La joven le contestó que no<br />

con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después<br />

se encaró conmigo, deseando saber si seguiría<br />

hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, y él,<br />

tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba<br />

en Tudela; y a propósito de esto, habló de mil


cosas diferentes y todas a cual de menos importancia,<br />

sobre todo para los que le escuchábamos. Cansado<br />

de su desesperante monólogo o agotados los<br />

recursos de su imaginación, nuestro buen hombre,<br />

que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro<br />

de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen<br />

tono entre personas que no se conocen, comenzó a<br />

poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una<br />

serie de maniobras a cual más inconvenientes y<br />

originales. Primero cantó un rato a media voz alguna<br />

de las habaneras que había oído en Madrid a la<br />

criada de la casa de pupilos; después comenzó a<br />

atravesar el coche de un extremo a otro, dando aquí<br />

al inglés con el codo o pisando allí el extremo del<br />

traje de las señoras para asomarse a las ventanillas<br />

de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más<br />

pesada, dio en la flor de bajar los cristales en cada<br />

una de las estaciones para leer en alta voz el nombre<br />

del pueblo, pedir agua o preguntar los minutos<br />

que se detendría el tren. En unas y otras, ya nos<br />

encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se<br />

había entrado fría, anubarrada y desagradable; de<br />

modo que cada vez que se abría una de las portezuelas,<br />

se estaba en peligro inminente de coger un<br />

catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se<br />

envolvió silenciosamente en su magnífica manta


escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo<br />

dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de<br />

otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí<br />

cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro<br />

hombre sin embargo, prosiguió impertérrito practicando<br />

la misma peligrosa operación tantas veces<br />

cuantas paraba el tren, hasta que al cabo, no sé si<br />

cansado de este ejercicio o advertido de la escena<br />

muda de arropamiento general que se repetía tantas<br />

veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con<br />

aire de visible mal humor los cristales, tornando a<br />

echarse en su rincón donde a los pocos minutos<br />

roncaba como un bendito, amenazando aplastarme<br />

la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos<br />

vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir<br />

sobresaltado de su modorra para restregarse los<br />

ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El<br />

peso de las altas horas de la noche comenzaba a<br />

dejarse sentir. En el vangón reinaba un silencio<br />

profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo<br />

crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro<br />

amodorrado compañero, que alternaba en esta<br />

tarea con la máquina.<br />

El inglés se durmió también; pero se durmió<br />

grave y dignamente sin mover pie ni mano, como si<br />

a pesar del letargo que le embargaba tuviese la


conciencia de su posición. El aya comenzó a cabecear<br />

un poco, acabando por bajar el velo de su capota<br />

oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos,<br />

pues, desvelados como las vírgenes prudentes<br />

de la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir<br />

verdad, yo también me hubiera rendido al peso del<br />

aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese<br />

tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en<br />

una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman,<br />

al menos no tan grotesca como la del buen<br />

regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra<br />

de una cabezada, ora roncando como un órgano o<br />

balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo<br />

más chistoso que imaginarse puede. Para<br />

despabilarme un poco resolví dirigir la palabra a la<br />

joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción,<br />

mientras por otra; y no era esto lo menos<br />

para permanecer callado, no sabía como empezar.<br />

Entonces volví los ojos, que había tenido clavados<br />

en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver<br />

pasar a través de los cristales, y sobre una faja de<br />

terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de<br />

humo y de chispas que se quedaban al paso de la<br />

locomotora rozando la tierra y como suspendidas e<br />

inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían<br />

perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanza-


dos a una carrera fantástica. No obstante, la<br />

aproximación de aquella mujer hermosa que yo<br />

sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda<br />

que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus<br />

movimientos, el sopor vertiginoso del incesante<br />

ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez<br />

de las altas horas de la noche, que pesan<br />

de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron<br />

a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada<br />

extrañamente.<br />

Estaba despierto, pero mis ideas iban poco<br />

a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños<br />

de la mañana, historias sin principio ni fin,<br />

cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de<br />

enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se<br />

corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba<br />

de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un<br />

mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se<br />

alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de<br />

las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza<br />

sobre el pecho, rompía el hilo de las historias<br />

extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba<br />

los ojos; pero apenas los volvía a abrir encontraba<br />

siempre delante de ellos a aquella mujer, y<br />

tornaba a mirar por los cristales; y tornaba a soñar<br />

imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la


experiencia me ha enseñado un poco, que hay<br />

horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños<br />

pensamientos y de una voluptuosa pesadez,<br />

contra la que es imposible defenderse: en esas<br />

horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores<br />

del vino, los sonidos se debilitan y parece que<br />

se oyen muy distantes, los objetos se ven como<br />

velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia<br />

al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas<br />

que pierde la materia. Las horas de la madrugada,<br />

esas horas que deben tener más minutos que las<br />

demás, esas horas en que entre el caos de la noche<br />

comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño<br />

se despide con su última visión y la luz se anuncia<br />

con ráfagas de claridad incierta, son sin duda<br />

alguna, las que en más alto grado reúnen semejantes<br />

condiciones. Yo no sé el tiempo que trascurrió<br />

mientras a la vez dormía y velaba, ni tampoco me<br />

sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas<br />

que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo<br />

recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas<br />

notas sueltas de una música lejana que trae el viento<br />

a intervalos en ráfagas sonoras: lo que sí puedo<br />

asegurar es que gradualmente se fueron embotando<br />

mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran<br />

estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz


del guarda de la vía me anunciaron que estaba en<br />

Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba<br />

tan pronto en el término de la primera parte de mi<br />

peregrinación.<br />

Era completamente de día, y por la ventanilla<br />

del coche, que había abierto de par en par el<br />

señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire<br />

fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés que<br />

por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar<br />

tan poco agradable reunión, apenas se convenció<br />

de que estábamos en Tudela, torciose la capa al<br />

hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo,<br />

en la otra el cesto, y saltó al andén con una<br />

agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años<br />

y en su gordura. Yo torné asimismo el pequeño<br />

saco, que era todo mi equipaje; dirigí una última<br />

mirada a aquella mujer a quien acaso no volvería a<br />

ver más y que había sido la heroína de mi novela de<br />

una noche, y después de saludar a mis compañeros,<br />

salí del vagón buscando a un chico que llevase<br />

aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.<br />

Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de<br />

ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía,<br />

una posada con ribetes de fonda. Senteme y almorcé;<br />

por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa,


la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta<br />

justicia a la navarra que se encuentra al frente del<br />

establecimiento. Aún no había tomado los postres,<br />

cuando el campanilleo de las colleras, los chasquidos<br />

del látigo y las voces del zagal que enganchaba<br />

las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona<br />

iba a salir muy pronto. Acabé deprisa y corriendo de<br />

tomar una taza de café bastante malo y clarito por<br />

más señas, y ya se oían los gritos de ¡al coche, al<br />

coche! unidos a las despedidas en alta voz, al ir y<br />

venir de los que colocaban los equipajes en la baca,<br />

y las advertencias mezcladas de interjecciones del<br />

mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante<br />

como un piloto desde la popa de su buque.<br />

La decoración había cambiado por completo,<br />

y nuevos y característicos personajes se encontraban<br />

en escena. En primer término, y unos recostados<br />

contra la pared, otros sentados en los marmolillos<br />

de las esquinas o agrupados en derredor del<br />

coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados<br />

del lugar para quienes el espectáculo de una diligencia<br />

que entra o sale es todavía un gran acontecimiento.<br />

Al pie del estribo algunos muchachos,<br />

desarrapados y sucios, abrían con gran oficiosidad<br />

las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna,<br />

y en el interior del ómnibus, pues éste era pro-


piamente el nombre que debiera darse al vehículo<br />

que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a<br />

ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los<br />

primeros en colocarme en mi sitio al lado de las dos<br />

mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano,<br />

y que venían de Zaragoza, a donde, según<br />

me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la<br />

Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones,<br />

y de la madre se conservaba todo lo que a los<br />

cuarenta y pico de años puede conservarse de una<br />

buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario,<br />

a quien no hubo de parecer saco de paja la<br />

muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto<br />

a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de<br />

modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla<br />

con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos<br />

individuos del sexo feo, de los cuales el primero<br />

parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo<br />

uno de esos pobres empleados de poco<br />

sueldo, a quienes a cada instante trasiega el ministerio<br />

de una provincia a otra. Ya estábamos todos, y<br />

cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos<br />

el parabién porque íbamos a estar un poco holgados,<br />

cuando apareció en la portezuela, y como un<br />

retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo<br />

entrado en edad, pero guapote, y de buen color,


al que acompañaba una ama o dueña, como por<br />

aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina<br />

de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la<br />

vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta<br />

parte.<br />

Sintieron unos y se alegraron otros de la<br />

llegada de los nuevos compañeros, siendo de los<br />

segundos el escolar, el cual encontró ocasión de<br />

encajarse más estrechamente con su vecina de<br />

asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio<br />

pequeño para el volumen que había de ocuparlo,<br />

aunque grande por la buena voluntad con que se le<br />

ofrecía. Sentose el ama, acomodose el clérigo, y ya<br />

nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del<br />

cielo o salido de los profundos, hete aquí que se<br />

nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril,<br />

con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera.<br />

Referir las cuchufletas, las interjecciones,<br />

las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada,<br />

sería asunto imposible, como tampoco es fácil<br />

recordar las maniobras de cada uno de los viajeros<br />

para impedir que se acomodase a su lado. Pero<br />

aquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allí<br />

donde se reía, se empujaba, y unos manoteando,<br />

otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se<br />

encontraba el buen regidor como el pez en el agua


o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía<br />

con chanzas; a las interjecciones, encogiéndose de<br />

hombros, y a los envites de codos, con codazos, de<br />

manera que a los pocos minutos ya estaba sentado<br />

y en conversación con todos, como si los conociese<br />

de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando<br />

ese continuo vaivén al compás del trote de<br />

las mulas, las campanillas del caballo delantero, el<br />

saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y<br />

los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen<br />

el fondo de armonía de una diligencia en marcha.<br />

Las torres de Tudela desaparecieron detrás de<br />

una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro<br />

hombre gordo, apenas se vio engolfado camino<br />

adelante y en compañía tan franca, alegre y de su<br />

gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda<br />

correspondiente para echar un trago. Dada la<br />

señal del combate, el fuego se hizo general en toda<br />

la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros<br />

de un canastillo o del número de un periódico, cada<br />

cual sacó su indispansable tortilla de huevos con<br />

variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando<br />

ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre<br />

del seminarista, comenzaron a andar a la ronda<br />

por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban<br />

tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con


el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas<br />

al delantero, sentose de medio ganchete en el pescante<br />

y formó parte del corro, no siendo de los más<br />

parcos en el beber; yo, aunque con nada había<br />

contribuido al festín, también tuve que empinar el<br />

codo más de lo que acostumbro.<br />

A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje;<br />

de modo que con el aturdimiento del vinillo,<br />

el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas,<br />

las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas<br />

a media voz de los de más allá, un poco de<br />

sol enfilado a los ojos por las ventanillas y un bastante<br />

de polvo del que levantaban las mulas, las tres<br />

horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela<br />

pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que<br />

me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que<br />

no viera con gusto el término de mi segunda jornada.<br />

En Tarazona nos apeamos del coche entre<br />

una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos<br />

cordialmente los unos de los otros, volví<br />

a encargar a un chicuelo de la conducción de mi<br />

equipaje y me encaminé al azar por aquellas calles<br />

estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal<br />

vez para siempre, a mi famoso regidor, que había


empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por<br />

hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable<br />

charla y su inquietud increíble en una persona<br />

de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad<br />

pequeña y antigua; más lejos del movimiento que<br />

Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero<br />

tiene un carácter más original y artístico. Cruzando<br />

sus calles con arquillos y retablos, con caserones<br />

de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos,<br />

con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña,<br />

hay momentos en que se cree uno transportado<br />

a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.<br />

Al fin, después de haber discurrido un rato<br />

por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada,<br />

que posada era con todos los accidentes y el carácter<br />

de tal el sitio a que me condujo mi guía. Figúrense<br />

ustedes un medio punto de piedra carcomida y<br />

tostada en cuya clave luce un escudo con un casco<br />

que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa<br />

mata de jaramagos amarillos, nacida entre las<br />

hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que<br />

fueron un día señores de aquella casa solariega,<br />

hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de<br />

banderola, en que se lee con grandes letras de<br />

almagre el título del establecimiento; el nudoso y<br />

retorcido tronco de una parra que comienza a reto-


ñar, cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas,<br />

un ventanuquillo abierto en el fondo de una<br />

antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de<br />

colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos<br />

trozos de columnas, sustentados por rimeros<br />

de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las<br />

yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, entre<br />

remiendos y parches de diferentes épocas, unos<br />

blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas<br />

de ese barniz particular de los años, se ven algunas<br />

estaquillas de madera clavadas en las hendiduras.<br />

Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el<br />

interior no parecía menos pintoresco.<br />

A la derecha, y perdiéndose en la media luz<br />

que penetraba de la calle, veíase una multitud de<br />

arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí,<br />

dejando espacio en sus huecos a una larga fila de<br />

pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de<br />

los postes, y diseminados por el suelo, tropezábase<br />

aquí con las enjalmas de una caballería, allá con<br />

unos cuantos pellejos de vino o gruesas sacas de<br />

lana, sobre las que merendaban, sentados en corro<br />

y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y<br />

trajinantes.


En el fondo, y caracoleando, pegada a los<br />

muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones<br />

interiores una escalerilla empinada y estrecha,<br />

en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban<br />

los granos perdidos hasta una media docena<br />

de gallinas; la parte de la izquierda, a la que daba<br />

paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un<br />

rincón de la cocina iluminado por el resplandor rojizo<br />

y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso<br />

grupo la posadera, mujer frescota y de buen<br />

temple, aunque entrada en años, una muchacha<br />

vivaracha y despierta como de quince a diez y seis,<br />

y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén<br />

de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se<br />

habían dormido al amor de la lumbre.<br />

Después de dar un vistazo a la posada, hice<br />

presente al posadero el objeto que en su busca me<br />

traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en<br />

contacto con alguien que me quisiera ceder una<br />

caballería para trasladarme a Veruela, punto al que<br />

no se puede llegar de otro modo.<br />

Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con<br />

unos hombres que habían venido a vender carbón<br />

de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí<br />

otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalaja-


do en una mula como en los buenos tiempos de la<br />

Inquisición y del absoluto. Cuando me vi en mitad<br />

del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan<br />

escabrosas, rodeado de los caborneros, que marchaban<br />

a pie a mi lado cantando una canción monótona<br />

y eterna; delante de mis ojos la senda, que<br />

parecía una culebra blancuzca e interminable que<br />

se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo<br />

aquí y tornando a aparecer más allá, y<br />

a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre<br />

los mismos, figurábaseme que hacía un año me<br />

había despedido de ustedes, que Madrid se había<br />

quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril<br />

que vuela, dejando atrás las estaciones y los<br />

pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas,<br />

era un sueño de la imaginación o un presentimiento<br />

de lo futuro. Como la verdad es que yo<br />

fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto<br />

me encontré bien con mi última manera de caminar,<br />

y dejando ir a la mula a su paso lento y uniforme,<br />

eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios,<br />

para que se ocupase en la calma y en la frescura<br />

sombría de los sotos de álamos que bordan el<br />

camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase,<br />

como salta el ligero montañés, de peñasco en<br />

peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora


envolviéndose como en una gasa de plata en la<br />

nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa<br />

emoción el fondo de los precipicios por donde va<br />

el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y<br />

otras sin ruido, sombría y profunda.<br />

Como quiera que cuando se viaja así, la<br />

imaginación desasida de la materia tiene espacio y<br />

lugar para correr volar y juguetear como una loca<br />

por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado<br />

del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue<br />

impávido su camino hecho un bruto y atalajado como<br />

un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo,<br />

ni saber si se cansa o no. En esta disposición<br />

de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque<br />

ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un<br />

airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me<br />

anunció que habíamos llegado a la más alta de las<br />

cumbres que por la parte de Tarazona rodean el<br />

valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después<br />

de haberme apeado de la caballería para seguir a<br />

pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar<br />

como los Cruzados a la vista de la ciudad santa:<br />

Ecco apparir Gerusalem si vede<br />

En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso<br />

valle, al pie de las últimas ondulaciones del


Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas<br />

de nieve y de nubes, medio ocultas entre el<br />

follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por<br />

la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas<br />

y las puntiagudas torres del monasterio, en<br />

donde ya instalado en una celda, y haciendo una<br />

vida mitad por mitad literaria y campestre, espera<br />

vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si<br />

Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la<br />

pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad<br />

y su natural propensión a la vagancia se lo<br />

permitan.


Carta segunda<br />

Queridos amigos: Si me vieran ustedes en<br />

algunas ocasiones con la pluma en la mano y el<br />

papel delante, buscando un asunto cualquiera para<br />

emborronar catorce o quince cuartillas, tendrían<br />

lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa,<br />

cuanto fea costumbre, de morderme las uñas<br />

es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro<br />

apurado e irresoluto en estos trances, que<br />

ya sería cosa de haberme comido la primera falange<br />

de los dedos. Y no es precisamente porque se<br />

hayan agotado de tal modo mis ideas, que registrando<br />

en el fondo de la imaginación, en donde andan<br />

enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con<br />

alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja, como<br />

dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta<br />

tener una idea; es necesario despojarla de su<br />

extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para<br />

que esté presentable, aderezarla y condimentarla,<br />

en fin, a propósito, para el paladar de los lectores de<br />

un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo<br />

espinoso del caso, aquí la gran dificultad.<br />

Entre los pensamientos que antes ocupaban<br />

mi imaginación y los que aquí han engendrado<br />

la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titáni-


ca, hasta que, por último, vencidos los primeros por<br />

el número y la intensidad de sus contrarios, han ido<br />

a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no<br />

me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien:<br />

lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la<br />

profunda calma y el melancólico recogimiento de<br />

estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que<br />

viven en ese torbellino de intereses opuestos, de<br />

pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas que<br />

se llama la Corte?<br />

Yo juzgo de la impresión que pueden hacer<br />

ideas que nacen y se desarrollan en la austera soledad<br />

de estos claustros, por la que a su vez me<br />

producen las que ahí hierven y de las cuales diariamente<br />

me trae El Contemporáneo como un<br />

abrasado soplo. Al periódico que todas las mañanas<br />

encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor<br />

o en el gabinete de estudio, se le recibe como a un<br />

amigo de confianza que viene a charlar un rato,<br />

mientras se hace hora de almorzar con la ventaja de<br />

que si saboreamos un veguero, mientras él nos<br />

refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni<br />

siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al<br />

amigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, hasta<br />

cierto punto la historia de nuestros cálculos, de<br />

nuestras simpatías o de nuestros intereses; de mo-


do que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes,<br />

suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a<br />

nuestro corazón y a nuestro bolsillo: en unas ocasiones<br />

repite lo que ya hemos pensado, y nos complace<br />

hallarle acorde con nuestro modo de ver;<br />

otras nos dice la última palabra de algo que comenzábamos<br />

a adivinar, o nos da el tema en armonía<br />

con las vibraciones de nuestra inteligencia<br />

para proseguir pensando. Tan íntimamente está<br />

enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una<br />

es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones<br />

y las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece<br />

conspirar a un fin diverso. El periódico llega a los<br />

muros de este retiro como uno de esos círculos que<br />

se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y<br />

que poco a poco se van debilitando a medida que<br />

se alejan del punto de donde partieron, hasta que<br />

vienen a morir en la orilla con un rumor apenas perceptible.<br />

El estado de nuestra imaginación, la soledad<br />

que nos rodea, hasta los accidentes locales<br />

parecen contribuir a que sus palabras suenen de<br />

otro modo en el oído. Juzgad si no por lo que a mí<br />

me sucede.<br />

Todas las tardes, y cuando el sol comienza<br />

a caer, salgo al camino que pasa por delante de las<br />

puertas del monasterio para aguardar al conductor


de la correspondencia que me trae los periódicos de<br />

Madrid. Frente al arco que da entrada al primer<br />

recinto de la abadía, se extiende una larga alameda<br />

de chopos tan altos que, cuando agita las ramas el<br />

viento de la tarde, sus copas se unen y forman una<br />

inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del<br />

camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible<br />

por entre las retorcidas raíces de los árboles,<br />

corren dos arroyos de agua cristalina y transparente,<br />

fría como la hoja de una espada y delgada como<br />

su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de<br />

los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas,<br />

está a trechos cubierto de una yerba alta,<br />

espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas<br />

blancas, que semejan a primera vista esa lluvia<br />

de flores con que alfombran el suelo los árboles<br />

frutales en los templados días de abril. En los ribazos,<br />

y entre los zarzales y los juncos del arroyo;<br />

crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas<br />

entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran<br />

distancia con su intenso perfume; y, por último,<br />

también cerca del agua y formando como un segundo<br />

término, déjase ver por entre los huecos que<br />

quedan de tronco a tronco una doble fila de nogales<br />

corpulentos con sus copas redondas, compactas y<br />

oscuras.


