Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun
Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun
Obras completas Leyendas y cartas.pdf - Ataun
You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
Obra reproducida sin responsabilidad editorial<br />
<strong>Obras</strong> <strong>completas</strong><br />
(<strong>Leyendas</strong> y <strong>cartas</strong>)<br />
Gustavo Adolfo Bécquer
Advertencia de Luarna Ediciones<br />
Este es un libro de dominio público en tanto que los<br />
derechos de autor, según la legislación española<br />
han caducado.<br />
Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus<br />
clientes, dejando claro que:<br />
1) La edición no está supervisada por nuestro<br />
departamento editorial, de forma que no nos<br />
responsabilizamos de la fidelidad del contenido<br />
del mismo.<br />
2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que<br />
pueda ser fácilmente visible en los habituales<br />
readers de seis pulgadas.<br />
3) A todos los efectos no debe considerarse<br />
como un libro editado por Luarna.<br />
www.luarna.com
OBRAS COMPLETAS (LEYENDAS Y CARTAS)<br />
Al lector (1)<br />
Pronto, el 22 de Diciembre, hará siete años<br />
que voló a su Creador el espíritu inmortal de Gustavo<br />
Adolfo Bécquer.<br />
La primera edición, que editó la caridad,<br />
agotose hace un año y el que murió oscuro y pobre<br />
es ya gloria de su patria y admiración de otros países,<br />
pues apenas hay lengua culta donde no se<br />
hayan traducido sus poesías o su prosa.<br />
No es mi propósito hacer nueva enumeración<br />
de las desgracias y méritos del escritor. Las<br />
primeras se compensan con su gloria; los segundos<br />
son ya del dominio frío y severo de la crítica.<br />
Sólo una cosa advertiremos siempre a los<br />
lectores de Gustavo: que nada de lo que dejó escribiolo<br />
con intención de que formase un libro; y, como<br />
dijimos en la primera edición, sus grandes imaginaciones,<br />
sus alegatos de merecimiento ante la posteridad,<br />
bajaron con él al sepulcro. Calcúlese ahora,<br />
por la popularidad y el respeto que su memoria ha
alcanzado con fútiles destellos de su preclara inteligencia,<br />
a qué altura se hubiera elevado, si la miseria,<br />
aguijándole y faltándole la vida, no hubieran sido<br />
éstos los cauces imprescindibles de aquel atormentado<br />
cerebro.<br />
Dos palabras más sobre Gustavo.<br />
Hay quienes han querido censurarle por su<br />
novedad.<br />
Hay muchos que han intentado imitarle.<br />
Ni unos ni otros le han comprendido bien.<br />
Las Rimas de Bécquer no son la total expresión<br />
de un poeta, sino lo que de un poeta se<br />
conoce. Por consecuencia, el tamaño, carácter y<br />
estilo de sus composiciones no tienen más forma<br />
que aquella en que estuvieron concebidas y calcadas,<br />
y éste es su principal mérito.<br />
Defenderse con el Diccionario, arrebatar el<br />
oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un<br />
mismo concepto, disolver una idea en un mar de<br />
palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración<br />
y de elogio; pero confiarse en la admirable<br />
desnudez de la forma intrínseca, servir a la inteligencia<br />
de los demás la esencia del pensamiento y
herir el corazón de todos con el laconismo del sentir,<br />
sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso<br />
atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados<br />
reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la<br />
condensación de la idea, y obtener únicamente con<br />
esto aplauso y popularidad entre las multitudes, es<br />
verdaderamente maravilloso, sobre todo en España,<br />
cuya lengua ha sido y será venero inagotable de<br />
palabras, frases, giros, conceptos y cadencias.<br />
No menos digno de llamar la atención es<br />
que el poeta haya conseguido tan rápida celebridad<br />
sin tocar en sus fantasías ni en sus realidades nada<br />
que directamente excite el interés o las pasiones<br />
colectivas de sus contemporáneos.<br />
Como en las de los grandes maestros, en<br />
su paleta no figuran más colores que los primordiales<br />
del iris, descompuestos en el prisma de la imaginación<br />
y del sentimiento; universales, sencillos y<br />
espontáneos, sin encenderse al contacto de pasiones<br />
políticas o de problemas sociales y religiosos.<br />
Tienen en sí el germen de todo lo ideal; pero<br />
sin acomodamiento de época ni dudas, indignaciones<br />
o esperanzas de impíos o fanáticos.
No podrá nunca, pues, ser juzgado en tal terreno,<br />
y, como esos astros ingentes que parecen<br />
chicos porque desde abajo se les mira en un planeta<br />
menor, jamás podrá alternar entre el agitado<br />
vaivén de los que le examinen, cegados por el polvo<br />
de la tierra, o envueltos por la atmósfera de una<br />
época dada y los pasajeros brillos de fugaces meteoros.<br />
Esto a los que no han sabido censurarle, lo<br />
cual no prueba que le creamos exento de censura.<br />
A los que le imitan, por más que esto honre<br />
al poeta tenemos que decir algunas palabras que<br />
expresarán conceptos a largo tiempo arraigados en<br />
nuestra conciencia.<br />
No creemos en el progreso indefinido de<br />
una escuela. Si la historia del arte no lo probara<br />
definitivamente con la muerte irreemplazable de sus<br />
grandes hombres, lo haría ver la reflexión del buen<br />
sentido.<br />
De ningún modo aconsejamos que se dejen<br />
de consultar los grandes maestros de la forma, estudiándolos<br />
con fe e imitándolos con trabajo en<br />
secreto, sin perder nunca de vista la naturaleza para<br />
el arte y la moral absoluta para las ideas. Pero de
esto a encastillarse en la forma del que primero fue<br />
original en ella, hay un gran abismo.<br />
Si alguien es difícil y comprendido para imitado<br />
en poesía, es Bécquer.<br />
Como galanura de forma, pureza de dicción<br />
y corrección de estilo hay muchos que le aventajen,<br />
y éstos son los que deben de imitarse siempre.<br />
Pero lo imposible de imitar en Bécquer es<br />
su propio espíritu, su manera de ver, como dicen los<br />
pintores, su idiosincrasia, como lo llaman los naturalistas.<br />
En ser Bécquer o no serlo está todo el quid<br />
de la dificultad, y creer que se ha conseguido tal<br />
propósito encerrándose en su forma y contando el<br />
número de sus versos, es no haber realizado nada,<br />
si antes no se cuenta con el original tesoro de ideas<br />
prácticas y reales que en sus composiciones existe.<br />
Repárese bien que ni al principiar Bécquer<br />
una composición ni al terminarla en crescendo, deja<br />
de pensar o de sentir algo de general y profundo.<br />
De cada cuatro versos suyos puede hacerse una<br />
larga poesía descriptiva; pero herir las cuerdas de la<br />
idea o del sentimiento en menos palabras, es casi<br />
imposible. La idea, pues, sin más adorno que el
necesario, como él decía, para poderse presentar<br />
decente en el mundo, tiene una importancia real y<br />
sólida en sus composiciones. Hacer, por tanto, versos<br />
como los suyos, sin hallarse provisto de algo<br />
importante, práctico y hondo en el terreno del sentir<br />
o del pensar, es querer construir perdurable estatua<br />
solamente con la gasa que la envuelve, y lo que<br />
consigue entonces quien imita, es quedar indefenso<br />
ante el público, resultando valadí, vulgar, pretencioso<br />
o vano en el mismo metro y con las mismas líneas<br />
que Bécquer, por haber querido narrar lo imposible,<br />
es decir, la nada, porque nada había brotado<br />
del cerebro del imitante.<br />
De esto resulta una serie de vulgaridades<br />
concisas, que por lo mismo son más vulgares aún, o<br />
una porción de nebulosidades y misterios, capaces<br />
de tener pensando todo un siglo a quien trate de<br />
descifrar el enigma.<br />
En una palabra, y aunque se ha repetido<br />
mucho Shakespeare lo ha dicho mejor que nadie.<br />
Los imitadores olvidan el ser o no ser del<br />
trágico eminente, y al hacerlo caen en ese abismo<br />
sin fondo de que nos habla el creador de Hamlet:<br />
¡Palabras, palabras, palabras!
Nos hemos extendido más de lo que queríamos,<br />
pero sentíamos comezón de libertar la memoria<br />
de nuestro pobre amigo del ataque de los que<br />
no le han comprendido y de complicidad con algunos<br />
de sus imitadores.<br />
Cumplida nuestra tarea, sólo nos resta dar<br />
en nombre del arte, del público, que lo pedía con<br />
ansia y de nuestro pobre amigo, al editor, por esta<br />
magnífica edición, ilustrada con el verdadero retrato<br />
del autor, no acabado de expirar, como figura en la<br />
edición primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal<br />
como se agitó en el mundo.<br />
Va aumentada esta edición con otros trabajos<br />
de Bécquer, que añadirán nuevos quilates a su<br />
justa fama, tales cuales Las Cartas a una Mujer, y<br />
otros artículos eminentemente literarios, como el<br />
prólogo a Los Cantares de su íntimo amigo el Sr.<br />
Ferrán.<br />
RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA
Gustavo Adolfo Bécquer<br />
Prólogo de la primera edición<br />
Confieso que he echado sobre mis hombros<br />
una tarea superior a mis fuerzas. En vano he retardado<br />
el momento. La edición está ya terminada;<br />
todo el mundo ha cumplido con el deber que impuso<br />
una admiración unánime, y las páginas que siguen,<br />
donde se contiene todo lo que precipitadamente<br />
trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo<br />
aguardan estos oscuros renglones míos para convertirse<br />
en una obra que edita la caridad y que el<br />
genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma<br />
y única recompensa que él puede dar al generoso<br />
desprendimiento de sus contemporáneos y amigos!<br />
¡Salga, pues, de mi pluma, humedecido con el tributo<br />
de mis lágrimas, antes que el relato de la vida y el<br />
juicio de las obras del malogrado escritor, un testimonio<br />
de justicia hacia esta generación entre la cual<br />
me agito, generación que a riesgo de su vida ahuyenta<br />
la muerte de los infectos campos de batalla y<br />
da su oro para el libro de un poeta!<br />
Majestades de la tierra, artistas, ingenieros,<br />
empleados, políticos, habitantes de la ciudad, de las<br />
aldeas escondidas, todos los que en esa larga lista<br />
que ante mí tengo, habéis depositado, desde la
cantidad inesperada, por lo magnífica, hasta el óbolo<br />
modesto, recibid por mi conducto un voto de gracias,<br />
a que hacen coro los temblorosos labios de<br />
hijos sin padres y de madres sin esposos; pues no<br />
sólo habéis salvado del olvido las obras de Bécquer,<br />
sino que al borde de su tumba habéis allegado el<br />
pan cotidiano que libertará de la miseria a seres<br />
desvalidos.<br />
Los encargados de llevar a cabo tal empresa,<br />
hubieran tenido un gran placer en poner al frente<br />
de la edición los nombres de los que a ella han contribuido;<br />
pero la caridad acreciolos tanto, que su<br />
inserción hubiera aumentado el gasto notablemente.<br />
El distinguido pintor Sr. Casado, a cuya iniciativa,<br />
actividad y arreglo se debe casi todo el éxito de la<br />
recaudación, publicará en tiempo oportuno, y en<br />
unión con los demás amigos que han llevado a<br />
término esta obra, las cantidades recibidas y las que<br />
se han invertido, para justa satisfacción de todos.<br />
No menos alabanza merece el Sr. D. Augusto<br />
Ferrán, inseparable amigo del malogrado Bécquer,<br />
que no se ha dado punto de reposo en el asiduo<br />
trabajo de allegar materiales dispersos, coleccionarlos,<br />
vigilar la impresión y demás tareas propias de<br />
estos difíciles y dolorosos casos, ayudado del Sr.<br />
Campillo, tan insigne poeta como bueno y leal ami-
go. Hasta aquí, lo que sus admiradores han hecho<br />
para perpetuar la memoria del que se llamó en el<br />
mundo Gustavo Adolfo Bécquer.<br />
Hablemos de él.<br />
Toda mi vida de poeta, todos los delirios,<br />
esperanzas, propósitos y realidades de mi juventud<br />
han quedado sin diálogo con su último suspiro. Al<br />
extender la muerte su fría mano sobre aquella cabeza<br />
juvenil, inteligente y soñadora, mató un mundo<br />
de magníficas creaciones, de gigantescos planes,<br />
cuyo pálido reflejo son las obras que contiene este<br />
libro. Todo su afán era conseguir un año de descanso<br />
en la continuada carrera de sus desgracias.<br />
Pobre de fortuna y pobre de vida, ni la suerte le<br />
brindó nunca un momento de tranquilo bienestar, ni<br />
su propia materia la vigorosa energía de la salud.<br />
Cada escrito suyo representa o una necesidad material<br />
o el pago de una receta. Las estrecheces del<br />
vivir y la vecindad de la muerte fueron el círculo de<br />
hierro en que aquel alma fecunda y elevada tuvo<br />
que estar aprisionada toda su vida. Antes de morir,<br />
sospechó que a la tumba bajaría con él y como él,<br />
inerte y sin vida, el magnífico legado de sus imaginaciones<br />
y fantasías, y entonces se propuso reunirlo<br />
en un libro. La muerte anduvo más deprisa, y sólo
pudo escribir la introducción con que van encabezados<br />
sus escritos, las rimas y el fragmento titulado<br />
La Mujer de Piedra, que, además de revelar su poderosa<br />
inventiva, lleva el sello de su idoneidad y no<br />
común saber en las artes plásticas.<br />
Nació Bécquer en Sevilla el 17 de Febrero<br />
de 1836, siendo su padre el célebre pintor e inspirado<br />
intérprete de las costumbres sevillanas. A los<br />
cinco años de edad quedó huérfano de éste, empezando<br />
sus estudios de primeras letras en el colegio<br />
de San Antonio Abad, donde permaneció hasta los<br />
nueve años, en que entró en el colegio de San Telmo<br />
para estudiar la carrera de náutica. A los nueve<br />
años y medio viose huérfano de madre, y a los diez<br />
salió de dicho colegio por haberse suprimido. A tal<br />
edad encargose de Gustavo su madrina de bautismo,<br />
persona regularmente acomodada, sin hijos ni<br />
parientes, por cuya razón le hubiera dejado sus<br />
bienes, a no haber él renunciado a todo por venir a<br />
Madrid a los diez y siete años y medio, con el objeto<br />
de conquistar gloria y fortuna. ¡Como si en el campo<br />
de las letras se hubiera nunca conquistado en España<br />
ambas cosas! Quería su madrina hacer de él<br />
un honrado comerciante; pero aquel niño, que había<br />
aprendido a dibujar al mismo tiempo que a escribir,<br />
cuya desmedida afición a la lectura le hacía encon-
trar horizontes más anchos que el de la teneduría<br />
de libros, y que jamás pudo sumar de memoria, sólo<br />
encontraba aplausos para sus primeras poesías, lo<br />
cual le decidió a vivir de su trabajo, armonizándolo<br />
con la independencia de su carácter, y a venir a<br />
Madrid, como lo verificó el año 54, sin más elementos<br />
que lo necesario para el viaje. Corría el año 56,<br />
y entonces llegué también a buscar lo mismo que<br />
Gustavo, con quien en los primeros pasos me encontré<br />
en el terreno de las letras. Mi carácter alegre<br />
y mi salud robusta fueron acogidos con simpatía por<br />
el soñador enfermizo, y casi niños, se unieron nuestras<br />
dos almas y nuestras dos vidas. Prolijo sería<br />
enumerar las peripecias de la suya, monótona en<br />
desdichas. El año 57 se vio acometido de una horrible<br />
enfermedad, y para atender a ella y rebuscando<br />
entre sus papeles, hallé El Caudillo de las manos<br />
rojas, tradición india, que se publicó en La Crónica,<br />
siendo reproducida, con la singularidad de creerse<br />
que el título de tradición era una errata de imprenta;<br />
pues todos los que la insertaron en España o copiaron<br />
en el Extranjero, la bautizaron con el nombre de<br />
traducción india. ¡Tan concienzudamente había sido<br />
hecho el trabajo!<br />
Compadecido un amigo de sus escaseces,<br />
buscole un empleo modesto, y juntos entramos a
servir al Estado en la Dirección de Bienes Nacionales,<br />
con tres mil reales de sueldo y con la categoría<br />
de escribientes fuera de plantilla. Cito este detalle,<br />
porque la cesantía de Gustavo en aquel destino<br />
forma un rasgo descriptivo de su carácter soñador y<br />
distraído.<br />
Tratose de hacer un arreglo en la oficina, y<br />
el Director quiso por sí mismo averiguar la idoneidad<br />
y el número de los empleados, visitando para<br />
ello todos los departamentos.<br />
Gustavo, entre minuta y minuta que copiaba,<br />
o bien leía alguna escena de Shakespeare, o<br />
bien la dibujaba con la pluma, y, en el momento en<br />
que el Director entró en su negociado, hallábase él<br />
entregado a sus lucubraciones. Como sus dibujos<br />
eran admirables, ya se habían hecho casos de<br />
atención para todos, que se disputaban el poseerlos,<br />
aguardando a que los concluyera, mientras<br />
seguían con la vista aquella mano segura y firme,<br />
que sabía con cuatro rasgos de pluma hacer figuras<br />
tan bien acabadas. El Director se unió al grupo, y<br />
después de observar atentamente aquel tan raro<br />
expediente en una oficina de Bienes Nacionales,<br />
preguntó a Gustavo, que seguía dibujando:<br />
-Y ¿qué es eso?
Gustavo, sin volverse y señalando sus muñecos,<br />
respondió:<br />
-¡Psch!... ¡Ésta es Ofelia, que va deshojando<br />
su corona! Este tío es un sepulturero... Más<br />
allá...<br />
En esto observó Gustavo que todo el mundo<br />
se había puesto de pie y que el silencio era general.<br />
Volvió lentamente el rostro, y...<br />
-¡Aquí tiene usted uno que sobra! -exclamó<br />
el Director.<br />
Efectivamente Gustavo fue declarado cesante<br />
en el mismo día.<br />
Excuso decir que él se puso muy alegre;<br />
pues aquel alma delicada, a pesar de la repugnancia<br />
que le inspiraba el destino, lo aceptó por no<br />
hacer un desaire al amigo que se lo había proporcionado.<br />
Habíase propuesto Gustavo no mezclarse<br />
en política y vivir sólo de sus artículos literarios,<br />
cosa imposible en España, por lo escaso de la retribución<br />
y lo raro de la demanda; así es que tuvo que<br />
alternar los escritos con otros trabajos. De este<br />
género son las pinturas al fresco que deben de exis-
tir en el palacio de los señores maqueses de Remisa,<br />
cosa que ignorará el propietario, pues encargó<br />
la obra a un pintor de adorno, que, no sabiendo<br />
pintar las figuras, dio un jornal por ellas a Gustavo.<br />
Fundose después El Contemporáneo, y al<br />
brindarme con una plaza en su redacción el fundador<br />
y mi amigo D. José Luis Albareda, conseguí que<br />
también entrase a formar parte de ella el autor de<br />
este libro. Entonces escribió la mayor parte de sus<br />
leyendas y las Cartas desde mi celda, que causaron<br />
admiración grande en los círculos literarios de España.<br />
Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera<br />
de su alma en medio del arte, no existía la política<br />
de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles.<br />
Su corazón de artista, amamantado en la<br />
insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado<br />
entre catedrales góticas, calados ajimeces y vidrios<br />
de colores, vivía a sus anchas en el campo de la<br />
tradición; y encontrándose a gusto en una civilización<br />
completa, como lo fue la de la Edad Media, sus<br />
ideas artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante<br />
le hacían mirar con predilección marcada todo lo<br />
aristocrático e histórico, sin que por esto se negara<br />
su clara inteligencia a reconocer lo prodigioso de la
época en que vivía. Indolente, además, para las<br />
cosas pequeñas, y siendo los partidos de su país<br />
una de estas cosas, figuró en aquél donde tenía<br />
más amigos y en que más le hablaban de cuadros,<br />
de poesías, de catedrales, de reyes y de nobles.<br />
Incapaz de odios, no puso sus envidiables condiciones<br />
de escritor a servicio de la ira, que, a haberlo<br />
hecho más positivas hubieran sido sus ventajas y<br />
más doradas las cintas de su ataúd. No estando<br />
destinado, por lo dulce de su temperamento, a causar<br />
el terror de nadie, ni apto su carácter noble para<br />
la adulación o la asiduidad del servilismo, condiciones<br />
que sustituyen con ventaja y provecho propio a<br />
la acometividad y energía. Gustavo no podía hacer<br />
gran papel entre las revueltas, distingos, escándalos,<br />
exhibiciones y favoritismos de los que, salvando<br />
rarísimos ejemplos, forman la mayoría de los afortunados<br />
en política, con relación a los bienes materiales;<br />
y hecho fiscal de novelas, desempeñó su<br />
destino lo mejor que pudo, haciendo dimisión tan<br />
luego como cayó del poder la persona que había<br />
firmado su nombramiento, el excelentísimo Sr. D.<br />
Luis González Bravo, artista como pocos y apreciador<br />
sincero y leal del mérito de Gustavo.<br />
El año 62, su hermano Valeriano, célebre ya<br />
en Sevilla por sus producciones pictóricas, vino a
eunirse y a vivir con él, como en los años de su<br />
niñez trabajosa. Después de graves disgustos<br />
domésticos que ambos experimentaron, cesante el<br />
poeta, el pintor sin la pensión, que devolvía en<br />
magníficos cuadros de costumbres al Ministerio de<br />
Fomento, la muerte comenzó a prepararles un recibimiento<br />
tan ingrato y oscuro como el que tuvieron<br />
en los primeros pasos de su vida. Volvieron los<br />
ímprobos trabajos de los primeros días, el malestar<br />
de la hora presente, la cruel incertidumbre de lo<br />
cercano; pero la desdicha tenía que habérselas con<br />
veteranos de sus rigores. Ambos hermanos unieron<br />
sus esfuerzos, y mientras el uno dibujaba admirablemente<br />
maderas para Gaspar y Roig o La Ilustración<br />
de Madrid, el otro traducía novelas insulsas o<br />
escribía artículos originales, como el de Las hojas<br />
secas, contentos con vivir juntos llevar pan a sus<br />
tiernos hijos, hablando el pintor de sus futuros cuadros,<br />
para cuando tuviera lienzos, y el poeta de sus<br />
grandiosas concepciones, para verlas realizadas<br />
cuando la perentoria necesidad del día no fuese<br />
precipitado final de sus ensueños.<br />
Una de las formas que más complacen a la<br />
Desgracia, entre el sinnúmero de sus horribles disfraces,<br />
es la de la Felicidad. Como el tigre con su<br />
presa, parece jugar con sus víctimas; y cuando el
golpear de sus fatales hábitos ha embotado las<br />
sensaciones, semeja abandonar a los que atormenta,<br />
y siempre acechando, deja que se olviden de<br />
ella, permite que el bienestar se introduzca temeroso<br />
aún en su morada, que los sueños color de rosa<br />
acaricien tímidas fantasías; y cuando ya el mortal,<br />
objeto de sus odios, creese libre de sus ultrajes,<br />
tiende de pronto su garra certera y pone fin con un<br />
tormento inesperado e irremediable a todas las<br />
agonías, helando en los labios la sonrisa de aquellos<br />
que ya empezaban a regocijarse con su huida.<br />
Esto aconteció en la morada de los hermanos<br />
Bécquer. Cuando ya habían conseguido unificando<br />
esfuerzos, organizar modesta manera de<br />
vivir; cuando un porvenir artístico e independiente<br />
les sonreía; cuando el trabajo comenzaba a ser en<br />
aquella casa de sosiego del precavido y no la precipitación<br />
del destajista; cuando ya se podía retratar a<br />
un amigo por obsequio y escribir una oda por entusiasmo,<br />
la muerte de Valeriano tiñó de luto el alma<br />
de sus amigos y contaminó con su frío el corazón<br />
de Gustavo, siéndole tanto más sensible el golpe,<br />
cuanto más refractario era aquel espíritu ideal a la<br />
seca verdad del no ser.