Como a la mitad de esta alameda deliciosa,<br />

y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo<br />

pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas,<br />

que recuerdan, al tocarse en la altura, la cúpula de<br />

un santuario; sobre una escalinata formada de<br />

grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras<br />

nacen y se enroscan los tallos y las flores<br />

trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi<br />

como los árboles, una cruz de mármol, que, merced<br />

a su color, es conocida en estas cercanías por la<br />

Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente<br />

sombrío que este lugar. Por un extremo del camino<br />

limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales,<br />

sus torres puntiagudas y sus muros almenados e<br />

imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña<br />

ermita se levantan al pie de una eminencia sembrada<br />

de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie<br />

de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi<br />

nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las<br />

gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta<br />

cuatro horas aguardando el periódico. De cuando<br />

en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas<br />

figuras aisladas que se colocan en un paisaje para<br />

hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces,<br />

exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente,<br />

sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes


lancos que van y vienen silenciosos alrededor de<br />

su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa<br />

por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores<br />

en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio<br />

azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se<br />

confunde con el rumor de las hojas; después..., ¡qué<br />

sé yo!..., escenas sueltas de no sé qué historia que<br />

yo he oído o que inventaré algún día; personajes<br />

fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante<br />

mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra<br />

o me sugiere una idea: ideas y palabras que<br />

más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den<br />

fruto en el porvenir.<br />

La aproximación del correo viene siempre a<br />

interrumpir una de estas maravillosas historias. En<br />

el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor<br />

de los pasos de su caballo que cada vez se percibe<br />

más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin<br />

llega a donde estoy, saca el periódico de la bolsa de<br />

cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y<br />

después de cambiar algunas palabras o un saludo,<br />

desaparece por el extremo opuesto del camino que<br />

trajo.<br />

Como lo he visto nacer, como desde que vino<br />

al mundo he vivido con su vida febril y apasiona-


da, El Contemporáneo no es para mí un papel como<br />

otro cualquiera, sino que sus columnas son ustedes<br />

todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas<br />

o desengaños, de reveses o de triunfos, de satisfacciones<br />

o de amarguras. La primera impresión<br />

que siento, pues, al recibirle, es siempre una impresión<br />

de alegría, como la que se experimenta al romper<br />

la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos<br />

visto una letra querida, o como cuando en un país<br />

extranjero se estrecha la mano de un compatriota y<br />

se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular<br />

del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor<br />

especialísimo que por un momento viene a sustituir<br />

el perfume de las flores que aquí se respira por<br />

todas partes, parece que hiere la memoria del olfato,<br />

memoria extraña y viva que indudablemente<br />

existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida; de<br />

aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella<br />

fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante<br />

golpear y crujir de la máquina que multiplicaba<br />

por miles las palabras que acabábamos de escribir<br />

y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el<br />

afán de las últimas horas de redacción, cuando la<br />

noche va de vencida y el original escasea; recuerdo,<br />

en fin, las veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo<br />

un artículo o escribiendo una noticia última


sin hacer más caso de las poéticas bellezas de la<br />

alborada que de la carabina de Ambrosio. En Madrid,<br />

y para nosotros en particular, ni sale ni se pone<br />

el sol: se apaga o se enciende la luz, y es por la<br />

única cosa que lo advertimos.<br />

Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo<br />

a pasar la vista por sus renglones hasta que<br />

gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya<br />

ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi alrededor.<br />

El viento sigue suspirando entre las copas de<br />

los árboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas,<br />

lanzando chillidos agudos, pasan sobre<br />

mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido<br />

con las nuevas ideas que comienzan a despertarse<br />

a medida que me hieren las frases del diario,<br />

me juzgo transportado a otros sitios y a otros días.<br />

Paréceme asistir de nuevo a la Cámara, oír los discursos<br />

ardientes, atravesar los pasillos del Congreso,<br />

donde entre el animado cuchicheo de los grupos<br />

se forman las futuras crisis; y luego veo las secretarias<br />

de los ministerios en donde se hace la política<br />

oficial; las redacciones donde hierven las ideas que<br />

han de caer al día siguiente como la piedra en el<br />

lago, y los círculos de la opinión pública que comienzan<br />

en el casino, siguen en las mesas de los<br />

cafés y acaban en los guardacantones de las calles.


Vuelvo a seguir con interés las polémicas acaloradas,<br />

vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y<br />

ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones<br />

violentas, la inquieta ambición, el ansia de<br />

algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida<br />

a los ojos humanos, tornan a vibrar nuevamente<br />

y a encontrar en mi alma un eco profundo.<br />

«El Diario Español, El Pensamiento o La Iberia,<br />

hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más<br />

allá», dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas<br />

dónde estoy, tiendo las manos para cogerlos,<br />

creyendo que están allí a mi alcance, como si me<br />

encontrara sentado a le mesa de la redacción.<br />

Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos,<br />

que pasan por mi cabeza como una nube de<br />

tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he<br />

acabado de leer las primeras columnas del periódico,<br />

cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente<br />

la cumbre del Moncayo, desaparece de la<br />

más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz<br />

de metal llamea un momento antes de extinguirse.<br />

Las sombras de los montes bajan a la carrera y se<br />

extienden por la llanura; la luna comienza a dibujarse<br />

en el Oriente como un círculo de cristal que<br />

transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la<br />

indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible conti-


nuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los<br />

huecos de las ramas chispazos rojizos del sol poniente,<br />

y por la otra una claridad violada y fría. Poco<br />

a poco comienzo a percibir otra vez, semejante a<br />

una armonía confusa, el ruido de las hojas y el<br />

murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a<br />

cuyo compás vago y suave vuelven a ordenarse las<br />

ideas y se van moviendo con más lentitud en una<br />

danza cadenciosa, que languidece al par de la<br />

música, hasta que por último se aguzan unas tras<br />

otras como esos puntos de luz apenas perceptibles<br />

que de pequeños nos entreteníamos en ver morir en<br />

las pavesas de un papel quemado. La imaginación<br />

entonces, ligera y diáfana; se mece y flota al rumor<br />

del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un<br />

niño. La campana del monasterio, la única que ha<br />

quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza<br />

a tocar la oración, y una cerca, otra lejos,<br />

éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas<br />

con un tañido sordo y triste, les responden las otras<br />

campanas de los lugares del Somontano. De estos<br />

pequeños lugares, unos están en las puntas de las<br />

rocas colgados como el nido de una águila, y otros<br />

medio escondidos en las ondulaciones del monte o<br />

en lo más profundo de los valles. Parece una armonía<br />

que a la vez baja del cielo y sube de la tierra,


y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al<br />

último rumor del día que muere el primer suspiro de<br />

la noche que nace.<br />

Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas<br />

ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las<br />

contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en<br />

aquella música divina. Mi alma está ya tan serena<br />

como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más<br />

grande, en un destino futuro y desconocido, más<br />

allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración<br />

absorbente, única e inmensa, mata esa fe al<br />

por menor que pudiéramos llamar personal, la fe en<br />

el mañana, especie de aguijón que espolea los<br />

espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para<br />

luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.<br />

Absorto en estos pensamientos doblo el periódico<br />

y me dirijo a mi habitación. Cruzo la sombría<br />

calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio,<br />

cuya dantellada silueta se destaca por<br />

oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de<br />

un castillo feudal; atravieso el patio de armas con<br />

sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos<br />

de saeteras y coronados de almenas puntiagudas,<br />

de las cuales algunas yacen en el foso, medio<br />

ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos


cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se<br />

alza la torre que da paso al interior; una cruz clavada<br />

en la punta indica el carácter religioso de aquel<br />

edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros<br />

fortísimos, más parece que deberían guardar soldados<br />

que monjes.<br />

Pero apenas las puertas se abren rechinando<br />

sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece<br />

con todo su carácter. Una larga fila de olmos,<br />

entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver<br />

en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular<br />

llena de extrañas esculturas, por la derecha<br />

se extiende la remendada tapia de un huerto, por<br />

encima de la cual asoman las copas de los árboles,<br />

y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo<br />

y majestuoso en medio de su sencillez. Desde<br />

este primer recinto se pasa al inmediato por un arco<br />

de medio punto, después del cual se encuentra el<br />

sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento<br />

de los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece<br />

y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de<br />

tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se<br />

descubre el molino medio agazapado entre unas<br />

ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva,<br />

la portada monumental del claustro con sus<br />

pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos,


ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen<br />

emblemas de la Orden, mitras y escudos.<br />

Siempre que atravieso este recinto cuando<br />

la noche se aproxima y comienza a influir en la imaginación<br />

con su alto silencio y sus alucinaciones<br />

extrañas, voy pisando quedo y poco a poco las sendas<br />

abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas,<br />

como temeroso de que al ruido de mis pasos<br />

despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno<br />

de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad.<br />

Por último, entro en el claustro; donde ya<br />

reina una oscuridad profunda: la llama del fósforo<br />

que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el<br />

aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente<br />

con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto<br />

resplandor, pueden distinguirse las largas<br />

series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por<br />

entre las que asoman, con una mueca muda y<br />

horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones<br />

de la imaginación que el arte misterioso de la<br />

Edad Media dejó grabadas en el granito de sus<br />

basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una<br />

columna y saca su deforme cabeza por entre la<br />

hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un<br />

demonio y entre los dos soportan la recaída de un<br />

arco que se apunta al muro; más lejos, y sombrea-


das por el batiente oscuro del lucillo que las contiene,<br />

las urnas de piedra donde bien con la mano en<br />

el montante o revestidas de la cogulla, se ven las<br />

estatuas de los guerreros y abades más ilustres que<br />

han patrocinado este monasterio o lo han enriquecido<br />

con sus dones.<br />

Los diferentes y extraordinarios objetos que<br />

unos tras otros van hiriendo la imaginación, la impresionan<br />

de una manera tan particular, que cuando,<br />

después de haber discurrido por aquellos patios<br />

sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos<br />

claustros imponentes penetro al fin en mi celda y<br />

desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir<br />

su lectura, paréceme que está escrito en un idioma<br />

que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una<br />

comedía, un libro nuevo, un cantante extraordinario,<br />

una comida en la embajada de Rusia, la compañía<br />

de Price, la muerte de un personaje, los clownes,<br />

los banquetes políticos, la música, todo revuelto:<br />

una obra de caridad con un crimen, un suicidio con<br />

una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.<br />

A esta distancia y en este lugar me parece<br />

mentira que existe aún ese mundo que yo conocía,<br />

el mundo del Congreso y las redacciones, del casi-


no y de los teatros, del Suizo y de la Fuente Castellana,<br />

y que existe tal como yo le dejé, rabiando y<br />

divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un<br />

funeral, todos deprisa, todos cosechando esperanzas<br />

y decepciones, todos corriendo detrás de una<br />

cosa que no alcanzan nunca, hasta que corriendo<br />

den en uno de esos lazos silenciosos que nos va<br />

tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón<br />

con una gacetilla por epitafio.<br />

Cuando me asaltan estas ideas, en vano<br />

hago esfuerzos por templarme como ustedes y entrar<br />

a compás de la danza. No oigo la música que<br />

lleva a todos envueltos como en un torbellino; no<br />

veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más<br />

que lo que ve el que mira un baile desde lejos; una<br />

pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces,<br />

terrible otras.<br />

Ustedes, sin embargo, quieren que escriba<br />

alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general,<br />

aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva<br />

esto de introducción y preludio: quiere decir que si<br />

alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de<br />

lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el<br />

recuerdo de más tranquilos días, como el perfume<br />

de un paraíso distante; y los que no, tendrán en


cuenta mi especial posición para tolerar que de<br />

cuando en cuando rompa con una nota desacorde<br />

la armonía de un periódico político.


Carta tercera<br />

Queridos amigos: Hace dos o tres días, andando<br />

a la casualidad por entre estos montes, y<br />

habiéndome alejado más de lo que acostumbro en<br />

mis paseos matinales, acerté a descubrir casi oculto<br />

entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino<br />

un pueblecillo, cuya situación, por extremo pintoresca,<br />

me agradó tanto que no pude por menos de<br />

aproximarme a él para examinarlo a mis anchas. Ni<br />

aun pregunté su nombre; y si mañana o el otro quisiera<br />

buscarlo por su situación en el mapa, creo que<br />

no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado<br />

parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo.<br />

Figúrense ustedes, en el declive de una montaña<br />

inmensa y sobre una roca que parece servirle de<br />

pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la<br />

torre del homenaje y algunos lienzos de muro carcomidos<br />

y musgosos: agrupadas alrededor de este<br />

esqueleto de fortaleza, cual si quisiesen todavía<br />

dormir seguras a su sombra como en la edad de<br />

hierro en que debió de alzarse, se ven algunas casas,<br />

pequeñas heredades con sus bardales de<br />

heno, sus tejados rojizos, y sus chimeneas desiguales<br />

y puntiagudas, por cima de las que se eleva el<br />

campanario de la parroquia con su reloj de sol, su<br />

esquiloncillo que llama a la primera misa, y su gallo


de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta a<br />

merced de los vientos.<br />

Una senda que sigue el curso del arroyo<br />

que cruza el valle serpenteando por entre los cuadros<br />

de los trigos, verdes y tirantes como el paño de<br />

una mesa de billar, sube dando vueltas a los amontonados<br />

pedruscos sobre que se asienta el pueblo,<br />

hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con<br />

una cruz en el remate señala la entrada. Sucede<br />

con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se<br />

ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas<br />

chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos<br />

árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con<br />

otras muchas cosas del mundo, en que todo es<br />

cuestión de la distancia a que se miran; y la mayor<br />

parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía<br />

se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada,<br />

lo que pude descubrir del interior del lugar no<br />

me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho<br />

a su perspectiva; de modo que, no queriendo<br />

arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas<br />

callejas, comencé a costearlo, y me dirigí a una<br />

reducida llanura que se descubre a su espalda,<br />

dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en<br />

unos campos de trigo, y junto a dos o tres nogales<br />

aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, está


lo que por su especial situación y la pobre cruz de<br />

palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el<br />

cementerio. Desde muy niño concebí, y todavía<br />

conservo, una instintiva aversión a los camposantos<br />

de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas<br />

y llenas de huecos, como la estantería de una<br />

tienda de géneros de ultramarinos; aquellas calles<br />

de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas,<br />

como las avenidas de un parque inglés; aquella<br />

triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura<br />

sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan<br />

los nervios. El afán de embellecer grotesca y<br />

artificialmente la muerte, me trae a la memoria a<br />

esos niños de los barrios bajos, a quienes después<br />

de expirar embadurnan la cara con arrebol, de modo<br />

que, entre el cerco violado de los ojos, la intensa<br />

palidez de las sienes y el rabioso carmín de las<br />

mejillas, resulta una mueca horrible.<br />

Por el contrario, en más de una aldea he<br />

visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto<br />

de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado<br />

una impresión siempre melancólica, es verdad,<br />

pero mucho más suave, mucho más respetuosa y<br />

tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte,<br />

siempre hay algo de esa repugnante actividad del<br />

tráfico; la tierra, constantemente removida, deja ver


fosas profundas que parecen aguardar su presa con<br />

hambre. Aquí nichos vacíos, a los que no falta más<br />

que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesos<br />

que se retrasan en el pago de su habitación, y son<br />

arrojados qué sé yo adónde para dejar lugar a otros;<br />

y lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y<br />

coronas de flores de trapo, y siemprevivas de comerciantes<br />

de objetos fúnebres. En estos escondidos<br />

rincones, último albergue de los ignorados<br />

campesinos, hay una profunda calma: nadie turba<br />

su santo recogimiento, y después de envolverse en<br />

su ligera capa de tierra, sin tener siquiera encima el<br />

peso de una losa, deben de dormir mejor y más<br />

sosegados.<br />

Cuando, no sin tener que forcejear antes un<br />

poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta<br />

del pequeño cementerio que por casualidad había<br />

encontrado en mi camino, y éste se ofreció a mi<br />

vista, no pude menos de confiarme nuevamente en<br />

mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más<br />

agreste, más solitario y más triste, con una agradable<br />

tristeza, que aquél. Nada habla allí de la muerte<br />

con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios;<br />

nada la recuerda de modo que horrorice con el<br />

repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos.<br />

Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de


arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos<br />

rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los<br />

ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la<br />

poderosa vegetación de este país, abandonada a sí<br />

misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y<br />

una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y<br />

por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas<br />

de color de rosa pálido que suben sosteniéndose<br />

en las asperezas del muro hasta trepar a<br />

los bardales de heno, por donde se cruzan y se<br />

mecen como una flotante guirnalda de verdura. La<br />

espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca<br />

con suave claroscuro todas sus ondulaciones, produce<br />

el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas<br />

cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y<br />

sólo podrían decir las muchachas del lugar que en<br />

las tardes de mayo las cogen en el halda para engalanar<br />

el retablo de la Virgen.<br />

Allí, en medio de algunas espigas cuya simiente<br />

acaso trajo el aire de las eras cercanas, se<br />

columpian las amapolas con sus cuatro hojas<br />

purpúreas y descompuestas; las margaritas blancas<br />

y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los<br />

amantes, semejan copos de nieve que el calor no<br />

ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos<br />

corales y esas estrellas de cinco rayos amarillas e


inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen<br />

salpicadas en los camposantos entre las ortigas,<br />

las rosas de los espinos, los cardos silvestres y<br />

las alcachoferas puntiagudas y frondosas. Una brisa<br />

pura y agradable mueve las flores, que se balancean<br />

con lentitud, y las altas yerbas, que se inclinan y<br />

levantan a su empuje como las pequeñas olas de<br />

un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente<br />

sobre los objetos, los ilumina o los transparenta,<br />

aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas,<br />

y parece que los dibuja con un perfil de oro para<br />

que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas<br />

mariposas revolotean de acá para allá haciendo en<br />

el aire esos giros extraños que fatigan1a vista, que<br />

inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso;<br />

y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando<br />

alrededor de los cálices llenos de perfumada<br />

miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan<br />

por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su<br />

cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y<br />

vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa a<br />

guarecerse en su escondite al menor movimiento.<br />

Después que hube abarcado con una mirada<br />

el conjunto de aquel cuadro, imposible de reproducir<br />

con frases siempre descoloridas y pobres, me<br />

senté en un pedrusco, lleno de esa emoción sin


ideas que experimentamos siempre que una cosa<br />

cualquiera nos impresiona profundamente y parece<br />

que nos sobrecoge por su novedad o su hermosura.<br />

En esos instantes rapidísimos en que la sensación<br />

fecunda la inteligencia, y allá en el fondo del cerebro<br />

tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos<br />

que han de surgir algún día evocados por la<br />

memoria, nada se piensa, nada se razona: los sentidos<br />

todos parecen ocupados en recibir y guardar la<br />

impresión que analizarán más tarde.<br />

Sintiendo aún las vibraciones de esta primera<br />

sacudida del alma, que la sumerge en un agradable<br />

sopor, estuve, pues, largo tiempo, hasta que<br />

gradualmente comenzaron a extinguirse, y poco a<br />

poco fueron levantándose las ideas relativas. Estas<br />

ideas, que ya han cruzado otras veces por la imaginación<br />

y duermen olvidadas en alguno de sus rincones,<br />

son siempre las primeras en acudir cuando<br />

se toca su resorte misterioso. No sé si a todos les<br />

habrá pasado igualmente: pero a mí me ha sucedido<br />

con bastante frecuencia preocuparme en ciertos<br />

momentos con la idea de la muerte; y pensar largo<br />

rato y concebir deseos y formular votos acerca de la<br />

destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de<br />

mis despojos mortales. En cuanto al alma, dicho se<br />

está siempre he deseado se encaminase al Cielo.


Con el destino que darían a mi cuerpo es con lo que<br />

más he batallado, y acerca de lo cual he echado<br />

más a menudo a volar la fantasía. En aquel punto<br />

en que todas aquellas viejas locuras de mi imaginación<br />

salieron en tropel de los desvanes de la cabeza<br />

donde tengo arrinconados, como trastos inútiles, los<br />

pensamientos extraños, las ambiciones absurdas y<br />

las historias imposibles de la adolescencia, ilusiones<br />

rosadas que, como los trajes antiguos, se han ajado<br />

ya y se han puesto de color de ala de mosca con los<br />

años, fue cuando pude apreciar sonriendo al compararlas<br />

entre sí, la candidez de mis aspiraciones<br />

juveniles.<br />

En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir<br />

que conduce al convento de San Jerónimo, hay<br />

cerca del agua una especie de remanso que fertiliza<br />

un valle en miniatura formado por el corte natural de<br />

la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un<br />

rápido declive. Dos o tres álamos blancos, corpulentos<br />

y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden<br />

aquel sitio de los rayos del Sol, que rara vez logra<br />

deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen<br />

un ruido manso y agradable cuando el viento las<br />

agita y las hace parecer ya plateadas, ya verdes:<br />

según del lado que las empuja. Un sauce baña sus<br />

raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina


como agobiado de un peso invisible, y a su alrededor<br />

crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos<br />

y grandes que nacen espontáneos al borde de<br />

los arroyos y las fuentes.<br />

Cuando yo tenía catorce o quince años, y<br />

mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de<br />

pensamientos puros y de esa esperanza sin límites<br />

que es la más preciada joya de la juventud; cuando<br />

yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba<br />

llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico,<br />

y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus<br />

tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses<br />

penates de mi especial literatura, me hablaban<br />

de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas,<br />

de las náyades y los poetas, que corre al Océano<br />

escapándose de un ánfora de cristal, coronado<br />

de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en<br />

la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme<br />

en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían<br />

con su sombra, daba rienda suelta a mis<br />

pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles<br />

en las que hasta el esqueleto de la muerte se<br />

vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas!<br />

Yo soñaba entonces una vida independiente y<br />

dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para<br />

cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida


tranquila del poeta que irradia con suave luz de una<br />

en otra generación; soñaba que la ciudad que me<br />

vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo<br />

al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y<br />

cuando la muerte pusiera un término a mi existencia,<br />

me colocasen para dormir el sueño de oro de la<br />

inmortalidad a la orilla del Betis, al que yo habría<br />

cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto<br />

donde iba tantas veces a oír el suave murmullo<br />

de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi<br />

nombre, serían todo el monumento.<br />

Los álamos blancos, balanceándose día y<br />

noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi<br />

alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes,<br />

entre las que vendrían a refugiarse los pájaros<br />

para cantar al amanecer un himno alegre a la resurrección<br />

del espíritu a regiones más serenas; el<br />

sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra,<br />

le prestaría su vaga tristeza, inclinándose y<br />

derramando en derredor sus ramas desmayadas y<br />

flexibles como para proteger y acariciar mis despojos;<br />

y hasta el río, que en las horas de creciente casi<br />

vendría a besar el borde de la losa cercada de juncos,<br />

arrullaría mi sueño con una música agradable.<br />

Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara<br />

a cubrirse de manchas de musgo, una


mata de campanillas, de esas campanillas azules<br />

con un disco de carmín en el fondo que tanto me<br />

gustaban, crecería a su lado enredándose por entre<br />

sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y<br />

transparentes, que no sé por qué misterio tienen la<br />

forma de un corazón: los insectos de oro con alas<br />

de luz, cuyo zumbido convida a dormir en la calurosa<br />

siesta, vendrían a revolotear en torno de sus<br />

cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción<br />

de la humedad y los años, sería preciso descorrer<br />

un cortinaje de verdura. Pero ¿para qué leer mi<br />

nombre? ¿Quién no sabría que yo descansaba allí?<br />

Algún desconocido admirador de mis versos plantaría<br />

un laurel que descollando altivo entre los otros<br />

árboles, hablase a todos de mi gloria; y ya una mujer<br />

enamorada que halló en mis cantares un rasgo<br />

de esos extraños fenómenos del amor que sólo las<br />

mujeres saben sentir y los poetas descifrar, ya un<br />

joven que se sintió inflamado con el sacro fuego que<br />

hervía en mi mente, y a quien mis palabras revelaron<br />

nuevos mundos de la inteligencia, hasta entonces<br />

para él ignotos, o un extranjero que vino a Sevilla<br />

llamado por la fama de su belleza y los recuerdos<br />

que en ella dejaron sus hijos, echaría una flor sobre<br />

mi tumba, contemplándola un instante con tierna<br />

emoción, con noble envidia o respetuosa curiosidad;


a la mañana, las gotas del rocío resbalarían como<br />

lágrimas sobre su superficie.<br />

Después de remontado el Sol, sus rayos la<br />

dorarían, penetrando tal vez en la tierra y abrigando<br />

con su dulce calor mil huesos. En la tarde y a la<br />

hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando<br />

el horizonte de fuego, la árabe torre y los<br />

muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen<br />

la corriente del río en un ligero bote que deja<br />

en pos una inquieta línea de oro, dirían al ver aquel<br />

rincón de verdura donde la piedra blanqueada al pie<br />

de los árboles: «allí duerme el poeta». Y cuando él<br />

gran Betis dilatarse sus riberas hasta los montes;<br />

cuando sus alteradas ondas cubriendo el pequeño<br />

valle, subiese hasta la mitad del tronco de los álamos,<br />

las ninfas que viven ocultas en el fondo de sus<br />

palacios, diáfanos y transparentes, vendrían a agruparse<br />

alrededor de mi tumba: yo sentiría la frescura<br />

y el rumor del agua agitada por sus juegos; sorprendería<br />

el secreto de sus misteriosos amores;<br />

sentiría tal vez la ligera huella de sus pies de nieve<br />

al resbalar sobre el mármol en una danza cadenciosa,<br />

oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente<br />

se oyen las palabras y los sonidos de una<br />

manera confusa, el armonioso coro de sus voces<br />

juveniles y las notas de sus liras de cristal.


Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y<br />

a tan poco se limitaban entonces mis deseos! Pasados<br />

algunos años, luego que hube salido de mi<br />

ciudad querida; después de mis ideas tomaron poco<br />

a poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de<br />

idilios, de ninfas, de poesías y de flores, comenzó a<br />

remontarse a épocas distantes, complaciéndose en<br />

vestir con sus galas las dramáticas escenas de la<br />

historia, fingiendo un marco de oro para cada uno<br />

de sus cuadros y haciendo un pedestal para cada<br />

uno de sus personajes volví a soñar, y, como en las<br />

comedias de magia, nuevas decoraciones de fantasía<br />

sustituyeron a las antiguas y la vara mágica<br />

del deseo hizo posible en la mente nuevos absurdos.<br />

¡Cuántas veces, después de haber discurrido<br />

por las anchurosas naves de alguna de nuestras<br />

inmensas catedrales góticas, o de haberme sorprendido<br />

la noche en uno de esos imponentes y<br />

severos claustros de nuestras históricas abadías, he<br />

vuelto a sentir inflamada mi alma con la idea de la<br />

gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la<br />

del poeta! Yo hubiera querido ser un rayo de la guerra,<br />

haber influido poderosamente en los destinos<br />

de mi patria, haber dejado en sus leyes y sus costumbres<br />

la profunda huella de mi paso; que mi


nombre resonase unido, y como personificándola, a<br />

alguna de sus grandes revoluciones, y luego, satisfecha<br />

mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un<br />

combate, oyendo como el último rumor del mundo el<br />

agudo clamor de la trompetería de mis valerosas<br />

huestes para ser conducido sobre el pavés, envuelto<br />

en los pliegues de mi destrozada bandera, emblema<br />

de cien victorias, a encontrar la paz del sepulcro<br />

en el fondo de uno de esos claustros santos,<br />

donde viven el eterno silencio y al que los siglos<br />

prestan su majestad y su color misterioso e indefinible.<br />

Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y<br />

puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran,<br />

asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por<br />

allá uno de esos monstruos alados, engendro de la<br />

imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra<br />

mi sepulcro: a su alrededor, y debajo de calados<br />

doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados<br />

y los mártires con sus miembros de hierro y sus<br />

emblemáticos atributos, parecerían santificarle con<br />

su presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de<br />

su fantástica y blanca armadura velarían día y noche<br />

de hinojos a sus costados; y mientras que mi<br />

estatua de alabastro riquísimo y transparente, con<br />

arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un<br />

león a los pies, dormiría majestuosa sobre el túmu-


lo, los ángeles que envueltos en largas túnicas y<br />

con un dedo en los labios, sostuviesen el cojín sobre<br />

que descansaba mi cabeza, parecerían llamar<br />

con sus plegarias a las santas visiones de oro que<br />

llenan el desconocido sueño de la muerte de los<br />

justos, defendiéndome con sus alas de los terrores<br />

y de las angustias de una pesadilla eterna.<br />

En los huecos de la urna y entre un sinnúmero<br />

de arcos con caireles y grumos de hojas de<br />

trébol, rosetas caladas, haces de columnillas y esas<br />

largas procesiones de plañideras que, envueltas en<br />

sus mantos de piedra, andan, al parecer, en torno<br />

del monumento llorando con llanto sin gemidos, se<br />

verían mis escudos triangulares soportados, por<br />

reyes de armas con sus birretes y sus blasonadas<br />

casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos<br />

colores, merced a un hábil iluminador, las bandas<br />

de oro, las estrellas, los veros y los motes heráldicos<br />

cor una larga inscripción en esa letra gótica,<br />

estrecha y puntiaguda, donde el curioso, lleno de<br />

hondo respeto, leería con pena, y casi descifrándolos,<br />

mi nombre, mis títulos y mi gloria. Allí, rodeado<br />

de esa atmósfera de majestad que envuelve a todo<br />

lo grande, sin que turbara mi reposo más que el<br />

agudo chillido de una de esas aves nocturnas de<br />

ojos redondos y fosfóricos que acaso viniera a ani-


dar entre los huecos del arco, viviría todo lo que<br />

vive un recuerdo histórico y glorioso unido a una<br />

magnífica obra de arte; y en la noche, cuando un<br />

furtivo rayo de luna dibujase en el pavimento del<br />

claustro los severos perfiles de las ojivas; cuando<br />

sólo se oyesen los gemidos del aire extendiéndose<br />

de eco en eco por sus inmensas bóvedas; después<br />

de haberse perdido la última vibración de la campana<br />

que toca la queda, mi estatua, en la que habría<br />

algo de lo que yo fui, un poco de ese soplo que<br />

anima el barro encadenado por un fenómeno incomprensible<br />

al granito, ¡quién sabe si se levantarla<br />

de su lecho de piedra para discurrir por entre aquellas<br />

gigantes arcadas con los otros guerreros que<br />

tendrían su sepultura por allí cerca, con los prelados<br />

revestidos de sus capas pluviales y sus mitras, y<br />

esas damas de largo brial y plegagados monjiles<br />

que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las<br />

urnas de mármol en los más oscuros ángulos de los<br />

templos!...<br />

Desde que, impresionada la imaginación<br />

por la vaga melancolía o la imponente hermosura<br />

de un lugar cualquiera, se lanzaba a construir con<br />

fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos,<br />

último albergue de mis mortales despojos, hasta<br />

el punto aquel en que, sentado al pie de la humil-


de tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía<br />

como que se reposaba mi espíritu en su honda<br />

calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad de<br />

las cosas, ¡qué revolución tan radical y profunda no<br />

se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades<br />

silenciosas no han pasado por mi frente;<br />

cuántas ilusiones no se han secado en mi alma; a<br />

cuántas historias de poesía no les he hallado una<br />

repugnante vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón,<br />

a semejanza de nuestro Globo, era como<br />

una masa incandescente y líquida, que poco a poco<br />

se va enfriando y endureciendo. Todavía queda<br />

algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez<br />

sale a la superficie. Las palabras amor, gloria, poesía<br />

no me suenan al oído como me sonaban antes.<br />

¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la<br />

vida, tomándola tal como es sin exageraciones ni<br />

engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero<br />

vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos,<br />

sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad<br />

de la planta que tiene a la mañana su gota de<br />

rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra<br />

echada con respeto y que no apisonen y pateen los<br />

que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y<br />

floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un<br />

cardo silvestre y alguna yerba que me cubra con su


manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva<br />

para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los<br />

huesos.<br />

He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono:<br />

ser un comparsa en la inmensa comedia de la<br />

Humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto,<br />

meterme entre bastidores sin que me silben ni me<br />

aplaudan, sin que nadie se dé cuenta siquiera de mi<br />

salida.<br />

No obstante esta profunda indiferencia, se<br />

me resiste el pensar que podrían meterme preso en<br />

un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón<br />

de azúcar en uno de los huecos de la estantería de<br />

una sacramental, para esperar allí la trompeta del<br />

Juicio, como empapelado, detrás de una lápida con<br />

una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e<br />

indicando precisamente, el día y la hora de mi nacimiento<br />

y de mi muerte. Esta profunda e instintiva<br />

preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi<br />

parte, a casi todas las que he ido abandonando en<br />

el curso de los años, pero, al paso que voy, probablemente<br />

mañana no existirá tampoco; y entonces<br />

me será tan igual que me coloquen debajo de una<br />

pirámide egipcia, como que me aten una cuerda a<br />

los pies y me echen a un barranco como a un perro.


Ello es que cada día voy creyendo más que<br />

de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni<br />

un átomo aquí.


Carta cuarta<br />

Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí<br />

se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido últimamente<br />

una nueva e inesperada variación, cosa, a la<br />

verdad, poco extraña a estas alturas, donde la<br />

proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como<br />

a los espectadores de una comedia de magia,<br />

embobados y suspensos con el rápido mudar de las<br />

decoraciones y de las escenas. A las alternativas de<br />

frío y de calor, de aires y de bochorno de una primavera,<br />

que en cuanto a desigual y caprichosa<br />

nada tiene que envidiar a la que disfrutan ustedes<br />

en la coronada villa, ha sucedido un tiempo constante,<br />

sereno y templapo. Merced a estas circunstancias<br />

y a encontrarme bastante mejor de las dolencias<br />

que, cuando no me imposibilitan del todo,<br />

me quitan por lo menos el gusto para las largas<br />

expediciones, he podido dar una gran vuelta por<br />

estos contornos y visitar los pintorescos lugares del<br />

Somontano. Fuera del camino, ya trepando de roca<br />

en roca, ya siguiendo el curso de alguna huella o las<br />

profundidades de una cañada, he vagado tres o<br />

cuatro días de un punto a otro por donde me llamaban<br />

el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado,<br />

una senda quebrada, una punta al parecer inaccesible.