Herida sin cura aquel alma fuerte, pronto<br />
había de destruirse la débil materia que, a duras<br />
penas la había contenido. El 23 de Septiembre del<br />
año 70 dejó de existir Valeriano. El 22 de Diciembre<br />
del mismo año exhaló Gustavo su último suspiro.<br />
¡Extraña enfermedad y extraña manera de<br />
morir fue aquélla! Sin ningún síntoma preciso, lo<br />
que se diagnosticó pulmonía, convirtiose en hepatitis,<br />
tornándose a juicio de otros en pericarditis; y<br />
entre tanto el enfermo, con su cabeza siempre firme<br />
y con su ingénita bondad, seguía prestándose a<br />
todas las experiencias, aceptando todos los medicamentos<br />
y muriéndose poco a poco.<br />
Llegó por fin el fatal instante, y pronunciando<br />
claramente sus labios trémulos las palabras<br />
¡TODO MORTAL!... voló a su Creador aquel alma<br />
buena y pura, dotada de tan no comunes facultades<br />
artísticas, que yo, pudiendo apreciar por el continuado<br />
trato las mayores capacidades literarias de<br />
mi época, no vacilo en asegurar que ninguna he<br />
visto dotada a un tiempo de tantas condiciones<br />
creadoras, unidas a un gusto tan exquisito y elevado.<br />
Aunque, como se verá después en el rápido<br />
examen que de sus obras haga, deja impreso en
ellas lo bastante el carácter del genio para que se le<br />
señale un puesto entre nuestros escritores y poetas,<br />
los que le conocíamos admirábamos a Gustavo,<br />
más por lo que esperábamos de él que por lo que<br />
había hecho. Puede decirse que todo lo que concibió<br />
está escrito al volar de la pluma, sin recogimiento<br />
previo de las facultades intelectuales, y entre la<br />
algazara de redacciones de periódicos o bajo el<br />
influjo de premiosos instantes. Esto mismo, que ve<br />
la luz pública tal cual lo hemos hallado, no pensaba<br />
él publicarlo sin corregirlo antes cuidadosamente,<br />
porque lo había escrito deprisa y como para que no<br />
se le olvidasen asuntos e ideas que no le parecían<br />
malos.<br />
En cada punto de España que había visitado<br />
durante su vida artística, había levantado su<br />
fantasía poderosa, unida a su nada común saber,<br />
un mundo de tradiciones y de historia, sólo con ver<br />
brillar el bordado manto de santa imagen, o leyendo<br />
apenas una inscripción borrosa en oscuro rincón de<br />
arruinada abadía. Esto explica su estancia en el<br />
monasterio de Veruela, sus correrías por las provincias<br />
de Ávila y de Soria, y las idas y venidas a Toledo,<br />
donde vivió un año, y en donde estuvo tres días<br />
veinte antes de morir. Para él Toledo era sitio adorado<br />
de su inspiración; y la primera vez que con su
hermano fue a visitarle, ocurrioles un suceso por<br />
demás extraño.<br />
Una magnífica noche de luna decidieron<br />
ambos artistas contemplar su querida ciudad, bañada<br />
por la fantástica luz del tibio astro. Armado el<br />
pintor de lápices y el poeta-arquitecto de recuerdos,<br />
abandonaron la vetusta corte, y sobre arruinado<br />
muro entregáronse horas enteras a su charla artística,<br />
que puede el lector apreciar cuán interesante e<br />
instructiva sería leyendo los artículos sobre el Arte<br />
árabe en Toledo, La basílica de Santa Leocadia y<br />
La historia de San Juan de los Reyes, hecha por<br />
Gustavo en la magnífica obra que con el título de<br />
Historia de los Templos de España, comenzó a<br />
publicarse en Madrid por los años 57 y 58, bajo su<br />
dirección y propiedad; obra grandiosa, imaginada<br />
por él, y que, a haberse continuado, sería la mejor y<br />
más a propósito para hacer la crónica filosófica,<br />
artística y política de nuestra patria.<br />
Hallábanse departiendo los hermanos,<br />
cuando acercose una pareja de Guardias civiles,<br />
que por aquellos días, sin duda, andaban a caza de<br />
malhechores vecinos. Algo oyeron de ábsides, de<br />
pechinas, de ojivas y otros términos a la cual más<br />
sospechosos y enrevesados, unido a disertaciones
sobre el género plateresco de Berruguete y Juan<br />
Gúas, sobre el artificio de Juanelo, etc., y examinando<br />
el desaliño de los que tal hablaban, sus barbas<br />
luengas, sus exaltados modales, lo entrado de<br />
la hora, la soledad de aquellos lugares, y obedeciendo,<br />
sobre todo, a esa axiomática seguridad que<br />
tiene la policía de España para engañarse, dieron<br />
airados sobre aquellos pajarracos nocturnos, y a<br />
pesar de protestas y de no escuchadas explicaciones,<br />
fueron éstos a continuar sus escarceos artísticos<br />
a la dudosa y horripilante luz de un calabozo de<br />
la cárcel de Toledo. También el gobernador debía<br />
aguardar por aquellas cercanías la visita de temidos<br />
conspiradores, cuando, al amanecer, los delincuentes<br />
honrados continuaban en su mazmorra.<br />
Supimos todo esto en la redacción de El<br />
Contemporáneo, al recibir una carta explicatoria de<br />
Gustavo; toda llena de dibujos representando los<br />
detalles de la pasión y muerte probable de ambos<br />
justos. La redacción en masa escribió a los equivocados<br />
carceleros, y, por fin, vimos entrar sanos y<br />
salvos los presos parodiando ante nosotros con<br />
palabras y lápices las famosas prisiones de Silvio<br />
Pellico. ¿Quién en aquellos ojos brillantes, risas<br />
estripitosas y sorprendentes facilidades para todo lo
que era expresión de cualquier arte, hubiera podido<br />
predecir estéril e inoportuna muerte?<br />
Tal fue la vida de Gustavo. Diré algo sobre<br />
sus costumbres y carácter antes de hablar del escritor,<br />
porque esto que llamaré prólogo va haciéndose<br />
pesado, aunque los lectores buenos me lo dispensarán.<br />
Paréceme al escribirlo que estoy hablando<br />
con algo suyo; que al estampar cada frase en su<br />
alabanza, su infantil modestia se subleva, y que a<br />
cada error de estilo o grosería de lenguaje míos,<br />
sus nervios artísticos se crispan y su voz cariñosa<br />
me riñe, como otras veces, por mis innumerables<br />
descuidos y mi prisa en entregarme a la pereza.<br />
Gustavo era un ángel. Hay dos escritores a<br />
quienes en la vida he oído hablar mal de nadie. El<br />
uno era Bécquer, el otro es Miguel de los Santos<br />
Álvarez. Si a alguien se satirizaba injustamente, él<br />
lo defendía con poderosos argumentos; si la crítica<br />
era justa, un aluvión de lenitivos, un apurado golpe<br />
de candoroso ingenio o una frase compasiva y dulce<br />
cubría con un manto de espontánea caridad al<br />
destrozado ausente. Alguna vez escribió críticas. No<br />
hemos querido insertarlas; pues, cuando cumpliendo<br />
alguna misión las hacía de encargo, a cada línea<br />
protestaba de lo que censurando iba, y era de ver
su apuro, colocado entre el sacerdocio de la verdad<br />
y del arte, y la mansedumbre de su buen corazón.<br />
Si desde el cielo, en que de seguro habita, pues no<br />
es dado hallar infierno en otra vida al que en la tierra<br />
le tuvo, tiende los ojos sobre este libro, sólo<br />
hallará en él lo que escribió sin remordimientos de<br />
su bondad.<br />
La fecundidad e inventiva de Gustavo eran<br />
prodigiosas, y puede decirse que esto perjudicó a la<br />
importancia de sus escritos. Su manera de concebir<br />
no era embrionaria, sino clara, metódica y precisa,<br />
tanto, que a sus imaginaciones sólo faltaba un taquígrafo;<br />
pero encariñado con ellas y no queriéndolas<br />
escribir con la precipitación del oficio, sino con el<br />
reposo del artista, íbalas dejando para cuando pudiera<br />
conseguirlo.<br />
A fin de poseer el sustento, escribió mucho<br />
y en géneros diferentes, como zarzuelas, traducciones,<br />
artículos políticos y de crítica, un tomo sobre<br />
Los Templos de España, y tenía meditadas y bosquejadas,<br />
a la manera que antes he dicho, multitud<br />
de obras, cuyos títulos sólo revelan facultades extraordinarias.<br />
Para el teatro tenía concebidas, sin que faltara<br />
el más pequeño detalle, las obras siguientes: El
cuarto poder, comedia. -Los hermanos del dolor,<br />
drama. -El duelo, comedia. -El ridículo, drama. -<br />
Marta, poema dramático; -¡Humo!, ídem.<br />
Entre las novelas encuentro en sus apuntes<br />
los títulos que siguen: Vivir o no vivir. -El último valiente<br />
y El último cantador, de costumbres andaluzas.<br />
-Herrera. -Crepúsculos. -La conquista de Sevilla.<br />
En fantasías y caprichos, los que siguen: El<br />
rapto de Ganimedes, bufonada. -La vida de los<br />
muertos, leyenda fantástica. -La Diana india, estudio<br />
de la América. -La amante del sol, estudio griego. -<br />
La Bayadera, estudio indio. -Luz y nieve, estudio de<br />
las regiones polares.<br />
Tenía perfectamente ideadas las siguientes<br />
leyendas toledanas: El Cristo de la Vega, pintando<br />
un judío. -La fe salva. -La fundadora de conventos. -<br />
El hombre de palo, estudio sobre Juanelo. -La casa<br />
de Padilla, ocurrido sobre el solar abandonado. -La<br />
salve. -Los ángeles músicos. -La locura del genio,<br />
estudio sobre el Greco. -La lepra de la infancia,<br />
estudio sobre el Condestable de Borbón.
Lo primero que pensaba escribir a conciencia,<br />
según decía, era un poema en cuatro cantos,<br />
titulado Las estaciones.<br />
Además tenía proyectadas y hasta versos<br />
hechos, de las siguientes poesías, que cada una<br />
había de formar un libro, a saber: La oración de los<br />
reyes. -Los mártires del genio, poemas sobre los<br />
dolores de los hombres famosos. -Las tumbas, obra<br />
artística y poética; meditaciones sobre las sepulturas<br />
célebres. -Un mundo, poema sobre el descubrimiento<br />
de las Américas; y otros títulos y otros planes<br />
que la muerte ha encerrado con él en la tumba<br />
y cuya historia se haya escrita brevemente en el<br />
magnífico prólogo, original suyo, que a éste mío<br />
sigue, donde se hallan indicados la sospecha de su<br />
muerte y el martirio que tantas creaciones, a las que<br />
sólo faltaba un poco de actividad sosegada para ser<br />
reales, causaban en aquel cerebro tan potente y<br />
seguro.<br />
Todas las obras que contienen estos tomos<br />
han sido escritas, como ya he dicho, sin tomarse<br />
más tiempo para idearlas, que aquel que tardaba en<br />
dibujar con la pluma lo que había de describir o ser<br />
objeto de su inspiración; y era de ver los primores<br />
de sus cuartillas, festoneadas de torreones ruino-
sos, mujeres ideales, guerreros, tumbas, paisajes,<br />
esqueletos, arcos, guirnaldas y flores. Rara era la<br />
carta que salía de su mano sin ir llena de copias de<br />
lo que veía o caricaturas admirables sobre lo que<br />
narraba.<br />
Ni de su triste vida, ni de sus dolores físicos,<br />
quejábase nunca ni maldecía jamás. Mudo cuando<br />
era desgraciado, sólo tenía voz para expresar un<br />
momento de alegría. Cuando refería contrarios sucesos<br />
de su vida, lo hacía entre burlas o poetizando<br />
alegre y simpáticamente la desgracia. Así es que<br />
cuando leí sus Rimas me afectaron profundamente.<br />
La única vez que exhalaba quejas lo hacía en verso,<br />
y era que en aquella naturaleza artística, hasta el<br />
grito del dolor había de escucharse sin vulgaridad, y<br />
semejante a los gladiadores antiguos que dejaban<br />
caer con gracia el moribundo cuerpo, él no dejaba<br />
ver su lacerado espíritu, sino envuelto entre las<br />
elegantes formas del plasticismo sevillano, pura y<br />
rígida escuela a que sólo ha faltado ser más subjetiva<br />
y franca para ser perfecta.<br />
Tal era el hombre. Ocupémonos por fin del<br />
escritor y del poeta.<br />
Llegado a este punto, preciso es que abandone<br />
el alto criterio que las deslumbradoras faculta-
des de Gustavo y la especialidad de su trato habían<br />
engendrado en mis juicios, para examinar el conjunto<br />
de obras que nos lega; las cuales, a pesar de no<br />
ser aquellas en que yo fundaba mi segura confianza,<br />
forman, sin embargo, un conjunto que basta a<br />
dar idea fija de su importancia en el terreno de<br />
nuestra literatura.<br />
Sin entrar todavía en el campo de las relaciones,<br />
basta abrir esta obra por cualquiera de sus<br />
páginas para sentir en el mismo instante el ánimo<br />
agradablemente sorprendido, encontrándole fuera<br />
de esa atmósfera de lo vulgar, que tantos se afanan<br />
por romper, domeñando, sobre todo en España, la<br />
dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y analítico<br />
del sentir moderno. Aunque Gustavo, cuando<br />
escribía en reposo, jamás olvidaba que su cuna<br />
literaria se había mecido en la patria de Herrera,<br />
Rioja, Mármol y Lista, como quiera que es un escritor<br />
eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse<br />
en el análisis para su crítica la forma y la idea,<br />
dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando,<br />
obedeciendo la otra. En el fondo de sus escritos<br />
hay lo que podría llamarse realismo ideal, único<br />
realismo posible en artes, si no han de ser mera<br />
imitación de la naturaleza o anacronismo literario y<br />
han de llevar el sello de algo, creado por el artista.
Sorprende a veces su semejanza con ciertos autores<br />
alemanes, a quienes no había leído hasta hace<br />
muy poco, y a los que se parece, porque sus producciones<br />
están pensadas y escritas con la razón y<br />
la imaginación, que son en aquéllos inseparables y<br />
como dos buenas hermanas entre las que no hay<br />
secretos ni odios, reinando siempre armonía inalterable,<br />
producto del largo uso de la libertad de conciencia.<br />
Vese en Gustavo dominar siempre la idea a<br />
la forma, por más que ésta sea brillante y riquísima<br />
y oculte en apariencia a aquélla primorosamente;<br />
pues artista verdadero, es decir, hombre de sentimiento<br />
que atisba y oye repetirse dentro de su ser<br />
en mil ecos cualquier sensación externa, sabe permanecer<br />
siempre dentro del arte, o sease de lo<br />
bello, de lo bueno, de lo simpático, de lo sublime<br />
que casi todos fantaseamos aunque necesitemos<br />
las más de las veces que alguien, el genio, nos lo<br />
enseñe y explique para comprenderlo y precisarlo.<br />
Como todos los autores de estima, es Gustavo revolucionario,<br />
es decir, innovador y creador, amante<br />
de la verdad. En sus escritos tiende más a conmover<br />
que a enseñar; porque el tiempo y la razón a él<br />
y a aquéllos han demostrado que despertar los sentimientos<br />
que duermen en el fondo del alma es dar<br />
a los hombres la mejor enseñanza, llevándolos por
el camino de lo bello (en cualquier sentimiento fingido<br />
no hay belleza), a cuyo término está la única<br />
moral, la moral subjetiva, por decirlo así, la que se<br />
desprende de todas las sensaciones que han agitado<br />
una vida. Todo hombre que siente, esto es, que<br />
puede conmoverse profundamente, está en vías de<br />
perfeccionarse y de llegar a la verdadera moral; la<br />
moral, que a mi juicio es la vida de la idea, la Oda<br />
del cuerpo y del alma que viven en paz y armonía.<br />
Sí: Gustavo es revolucionario; porque, como<br />
los pocos que en las letras se distinguen por su<br />
originalidad y verdadero mérito, antes que escritor<br />
es artista, y por eso siente lo que dice mucho más<br />
de lo que expresa, sabiendo hacerlo sentir a los<br />
demás. Es revolucionario, como los alemanes, pero<br />
no por imitación, sino dentro de la espontaneidad y<br />
del arte cuyos límites, por muy dilatados que sean,<br />
no se pueden traspasar impunemente, aunque sí<br />
ensancharlos, siempre que la imaginación y la<br />
razón, la idea y la forma vayan unidas, sin separarse<br />
un ápice una de otra. He aquí por qué se parece<br />
a los alemanes, porque llega a esos límites, y sabe<br />
y tiene poder para agrandarlos, lo cual consiguen<br />
muy pocos. Sus leyendas, que pueden competir con<br />
los cuentos ds Hoffmann y de Grimm, y con las<br />
baladas de Rückert y de Uhland, por muy fantásti-
cas que sean, por muy imaginarias que parezcan,<br />
entrañan siempre un fondo tal de verdad, una idea<br />
tan real, que en medio de su forma y contextura<br />
extraordinarias, aparece espontáneamente un<br />
hecho que ha sucedido o puede suceder sin dificultad<br />
alguna, a poco que se analicen la situación de<br />
los personajes, el tiempo en que se agitan o las<br />
circunstancias que les rodean. No son una idea<br />
filosófica que oculta tal o cual cosa y que quiere<br />
decir esto o lo otro; no: contienen una realidad que,<br />
para grabarse más profundamente en el corazón,<br />
hiere primero la fantasía con deslumbradoras apariencias,<br />
y, disipadas éstas, queda espontánea,<br />
fuerte y erguida. De la verdad ha de brotar la filosofía,<br />
y no de ésta ha de resultar aquélla. Tal sucede<br />
en las leyendas, en los artículos y, sobre todo, en<br />
sus magníficas Cartas, modelos de buen decir, verdaderas<br />
obras maestras de fecundia y de lenguaje.<br />
El rayo de luna, Los ojos verdes, ¿qué son sino<br />
cuadros fantásticos en que tal vez la locura de un<br />
hombre hace brillar una idea para todos real y visible?<br />
Aquel contorno de mujer que dibuja la luna, al<br />
atravesar las inquietas ramas de los árboles; aquel<br />
hada de ojos verdes que habita en el fondo del lago<br />
¿qué representan sino la mujer ideal, pura, que<br />
inspira el amor de los amores, el amor que todo
corazón noble desea y siente, amor interno, duradero,<br />
que jamás se encuentra en la tierra? ¿Qué significa<br />
aquel Miserere magnífico de las montañas, que<br />
va a escuchar un músico extraño, y al que pone<br />
notas tan extrañas como él, sino ese anhelar del<br />
artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación<br />
eterna por hallar digno ropaje, línea<br />
precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota<br />
adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos<br />
brillantes de su fantasía? ¿Qué nos enseña aquel<br />
viejo Órgano de Maese Pérez, que nadie puede<br />
hacer sonar delante de Dios y del mundo, a no ser<br />
su propio espíritu, sino la imposibilidad de las escuelas,<br />
ese arte de las serviles imitaciones, en que<br />
no deben suceder falsos Rafaeles, Ticianos y<br />
Velázquez a los que así se llamaron en la tierra, a<br />
menos que Dios no haga el milagro de permitir bajar<br />
del cielo el ánima que le entregaron con el último<br />
estertor de la agonía?<br />
Y si, teniendo presente que se publican sus<br />
obras después de muerto el autor y sin la menor<br />
enmienda, examinamos el estilo, la propiedad, el<br />
profundo conocimiento de épocas lejanas y de costumbres<br />
ya idas, no podremos menos de admirar<br />
consorcio tan sorprendente entre la espontaneidad<br />
y el estudio, entre lo fantástico y lo real.
Otra de las particularidades de Gustavo, la<br />
más esencial a mi juicio, la que más claramente<br />
revela su genio noble y elevado, es que personalmente<br />
siente y manifiesta sus particulares sensaciones,<br />
resultando, y así debe de ser, que aquéllas<br />
son comprensibles para todos, porque las experimenta<br />
ni más ni menos que como cualquier otro, si<br />
bien revela la manera de percibirlas bajo una forma<br />
poética, a fin de despertar esos mismos sentimientos<br />
en los demás. Sus pasiones, sus alegrías, sus<br />
aspiraciones, sus dolores, sus esperanzas sus desengaños,<br />
son espontáneos, e ingenuos, y semejantes<br />
a los que lleva en sí todo corazón, por insensible<br />
que sea. Esta particularidad se revela en sus poesías<br />
con más fuerza que en sus otros escritos. No<br />
finge nunca, dándole proporciones estéticas que al<br />
pronto la hacen parecer grande, una pasión exagerada;<br />
atento siempre a la verdad dentro del arte,<br />
habla según siente, y teniendo el don de sentir lo<br />
que impresiona a la colectividad, don tan sólo concedido<br />
al genio, apodérase de todos los corazones,<br />
que admíranse de ver a otro sorprender sus secretos<br />
y decir cuanto les conmueve, impresión que<br />
cada cual creía exclusivamente suya.<br />
¿Por qué esta poesía subjetiva ha brillado<br />
tan poco en España, y cuando tal ha sucedido se ha
verificado dentro de una excepción del sentimiento<br />
humano?<br />
No creo tanto en la influencia de las razas<br />
como en la de las religiones, que, generando las<br />
costumbres, preparan una política, una literatura, un<br />
arte general dados, los cuales llegan a ser medios<br />
en que se desarrollan fatalmente las inteligencias.<br />
Asombra contemplar lo que pudo ser la nación<br />
española inmediatamente después de la conquista<br />
de Granada y al advenimiento de Carlos V.<br />
Era tanto el empuje de la anterior civilización, nacida<br />
entre la fe y la guerra, entre el amor y el odio,<br />
que puede afirmarse la imposibilidad de encontrar,<br />
en igual período de tiempo y circunstancias, pueblo<br />
que hubiese adelantado más terreno en ciencias y<br />
en artes.<br />
Aparece primero la poesía anónima y heroica;<br />
inmediatamente la mística y didáctica, de Berceo<br />
y Alonso el Sabio, con la cual la prosa castellana,<br />
abandonando su hermosa cuna del Lacio, declárase<br />
libre de la anterior tutela, hermoseada y rejuvenecida<br />
por la literatura provenzal y arábiga. El<br />
pueblo que antes que ningún otro de Europa adquiría<br />
derechos y municipios, creó una forma exclusivamente<br />
suya, cantando la gloria de sus héroes, la
eligión que le animaba y el amor que le enardecía,<br />
en un metro que no tiene semejante en otro idioma.<br />
El príncipe Juan Manuel burlábase de las<br />
pretensiones de los frailes y de la alquimia de su tío<br />
Alonso el Sabio; el arcipreste de Hita dejábase inspirar,<br />
ya por Epicuro, ya por Cristo; la Danza de la<br />
Muerte rivalizaba con todas las composiciones de<br />
su género en tétrica fantasía, y Pedro López de<br />
Ayala llevaba a la poesía la política.<br />
El arte subjetivo, aunque materialista, de la<br />
literatura árabe, encontraba eco en Jorge Manrique;<br />
los libros de caballerías no agotaban riquísimas<br />
imaginaciones, y las crónicas y los crepúsculos del<br />
teatro, y la arquitectura y las ciencias, y el ingenio<br />
humano en todas sus manifestaciones, con un<br />
carácter eminentemente nacional, recibían, entre la<br />
tolerancia de cultos y las libertades de los pueblos,<br />
el influjo de todo lo bello, de todo lo grande y de<br />
todo lo útil.<br />
La poesía subjetiva no había brotado aún,<br />
porque no era tiempo, pues ocupados los poetas en<br />
ensalzar a sus héroes, en adorar a sus santos, aliados<br />
fieles en guerras contra agarenos, y en reconquistar<br />
para la religión y la patria antiguas el terreno<br />
arrebatado, no habían abandonado todavía el cam-
po de batalla, la plática en la asediada tienda de<br />
combate, ni el rezo a favor de la victoria entre las<br />
arcadas del templo, para sustituir el mundo exterior,<br />
que les embargaba, con la contemplación de sí<br />
mismos, al contacto de una sociedad tranquila y<br />
adecuada a la reflexión y al examen.<br />
Llegó por fin el momento de reposo; y como<br />
si la Providencia, que vela por el equilibrio de las<br />
leyes materiales, temiese que tanta fuerza moral<br />
acumulada desnivelase el mundo, abrió las playas<br />
apartadas, con objeto de librar a Europa de la peligrosa<br />
energía de los españoles, y sentó en su trono<br />
un rey, emperador de lejanos países, precediéndole<br />
en el gobierno un monje de carácter tan elevado y<br />
firme, como hábil y fanático.<br />
Al mismo tiempo que las Américas se descubrían,<br />
la Inquisición, oponiéndose a la reforma y<br />
consiguiendo brillantemente alejarla de España,<br />
comenzó a pesar sobre todas las inteligencias, y sin<br />
su permiso, ni podía la fantasía crear, ni inquirir el<br />
alma humana.<br />
Sintiose el hombre posesor de un espíritu<br />
peligroso, y apartando la vista de este enemigo<br />
interno, que podía rodear su cuerpo de las horribles<br />
llamas del Santo Oficio, suprimió su personalidad en
todas las concepciones de su inteligencia, y semejante<br />
a tímidas aves que vuelan rastreando o se<br />
pierden tras las nubes, la hipocresía de la forma<br />
ocultó los sentimientos, o el misticismo fue el espacio<br />
a que se remontó sereno el espíritu, sin que por<br />
ello lograra escapar a persecuciones inesperadas:<br />
Todos los escritores y poetas subjetivos<br />
castellanos, Santa Teresa, Fr. Luis de León, San<br />
Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada,<br />
a pesar de haber sido después canonizados, tuvieron<br />
que humillar sus puras frentes y anublar sus<br />
radiantes inteligencias ante las negras sotanas de<br />
los inquisidores.<br />
Si esto pasaba a los que eran poeta-santos,<br />
¿qué suplicio no hubiera encontrado el simple poeta<br />
terrenal, exponiendo su alma desnuda a la zarpa de<br />
la Inquisición o al anatema de los conventos?<br />
Derruida, por otra parte, la estructura nacional<br />
política en los campos de Villalar, la forma tradicional<br />
poética y artística perturbose también con<br />
influencias extrañas; pero era tal el empuje recibido<br />
y tan peculiar y genérico nuestro carácter propio,<br />
que no bastaron a destruirle tan instantáneos y<br />
rápidos contratiempos.
Desapareció el análisis de la verdad, es<br />
cierto, en todo el territorio de España; pero no la<br />
fantasía ni la riquísima vena de los españoles.<br />
Perseguido el pensamiento, no murió entre<br />
las manos que le apretaban, sino que, amoldándose,<br />
como cuerpo fluido e impalpable, a la forma de<br />
la materia que le oprimía, se escapaba ufano por<br />
todas las aberturas.<br />
El poeta que amaba hacía responsables de<br />
sus delirios a pastores y héroes de la Mitología, y<br />
los grandes alientos, las dudas del alma, los placeres<br />
de la tierra encontraron hombres sin existencia<br />
real, mundo ficticio en que desarrollarse, dentro de<br />
nuestro inmortal teatro, donde parece que sus grandes<br />
genios se vengaron de la tiranía social que les<br />
oprimía, encerrando todos los preceptos bajo llave y<br />
creando con la anarquía dramática el moderno romanticismo,<br />
que no es más que la libertad de pensamiento<br />
en artes.<br />
Pero, entretanto, la poesía lírica, esencialmente<br />
subjetiva, desarrollábase dentro de los estrechos<br />
límites de la forma, acortando su vuelo a medida<br />
que se perfeccionaba, y manteniendo su existencia,<br />
bien invadiendo el teatro, bien ensalzando a
las veces triunfos compatibles con la religión y la<br />
patria.<br />
Sólo Rioja, ese gran genio de la escuela sevillana,<br />
abre su alma a la verdad, y en aquella<br />
magnífica turquesa de su estilo funde sus cantares,<br />
ya anonadando cortesanos aduladores, ya vertiendo<br />
lágrimas ante los estragos del tiempo, ya cantando<br />
las flores hermosas, tan puras como su alma, que<br />
se transparenta siempre a través de sus poesías.<br />
Pero no todos tenían la rigidez de su espíritu,<br />
y ya la forma había dado de sí cuanto pudiera.<br />
Los retruécanos, la mitología, los diferentes metros,<br />
los idiomas afines al castellano, todo se había agotado.<br />
No había más remedio que lanzarse en el<br />
terreno de la idea y de la verdad, cuya puerta vigilaba<br />
la Inquisición, o introducir la anarquía del despecho<br />
en el campo de las formas.<br />
Góngora, Luzbel de nuestra literatura, lanzando<br />
por la tradición del cielo de la libertad y queriendo<br />
progresar dentro de lo limitado y finito, introdujo<br />
el estilo culterano.<br />
La Inquisición mató la espontaneidad y el<br />
análisis. El orgullo quebró el cincelado vaso de obligados<br />
pensamientos.