No pueden ustedes figurarse el botín de<br />

ideas e impresiones que, para enriquecer la imaginación,<br />

he recogido en esta vuelta por un país virgen<br />

aún y refractario a las innovaciones civilizadoras.<br />

Al volver al monasterio, después de haberme<br />

detenido aquí para recoger una tradición oscura de<br />

boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos<br />

datos sobre el origen de un lugar o la fundación<br />

de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz al contorno<br />

de una casuca medio árabe, medio bizantina,<br />

un recuerdo de las costumbres o un tipo perfecto de<br />

los habitantes, no he podido menos de recordar el<br />

antiguo y manoseado símil de las abejas que andan<br />

revoloteando de flor en flor y vuelven a su colmena<br />

cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían<br />

hacer con frecuencia algo de esto mismo. Sólo<br />

así podríamos recoger la última palabra de una<br />

época que se va, de la que sólo quedan hoy algunos<br />

rastros en los más apartados rincones de nuestras<br />

provincias, y de la que apenas restará mañana<br />

un recuerdo confuso.<br />

Yo tengo fe en el porvenir: me complazco<br />

en asistir mentalmente a esa inmensa e irresistible<br />

invasión de las nuevas ideas que van transformando<br />

poco a poco la faz de la Humanidad, que merced<br />

a sus extraordinarias invenciones fomentan el co-


mercio de la inteligencia, estrechan el vínculo de los<br />

países, fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades,<br />

y borrando, por decirlo así, las preocupaciones<br />

y las distancias, hacen caer unas tras otras<br />

las barreras que separan a los pueblos. No obstante,<br />

sea cuestión de poesía, sea que es inherente a<br />

la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que<br />

parece y volver los ojos con cierta triste complacencia<br />

hacia lo que ya no existe, ello es que en el fondo<br />

de mi alma consagro como una especie de culto,<br />

una veneración profunda a todo lo que pertenece al<br />

pasado, y las poéticas tradiciones, las derruidas<br />

fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España,<br />

tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa<br />

vaguedad misteriosa de la puesta del sol de un día<br />

espléndido, cuyas horas, llenas de emociones,<br />

vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores<br />

y de luz, antes de sepultarse en las tinieblas en que<br />

se han de perder para siempre.<br />

Cuando no se conocen ciertos períodos de<br />

la Historia más que por la incompleta y descarnada<br />

relación de los enciclopedistas, o por algunos restos<br />

diseminados como los huesos de un cadáver, no<br />

pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero<br />

fondo del cuadro en que estaban colocadas,<br />

suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimien-


to de desdeñosa lástima o un espíritu de aversión<br />

intransigente; pero si se penetra, merced a un estudio<br />

concienzudo, en algunos de sus misterios, si se<br />

ven los resortes de aquella gran máquina que hoy<br />

juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced a<br />

un supremo esfuerzo de la fantasía ayudada por la<br />

erudición y el conocimiento de la época, se consigue<br />

condensar en la mente algo de aquella atmósfera<br />

de arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el<br />

ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de<br />

su múltiple organización, en que las partes relacionadas<br />

entre sí correspondían perfectamente al todo,<br />

y en que los usos, las leyes, las ideas y las aspiraciones<br />

se encontraban en una armonía maravillosa.<br />

No es esto decir que yo desee para mí ni para nadie<br />

la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no<br />

tiene razón de ser nuevamente, y no será.<br />

Lo único que yo desearía es un poco de<br />

respetuosa atención para aquellas edades, un poco<br />

de justicia para los que lentamente vinieron preparando<br />

el camino por donde hemos llegado hasta<br />

aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada<br />

por nuestra ingratitud e incuria. La misma certeza<br />

que tengo de que nada de lo que desapareció ha de<br />

volver, y que en la lucha de las ideas, las nuevas<br />

han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar


cuanto con ellas le relaciona con algo de esa piedad<br />

que siente hacia el vencido un vencedor generoso.<br />

En este sentimiento hay también un poco de egoísmo.<br />

La vida de una nación, a semejanza de la del<br />

hombre, parece como que se dilata con la memoria<br />

de las cosas que fueron y a medida que es más viva<br />

y más completa su imagen, es más real esa segunda<br />

existencia del espíritu en lo pasado, existencia<br />

preferible y más positiva tal vez que la del punto<br />

presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será,<br />

puede aprovecharse la inteligencia para sus altas<br />

especulaciones: ¿qué nos resta, pues, de nuestro<br />

dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido?<br />

Por eso al contemplar los destrozos causados por la<br />

ignorancia, el vandalismo o la envidia durante nuestras<br />

últimas guerras; al ver todo lo que en objetos<br />

dignos de estimación, en costumbres peculiares y<br />

primitivos recuerdos de otras épocas, se ha extraviado<br />

y puesto en desuso de sesenta años a esta<br />

parte; lo que las exigencias de la nueva manera de<br />

ser social trastornan y desencajan; lo que las necesidades<br />

y las aspiraciones crecientes desechan u<br />

olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera<br />

de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido<br />

o el desdén de lo que a fines del siglo pasado<br />

pudieron aún recoger para transmitírnoslas íntegras


las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando<br />

detenidamente nuestra vieja España, cuando<br />

aún estaban de pie los monumentos testigos de<br />

sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la<br />

vida interna quedaban huellas perceptibles de su<br />

carácter.<br />

Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin<br />

embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez<br />

nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra<br />

ignorancia o nuestra culpable apatía para trasmitirles<br />

siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su<br />

patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo<br />

haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones<br />

que contentarse y satisfacer su ansia de conocer<br />

el pasado con las ideas más o menos aproximadas<br />

de algún nuevo Cuvier de la arqueología,<br />

que partiendo de algún mutilado resto o una vaga<br />

tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no<br />

hay duda: el prosaico rasero de la civilización va<br />

igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso<br />

tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las<br />

provincias con las provincias, las naciones con las<br />

naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A<br />

medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos,<br />

que el ferrocarril se extiende, la industria se<br />

acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización


invade nuestro país, van desapareciendo de él sus<br />

rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales,<br />

sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la<br />

inflexible línea recta, sueño dorado de todas las<br />

poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las<br />

caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos,<br />

tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra:<br />

de un retablo al que vivía unida una tradición,<br />

no queda aquí más que el nombre escrito en el<br />

azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico con<br />

sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye<br />

más allá una manzana de casas a la moderna;<br />

las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo<br />

perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las<br />

ciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallas<br />

fenicias, romanas, godas o árabes.<br />

¿Dónde están los canceles y las celosías<br />

morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los<br />

aleros salientes de maderas labradas, los balcones<br />

con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas<br />

de vidrio, los muros de los jardines por donde<br />

rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los<br />

carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios<br />

de los templos? El albañil, armado de su impacable<br />

piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los<br />

puntiagudos tejados o demuele los moriscos mira-


dores, y mientras el brochista roba a los muros el<br />

artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos<br />

de cal y almagra, el arquitecto los embellece<br />

a su modo con carteles de yeso y cariátides<br />

de escayola, dejándolos más vistosos que una caja<br />

de dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde<br />

justaban los galanes, las piadosas ermitas albergue<br />

de los peregrinos, o el castillo hospitalario para<br />

el que llamaba de paz a sus puertas. Las almenas<br />

caen unas tras otras de lo alto de los muros y van<br />

cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un<br />

trozo de granito informe, y el arado abre un profundo<br />

surco en el patio de armas. El traje característico<br />

del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del<br />

rincón de su provincia: las fiestas peculiares de<br />

cada población comienzan a encontrarse, ridículas<br />

o del mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos<br />

usos caen en olvido, la tradición se rompe y<br />

todo lo que no es nuevo se menosprecia.<br />

Estas innovaciones tienen su razón de ser,<br />

y por tanto no seré yo quién las anatematice. Aunque<br />

me entristece el espectáculo de esa progresiva<br />

destrucción de cuanto trae a la memoria épocas<br />

que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya<br />

nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo seguir su<br />

curso y completar sus inevitables revoluciones, co-


mo dejamos a nuestras mujeres o a nuestras hijas<br />

que arrinconen en un desván los trastos viejos de<br />

nuestros padres para sustituirlos con muebles modernos<br />

y de más buen tono; pero ya que ha llegado<br />

la hora de la gran transformación, ya que la sociedad<br />

animada de un nuevo espíritu se apresura a<br />

revestirse de una nueva forma, debíamos guardar,<br />

merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros<br />

artistas, la imagen de todo eso que va a desaparecer,<br />

como se guarda después que muere el<br />

retrato de una persona querida. Mañana, al verlo<br />

todo constituido de una manera diversa, al saber<br />

que nada de lo que existe existía hace algunos siglos,<br />

se preguntarán los que vengan detrás de nosotros<br />

de qué modo vivían sus padres, y nadie<br />

sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores<br />

de localidad, ciertas costumbres, el influjo de<br />

determinadas ideas en el espíritu de una generación,<br />

que tan perfectamente reflejaran sus adelantos<br />

y sus aspiraciones, leerán la Historia sin saberla<br />

explicar; y verán moverse a nuestros héroes nacionales<br />

con la estupefacción con que los muchachos<br />

ven moverse a una marioneta sin saber los resortes<br />

a que obedece.<br />

A mí me hace gracia observar cómo se afanan<br />

los sabios, qué grandes cuestiones enredan y


con qué exquisita diligencia se procuran los datos<br />

acerca de las más insignificantes particularidades<br />

de la vida doméstica de los egipcios o los griegos,<br />

en tanto que se ignoran los más curiosos pormenores<br />

de nuestras costumbres propias; cómo se remontan<br />

y se pierden de inducción en inducción, por<br />

entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas<br />

o sánscritas, en busca del origen de las palabras,<br />

en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante:<br />

el origen de las ideas.<br />

En otros países más adelantados que el<br />

nuestro, y donde, por consiguiente, el ansia de las<br />

innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente,<br />

se deja ya sentir la reacción en sentido favorable<br />

a este género de estudios; y aunque tarde,<br />

para que sus trabajos den el fruto que se debió<br />

esperar, la Edad Media y los períodos históricos que<br />

más de cerca se encadenan con el momento actual,<br />

comienzan a ser estudiados y comprendidos. Nosotros<br />

esperaremos regularmente a que se haya borrado<br />

la última huella para empezar a buscarla. Los<br />

esfuerzos aislados de algún que otro admirador de<br />

esas cosas, poco o casi nada pueden hacer. Nuestros<br />

viajeros son en muy corto número, y por lo regular<br />

no es su país el campo de sus observaciones.<br />

Aunque así no fuese, una excursión por las capita-


les, hoy que en su gran mayoría están ligadas con<br />

la gran red de vías férreas, escasamente lograría<br />

llenar el objeto de los que desean hacer un estudio<br />

de esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados,<br />

vagar al acaso de un lugar en otro, dormir medianamente<br />

y no comer mejor; es preciso fe y verdadero<br />

entusiasmo por la idea que se persigue para<br />

ir a buscar los tipos originales, las costumbres primitivas<br />

y los puntos verdaderamente artísticos a los<br />

rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia,<br />

y de donde poco a poco los van desalojando la<br />

invasora corriente de la novedad y los adelantos de<br />

la civilización. Todos los días vemos a los Gobiernos<br />

emplear grandes sumas en enviar gentes que<br />

no sin peligros y dificultades recogen en lejanos<br />

países, bichitos, florecitas y conchas.<br />

Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos,<br />

no dejo de conocer la verdadera importancia<br />

que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia<br />

moral, ¿por qué ha de dejarse en un inexplicable<br />

abandono? ¿Por qué al mismo tiempo que se recogen<br />

los huesos de un animal antediluviano no se<br />

han de recoger las ideas de otros siglos traducidas<br />

en objetos de arte y usos extraños, diseminados<br />

acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho<br />

mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones,


de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes<br />

pintorescos, de costumbres características animadas<br />

y revestidas de esa vida que presta a cuanto<br />

toca una pluma inteligente o un lápiz diestro, ¿no<br />

creen ustedes, como yo, que sería de grande utilidad<br />

para los estudios particulares y verdaderamente<br />

filosóficos de un período cualquiera de la Historia?<br />

Verdad que nuestro fuerte no es la Historia. Si algo<br />

hemos de saber en este punto casi siempre se ha<br />

de tomar algún extranjero el trabajo de decírnoslo<br />

del modo que a él mejor le parece. Pero ¿por qué<br />

no se ha de abrir este ancho campo a nuestros escritores,<br />

facilitándoles el estudio y despertando y<br />

fomentando su afición? Hartos estamos de ver en<br />

obras dramáticas, en novelas que se llaman históricas<br />

y cuadros que llenan nuestras exposiciones,<br />

asuntos localizados en este o el otro período de un<br />

siglo cualquiera, y que, cuando más, tienen de ellos<br />

un carácter muy dudoso y susceptible de severa<br />

crítica, si los críticos a su vez no supieran en este<br />

punto lo mismo o menos que los autores y artistas a<br />

quienes han de juzgar.<br />

Las colecciones de trajes y muebles de<br />

otros países, los detalles que acerca de costumbres<br />

de remotos tiempos se hallan en las novelas de<br />

otras naciones, o lo poco o mucho que nuestros


pensionados aprenden relativo a otros tipos históricos<br />

y otras épocas, nunca son idénticos ni tienen un<br />

sello especial; son las únicas fuentes donde bebe<br />

su erudición y forma su conciencia artística la mayoría.<br />

Para remediar este mal, muchos medios<br />

podrían proponerse más o menos eficaces, pero<br />

que al fin darían algún resultado ventajoso. No es<br />

mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia,<br />

el trazar un plan detallado y minucioso que,<br />

como la mayor parte de los que se trazan, no llegue<br />

a realizarse nunca. No obstante, en esta o la otra<br />

forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus<br />

estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el<br />

Gobierno debía fomentar la organización periódica<br />

de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias.<br />

Estas expediciones, compuestas de grupos<br />

de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente<br />

recogerían preciosos materiales para obras de<br />

grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus<br />

observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad<br />

artística, en ese comercio de ideas tan continuamente<br />

relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos<br />

serían un verdadero arsenal de datos, ideas<br />

y descripciones útiles para todo género de estudios.<br />

Además de la ventaja inmediata que reportaría<br />

esta especie de inventario artístico e histórico


de todos los restos de nuestra pasada grandeza,<br />

¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla<br />

de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada<br />

en el alma de la generación joven, donde iría<br />

germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir?<br />

Ya que el impulso de nuestra civilización, de<br />

nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra<br />

literatura viene del Extranjero, ¿por qué no se ha<br />

de procurar modificarlo poco a poco, haciéndolo<br />

más propio y más característico con esa levadura<br />

nacional?...<br />

Como introducción al rápido bosquejo de<br />

uno de esos tipos originales de nuestro país, que he<br />

podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a<br />

apuntar de pasada y a manera de introducción algunas<br />

reflexiones acerca de la utilidad de este<br />

género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde, la<br />

pluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con que<br />

para introducción es esto muy largo, si bien ni por<br />

sus dimensiones y su interés parece bastante para<br />

formar artículo de por sí. De todos modos, allá van<br />

estas cuartillas, valgan por lo que valieren: que si<br />

alguien de más conocimientos e importancia, una<br />

vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión<br />

para que fructifique, no serán perdidas del<br />

todo. Yo, entretanto, voy a trazar un tipo bastante


original y que desconfío de poder reproducir. Ya que<br />

no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré<br />

al éxito de la predicación con el ejemplo.


Carta quinta<br />

Queridos amigos: Entre los muchos sitios<br />

pintorescos y llenos de carácter que se encuentran<br />

en la antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado<br />

es sin duda alguna el más original y digno de<br />

estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo<br />

que todo lo destruye o altera. Al verse en mitad<br />

de aquel espacio de forma irregular y cerrado por<br />

lienzos de edificios a cual más caprichoso y vetusto,<br />

nadie diría que nos hallamos en pleno siglo XIX,<br />

siglo amante de la novedad por excelencia, siglo<br />

aficionado hasta la exageración a lo flamante, lo<br />

limpio y lo uniforme. Hay cosas que son más para<br />

vistas que para trasladadas al lienzo, siquiera el que<br />

lo intente sea un artista consumado, y esta plaza es<br />

una de ellas. Adonde no alcanza, pues, ni la paleta<br />

del pintor con sus infinitos recursos, ¿cómo podrá<br />

llegar mi pluma sin más medios que la palabra, tan<br />

pobre, tan insuficiente para dar idea de lo que es<br />

todo un efecto de líneas, de claroscuro, de combinación<br />

de colores, de detalles que se ofrecen juntos<br />

a la vista, de rumores y sonidos que se perciben a<br />

la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de<br />

movimiento que no cesa, de luz que hiere, de ruido<br />

que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples manifestaciones,<br />

imposibles de sorprender con sus infini-


tos accidentes ni aun merced a la cámara fotográfica?<br />

Cuando se acomete la difícil empresa de descomponer<br />

esa extraña armonía de la forma, el color<br />

y el sonido; cuando se intenta dar a conocer sus<br />

pormenores, enumerando unas tras otras las partes<br />

del todo; la atención se fatiga, el discurso se embrolla<br />

y se pierde por completo la idea de la íntima relación<br />

que estas cosas tienen entre sí, el valor que<br />

mutuamente se prestan al ofrecerse reunidas a la<br />

mirada del espectador, para producir el efecto del<br />

conjunto, que es, a no dudarlo, su mayor atractivo.<br />

Renuncio, pues, a describir el panorama del<br />

mercado con sus extensos soportales, formados de<br />

arcos macizos y redondos sobre los que gravitan<br />

esas construcciones voladas tan propias del siglo<br />

XVI, llenas de tragaluces circulares; de rejas de<br />

hierro labradas a martillo, de balcones imposibles<br />

de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y<br />

de canes de madera, ya medio podrida y cubierta<br />

de polvo, que deja ver a trechos el costoso entalle,<br />

muestra de su primitivo esplendor.<br />

Los mil y mil accidentes pintorescos que a<br />

la vez cautivan el ánimo y llaman la vista como reclamando<br />

la prioridad de la descripción; las dobles<br />

hileras de casuquillas de extraño contorno y extra-


vagantes proporciones, éstas altas y estrechas como<br />

un castillo, aquéllas chatas y agazapadas entre<br />

el ángulo de un templo y los muros de un palacio<br />

como una verruga de argamasa y escombros; los<br />

recortados lienzos de edificios con un remiendo<br />

moderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad,<br />

un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo<br />

de una mercería, un retablillo con una imagen de la<br />

Purísima y su farol ahumado y diminuto, o el retorcido<br />

tronco de una vid que sale del interior por un<br />

agujero practicado en la pared y sube hasta sombrear<br />

con un toldo de verdura el alféizar de un ajimez<br />

árabe, confundidos y entremezclados en mi<br />

memoria con el recuerdo de la monumental fachada<br />

de la casa-ayuntamiento, con sus figuras colosales<br />

de granito, sus molduras de hojarasca, sus frisos<br />

por donde se extiende una larga y muda procesión<br />

de guerreros de piedra, precedidos de timbales y<br />

clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes<br />

y sus blasones soportados por ángeles y grifos<br />

rampantes, forman en mi cabeza un caos tan difícil<br />

de desembrollar en este momento, que si ustedes<br />

con su imaginación no hacen en él la luz y lo ordenan,<br />

y colocan a su gusto todas estas cosas que yo<br />

arrojo a granel sobre las cuartillas, las figuras de mi<br />

cuadro se quedarán sin fondo, los actores de mi


comedia se agitarán en un escenario sin decoración<br />

ni acompañamiento.<br />

Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos<br />

datos y como mejor les plazca, el mercado de Tarazona:<br />

figúrense ustedes que ven por aquí cajones<br />

formados de tablas y esteras, tenduchos levantados<br />

de improviso con estacas y lienzos, mesillas cojas y<br />

contrahechas, bancos largos y oscuros, y por allá<br />

cestos de frutas que ruedan hasta el arroyo, montones<br />

de hortalizas frescas y verdes, rimeros de panes<br />

blancos y rubios, trozos de carne que cuelgan<br />

de garfios de hierro, tenderentes de ollas, pucheros<br />

y platos, guirnaldas de telas de colorines, pañuelos<br />

de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas<br />

de cáñamo que engalanan los soportales, sujetos<br />

con cordeles de columna a columna, y figúrense<br />

ustedes circulando por medio de ese pintoresco<br />

cúmulo de objetos, producto de la atrasada agricultura<br />

y la pobre industria de este rincón de España,<br />

una multitud abigarrada de gentes que van y vienen<br />

en todas direcciones, paisanos con sus mantas de<br />

rayas, sus pañuelos rojos unidos a las sienes, su<br />

faja morada y su calzón estrecho, mujeres de los<br />

lugares circunvecinos con sayas azules, verdes,<br />

encarnadas y amarillas; por este lado un señor antiguo,<br />

de los que ya sólo aquí se encuentran, con su


calzón corto, su media de lana oscura y su sombrero<br />

de copa; por aquél un estudiante con sus manteos<br />

y su tricornio, que recuerdan los buenos tiempos<br />

de Salamanca, y chiquillos que corren y vocean,<br />

caballerías que cruzan, vendedores que pregonan,<br />

una interjección característica por acá, los desaforados<br />

gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto<br />

y confundido con ese rumor sin nombre que<br />

se escapa de las reuniones populares, donde todos<br />

hablan, se mueven y hacen ruido a la vez, mientras<br />

se codean, avanzan, retroceden, empujan o resisten,<br />

llevados por el oleaje de la multitud.<br />

La primera vez que tuve ocasión de presenciar<br />

este espectáculo lleno de animación y de vida,<br />

perdido entre los numerosos grupos que llenaban la<br />

plaza de un extremo a otro, apenas pude darme<br />

cuenta exacta de lo que sucedía a mi alrededor. La<br />

novedad de los tipos, los trajes y las costumbres; el<br />

extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas,<br />

encajonadas unas entre dos pilares de mármol,<br />

otras bajo un arco severo e imponente, o levantadas<br />

al aire libre sobre tres o cuatro palitroques; hasta el<br />

pronunciado y especial acento de los que voceaban<br />

pregonando sus mercancías, nuevo completamente<br />

para mí, eran causa más que bastante a producirme<br />

ese aturdimiento que hace imposible la percepción


detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas,<br />

vagando de un punto a otro sin cesar un momento,<br />

no tenían ni voluntad propia para fijarse en un sitio.<br />

Así estuve cerca de una hora cruzando en todos<br />

sentidos la plaza, a la que, por ser día de fiesta y<br />

uno de los más clásicos de mercado, había acudido<br />

más gente que de costumbre, cuando en uno de<br />

sus extremos y cerca de una fuente donde unos<br />

lavaban las verduras, otros recogían agua en un<br />

cacharro o daban de beber a sus caballerías, distinguí<br />

un grupo de muchachas que, en su original y<br />

airoso atavío, en sus maneras y hasta en su particular<br />

modo de expresarse, conocí que sería de alguno<br />

de los pueblos de las inmediaciones de Tarazona,<br />

donde más puras y primitivas se conservan las antiguas<br />

costumbres y ciertos tipos del Alto Aragón. En<br />

efecto, aquellas muchachas, cuya fisonomía especial,<br />

cuya desenvoltura varonil, cuyo lenguaje mezclado<br />

de las más enérgicas interjecciones, contrastaba<br />

de un modo notable con la expresión de ingenua<br />

sencillez de sus rostros, con su extremada juventud<br />

y con la inocencia que descubren a través<br />

del somero barniz de malicia de su alegre dicharacheo,<br />

se distinguían tanto de las otras mujeres de<br />

las aldeas y lugares de los contornos que, como<br />

ellas, vienen al mercado de la ciudad, que desde


luego se despertó en mí la idea de hacer un estudio<br />

más detenido de sus costumbres, enterándome del<br />

punto de que procedían y el género de tráfico en<br />

que se ocupaban.<br />

So pretexto de ajustar una carga de leña de<br />

las varias que tenían sobre algunos borriquillos pequeños,<br />

huesosos y lanudos, trabé conversación<br />

con una de las que me parecieron más juiciosas y<br />

formales, mientras las otras nos aturdían con sus<br />

voces, sus risotadas o sus chistes, pues es tal la<br />

fama de alegres y decidoras que tienen entre las<br />

gentes de la ciudad, que no hay seminarista desocupado<br />

o zumbón que al pasar no les diga alguna<br />

cosa, seguro de que no ha de faltarles una ocurrencia<br />

oportuna y picante para responderles.<br />

Mi conversación, en la que por incidencia<br />

toqué dos o tres puntos de los que deseaba aclarar,<br />

fue por lo tanto todo lo insuficiente que, dadas las<br />

condiciones del sitio y de mis interlocutoras, se podía<br />

presumir. Supe, no obstante, que eran de Añón,<br />

pueblecito que dista unas tres horas de camino de<br />

Tarazona y que, en mis paseos, alrededor de esta<br />

abadía, he tenido ocasión de ver varias veces muy<br />

en lontananza y casi oculto por las gigantescas<br />

ondulaciones del Moncayo, en cuya áspera falda


tiene su asiento, y que su ocupación diaria consistía<br />

en ir y venir desde su aldea a la ciudad, donde traían<br />

un pequeño comercio con la leña que en gran<br />

abundancia les suministran los montes, entre los<br />

cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas<br />

y unidas a las que después pude adquirir por<br />

el dueño del parador en que estuve los dos o tres<br />

días que permanecí en Tarazona, en aquella ocasión<br />

sólo sirvieron para avivar mi deseo de conocer<br />

más a fondo las costumbres de este tipo particular<br />

de mujeres, en las que desde luego llaman la atención<br />

sus rasgos de belleza nada comunes y su aire<br />

resuelto y gracioso.<br />

Esto aconteció hará cosa de tres o cuatro<br />

meses, en el intervalo de los cuales, todas las mañanas,<br />

antes de salir el sol, y confundiéndose con la<br />

algarabía de los pájaros, llegaban hasta mi celda,<br />

sacándome a veces de mi sueño, las voces alegres<br />

y sonoras, aunque un tanto desgarradas, de esas<br />

mismas muchachas que, mordiendo un tarugo de<br />

pan negro, cantando a grito herido, e interrumpiendo<br />

su canción para arrear el borriquillo en que conducen<br />

la carga de leña, atraviesan impávidas con<br />

fríos y calores, con nieves o tormentas, las tres leguas<br />

mortales de precipicios y alturas que hay desde<br />

su lugar a Tarazona. Últimamente, como ya dije


a ustedes en mi anterior, el tiempo y mis dolencias,<br />

poniéndose de acuerdo para dar un punto de reposo,<br />

el uno en sus continuas variaciones y las otras<br />

en sus diarias incomodidades, me han permitido<br />

satisfacer en parte la curiosidad, visitando los lugares<br />

del Somontano, entre los que se encuentra<br />

Añón, sin duda alguna el más original por sus costumbres<br />

y el más pintoresco por sus alrededores y<br />

posición topográfica. En mi corta visita a este lugar,<br />

me expliqué perfectamente por qué en el aire y en<br />

la fisonomía de las añoneras hay algo extraordinario,<br />

algo que las particulariza y distingue de entre<br />

todas las mujeres del país. Sus costumbres, su<br />

educación especial y su género de vida, son, en<br />

efecto, diversos de los de aquellos pueblos. Añón,<br />

que en otra época perteneció a los caballeros de<br />

San Juan, cuya Orden mantiene aún en él un priorato,<br />

está situado sobre una altura en el punto en que<br />

comienza el áspero bosque de carrascas que cubre<br />

como una sábana de verdura la base del monte.<br />

Cuando lo tenían por sí los caballeros de la<br />

Orden hospitalaria, debió de ser lugar fuerte y cerrado;<br />

hoy sólo quedan como testigos de su pasado<br />

esplendor las colosales ruinas de un castillo de inmensas<br />

proporciones y algunos lienzos de muro<br />

que ya se esconden, ya aparecen por entre los roji-


zos tejados de las casas que se agrupan en derredor<br />

de estos despojos. Cada uno de los pueblos de<br />

estas cercanías tiene una reducida llanura propia<br />

para el cultivo, sólo Añón, encaramado sobre sus<br />

rocas; sin el recurso siquiera del monte, que ya no<br />

le pertenece, sin otras tierras para sembrar que los<br />

pequeños remansos que forman una de sus laderas<br />

que se degrada en ásperos escalones, necesita<br />

apelar a su genio y a un trabajo rudo y peligroso<br />

para sostenerse. Yo no sabré decir a ustedes si<br />

esto proviene de que los hombres se ocupaban de<br />

muy antiguo en el servicio de los caballeros, por lo<br />

cual tenían abandonadas sus casas al dominio de<br />

las mujeres, o de otra causa cualquiera que yo no<br />

me he podido explicar; ello es que en este pueblo<br />

hay algo de lo que nos refieren las fábulas de las<br />

amazonas o de lo que habrán ustedes tenido ocasión<br />

de ver en la Isla de San Balandrán.<br />

No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje<br />

de serlo tanto cuanto es necesario para justificar<br />

ampliamente estos apelativos; pero la población<br />

femenina se agita tan en primer término, desempeña<br />

un papel tan activo en la vida pública, trabaja y<br />

va y viene de un punto a otro con tal resolución y<br />

desenfado, que puede asegurarse que ella es la<br />

que da el carácter al lugar y la que lo hace conocido


y famoso en veinte leguas a la redonda. En la plaza<br />

de Tarazona, teatro de sus habilidades, en los caminos<br />

que atraviesa cantando, en el monte, a donde<br />

va a buscar furtivamente su mercancía, en las fiestas<br />

del lugar, en cualquier parte que se encuentre, si<br />

una vez se ha visto a una añonera, es imposible<br />

confundirla con las demás aldeanas.<br />

La escasa comunicación que tienen estos<br />

pueblecillos entre sí es el origen de las radicales<br />

diferencias que se notan a primera vista entre los<br />

habitantes, aún de los más próximos. Dentro del<br />

tipo aragonés, que es el general a todos ellos, hay<br />

infinitos matices que caracterizan a cada región de<br />

la provincia, a cada aldea de por sí. El tipo de las<br />

añoneras es uno, con muy leves alteraciones; su<br />

traje, idéntico; sus costumbres y su índole, las mismas<br />

siempre.<br />

Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle,<br />

en el brío con que caminan, en la elasticidad de<br />

sus músculos, en la prontitud de todos sus movimientos,<br />

revelan la fuerza de que están dotadas y la<br />

resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por<br />

el viento y el sol, ofrecen rasgos perfectamente<br />

regulares, mezclándose en ellas con extraña armonía<br />

la volubilidad y ese no sé qué imposible de definir


que constituye la gracia, con esa leve expresión de<br />

la osadía que dilata imperceptiblemente la nariz y<br />

pliega el labio en ademán desdeñoso. Nada más<br />

pintoresco y sencillo a la vez que su traje. Un apretador<br />

de colores vivos les ciñe la cintura y deja ver<br />

la camisa, blanca como la nieve, que se pliega en<br />

derredor del cuello, sobre el que se levanta erguida,<br />

morena y varonil, la cabeza coronada de cabellos<br />

oscuros y abundantes. Una saya corta, airosa y<br />

encarnada o amarilla, les llega justamente hasta el<br />

punto de la pierna en que se atan las abarcas con<br />

un listón negro, que sube serpenteando sobre la<br />

media azul hasta bastante más arriba del tobillo.<br />

Acostumbradas casi desde que nacen a saltar<br />

de roca en roca por entre las quebraduras del<br />

monte, su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos<br />

los habitantes de las montañas, hasta el punto<br />

de que algunas veces da miedo cuando se las mira<br />

atravesar un sendero estrecho que bordea un barranco,<br />

emparejadas con el borriquillo que conduce<br />

la leña, y saltando de una piedra en otra de las que<br />

costean el camino. Así andan las leguas, tal vez en<br />

ayunas, pero siempre riendo, siempre cantando,<br />

siempre de humor para cambiar una cuchufleta con<br />

sus compañeros de viaje. Y no hay miedo de que su<br />

cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, o su


ligero paso se acorte al llegar a lo último de la penosa<br />

jornada; su vista tiene algo de la fijeza e intensidad<br />

de la del águila, acaso porque como ella se ha<br />

acostumbrado a medir indiferente los abismos; sus<br />

miembros endurecidos con la costumbre del trabajo,<br />

soportan las fatigas más rudas sin que el cansancio<br />

los entorpezca un instante.<br />

Sólo de este modo les es posible vivir en<br />

medio de la miseria que las agobia. Cuando la noche<br />

es más oscura; cuando la nieve borra hasta las<br />

lindes de los senderos, cuando supone que los<br />

guardas de los montes del Estado no se atreverán a<br />

aventurarse por aquellas brechas profundas y aquellos<br />

bosques de árboles intrincados y sombríos,<br />

entonces la añonera, desafiando todos los peligros,<br />

adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando<br />

por uno y otro lado los aullidos de los lobos,<br />

sale furtivamente de su lugar. Más bien que baja,<br />

puede decirse que se descuelga de roca en roca<br />

hasta el último valle que lo separa del Moncayo;<br />

armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas<br />

oscuras, a cuyo pie nacen espinos y zarzas en<br />

montón, y descargando rudos golpes con una fuerza<br />

y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de<br />

leña, que después oculta para conducirla poco a<br />

poco, primero a su casa y más tarde a Tarazona,


donde recibe por su trabajo material, por los peligros<br />

que afronta y las fatigas que sufre, seis o siete<br />

reales a lo sumo. Francamente hablando, hay en<br />

este mundo desigualdades que asustan.<br />

¿Quién puede sospechar que a la misma<br />

hora en que nuestras grandes damas de la corte se<br />

agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en<br />

sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el<br />

carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones<br />

de seda a su palacio, otras mujeres, hermosas<br />

quizás como ellas, como ellas débiles al<br />

nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de<br />

un lado a otro para esparcir la nieve que se les<br />

amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad<br />

profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen<br />

resonar el bosque con el crujido de los troncos que<br />

caen derribados a los golpes del hacha?<br />

Grandes, inmensas desigualdades existen,<br />

no cabe duda; pero también es cierto que todas<br />

tienen su compensación. Yo he visto levantarse<br />

agitado y dejar escapar un comprimido sollozo a<br />

más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo<br />

he visto más de una altiva frente inclinarse triste y<br />

sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida<br />

diadema de pedrería; en cambio, hoy como


ayer, sigue despertándome el alegre canto de las<br />

añoneras que pasan por delante de las puertas del<br />

monasterio para dirigirse a Tarazona; mañana como<br />

hoy, si salgo al camino o voy a buscarlas al mercado,<br />

las encontraré riendo y en continua broma, felices<br />

con sus seis reales, satisfechas, porque llevarán<br />

un pan negro a su familia, ufanas con la satisfacción<br />

de que a ellas se deben la burda saya que<br />

visten y el bocado de pan que comen.<br />

Dios, aunque invisible, tiene siempre una<br />

mano tendida para levantar por un extremo la carga<br />

que abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera<br />

cumbre de la vida con el pesado fardo de la miseria<br />

al hombro?


Carta sexta<br />

Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres<br />

años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de<br />

Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en<br />

uno de los pueblecillos de estos contornos. Tratábase<br />

del asesinato de una pobre vieja a quien sus<br />

convecinos acusaban de bruja. Últimamente, y por<br />

una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer<br />

los detalles y la historia circunstanciada de un<br />

hecho que se comprende apenas en mitad de un<br />

siglo tan despreocupado como el nuestro.<br />

Ya estaba para acabar el día. El cielo, que<br />

desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso,<br />

comenzaba a oscurecerse a medida que el Sol, que<br />

antes transparentaba su luz a través de las nieblas,<br />

iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver<br />

su famoso castillo como término y remate de mi<br />

artística expedición, dejé a Litago para encaminarme<br />

a Trasmoz, pueblo del que me separa una distancia<br />

de tres cuartos de hora por el camino más<br />

corto. Como de costumbre, y exponiéndome, a<br />

trueque de examinar a mi gusto los parajes más<br />

ásperos y accidentados, a las fatigas y la incomodidad<br />

de perder el camino por entre aquellas zarzas y<br />

peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y


más largo, y lo perdí en efecto, a pesar de las minuciosas<br />

instrucciones de que me pertreché a la salida<br />

del lugar.<br />

Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso<br />

del monte, llevando del diestro la caballería por<br />

entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres<br />

para descubrir la salida del laberinto, ora por<br />

las honduras con la idea de cortar terreno, anduve<br />

vagando al azar un buen espacio de tarde, hasta<br />

que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé<br />

con un pastor, el cual abrevaba su ganado en<br />

el riachuelo que, después de deslizarse sobre un<br />

cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce<br />

allí con un ruido particular que se oye a gran distancia,<br />

en medio del profundo silencio de la Naturaleza<br />

que en aquel punto y a aquella hora parece muda o<br />

dormida.<br />

Pregunté al pastor el camino del pueblo, el<br />

cual, según mis cuentas, no debía de distar mucho<br />

del sitio en que nos encontrábamos, pues, aunque<br />

sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre<br />

en la dirección que me habían indicado. Satisfizo el<br />

buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo, y ya<br />

me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo<br />

con pies y manos y tirando de la caballería


como Dios me daba a entender, por entre unos<br />

pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando<br />

el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una<br />

gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de<br />

la tía Casca, si quería llegar sano y salvo a la cumbre.<br />

La verdad era que el camino, que equivocadamente<br />

había tomado, se hacía cada vez más áspero<br />

y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban<br />

las altísimas rocas, que parecían suspendidas<br />

sobre mi cabeza, y por otra el ruido vertiginoso del<br />

agua que corría profunda a mis pies, y de la que<br />

comenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul,<br />

que se extendía por la cortadura borrando los objetos<br />

y los colores, parecían contribuir a turbar la vista<br />

y conmover el ánimo con una sensación de penoso<br />

malestar que vulgarmente podría llamarse preludio<br />

de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta<br />

donde se encontraba el pastor, y mientras seguíamos<br />

juntos por una trocha que se dirigía al pueblo,<br />

adonde también iba a pasar la noche mi improvisado<br />

guía, no pude menos de preguntarle con alguna<br />

insistencia por qué, aparte de las dificultades que<br />

ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre<br />

por la senda que llamó de la tía Casca.<br />

-Porque antes de terminar la senda -me dijo<br />

con el tono más natural del mundo- tendríais que


costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que<br />

le da su nombre, y en el cual se cuenta que anda<br />

penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni<br />

Dios ni el diablo han querido para suya.<br />

-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido,<br />

aunque, a decir verdad, ya me esperaba una<br />

contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué<br />

diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por<br />

estos andurriales?<br />

-En acosar y perseguir a los infelices pastores<br />

que se arriesgan por esa parte del monte, ya<br />

haciendo ruido entre las matas, como si fuese un<br />

lobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura,<br />

o acurrucándose en las quiebras de las rocas<br />

que están en el fondo del precipicio, desde donde<br />

llama con su mano amarilla y seca a los que van por<br />

el borde, les clava la mirada de sus ojos de búho, y<br />

cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza,<br />

da un gran salto, se les agarra a los pies y pugna<br />

hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja!<br />

-exclamó después de un momento el pastor tendiendo<br />

el puño crispado hacia las rocas, como<br />

amenazándola-; ¡ah, maldita bruja!, muchas hiciste<br />

en vida y ni aun muerta hemos logrado que nos<br />

dejes en paz; pero no hay cuidado, que a ti y a tu


endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar<br />

una a una, como a víboras.<br />

-Por lo que veo -insistí, después que hubo<br />

concluido su extravagante imprecación-, está usted<br />

muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por<br />

ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me<br />

parece de tanta edad como para haber vivido en el<br />

tiempo en que las brujas andaban todavía por el<br />

mundo.<br />

Al oír estas palabras el pastor, que caminaba<br />

delante de mí para mostrarme la senda, se detuvo<br />

un poco, y fijando en los míos sus asombrados<br />

ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó<br />

con un acento de buena fe pasmosa: -¡Que no le<br />

parezco a usted de edad bastante para haberla<br />

conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún<br />

tres años cabales que con estos mismos ojos, que<br />

se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese<br />

derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos<br />

y de las zarzas un jirón de vestido o de carne,<br />

hasta que llegó al fondo, donde se quedó aplastada<br />

como un sapo que se coge debajo del pie?<br />

-Entonces -respondí asombrado a mi vez de<br />

la credulidad de aquel pobre hombre- daré crédito a<br />

lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque a mí


se me había figurado -añadí recalcando estas últimas<br />

frases para ver el efecto que le hacían- que<br />

todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino<br />

antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.<br />

-Eso dicen los señores de la ciudad, porque<br />

a ellos no les molestan; y, fundados en que todo es<br />

puro cuento, echaron a presidio a algunos infelices<br />

que nos hicieron un bien de caridad a la gente del<br />

Somontano, despeñando a esa mala mujer.<br />

-¿Conque no cayó casualmente ella, sino<br />

que la hicieron rodar que quieras que no? ¡A ver, a<br />

ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe<br />

de ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad<br />

y el asombro suficiente, para que el buen hombre<br />

no maliciase que sólo quería distraerme un rato<br />

oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta<br />

que no me refirió los pormenores del suceso no<br />

hice memoria de que, en efecto, yo había leído en<br />

los periódicos de provincia una cosa semejante. El<br />

pastor, convencido, por las muestras de interés con<br />

que me disponía a escuchar su relato, de que yo no<br />

era uno de esos señores de la ciudad, dispuesto a<br />

tratar de majaderías su historia, levantó la mano en<br />

dirección a uno de los picachos de la cumbre, y<br />

comenzó así, señalándome una de las rocas que se


destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris<br />

del cielo, que el Sol, al ponerse tras las nubes, teñía<br />

de algunos cambiantes rojizos.<br />

-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece<br />

cortado a pico y por entre cuyas peñas crecen<br />

las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió<br />

ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino<br />

atrás de donde nos encontramos en este momento:<br />

próximamente sería la misma hora, cuando creí<br />

escuchar unos alaridos distantes, y llantos e imprecaciones<br />

que se entremezclaban con voces varoniles<br />

y coléricas, que ya se oían por un lado, ya por<br />

otro, como de pastores que persiguen un lobo por<br />

entre los zarzales. El Sol, según digo, estaba al<br />

ponerse, y por detrás de la altura se descubría un<br />

jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre<br />

el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante<br />

a un esqueleto que se escapa de su fosa,<br />

envuelto aún en los jirones del sudario, a una vieja<br />

horrible, en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca<br />

era famosa en todos estos contornos, y me bastó<br />

distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban<br />

alrededor de su frente como culebras, sus formas<br />

extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos<br />

disformes, que se destacaban angulosos y oscuros<br />

sobre el fondo de fuego del horizonte, para recono-


cer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al<br />

borde del precipicio, se detuvo un instante sin saber<br />

qué partido tomar. Las voces de los que parecían<br />

perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de<br />

cuando en cuando se la veía hacer una contorsión,<br />

encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos<br />

que la arrojaban. Sin duda, no traía el bote de sus<br />

endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que<br />

habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando a<br />

sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles<br />

que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo<br />

que de una vez pagara todas sus maldades!...<br />

Llegaron los mozos que venían en su seguimiento,<br />

y la cumbre se coronó de gentes, éstos con<br />

piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de<br />

más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa<br />

horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin<br />

huida, se arrojó al suelo, se arrastró por la tierra<br />

besando los pies de los unos, abrazándose a las<br />

rodillas de los otros, implorando en su ayuda a la<br />

Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en<br />

su condenada boca como una blasfemia. Pero los<br />

mozos, así hacían caso de sus lamentos como yo<br />

de la lluvia cuando estoy bajo techado. -Yo soy una<br />

pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo<br />

hijos ni parientes que me vengan a amparar: ¡per-


donadme, tened compasión de mí! -aullaba la bruja;<br />

y uno de los mozos, que con la una mano la había<br />

asido de las greñas, mientras tenía en la otra la<br />

navaja que procuraba abrir con los dientes, le contestaba<br />

rugiendo de cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer, ya<br />

es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos!<br />

-Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde entonces<br />

no quiso probar bocado, y murió de hambre<br />

dejándome en la miseria! -decía uno. -¡Tú has<br />

hecho mal de ojo a mi hijo, y lo sacas de la cuna y<br />

lo azotas por las noches! -añadía el otro; y cada<br />

cual exclamaba por su lado: -¡Tú has echado una<br />

suerte a mi hermana! ¡Tú has ligado a mi novia! ¡Tú<br />

has emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al<br />

pueblo entero!<br />

Yo permanecía inmóvil en el mismo punto<br />

en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal,<br />

y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente<br />

del resultado de aquella lucha.<br />

La voz de la tía Casca, aguda y estridente,<br />

dominaba el tumulto de todas las otras voces que<br />

se reunían para acusarla, dándole en el rostro con<br />

sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando,<br />

seguía poniendo a Dios y a los santos patronos<br />

del lugar por testigos de su inocencia.


Por último, viendo perdida toda esperanza,<br />

pidió como última merced que la dejasen un instante<br />

implorar del Cielo, antes de morir, el perdón de<br />

sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura<br />

como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las<br />

manos y comenzó a murmurar entre dientes qué sé<br />

yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras que yo<br />

no podía oír por la distancia que me separaba de<br />

ella, pero que ni los mismos que estaban a su lado<br />

lograron entender. Unos aseguraban que hablaba<br />

en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida,<br />

no faltando quien pudo comprender que en<br />

efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al<br />

revés, como es costumbre de estas malas mujeres.<br />

En este punto se detuvo el pastor un momento,<br />

tendió a su alrededor una mirada, y prosiguió<br />

así:<br />

-¿Siente usted este profundo silencio que<br />

reina en todo el monte, que no suena un guijarro,<br />

que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil<br />

y pesa sobre los hombros y parece que aplasta?<br />

¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se<br />

deslizan poco a poco a lo largo de la inmensa pendiente<br />

del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran<br />

a contenerlos? ¿Los ve usted cómo se ade-


lantan mudos y con lentitud, como una legión aérea<br />

que se mueve por un impulso invisible? El mismo<br />

silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto<br />

extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde,<br />

arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo<br />

que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso<br />

con toda franqueza: llegué a tener miedo.<br />

¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes<br />

para hacer uno de esos terrible conjuros que<br />

sacan a los muertos de sus sepulturas, estremecen<br />

el fondo de los abismos y traen a la superficie de la<br />

tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta a los<br />

más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba,<br />

rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto<br />

inmóviles, cual si estuviesen encadenados por un<br />

sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando<br />

y envolviendo las peñas, en derredor de las cuales<br />

fingían mil figuras extrañas, como de monstruos<br />

deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales<br />

de mujeres envueltas en paños blancos, y listas<br />

largas de vapor que, heridas por la última luz del<br />

crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de<br />

colores.<br />

Fija la mirada en aquel fantástico ejército de<br />

nubes que parecía correr al asalto de la peña sobre<br />

cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba esperando


por instantes cuándo se abrían sus senos para<br />

abortar a la diabólica multitud de espíritus malignos,<br />

comenzando una lucha horrible al borde del derrumbadero,<br />

entre los que estaban allí para hacer<br />

justicia en la bruja y los demonios que, en pago de<br />

sus muchos servicios, vinieran a ayudarla en aquel<br />

amargo trance.<br />

-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animado<br />

cuento de mi interlocutor e impaciente ya por<br />

conocer el desenlace-, ¿en qué acabó todo ello?<br />

¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que, por muchos<br />

conjuros que recitara la bruja y muchas señales<br />

que usted viese en las nubes y en cuanto le<br />

rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían<br />

quietecitos cada cual en su agujero sin mezclarse<br />

para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?<br />

-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación<br />

la bruja no acertara con la fórmula o, lo que<br />

yo más creo, por ser viernes, día en que murió<br />

Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún<br />

las vísperas; durante las que los malos no tienen<br />

poder alguno, ello es que, viendo que no concluían<br />

nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo<br />

que acabase, y levantando en alto el cuchillo, se<br />

dispuso a herirla. La vieja entonces, tan humilde,


tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie<br />

con un movimiento tan rápido como el de una culebra<br />

enroscada a la que se pisa y despliega sus anillos<br />

irguiéndose llena de cólera. -¡Oh!, no; ¡no quiero<br />

morir, no quiero morir -decía-; dejadme u os morderé<br />

las manos con que me sujetáis!... Pero aún no<br />

había pronunciado estas palabras, abalanzándose a<br />

sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas,<br />

los ojos inyectados de sangre y la hedionda<br />

boca entre abierta y llena de espuma, cuando la oí<br />

arrojar un alarido espantoso, llevarse, por dos o tres<br />

veces las manos al costado con grande precipitación,<br />

mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente,<br />

y, por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes<br />

como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero.<br />

Uno de los mozos a quien la bruja<br />

hechizó a una hermana, la más hermosa, la más<br />

buena del lugar, la había herido de muerte en el<br />

momento en que sintió que le clavaba en el brazo<br />

sus dientes negros y puntiagudos. ¿Pero cree usted<br />

que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso; la<br />

vieja de Lucifer tenía siete vidas como los gatos.<br />

Cayó por un derrumbadero donde cualquiera otro a<br />

quien se le resbalase un pie no pararía hasta lo más<br />

hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo<br />

le quitó el golpe o porque los harapos de las sayas


la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de<br />

uno de los picos que erizan la cortadura, barajándose<br />

y retorciéndose allí como un reptil colgado por la<br />

cola. ¡Dios, cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones<br />

tan horribles salían de su boca! Se estremecían las<br />

carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de<br />

oírla... Los mozos seguían desde lo alto todas sus<br />

grotescas evoluciones, esperando el instante en<br />

que se desgarraría el último jirón de la saya a que<br />

estaba sujeta, y rodaría dando tumbos de pico en<br />

pico hasta el fondo del barranco; pero ella, con el<br />

ansia de la muerte y sin cesar de proferir, ora horribles<br />

blasfemias, ora palabras santas mezcladas de<br />

maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales;<br />

sus dedos largos, huesosos y sangrientos, se<br />

agarraban como tenazas a las hendiduras de las<br />

rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de<br />

los dientes, de los pies y de las manos, quizás<br />

hubiese conseguido subir hasta el borde, si algunos<br />

de los que la contemplaban y que llegaron a temerlo<br />

así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa,<br />

con la que le dieron tal cantazo en el pecho, que<br />

piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón<br />

en escalón por entre aquellas puntas calcáreas,<br />

afiladas como cuchillos, hasta dar por último, en ese<br />

arroyo que se ve en lo más profundo del valle... Una


vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil,<br />

con la cara hundida entre el légamo y el fango del<br />

arroyo que corría enrojecido con la sangre; después,<br />

poco a poco, comenzó como a volver en sí y<br />

a agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y<br />

sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos,<br />

que de vez en cuando se levantaban en el aire<br />

crispadas y horribles, no sé si implorando piedad o<br />

amenazando aún en las últimas ansias... Así estuvo<br />

algún tiempo removiéndose y queriendo inúltimente<br />

sacar la cabeza fuera de la corriente buscando un<br />

poco de aire, hasta que al fin se desplomó muerta;<br />

muerta del todo, pues los que la habíamos visto<br />

caer y conocíamos de lo que es capaz una hechicera<br />

tan astuta como la tía Casca no apartamos de<br />

ella los ojos hasta que, completamente entrada la<br />

noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en<br />

todo ese tiempo no movió pie ni mano; de modo que<br />

si la herida y los golpes no fueron bastantes a acabarla,<br />

es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas<br />

aguas tantas veces había embrujado en vida para<br />

hacer morir nuestras reses. -¡Quien en mal anda, en<br />

mal acaba! -exclamamos después de mirar una<br />

última vez al fondo oscuro del despeñadero; y santiguándonos<br />

santamente y pidiendo a Dios nos ayudase<br />

en todas las ocasiones, como en aquella, con-


tra el diablo y y los suyos, emprendimos con bastante<br />

despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada<br />

torre las campanas llamaban a la oración a los<br />

vecinos devotos.<br />

Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos<br />

precisamente a la cumbre más cercana al<br />

pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo<br />

oscuro e imponente con su alta torre del homenaje,<br />

de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con<br />

dos saeteras, que transparentaban la luz y parecían<br />

los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene<br />

por cimiento la pizarra negra de que está formado el<br />

monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos<br />

enormes, parecen obras de titanes, es fama<br />

que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos<br />

conciliábulos.<br />

La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa.<br />

La Luna se dejaba ver a intervalos por entre<br />

los jirones de las nubes que volaban en derredor<br />

nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas<br />

de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de<br />

oraciones, como al final de la horrible historia que<br />

me acababan de referir.<br />

Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo<br />

para ustedes la relación de estas impre-


siones extrañas, no puedo menos de maravillarme y<br />

dolerme de que las viejas supersticiones tengan<br />

todavía tan hondas raíces entre las gentes de las<br />

aldeas, que den lugar a sucesos semejantes; pero,<br />

¿por qué no he de confesarlo, sonándome aún las<br />

últimas palabras de aquella temerosa relación, teniendo<br />

junto a mí a aquel hombre que de tan buena<br />

fe imploraba la protección divina para llevar a cabo<br />

crímenes espantosos, viendo a mis pies el abismo<br />

negro y profundo en donde se revolvía el agua entre<br />

las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en<br />

lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas<br />

oscuras, que parecían fantasmas asomadas a<br />

los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos<br />

se erizaron involuntariamente, y la razón,<br />

dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el<br />

sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto,<br />

y casi creí que las absurdas consejas de las<br />

brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.<br />

Postdata.- Al terminar esta carta y cuando<br />

ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha que<br />

me sirve y que ha concluido en este instante de<br />

arreglar los trebejos de la cocina y de apagar la<br />

lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se<br />

ha colocado junto a mi mesa a esperar, como tiene<br />

de costumbre siempre que me ve escribir de noche,


que le entregue la carta que ella a su vez dará mañana<br />

al correo, el cual baja de Añón a Tarazona al<br />

romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato<br />

a Trasmoz y que en este último pueblo tiene<br />

gran parte de su familia, me ha ocurrido preguntarle<br />

si conoció a la tía Casca y si sabe alguna particularidad<br />

de sus hechizos, famosos en todo el Somontano.<br />

No pueden ustedes figurarse la cara que ha<br />

puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión<br />

de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a<br />

su alrededor, procurando iluminar con el candil los<br />

rincones oscuros de la celda, antes de responderme.<br />

Después de practicada esta operación, y con<br />

voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación,<br />

me ha preguntado a su vez:<br />

-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?<br />

-No, chica -le respondí-; pero ¿a qué conduce<br />

saber el día de la semana?<br />

-Porque si es viernes, no puedo despegar<br />

los labios sobre ese asunto. Los viernes, en memoria<br />

de que nuestro Señor Jesucristo murió en semejante<br />

día, no pueden las brujas hacer mal a nadie;<br />

pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice


de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del<br />

mundo.<br />

-Tranquilízate por ese lado, pues a lo que<br />

yo puedo colegir de la proximidad del último domingo,<br />

todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.<br />

-No es esto decir que yo le tenga miedo a la<br />

bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la mayor,<br />

al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.<br />

-¡Calle!, ¿y en qué consiste el privilegio?<br />

-En que al echarnos el agua no se equivocó<br />

el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del Credo.<br />

-¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura<br />

tal vez?<br />

-¡Quia! No, señor: el cura no se acordaría.<br />

Se lo hemos preguntado a un cedazo.<br />

-Que es el que debe saberlo... No me parece<br />

mal. ¿Y cómo se entra en conversación con un<br />

cedazo? Porque eso debe de ser curioso.<br />

-Verá usted...: después de las doce de la<br />

noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no<br />

tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se


toma el cedazo, se hacen sobre él tres cruces con<br />

la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire,<br />

cogido por el aro con las puntas de unas tijeras, se<br />

le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del<br />

Credo, da vueltas por sí sólo, y si no, se está quietico,<br />

quietico, como la hoja en el árbol cuando no se<br />

mueve una paja de aire.<br />

-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila<br />

de que no han de embrujarte?<br />

-Lo que es por mí, completamente; pero sin<br />

embargo, mirando por los de la casa, cuido siempre<br />

de hacer antes de dormir una cruz en el hogar con<br />

las tenazas para que no entren por la chimenea, y<br />

tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta<br />

con el palo en el suelo.<br />

-¡Ah!, vamos; ¿conque la escoba que encuentro<br />

algunas mañanas a la puerta de mi habitación<br />

con las palmas hacia arriba y que me ha hecho<br />

pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no<br />

estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar<br />

una cosa: si ya mataron a la bruja y, una vez<br />

muerta, su alma no puede salir del precipicio donde<br />

por permisión divina anda penando, ¿contra quien<br />

tomas esas precauciones?