Quedó únicamente la sátira, revoloteando<br />
ya alegre y licenciosa, ya altiva y soberbia, sobre la<br />
frente del profundo Quevedo, a quien no valió su<br />
astucia para pensar libremente en una mazmorra.<br />
Imperó la teocracia, y un idiota fue su última<br />
víctima y su ejemplar producto. No llegó a España<br />
la libertad del pensamiento; pero sí, con el nieto de<br />
Luis XIV, el principio de autoridad literario, y Moratín<br />
reglamentó de nuevo el arte, severamente conservado<br />
por la escuela sevillana.<br />
Tras la revolución francesa operose la revolución<br />
del mundo, y Quintana levantó su poderoso<br />
astro entre himnos a la libertad y severas justicias<br />
de los tiranos. Con la invasión volvió España a pelear<br />
para verse independiente, y una vez triunfante,<br />
no quiso volver a dormir el narcótico sueño de tres<br />
siglos. Las artes resucitaron, el teatro volvió a levantarse,<br />
y la poesía lírica, tan perfecta en la forma<br />
como en otros días, tuvo por sacerdotes de su culto<br />
hombres libres.<br />
Mientras Zorrilla nos refiere imperecederas<br />
tradiciones, Espronceda nos habla de sí mismo y<br />
del alma humana, y con él esa poesía subjetiva,<br />
producto de la libertad del pensamiento, toma<br />
carácter de naturaleza entre nosotros, demasiado
apegados aún a la admiración de tiempos que pasaron,<br />
hasta el punto de que hombres casi demagogos<br />
son perfectos reaccionarios en cuanto hablan<br />
en verso.<br />
No quiero por esto decir que la poesía lírica<br />
ha de ser política. ¡Líbreme Dios de verla por este<br />
camino! Pero cuando lo sea, debe representar su<br />
tiempo, como las obras que forman el glorioso catálogo<br />
de nuestro Parnaso.<br />
Creo haber probado lo bastante que, lejos<br />
de ser la poesía esencialmente subjetiva imitación<br />
de extranjeros líricos, es resultado natural de la<br />
moderna civilización, por lo cual comienza hoy a<br />
nacer en España, más atrasada en todo que otros<br />
países.<br />
A consecuencia de lo apuntado, y volviendo<br />
a ocuparme de las poesías de Bécquer, diré que,<br />
aunque hay un gran poeta alemán, Enrique Heine, a<br />
quien puede creerse ha imitado Gustavo, esto no es<br />
cierto, si bien entre ambos existe mucha semejanza.<br />
Heine, más independiente, es, sin embargo,<br />
menos artista que Gustavo, y el deseo de ser original<br />
lo arrastra a veces más allá de lo verdadero,<br />
siendo excéntrico y escéptico, no porque él real-
mente lo sea, sino porque cree singularizarse de<br />
este modo, sin notar que abandonando la verdad,<br />
huye del arte, que es la unidad, de la que nadie se<br />
separa impunemente. En su poema Germania, en<br />
su libro de Lázaro, hay pruebas de lo que digo, si<br />
bien, por fortuna, están escondidas entre multitud<br />
de bellezas de primer orden. Otro autor a quien<br />
Gustavo se asemeja es Alfred de Musset. Nada<br />
tiene de extraño, pues como él educose en el clasicismo.<br />
Sin embargo, es menos mundano y ardiente<br />
que el inspirado poeta de las Cuatro noches.<br />
Las rimas de Gustavo, en que a propósito<br />
parece huir de la ilusión del consonante y del metro,<br />
para no herir el ánimo del lector más que con la<br />
importancia de la idea, son, a mi ver, de un valor<br />
inapreciable en nuestra literatura.<br />
Generalmente las poesías son cortas, no<br />
por método o por imitación, sino porque para expresar<br />
cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan<br />
muchas palabras. Una reflexión, un dolor,<br />
una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente;<br />
pero se han de expresar con rapidez, si se quiere<br />
herir en los demás la fibra que responde al mismo<br />
efecto. De aquí la explicación de esas composiciones<br />
cortas, que han nacido modernamente en
Alemania donde todos los grandes poetas las han<br />
cultivado, Gœthe, Schiller, Heine y otros han escrito<br />
multitud de lieder (lied, canción), que constituyen la<br />
actual poesía lírica alemana.<br />
En España, aunque inculto, existe hace<br />
tiempo ese género, como lo prueban la infinidad de<br />
nuestros cantares populares, en que no se sabe<br />
qué admirar más, si lo profundo de los sentimientos<br />
y reflexiones, o la concisión y naturalidad del estilo.<br />
Todas las rimas de Gustavo forman, como<br />
el Intermezzo de Heine, un poema, más ancho y<br />
completo que aquél, en que se encierra la vida de<br />
un poeta. Son, primero las aspiraciones de un corazón<br />
ardiente, que busca en el arte la realización<br />
de sus deseos, dudando de su destino, como cuando<br />
exclama:<br />
Saeta que voladora<br />
cruza, arrojada al azar,<br />
sin adivinarse dónde<br />
temblando se clavará;<br />
gigante ola que el viento
iza y empuja en el mar,<br />
y rueda y pasa y se ignora<br />
qué playa buscando va.<br />
Siéntese poeta, y dice:<br />
Espíritu sin nombre,<br />
indefinible esencia,<br />
yo vivo con la vida<br />
sin formas de la idea.<br />
Yo ondulo con los átomos<br />
del humo que se eleva,<br />
y al cielo lento sube<br />
en espiral inmensa.<br />
Yo, en los dorados hilos<br />
que los insectos cuelgan,
me mezco entre los árboles<br />
en la ardorosa siesta.<br />
Yo, en fin, soy ese espíritu,<br />
desconocida esencia,<br />
perfume misterioso<br />
de que es vaso el poeta.<br />
No encontrando realizada su ilusión en la<br />
gloria, vuélvese espontáneamente hacia el amor,<br />
realismo del arte, y se entrega a él y goza un momento,<br />
y sufre y llora, y desespera largos días, porque<br />
es condición humana, indiscutible como un<br />
hecho consumado, que el goce menor se paga aquí<br />
con los sufrimientos más atroces. Anúnciase esta<br />
nueva fase en la vida del poeta con la magnífica<br />
composición que, no sé por qué, me recuerda la<br />
atrevida manera de decir del Dante:<br />
Los invisibles átomos del aire<br />
en derredor palpitan y se inflaman...
mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?<br />
-¡Es el amor que pasa!<br />
Sigue luego desenvolviéndose el tema de<br />
una pasión profunda, tan sencilla como espontánea.<br />
Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa<br />
que<br />
Ella tiene la luz, tiene él perfume,<br />
el color y la línea,<br />
la forma, engendradora de deseos,<br />
la expresión, fuente eterna de poesía,<br />
conmueve y fija el corazón del poeta que se<br />
abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea. La<br />
pasión es desde su principio inmensa, avasalladora<br />
y con razón, puesto que se ve correspondida, o al<br />
menos, parece satisfecha del objeto que la inspira:<br />
una mujer hermosa, aunque sin otra buena cualidad,<br />
porque es ingrata y estúpida. ¡Tarde lo conoce,<br />
cuando ya se siente engañado y descubre, dentro<br />
de un pecho tan fino y suave, un corazón nido de<br />
sierpes, en el cual no hay una fibra que al amor<br />
responda! Aquí, en medio de sus dolores, llega el<br />
poeta a la desesperación; pero cuando ésta le lleva
ya al punto en que se pierde toda esperanza, él se<br />
detiene espontáneamente, medita en silencio, y<br />
aceptando por último su parte de dolor en el dolor<br />
común, prosigue su camino, triste, profundamente<br />
herido, pero resignado; con el corazón hecho pedazos,<br />
pero con los ojos fijos en algo que se le revela<br />
como reminiscencia del arte, a cuyo impulso brotaron<br />
sus sentimientos.<br />
Piensa antes en lo solos que se quedan los<br />
muertos, y siente dentro de la religión de su infancia<br />
un nuevo amor, que únicamente pueden sentir los<br />
que sufren mucho y jamás se curan; un amor ideal,<br />
puro, que no puede morir ni aun con la muerte, que<br />
más bien la desea, porque es tranquilo como ella,<br />
¡como ella callado y eterno! Se enamora de la estatua<br />
de un sepulcro, es decir, del arte, de la belleza<br />
ideal, que es el póstumo amor, para siempre duradero,<br />
por lo mismo que nunca se ve por completo<br />
correspondido. En mi incompetencia, declaro que<br />
esta composición última me parece una de las más<br />
perfectas en castellano, no sólo por su vaguedad,<br />
misterio y dificultad de precisar claramente, sino por<br />
lo correcto y acabado de la forma.<br />
Tal fue Gustavo A. Bécquer, como hombre y<br />
como poeta, en lo que puede apreciar el público.
Todo lo que atesoraba en su imaginación<br />
está dicho en el siguiente prólogo suyo.<br />
Leedlo pronto y olvidad el mío, escrito nada<br />
más que por acompañarle siempre. Él sólo, desde<br />
la otra vida, podrá apreciarlo.<br />
¡Ojalá seas eterno, libro que compendias la<br />
vida de mi pobre amigo!<br />
RAMÓN RODRÍGUEZ CORREA.
Introducción<br />
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro,<br />
acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes<br />
hijos de mi fantasía, esperando en silencio que<br />
el arte los vista de la palabra para poderse presentar<br />
decentes en la escena del mundo.<br />
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria,<br />
y parecida a esos padres que engendran más<br />
hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe<br />
y pare en el misterioso santuario de la cabeza,<br />
poblándola de creaciones sin número, a las cuales<br />
ni mi actividad ni todos los años que me restan de<br />
vida serían suficientes a dar forma.<br />
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos<br />
y barajados en indescriptible confusión, los siento<br />
a veces agitarse y vivir con una vida oscura y<br />
extraña, semejante a la de esas miríadas de<br />
gérmenes que hierven y se estremecen en una<br />
eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra,<br />
sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la<br />
superficie y convertirse al beso del sol en flores y<br />
frutos.<br />
Conmigo van, destinados a morir conmigo,<br />
sin que de ellos quede otro rastro que el que deja
un sueño de la media noche, que a la mañana no<br />
puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante<br />
esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de<br />
la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso<br />
tumulto, buscan en tropel por donde salir a la<br />
luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que<br />
entre el mundo de la idea y el de la forma existe un<br />
abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra,<br />
tímida y perezosa, se niega a secundar sus<br />
esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después<br />
de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo.<br />
¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas,<br />
si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó<br />
el remolino!<br />
Estas sediciones de los rebeldes hijos de la<br />
imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas<br />
son la causa, desconocida para la ciencia, de mis<br />
exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal,<br />
vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la<br />
indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi<br />
cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas<br />
tienen un término, y a éstas hay que ponerles punto.<br />
El insomnio y la fantasía siguen y siguen<br />
procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones,<br />
apretadas ya como las raquíticas plantas de un
vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia<br />
disputándose los átomos de la memoria, como el<br />
escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir<br />
paso a las aguas profundas, que acabarán por romper<br />
el dique, diariamente aumentadas por un manantial<br />
vivo.<br />
¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida<br />
que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo<br />
suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque<br />
sea de harapos, lo bastante para que no avergüence<br />
vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para<br />
cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida<br />
de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver<br />
con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera<br />
poder cincelar la forma que ha de conteneros,<br />
como se cincela el vaso de oro que ha de guardar<br />
un preciado perfume. Mas es imposible.<br />
No obstante, necesito descansar: necesito,<br />
del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas<br />
hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico<br />
empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener<br />
tantos absurdos.<br />
Quedad, pues, consignados aquí, como la<br />
estela nebulosa que señala el paso de un desconocido<br />
cometa, como los átomos dispersos de un
mundo en embrión que aventa por el aire la muerte,<br />
antes que su creador haya podido pronunciar el flat<br />
lux que separa la claridad de las sombras.<br />
No quiero que en mis noches sin sueño<br />
volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante<br />
procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones<br />
que os saque a la vida de la realidad del<br />
limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin<br />
consistencia. No quiero que al romperse este arpa<br />
vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento,<br />
las ignoradas notas que contenía. Deseo<br />
ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo,<br />
una vez vacío, apartar los ojos de este otro<br />
mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido<br />
común, que es la barrera de los sueños, comienza a<br />
flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan<br />
y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas<br />
he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos<br />
se reparten entre fantasmas de la imaginación y<br />
personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos,<br />
nombres y fechas de mujeres y días que han muerto<br />
o han pasado, con los días y mujeres que no han<br />
existido sino en mi mente. Preciso es acabar<br />
arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es dormir, quiero dormir en paz en<br />
la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi<br />
pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a<br />
la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a<br />
cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él<br />
como el eco que encontraron, en un alma que pasó<br />
por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas<br />
y sus luchas.<br />
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta<br />
para el gran viaje. De una hora a otra puede<br />
desligarse el espíritu de la materia para remontarse<br />
a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda,<br />
llevar conmigo, como el abigarrado equipaje<br />
de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos<br />
que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes<br />
del cerebro.<br />
Junio de 1868.
<strong>Leyendas</strong><br />
La creación<br />
Poema indio<br />
I<br />
Los aéreos picos del Himalaya se coronan<br />
de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y<br />
sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan<br />
nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un<br />
rocío de perlas.<br />
Sobre la onda pura del Ganges se mece la<br />
simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su<br />
víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las<br />
plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del<br />
viajero.<br />
En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos,<br />
cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado<br />
peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan<br />
desde el sueño a la muerte.<br />
El amor es un caos de luz y de tinieblas; la<br />
mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el<br />
hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida,
en fin, puede compararse a una larga cadena con<br />
eslabones de hierro y de oro.<br />
II<br />
El mundo es un absurdo animado que rueda<br />
en el vacío para asombro de sus habitantes.<br />
No busquéis su explicación en los Vedas,<br />
testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni<br />
en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras<br />
galas de la poesía, se acumulan disparates<br />
sobre disparates acerca de su origen.<br />
Oíd la historia de la creación tal como fue<br />
revelada a un piadoso brahmín, después de pasar<br />
tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación<br />
de sí mismo, y con los índices levantados hacia el<br />
firmamento.<br />
III<br />
Brahma es el punto de la circunferencia; de<br />
él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni<br />
tendrá fin.<br />
Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo,<br />
la Maya flotaba a su alrededor como una niebla<br />
confusa, pues absorto en la contemplación de sí<br />
mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.
Como todo cansa, Brahma se cansó de<br />
contemplarse, y levantó los ojos de una de sus cuatro<br />
caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado<br />
los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba<br />
todo, y todo era él.<br />
La mujer hermosa, cuando pule el acero y<br />
contempla su imagen, se deleita en sí misma; pero<br />
al cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si<br />
no los encuentra, se aburre.<br />
Brahma no es vano como la mujer, porque<br />
es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo,<br />
solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de<br />
ojos para verse.<br />
IV<br />
Brahma deseó por primera vez, y su deseo,<br />
fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo<br />
brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes<br />
a esos átomos microscópicos y encendidos<br />
que nadan en el rayo de sol que penetra por entre la<br />
copa de los árboles.<br />
Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse<br />
produjo miríadas de seres destinados a entonar<br />
himnos de gloria a su criador.
Los gandharvas, o cantores celestes, con<br />
sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores,<br />
sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles,<br />
arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella<br />
brotó el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las<br />
tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario<br />
en la cúspide.<br />
V<br />
Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos,<br />
traviesos e incorregibles, comienzan por<br />
hacer gracia, una hora después aturden, y concluyen<br />
por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de<br />
acontecerle a Brahma, cuando apeándose del gigantesco<br />
cisne, que como un corcel de nieve lo<br />
paseaba por el ciclo, dejó aquella turbamulta de<br />
gandharvas en los círculos inferiores, y se retiró al<br />
fondo de su santuario.<br />
Allí, donde no llega ni un eco perdido, ni se<br />
percibe el rumor más leve, donde reina el augusto<br />
silencio de la soledad, y su profunda calma convida<br />
a las meditaciones, Brahma, buscando una distracción<br />
con que matar su eterno fastidio, después de<br />
cerrar la puerta con dos vueltas de llave, entregose<br />
a la alquimia.
VI<br />
Los sabios de la tierra qué pasan su vida<br />
encorvados sobre antiguos pergaminos, que se<br />
rodean de mil objetos misteriosos y conocen las<br />
extrañas propiedades de las piedras preciosas, los<br />
metales y las palabras cabalísticas, hacen por medio<br />
de esta ciencia transformaciones increíbles. El<br />
carbón lo convierten en diamante, la arcilla en oro,<br />
descomponen el agua y el aire, analizan la llama, y<br />
arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.<br />
Si todo esto consigue un mortal miserable<br />
con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo<br />
que haría Brahma, que es el principio de toda ciencia.<br />
VII<br />
De un golpe creó los cuatro elementos, y<br />
creó también a sus guardianes. Agni, que es el<br />
espíritu de las llamas, Vayu, que aúlla montado en<br />
el huracán; Varuna, que se levuelve en los abismos<br />
del Océano; y Prithivi, que conoce todas las cavernas<br />
subterráneas de los mundos, y vive en el seno<br />
de la creación.<br />
Después encerró en redomas transparentes<br />
y de una materia nunca vista gérmenes de cosas
inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades,<br />
virtudes, principios de dolor y de gozo de<br />
muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió<br />
en especies, y lo clasificó con diligencia exquisita<br />
poniéndole un rótulo escrito a cada una de las<br />
redomas.<br />
VIII<br />
La turba de rapaces que ensordecía en tanto<br />
con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos<br />
inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su<br />
señor. -¿Dónde estará? -exclamaban los unos-.<br />
¿Qué hará? -decían entre sí los otros-; y no eran<br />
parte a disminuir el afán de los curiosos las columnas<br />
de negro humo que veían salir en espirales<br />
inmensas del laboratorio de Brahma, ni los globos<br />
de fuego que desde el mismo punto se lanzaba<br />
volteando al vacío, y allí giraban como en una ronda<br />
luminosa y magnífica.<br />
IX<br />
La imaginación de los muchachos es un<br />
corcel, y la curiosidad la espuela que lo aguijonea y<br />
lo arrastra a través de los proyectos más imposibles.<br />
Movidos por ella los microscópicos cantores,<br />
comenzaron a trepar por las piernas de los elefan-
tes que sustentan los círculos del ciclo, y de uno en<br />
otro se encaramaron hasta el misterioso recinto,<br />
dónde Brahma permanecía aún, absorto en sus<br />
especulaciones científicas.<br />
Una vez en la cúspide, los más atrevidos se<br />
agruparon alrededor de la puerta, y uno por el ojo<br />
de la llave, y otros por entre las rendijas y claros de<br />
los mal unidos tableros, penetraron con la mirada en<br />
el inmenso laboratorio, objeto de su curiosidad.<br />
El espectáculo que se ofreció a sus ojos, no<br />
pudo menos de sorprenderles.<br />
X<br />
Allí había diseminadas, sin orden ni concierto,<br />
vasijas y redomas colosales de todas hechuras y<br />
colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros<br />
y fragmentos de lunas yacían confundidos con<br />
hombres a medio modelar, proyectos de animales<br />
monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros, libros<br />
en folio e instrumentos extraños. Las paredes<br />
estaban llenas de figuras geométricas, signos cabalísticos<br />
y fórmulas mágicas, y en medio del aposento,<br />
en una gigantesca marmita colocada sobre<br />
una lumbre inextinguible, hervían, con un ruido sordo,<br />
mil y mil ingredientes sin nombre, de cuya sabia
combinación habían de resultar las creaciones perfectas.<br />
XI<br />
Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho<br />
brazos y sus diez y seis manos para tapar y destapar<br />
vasijas agitar líquidos y remover mixturas, tomaba<br />
algunas veces un gran canuto, a manera de<br />
cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas<br />
de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco, lo<br />
sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los<br />
abismos del cielo, y soplaba en la una punta, apareciendo<br />
en la otra un globo candente que al lanzarse<br />
comenzaba a girar sobre sí mismo y al compás de<br />
los otros que ya flotaban en el espacio.<br />
XII<br />
Inclinado sobre el abismo sin fondo, el<br />
creador los seguía con una mirada satisfecha, y<br />
aquellos mundos luminosos y perfectos, poblados<br />
de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación,<br />
que son esos astros que, semejantes a los<br />
soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban<br />
un himno de alegría a su Dios, girando sobre<br />
sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa<br />
y solemne.
Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse<br />
ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí,<br />
llenos de estupor y miedo ante aquel espectáculo<br />
grandioso.<br />
XIII<br />
Cansose Brahma de hacer experimentos, y<br />
abandonando el laboratorio, no sin haberle echado,<br />
al salir, la llave y guardándola en el bolsillo, tornó a<br />
montar sobre su cisne con el objeto de tomar aire.<br />
Pero ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que<br />
todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que, abstraído<br />
en sus ideas, había echado la llave en falso! No le<br />
pasó lo mismo a la inquieta turba de rapaces, que,<br />
notando el descuido, le siguieron a larga distancia<br />
con la vista, y cuando se creyeron solos, uno empuja<br />
poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza,<br />
aquél adelanta un pie, e invaden todos, por fin, el<br />
laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él<br />
como en su casa.<br />
XIV<br />
Pintar la escena que entonces se verificó en<br />
aquel recinto sería imposible.<br />
Primeramente examinaron todos los objetos<br />
con el mayor asombro, luego se atrevieron a tocar-
los, y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza.<br />
Echaron pergaminos en la lumbre para que sirvieran<br />
de pasto a las llamas: destaparon las redomas,<br />
no sin quebrar algunas; removieron las vasijas,<br />
derramando su contenido, y después de oler,<br />
probar y revolverlo todo, los unos se colgaban de<br />
los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes<br />
de las bóvedas para secarse; los otros se subían<br />
por las osamentas de los gigantescos animales,<br />
cuyas formas no habían agradado al Señor. Y<br />
arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras<br />
de papel, y se coloraron los compases entre las<br />
piernas, a guisa de caballo, y rompieron las varas<br />
de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.<br />
Por último, cansados de enredar, decidieron<br />
hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.<br />
XV<br />
Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y<br />
las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó<br />
el uno, vertió un líquido en ella, y se levantó una<br />
columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre<br />
aquél un elixir misterioso que contenía una redoma,<br />
con la que llegó casi sin aliento hasta el borde del<br />
receptáculo; tan grande era la vasija y tan rapazuelo<br />
su conductor. A cada nuevo ingrediente que arroja-
an en la marmita, se elevaban en su fondo llamaradas<br />
azules y rojas, que saludaba la alegre muchedumbre<br />
con gritos de júbilo y risotadas interminables.<br />
XVI<br />
Allí mezclaron y confundieron todos los<br />
elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la<br />
fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo,<br />
los gérmenes del hielo destinados a mundos hechos<br />
de maner a que el frío causase una fruición deleitosa<br />
en sus habitadores, y los del calor compuestos<br />
para globos cuyos seres se habían de gozar en las<br />
llamas; y revolvieron los principios de la divinidad, el<br />
espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango,<br />
confundiendo en un mismo brebaje la impotencia y<br />
los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la<br />
muerte.<br />
Aquellos elementos tan contrarios rabiaban<br />
al verse juntos en el fondo de la marmita.<br />
XVII<br />
Hecha la operación, uno de ellos se arrancó<br />
una pluma de las alas, le cortó las barbas con los<br />
dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a<br />
inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y apa-
eció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro,<br />
aplastado por los polos, que volteaba de medio<br />
ganchete, con montañas de nieve y arenales<br />
encendidos, con fuego en las entrañas y océanos<br />
en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa,<br />
con aspiraciones de Dios y flaquezas de barro.<br />
El principio de muerte, destruyendo cuanto existe,<br />
y el principio de vida con conatos de eternidad,<br />
reconstruyéndolo con sus mismos despojos; un<br />
mundo disparatado, absurdo, inconcebible; nuestro<br />
mundo, en fin.<br />
Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle<br />
rodar en el vacío de un modo tan grotesco, lo<br />
saludaron con una inmensa carcajada, que resonó<br />
en los ocho círculos del Edén.<br />
XVIII<br />
Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en<br />
sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La<br />
indignación llameó en sus pupilas; su airado acento<br />
atronó el cielo y amedrantó a la turba de muchachos,<br />
que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés;<br />
y ya tenía levantada la mano sobre aquella deforme<br />
creación para destruirla; ya el solo amago había<br />
producido en ella esa gran catástrofe que aún recordamos<br />
con el nombre del diluvio, ruando uno de
los gandharvas, el más travieso, pero el más mono,<br />
se arrojó a sus plantas diciendo entre sollozos: -<br />
¡Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!<br />
XIX<br />
Brahma es grave, porque es Dios, y, sin<br />
embargo, tuvo que hacer un gran esfuerzo al oír<br />
estas palabras para no dejar reventar la risa que le<br />
retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó:<br />
-Id, turba desalmada e incorregible, marchaos<br />
donde no os vea más, con vuestra deforme criatura.<br />
Ese mundo no debe, no puede existir, porque<br />
en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero<br />
marchad, os respeto; mi esperanza es que en poder<br />
vuestro no durará mucho.<br />
Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones<br />
y riéndose descompasadamente y arrojando<br />
gritos descomunales, se lanzaron en pos de<br />
nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga<br />
por allá... Desde entonces ruedan con él por el ciclo,<br />
para asombro de los otros mundos y desesperación<br />
de sus habitantes.<br />
Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo, y sucederá,<br />
así. Nada hay más delicado ni más temible
que las manos de los chiquillos: en ellas el juguete<br />
no puede durar mucho.
Maese Pérez el Organista<br />
En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés,<br />
y mientras esperaba que comenzase la Misa del<br />
Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.<br />
Como era natural, después de oírla,<br />
aguardé impaciente que comenzara la ceremonia,<br />
ansioso de asistir a un prodigio.<br />
Nada menos prodigioso, sin embargo, que<br />
el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los<br />
insulsos motetes que nos regaló su organista aquella<br />
noche.<br />
Al salir de la Misa, no pude por menos de<br />
decirle a la demandadera con aire de burla:<br />
-¿En qué consiste que el órgano de maese<br />
Pérez suena ahora tan mal?<br />
-¡Toma! -me contestó la vieja-, en que ese<br />
no es el suyo.<br />
-¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?<br />
-Se cayó a pedazos de puro viejo, hace una<br />
porción de años.<br />
-¿Y el alma del organista?
-No ha vuelto a parecer desde que colocaron<br />
el que ahora les sustituye.<br />
Si a alguno de mis lectores se les ocurriese<br />
hacerme la misma pregunta, después de leer esta<br />
historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el<br />
milagroso portento hasta nuestros días.<br />
I<br />
-¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca<br />
en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo<br />
todo el oro de los galeones de Indias; aquél que<br />
baja en este momento de su litera para dar la mano<br />
a esa otra señora que, después de dejar la suya, se<br />
adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con<br />
hachas? Pues ese es el Marqués de Moscoso,<br />
galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice<br />
que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había<br />
pedido en matrimonio a la hija de un opulento<br />
señor; mas el padre de la doncella, de quien se<br />
murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en<br />
hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma.<br />
¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San<br />
Felipe, a pie, embozado en una capa oscura, y precedido<br />
de un solo criado con una linterna? Ahora<br />
llega frente al retablo.
¿Reparasteis, al desembozarse para saludar<br />
a la imagen, la encomienda que brilla en su<br />
pecho?<br />
A no ser por ese noble distintivo, cualquiera<br />
le creería un lonjista de la calle de Culebras... Pues<br />
ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente<br />
del pueblo le abre paso y le saluda.<br />
Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna.<br />
El sólo tiene más ducados de oro en sus arcas<br />
que soldados mantiene nuestro señor el rey Don<br />
Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra<br />
suficiente a resistir a la del Gran Turco...<br />
Mirad, mirad ese grupo de señores graves:<br />
esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola!<br />
También está el flamencote, a quien se dice que no<br />
han echado ya el guante los señores de la cruz<br />
verde, merced a su influjo con los magnates de<br />
Madrid... Éste, no viene a la iglesia más que a oír<br />
música... No, pues si maese Pérez no le arranca<br />
con su órgano lágrimas como puños, bien se puede<br />
asegurar que no tiene su alma en su almario, sino<br />
friéndose en las calderas de Pero Botero... ¡Ay vecina!<br />
Malo... malo... presumo que vamos a tener<br />
jarana; yo me refugio en la iglesia; pues por lo que<br />
veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos
que los Paternóster. -Mirad, Mirad; las gentes del<br />
duque de Alcalá doblan. la esquina de la Plaza de<br />
San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me<br />
figura que he columbrado a las del de Medinasidonia.<br />
¿No os lo dije?<br />
Ya se han visto, ya se detienen unos y<br />
otros, sin pasar de sus puestos... los grupos se disuelven...<br />
los ministriles, a quienes en- estas ocasiones<br />
apalean amigos y enemigos, se retiran...<br />
hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia<br />
en el atrio... y luego dicen que hay justicia.<br />
Para los pobres...<br />
Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en<br />
la oscuridad... ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos<br />
asista! Ya comienzan los golpes...; ¡vecina! ¡vecina!,<br />
aquí... antes que cierren las puertas. Pero ¡calle!<br />
¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo<br />
dejan. ¿Qué resplandor es aquél?... ¡Hachas encendidas!<br />
¡Literas! Es el señor obispo.<br />
La Virgen Santísima del Amparo, a quien<br />
invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae<br />
en mi ayuda... ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo a<br />
esta Señora!... ¡Con cuánta usura me paga las candelillas<br />
que le enciendo los sábados!... Vedlo, qué
hermosote está con sus hábitos morados y su birrete<br />
rojo... Dios le conserve en su silla tantos siglos<br />
como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él,<br />
media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones<br />
de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones,<br />
cómo se acercan ambos a la litera del prelado para<br />
besarle el anillo... Cómo le siguen y le acompañan,<br />
confundiéndose con sus familiares. Quién diría que<br />
esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media<br />
hora se encuentran en una calle oscura... es<br />
decir, ¡ellos... ellos!... Líbreme Dios de creerlos cobardes;<br />
buena muestra han dado de sí, peleando en<br />
algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro<br />
Señor... Pero es la verdad, que si se buscaran... y si<br />
se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían,<br />
poniendo fin de una vez a estas continuas<br />
reyertas, en las cuales los que verdaderamente<br />
baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados<br />
y su servidumbre.<br />
Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes<br />
que se ponga de bote en bote... que algunas<br />
noches como ésta suele llenarse de modo que no<br />
cabe ni un grano de trigo... Buena ganga tienen las<br />
monjas con su organista... ¿Cuándo se ha visto el<br />
convento tan favorecido como ahora?... De las otras<br />
comunidades, puedo decir que le han hecho a Mae-
se Pérez proposiciones magníficas; verdad que<br />
nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo<br />
le ha ofrecido montes de oro por llevarle a la<br />
catedral... Pero él, nada... Primero dejaría la vida<br />
que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis a<br />
maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio...<br />
Pues es un santo varón; pobre, sí, pero limosnero<br />
cual no otro... Sin más parientes que su hija ni<br />
más amigo que su órgano, pasa su vida entera en<br />
velar por la inocencia de la una: y componer los<br />
registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!...<br />
Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y<br />
cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como le<br />
conoce de tal modo, que a tientas... porque no sé si<br />
os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento...<br />
Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!...<br />
Cuando le preguntan que cuánto daría por<br />
ver, responde: Mucho, pero no tanto como creéis,<br />
porque tengo esperanzas. -¿Esperanzas de ver? -<br />
Sí, y muy pronto -añade sonriéndose como un<br />
ángel-; ya cuento setenta y seis años; por muy larga<br />
que sea mi vida, pronto veré a Dios...<br />
¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde<br />
como las piedras de la calle, que se dejan pisar de<br />
todo el mundo... Siempre dice que no es más que<br />
un pobre organista de convento, y puede dar leccio-
nes de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada;<br />
como que echó los dientes en el oficio... Su<br />
padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí,<br />
pero mi señora madre, que santa gloria haya,<br />
dice que le llevaba siempre al órgano consigo para<br />
darle a los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales<br />
disposiciones que, como era natural, a la muerte de<br />
su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene!<br />
Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran a<br />
la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro...<br />
Siempre toca bien, siempre, pero en semejante<br />
noche como ésta es un prodigio... Él tiene una gran<br />
devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y<br />
cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora<br />
de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro<br />
Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces<br />
de ángeles...<br />
En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo<br />
que esta noche oirá? Baste el ver cómo todo lo demás<br />
florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo,<br />
vienen a un humilde convento para escucharle:<br />
y no se crea que sólo la gente sabida y a la que<br />
se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito,<br />
sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas<br />
que veis llegar con teas encendidas entonando<br />
villancicos con gritos desaforados al compás de los
panderos, las sonajas y las zambombas, contra su<br />
costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan<br />
como muertos cuando pone maese Pérez las manos<br />
en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan<br />
no se siente una mosca... de todos los ojos caen<br />
lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un<br />
suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración<br />
de los circunstantes, contenida mientras dura<br />
la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de<br />
tocar las campanas, y va a comenzar la Misa, vamos<br />
adentro...<br />
Para todo el mundo es esta noche Noche-<br />
Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.<br />
Esto diciendo, la buena mujer que había<br />
servido de cicerone a su vecina, atravesó el atrio del<br />
convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón<br />
en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre<br />
la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.<br />
II<br />
La iglesia estaba iluminada con una profusión<br />
asombrosa. El torrente de luz que se desprendía<br />
de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba<br />
en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose<br />
sobre los cojines de terciopelo que tendían los
pajes y tomando el libro de oraciones de manos de<br />
las dueñas, vinieron a formar un brillante círculo<br />
alrededor de la verja del presbiterio. Junto a aquella<br />
verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas<br />
de oro, dejando entrever con estudiado<br />
descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una<br />
mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices,<br />
la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque o<br />
acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros<br />
veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la<br />
nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado<br />
a defender a sus hijas y a sus esposas del<br />
contacto de la plebe. Ésta, que se agitaba en el<br />
fondo de las naves, con un rumor parecido al del<br />
mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación<br />
de júbilo, acompañada del discordante sonido<br />
de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al<br />
arzobispo, el cual, después de sentarse junto al<br />
altar mayor bajo un solio de grana que rodearon sus<br />
familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.<br />
Era la hora de que comenzase la Misa.<br />
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos<br />
sin que el celebrante apareciese. La multitud<br />
comenzaba a rebullirse, demostrando su impacien-
cia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras<br />
a media voz, y el arzobispo mandó a la sacristía<br />
a uno de sus familiares a inquirir el por qué no<br />
comenzaba la ceremonia.<br />
-Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo,<br />
y será imposible que asista esta noche a la Misa<br />
de media noche.<br />
Ésta fue la respuesta del familiar.<br />
La noticia cundió instantáneamente entre la<br />
muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que<br />
causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste<br />
decir que comenzó a notarse tal bullicio en el<br />
templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles<br />
entraron a imponer silencio, confundiéndose<br />
entre las apiñadas olas de la multitud.<br />
En aquel momento, un hombre mal trazado,<br />
seco huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó<br />
hasta el sitio que ocupaba el prelado.<br />
-Maese Pérez está enfermo -dijo-; la ceremonia<br />
no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el<br />
órgano en su ausencia; que ni maese Pérez, es el<br />
primer organista del mundo, ni a su muerte dejará<br />
de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento<br />
con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían<br />
a aquel personaje extraño por un organista envidioso,<br />
enemigo del de Santa Inés, comenzaban a<br />
prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando<br />
de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.<br />
-¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez<br />
está aquí!...<br />
A estas voces de los que estaban apiñados<br />
en la puerta, todo el mundo volvió la cara.<br />
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba<br />
en efecto en la iglesia, conducido en un sillón,<br />
que todos se disputaban el honor de llevar en sus<br />
hombros.<br />
Los preceptos de los doctores, las lágrimas<br />
de su hija, nada había sido bastante a detenerle en<br />
el lecho.<br />
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco,<br />
lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi<br />
órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena.<br />
Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes<br />
le subieron en brazos a la tribuna, y comenzó<br />
la Misa.<br />
En aquel punto sonaban las doce en el reloj<br />
de la catedral.<br />
Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio,<br />
y llegó el instante solemne en que el sacerdote,<br />
después de haberla consagrado, toma con la extremidad<br />
de sus dedos la Sagrada Forma y comienza<br />
a elevarla.<br />
Una nube de incienso que se desenvolvía<br />
en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las<br />
campanillas repicaron con un sonido vibrante, y<br />
maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las<br />
teclas del órgano.<br />
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron<br />
en un acorde majestuoso y prolongado, que<br />
se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire<br />
hubiese arrebatado sus últimos ecos.<br />
A este primer acorde, que parecía una voz<br />
que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió<br />
otro lejano y suave que fue creciendo, creciendo,<br />
hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que atravesando<br />
los espacios, llegaba al mundo.<br />
Después comenzaron a oírse como unos<br />
himnos distantes que entonaban las jerarquías de<br />
serafines; mil himnos a la vez, que al confundirse<br />
formaban uno solo, que, no obstante, era no más el<br />
acompañamiento de una extraña melodía, que parecía<br />
flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos,<br />
como un jirón de niebla sobre las olas del mar.<br />
Luego fueron perdiéndose unos cantos,<br />
después otros; la combinación se simplificaba. Ya<br />
no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían<br />
entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo<br />
una nota brillante como un hilo de luz... El<br />
sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza<br />
cana y como a través de una gasa azul que<br />
fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los<br />
ojos de los fieles. En aquel instante la nota que<br />
maese Pérez sostenía trinando, se abrió, se abrió, y<br />
una explosión de armonía gigante estremeció la<br />
iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido,<br />
y cuyos vidrios de colores se estremecían en<br />
sus angostos ajimeces.<br />
De cada una de las notas que formaban<br />
aquel magnífico acorde, se desarrolló un tema; y
unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos<br />
sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas<br />
y las frondas, los hombres y los ángeles, la<br />
tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma<br />
un himno al nacimiento del Salvador.<br />
La multitud escuchaba atónica y suspendida.<br />
En todos los ojos había una lágrima, en todos<br />
los espíritus un profundo recogimiento.<br />
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus<br />
manos, porque Aquél que levantaba en ellas, Aquél<br />
a quien saludaban hombres y arcángeles era su<br />
Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse<br />
los cielos y transfigurarse la Hostia.<br />
El órgano proseguía sonando; pero sus voces<br />
se apagaban gradualmente, como una voz que<br />
se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al<br />
alejarse, cuando de pronto sonó un grito en la tribuna,<br />
un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.<br />
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño,<br />
semejante a un sollozo, y quedó mudo.<br />
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna,<br />
hacia la que, arrancados de su éxtasis religioso,<br />
volvieron la mirada con ansiedad todos los fieles.
-¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? -se decían<br />
unos a otros, y nadie sabía responder, y todos<br />
se empeñaban en adivinarlo, y crecía la confusión, y<br />
el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando<br />
turbar el orden y el recogimiento propios de<br />
la iglesia.<br />
-¿Qué ha sido eso? -preguntaban las damas<br />
al asistente, que precedido de los ministriles,<br />
fue uno de los primeros a subir a la tribuna, y que,<br />
pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía<br />
al puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso,<br />
como todos, por saber la causa de aquel desorden.<br />
-¿Qué hay?<br />
-Que maese Pérez acaba de morir.<br />
En efecto, cuando los primeros fieles, después<br />
de atropellarse por la escalera, llegaron a la<br />
tribuna, vieron al pobre organista caído de boca<br />
sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún<br />
vibraba sordamente, mientras su hija, arrodillada a<br />
sus pies, le llamaba en vano entre suspiros y sollozos.<br />
III
-Buenas noches, mi señora doña Baltasara,<br />
¿también usarced viene esta noche a la Misa del<br />
Gallo? Por mi parte tenía hecha intención de irla a<br />
oír a la parroquia; pero lo que sucede... ¿Dónde va<br />
Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de<br />
decir la verdad, desde que murió maese Pérez parece<br />
que me echan una losa sobre el corazón cuando<br />
entro en Santa Inés... ¡Pobrecito! ¡Era un Santo!...<br />
Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de<br />
su jubón como una reliquia, y lo merece..., pues, en<br />
Dios y en mi ánima, que si el señor arzobispo tomara<br />
mano en ello, es seguro que nuestros nietos le<br />
verían en los altares... Mas ¡cómo ha de ser!... A<br />
muertos y a idos, no hay amigos... Ahora lo que<br />
priva es la novedad... ya me entiende usarced.<br />
¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que<br />
nosotras nos parecemos en eso: de nuestra casita a<br />
la iglesia, y de la iglesia a nuestra casita, sin cuidarnos<br />
de lo que se dice o déjase de decir...; sólo que<br />
yo, así... al vuelo... una palabra de acá, otra de<br />
acullá... sin ganas de enterarme siquiera, suelo<br />
estar al corriente de algunas novedades.... Pues, sí,<br />
señor; parece cosa hecha que el organista de San<br />
Román, aquel bisojo, que siempre está echando<br />
pestes de los otros organistas; perdulariote, que<br />
más parece jifero de la puerta de la Carne que ma-
estro de solfa, va a tocar esta Noche-Buena en lugar<br />
de Maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto<br />
lo ha sabido todo el mundo y es cosa pública en<br />
Sevilla, que nadie quería comprometerse a hacerlo.<br />
Ni aun su hija, que es profesora, y después de la<br />
muerte de su padre entró en el convento de novicia.<br />
Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas,<br />
cualquiera otra cosa había de parecernos mala,<br />
por más que quisieran evitarse las comparaciones.<br />
Pues cuando ya la comunidad había decidido que,<br />
en honor del difunto y como muestra de respeto a<br />
su memoria, permanecería callado el órgano en<br />
esta noche, hete aquí que se presenta nuestro<br />
hombre, diciendo que él se atreve a tocarlo... No<br />
hay nada más atrevido que la ignorancia... Cierto<br />
que la culpa no es suya, sino de los que le consienten<br />
esta profanación...; pero así va el mundo... y<br />
digo... no es cosa la gente que acude... cualquiera<br />
diría que nada ha cambiado desde un año a otro.<br />
Los mismos personajes, el mismo lujo, los mismos<br />
empellones en la puerta, la misma animación en el<br />
atrio, la misma multitud en el templo... ¡Ay si levantara<br />
la cabeza el muerto! Se volvía a morir por no<br />
oír su órgano tocado por manos semejantes. Lo que<br />
tiene que, si es verdad lo que me han dicho las<br />
gentes del barrio, le preparan una buena al intruso.
Cuando llegue el momento de poner la mano sobre<br />
las teclas, va a comenzar una algarabía de sonajas,<br />
panderos y zambombas que no hay más que oír...<br />
Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la<br />
función. ¡Jesús, qué ropilla de colorines, qué gorguera<br />
de cañutos, qué aire de personaje! Vamos,<br />
vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo, y<br />
va a comenzar la Misa...; vamos, que me parece<br />
que esta noche va a darnos que contar para muchos<br />
días.<br />
Esto diciendo la buena mujer, que ya conocen<br />
nuestros lectores por sus ex abruptos de locuacidad,<br />
penetró en Santa Inés, abriéndose, según<br />
costumbre un camino entre la multitud a fuerza de<br />
empellones y codazos.<br />
Ya se había dado principio a la ceremonia.<br />
El templo estaba tan brillante como el año<br />
anterior.<br />
El nuevo organista, después de atravesar<br />
por en medio de los fieles que ocupaban las naves<br />
para ir a besar el anillo del prelado, había subido a<br />
la tribuna, donde tocaba unos tras otros los registros<br />
del órgano, con una gravedad tan afectada como<br />
ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los<br />
pies de la iglesia se oía un rumor sordo y confuso,<br />
cierto presagio de que la tempestad comenzaba a<br />
fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.<br />
-Es un truhán, que por no hacer nada bien,<br />
ni aun mira a derechas -decían los unos.<br />
-Es un ignorantón que, después de haber<br />
puesto el órgano de su parroquia peor que una carraca,<br />
viene a profanar el de maese Pérez -decían<br />
los otros.<br />
Y mientras éste se desembarazaba del capote<br />
para prepararse a darle de firme a su pandero,<br />
y aquél apercibía sus sonajas, y todos se disponían<br />
a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se<br />
aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje,<br />
cuyo porte orgulloso y pendantesco hacía tan<br />
notable contraposición con la modesta apariencia y<br />
la afable bondad del difunto maese Pérez.<br />
Al fin llegó el esperado momento, el momento<br />
solemne en que el sacerdote, después de<br />
inclinarse y murmurar algunas palabras santas,<br />
tomó la Hostia en sus manos... Las campanillas<br />
repicaron, semejando su repique una lluvia de notas
de cristal; se elevaron las diáfanas ondas de incienso,<br />
y sonó el órgano.<br />
Una estruendoso algarabía llegó los ámbitos<br />
de la iglesia en aquel instante y ahogó su primer<br />
acorde.<br />
Zampoñas, gaitas, sonajas, panderos, todos<br />
los instrumentos del populacho, alzaron sus discordantes<br />
voces a la vez; pero la confusión y el estrépito<br />
sólo duró algunos segundos. Todos a la vez,<br />
como habían comenzado, enmudecieron de pronto.<br />
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico,<br />
se sostenía aún brotando de los tubos de metal<br />
del órgano, como una cascada de armonía inagotable<br />
y sonora.<br />
Cantos celestes como los que acarician los<br />
oídos en los momentos de éxtasis; cantos que percibe<br />
el espíritu y no los puede repetir el labio; notas<br />
sueltas de una melodía lejana, que suenan a intervalos<br />
traídas en las ráfagas del viento; rumor de<br />
hojas que se besan en los árboles con un murmullo<br />
semejante al de la lluvia; trinos de alondras que se<br />
levantan gorjeando de entre las flores como una<br />
saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre,<br />
imponentes como los rugidos de una tempes-
tad; coros de serafines sin ritmo ni cadencia, ignota<br />
música del cielo que sólo la imaginación comprende;<br />
himnos alados, que parecían remontarse al trono<br />
del Señor como una tromba de luz y de sonidos...<br />
todo lo expresaban las cien voces del órgano,<br />
con más pujanza, con más misteriosa poesía, con<br />
más fantástico color que lo habían expresado nunca.<br />
Cuando el organista bajó de la tribuna, la<br />
muchedumbre que se agolpó a la escalera fue tanta<br />
y tanto su afán por verle y admirarle, que el asistente,<br />
temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre<br />
todos, mandó a algunos de sus ministriles para que,<br />
vara en mano, le fueran abriendo camino hasta<br />
llegar al altar mayor, donde el prelado le esperaba.<br />
-Ya veis -le dijo este último cuando le trajeron<br />
a su presencia; vengo desde mi palacio aquí<br />
sólo por escucharos. ¿Seréis tan cruel como maese<br />
Pérez, que nunca quiso excusarme el viaje, tocando<br />
la Noche-Buena en la Misa de la catedral?<br />
-El año que viene -respondió el organista-,<br />
prometo daros gusto, pues por todo el oro de la<br />
tierra no volvería a tocar este órgano.<br />
-¿Y por qué? -interrumpió el prelado.
-Porque... -añadió el organista, procurando<br />
dominar la emoción que se revelaba en la palidez<br />
de su rostro- porque es viejo y malo, y no puede<br />
expresar todo lo que se quiere.<br />
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares.<br />
Unas tras otras, las literas de los señores<br />
fueron desfilando y perdiéndose en las revueltas de<br />
las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron,<br />
dispersándose los fieles en distintas direcciones;<br />
y ya la demandadera se disponía a cerrar las<br />
puertas de la entrada del atrio, cuando se divisaban<br />
aún dos mujeres que, después de persignarse y<br />
murmurar una oración ante el retablo del arco de<br />
San Felipe, prosiguieron su camino, internándose<br />
en el callejón de las Dueñas.<br />
-¿Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara?<br />
-decía la una-, yo soy de este genial. Cada<br />
loco con su tema... Me lo habían de asegurar capuchinos<br />
descalzos y no lo creería del todo... Ese<br />
hombre no puede haber tocado lo que acabamos de<br />
escuchar... Si yo lo he oído mil veces en San Bartolomé,<br />
que era su parroquia, y de donde tuvo que<br />
echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse<br />
los oídos con algodones... Y luego, si no hay<br />
más que mirarle al rostro, que según dicen, es el
espejo del alma... Yo me acuerdo, pobrecito, como<br />
si lo estuviera viendo, me acuerdo de la cara de<br />
maese Pérez, cuando en semejante noche como<br />
ésta bajaba de la tribuna, después de haber suspendido<br />
al auditorio con sus primores... ¡Qué sonrisa<br />
tan bondadosa, qué color tan animado!... Era<br />
viejo y parecía un ángel... no que éste ha bajado las<br />
escaleras a trompicones, como sí le ladrase un perro<br />
en la meseta, y con un color de difunto y unas...<br />
Vamos mi señora doña Baltasara, creame usarced,<br />
y creame con todas veras... yo sospecho que aquí<br />
hay busilis...<br />
Comentando las últimas palabras, las dos<br />
mujeres doblaban la esquina del callejón y desaparecían.<br />
Creemos inútil decir a nuestros lectores<br />
quién era una de ellas.<br />
IV<br />
Había transcurrido un año más. La abadesa<br />
del convento de Santa Inés y la hija de maese<br />
Pérez hablaban en voz baja, medio ocultas entre las<br />
sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a<br />
voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que<br />
otra rara persona atravesaba el atrio, silencioso y
desierto esta vez, y después de tomar el agua bendita<br />
en la puerta, escogía un puesto en un rincón de<br />
las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio<br />
esperaban tranquilamente que comenzara la Misa<br />
del Gallo.<br />
-Ya lo veis -decía la superiora-, vuestro temor<br />
es sobremanera pueril; nadie hay en el templo;<br />
toda Sevilla acude en tropel a la catedral esta noche.<br />
Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza<br />
de ninguna clase; estaremos en comunidad... Pero...<br />
proseguís callando, sin que cesen vuestros<br />
suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?<br />
-Tengo... miedo -exclamó la joven con un<br />
acento profundamente conmovido.<br />
-¡Miedo! ¿De qué?<br />
-No sé... de una cosa sobrenatural... Anoche,<br />
mirad, yo os había oído decir que teníais empeño<br />
en que tocase el órgano en la Misa, y ufana<br />
con esta distinción pensé arreglar sus registros y<br />
templarle, al fin de que hoy os sorprendiese... Vine<br />
al coro... sola... abrí la puerta que conduce a la tribuna...<br />
En el reloj de la catedral sonaba en aquel<br />
momento una hora... no sé cuál... Pero las campanas<br />
eran tristísimas y muchas... muchas... estuvie-
on sonando todo el tiempo que yo permanecí como<br />
clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un<br />
siglo.<br />
La iglesia estaba desierta y oscura... Allá lejos,<br />
en el fondo, brillaba como una estrella perdida<br />
en el cielo de la noche una luz muribunda... la luz de<br />
la lámpara que arde en el altar mayor... A sus reflejos<br />
debilísimos, que sólo contribuían a hacer más<br />
visible todo el profundo horror de las sombras, vi...<br />
le vi, madre, no lo dudéis, vi a un hombre que en<br />
silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo<br />
estaba recorría con una mano las teclas del órgano,<br />
mientras tocaba con la otra sus registros... y el<br />
órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible.<br />
Cada una de sus notas parecía un sollozo<br />
ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con<br />
el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono<br />
sordo, casi imperceptible, pero justo.<br />
Y el reloj de la catedral continuaba dando la<br />
hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las<br />
teclas. Yo oía hasta su respiración.<br />
El horror había helado la sangre de mis venas;<br />
sentía en mi cuerpo como un frío glacial y en<br />
mis sienes fuego... Entonces quise gritar, pero no<br />
pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me
había mirado.., digo mal, no me había mirado, porque<br />
era ciego... ¡Era mi padre!<br />
¡Bah!, hermana, desechad esas fantasías<br />
con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones<br />
débiles... Rezad un Paternóster y un Avemaría<br />
al arcángel San Miguel, jefe de las milicias<br />
celestiales, para que os asista contra los malos<br />
espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en<br />
la reliquia de San Pacomio, abogado contra las<br />
tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna<br />
del órgano; la Misa va a comenzar, y ya esperan<br />
con impaciencia los fieles... Vuestro padre está en<br />
el cielo, y desde allí, antes que daros sustos, bajará<br />
a inspirar a su hija en esta ceremonía solemne, para<br />
el objeto de tan especial devoción.<br />
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en<br />
medio de la Comunidad. La hija de maese Pérez<br />
abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna<br />
para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó<br />
la Misa.<br />
Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese<br />
nada de notable hasta que llegó la consagración.<br />
En aquel momento sonó el órgano, y al mismo<br />
tiempo que el órgano un grito de la hija de maese<br />
Pérez.