-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como<br />

que son una familia entera y verdadera, que desde<br />

hace un siglo o dos vienen heredando el unto de<br />

unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero<br />

queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que<br />

acabarán también, le sucederá su hija, que aún es<br />

moza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.<br />

-Según lo que veo, ¿esa es una dinastía<br />

secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente<br />

por la línea femenina desde los tiempos<br />

más remotos?<br />

-Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle<br />

es que acerca de estas mujeres se cuenta en<br />

el pueblo una historia muy particular, que yo he oído<br />

referir algunas veces en las noches de invierno.<br />

-Pues vaya, deja ese candil en el suelo,<br />

acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me<br />

parezco a los niños en mis aficiones.<br />

-Es que esto no es cuento.<br />

-O historia, como tú quieras -añadí por último,<br />

para tranquilizarla respecto a la entera fe con<br />

que sería acogida la relación por mi parte.


La muchacha, después de colgar el candil<br />

en un clavo, y de pie a una respetuosa distancia de<br />

la mesa, por no querer sentarse, a pesar de mis<br />

instancias, me ha referido la historia de las brujas<br />

de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré<br />

a ustedes otro día, pues ahora voy a acostarme<br />

con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros,<br />

pero tranquilo, porque, al dirigirme a mi alcoba,<br />

he visto el escobón junto a la puerta haciéndome la<br />

guardia, más tieso y formal que un alabardero en<br />

día de ceremonia.


Carta séptima<br />

Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi<br />

última carta referirles, tal como me la contaron, la<br />

maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo,<br />

pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va<br />

de cuento.<br />

Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe<br />

entre las gentes del Somontano que Trasmoz es la<br />

corte y punto de cita de las brujas más importantes<br />

de la comarca. Su castillo, como los tradicionales<br />

campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi,<br />

pertenece a la categoría de conventículo de<br />

primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas<br />

nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos<br />

con collareta y toda la abigarrada servidumbre del<br />

macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación<br />

de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas<br />

torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos<br />

fosos, parecen, en efecto digna escena de<br />

tan diabólicos personajes, se refiere una tradición<br />

muy antigua. Parece que en tiempo de los moros,<br />

época que para nuestros campesinos corresponde<br />

a las edades mitológicas y fabulosas de la Historia,<br />

pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora<br />

se halla Trasmoz; y viendo con maravilla un punto


como aquél, donde gracias a la altura, las rápidas<br />

pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el<br />

hombre, ayudado de la Naturaleza, hacer un lugar<br />

fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse<br />

próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose<br />

a los que iban en su seguimiento, y tendiendo<br />

la mano en dirección de la cumbre:<br />

-De buena gana tendría allí un castillo.<br />

Oyole un pobre viejo, que apoyado en un<br />

báculo de caminante y con unas miserables alforjillas<br />

al hombro pasaba a la sazón por el mismo sitio,<br />

y adelantándose hasta salirle al encuentro y a riesgo<br />

de ser atropellado por la comitiva real, detuvo<br />

por la brida el caballo de su señor y le dijo estas<br />

solas palabras:<br />

-Si me lo dais en alcaidía perpetua, yo me<br />

comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio<br />

sus llaves de oro.<br />

Rieron grandemente el rey y los suyos de la<br />

extravagante proposición del mendigo, de modo que<br />

arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, a<br />

manera de limosna, contestole el soberano con aire<br />

de zumba:


-Tomad esa moneda para que compréis<br />

unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros,<br />

señor alcaide de la improvisada fortaleza de<br />

Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.<br />

Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un<br />

lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el<br />

acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas<br />

armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban<br />

y resplandecían al compás del galope, mal<br />

ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.<br />

-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? -<br />

añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para<br />

recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia<br />

los que ya apenas se distinguían entre la nube de<br />

polvo que levantaban los caballos, un punto detenidos,<br />

al arrancar de nuevo.<br />

-Seguramente -díjole el rey desde lejos y<br />

cuando ya iba a doblar una de las vueltas del monte-;<br />

pero con la condición de que esta noche levantarás<br />

el castillo y mañana irás a Tarazona a entregarme<br />

las llaves.<br />

Satisfecho el pobrete con la contestación<br />

del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besó-


la con muestras de humildad; y, después de atarla<br />

en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de<br />

turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela<br />

de Trasmoz. Componían entonces este lugar quince<br />

o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de<br />

algunos pastores que llevaban a pacer sus ganados<br />

al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza,<br />

como el que camina agobiado del doble peso de la<br />

edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro<br />

hombre al pueblo, y comprando, según se lo había<br />

dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro<br />

cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentose a<br />

comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos<br />

tenían costumbre de venir a hacer sus abluciones<br />

de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó<br />

a despachar su pitanza con tanto gusto, y<br />

moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que<br />

pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal<br />

priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado<br />

en todo lo que iba de día, que no era poco,<br />

pues el Sol comenzaba a trasmontar las cumbres.<br />

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a<br />

la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil<br />

apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el<br />

borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo<br />

sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Orien-


te, y concluida esta operación, comenzó a lavarse<br />

las manos y el rostro murmurando sus rezos de la<br />

tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco<br />

o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar<br />

y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:<br />

-Veo con gusto que sois buenos musulmanes<br />

y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas<br />

de vuestros ejercicios os distraen de las santas<br />

ceremonias que a sus fieles dejó encomendadas el<br />

Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano,<br />

alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros<br />

en el paraíso, no faltando a quienes se les da en<br />

ambas partes, y de estos seréis vosotros.<br />

Los pastores, que durante la arenga no habían<br />

apartado un punto sus ojos del mendigo, pues<br />

por tal le juzgaron al ver su mal pelaje, y peor desayuno,<br />

se miraban entre sí, después de concluido,<br />

como no comprendiendo adónde iría a parar aquella<br />

introducción si no era a pedir una limosna; pero, con<br />

grande asombro de los circunstantes, prosiguió de<br />

este modo su discurso:<br />

-He aquí que yo vengo de una tierra lejana<br />

a buscar servidores leales para la guarda y custodia<br />

de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde<br />

de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido,


a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las<br />

grandes ciudades, y he visto uno tras otros venir<br />

muchos hombres a hacer las abluciones con sus<br />

aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer<br />

lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo<br />

de una piedad de fórmula. Después os he visto en<br />

estas soledades, lejos de las miradas del mundo,<br />

atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de<br />

los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados<br />

por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: -<br />

He aquí hombres fieles a su religión; igualmente lo<br />

serán a su palabra. De hoy más no vagaréis por los<br />

montes con nieves y fríos para comer un pedazo de<br />

pan negro; en la magnífica fortaleza de que os<br />

hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada.<br />

Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre a las señales<br />

de los corredores del campo, y pronto a encender<br />

la hoguera que brilla en las sombras, como<br />

el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú<br />

cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vueltas<br />

cada tres horas alrededor de las torres, por entre la<br />

barbacana y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas;<br />

bajo la guarda de ése estarán los depósitos<br />

de materiales de guerra, y, por último, aquel otro<br />

correrá con los almacenes de víveres.


Los pastores, de cada vez más asombrados<br />

y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado<br />

protector que la casualidad les deparaba; y<br />

aunque su aspecto miserable no convenía del todo<br />

bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que<br />

le preguntase entre dudoso y crédulo:<br />

-¿Dónde está ese castillo? Si no se halla<br />

muy lejos de estos lugares entre cuyas peñas estamos<br />

acostumbrados a vivir, y a los que tenemos el<br />

amor que todo hombre tiene a la tierra que le vio<br />

nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus<br />

ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se<br />

encuentran presentes.<br />

-Por eso no temáis, pues está bien cerca de<br />

aquí -respondió el viejo impasible-; cuando el Sol se<br />

esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su<br />

sombra cae sobre vuestra aldea.<br />

-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el<br />

pastor-, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna,<br />

y la primera sombra que envuelve nuestro lugar<br />

es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?<br />

-Pues en ese cabezo se halla, porque allí<br />

están las piedras, y donde están las piedras está el


castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga<br />

en el grano -insistió el extraño personaje, a quien<br />

sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no<br />

dudaron en calificar de loco de remate.<br />

-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de<br />

esa fortaleza famosa? -exclamó, entre las carcajadas<br />

de sus compañeros, otro de los pastores-. Porque<br />

a tal castillo, tal alcaide.<br />

-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre<br />

con la misma calma, y mirando a sus risueños<br />

oyentes con una sonrisa particular-. ¿No os parezco<br />

digno de tan honroso cargo?<br />

-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a<br />

responderle-. Pero el Sol ha doblado las cumbres, la<br />

sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues<br />

nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido<br />

alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis<br />

pasar la noche a cubierto, os podemos ofrecer<br />

un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si<br />

preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su<br />

santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios<br />

y los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor<br />

con sus espadas encendidas!


Acompañando estas palabras, dichas en tono<br />

de burlesca solemnidad, con profundos y humildes<br />

saludos, los pastores tomaron el camino de su<br />

pueblo, riendo a carcajadas de la original aventura.<br />

Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por<br />

tan poca cosa, sino que, después de acabar con<br />

mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de<br />

la mano algunos sorbos de agua limpia y transparente<br />

del arroyo, limpiose con el revés la boca, sacudió<br />

las migajas de pan de la túnica y, echándose<br />

otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su<br />

nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante,<br />

en la misma dirección que sus futuros sirvientes.<br />

La noche comenzaba, en efecto, a entrarse<br />

fría y oscura. De pico a pico de la elevada cresta del<br />

Moncayo se extendían largas bandas de nubes<br />

color de plomo, que, arrolladas hasta a aquel momento<br />

por la influencia del Sol, parecían haber esperado<br />

a que se ocultase para comenzar a removerse<br />

con lentitud, como esos monstruos deformes<br />

que produce el mar y que se arrastran trabajosamente<br />

en las playas desiertas. El ancho horizonte<br />

que se descubría desde las alturas, iba poco a poco<br />

palideciendo y pasando del rojo al violado por un<br />

punto, mientras que por el contrario asomaba la


Luna redonda, encendida, grande, como un escudo<br />

de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las<br />

estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su<br />

luz, por la del astro de la noche.<br />

Nuestro buen viejo, que parecía conocer<br />

perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger<br />

las sendas que más pronto habían de conducirle<br />

al término de su peregrinación, dejó a un lado la<br />

aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por<br />

entre los enormes peñascos y las espesas carrascas,<br />

que entonces como ahora cubrían la áspera<br />

pendiente del monte, llegó por último a la cumbre<br />

cuando las sombras se habían apoderado por completo<br />

de la Tierra, y la Luna, que se dejaba ver a<br />

intervalos por entre las oscuras nubes, se había<br />

remontado a la primera región del cielo. Cualquiera<br />

otro hombre, impresionado por la soledad del sitio,<br />

el profundo silencio de la Naturaleza y el fantástico<br />

panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas<br />

puntas coronadas de nieve parecían las olas de un<br />

mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse<br />

por entre aquellos matorrales, adonde en mitad<br />

del día, apenas osaban llegar los pastores; pero el<br />

héroe de nuestra relación, que, como ya habrán<br />

sospechado ustedes, y si no lo han sospechado lo<br />

verán claro más adelante, debía de ser un magicazo


de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a<br />

la eminencia, se encaramó en la punta de la más<br />

elevada roca, y desde aquél aéreo asiento comenzó<br />

a pasear la vista a su alrededor, con la misma firmeza<br />

que el águila, cuyo nido pende de un peñasco<br />

al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.<br />

Después que se hubo reposado un instante<br />

de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un<br />

estuche de forma particular y extraña, un librote<br />

muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde,<br />

corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados<br />

y huesosos en uno de los extremos del<br />

estuche, que parecía de metal y era a modo de<br />

linterna, y a medida que frotaba, veíase como una<br />

lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta,<br />

hasta que por último brotó una llama y se hizo luz:<br />

con aquella luz encendió el cabo de vela verde, a<br />

cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado<br />

antes unas disformes antiparras redondas, comenzó<br />

a hojear el libro, que para mayor comodidad había<br />

puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según<br />

que el nigromante iba pasando las hojas del libro,<br />

llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados<br />

con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras<br />

y signos misteriosos, murmuraba entre dientes<br />

frases ininteligibles, y, parando de cierto en cierto


tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con<br />

una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba<br />

hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que<br />

le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se<br />

dirigiese a alguna persona.<br />

Concluida la primera parte de su mágica letanía,<br />

en la que, unos tras otros, había ido llamando<br />

por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos<br />

los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las<br />

aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido<br />

extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban<br />

a la vez, y murmullos y confusos, como de muchas<br />

gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos<br />

del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en<br />

el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa,<br />

pasan las grullas por el cielo, formando un<br />

oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo<br />

particular del caso era que allí a nadie se veía, y<br />

aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más<br />

próximo, y el aire agitado moviera en derredor las<br />

hojas de los árboles, y el rumor de las palabras<br />

dichas en voz baja se hiciese gradualmente más<br />

distinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño.<br />

Paseó el mágico la mirada en todas direcciones<br />

para contemplar a los que sólo a sus ojos parecían<br />

visibles y, satisfecho sin duda del resultado de su


primera operación, volvió a la interrumpida lectura.<br />

Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal<br />

comenzó a dejarse oír pronunciando las enrevesadas<br />

palabras del libro, se hizo en torno un silencio<br />

tan profundo, que no parecía sino que la Tierra, los<br />

astros y los genios de la noche estaban pendientes<br />

de los labios del nigromante, que ora hablaba con<br />

frases dulces y de suave inflexión, como quien suplica,<br />

ora con acento áspero, enérgico y breve, como<br />

quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al<br />

concluir la última hoja se produjo un murmullo en el<br />

invisible auditorio, semejante al que forman en los<br />

templos las confusas voces de los fieles cuando<br />

acabada una oración, todos contestan amén en mil<br />

diapasones distintos. El viejo, que a medida que<br />

rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros había<br />

ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor<br />

sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio<br />

un soplo a la vela verde y, despojándose de las<br />

antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima<br />

peña donde estuvo sentado y desde donde se<br />

dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del<br />

Moncayo; con los valles, las rocas y los abismos<br />

que la quiebran. Allí, de pie, con la cabeza erguida y<br />

los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al<br />

Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la


infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos<br />

que, encadenados a su palabra por la fuerza de<br />

los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes:<br />

-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros<br />

que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos<br />

más corpulentos, agitaos y obedecedme!<br />

Primero suave, como cuando levanta el<br />

vuelo una banda de palomas; después más fuerte,<br />

como cuando azota el mástil de un buque una vela<br />

hecha jirones, oyose el ruido de las alas al plegarse<br />

y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel<br />

ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a<br />

hacerse espantoso, como el de un huracán desencadenado.<br />

El agua de los torrentes próximos saltaba<br />

y se retorcía en el cauce, espumarajeando e<br />

irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado<br />

y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas,<br />

levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y<br />

sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de<br />

los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella<br />

tempestad circunscrita a un punto, mientras la<br />

Luna se remontaba tranquila y silenciosa por el<br />

cielo, y las aéreas lejanas cumbres de la cordillera<br />

parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor.<br />

Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e


impulsadas de una fuerza oculta e interior amenazaban<br />

volar hechas mil pedazos. Los troncos más<br />

corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban,<br />

próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento<br />

de sus fibras fuese a rajar la endurecida<br />

corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el<br />

monte por tres veces, las piedras se desencajaron y<br />

los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron<br />

a saltar por los aires en furioso torbellino,<br />

cayendo semejantes a una lluvia espesa, en el lugar<br />

que de antemano señaló el nigromante a sus servidores.<br />

Los colosales troncos y los inmensos témpanos<br />

de granito y pizarra oscura, que eran como<br />

arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre<br />

otros con admirable orden, e iban formando una<br />

cerca altísima a manera de bastión, queel agua de<br />

los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas<br />

y cal de su alveolo, se encargaba de completar,<br />

llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.<br />

-La obra adelanta. ¡Ánimo!, ¡ánimo! -<br />

murmuró el viejo-; aprovechemos los instantes, que<br />

la noche es corta, y pronto cantará el gallo trompeta<br />

del día.


Y, esto diciendo, se inclinó hacia el borde<br />

de una sima profunda, abierta al impulso de las<br />

convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose a<br />

otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:<br />

-Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros<br />

que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y<br />

circuláis por sus caminos subterráneos con los mares<br />

de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid<br />

mis órdenes.<br />

Aún no había expirado el eco de la última<br />

palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un<br />

rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano,<br />

rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta<br />

que se hizo semejante al que produce un escuadrón<br />

de jinetes que cruza al galope el puente de una<br />

fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco<br />

de los caballos, crujen los maderos, rechinan las<br />

cadenas y resuena, metálico y sonoro, el choque de<br />

las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida<br />

que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase<br />

salir por las grietas de las rocas un resplandor<br />

vivo y brillante, como el que despide una fragua<br />

ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades<br />

del monte el fragor de millares de martillos<br />

que caían con un estrépito espantoso sobre los


yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de<br />

las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y<br />

toda la ferretería indispensable para la seguridad y<br />

complemento de la futura fortaleza. Aquello era un<br />

tumulto imposible de describir; un desquiciamiento<br />

general y horroroso: por un lado rebramaba el aire<br />

arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo<br />

en la cúspide del monte; por otro mugía el<br />

torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de<br />

los árboles que se tronchaban y el golpear incesante<br />

de los martillos, que caían alternados sobre los<br />

yunques, como llevando el compás en aquella<br />

diabólica sinfonía.<br />

Los habitantes de la aldea, despertados de<br />

improviso por tan infernal y asordadora baraúnda,<br />

no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus<br />

chozas para descubrir la causa del extraño terremoto,<br />

no faltando algunos que, poseídos de terror creyeron<br />

llegado el instante en que, próxima la destrucción<br />

del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse<br />

de su imperio, envuelta en el jirón de un<br />

sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal<br />

como en sus revelaciones la pinta el Profeta.<br />

Esto se prolongó hasta momentos antes de<br />

amanecer, en que los gallos de la aldea comenza-


on a sacudir las plumas y a saludar el día próximo<br />

con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el<br />

rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas<br />

jornadas, y que accidentalmente había dormido en<br />

Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y<br />

despabilado, bien porque extrañase la habitación,<br />

que todo cabe, en lo posible, saltaba de la cama<br />

listo como él solo, y después de poner en un pie<br />

como las grullas a su servidumbre, se dirigía a los<br />

jardines de palacio. Aún no había pasado una hora<br />

desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto<br />

de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes<br />

todo lo amigablemente que puede departir un<br />

rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos,<br />

cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo,<br />

el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo,<br />

previas las salutaciones de costumbre:<br />

-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla<br />

sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre<br />

del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban<br />

más que rocas y matorrales, hemos descubierto<br />

al amanecer un castillo tan alto, tan grande y<br />

tan fuerte como no existe ningún otro en todos<br />

vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio<br />

de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía<br />

la mole la niebla arremolinada sobre las alturas;


pero después ha salido el Sol, la niebla se ha deshecho,<br />

y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador<br />

y gigante, dominando los contornos con su altísima<br />

atalaya.<br />

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro<br />

con el mendigo de las alforjas, todo fue una<br />

cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una<br />

mirada amenazadora e interrogante a los que estaban<br />

a su lado tampoco fue cuestión de más tiempo.<br />

Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno<br />

de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior,<br />

se había permitido darle una broma sin precedentes<br />

en los anales de la etiqueta musulmana,<br />

pues con acento de mal disimulado enojo exclamó,<br />

jugando con el pomo de su alfanje de una manera<br />

particular, como solía hacerlo cuando estaba a punto<br />

de estallar su cólera:<br />

-¡Pronto, mi caballo más ligero, y a Trasmoz<br />

que juro por mis barbas y las del Profeta que, si es<br />

cuento el mensaje de los corredores, donde debiera<br />

estar el castillo he de poner una picota para los que<br />

lo han inventado!<br />

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría,<br />

volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes.<br />

Antes de llegar a lo que se llama el Somon-


tano, que es una reunión de valles y alturas que van<br />

subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la<br />

cordillera que domina el Moncayo, coronado de<br />

nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca<br />

de estos montes, hay viniendo de Tarazona,<br />

una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta<br />

que se llega a su cumbre. Tocaba el rey casi a la<br />

cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma,<br />

cuando, con gran asombro suyo y de los que le<br />

seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las<br />

alforjas, con la misma túnica raída y remendada del<br />

día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio,<br />

y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se<br />

apoyaba, mientras él, en son de burla, después de<br />

haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda<br />

para que comprase pan y cebollas. Detúvose el<br />

rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos<br />

y sin dar lugar a que le preguntara cosa alguna,<br />

sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura,<br />

dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita,<br />

diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su<br />

soberano:<br />

-Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos<br />

toca sacar airosa de su empeño la vuestra.


-Pero ¿no es fábula lo del castillo? -<br />

preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando<br />

alternativamente la mirada, ya en las magníficas<br />

llaves que por su materia y su inconcebible trabajo<br />

valían de por sí un tesoro, ya en el viejecito, a cuyo<br />

aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo<br />

de socorrerle con una limosna.<br />

-Dad algunos pasos más y lo veréis -<br />

respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su<br />

promesa y siendo la que le habían empeñado palabra<br />

de rey, que al menos en estas historias tiene<br />

fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle<br />

desde aquel punto. Dio algunos pasos más el<br />

soberano; llegó a lo más alto de la Ciezma, y, en<br />

efecto, el castillo de Trasmoz apareció a sus ojos,<br />

no tal como hoy se ofrecería a los de ustedes, si por<br />

acaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sino tal<br />

como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes,<br />

su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus<br />

puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes,<br />

su puente levadizo y sus muros coronados de almenas<br />

puntiagudas.<br />

Al llegar a este punto de mi carta, advierto<br />

que, sin querer, he faltado a la promesa que hice en<br />

la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para


escribir a ustedes. Prometí contarles la historia de la<br />

bruja de Trasmoz y sin saber cómo les he relatado<br />

en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede<br />

lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas<br />

enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer?<br />

Conseja por conseja, allá va la primera que se ha<br />

enredado en el pico de la pluma; merced a ella y<br />

teniendo presente su diabólico origen, comprenderán<br />

ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo<br />

siempre comprometido a contarles, tienen una<br />

marcada predilección por las ruinas de este castillo<br />

y se encuentran en él como en su casa.


Carta octava<br />

Queridos amigos: En una de mis <strong>cartas</strong> anteriores<br />

dije a ustedes en qué ocasión y por quién<br />

me fue referida la estupenda historia de las brujas,<br />

que a mi vez he prometido repetirles. La muchacha<br />

que se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del<br />

país, con su apretador verde, su saya roja y sus<br />

medias azules, había colgado el candil en un ángulo<br />

de mi habitación, débilmente alumbrada, aun con<br />

este aditamento de luz, por una lamparilla, a cuyo<br />

escaso resplandor escribo. Las diez de la noche<br />

acababan de sonar en el antiguo reloj de pared,<br />

único resto del mobiliario de los frailes, y solamente<br />

se oían, con breves intervalos de silencio, profundo,<br />

esos ruidos apenas perceptibles y propios de un<br />

edificio deshabitado e inmenso, que producen el<br />

aire que gime, los techos que crujen, las puertas<br />

que rechinan y los animaluchos de toda calaña que<br />

vagan a su placer por los sótanos, las bóvedas y las<br />

galerías del monasterio, cuando después de contarme<br />

la leyenda que corre más válida acerca de la<br />

fundación del castillo, y que ya conocen ustedes,<br />

prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un<br />

momento de pausa para calcular el efecto que la<br />

primera parte de la historia me había producido, y la


cantidad de fe con que podía contar en su oyente<br />

para la segunda.<br />

He aquí la historia, poco más o menos, tal<br />

como me la refirió mi criada, aunque sin giros extraños<br />

y sin locuciones pintorescas y características<br />

del país, que ni yo puedo recordar, ni, caso que las<br />

recordase, ustedes podrían entender.<br />

Ya había pasado el castillo de Trasmoz a<br />

poder de los cristianos, y éstos a su vez, terminadas<br />

las continuas guerras de Aragón y Castilla, habían<br />

concluido por abandonarle, cuando es fama que<br />

hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento<br />

de sus deberes, tan humilde con sus inferiores<br />

y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices,<br />

que su nombre, al que iba unido una intachable<br />

reputación de virtud, llegó a hacerse conocido y<br />

venerado en todos los pueblos de la comarca.<br />

Muchos y muy señalados beneficios debían<br />

los habitantes de Trasmoz a la inagotable bondad<br />

del buen cura, que ni para disfrutar de una canonjía,<br />

con que en repetidas ocasiones le brindó el obispo<br />

de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin<br />

duda fue el libertarlos, merced a sus santas plegarias<br />

y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad<br />

de las brujas, que desde los lugares más remo-


tos del reino venían a reunirse ciertas noches del<br />

año en las ruinas del castillo, que, quizás por deber<br />

su fundación a un nigromante, miraban como cosa<br />

propia y lugar el más aparente para sus nocturnas<br />

zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que,<br />

antes de aquella época, muchos otros exorcistas<br />

habían intentado desalojar de allí a los espíritus<br />

infernales, y sus rezos y sus aspersiones fueron<br />

inútiles, la fama de mosén Gil el limosnero (que por<br />

este nombre era conocido nuestro cura) se hizo<br />

tanto más grande cuanto más difícil e imposible se<br />

juzgó hasta entonces dar cima a la empresa que él<br />

había acometido y llevado a cabo con feliz éxito,<br />

gracias a la poderosa intercesión de sus plegarias y<br />

al mérito de sus buenas obras. Su popularidad y el<br />

respeto que los campesinos le profesaban, iban,<br />

pues, creciendo a medida que la edad, cortando,<br />

por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle<br />

a las cosas terrestres, acendraba sus virtudes y el<br />

generoso desprendimiento con que siempre dio a<br />

los pobres hasta lo que él había de menester para<br />

sí; de modo que, cuando el venerable sacerdote,<br />

cargado de años y de achaques, salía a dar una<br />

vueltecita por el porche de su humilde iglesia, era<br />

de ver como los chicuelos corrían desde lejos para<br />

venir a besarle la mano, los hombres se descubrían


espetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle<br />

su bendición, considerándose dichosa la que podía<br />

alcanzar como reliquia y amuleto contra los maleficios<br />

un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y<br />

satisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil;<br />

mas como no hay felicidad completa en el mundo, y<br />

el diablo anda de continuo buscando ocasión de<br />

hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispuso<br />

que por muerte de una hermana menor, viuda y<br />

pobre, viniese a parar a casa del caritativo cura una<br />

sobrina que él recibió con los brazos abiertos, y a la<br />

cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial<br />

deparado por la bondad divina para consuelo<br />

de su vejez.<br />

Dorotea, que así se llamaba la heroína de<br />

esta verídica historia, contaba escasamente dieciocho<br />

abriles; parecía educada en un santo temor de<br />

Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en<br />

el hablar y humilde en presencia de extraños, como<br />

todas las sobrinas de los curas que yo he conocido<br />

hasta ahora; pero tanto como la que más, o más<br />

que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos<br />

negros y traidores, y amiga de emperejilarse y componerse.<br />

Esta afición a los trapos, según nosotros<br />

los hombres solemos decir, tan general en las muchachas<br />

de todas las clases y de todos los siglos, y


que en Dorotea predominaba exclusivamente sobre<br />

las demás aficiones, era causa continua de domésticos<br />

disturbios entre la sobrina y el tío, que contando<br />

con muy pocos recursos en su pobre curato de<br />

aldea, y siempre en la mayor estrechez a causa de<br />

su largueza para con los infelices, según él decía<br />

con una ingenuidad admirable, andaba desde que<br />

recibió las primeras órdenes procurando hacerse un<br />

manteo nuevo, y aún no había encontrado ocasión<br />

oportuna. De vez en cuando las discusiones a que<br />

daban lugar las peticiones de la sobrina solían<br />

agriarse, y ésta le echaba en cara las muchas necesidades<br />

a que estaban sujetos, y la desnudez en<br />

que ambos se veían por dar a los pobres no sólo lo<br />

superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil entonces,<br />

echando mano de los más deslumbradores<br />

argumentos de su cristiana oratoria, después de<br />

repetir que cuanto a los pobres se da a Dios se<br />

presta, acostumbraba a decirle que ño se apurase<br />

por una saya de más o de menos para los cuatro<br />

días que se han de estar en este valle de lágrimas y<br />

miserias, pues mientras más sufrimientos sobrellevase<br />

con resignación y más desnuda anduviese por<br />

amor hacia el prójimo, más pronto iría, no ya a la<br />

hoguera que se enciende los domingos en la plaza<br />

del lugar, y emperejilada con una mezquina saya de


paño rojo, franjada de vellorí, sino a gozar del Paraíso<br />

eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible,<br />

y vestida de la gracia divina, que es el<br />

más hermoso de todos los vestidos imaginables.<br />

Pero váyale usted con estas evangélicas filosofías a<br />

una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer<br />

bien, aficionada de perifollos, con sus ribetes de<br />

envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente<br />

que hoy estrenan un apretador amarillo, mañana un<br />

jubón negro y el otro una saya azul turquí con unas<br />

franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la<br />

atención de los mozos a tres cuartos de hora de<br />

distancia.<br />

El bueno de mosén Gil podía considerar<br />

perdido su sermón, aunque no predicase en desierto,<br />

pues Dorotea, aunque callada y no convencida,<br />

seguía mirando de mal ojo a los pobres que continuamente<br />

asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo<br />

un buen jubón y unas agujetas azules de las que<br />

miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando<br />

por casualidad iba a Tarazona, a todos los adornos<br />

y galas que en un futuro, más o menos cercano,<br />

pudieran prometerle en el Paraíso en cambio de su<br />

presente resignación y desprendimiento.


En este estado las cosas, una tarde, víspera<br />

del día del santo patrono del lugar, y mientras el<br />

cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto<br />

para la función que iba a verificarse a la<br />

mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa<br />

a la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco,<br />

todas las muchachas del pueblo habían traído algo<br />

de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de<br />

la hoguera, en particular sus vecinas, que, sin duda<br />

con intención de aumentar su despecho, habían<br />

tenido el cuidado de sentarse en el portal a coserse<br />

las sayas nuevas y arreglar los dijes que les habían<br />

feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más<br />

presumida también, no participaba de esa alegre<br />

agitación, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento<br />

que preludian entre las jóvenes, así en las<br />

aldeas como en las ciudades, la aproximación de<br />

una solemnidad por largo tiempo esperada. Pero,<br />

digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su<br />

quehacer extraordinario; mosén Gil le había dicho<br />

que amasase para el día siguiente veinte panes<br />

más que los de costumbre, a fin de distribuírselos a<br />

los pobres, después de concluida la misa.<br />

Sentada estaba, pues, a la pmerta de su<br />

casa la malhumorada sobrina del cura, barajando<br />

en su imaginación mil desagradables pensamientos,


cuando acertó a pasar por la calle una vieja muy<br />

llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el<br />

peso de la edad, caminaba apoyándose en un palito.<br />

-Hija mía -exclamó al llegar junto a Dorotea,<br />

con un tono compungido y doliente-: ¿me quieres<br />

dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura<br />

en su santa gloria?<br />

Estas palabras, tan naturales en los que imploran<br />

la caridad pública, que son como una fórmula<br />

consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella<br />

ocasión, y pronunciadas por aquella mujer, cuyos<br />

ojillos verdes y pequeños parecían reír con una<br />

expresión diabólica, mientras el labio articulaba su<br />

acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el<br />

oído de Doretea como un sarcasmo horrible,<br />

trayéndole a la memoria las magníficas promesas<br />

para más allá de la muerte con que mosén Gil solía<br />

responder a sus exigencias continuas. Su primer<br />

impulso fue echar enhoramala a la vieja; pero conteniéndose,<br />

por respetos a ser su casa la del cura<br />

del lugar, se limitó a volverla la espalda con un gesto<br />

de desagrado y mal humor bastante signifitativo.<br />

La vieja, a quien antes parecía complacer que no<br />

afligir esta repulsa, aproximose más a la joven y,


procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca<br />

destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo<br />

siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría<br />

la serpiente que sedujo a Eva en el Paraíso:<br />

-Hermosa niña, si no por el amor de Dios,<br />

por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo a un<br />

señor que no se limita a recompensar a los que<br />

hacen bien a los suyos en la otra vida, sino que les<br />

da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por<br />

el que tú conoces; ahora torno a demandarte socorro<br />

por el que yo reverencio.<br />

-¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy<br />

de humor para oír disparates -dijo Dorotea, que<br />

juzgó loca o chocheando a la haraposa vieja que le<br />

hablaba de un modo para ella incomprensible. Y sin<br />

volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente,<br />

hizo ademán de entrarse en el interior de la<br />

casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta<br />

a ceder con tanta facilidad en su empeño, asiéndola<br />

de la saya la detuvo un instante, y tornó a decirle:<br />

-Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te<br />

equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo hablo,<br />

sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la<br />

ocasión de tus pesares.


Y cual si su corazón fuese un libro y éste<br />

estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la sobrina<br />

del cura, que no acertaba a volver en sí de su<br />

asombro, cuantas ideas habían pasado por su mente,<br />

al comparar su triste situación con la de las otras<br />

muchachas del pueblo.<br />

-Mas no te apures -continuó la astuta arpía<br />

después de darle esta prueba de su maravillosa<br />

perspicacia-; no te apures: hay un señor tan poderoso<br />

como el de mosén Gil, y en cuyo nombre me<br />

he acercado a hablarte so pretexto de pedir una<br />

limosna; un señor que no sólo no exige sacrificios<br />

penosos de los que le sirven, sino que se esmera y<br />

complace en secundar todos sus deseos; alegre<br />

como un juglar, rico como todos los judíos de la<br />

tierra juntos y sabio hasta el extremo de conocer los<br />

más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio<br />

se afanan los hombres. Las que le adoran viven<br />

en una continua zambra, tienen cuantas joyas y<br />

dijes desean, y poseen filtros de una virtud tal, que<br />

con ellos llevan a cabo cosas sobrenaturales; se<br />

hacen obedecer de los espíritus, del Sol y de la<br />

Luna, de los peñascos, de los montes y de las olas<br />

del mar, e infunden el amor o el aborrecimiento en<br />

quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos,<br />

si quieres gozar de cuanto ambicionas, a muy poca


costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres<br />

hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido para consumirte<br />

al lado de un viejo achacoso e impertinente,<br />

que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en la<br />

miseria, merced a su caridad extravagante.<br />

Dorotea, que al principio se prestó de mala<br />

voluntad a oír las palabras de la vieja, fue poco a<br />

poco interesándose en aquella halagüeña pintura<br />

del brillante porvenir, que podía ofrecerle, y aunque<br />

sin desplegar los labios, con una mirada entre<br />

crédula y dudosa, pareció preguntarle en que consistía<br />

lo que debiera hacer para alcanzar aquello<br />

que tanto deseaba. La vieja entonces, sacando una<br />

botija verde que traía oculta entre el harapiento<br />

delantal, le dijo:<br />

-Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama<br />

una pila de agua bendita de la que todas las noches,<br />

antes de acostarse, arroja algunas gotas,<br />

pronunciando una oración, por la ventana que da<br />

frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con<br />

ésta, y después de apagado el hogar dejas las tenazas<br />

envueltas en las cenizas, yo vendré a verte<br />

por la chimenea al toque de ánimas, y el señor a<br />

quien obedezco, y que en muestra de su generosidad<br />

te envía este anillo, te dará cuanto desees.


Esto diciendo, le entregó la botija, no sin<br />

haberle puesto antes en el dedo de la misma mano<br />

con que la tomara un anillo de oro, con una piedra<br />

hermosa sobre toda ponderación.<br />

La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba<br />

hacer a la vieja, permanecía aún irresoluta y<br />

más suspensa que convencida de sus razones;<br />

pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivos<br />

colores supo pintarle el triunfo de su amor propio<br />

ajado, cuando al día siguiente, merced a la obediencia,<br />

lograse ir a la hoguera de la plaza vestida<br />

con un lujo desconocido, que al fin cedió a sus sugestiones<br />

prometiendo obedecerla en un todo.<br />

Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con<br />

ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios<br />

y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la<br />

cuenta de la sustitución del agua con un brebaje<br />

maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y<br />

dormía con el sueño reposado de los ángeles,<br />

cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del<br />

hogar y poner, según fórmula, las tenazas entre las<br />

cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y<br />

no otra cosa podía ser la vieja miserable que disponía<br />

de joyas de tanto valor como el anillo y visita-


a a sus amigos a tales horas y entrando por la<br />

chimenea.<br />

Los habitantes de la aldea de Trasmoz<br />

dormían asimismo como lirones, excepto algunas<br />

muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos<br />

para el día siguiente. Las campanas de la iglesia<br />

dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos<br />

y acompasados se perdieron dilatándose en las<br />

ráfagas del aire para ir a expirar entre las ruinas del<br />

castillo. Dorotea, que hasta aquel momento, y una<br />

vez adoptada su resolución, había conservado la<br />

firmeza y sangre fría suficientes para obedecer las<br />

órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y<br />

fijar los ojos con inquietud en el cañón de la chimenea<br />

por donde había de verla aparecer de un modo<br />

tan extraordinario. No se hizo esperar mucho, y<br />

apenas se perdió el eco de la última campanada,<br />

cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris<br />

y haciendo un ruido extraño y particular de estos<br />

animalitos, cuando con la cola levantada y el cuerpo<br />

hecho un arco, van y vienen de un lado a otro acariciándose<br />

con nuestras piernas. Tras el gato gris<br />

cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de<br />

los que llaman moriscos, y hasta catorce o quince<br />

de diferentes dimensiones y color, revueltos con<br />

una multitud de sapillos verdes y tripudos con un


cascabel al cuello, y una a manera de casaquilla<br />

roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y<br />

venir por la cocina, saltando de un lado a otro; éstos<br />

por los vasares, entre los pucheros y las fuentes,<br />

aquéllos por el ala de la chimenea, los de más allá<br />

revolcándose entre la ceniza y levantando una gran<br />

polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar<br />

su cascabel, se ponían de pie al borde de las marmitas,<br />

daban volteretas en el aire o hacían equilibrios<br />

y dislocaciones pasmosas, como los clownes<br />

de nuestros circos ecuestres. Por último, el gato<br />

gris, que parecía el jefe de la banda, en cuyos ojillos<br />

verdosos y fosforescentes había creído reconocer la<br />

sobrina del cura los de la vieja que le habló por la<br />

tarde, levantándose sobre las patas traseras en la<br />

silla en que se encontraba subido, dirigió la palabra<br />

en estos términos.<br />

-Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos<br />

tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en nuestra<br />

primitiva forma y que comencemos a ayudarte a<br />

fraguar las galas para las fiestas y a amasar los<br />

panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la<br />

señal de la cruz con la mano izquierda invocando a<br />

la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.


Dorotea, aunque temblando, hizo punto por<br />

punto lo que se le decía, y los gatos se convirtieron<br />

en otras tantas mujeres, de las cuales, unas comenzaron<br />

a cortar y otras a coser telas de mil colores,<br />

a cual más vistoso y llamativo, hilvanando y<br />

concluyendo sayas y jubones a toda prisa, en tanto<br />

que los sapillos, diseminados por aquí y por allá,<br />

con unas herramientas diminutas y brillantes, fabricaban<br />

pendientes de filigrana de oro para las orejas,<br />

anillos con piedras preciosas para los dedos, o armados<br />

de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían<br />

unas zapatillas de tafilete, tan monas y tan bien<br />

acabadas, que merecían calzar el pie de una hada.<br />

Todo era animación y movimiento en derredor de<br />

Dorotea; hasta la llama del candil que alumbraba<br />

aquella escena extravagante parecía danzar alegre<br />

en su piquera de hierro, chisporroteando y plegando<br />

y volviendo a desplegar su abanico de luz, que se<br />

proyectaba en los muros en círculos movibles, ora<br />

oscuros, ora brillantes. Esto se prolongó hasta rayar<br />

el día, en que el bullicioso repique de las campanas<br />

de la parroquia echadas a vuelo en honor del santo<br />

patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos,<br />

anunciaron el alba a los habitantes de la aldea.<br />

Pasó el día entre fiestas y regocijos. Mosén Gil, sin<br />

sospechar la parte que las brujas habían tomado en


su elaboración, repartió, terminada la misa, sus<br />

panes entre los pobres; las muchachas bailaron en<br />

las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los<br />

dijes y las galas que habían traído de Tarazona, y<br />

¡cosa particular!, Dorotea, aunque al parecer fatigada<br />

de haber pasado la noche en claro amasando el<br />

pan de la limosna, como pequeño asombro de su<br />

tío, ni se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas<br />

de mozas y mozos que pasaban emperejilados<br />

por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida<br />

y sola en su casa.<br />

Al fin llegó la hoche, que a la sobrina del cura<br />

pareció tardar más que otras veces. Mosén Gil se<br />

metió en su cama al toque de oraciones, según<br />

tenía de costumbre, y la gente joven del lugar encendió<br />

la hoguera en la plaza donde debía continuar<br />

el baile: Dorotea, entonces, aprovechando el sueño<br />

de su tío, se adornó apresuradamente con los hermosos<br />

vestidos, presente de las brujas, púsose los<br />

pendientes de filigrana de oro, cuyas piedras blancas<br />

y luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas<br />

gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y,<br />

con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada<br />

dedo, se dirigió al punto en que los mozos y las<br />

mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al<br />

resplandor del fuego; cuyas lenguas rojas, corona-


das de chispas de mil colores, se levantaban por<br />

cima de los tejados de las casas, arrojando a lo<br />

lejos las prolongadas sombras de las chimeneas y<br />

la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que<br />

su aparición produciría. Sus rivales en hermosura,<br />

que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron<br />

oscurecidas y arrinconadas; los hombres se disputaban<br />

el honor de alcanzar una mirada de sus ojos,<br />

y las mujeres se mordían los labios de despecho.<br />

Como le habían anunciado las brujas, el triunfo de<br />

su vanidad no podía ser más grande.<br />

Pasaron las fiestas del santo, y anque Dorotea<br />

tuvo buen cuidado de guardar sus joyas y sus<br />

vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se<br />

habló en el pueblo de otro asunto.<br />

-¡Vaya! ¡Vaya! -decían sus feligreses a<br />

Mosén Gil-: tenéis a vuestra sobrina hecha un pimpollo<br />

de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que,<br />

después de dar lo que dais en limosnas, aún os<br />

quedaba para esos rumbos!<br />

Pero mosén Gil, que era la bondad misma y<br />

que ni siquiera podía figurarse la verdad de lo que<br />

pasaba, creyendo que querían embromarle, aludiendo<br />

a la pobreza y la humildad en el vestir de<br />

Dorotea, impropias de la sobrina de un cura, perso-


naje de primer orden en los pueblos, se limitaba a<br />

contestar sonriendo y como para seguir la broma:<br />

efecto.<br />

-¿Qué queréis? Donde lo hay, se luce.<br />

Las galas de Dorotea hacían entretanto su<br />

Desde aquella noche en adelante no faltaron<br />

enramadas en sus ventanas, música en sus<br />

puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas,<br />

estos cantares y estos ramos tuvieron el fin<br />

que era natural, y a los dos meses la sobrina del<br />

cura se casaba con uno de los mozos mejor acomodados<br />

del pueblo; el cual para que nada faltase a<br />

su triunfo, hasta la famosa noche en que se presentó<br />

en la hoguera, había sido novio de una de<br />

aquellas vecinas que tanto la hicieron rabiar en<br />

otras ocasiones, sentándose a coser sus vestidos<br />

en el portal de la calle. Sólo el pobre mosén Gil<br />

perdió desde aquella época para siempre el latín de<br />

sus exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las<br />

brujas, con grande asombro suyo y de sus feligreses,<br />

tornaron a aposentarse en el castillo; sobre los<br />

ganados cayeron plagas sin cuento; las jóvenes del<br />

lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles;<br />

los niños eran azotados por las noches<br />

en sus cunas, y los sábados, después que la cam-


pana de la iglesia dejaba oír el toque de ánimas,<br />

unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas,<br />

y todas a caballo sobre sus escobas, los habitantes<br />

de Trasmoz veían pasar una banda de viejas,<br />

espesa como las grullas, que iban a celebrar sus<br />

endiablados ritos a la sombra de los muros y de la<br />

ruinosa atalaya que corona la cumbre del monte.<br />

Después de oír esta historia, he tenido ocasión<br />

de conocer a la tía Casca, hermana de la otra<br />

Casca famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes,<br />

y vástago de la dinastía de brujas de Trasmoz<br />

que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará<br />

no se sabe cuándo ni dónde. Por más que, al decir<br />

de los revolucionarios furibundos, ha llegado la hora<br />

final de las dinastías seculares, ésta, a juzgar por el<br />

estado en que se hallan los espíritus en el país,<br />

promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en<br />

cuenta que la que vive no será para largo en razón<br />

a su avanzada edad, ya comienza a decirse que la<br />

hija despunta en el oficio y que una netezuela tiene<br />

indudables disposiciones; tan arraigada está entre<br />

estas gentes la creencia de que de una en otra lo<br />

vienen heredando. Verdad es que, como ya creo<br />

haber dicho antes de ahora, hay aquí en cuanto a<br />

uno le rodea un no sé qué de agreste, misterioso y


grande que impresiona profundamente el ánimo y lo<br />

predispone a creer en lo sobre-natural.<br />

De mí puedo asegurarles que no he podido<br />

ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento<br />

involuntario, como si, en efecto, la colérica mirada<br />

que me lanzó, observando la curiosidad impertinente<br />

con que espiaba sus acciones, hubiera podido<br />

hacerme daño. La vi hace pocos días, ya muy<br />

avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al<br />

que se alcanza desde un pedrusco enorme de los<br />

que sirven de cimiento y apoyo a las casas de<br />

Trasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querrán<br />

ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas<br />

y su nariz corva, de rigor en las brujas de<br />

todas las consejas.<br />

Estaba encogida y acurrucada junto al<br />

hogar entre un sinnúmero de trastos viejos, pucherillos,<br />

cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las<br />

que la luz de la llama parecía centuplicarse con sus<br />

brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre<br />

hervía yo no sé qué en un cacharro, que de tiempo<br />

en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez<br />

sería un guiso de patatas para la cena; pero impresionado<br />

a su vista, y presente aún la relación que<br />

me habían hecho de sus antecesoras, no pude me-


nos de recordar, oyendo el continuo hervidero del<br />

guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin<br />

nombre de las brujas del Macbeth de Shakespeare.