La superiora, las monjas y algunos de los<br />
fieles corrieron a la tribuna.<br />
¡Miradle! ¡Miradle! -decía la joven fijando<br />
sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se<br />
había levantado asombrada para agarrarse con sus<br />
manos convulsas al barandal de la tribuna.<br />
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel<br />
punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el<br />
órgano seguía sonando... sonando como sólo los<br />
arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico<br />
alborozo.<br />
-¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora<br />
doña Baltasara, no os lo dije yo!... ¡Aquí hay busilis!<br />
Oídlo; ¡qué!, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del<br />
Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda<br />
Sevilla no se habla de otra cosa... El señor arzobispo<br />
está hecho y con razón una furia... Haber dejado<br />
de asistir a Santa Inés; no haber podido presenciar<br />
el portento... y ¿para qué?, para oír una cencerrada;<br />
porque personas que lo oyeron dicen que lo que<br />
hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la<br />
catedral no fue otra cosa... -Si lo decía yo. Eso no<br />
puede haberlo tocado el bisojo, mentira... aquí hay<br />
busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese<br />
Pérez.
Los ojos verdes<br />
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir<br />
cualquier cosa con este título.<br />
Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo<br />
he puesto con letras grandes en la primera cuartilla<br />
de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.<br />
Yo creo que he visto unos ojos como los<br />
que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños,<br />
pero yo los he visto. De seguro no los podré describir<br />
tales cuales ellos eran: luminosos, transparentes<br />
como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre<br />
las hojas de los árboles después de una tempestad<br />
de verano. De todos modos, cuento con la imaginación<br />
de mis lectores para hacerme comprender en<br />
este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro<br />
que pintaré algún día.<br />
I<br />
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda.<br />
Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del<br />
monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado<br />
sus piernas... Nuestro joven señor comienza<br />
por donde otros acaban... en cuarenta años de<br />
montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por San
Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas<br />
carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas<br />
hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles<br />
una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que<br />
se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva<br />
antes de morir podemos darle por perdido?<br />
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco<br />
en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría<br />
desencadenada, y las voces de los pajes resonaron<br />
con nueva furia, y el confuso tropel de hombres,<br />
caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el<br />
montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara<br />
como el más a propósito para cortarle el paso<br />
a la res.<br />
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de<br />
los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas<br />
las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como<br />
una saeta, las había salvado de un solo brinco,<br />
perdiéndose entre los matorrales de una trocha que<br />
conducía a la fuente.<br />
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-;<br />
estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron<br />
las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la<br />
pista a la voz de los cazadores.<br />
En aquel momento se reunía a la comitiva el<br />
héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito<br />
de Almenar.<br />
-¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su<br />
montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en<br />
sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué<br />
haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que<br />
es la primera que cae por mi mano, y abandonas el<br />
rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el<br />
fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a<br />
matar ciervos para festines de lobos?<br />
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es<br />
imposible pasar de este punto.<br />
-¡Imposible! ¿Y por qué?<br />
-Porque esa trocha -prosiguió el monteroconduce<br />
a la fuente de los Álamos; la fuente de los<br />
Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal.<br />
El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento.<br />
Ya la res habrá salvado sus márgenes;<br />
¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra<br />
cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores
somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un<br />
tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,<br />
pieza perdida.<br />
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío<br />
de mis padres, y primero perderé el ánima en<br />
manos de Satanás, que permitir que se me escape<br />
ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la<br />
primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo<br />
ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos<br />
desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se<br />
acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te<br />
revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré<br />
lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al<br />
diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,<br />
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas,<br />
mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu<br />
serreta de oro.<br />
Caballo y jinete partieron como un huracán.<br />
Íñigo los siguió con la vista hasta que se<br />
perdieron en la maleza; después volvió los ojos en<br />
derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles<br />
y consternados.<br />
El montero exclamó al final:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he<br />
expuesto a morir entre los pies de su caballo por<br />
detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el<br />
diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero<br />
con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a<br />
pasar el capellán con su hisopo.<br />
II<br />
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y<br />
sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo<br />
siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la<br />
fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase<br />
que una mala bruja os ha encanijado con sus<br />
hechizos.<br />
Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa<br />
jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta<br />
sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os<br />
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta<br />
para enderezaros a la espesura y permanecer en<br />
ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche<br />
oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en<br />
balde busco en la bandolera los despojos de la caza.<br />
¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que<br />
más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto<br />
en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su<br />
escaño de ébano con el cuchillo de monte.<br />
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía<br />
el chirrido de la hoja al resbalar sobre la<br />
pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose<br />
a su servidor, como si no hubiera escuchado una<br />
sola de sus palabras:<br />
Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas<br />
las guaridas del Moncayo, que has vivido en<br />
sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes<br />
excursiones de cazador subiste más de una vez<br />
a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una<br />
mujer que vive entre sus rocas?<br />
-¡Una mujer! -exclamó el montero con<br />
asombro y mirándole de hito en hito.<br />
-Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo<br />
que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar<br />
ese secreto eternamente, pero no es ya posible;<br />
rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy,<br />
pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer<br />
el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer<br />
sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la<br />
ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin desplegar los labios,<br />
arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño<br />
de su señor, del que no apartaba un punto los espantados<br />
ojos. Éste, después de coordinar sus ideas<br />
prosiguió así:<br />
-Desde el día en que a pesar de tus funestas<br />
predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y<br />
atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra<br />
superstición hubiera dejado huir, se llenó mi<br />
alma del deseo de la soledad.<br />
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente<br />
brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose<br />
gota a gota por entre las verdes y flotantes<br />
hojas de las plantas que crecen al borde de su<br />
cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan<br />
como puntos de oro y suenan como las notas de un<br />
instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando,<br />
con un ruido semejante al de las abejas que<br />
zumban en torno de las flores, se alejan por entre<br />
las arenas, y forman un cauce, y luchan con los<br />
obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan<br />
sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren,<br />
unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer<br />
en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.<br />
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no
sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he<br />
sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies<br />
saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse<br />
en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie<br />
apenas riza el viento de la tarde.<br />
Todo es allí grande. La soledad, con sus mil<br />
rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y<br />
embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En<br />
las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de<br />
las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos<br />
hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que<br />
reconocen un hermano en el inmortal espíritu del<br />
hombre.<br />
Cuando al despuntar la mañana me veías<br />
tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca<br />
para perderme entre sus matorrales en pos de la<br />
caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a<br />
buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El<br />
día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí<br />
haber visto brillar en su fondo una cosa extraña...<br />
muy extraña...; los ojos de una mujer.<br />
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo<br />
entre su espuma; tal vez una de esas flores<br />
que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices<br />
parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una
mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió<br />
en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable:<br />
el de encontrar una persona con unos ojos como<br />
aquellos.<br />
En su busca fui un día y otro a aquel sitio.<br />
Por último, una tarde... yo me creí juguete<br />
de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya<br />
muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde<br />
encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas<br />
ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre<br />
su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación.<br />
Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban<br />
como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban<br />
inquietas unas pupilas que yo había visto... sí;<br />
porque los ojos de aquella mujer eran los que yo<br />
tenía clavados en la mente; unos ojos de un color<br />
imposible; unos ojos...<br />
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de<br />
profundo terror e incorporándose de un salto en su<br />
asiento.<br />
Fernando le miró a su vez como asombrado<br />
de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó<br />
con una mezcla de ansiedad y de alegría:<br />
-¿La conoces?
-¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de<br />
conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar<br />
hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el<br />
espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus<br />
aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro,<br />
por lo que más améis en la tierra, a no volver a la<br />
fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su<br />
venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber<br />
encenagado sus ondas.<br />
-¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven<br />
con una triste sonrisa.<br />
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres,<br />
por vuestros deudos, por las lágrimas de la<br />
que el cielo destina para vuestra esposa, por las de<br />
un servidor que os ha visto nacer.<br />
-¿Sabes tú lo que más amo en este mundo?<br />
¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los<br />
besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que<br />
puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por<br />
una mirada, por una sola mirada de esos ojos...<br />
¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!<br />
Dijo Fernando estas palabras con tal acento,<br />
que la lágrima que temblaba en los párpados de<br />
Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras
exclamó con acento sombrío: -¡Cúmplase la voluntad<br />
del cielo!<br />
III<br />
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En<br />
dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca,<br />
y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los<br />
servidores que conducen tu litera. Rompe una vez<br />
el misterioso velo en que te envuelves como en una<br />
noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré<br />
tuyo, tuyo siempre.<br />
El sol había traspuesto la cumbre del monte;<br />
las sombras bajaban a grandes pasos por su<br />
falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y<br />
la niebla, elevándose poco a poco de la superficie<br />
del lago, comenzaba a envolver las rocas de su<br />
margen.<br />
Sobre una de estas rocas, sobre una que<br />
parecía próxima a desplomarse en el fondo de las<br />
aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el<br />
primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su<br />
misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el<br />
secreto de su existencia.<br />
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como<br />
una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía
sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues<br />
del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes,<br />
y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban<br />
sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una<br />
joya de oro.<br />
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios<br />
se removieron como para pronunciar algunas<br />
palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro<br />
débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja<br />
una brisa al morir entre los juncos.<br />
-¡No me respondes! -exclamó Fernando, al<br />
ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito<br />
a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo<br />
quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo<br />
amarte, si eres una mujer...<br />
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?<br />
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió<br />
por sus miembros; sus pupilas se dilataron al<br />
fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y<br />
fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó<br />
en un arrebató de amor:<br />
-Si lo fueses... te amaría... te amaría, como<br />
te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta<br />
más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con<br />
una voz semejante a una música-: yo te amo más<br />
aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un<br />
mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer<br />
como las que existen en la tierra; soy una mujer<br />
digna de ti, que eres superior a los demás hombres.<br />
Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como<br />
ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores<br />
y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que<br />
osa turbar la fuente donde moro; antes le premio<br />
con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones<br />
del vulgo, como a un amante capaz de<br />
comprender mi cariño extraño y misterioso.<br />
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto<br />
en la contemplación de su fantástica hermosura,<br />
atraído como por una fuente desconocida, se<br />
aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer<br />
de los ojos verdes prosiguió así:<br />
-¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves<br />
esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan<br />
en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas<br />
y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin<br />
nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas<br />
de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la<br />
niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un
pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus<br />
voces incomprensibles, el viento empieza entre los<br />
álamos sus himnos de amor; ven... ven...<br />
La noche comenzaba a extender sus sombras,<br />
la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla<br />
se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes<br />
brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos<br />
que corren sobre el haz de las aguas infectas...<br />
Ven... ven... Estas palabras zumbaban en los oídos<br />
de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer<br />
misteriosa le llamaba al borde del abismo donde<br />
estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un<br />
beso...<br />
Fernando dio un paso hacia ella... otro... y<br />
sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban<br />
a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos,<br />
un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y<br />
calló al agua con un rumor sordo y lúgubre.<br />
Las aguas saltaron en chispas de luz, y se<br />
cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata<br />
fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar<br />
en las orillas.
La ajorca de oro<br />
I<br />
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura<br />
que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura<br />
que no se parece en nada a la que soñamos<br />
en los ángeles, que, sin embargo, es sobrenatural;<br />
hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio<br />
a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en<br />
la tierra.<br />
Él la amaba; la amaba con ese amor que no<br />
conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en<br />
que se busca un goce y sólo se encuentran martirios;<br />
amor que se asemeja a la felicidad, y que, no<br />
obstante, parece infundir el cielo para la expiación<br />
de una culpa.<br />
Ella era caprichosa, caprichosa: y extravagante<br />
como todas las mujeres del mundo.<br />
Él, supersticioso, supersticioso y valiente,<br />
como todos los hombres de su época.<br />
Ella se llamaba María Antúnez.<br />
Él, Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en<br />
la misma ciudad que los vio nacer.<br />
La tradición que refiere esta maravillosa historia,<br />
acaecida hace muchos años, no dice nada<br />
más acerca de los personajes que fueron sus héroes.<br />
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no<br />
añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para<br />
caracterizarlos mejor.<br />
II<br />
Él la encontró un día llorando y le preguntó:<br />
-¿Porqué lloras?<br />
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente,<br />
arrojó un suspiro y volvió a llorar.<br />
Pedro entonces, acercándose a María, le<br />
tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe<br />
desde donde la hermosa miraba pasar la corriente<br />
del río, y tornó a decirle: -¿Por qué lloras?<br />
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador<br />
entre las rocas sobre que se asienta la ciudad<br />
imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la<br />
niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa
azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía<br />
el alto silencio.<br />
María exclamó: -No me preguntes por qué<br />
lloro, no me lo preguntes: pues ni yo sabré contestarte,<br />
ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan<br />
en nuestra alma de mujer, sin que los revele<br />
más que un suspiro; ideas locas que cruzan por<br />
nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio;<br />
fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza<br />
misteriosa, que el hombre no puede ni aún<br />
concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de<br />
mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una<br />
carcajada.<br />
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó<br />
a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.<br />
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado<br />
silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:<br />
-Tú lo quieres, es una locura que te hará<br />
reír; pero no importa: te lo diré, puesto que lo deseas.<br />
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la<br />
fiesta de la Virgen; su imagen, colocada en el altar<br />
mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como
un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban<br />
dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia,<br />
y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve,<br />
Regina.<br />
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos<br />
religiosos, cuando maquinalmente levanté<br />
la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué<br />
mis ojos se fijaron desde luego en la imagen; digo<br />
mal, en la imagen no: se fijaron en un objeto que<br />
hasta entonces no había visto, un objeto que, sin<br />
poder explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención...<br />
No te rías... aquel objeto era la ajorca de oro<br />
que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en<br />
que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y<br />
torné a rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente<br />
al mismo punto. Las luces del altar,<br />
reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se<br />
reproducían de una manera prodigiosa. Millones de<br />
chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas,<br />
volteaban alrededor de las piedras como un torbellino<br />
de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda<br />
de esos espíritus de llamas que fascinan con su<br />
brillo y su increíble inquietud...<br />
Salí del templo, vine a casa, pero vine con<br />
aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para
dormir; no pude... Pasó la noche, eterna con aquel<br />
pensamiento... Al amanecer se cerraron mis párpados,<br />
y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía cruzar,<br />
perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer<br />
morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y de<br />
pedrería; una mujer, sí, porque ya no era la Virgen<br />
que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer,<br />
otra mujer como yo, que me miraba y se reía<br />
mofándose de mí. -¿La ves? -parecía decirme,<br />
mostrándome la joya-. ¡Cómo brilla! Parece un<br />
círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche<br />
de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo<br />
será nunca, nunca... Tendrás acaso otras mejores,<br />
más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece<br />
de un modo tan fantástico, tan fascinador...<br />
nunca... nunca... Desperté; pero con la misma<br />
idea fija aquí, entonces como ahora semejante a un<br />
clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada<br />
sin duda por el mismo Satanás... ¿Y qué?... Callas,<br />
callas y doblas la frente... ¿No te hace reír mi locura?<br />
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió<br />
el puño de su espada, levantó la cabeza, que<br />
en efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:<br />
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-¡La del Sagrario! -murmuró María.<br />
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento<br />
de terror-: ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en<br />
sus facciones se retrató un instante el estado de su<br />
alma, espantada en una idea.<br />
¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? -<br />
prosiguió con acento enérgico y apasionado-; ¿por<br />
qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su<br />
corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría<br />
para ti, aunque me costase la vida o la condenación.<br />
Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra<br />
Santa Patrona, yo... yo que he nacido en Toledo,<br />
¡imposible, imposible!<br />
-¡Nunca! -murmuró María con voz casi imperceptible-;<br />
¡nunca!<br />
Y siguió llorando.<br />
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente<br />
del río. En la corriente, que pasaba y pasaba sin<br />
cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie<br />
del mirador entre las rocas sobre que se asienta la<br />
ciudad imperial.<br />
III
¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque<br />
de gigantes palmeras de granito que al entrelazar<br />
sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica,<br />
bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha<br />
prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios<br />
y reales.<br />
Figuraos un caos incomprensible de sombra<br />
y luz, en donde se mezclan y confunden con las<br />
tinieblas de las naves los rayos de colores de las<br />
ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del<br />
santuario el fulgor de las lámparas.<br />
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como<br />
el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus<br />
tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía<br />
no tendréis una idea remota de ese eterno<br />
monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores,<br />
sobre el que los siglos han derramado a porfía<br />
el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de<br />
sus artes.<br />
En su seno viven el silencio, la majestad, la<br />
poesía del misticismo, y un santo horror que defiende<br />
sus umbrales contra los pensamientos mundanos<br />
y las mezquinas pasiones de la tierra.
La consunción material se alivia respirando<br />
el aire puro de las montañas, el ateísmo debe curarse<br />
respirando su atmósfera de fe.<br />
Pero si grande, si imponente se presenta la<br />
catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se<br />
penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca<br />
produce una impresión tan profunda como en los<br />
días en que despliega todas las galas de su pompa<br />
religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro<br />
y pedrería; sus gradas de alfombra y sus pilares de<br />
tapices.<br />
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente<br />
de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota<br />
en el aire una nube de incienso, y las voces del coro<br />
y la armonía de los órganos y las campanas de la<br />
torre estremecen el edificio desde sus cimientos<br />
más profundos hasta las más altas agujas que lo<br />
coronan, entonces es cuando se comprende, al<br />
sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en<br />
él, y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo<br />
de su omnipotencia.<br />
El mismo día en que tuvo lugar la escena<br />
que acabamos de referir, se celebraba en la catedral<br />
de Toledo el último de la magnífica octava de la<br />
Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una<br />
multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había<br />
dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado<br />
las luces de las capillas y del altar mayor, y las<br />
colosales puertas del templo habían rechinado sobre<br />
sus goznes para cerrarse detrás del último toledano,<br />
cuando de entre las sombras, y pálido, tan<br />
pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó<br />
un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó<br />
un hombre que vino deslizándose con el mayor<br />
sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad<br />
de una lámpara permitía distinguir sus facciones.<br />
Era Pedro.<br />
¿Qué había pasado entre los dos amantes<br />
para que se arrestara al fin a poner por obra una<br />
idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos<br />
de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba<br />
allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal<br />
propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de<br />
sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas<br />
por su frente, llevaba escrito su pensamiento.<br />
La catedral estaba sola, completamente sola,<br />
y sumergida en un silencio profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían<br />
como unos rumores confusos: chasquidos de<br />
madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién<br />
sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y<br />
palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad<br />
era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas,<br />
ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se<br />
comprimen, como roce de telas que se arrastran,<br />
como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.<br />
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su<br />
camino; llegó a la verja y subió la primera grada de<br />
la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las<br />
tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra,<br />
con la mano en la empuñadura de la espada, parecen<br />
velar noche y día por el santuario, a cuya sombra<br />
descansan todos por una eternidad.<br />
-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso<br />
andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían<br />
clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos<br />
se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo<br />
formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.<br />
Por un momento creyó que una mano fría y<br />
descarnada le sujetaba en aquel punto con una<br />
fuerza invencible. Las moribundas lámparas que<br />
brillaban en el fondo de las naves como estrellas
perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y<br />
oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes<br />
del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas<br />
de granito y sus machones de sillería.<br />
¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como<br />
fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella,<br />
subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor<br />
suyo se revestía de formas quiméricas y horribles;<br />
todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún<br />
que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente<br />
iluminada por una lámpara de oro, parecía<br />
sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de<br />
tanto horror.<br />
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil<br />
que le tranquilizara un instante concluyó por<br />
infundirle temor; un temor más extraño, más profundo<br />
que el que hasta entonces había sentido.<br />
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos<br />
para no verla, extendió la mano con un movimiento<br />
convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa<br />
ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro<br />
cuyo valor equivalía a una fortuna.<br />
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos<br />
crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural;
sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era<br />
preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver,<br />
de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas,<br />
los demonios de las cornisas, los endriagos de los<br />
capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz<br />
que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas,<br />
se movían lentamente en el fondo de las naves,<br />
pobladas de rumores temerosos y extraños.<br />
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un<br />
grito agudo se escapó de sus labios.<br />
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas<br />
que, vestidas con luengos y no vistos ropajes,<br />
habían descendido de sus huecos y ocupaban todo<br />
el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin<br />
pupila.<br />
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros,<br />
damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban<br />
y confundían en las naves y en el altar. A sus pies<br />
oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos<br />
sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él<br />
había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos<br />
mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas,<br />
trepando por los machones, acurrucados en los<br />
doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban,<br />
como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un
mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos,<br />
deformes, horrorosos.<br />
Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron<br />
con una violencia espantosa; una nube de<br />
sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo<br />
grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó<br />
desvanecido sobre el ara.<br />
Cuando al otro día los dependientes de la<br />
iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la<br />
ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse,<br />
exclamó con una estridente carcajada:<br />
-¡Suya, suya!<br />
El infeliz estaba loco.
El caudillo de las manos rojas<br />
Tradición india<br />
Canto primero<br />
I<br />
Ha desaparecido el sol tras las cimas del<br />
Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con<br />
un velo de crespón a la perla de las ciudades de<br />
Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies,<br />
entre los bosques de canela y sicomoros, semejante<br />
a una paloma que descansa sobre un nido de flores.<br />
II<br />
El día que muere y la noche que nace luchan<br />
un momento, mientras la azulada niebla del<br />
crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles,<br />
robando el color y las formas a los objetos, que<br />
parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.<br />
III<br />
Los confusos rumores de la ciudad, que se<br />
evaporan temblando; los melancólicos suspiros de<br />
la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por<br />
las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un
himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y<br />
al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo<br />
del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde,<br />
produciendo un canto dulce, vago y perdido como<br />
las últimas notas de la improvisación de una bayadera.<br />
IV<br />
La noche vence; el cielo se corona de estrellas,<br />
y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se<br />
ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese<br />
caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo<br />
tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes<br />
más allá de los montes, a cuyos pies corre el Ganges<br />
como una inmensa serpiente azul con escamas<br />
de plata?<br />
V<br />
Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan<br />
como la saeta a los combates y a la muerte, tras el<br />
estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede<br />
adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los<br />
dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o<br />
suspender su puñal de mango de ágata del amarillo<br />
chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka,<br />
rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli,
magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra<br />
de Dios e hijo de los astros luminosos?<br />
VI<br />
Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya<br />
el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro<br />
brillo de la pupila del tigre, comunicando a<br />
sus oscuras facciones el resplandor de una noche<br />
serena, o el aspecto terrible de una tempestad en<br />
las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero<br />
¿qué aguarda?<br />
VII<br />
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta<br />
de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los<br />
extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca<br />
túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como<br />
la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis<br />
al primer rayo de la solitaria viajera de la<br />
noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida<br />
del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano,<br />
la virgen a quien los poetas de su nación<br />
comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre<br />
el mundo cuando éste salió de sus manos; sonrisa<br />
celeste, primera aurora de los orbes.<br />
VIII
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro<br />
resplandece como la cumbre que toca el primer<br />
rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que<br />
no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la<br />
presencia del tigre, late violentamente bajo la mano<br />
que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad<br />
que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -<br />
exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del<br />
otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas<br />
las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el<br />
Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo al Océano.<br />
Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas,<br />
la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a<br />
fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es<br />
el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia<br />
es la nada.<br />
IX<br />
Ya la estrella del alba anuncia el día; la luna<br />
se desvanece como una ilusión que se disipa, y los<br />
sueños, hijos de la oscuridad, huyen con ella en<br />
grupos fantásticos. Los dos amantes permanecen<br />
aún bajo el verde abanico de una palmera, mudo<br />
testigo de su amor y sus juramentos, cuando se<br />
eleva un sordo ruido a sus espaldas.
Pulo vuelve el rostro y exhala un grito agudo<br />
y ligero como el del chacal, y retrocede diez pies de<br />
un solo salto, haciendo brillar al mismo tiempo la<br />
hoja de su agudo puñal damasquino.<br />
X<br />
¿Qué ha puesto pavor en el alma del valiente<br />
caudillo? ¿Acaso esos dos ojos que brillan en la<br />
oscuridad son los del manchado tigre o los de la<br />
terrible serpiente? No. Pulo no teme al rey de las<br />
selvas ni al de los reptiles; aquellas pupilas que<br />
arrojan llamas pertenecen a un hombre, y aquel<br />
hombre es su hermano.<br />
Su hermano, a quien arrebataba su único<br />
amor; su hermano, por quien estaba desterrado de<br />
Osira; el que, por último, juró su muerte si volvía a<br />
Kattak, poniendo la mano sobre el ara de su Dios.<br />
XI<br />
Siannah le ve también, siente helarse la<br />
sangre en sus venas y queda inmóvil, como si la<br />
mano de la Muerte la tuviera asida por el cabello.<br />
Los dos rivales se contemplan un instante de pies a<br />
cabeza; luchan con las miradas, y exhalando un<br />
grito ronco y salvaje, se lanzan el uno sobre el otro<br />
como dos leopardos que se disputan una presa...
Corramos un velo sobre los crímenes de nuestros<br />
antepasados; corramos un velo sobre las escenas<br />
de luto y horror de que fueron causa las pasiones<br />
de los que ya están en el seno del Grande Espíritu.<br />
XII<br />
El sol nace en Oriente; diríase al verlo que<br />
el genio de la luz, vencedor de las sombras, ebrio<br />
de orgullo y majestad, se lanza en triunfo sobre su<br />
carro de diamantes, dejando en pos de sí, como la<br />
estela de un buque, el polvo de oro que levantan<br />
sus corceles en el pavimento de los cielos. Las<br />
aguas, los bosques, las aves, el espacio, los mundos<br />
tienen una sola voz, y esta voz entona el himno<br />
del día. ¿Quién no siente saltar su corazón de júbilo<br />
a los ecos de este solemne cántico?<br />
XIII<br />
Sólo un mortal; vedle allí. Sus ojos desencajados<br />
están fijos con una mirada estúpida en la sangre<br />
que tiñe sus manos, en balde, saliendo de su<br />
inmovilidad y embargado de un frenesí terrible, corre<br />
a lavárselas. en las orillas del Jawkior; bajo las<br />
cristalinas ondas, las manchas desaparecen; mas<br />
apenas retira sus manos, la sangre, humeante y<br />
roja, vuelve a teñirlas. Y torna a las ondas, y torna a
aparecer la mancha, hasta que al cabo exclama con<br />
un acento de terrible desesperación: -¡Siannah!<br />
¡Siannah! La maldición del cielo ha caído sobre<br />
nuestras cabezas.<br />
¿Conocéis a ese desgraciado, a cuyos pies<br />
hay un cadaver y cuyas rodillas abraza una mujer?<br />
Es Pulo-Dheli, rey de Osira, magnífico señor de<br />
señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos,<br />
por la muerte de su hermano y antecesor...
Canto segundo<br />
I<br />
-¿De qué me sirven el poder y la riqueza si<br />
una víbora enroscada en el fondo de mi corazón lo<br />
devora, sin que me sea dado arrancarla de su guarida?<br />
Ser rey, señor de señores; ver cruzar ante los<br />
ojos, como las visiones de un sueño, las perlas, el<br />
oro, los placeres y la alegría; verlos cruzar al alcance<br />
de la mano, y al tenderla para asirlos, ¡encontrar<br />
cuanto toca manchado de sangre!.., ¡Oh! ¡Esto es<br />
espantoso!<br />
II<br />
Así exclamaba Pulo, revolcándose sobre la<br />
púrpura de su lecho y torciéndose las manos a impulsos<br />
de su terrible desesperación. En balde el<br />
humo de los pebeteros embalsama la opulenta<br />
cámara; en balde la seda de brillantes colores se ha<br />
extendido sobre diez pieles de tigre para que descansen<br />
sus miembros; en balde han invocado los<br />
brahmines por siete veces al espíritu del reposo y al<br />
genio de los sueños de nácar... El Remordimiento,<br />
sentado a la cabecera del lecho, los ahuyenta con<br />
un grito lúgubre y prolongado, grito que resuena
incesante en el oído de Pulo: que golpea su frente<br />
con dolor al escucharlo.<br />
III<br />
Los genios que cruzan en numerosas caravanas<br />
sobre dromedarios de záfiro y entre nubes de<br />
ópalo; las schivas de ojos verdes como las olas del<br />
mar, cabellos de ébano y cinturas esbeltas como los<br />
juncos de los lagos; los cantares de los espíritus<br />
invisibles que refrescan con sus alas los cansados<br />
párpados de los justos, no pasan como una tromba<br />
de luz y de colores en el sueño del criminal.<br />
Gigantes cataratas de sangre negra y espumosa<br />
que se estrellan bramando sobre las oscuras<br />
peñas de un precipicio terrible, imágenes espantosas<br />
y confusas de desolación y terror; éstos son<br />
los fantasmas que engendra su mente durante las<br />
horas del reposo.<br />
IV<br />
Por eso el magnífico señor de Osira puede<br />
gustar la copa del beleño con que los dioses brindan<br />
a sus escogidos; por eso apenas la aurora abre<br />
las puertas al día, se lanza del lecho, se desnuda de<br />
sus vestidos que abrillantan las perlas y el oro, y<br />
depositando un beso sobre la frente de su amada,
sale de palacio en traje de un simple cazador, dirigiéndose<br />
hacia la parte de la ciudad que domina la<br />
cumbre del Jabwi.<br />
V<br />
Como a la mediación de esta montaña, nace<br />
un torrente que se derrumba en sábanas de plata<br />
hasta bajar a la llanura, donde, refrenando su ímpetu,<br />
se desliza silencioso entre las guijas y las flores<br />
para ir a confundir sus rizadas ondas con las ondas<br />
del Jawkior. Una gruta natural, formada de enormes<br />
peñascos que parecen próximos a desplomarse,<br />
sirve de taza a estas olas en su nacimiento. Allí,<br />
transparentes y sombrías sus aguas, parecen dormir<br />
sin que las turbe otro rumor que el monótono<br />
ruido del manantial que las alimenta, el suspiro de la<br />
brisa que viene a humedecer sus alas en la linfa, o<br />
el salvaje grito d e los cóndores que se lanzan a las<br />
nubes como una flecha disparada.<br />
VI<br />
Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad,<br />
manda retirarse a los que le siguen, y emprende<br />
solo y sumido en hondas meditaciones el camino<br />
que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras,<br />
se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya
salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde<br />
va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de<br />
su recamada túnica, del amarillo chal, emblema<br />
misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su<br />
vestidura por el tosco traje de un simple cazador?<br />
¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su<br />
guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad,<br />
único bálsamo de las penas que el resto de los<br />
hombres no comprende?<br />
VII<br />
No. Cuando el regio morador de Kattak<br />
abandona su alcázar para acosar en sus dominios<br />
al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de<br />
marfil fatigan el eco de los bosques; cien ágiles<br />
esclavos le preceden arrancando las malezas de los<br />
senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner<br />
sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de<br />
lino y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose<br />
el honor de conducir su aljaba de ópalo.<br />
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.<br />
La soledad es el imperio de la conciencia.<br />
VIII
El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a<br />
su término. A sus pies salta el torrente; sobre su<br />
cabeza está la gruta en que duerme el manantial<br />
que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las<br />
hendiduras de una roca para templar la sed del dios<br />
Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a<br />
cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A<br />
datar de aquella época remota, un brahmín vela<br />
constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo<br />
sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas<br />
virtudes en que, según una venerable tradición,<br />
abundan las sagradas linfas.<br />
IX<br />
El último de estos sacerdotes, que encendidos<br />
en amor por la divinidad han consagrado sus<br />
días a venerarla en contemplación de sus obras, es<br />
un anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo:<br />
nadie sabe la época en que llegó a Kattak<br />
para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables;<br />
sobre cuya cabeza han lucido más de<br />
cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el<br />
brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y<br />
la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y<br />
respeto cuando por casualidad baja a la llanura.<br />
Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los
cóndores le traen su alimento, y que el genio de<br />
aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le<br />
revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él<br />
mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas<br />
de un brahmín.<br />
X<br />
¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se<br />
ignora, pero los que se sienten con el valor necesario<br />
para llegar hasta la gruta en que habita, suben a<br />
ella para pedirle un remedio contra los males desesperados;<br />
una revelación para conocer el término<br />
de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente<br />
a lavar un crimen que ni la sangre borraría.<br />
Uno de éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente<br />
se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que<br />
los aduladores brahmines de Kattak le impusieran<br />
no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a<br />
consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito,<br />
para que la pompa real no turbe el espíritu y selle<br />
los labios del profeta.<br />
XI<br />
Pulo llega, a través de las zarzas que rodean<br />
como un festón los bordes del torrente, hasta la<br />
entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de co-
e, suspendida de las ramas de una palmera, para<br />
que el viajero apague su sed. El caudillo toca por<br />
tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre<br />
restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso,<br />
que se pierde vibrando con el rumor de las olas.<br />
Un momento transcurre; y el solitario aparece. -<br />
Elegido del Grande Espíritu -exclama al verle el<br />
caudillo, inclinando la frente-, que el enojo de Schiven<br />
no se amontone sobre tu cabeza, como las<br />
brumas en las cimas de los montes. -Hijo de mortales<br />
-replica el anciano sin responder a la salutación-,<br />
¿qué me quieres?<br />
XII<br />
-Consultarte. -Habla. -Yo he cometido un<br />
crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma<br />
mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté<br />
a los adivinos de Brahma; las penitencias que<br />
me impusieron han sido inútiles; el remordimiento<br />
vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima<br />
me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de<br />
mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien los<br />
dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en<br />
los astros y en las arenas que arrastran los ríos,<br />
dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este<br />
crimen? -Cuando la sangre que mancha tus manos,
que en balde me ocultas, haya desaparecido -<br />
exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de<br />
indignación al príncipe, que permanece aterrado<br />
ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.<br />
XIII<br />
¿Me conoces? -prorrumpe Pulo al fin, saliendo<br />
de su estupor. -No te conozco, pero sé quién<br />
eres, -¿Quién soy? -El matador de Tippot-Dheli.<br />
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras,<br />
como herido de un rayo, y el brahmín prosigue<br />
de este modo: -En la pasada noche, cuando el sueño<br />
había descendido sobre los párpados de los<br />
mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por<br />
grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso<br />
como el hervidero de cien legiones de abejas; una<br />
manga de aire frío y silencioso vino de la parte de<br />
Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus<br />
húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios<br />
saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel<br />
soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí<br />
su diestra tan pesada como un mundo descansar<br />
sobre mi hombro en tanto que me contaba al oído tu<br />
historia.<br />
XIV
-Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la<br />
manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de<br />
mis manos estas terribles manchas.<br />
El brahmín permanece en silencio, y el<br />
príncipe prosigue: -¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá<br />
borrar esta sangre? -Lo ignoro: es muy corta tu vida<br />
para expiar este delito, y Schiven está airado, porque<br />
has hecho uso de tus facultades para la destrucción,<br />
obra que a él sólo está encomendada. -<br />
Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú;<br />
él me protegerá contra su hermano. Penetremos en<br />
la gruta sagrada. -¿Has ayunado las tres lunas? -Sí.<br />
-¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? -Sí.<br />
-¿Has dejado de cazar durante nueve días? -<br />
También. -Entonces, sígueme.<br />
Algunos momentos después de este corto<br />
diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo<br />
de la misteriosa gruta.<br />
XV<br />
Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La<br />
tradición guarda una idea confusa, y el príncipe, por<br />
quien esto se supo, habla vagamente de sierpes<br />
monstruosas y aladas que se precipitaron en las<br />
ondas del torrente, para aparecer de nuevo en for-
ma de animales desconocidos y fantásticos; de<br />
conjuros tan temibles, que a veces se cubría de<br />
manchas el sol y los montes se estremecían como<br />
cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que<br />
la sangre se helaba al escucharlos.<br />
XVI<br />
Las palabras del dios se guardan y son<br />
éstas: -Asesino marcado por Schiven con un sello<br />
de eterna infamia, sólo existe una penitencia con<br />
que puedes expiar tu crimen: sube por las orillas del<br />
Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan<br />
sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto<br />
país del Tibet, a quien defiende como un gigante<br />
muro la cordillera del Himalaya, es el término<br />
de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en<br />
el más escondido de los manantiales, y a la hora en<br />
que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el<br />
discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa<br />
Siannah, que deberá acompañarte, la sangre<br />
desaparecerá de tus manos.<br />
XVII<br />
¿Quién es ese peregrino que se apoya en<br />
su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía<br />
de una mujer hermosa, pero humildemente
ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al<br />
mismo tiempo que la luna se desvanece ante los<br />
rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico<br />
rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e<br />
hijo de los astros luminosos.
Canto tercero<br />
I<br />
Los peregrinos tocan al término de su viaje:<br />
ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas<br />
llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares,<br />
célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el<br />
sagrado río que divide al Indostán del imperio de los<br />
Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste,<br />
han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus<br />
templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la<br />
ciudad que tejió un velo para el santuario de los<br />
dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes;<br />
Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros<br />
detienen a las nubes en su vuelo.<br />
II<br />
También han gustado el reposo a la sombra<br />
de los inmensos plátanos de Dheli, concha que<br />
guarda a la perla de los reyes, presentando una<br />
ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad,<br />
ciudad que debe su nombre a las caravanas<br />
de peregrinos que de todos los puntos de la India<br />
acuden a sus templos, más numerosos que las<br />
hojas de los bosques y las arenas del Océano.<br />
III
Cuarenta lunas han nacido después que<br />
abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar<br />
los países que han cruzado, los bosques que les<br />
han prestado su sombra, los ríos que han apagado<br />
su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas<br />
rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro<br />
bastante a construir con él un alcázar soberbio; los<br />
Senwads, bosques sombrios donde el boa se desliza<br />
con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los<br />
guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales<br />
de amianto, y cien y cien otros países, ciudades,<br />
bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar<br />
a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre<br />
las inmensas llanuras de la India.<br />
IV<br />
Pero ya tocan al deseado término, ya han<br />
salido de la más terrible de las pruebas, atravesando<br />
a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así<br />
no tanto por los árboles que produce, de los que se<br />
extrae este licor, como por las amarguras que padecen<br />
los infelices que se ven en la necesidad de<br />
atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan,<br />
llevando a Siannah sobre sus espaldas.<br />
V
El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre<br />
la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa<br />
jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se<br />
aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les<br />
presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de<br />
guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se<br />
lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus<br />
cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas<br />
sobre medio mundo.<br />
VI<br />
Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes<br />
que crecen entre los juncos de la ribera, y<br />
enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las<br />
rarnas de un penachudo talipot, entona un canto<br />
melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz<br />
que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el<br />
ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes<br />
de oro y azul, de crespón y esmeraldas.<br />
VII<br />
Todo convida al descanso. Pulo y Siannah,<br />
después de refrescar sus labios con algunas de las<br />
deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las<br />
cristalinas ondas que corren, produciendo al besar<br />
las orillas un ruido manso y melancólico, semejante
al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las<br />
aguas y de las hojas que se agitan como abanicos<br />
de esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en<br />
dulces coloquios y con esa especie de satisfacción<br />
con que se menciona el peligro pasado, las mil<br />
aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación,<br />
los países que han recorrido, las maravillas<br />
que como un panorama magnífico se han desplegado<br />
a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir<br />
y sobre la felicidad que les espera cuando<br />
hayan cumplido la expiación, próxima a satisfacerse;<br />
sus palabras se atropellan llenas de un fuego y<br />
de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo<br />
su diálogo: diríase que hablan una<br />
cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas<br />
e incoherentes preceden al silencio, que con un<br />
dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes<br />
sin ser sentido.<br />
VIII<br />
El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La<br />
frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su<br />
esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los<br />
países tropicales, el mediodía es la noche de la<br />
Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda<br />
el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monó-
tono y tenaz de los insectos que voltean en el aire,<br />
brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras<br />
preciosas, y la acelerada respiración de Siannah,<br />
respiración sonora y encendida como la del<br />
que sueña embriagado con opio. Los peregrinos<br />
permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su<br />
mente?<br />
IX<br />
Hay momentos en que el alma se desborda<br />
como un vaso de mirra que ya no basta a contener<br />
el perfume; instantes en que flotan los objetos que<br />
hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación.<br />
El espíritu se desata de la materia y huye,<br />
huye a través del vacío a sumergirse en las ondas<br />
de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.<br />
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo;<br />
recorre un espacio sin límites ni fondo, océano<br />
de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus<br />
alas para remontarse a las regiones en donde habita<br />
el amor.<br />
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones<br />
sin formas ni color que se ciernen en el<br />
cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del
delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan<br />
amor y se desvanecen entre nuestros brazos.<br />
cio.<br />
X<br />
Pulo es el primero que interrumpe el silen-<br />
-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer<br />
que se ama, ese aliento que se escapa de unos<br />
labios encendidos, atropellándose en ellos como<br />
olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una<br />
playa de rubíes!<br />
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah,<br />
explicarte lo que el murmullo de tu respiración me<br />
dice! Suena en mi oído como una voz insólita que<br />
murmura palabras desconocidas en un idioma extraño<br />
y celeste; me recuerda los días de mi infancia,<br />
aquellas horas sin nombre que precedían a mis<br />
sueños de niño, aquellas horas en que los genios,<br />
volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas<br />
maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba<br />
la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto,<br />
no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que<br />
precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil<br />
crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que<br />
los demás no comprenden?
XI<br />
Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos<br />
dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila<br />
húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso<br />
semejante al reflejo de una estrella en un lago. -<br />
Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis<br />
que la hubiese alejado por algunos instantes de la<br />
tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra<br />
causa la muerte? -Es cierto -responde el príncipe-;<br />
el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales,<br />
y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra<br />
infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido.<br />
Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo,<br />
en tanto la contempla con un sentimiento de ternura<br />
indescriptible.<br />
XII<br />
-Pulo -exclama a los pocos instantes la<br />
hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya<br />
sombra agita la sangre en las venas y enciende el<br />
amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando<br />
ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta<br />
pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este<br />
bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada.<br />
-¡Proseguir cuando el sol abrasa las arenas!<br />
Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del
golfo y la luz comience a palidecer. -Esperemos -<br />
murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos<br />
de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me<br />
los claves en el alma.<br />
XIII<br />
-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben<br />
amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces,<br />
ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea...<br />
Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de<br />
nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya<br />
que no como una esposa.<br />
La beldad de las trenzas de ébano canta:<br />
I<br />
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen<br />
sed, y la sed de las espadas se templa con sangre.»<br />
«Un torrente de fuego desciende del Jabwi;<br />
esas centellas que brillan entre la nube de polvo<br />
que levantan, son los hierros de nuestros enemigos.»<br />
«Traedme el escudo reforzado con las siete<br />
pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo,<br />
para que no me desconozcan en la confusión de<br />
la pelea.»
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen<br />
sed; y la sed de las espadas se templa con sangre.»<br />
II<br />
«Allá van semejantes en...»<br />
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah<br />
se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama el<br />
príncipe- no escucho ahora las canciones de mi<br />
patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya<br />
no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o<br />
acaso que los himnos de guerra no se han hecho<br />
para que los recite una hermosa?<br />
XIV<br />
-Entona un canto de amor, uno de aquellos<br />
himnos que al son de los címbalos alzan las vírgenes<br />
cuando conducen a una joven esposa al pie de<br />
las aras. -Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo,<br />
arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la<br />
brisa y la música de las aguas.<br />
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se<br />
eleva acompasadamente como una ola que se hincha<br />
coronada de espuma.
LA VUELTA DEL COMBATE<br />
I<br />
«El combate ha terminado con el día, y el<br />
caudillo está ya en presencia de su adorada.»<br />
LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre<br />
mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el<br />
polvo de la gloria.»<br />
EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios<br />
entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte<br />
en una copa de rubí.»<br />
II<br />
LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo<br />
de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor,<br />
divino amor!, desciende en brazos del misterio y de<br />
la noche a coronar con tu aureola a los que arden<br />
en tu llama.»<br />
EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento<br />
del alma generosa! ¡esperanza del guerrero!, ¡amor,<br />
ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de<br />
los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre<br />
la corona de laurel del caudillo.»
III<br />
LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa<br />
como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la<br />
mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se<br />
agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis<br />
mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados;<br />
todo se borra y se confunde ante mis ojos, que<br />
no ven más que el fuego que arde en los tuyos.<br />
Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de melodiosos<br />
acordes y me estremece a su contacto?»<br />
pasa.»<br />
EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que<br />
XV<br />
El canto de Siannah expira, y con él, suave<br />
y armonioso, el rumor de un beso.<br />
¿Qué son los vanos castillos que eleva la<br />
voluntad del hombre para combatir las funestas<br />
armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena<br />
que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran<br />
al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.
Canto cuarto<br />
I<br />
-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la<br />
tierra y sé el mensajero de mis iras.<br />
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta<br />
voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita<br />
sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene<br />
una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero.<br />
-¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre<br />
que me diste el ser para que sirviera de eslabón<br />
invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de<br />
los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar<br />
las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta<br />
que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi<br />
soberanía?<br />
II<br />
Schiven continúa de este modo, dirigiéndose<br />
a su imagen: -Hace algunos momentos pensaba<br />
en llevar a cabo la destrucción del príncipe que<br />
usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano<br />
buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú,<br />
mi orgulloso antagonista, le defendía bajo el<br />
inmenso escudo con que oculta los hombres a mis<br />
ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan
ayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido<br />
a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo,<br />
un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando<br />
su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el<br />
ave atraída por el boa.<br />
III<br />
De su seno brotaba un raudal de armonías,<br />
que llenaban el vacío, dilatándose en él como los<br />
círculos en un lago donde se arroja una piedra.<br />
Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando<br />
entre mares de colores y sonidos, su alegría y su<br />
gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la<br />
mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas,<br />
lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los<br />
ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a<br />
Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la<br />
inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.<br />
IV<br />
He aquí el momento oportuno para mi venganza.<br />
El príncipe faltó a su promesa, y ahora está<br />
abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su<br />
ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión<br />
propicia para derramar sobre sus párpados un sueño<br />
precursor del sepulcro, un sueño de agonía y
ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus<br />
manos de acero y pesan sobre el corazón como una<br />
montaña de plomo.<br />
V<br />
El Sueño tiende las alas de tul, y abandona<br />
la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido<br />
entre la flotante sombra de los áloes.<br />
El silencio le precede y sus hechuras le siguen<br />
en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden<br />
entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis,<br />
locos delirios, embriones de confusas<br />
ideas, semejantes a las que produce en mitad de la<br />
fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.<br />
VI<br />
La silenciosa caravana llega a las orillas del<br />
Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste<br />
experimenta primero una languidez voluptuosa,<br />
después un entorpecimiento general, y por último,<br />
sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus<br />
pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro.<br />
El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor<br />
que contiene su misterioso vaso de ópalo.<br />
VII
Cuando la materia duerme, el espíritu vela.<br />
En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil<br />
y sumergido en un letargo profundo, su alma<br />
se reviste de una forma imaginaria, y huye de los<br />
lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le<br />
esperan las creaciones del sueño, que le fingen un<br />
mundo poblado de seres animados con la vida de la<br />
idea: visión magnífica, profética y real en su fondo,<br />
vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la<br />
conserva, la visión del caudillo.<br />
VIII<br />
La noche es oscura; el viento muge y silba<br />
sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de<br />
las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas<br />
de fuego sobre las nubes, en que se les ve<br />
pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de<br />
eco en eco en los abismos de las cordilleras; la<br />
lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose<br />
con los sordos mugidos de la tormenta, el<br />
prolongado lamento del vendaval y el temeroso<br />
murmullo de las hojas del bosque, se escucha por<br />
intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que<br />
parece formarse en la cavidad de un pecho de<br />
bronce.<br />
IX
Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal<br />
hora aquella selva, no hubiera podido menos de<br />
dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo<br />
parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos<br />
de la Naturaleza con las profecías de los blancos<br />
fantasmas de sus antepasados, que rompían el<br />
secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la<br />
muerte.<br />
X<br />
De cuantos guerreros se rodean el chal<br />
amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el<br />
combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor<br />
necesario para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados<br />
senderos con una noche tan terrible.<br />
XI<br />
Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha<br />
pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le<br />
sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso<br />
temeroso. -¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz<br />
que resuena en la espesura? -Es el viento que azota<br />
los palmares -responde el caudillo, lanzando, a<br />
pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de<br />
los añosísimos troncos de áloes que bordan las<br />
lindes del sendero.
XII<br />
Los esposos prosiguen caminando y la<br />
tempestad haciéndose cada vez más terrible. -<br />
¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra<br />
espalda? -interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la<br />
lluvia que agita las lianas -añade el príncipe armando<br />
la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. -<br />
¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira<br />
alrededor nuestro. -Échate en tierra -grita Pulo de<br />
repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.<br />
dad.<br />
XIII<br />
Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuri-<br />
La flecha del príncipe parte.<br />
A su áspero silbar responde un rugido ahogado<br />
y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco,<br />
se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla,<br />
esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la<br />
diestra. Siannah está desmayada y oculta con el<br />
manto del guerrero, a cuyos pies yace.<br />
XIV<br />
La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en el<br />
pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía<br />
pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste,<br />
cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque,<br />
merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de<br />
los hombres avezados a los peligros y a la muerte.<br />
Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco<br />
estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que<br />
brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los<br />
ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.<br />
XV<br />
La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno<br />
han enmudecido: al brillante y súbito resplandor de<br />
los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada,<br />
una luz indecisa semejante al primer albor de un<br />
día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían<br />
guarecido de la tempestad bajo los pabellones de<br />
verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren<br />
alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se<br />
ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de<br />
muerte por una mano invisible. Los gigantescos<br />
árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos<br />
de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar<br />
el suelo con las pálidas hojas que se desprenden<br />
de sus ramas, como se desprenden los cabe-
llos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas<br />
que se mecieran al soplo del viento suspendidas en<br />
el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden<br />
el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores<br />
como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase,<br />
al contemplar este asombroso espectáculo, que un<br />
tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose<br />
en imperceptibles efluvios de las entrañas de la<br />
tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el<br />
mundo.<br />
XVI<br />
El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno<br />
suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas<br />
imágenes desoladoras; pero lo que más asombro<br />
le causa es ver el sangriento cadáver del tigre<br />
estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas<br />
formas, ir tomando, merced a una inconcebible<br />
transformación, las de una serpiente.<br />
-Ya no me queda ningún género de duda -<br />
exclama- Schiven desea mi muerte; reconozco en<br />
ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no<br />
fuera yo un dios para luchar con los dioses!... Mas<br />
no importa; mortal miserable como soy, venderé<br />
cara mi vida.
XVII<br />
El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa;<br />
su longitud es ya treinta veces mayor que la<br />
del boa secular que se despierta de dos en dos<br />
lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos,<br />
fijos y fascinadores, están clavados en los<br />
del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese<br />
arrojo sin límites que presta la desesperación en<br />
sus momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado<br />
escudo, inútil para aquel combate, y desnuda<br />
por segunda vez su puñal.<br />
XVIII<br />
La gigantesca serpiente comienza a replegarse<br />
sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y<br />
agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa,<br />
se arroja a su cuello, tan grueso como el de una<br />
palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla.<br />
¡Imposible! Las aceradas escamas que la cubren<br />
y defienden son impenetrables como la concha de<br />
las tortugas del Jawkior.<br />
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos<br />
de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el<br />
puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas,<br />
y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos,
cuando una flecha disparada de las nubes baja<br />
silbando y traspasa los de la serpiente.<br />
XIX<br />
Un furor terrible se apodera de ésta, que,<br />
desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo,<br />
busca a ciegas a su celeste enemigo.<br />
La punta de diamante de una segunda flecha<br />
pone fin a su agonía con la muerte.<br />
El caudillo, recobrado de su estupor, puede<br />
entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido<br />
de una emoción profunda de gratitud y respeto, al<br />
que es deudor de la vida.<br />
Vichenú, cubiertas las espaldas con un<br />
manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de<br />
las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su<br />
lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y su<br />
sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya<br />
sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines<br />
del Océano.<br />
XX<br />
-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven<br />
con acento airado,- ¿para qué subiste a la sagrada<br />
gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las
limpias aguas de su manantial, si las revelaciones<br />
celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper<br />
tu juramento, como se rompe la flecha sobre la<br />
rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo<br />
enmudece; el rubor de su falta colora sus bronceadas<br />
mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de<br />
este modo:<br />
-Inmensa como la imprevisión de los hombres<br />
es la bondad del cielo: he aquí por qué me he<br />
apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las<br />
fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae<br />
en la medida de la culpa, debe añadirse a la del<br />
castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya<br />
insuficiente para lavar tu alma.<br />
XXI<br />
-Si un solo momento de olvido desvaneció<br />
como el humo cuanto había logrado merecer con mi<br />
arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -<br />
exclama el príncipe.<br />
-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco,<br />
descálzate las sandalias, y abandonando las orillas<br />
del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a<br />
Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el<br />
seno del olvido un templo que en mi honor levantara
un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por<br />
mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles.<br />
Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas<br />
olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle<br />
el lugar en que el templo se oculta: éste lo<br />
conocerás por los fuegos que durante la noche voltean<br />
sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.<br />
XXII<br />
Vichenú desaparece: los árboles recobran<br />
su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y<br />
a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo<br />
y suave esplendor de una noche estrellada y<br />
llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.<br />
El príncipe se incorpora y corre al lugar en<br />
que Siannah permanece desmayada y oculta bajo<br />
los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste,<br />
y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y<br />
ansiedad.<br />
cido.<br />
Siannah no está allí; Siannah ha desapare-<br />
XXIII
En aquel punto el sueño tiende las alas y<br />
abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún,<br />
despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en<br />
cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.<br />
El sol, recostado en un lecho de púrpura y<br />
de oro como un rajá en su alfombra de colores,<br />
lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos<br />
ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su<br />
sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas<br />
en murmullos y perfumes, juguetean con el<br />
cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las<br />
aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes<br />
la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan<br />
un himno melancólico, al que se unen las aladas y<br />
suaves notas de los pájaros que despiden al día con<br />
un dulcísimo y triste adiós.<br />
XXIV<br />
-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada<br />
por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde estás<br />
que no me oyes? Siannah, inseparable compañera<br />
de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi<br />
lado para robarme la única felicidad que me restaba<br />
en la tierra? ¡Oh!, vuelve, vuelve, hermosa mía; sin<br />
ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin<br />
lágrimas.