Carta novena<br />

A la señorita doña M. L. A.<br />

Apreciable amiga: Al enviarle una copia<br />

exacta, quizás la única que de ella se ha sacado<br />

hasta hoy, prometí a usted referirle la peregrina<br />

historia de la imagen, en honor de la cual un príncipe<br />

poderoso levantó el monasterio, desde una de<br />

cuyas celdas he escrito mis <strong>cartas</strong> anteriores.<br />

Es una historia que, aunque transmitida<br />

hasta nosotros por documentos de aquel siglo y<br />

testificada aún por la presencia de un monumento<br />

material, prodigio del arte, elevado en su conmemoración,<br />

no quisiera entregarla al frío y severo análisis<br />

de la crítica filosófica, piedra de toque a cuya<br />

prueba se someten hoy día todas las verdades.<br />

A esa terrible crítica, que, alentada con algunos<br />

ruidosos triunfos, comenzó negando las tradiciones<br />

gloriosas y los héroes nacionales, y ha<br />

acabado por negar hasta el carácter divino de<br />

Jesús, ¿qué concepto le podría merecer ésta, que<br />

desde luego calificaría de conseja de niños?<br />

Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas<br />

líneas en letras de molde, porque la mía es mala, y<br />

sólo así le será posible entenderme; por lo demás,


yo las escribo para usted, para usted exclusivamente,<br />

porque sé que las delicadas flores de la tradición<br />

sólo puede tocarlas la mano de la piedad, y sólo a<br />

ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin<br />

marchitar sus hojas.<br />

En el valle de Veruela, y como a una media<br />

hora de distancia de su famoso monasterio, hay, al<br />

fin de una larga alameda de chopos que se extiende<br />

por la falda del monte, un grueso pilar de argamasa<br />

y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto<br />

ya de musgo, merced a la continuada acción de las<br />

lluvias, y al que los años han prestado su color oscuro<br />

e indefinible, se ve una especie de nicho que<br />

en su tiempo debió de contener una imagen, y sobre<br />

el cónico capitel que lo remata, el asta de hierro<br />

de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Al pie<br />

crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume,<br />

entre una alfombra de menudas yerbas, las<br />

aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros de<br />

flores azules, y otra gran porción de plantas olorosas<br />

y saludables. Un arroyo de agua cristalina corre<br />

allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso<br />

festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus<br />

orillas, y, en el verano, las ramas de los chopos,<br />

agitadas por el aire que continuamente sopla de la<br />

parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra.


Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él<br />

aconteció, hará próximamente unos siete siglos, el<br />

suceso que dio origen a la fundación del célebre<br />

monasterio de la Orden del Cister, conocido con el<br />

nombre de Santa María de Veruela.<br />

Refiere un antiguo códice, y es tradición<br />

constante en el país, que, después, de haber renunciado<br />

a la corona que le ofrecieron los aragoneses,<br />

a poco de ocurrida la muerte de Don Alonso,<br />

en la desgraciada empresa de Fraga, Don Pedro<br />

Atares, uno de los más poderosos magnates de<br />

aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que<br />

era señor, y donde en compañía de algunos de sus<br />

leales servidores, y como descanso de las continuas<br />

inquietudes, de las luchas palaciegas y del<br />

batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus<br />

días entregado al ejercicio de la caza, ocupación<br />

favorita de aquellos rudos y valientes caballeros,<br />

que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan<br />

propiamente se ha llamado simulacro e imagen de<br />

la guerra.<br />

El valle en que está situado el monasterio,<br />

que dista tres leguas escasas de la ciudad de Borja,<br />

y la falda del Moncayo, que pertenece a Aragón,<br />

eran entonces parte de su dilatado señorío; y como


quiera que de los pueblecillos que ahora se ven<br />

salpicados aquí y allá por entre las quiebras del<br />

terreno, no existían más que las atalayas y algunas<br />

miserables casucas, abrigo de pastores, que las<br />

tierras no se habían roturado, ni las crecientes necesidades<br />

de la población habían hecho caer al<br />

golpe del hacha los añosísimos árboles que lo cubrían,<br />

el valle de Veruela, con sus bosques de encinas<br />

y carrascas seculares, y sus intrincados laberintos<br />

de vegetación virgen y lozana, ofrecía seguro<br />

abrigo a los ciervos y jabalíes, que vagaban por<br />

aquellas soledades en número prodigioso.<br />

Aconteció una vez que, habiendo salido el<br />

señor de Borja, rodeado de sus más hábiles ballesteros,<br />

sus pajes y sus ojeadores, a recorrer esta<br />

parte de sus dominios, en busca de la caza en que<br />

era tan abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa<br />

verdaderamente extraordinaria, dadas las condiciones<br />

del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar<br />

a la vuelta de la jornada como trofeo de la expedición.<br />

Dábase a todos los diablos Don Pedro Atares,<br />

y, a pesar de su natural prudencia, juraba y<br />

perjuraba que había de colgar de una encina a los<br />

cazadores furtivos, causa, sin duda, de la incom-


prensible escasez de reses que por vez primera<br />

notaba en sus cotos; los perros gruñían cansados<br />

de permanecer tantas horas ociosos atados a la<br />

traílla; los ojeadores roncos de vocear en balde,<br />

volvían a reunirse a los mohínos ballesteros, y todos<br />

se disponían a tomar la vuelta del castillo para salir<br />

de lo más espeso del carrascal antes que la noche<br />

cerrase, tan oscura y tormentosa como lo auguraban<br />

las nubes suspendidas sobre la cumbre del<br />

vecino Moncayo, cuando de repente una cierva, que<br />

parecía haber estado oyendo la conversación de los<br />

cazadores, oculta por el follaje, salió por entre las<br />

matas más cercanas, y, como burlándose de ellos,<br />

desapareció a su vista para ir a perderse entre el<br />

laberinto del monte. No era aquélla seguramente la<br />

hora más a propósito para darle caza, pues la oscuridad<br />

del crepúsculo, aumentada por la sombra de<br />

las nubes que poco a poco iban entoldando el cielo,<br />

se hacía cada vez más densa; pero el señor de<br />

Borja, a quien desesperaba la idea de volverse con<br />

las manos vacías de tan larga excursión, sin hacer<br />

alto en las observaciones de los más experimentados,<br />

dio apresuradamente la orden de arrancar en<br />

su seguimiento, y, mandando a los ojeadores por un<br />

lado y a los ballesteros por otro, salió a brida suelta<br />

y seguido de sus pajes, a quienes pronto dejó reza-


gados en la furia de su carrera tras la imprudente<br />

res que de aquel modo parecía haber venido a<br />

burlársele en sus barbas.<br />

Como era de suponer, la cierva se perdió en<br />

lo más intrincado del monte, y a la media hora de<br />

correr en busca suya, cada cual en una dirección<br />

diferente, así don Pedro Atares, que se había quedado<br />

completamente solo, como los menos conocedores<br />

de terreno de su comitiva, se encontraron<br />

perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la<br />

noche, y la tormenta, que durante toda la tarde se<br />

estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó<br />

a descender lentamente por la falda y a tronar<br />

y a relampaguear, cruzando las llanuras como<br />

un majestuoso paseo. Los que las han presenciado<br />

pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de<br />

las repentinas tempestades que estallan a aquella<br />

altura, donde los truenos, repercutidos por las concavidades<br />

de las peñas, las ardientes exhalaciones,<br />

atraídas por la frondosidad de los árboles, y el espeso<br />

turbión de granizo congelado por las corrientes<br />

de aire frío e impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta<br />

el punto de hacernos creer que los montes se desquician,<br />

que la tierra va a abrirse debajo de los pies,<br />

o que el cielo, que cada vez parece estar más bajo<br />

y más pesado, nos oprime como con una capa de


plomo. Don Pedro Atares, sólo y perdido en aquellas<br />

inmensas soledades, conoció tarde su imprudencia<br />

y en vano se esforzaba para reunir en torno<br />

suyo a su dispersa comitiva; el ruido de la tempestad<br />

que cada vez se hacía mayor, ahogaba sus<br />

voces.<br />

Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso,<br />

comenzaba a desfallecer ante la perspectiva de una<br />

noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto<br />

al furor de los desencadenados elementos;<br />

ya su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa,<br />

se negaba a proseguir adelante, inmóvil y como<br />

clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al<br />

cielo, dejó escapar involuntariamante de sus labios<br />

una piadosa oración a la Virgen, a quien el cristiano<br />

caballero tenía costumbte de invocar en los más<br />

duros trances de la guerra, y que en más de una<br />

ocasión le había dado la victoria.<br />

La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió<br />

a la tierra para protegerle. Yo quisiera tener<br />

la fuerza de imaginación bastante para poderme<br />

figurar cómo fue aquello. Yo he visto pintadas por<br />

nuestros más grandes artistas algunas de esas<br />

místicas escenas; yo he visto, y usted habrá visto<br />

también, a la misteriosa luz de la gótica catedral de


Sevilla; uno de esos colosales lienzos en que Murillo,<br />

el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar<br />

para pasmo de los hombres un rayo de esa diáfana<br />

atmósfera en que nadan los ángeles como en un<br />

océano de luminoso vapor; pero allí es necesaria la<br />

intensidad de las sombras en un punto del cuadro<br />

para dar mayor realce a aquel en que se entreabren<br />

las nubes como una explosión de claridad; allí, pasada<br />

la primera impresión del momento, se ve el<br />

arte luchando con sus limitados recursos para dar<br />

idea de lo imposible.<br />

Yo me figuro algo más, algo que no se puede<br />

decir con palabras ni traducir con sonidos o con<br />

colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo<br />

rodea; todo lo abrillanta, que, por decirlo así, se<br />

compenetra en todos los objetos y los hace aparecer<br />

como de cristal, y en su foco ardiente lo que<br />

pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me figuro<br />

como se iría descomponiendo el temeroso fragor de<br />

la tormenta en notas largas y suavísimas, en acordes<br />

distintos, en rumor de alas, en armonías extrañas<br />

de cítaras y salterios; me figuro ramas inmóviles,<br />

el viento suspendido, y la tierra, estremecida de<br />

gozo, con un temblor ligerísimo al sentirse hollada<br />

otra vez por la divina planta de la Madre de su<br />

Hacedor, absorta, atónita y muda, sostenerla por un


instante sobre sus hombros. Me figuro, en fin, todos<br />

los esplendores del cielo y de la la tierra reunidos en<br />

un solo esplendor, todas las armonías en una sola<br />

armonía, y en mitad de aquel foco de luz y de sonidos,<br />

la celestial Señora, resplandeciendo como una<br />

llama más viva que las otras resplandece entre las<br />

llamas de una hoguera, como dentro de nuestro sol<br />

brillaría otro sol más brillante.<br />

Tal debió de aparecer la Madre de Dios a<br />

los ojos del piadoso caballero, que bajando de su<br />

cabalgadura y postrándose hasta tocar el sucio con<br />

la frente, no osó levantarlos mientras la celeste visión<br />

le hablaba, ordenándole que en aquel lugar<br />

erigiese un templo en honra y gloria suya.<br />

El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz<br />

se comenzó a debilitar como la de un astro que se<br />

eclipsa; la armonía se apagó, temblando sus notas<br />

en el aire, como el eco de una música lejana, y don<br />

Pedro Atares lleno de un estupor indecible, corrió a<br />

tocar con sus labios el punto en que había puesto<br />

sus pies la Virgen. Pero ¡cuál no sería su asombro<br />

al encontrar en él una milagrosa imagen, testimonio<br />

real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para<br />

eterna memoria de tan señalado favor, le dejaba al<br />

desaparecer la celestial Señora!


A esta sazón, aquellos de sus servidores<br />

que habían logrado reunirse y que, después de<br />

haber encendido algunas teas, recorrían el monte<br />

en todas direcciones, haciendo señales con las<br />

trompas de ojeo a fin de encontrar a su señor por<br />

entre aquellas intrincadas revueltas, donde era de<br />

temer le hubiera acontecido una desgracia, llegaron<br />

al sitio en que acababa de tener lugar la maravillosa<br />

aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores<br />

todos del suceso, improvisáronse unas andas con<br />

las ramas de los árboles, y en piadosa procesión,<br />

conduciendo los caballos del diestro e iluminándola<br />

con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo<br />

la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico<br />

castillo entraron al mediar la noche.<br />

Como puede presumirse, don Pedro Atares<br />

no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el deseo<br />

que había manifestado la Virgen. Merced a sus<br />

fabulosas riquezas, se allanaron todas las dificultades<br />

que parecían oponerse a su erección, y el suntuoso<br />

monasterio con su magnífica iglesia, semejante<br />

a una catedral, sus claustros imponentes y sus<br />

almenados muros, levantose como por encanto en<br />

medio de aquellas soledades.


San Bernardo en persona vino a establecer<br />

en él la comunidad de su Regla y asistir a la traslación<br />

de la milagrosa imagen desde el castillo de<br />

Borja, donde había estado custodiada, hasta su<br />

magnífico templo, de Veruela, a cuya solemne congregación<br />

asistieron seis prelados y estuvieron presentes<br />

muchos magnates y príncipes poderosos,<br />

amigos y deudos de su ilustre fundador, don Pedro<br />

Atares, el cual, para eterna memoria del señalado<br />

favor que había obtenido de la Virgen, mandó colocar<br />

una cruz y la copia de su divina imagen en el<br />

mismo lugar en que la había visto descender del<br />

cielo. Este lugar es el mismo de que he hablado a<br />

usted al principio de esta carta, y que todavía se<br />

conoce con el nombre de La Aparecida.<br />

Yo oí por primera vez referir la historia, que<br />

a mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la<br />

recuerda, y antes de haber visto el monasterio que<br />

ocultaban aún a mis ojos las altas alamedas de<br />

árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas<br />

torres.<br />

Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla<br />

de curiosidad y veneración traspasaría luego los<br />

umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del<br />

arte cristiano; que guarda aún en su seno la miste-


iosa escultura, objeto de ardiente devoción por<br />

tantos siglos, y a la que nuestros antepasados, de<br />

una generación en otra, han tributado sucesivamente<br />

las honras más señaladas y grandes. Allí, día y<br />

noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar<br />

en que se encontraba la imagen, sobre un escabel<br />

de oro, doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose<br />

lentamente, entre las sombras del templo,<br />

como una constelación de estrellas; allí los piadosos<br />

monjes, vestidos de sus blancos hábitos, entonaban<br />

a todas horas sus alabanzas en un canto grave y<br />

solemne, que se confundían con los amplios acordes<br />

del órgano; allí los hombres de armas del monasterio,<br />

mitad templo, mitad fortaleza; los pajes del<br />

poderoso abad y sus innumerables servidores la<br />

saludaban con ruidosas aclamaciones de júbilo,<br />

como a la hermosa castellana de aquel castillo,<br />

cuando en los días clásicos, la sacaban un momento<br />

por sus patios, coronados de almenas, bajo un<br />

palio de tisú y pedrería.<br />

Al penetrar en aquel anchuroso recinto,<br />

ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus<br />

altas torres caídas por el suelo, la hiedra serpenteando<br />

por las hendiduras de sus muros, y las ortigas<br />

y los jaramagos que crecen en montón por todas<br />

partes, se apodera del alma una profunda sensa-


ción de involuntaria tristeza. Las enormes puertas<br />

de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus<br />

enmohecidos goznes con un lamento agudo, siempre<br />

que un curioso viene a turbar aquel alto silencio,<br />

y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de<br />

cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo<br />

palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta<br />

del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y<br />

de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado<br />

impresos artífices de la Edad Media los signos misteriosos<br />

de su masónica hermandad; aquella gran<br />

puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se<br />

abría de par en par en las grandes solemnidades,<br />

no volverá a abrirse; ni volverá a entrar por ella la<br />

multitud de los fieles, convocados al son de las<br />

campanas que volteaban alegres y ruidosas en la<br />

elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es<br />

preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos<br />

y tan tristes como el primero, internarse en el<br />

claustro procesional, sombrío y húmedo como un<br />

sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que<br />

descansan los hijos del fundador, llegar hasta un<br />

pequeño arco que apenas si en mitad del día se<br />

distingue entre las sombras eternas de aquellos<br />

medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin<br />

inscripción y con una espada groseramente esculpi-


da, señala el humilde lugar en que el famoso Don<br />

Pedro Atares quiso que reposasen sus huesos.<br />

Figúrese usted una iglesia tan grande y tan<br />

imponente como la más imponente y más grande de<br />

nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico<br />

pedestal labrado de figuras caprichosas y formando<br />

el más extraño contraste, una pequeña jofaina<br />

de loza de la más basta de Valencia hace las<br />

veces de pila para el agua bendita; de las robustas<br />

bóvedas cuelgan aún las cadenas de metal que<br />

sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido;<br />

en los pilares se ven las estacas y las anillas de<br />

hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo<br />

franjado de oro, de las que sólo queda la memoria;<br />

entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba<br />

el órgano; no hay vidrios en las ojivas que dan<br />

paso a la luz; no hay altares en las capillas, el coro<br />

está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad<br />

por todas partes, gime por los ángulos del templo,<br />

y los pasos resuenan de un modo tan particular<br />

que parece que se anda por el interior de una inmensa<br />

tumba.<br />

Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los<br />

despedazados restos de otros altares, recogidos por<br />

alguna mano piadosa, y alumbrado por una lampari-


lla de cristal con más agua que aceite, cuya luz<br />

chisporrotea próxima a extinguirse, se descubre la<br />

santa imagen, objeto de tanta veneración en otras<br />

edades, a la sombra de cuyo altar duermen el sueño<br />

de la muerte tantos próceres ilustres, a la puerta<br />

de cuyo monasterio dejó su espada como en señal<br />

de vasallaje un monarca español, que atraído por la<br />

fama de sus milagros, vino a rendirle, en época no<br />

muy remota, el tributo de sus oraciones. De tanto<br />

esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de<br />

exaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo en<br />

las antiguas crónicas del país, y una piadosa tradición<br />

entre los campesinos que de cuando en cuando<br />

atraviesan con temor los medrosos claustros del<br />

monasterio para ir a arrodillarse ante Nuestra Señora<br />

de Veruelas, que para ellos, así en la época de<br />

su grandeza como en la de su abandono, es la santa<br />

protectora de su escondido valle.<br />

En cuanto a mí, puedo asegurar a usted<br />

que en aquel templo, abandonado y desnudo, rodeado<br />

de tumbas silenciosas, donde descansan<br />

ilustres próceres, sin descubrir, al pie del ara que la<br />

sostiene, más que las mudas e inmóviles figuras de<br />

los abades muertos, esculpidas groseramente sobre<br />

las losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la<br />

milagrosa imagen, cuya historia conocía de ante-


mano, me infundió más hondo respeto, me pareció<br />

más hermosa, más rodeada de una atmósfera de<br />

solemnidad y grandeza indefinibles que otras muchas<br />

que había visto antes en retablos churriguerescos,<br />

muy cargadas de joyas ridículas, muy alumbradas<br />

de luces en forma de pirámides y de estrellas,<br />

muy engalanadas con profusión de flores de<br />

papel y de trapo.<br />

A usted y a todo el que sienta en su alma la<br />

verdadera poesía de la religión, creo que le sucedería<br />

lo mismo.

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!