XXV<br />
Sólo el eco responde al enamorado Pulo,<br />
que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las<br />
orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su<br />
esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y<br />
cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo<br />
los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos<br />
de los pesares y la felicidad de los amantes,<br />
aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero<br />
cendal de bruma, y Siannah no parece.<br />
XXVI<br />
-Insensato -dice una voz que resuena en el<br />
viento, sin que se vea la boca de donde parte:-<br />
¿que vas a hacer?<br />
El caudillo, que ha desnudado el puñal para<br />
asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y<br />
escucha estas palabras:<br />
-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas<br />
tu vida y cumples cuanto te he dicho, la<br />
mancha de sangre de tus manos desaparecerá para<br />
siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.<br />
Los sueños son el espíritu de la realidad<br />
con las formas de la mentira; los dioses descienden
en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas<br />
del porvenir o recuerdos del pasado.<br />
La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú<br />
que se le había aparecido en sueños.
Canto quinto<br />
I<br />
El príncipe después de un año de peregrinación,<br />
llega al fin al término señalado por el genio.<br />
Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su<br />
protegido, ha velado día y noche por su vida hasta<br />
dejarle en Kattak.<br />
II<br />
La aurora rasga el velo de la noche; de sus<br />
trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia<br />
de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes<br />
del mar se encienden y las crestas de sus<br />
olas brillan como las escamas de la armadura de un<br />
guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas<br />
aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al<br />
cielo una columna de aromas en emanaciones;<br />
perfumadas emanaciones que los genios, cruzando<br />
sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con<br />
las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas<br />
a los pies de Bermach, autor de la maravillosa<br />
máquina de los mundos.<br />
III
Pulo se ha sentado sobre una de las rocas<br />
que erizan en aquella parte del reino de Kattak las<br />
extensas playas del Océano. Su pensamiento está<br />
dividido entre su esposa y su conciencia.<br />
-Ya se aproxima -dice- la hora del perdón;<br />
unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del<br />
ave misteriosa que Vichenú ha escogido pura intérprete<br />
de sus designios. Dios, que conservas cuanto<br />
existe, apartando las tempestades y la muerte de la<br />
cabeza de los hombres, no interpongas tu poder<br />
entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre<br />
mi vida y las garras del tigre, o los anillos del boa<br />
gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame<br />
el amor y la conciencia, cuyos golpes matan<br />
sin que se vea la mano que los dirige.<br />
IV<br />
El sol se va levantando pausadamente del<br />
seno del mar y remontándose por la cumbre del<br />
firmamento. El caudillo, después de lavarse por<br />
siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando<br />
algunas oraciones misteriosas, emprende una<br />
difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales<br />
rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y<br />
las tempestades, cuyas plantas besan o azotan las<br />
hirvientes olas del Océano.
V<br />
Después de trepar por espacio de una hora,<br />
asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en<br />
las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al<br />
fin encontrarse en la cumbre del promontorio.<br />
En una de las rocas de granito que coronan<br />
su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta<br />
le parece distinguir las formas confusas de un ave,<br />
que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad<br />
con una luz fantástica.<br />
VI<br />
-Ave de los dioses -prorrumpe Pulo cayendo<br />
de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza<br />
blanca-; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje<br />
vivió por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú,<br />
logrando con este ardid evitar la muerte que el dios<br />
de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando<br />
tus palabras, como los tulipanes agostados por<br />
el fuego del día esperan las gotas del rocío de la<br />
noche.<br />
VII<br />
El cuervo, abandonando su guarida, se abate<br />
sobre una de las enhiestas rocas, y, después de
agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo,<br />
que lo escucha en silencio y con la frente humillada<br />
en el polvo:<br />
-Señor de Osira, poderoso descendiente de<br />
los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de<br />
Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es<br />
inútil que me lo refieras. El templo que buscas se<br />
halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré<br />
el sitio en que se empezarán las excavaciones.<br />
VIII<br />
El cuervo de la cabeza blanca se remonta<br />
en los aires, dejándose caer al pie del promontorio,<br />
donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste<br />
toca al término de su descensión, el ave misteriosa<br />
emprende la marcha caminando a saltos pequeños<br />
y sin abandonar las costas en que viene a romperse<br />
el oleaje de crestas de oro.<br />
Prosiguen durante todo el día sin abandonar<br />
la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el<br />
sol desciende al seno de las ondas rodeado de<br />
espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de<br />
las playas, internándose tierra adentro, a través de<br />
un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y<br />
altísimos.
IX<br />
Las nubes, amontonándose en el Occidente,<br />
envuelven el cadáver del sol en un sudario de<br />
brumas, antes que descienda a su sepulcro.<br />
La noche se adelanta, una noche sin astros<br />
y sin transparencia; la brisa murmura la oración de<br />
los muertos, sollozando melancólica entre los espesos<br />
juncos; el perfume de las flores que se abren en<br />
la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el<br />
silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose<br />
con esos rumores siniestros y misteriosos que<br />
nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad,<br />
sin que podamos decir quién los produce.<br />
-Ave inmortal -exclama Pulo deteniéndose<br />
en su camino,- he aquí que la noche se ha apoderado<br />
de la tierra y que en balde procuro seguirte,<br />
pues la sombra te ha robado a mi vista.<br />
El grito del chacal se oye cada vez más<br />
próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin<br />
armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de<br />
sus traidores ataques.<br />
Volvamos atrás y esperemos al día para<br />
proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el<br />
de aquel que arriesga su vida contra enemigos que
no puede exterminar o vencer; si al menos la luna<br />
brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de<br />
este pantano, donde a cada paso que doy temo<br />
encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas<br />
cenagosas e inmóviles.<br />
X<br />
-No temas -responde el cuervo;- el dios que<br />
nos envía cuidará de nosotros desde su elevación.<br />
He aquí la manera de salir con bien de este peligro:<br />
las llanuras que vamos a atravesar presenciaron la<br />
derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que<br />
éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio<br />
que te protege, reunió en su daño a los guerreros<br />
de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de<br />
venganza contra su vencedor, se juntaron entre las<br />
sombras de la noche para afilar las espadas que<br />
habían de herir a los predilectos de Vichenú.<br />
XI<br />
Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse<br />
a las selvas que se extienden al pie de la<br />
colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una<br />
nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose<br />
de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo<br />
su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos<br />
será la que se aproxima al templo de mi<br />
dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás<br />
portadores de su escudo y su aljaba.<br />
XII<br />
Éste, lanzando a sus compañeros una mirada<br />
de inteligencia, respondió al victorioso rey con<br />
la sonrisa en los labios:<br />
-¿Quién sabe cuál será el remoto país que<br />
envía este enjambre de peregrinos? La fama del<br />
asombroso templo de Kattak corre de boca en boca<br />
hasta los más remotos confines del mundo.<br />
Tu padre, después de fijar nuevamente las<br />
miradas en aquella nube de polvo que se aproxima,<br />
y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con<br />
voz terrible:<br />
XIII<br />
-¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos<br />
llamean al rayo del sol como las armaduras<br />
de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del<br />
viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara<br />
armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me<br />
queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se
endereza como la víbora para morderme en ellos.<br />
No importa; veremos si los caudillos de Lahore han<br />
aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de<br />
acostumbrarse a huir.<br />
XIV<br />
-Valientes -prosigue dirigiéndose a los que<br />
le acompañan- dadme el arco y el escudo, desnudad<br />
vuestros aceros, y que las roncas bocinas de<br />
plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.<br />
Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes,<br />
por toda respuesta le hunde en el pecho su misma<br />
espada, de que era portador, y blandiéndola después<br />
en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a<br />
voces:<br />
-¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo,<br />
domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos<br />
un día al soplo del tirano como al del huracán<br />
el humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!<br />
XV<br />
En tanto, el infelice rey, revolcándose en su<br />
sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la voz<br />
se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa<br />
para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los
puños crispados y tendidos hacia las bárbaras<br />
huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás<br />
de sus instrumentos de bronce.<br />
XVI<br />
Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de<br />
la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda,<br />
llenan el ámbito de los aires con los terribles<br />
bramidos del caracol sagrado, al que responden en<br />
la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de<br />
tu padre.<br />
XVII<br />
-¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre<br />
como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la<br />
primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo<br />
que ciñe su frente? ¡Mi dueño! -exclaman los valientes<br />
conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir<br />
dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde<br />
al rumor de la batalla con el grito de guerra.<br />
XVIII<br />
Los enemigos se adelantan, la llanura gime<br />
bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y<br />
el eco de los lejanos montes repite sus salvajes<br />
alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte.
Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al<br />
rigor del acero; el templo de dios es presa de las<br />
llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones<br />
levantó el rey de Osira en honor del<br />
benéfico genio de Allah-abad.<br />
XIX<br />
Cuando llegó la noche, la expirante llama<br />
del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de<br />
luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el<br />
casco de los valientes que habían sucumbido a los<br />
golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos<br />
de sangre y de gloria.<br />
Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro<br />
de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía<br />
el imponente estruendo de los muros al<br />
desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o<br />
el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente<br />
resplandor del fuego, rugía en su cueva,<br />
temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.<br />
Los vencedores abandonaron con el día la<br />
llanura donde desde esa época nadie osa poner la<br />
planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso
tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado<br />
por la soledad del espanto.<br />
XX<br />
Pulo escucha sobrecogido de un religioso<br />
pavor, la historia del sangriento combate en que su<br />
padre perdió la vida; historia que en su país cantan<br />
las bayaderas al son de los címbalos, pero cuya<br />
terrible sencillez nunca había arrancado una lágrima<br />
tan ardiente a sus ojos, cual la que entonces rodó<br />
abrasadora sobre su mejilla.<br />
XXI<br />
El cuervo prosigue así: -¿Ves allá, entre los<br />
espesos cañaverales, encenderse una llama ligera y<br />
cárdena, que vacila y corre sobre el haz de las fétidas<br />
aguas del pantano? Más lejos, al pie de la colina,<br />
donde a la sombra de un bosque sombrío se<br />
levanta un grosero sepulcro formado de piedras<br />
toscas e irregulares, ¿ves cómo se desarrolla el<br />
brillante fluido, y vuela sobre la tumba, y se detiene<br />
junto a los troncos de los árboles, y se multiplica<br />
subdividiéndoles en mil otras llamas fantásticas,<br />
ligeras y de un azulado resplandor?<br />
XXII
Esos son los espíritus de los valientes que<br />
en defensa del genio que te protege sucumbieron al<br />
golpe de las hachas de Kattak. Dobla en tierra la<br />
rodilla, que tu padre va a dejar el seno de la tumba<br />
para guiarnos, a través de la noche, del pantano y<br />
de las sombras de los valientes, al sitio en que cubiertos<br />
de musgo y escondidos entre las hierbas<br />
altas y silenciosas hallaremos los restos mortales,<br />
única reliquia del ara de Vichenú.<br />
XXIII<br />
Pulo se arrodilla, y del tosco sepulcro del<br />
bosque se levanta una llama roja, que lanzándose<br />
al vacío comienza a caminar con dirección al ocaso.<br />
El cuervo sigue a la llama y el príncipe al<br />
cuervo.<br />
De repente aquélla se detiene sobre la<br />
cumbre de la colina, en cuya falda duerme el viento<br />
de la noche suspirando entre las hojas de los árboles.<br />
El pájaro de la cabeza blanca tiende el vuelo,<br />
y cerniéndose en los aires sobre las ruinas de la<br />
Pagoda, llama con una voz al caudillo: éste, maravillado<br />
y absorto, sube la suave pendiente que conduce<br />
al término de su peregrinación.
Canto sexto<br />
I<br />
-Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y<br />
trae en tu compañía los artífices más celebrados<br />
que en él encuentres. A la luz del sol durante el día,<br />
a la de las antorchas durante la noche, que no se dé<br />
un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco<br />
de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso<br />
clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros<br />
golpes del martillo.<br />
II<br />
Seis años tienes de término para reedificar<br />
la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y<br />
alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las<br />
nubes y estallaran las tempestades, como en las<br />
crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira,<br />
oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore<br />
y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países,<br />
y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda<br />
de nuestros días resplandecerá como los astros,<br />
flotantes moradas de los genios.<br />
Entonces se traba en el alma de Pulo una<br />
lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye<br />
con el triunfo de aquélla.
Un genio de mal guía sus pasos a través de<br />
la noche; y éstos se dirigen impulsados por una<br />
fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra<br />
el peregrino.<br />
III<br />
Presta de nuevo atención; nada se escucha.<br />
¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano!<br />
Diciendo así, el caudillo de las manos rojas<br />
separa las colgaduras de seda y oro que cubren la<br />
puerta de la habitación que ocupa el misterioso<br />
viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le<br />
asombraría tanto como la escena que se presenta a<br />
sus ojos.<br />
IV<br />
El peregrino ha desaparecido.<br />
En mitad del aposento, y al débil resplandor<br />
de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto<br />
de un horroroso ídolo.<br />
La locura en sus fantásticas creaciones, el<br />
sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en<br />
su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen<br />
tan repugnante y terrible.
V<br />
No es su rostro el del genio benéfico que<br />
protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones<br />
se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos<br />
atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura<br />
del dios de la selva, no; la fisonomía de<br />
aquella tosca escultura, que sin concluir aún se<br />
presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de<br />
infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece<br />
pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca<br />
está contraída por una sonrisa feroz; todo en él<br />
revela un genio del mal.<br />
chenú.<br />
Es la imagen de Schiven y no la de Vi-<br />
La impaciencia ha perdido para siempre al<br />
desgraciado caudillo.<br />
VI<br />
Éste, presa de un vértigo y saliendo de su<br />
inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,- despertad<br />
de vuestro sueño; la esperanza de dicha que<br />
aún me restaba se ha desvanecido como el perfume<br />
de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el<br />
combate; levantad el ídolo que lo representa; llevadlo<br />
al ara sobre vuestros hombros al compás de los
himnos del luto y el clamor de las plañideras y los<br />
címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con<br />
él mi vida.<br />
VII<br />
Los brahmines y los servidores del príncipe<br />
que han acudido a su llamamiento, se apresuran a<br />
ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas<br />
vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros<br />
hieren sus escudos con el pomo de la espada; las<br />
roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo<br />
sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente<br />
comitiva que conduce al dios de la muerte<br />
y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del<br />
seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y<br />
morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y<br />
horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción<br />
que solemnizan su victoria.<br />
VIII<br />
El día comienza a despuntar; la luna se<br />
desvanece, y el mar se colora con la primera luz del<br />
alba. El templo resplandece iluminado en su interior<br />
por cien y cien magníficas lámparas de bronce y<br />
oro; las blancas nubes que se elevan de los altares,<br />
difunden la esencia de la mirra y del áloe por los
extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido<br />
la frente con el amarillo chal, emblema del poder<br />
soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras<br />
está de rodillas ante el ara.<br />
Las ceremonias con que los brahmines, invocando<br />
la piedad de los genios, han dado posesión<br />
al de la muerte del templo de Jaganata han concluido.<br />
IX<br />
-¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe<br />
al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses está<br />
suspendida sobre mi cabeza, como una espada<br />
pendiente de un cabello; mis manos, que desde la<br />
terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha<br />
visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas;<br />
esta sangre es la de mi antecesor, la de mi<br />
hermano, a quien arranque la vida con la corona.<br />
Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación,<br />
me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por<br />
vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos,<br />
siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza<br />
va a desaparecer de la tierra.<br />
La multitud, sobrecogida y llena de terror,<br />
permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el
altar en que está colocado el dios, prosigue de este<br />
modo, dirigiéndose al informe ídolo, que parece que<br />
contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa.<br />
X<br />
-Schiven, enemigo y extirpador de mi raza:<br />
si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu<br />
cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi<br />
última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes<br />
de partir del mundo, la contemple un instante<br />
por la postrera vez; que su boca reciba el frío y<br />
apagado aliento de la mía; que sus besos cierren<br />
mis párpados a la eterna noche de la tumba.<br />
XI<br />
La muchedumbre que ocupa las naves del<br />
templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un<br />
grito de horror.<br />
Pulo se ha atravesado con su espada, y el<br />
caliente borbotón de sangre que brotó de su herida<br />
saltó humeando al rostro del genio.<br />
En aquel instante, una mujer atraviesa el<br />
atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en<br />
que se eleva el ara de Schiven.
-¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola:<br />
-Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y<br />
expira.<br />
XII<br />
Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de<br />
Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que<br />
formó Bermach en un delirio de placer, combinando<br />
la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad<br />
de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos<br />
de una schiva, la luz de un diamante de Golconda,<br />
la armonía de una noche de verano y la esencia de<br />
un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa<br />
entre las hermosas siguió a Pulo a través de su<br />
peregrinación en esas regiones desconocidas de las<br />
que ningún viajero vuelve.<br />
Siannah fue la primera viuda indiana que se<br />
arrojó al fuego con el cadáver de su esposo.
El rayo de luna<br />
Yo no sé si esto es una historia que parece<br />
cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo<br />
decir es que en su fondo hay una verdad, una<br />
verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de<br />
los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones<br />
de imaginación.<br />
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho<br />
un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta<br />
leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al<br />
menos podrá entretenerles un rato.<br />
I<br />
Era noble, había nacido entre el estruendo<br />
de las armas, y el insólito clamor de una trompa de<br />
guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un<br />
instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro<br />
pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.<br />
Los que quisieran encontrarle, no lo debían<br />
buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde<br />
los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban<br />
a volar a los halcones, y los soldados se<br />
entretenían los días de reposo en afilar el hierro de<br />
su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro<br />
señor? -preguntaba algunas veces su madre.<br />
-No sabemos -respondían sus servidores:acaso<br />
estará en el claustro del monasterio de la<br />
Peña, sentado al borde de una tumba, prestando<br />
oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación<br />
de los muertos; o en el puente, mirando<br />
correr unas tras otras las olas del río por debajo de<br />
sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y<br />
entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir<br />
una nube con la vista o contemplar los fuegos<br />
fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz<br />
de las lagunas. En cualquiera parte estará menos<br />
en donde esté todo el mundo.<br />
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la<br />
amaba de tal modo, que algunas veces hubiera<br />
deseado no tener sombra, porque su sombra no le<br />
siguiese a todas partes.<br />
Amaba la soledad, porque en su seno, dando<br />
rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo<br />
fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas<br />
de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que<br />
nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera<br />
encerrar sus pensamientos, y nunca los había<br />
encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar<br />
habitaban espíritus de fuego de mil colores, que<br />
corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos<br />
encendidos, o danzaban en una luminosa ronda<br />
de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba<br />
las horas muertas sentado en un escabel junto a la<br />
alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en<br />
la lumbre.<br />
Creía que en el fondo de las ondas del río,<br />
entre los musgos de la fuente y sobre los vapores<br />
del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas,<br />
sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros,<br />
o cantaban y se reían en el monótono rumor del<br />
agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.<br />
En las nubes, en el aire, en el fondo de los<br />
bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba<br />
percibir formas o escuchar sonidos misteriosos,<br />
formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles<br />
que no podía comprender.<br />
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no<br />
para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante:<br />
a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía<br />
los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al<br />
andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el<br />
punto de quedarse una noche entera mirando a la<br />
luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata,<br />
o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los<br />
cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas<br />
largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si<br />
es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho,<br />
que es posible que esos puntos de luz sean mundos;<br />
si es verdad que en ese globo de nácar que<br />
rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres<br />
tan hermosas serán las mujeres de esas regiones<br />
luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré<br />
amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo<br />
será su amor?...<br />
Manrique no estaba aún lo bastante loco<br />
para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo<br />
suficiente para hablar y gesticular a solas, que es<br />
por donde se empieza.<br />
II<br />
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las<br />
carcomidas y oscuras piedras de las murallas de<br />
Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al<br />
antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones<br />
se extendían a lo largo de la opuesta margen<br />
del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros<br />
de la Orden habían ya abandonado sus históricas<br />
fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos<br />
de los anchos torreones de sus muros, aún se<br />
veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra<br />
y campanillas blancas, los macizos arcos de su<br />
claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus<br />
patios de armas, en las que suspiraba el viento con<br />
un gemido, agitando las altas hierbas.<br />
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos<br />
no hollaban hacía muchos años las plantas<br />
de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí<br />
misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de<br />
que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.<br />
Las plantas trepadoras subían encaramándose<br />
por los añosos troncos de los árboles;<br />
las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban<br />
y se confundían entre sí, se habían cubierto<br />
de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban<br />
en medio de los enarenados caminos, y en dos<br />
trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago,<br />
flotando al viento como el penacho de una<br />
cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose<br />
como en un columpio sobre sus largos y<br />
flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción<br />
y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada,<br />
llena de perfumes y de rumores apacibles, y<br />
con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo<br />
azul, luminoso y transparente.<br />
Manrique, presa su imaginación de un vértigo<br />
de poesía, después de atravesar el puente, desde<br />
donde contempló un momento la negra silueta<br />
de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de<br />
algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en<br />
el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de<br />
los Templarios.<br />
La media noche tocaba a su punto. La luna,<br />
que se había ido remontando lentamente, estaba ya<br />
en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una<br />
oscura alameda que conducía desde el derruido<br />
claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un<br />
grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa,<br />
de temor y de júbilo.<br />
En el fondo de la sombría alameda había<br />
visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento<br />
y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de<br />
una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero<br />
y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante<br />
en que el loco soñador de quimeras o imposibles<br />
penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!...,<br />
¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -<br />
exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento,<br />
rápido como una saeta.<br />
III<br />
Llegó al punto en que había visto perderse<br />
entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa.<br />
Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos,<br />
muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos<br />
de los árboles como una claridad o una forma<br />
blanca que se movía.<br />
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y<br />
huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su<br />
busca, separando con las manos las redes de hiedra<br />
que se extendían como un tapiz de unos en<br />
otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza<br />
y las plantas parásitas hasta una especie de rellano<br />
que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!,<br />
por aquí, por aquí va -exclamó entonces.- Oigo sus<br />
pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su<br />
traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos;<br />
-y corría y corría como un loco de aquí para<br />
allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas<br />
-murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay<br />
duda, ha hablado... El viento que suspira entre las
amas; las hojas, que parece que rezan en voz baja,<br />
me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay<br />
duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En<br />
qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera...<br />
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces<br />
creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando<br />
que las ramas, por entre las cuales había desaparecido,<br />
se movían; ya imaginando distinguir en la arena<br />
la huella de sus propios pies; luego, firmemente<br />
persuadido de que un perfume especial que aspiraba<br />
a intervalos era un aroma perteneciente a aquella<br />
mujer que se burlaba de él, complaciéndose en<br />
huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán<br />
inútil!<br />
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera<br />
de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose<br />
con las mayores precauciones sobre la hierba, ya<br />
en una carrera frenética y desesperada.<br />
Avanzando, avanzando por entre los inmensos<br />
jardines que bordaban la margen del río,<br />
llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la<br />
ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta altura<br />
podré orientarme para seguir mis pesquisas a<br />
través de ese confuso laberinto -exclamó trepando<br />
de peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre<br />
la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero<br />
que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente<br />
impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes<br />
que lo encarcelan.<br />
Manrique, una vez en lo alto de las rocas,<br />
tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y<br />
fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una<br />
blasfemia.<br />
La luz de la luna rielaba chispeando en la<br />
estela que dejaba en pos de sí una barca que se<br />
dirigía a todo remo a la orilla opuesta.<br />
En aquella barca había creído distinguir una<br />
forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer<br />
que había visto en los Templarios, la mujer de sus<br />
sueños, la realización de sus más locas esperanzas.<br />
Se descolgó de las peñas con la agilidad de un<br />
gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga<br />
pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose<br />
del ancho capotillo de terciopelo, partió como<br />
una exhalación hacia el puente.<br />
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes<br />
que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura!<br />
Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor
a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero<br />
por la parte de San Saturio, entraban en Soria por<br />
una de las puertas del muro, que en aquel tiempo<br />
llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se<br />
retrataban sus pardas almenas.<br />
IV<br />
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar<br />
a los que habían entrado por el postigo de<br />
San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de<br />
saber la casa que en la ciudad podía albergarlos.<br />
Fija en su mente esta idea, penetró en la población,<br />
y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó<br />
a vagar por sus calles a la ventura.<br />
Las calles de Soria eran entonces, y lo son<br />
todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio<br />
profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían,<br />
ora el lejano ladrido de un perro; ora el<br />
rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de<br />
un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le<br />
sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas.<br />
Manrique, con el oído atento a estos rumores<br />
de la noche, que unas veces le parecían los<br />
pasos de alguna persona que había doblado ya la
última esquina de un callejón desierto, otras, voces<br />
confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y<br />
que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo<br />
algunas horas, corriendo al azar de un sitio a<br />
otro.<br />
Por último, se detuvo al pie de un caserón<br />
de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron<br />
sus ojos con una indescriptible expresión de<br />
alegría. En una de las altas ventanas ojivales de<br />
aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un<br />
rayo de luz templada y suave que, pasando a través<br />
de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa,<br />
se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de<br />
la casa de enfrente.<br />
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -<br />
murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto<br />
sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró<br />
por el postigo de San Saturio... por el postigo de<br />
San Saturio se viene a este barrio... en este barrio<br />
hay una casa, donde pasada la media noche aún<br />
hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que<br />
vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo<br />
a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.<br />
En esta firme persuasión, y revolviendo en<br />
su cabeza las más locas y fantásticas imaginacio-
nes, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la<br />
que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la<br />
vista un momento.<br />
Cuando llegó el día, las macizas puertas del<br />
arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya<br />
clave se veían esculpidos los blasones de su dueño,<br />
giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido<br />
prolongado y agudo. Un escudero reapareció<br />
en el dintel con un manojo de llaves en la mano,<br />
restregándose los ojos y enseñando al bostezar una<br />
caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.<br />
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo<br />
fue obra de un instante.<br />
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se<br />
llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria?<br />
¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -<br />
Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo<br />
violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual,<br />
después de mirarle un buen espacio de tiempo con<br />
ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz<br />
entrecortada por la sorpresa:<br />
En esta casa vive el muy honrado señor D.<br />
Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro
señor el rey, que herido en la guerra contra moros,<br />
se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus<br />
fatigas.<br />
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;-<br />
¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o<br />
lo que sea?<br />
-No tiene ninguna mujer consigo.<br />
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme<br />
allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto<br />
arder una luz?<br />
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que,<br />
como se halla enfermo, mantiene encendida su<br />
lámpara hasta que amanece.<br />
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no<br />
le hubiera causado más asombro que el que le causaron<br />
estas palabras.<br />
V<br />
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y<br />
si la encuentro, estoy casi seguro de que he de<br />
conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré<br />
decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas<br />
o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo<br />
de su traje, un solo extremo que vuelva a ver,
me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy<br />
mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues<br />
de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me<br />
están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el<br />
crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles<br />
palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo<br />
pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo<br />
la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón,<br />
y mi corazón no me engaña nunca. Verdad<br />
es que ya he recorrido inútilmente todas las calles<br />
de Soria; que he pasado noches y noches al sereno,<br />
hecho poste de una esquina; que he gastado<br />
más de veinte doblas en oro en hacer charlar a<br />
dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en<br />
San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en<br />
su manto de anascote, que se me figuró una deidad;<br />
y al salir de la Colegiata una noche de maitines,<br />
he seguido como un tonto la litera del arcediano,<br />
creyendo que el extremo de sus holapandas era<br />
el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo<br />
la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá<br />
seguramente al trabajo de buscarla.<br />
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser<br />
azules, azules y húmedos como el cielo de la noche;<br />
me gustan tanto los ojos de ese color; son tan<br />
expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay du-
da; azules deben de ser, azules son, seguramente;<br />
y sus cabellos negros, muy negros y largos para<br />
que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche,<br />
al par que su traje, y eran negros... no me engaño,<br />
no; eran negros.<br />
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy<br />
rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante<br />
y oscura, a una mujer alta... porque... ella es<br />
alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas<br />
de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros<br />
envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras<br />
de sus doseles de granito!<br />
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es<br />
suave como el rumor del viento en las hojas de los<br />
álamos, y su andar acompasado y majestuoso como<br />
las cadencias de una música.<br />
Y esa mujer, que es hermosa como el más<br />
hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa<br />
como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia<br />
lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi<br />
espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se<br />
ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha<br />
de amar como yo la amaré, como la amo ya, con<br />
todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades<br />
de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera<br />
y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa<br />
como yo, amiga de la soledad y el misterio,<br />
como todas las almas soñadoras, se complace en<br />
vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?<br />
Dos meses habían transcurrido desde que<br />
el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó<br />
al iluso Manrique; dos meses durante los cuales<br />
en cada hora había formado un castillo en el<br />
aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos<br />
meses, durante los cuales había buscado en vano a<br />
aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba<br />
creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas<br />
imaginaciones, cuando después de atrevesar<br />
absorto en estas ideas el puente que conduce a<br />
los Templarios, el enamorado joven se perdió entre<br />
las intrincadas sendas de sus jardines.<br />
VI<br />
La noche estaba serena y hermosa, la luna<br />
brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo,<br />
y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre<br />
las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista<br />
por su recinto y miró a través de las macizas columnas<br />
de sus arcadas... Estaba desierto.<br />
Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura<br />
alameda que conduce al Duero, y aún no había<br />
penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó<br />
un grito de júbilo.<br />
Había visto flotar un instante y desaparecer<br />
el extremo del traje blanco, del traje blanco de la<br />
mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba<br />
como un loco.<br />
Corre, corre en su busca, llega al sitio en<br />
que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene,<br />
fija los espantados ojos en el suelo, permanece<br />
un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus<br />
miembros, un temblor que va creciendo, que va<br />
creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera<br />
convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una<br />
carcajada sonora, estridente, horrible.<br />
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había<br />
vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a<br />
sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que<br />
penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de<br />
los árboles cuando el viento movía sus ramas.<br />
Habían pasado algunos años. Manrique,<br />
sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica<br />
de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e<br />
inquieta como la de un idiota, apenas prestaba<br />
atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos<br />
de sus servidores.<br />
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía<br />
aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por<br />
qué no buscas una mujer a quien ames, y que<br />
amándote pueda hacerte feliz?<br />
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -<br />
murmuraba el joven.<br />
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le<br />
decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de<br />
pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro<br />
pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en<br />
la guerra se encuentra la gloria.<br />
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última<br />
que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?<br />
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose<br />
colérico en su sitial;- no quiero nada... es decir, sí<br />
quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas...<br />
mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas<br />
vanos que formamos en nuestra imaginación<br />
y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y<br />
corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para<br />
encontrar un rayo de luna.<br />
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el<br />
mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me<br />
figuraba que lo que había hecho era recuperar el<br />
juicio.
poco.<br />
el rato.<br />
La cruz del diablo<br />
I<br />
Que lo crea o no, me importa bien<br />
Mi abuelo se lo narró a mi padre;<br />
mi padre me lo ha referido a mí,<br />
y yo te lo cuento ahora,<br />
siquiera no sea más que por pasar<br />
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras<br />
alas de vapor sobre las pintorescas orillas del<br />
Segre, cuando después de una fatigosa jornada<br />
llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.<br />
Bellver es una pequeña población situada a<br />
la falda de una colina, por detrás de la cual se ven<br />
elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro<br />
de granito, las empinadas y nebulosas crestas de<br />
los Pirineos.<br />
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados<br />
aquí y allá sobre una ondulante sábana de<br />
verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas
que han abatido su vuelo para apagar su sed en las<br />
aguas de la ribera.<br />
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas<br />
su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos<br />
vestigios de construcción, señala la antigua línea<br />
divisoria entre el condado de Urgel y el más importante<br />
de sus feudos.<br />
A la derecha del tortuoso sendero que conduce<br />
a este punto, remontando la corriente del río y<br />
siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se<br />
encuentra una cruz.<br />
El asta y los brazos son de hierro; la redonda<br />
base en que se apoya, de mármol, y la escalinata<br />
que a ella conduce, de oscuros y mal unidos<br />
fragmentos de sillería.<br />
La destructora acción de los años, que ha<br />
cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la<br />
piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras<br />
crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose<br />
hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta<br />
encina le sirve de dosel.<br />
Yo había adelantado algunos minutos a mis<br />
compañeros de viaje, y deteniendo mi escuálida<br />
cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz,
muda y sencilla expresión de las creencias y la piedad<br />
de otros siglos.<br />
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación<br />
en aquel instante. Ideas ligerísimas, sin forma<br />
determinada, que unían entre sí, como un invisible<br />
hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares,<br />
el alto silencio de la naciente noche y la vaga melancolía<br />
de mi espíritu.<br />
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo<br />
e indefinible, eché maquinalmente pie a<br />
tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo<br />
de mi memoria una de aquellas oraciones que me<br />
enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones,<br />
que cuando más tarde se escapan involuntarias de<br />
nuestros labios, parece que aligeran el pecho oprimido,<br />
y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor,<br />
que también toma estas formas para evaporarse.<br />
Ya había comenzado a murmurarla, cuando<br />
de improviso sentí que me sacudían con violencia<br />
por los hombros.<br />
Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.<br />
Era uno de nuestros guías natural del país,<br />
el cual, con una indescriptible expresión de terror<br />
pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme con-
sigo y cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía<br />
en mis manos.<br />
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad<br />
de cólera, equivalía a una interrogación enérgica,<br />
aunque muda.<br />
El pobre hombre sin cejar en su empeño de<br />
alejarme de aquel sitio, contestó a ella con estas<br />
palabras, que entonces no pude comprender, pero<br />
en las que había un acento de verdad que me sobrecogió:<br />
-¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo<br />
más sagrado que tenga en el mundo, señorito,<br />
cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa<br />
de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no<br />
bastándole la ayuda de Dios, recurre a la del demonio!<br />
Yo permanecí un rato mirándole en silencio.<br />
Francamente, creí que estaba loco; pero él prosiguió<br />
con igual vehemencia:<br />
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante<br />
de esa cruz le pide usted al cielo que le preste<br />
ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán<br />
en una sola noche hasta las estrellas invisibles,<br />
sólo porque no encontremos la raya en toda<br />
nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.<br />
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa<br />
es una cruz santa como la del porche de nuestra<br />
iglesia?...<br />
-¿Quién lo duda?<br />
-Pues se engaña usted de medio a medio;<br />
porque esa cruz, salvo lo que tiene de Dios, está<br />
maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno,<br />
y por eso le llaman La cruz del diablo.<br />
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus<br />
instancias, sin darme cuenta a mí mismo del involuntario<br />
temor que comenzó a apoderarse de mi<br />
espíritu, y que me rechazaba como una fuerza desconocida<br />
de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo! ¡Nunca<br />
ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada<br />
de dos ideas tan absolutamente enemigas!...<br />
¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza será<br />
que en llegando a la población me expliques este<br />
monstruoso absurdo.<br />
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas,<br />
que habían picado sus cabalgaduras, se nos<br />
reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves<br />
palabras lo que acababa de suceder; monté<br />
nuevamente en mi rocín, y las campanas de la pa-
oquia llamaban lentamente a la oración, cuando<br />
nos apeamos en el más escondido y lóbrego de los<br />
paradores de Bellver.<br />
II<br />
Las llamas rojas y azules se enroscaban<br />
chisporroteando a lo largo del grueso tronco de<br />
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras,<br />
que se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos<br />
muros, se empequeñecían o tomaban<br />
formas gigantescas, según la hoguera despedía<br />
resplandores más o menos brillantes; el vaso de<br />
saúco, ora vacío, ora lleno, y no de agua, como<br />
cangilón de noria, había dado tres veces la vuelta<br />
en derredor del círculo que formábamos junto al<br />
fuego, y todos esperaban con impaciencia la historia<br />
de La cruz del diablo, que a guisa de postres de la<br />
frugal cena que acabábamos de consumir se nos<br />
había prometido, cuando nuestro guía tosió por dos<br />
veces, se echó al coleto un último trago de vino,<br />
limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó<br />
de este modo:<br />
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no<br />
sé cuánto, pero los moros ocupaban aún la mayor<br />
parte de España, se llamaban condes nuestros<br />
reyes, y las villas y aldeas pertenecían en feudo a
ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje a<br />
otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a<br />
referir a ustedes.<br />
Concluida esta breve introducción histórica,<br />
el héroe de la fiesta guardó silencio durante algunos<br />
segundos como para coordinar sus recuerdos, y<br />
prosiguió así:<br />
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto,<br />
esta villa y algunas otras formaban parte del<br />
patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial<br />
se levantó por muchos siglos sobre la cresta de un<br />
peñasco que baña el Segre, del cual toma su nombre.<br />
Aún testifican la verdad de mi relación algunas<br />
informes ruinas que, cubiertas de jaramago y<br />
musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el<br />
camino que conduce a este pueblo.<br />
No sé si por ventura o desgracia quiso la<br />
suerte que este señor, a quien por su crueldad detestaban<br />
sus vasallos, y por sus malas cualidades ni<br />
el rey admitía en su corte, ni sus vecinos en el<br />
hogar, se aburriese de vivir solo con su mal humor y<br />
sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados<br />
colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca<br />
de alguna distracción propia de su carácter, lo<br />
cual era bastante difícil después de haberse cansado,<br />
como ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos,<br />
apalear a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.<br />
En esta ocasión cuentan las crónicas que<br />
se le ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz.<br />
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas<br />
naciones se aprestaban a partir juntos en una<br />
formidable armada a un país maravilloso para conquistar<br />
el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, que<br />
los moros tenían en su poder, se determinó a marchar<br />
en su seguimiento.<br />
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus<br />
culpas, que no eran pocas, derramando su sangre<br />
en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un<br />
punto donde sus malas mañas no se conociesen, se<br />
ignora; pero la verdad del caso es que, con gran<br />
contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y<br />
de iguales, allegó cuanto dinero pudo, redimió a sus<br />
pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad,<br />
y no conservando de propiedad suya más que el<br />
peñón del Segre y las cuatro torres del castillo,
herencia de sus padres, desapareció de la noche a<br />
la mañana.<br />
La comarca entera respiró en libertad durante<br />
algún tiempo, como si despertara de una pesadilla.<br />
Ya no colgaban de sus sotos, en vez de frutas,<br />
racimos de hombres; las muchachas del pueblo<br />
no temían al salir con su cántaro en la cabeza a<br />
tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores<br />
llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables<br />
y ocultas, temblando encontrar a cada revuelta<br />
de la trocha a los ballesteros de su muy<br />
amado señor.<br />
Así transcurrió el espacio de tres años; la<br />
historia del mal caballero, que sólo por este nombre<br />
se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo<br />
dominio de las viejas, que en las eternas veladas<br />
del invierno las relataban con voz hueca y temerosa<br />
a los asombrados chicos; las madres asustaban a<br />
los pequeñuelos incorregibles o llorones diciéndoles:<br />
¡que viene el señor del Segre!, cuando he aquí<br />
que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o<br />
abortado de los profundos, el temido señor apareció<br />
efectivamente, y como suele decirse, en carne y<br />
hueso, en mitad de sus antiguos vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable<br />
sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar mejor<br />
que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando<br />
sus vendidos derechos, que si malo se<br />
fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito se encontraba<br />
antes de partir a la guerra; ya no podía contar<br />
con más recursos que su despreocupación, su lanza<br />
y una media docena de aventureros tan desalmados<br />
y perdidos como su jefe.<br />
Como era natural, los pueblos se resistieron<br />
a pagar tributos que a tanta costa habían redimido;<br />
pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus<br />
alquerías y a sus mieses.<br />
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero<br />
el señor se burló de las <strong>cartas</strong>-leyes de los condes<br />
soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y<br />
colgó a los farautes de una encina.<br />
Exasperados y no encontrando otra vía de<br />
salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre<br />
sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron<br />
las armas: pero el señor llamó a sus secuaces,<br />
llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su<br />
roca y se preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba<br />
con todas armas, en todos sitios y a todas<br />
horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en<br />
la llanura, en el día y durante la noche.<br />
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para<br />
pelear.<br />
Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan<br />
ustedes cómo.<br />
Una noche oscura, muy oscura, en que no<br />
se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba un solo<br />
astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos<br />
por una reciente victoria, se repartían el botín, y<br />
ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la<br />
loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos<br />
cantares en loor de su infernal patrono.<br />
Como dejo dicho, nada se oía en derredor<br />
del castillo, excepto el eco de las blasfemias, que<br />
palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche,<br />
como palpitan las almas de los condenados envueltas<br />
en los pliegues del huracán de los infiernos.<br />
Ya los descuidados centinelas habían fijado<br />
algunas veces sus ojos en la villa que reposaba<br />
silenciosa, y se habían dormido sin temor a una<br />
sorpresa, apoyados en el grueso tronco de sus lan-
zas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos<br />
a morir y protegidos por la sombra, comenzaron<br />
a escalar el cubierto peñón del Segre, a cuya cima<br />
tocaron a punto de la media noche.<br />
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer<br />
fue obra de poco tiempo: los centinelas salvaron de<br />
un solo salto el valladar que separa el sueño de la<br />
muerte; el fuego, aplicado con teas de resina al<br />
puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez del<br />
relámpago a los muros; y los escaladores, favorecidos<br />
por la confusión y abriéndose paso entre las<br />
llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida<br />
en un abrir y cerrar de ojos.<br />
Todos perecieron.<br />
Cuando el cercano día comenzó a blanquear<br />
las altas copas de los enebros, humeaban aún<br />
los calcinados escombros de las desplomadas torres;<br />
y a través de sus anchas brechas, chispeando<br />
al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares<br />
de la sala del festín, era fácil divisar la armadura<br />
del temido jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y<br />
polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las<br />
calientes cenizas, confundido con los de sus oscuros<br />
compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a<br />
rastrear por los desiertos patios, la hiedra a enredarse<br />
en los oscuros machones, y las campanillas<br />
azules a mecerse colgadas de las mismas almenas.<br />
Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las<br />
aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se<br />
deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de<br />
vez en cuando el silencio de muerte de aquel lugar<br />
maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos<br />
moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún<br />
podía verse el haz de armas del señor del Segre,<br />
colgado del negro pilar de la sala del festín.<br />
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas<br />
acerca de aquel objeto, causa incesante de<br />
hablillas y terrores para los que le miraban llamear<br />
durante el día, herido por la luz del sol, o creían<br />
percibir en las altas horas de la noche el metálico<br />
son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando<br />
las movía el viento, con un gemido prolongado y<br />
triste.<br />
A pesar de todos los cuentos que a propósito<br />
de la armadura se fraguaron, y que en voz baja<br />
se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores,<br />
no pasaban de cuentos, y el único más<br />
positivo que de ellos resultó, se redujo entonces a
una dosis de miedo más que regular, que cada uno<br />
de por sí se esforzaba en disimular lo posible,<br />
haciendo, como decirse suele, de tripas corazón.<br />
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada<br />
se habría perdido. Pero el diablo, que a lo que parece<br />
no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda<br />
con el permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la<br />
comarca algunas culpas, volvió a tomar <strong>cartas</strong> en el<br />
asunto.<br />
Desde este momento las fábulas, que hasta<br />
aquella época no pasaron de un rumor vago y sin<br />
viso alguno de verosimilitud, comenzaron a tomar<br />
consistencia y a hacerse de día en día más probables.<br />
En efecto, hacía algunas noches que todo el<br />
pueblo había podido observar un extraño fenómeno.<br />
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo<br />
las retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya vagando<br />
entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al<br />
parecer en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse<br />
y tornar a aparecer para alejarse en distintas<br />
direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas,<br />
cuya procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante<br />
el intervalo de un mes, y los confusos aldeanos<br />
esperaban inquietos el resultado de aquellos<br />
conciliábulos, que ciertamente no se hizo aguardar<br />
mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas,<br />
varias reses desaparecidas y los cadáveres de algunos<br />
caminantes despeñados en los precipicios,<br />
pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas<br />
a la redonda.<br />
Ya no quedó duda alguna. Una banda de<br />
malhechores se albergaba en los subterráneos del<br />
castillo.<br />
Éstos, que sólo se presentaban al principio<br />
muy de tarde en tarde y en determinados puntos del<br />
bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la<br />
ribera, concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros<br />
de las montañas, emboscarse en los caminos,<br />
saquear los valles y descender como un torrente<br />
a la llanura, donde a éste quiero, a éste no quiero,<br />
no dejaban títere con cabeza.<br />
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas<br />
desaparecían, y los niños eran arrancados de<br />
las cunas a pesar de los lamentos de sus madres,<br />
para servirlos en diabólicos festines, en que, según
la creencia general, los vasos sagrados sustraídos<br />
de las profanadas iglesias servían de copas.<br />
El terror llegó a apoderarse de los ánimos<br />
en un grado tal, que al toque de oraciones nadie se<br />
aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre<br />
se creían seguros de los bandidos del peñón.<br />
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían<br />
venido? ¿Cuál era el nombre de su misterioso<br />
jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar<br />
y que nadie podía resolver hasta entonces, aunque<br />
se observase desde luego que la armadura del señor<br />
feudal había desaparecido del sitio que antes<br />
ocupara, y posteriormente varios labradores hubiesen<br />
afirmado que el capitán de aquella desalmada<br />
gavilla marchaba a su frente cubierto con una que,<br />
de no ser la misma, se le asemejaba en un todo.<br />
Cuanto queda repetido, si se le despoja de<br />
esa parte de fantasía con que el miedo abulta y<br />
completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí<br />
de sobrenatural y extraño.<br />
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos<br />
que las ferocidades con que éstos se distinguían, ni<br />
más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas<br />
armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas<br />
antes de morir por uno de sus secuaces, prisionero<br />
en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida,<br />
preocupando el ánimo de los más incrédulos.<br />
Poco más o menos, el contenido de su confusión<br />
fue éste:<br />
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia.<br />
Los extravíos de mi juventud, mis locas prodigalidades<br />
y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi<br />
cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi<br />
padre, que me desheredó al expirar. Hallándome<br />
solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin<br />
duda debió sugerirme la idea de reunir algunos<br />
jóvenes que se encontraban en una situación idéntica<br />
a la mía, los cuales seducidos con la promesa de<br />
un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no<br />
vacilaron un instante en suscribir a mis designios.<br />
Éstos se reducían a formar una banda de<br />
jóvenes de buen humor, despreocupados y poco<br />
temerosos del peligro, que desde allí en adelante<br />
vivirían alegremente del producto de su valor y a<br />
costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer<br />
de cada uno de ellos conforme a su voluntad,<br />
según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca<br />
para teatro de nuestras expediciones futuras, y escogimos<br />
como punto el más a propósito para nuestras<br />
reuniones el abandonado castillo del Segre,<br />
lugar seguro no tanto por su posición fuerte y ventajosa,<br />
como por hallarse defendido contra el vulgo<br />
por las supersticiones y el miedo.<br />
Congregados una noche bajo sus ruinosas<br />
arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba<br />
con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose<br />
una acalorada disputa sobre cual de nosotros<br />
había de ser elegido jefe.<br />
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis<br />
derechos: ya los unos murmuraban entre sí con<br />
ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces<br />
descompuestas por la embriaguez, habían puesto la<br />
mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la<br />
cuestión, cuando de repente oímos un extraño crujir<br />
de armas, acompañado de pisadas huecas y sonantes,<br />
que de cada vez se hacían más distintas. Todos<br />
arrojamos a nuestro alrededor una inquieta mirada<br />
de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos<br />
nuestros aceros, determinados a vender caras las<br />
vidas; pero no pudimos por menos de permanecer<br />
inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual
un hombre de elevada estatura completamente<br />
armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro con<br />
la visera del casco, el cual, desnudando su montante,<br />
que dos hombres podrían apenas manejar, y<br />
poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos<br />
de las rotas arcadas, exclamó con voz hueca y profunda,<br />
semejante al rumor de una caída de aguas<br />
subterráneas:<br />
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el<br />
primero mientras yo habite en el castillo del Segre,<br />
que tome esa espada, signo del poder.<br />
Todos guardamos silencio, hasta que,<br />
transcurrido el primer momento de estupor, le proclamamos<br />
a grandes voces nuestro capitán, ofreciéndole<br />
una copa de nuestro vino, la cual rehusó<br />
por señas, acaso por no descubrir la faz, que en<br />
vano procuramos distinguir a través de las rejillas de<br />
hierro que la ocultaban a nuestros ojos.<br />
No obstante, aquella noche pronunciamos<br />
el más formidable de los juramentos, y a la siguiente<br />
dieron principio nuestras nocturnas correrías. En<br />
ella nuestro misterioso jefe marchaba siempre delante<br />
de todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le<br />
intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca<br />
despliega sus labios; pero cuando la sangre humea
en nuestras manos, como cuando los templos se<br />
derrumban calcinados por las llamas; cuando las<br />
mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los<br />
niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen<br />
a nuestros golpes, contesta con una carcajada de<br />
feroz alegría a los gemidos, a las imprecaciones y a<br />
los lamentos.<br />
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la<br />
visera de su casco después de la victoria, ni participa<br />
del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas<br />
que le hieren se hunden entre las piezas de su armadura,<br />
y ni le causan la muerte, ni se retiran teñidas<br />
en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su<br />
cota, y aún prosigue impávido entre las llamas, buscando<br />
nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece<br />
la hermosura, y no le inquieta la ambición.<br />
Entre nosotros, unos le creen un extravagante;<br />
otros un noble arruinado, que por un resto de<br />
pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra<br />
convencido de que es el mismo diablo en persona.<br />
El autor de esas revelaciones murió con la<br />
sonrisa de la mofa en los labios y sin arrepentirse<br />
de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en<br />
diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe a
quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no<br />
cesaba en sus desastrosas empresas.<br />
Los infelices habitantes de la comarca, cada<br />
vez más aburridos y desesperados, no acertaban ya<br />
con la determinación que debería tomarse para<br />
concluir de un todo con aquel orden de cosas, cada<br />
día más insoportable y triste.<br />
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de<br />
un espeso bosque, vivía a esta sazón, en una pequeña<br />
ermita dedicada a San Bartolomé, un santo<br />
hombre de costumbres piadosas y ejemplares, a<br />
quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad,<br />
merced a sus saludables consejos y acertadas predicciones.<br />
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia<br />
y proverbial sabiduría encomendaron los vecinos de<br />
Bellver la resolución de este difícil problema, después<br />
de implorar la misericordia divina por medio de<br />
su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,<br />
conoce al diablo muy de cerca y en más de una<br />
ocasión le ha atado bien corto, les aconsejó que se<br />
emboscasen durante la noche al pie del pedregoso<br />
camino que sube serpenteando por la roca; en cuya<br />
cima se encontraba el castillo, encargándoles al<br />
mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras
armas para aprehenderlo que de una maravillosa<br />
oración que les hizo aprender de memoria, y con la<br />
cual aseguraban las crónicas que San Bartolomé<br />
había hecho al diablo su prisionero.<br />
Púsose en planta el proyecto, y su resultado<br />
excedio a cuantas esperanzas se habían concebido;<br />
pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre<br />
de Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos<br />
en la plaza Mayor, se contaban unos a otros,<br />
con aire de misterio, cómo aquella noche, fuertemente<br />
atado de pies y manos y a lomos de una<br />
poderosa mula, había entrado en la población el<br />
famoso capitán de los bandidos del Segre.<br />
De qué arte se valieron los acometedores<br />
de esta empresa para llevarla a término, ni nadie se<br />
lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo;<br />
pero el hecho era que gracias a la oración del<br />
santo o al valor de sus devotos, la cosa había sucedido<br />
tal como se refería.<br />
Apenas la novedad comenzó a extenderse<br />
de boca en boca y de casa en casa, la multitud se<br />
lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a<br />
reunirse a las puertas de la prisión. La campana de<br />
la parroquia llamó a concejo, y los vecinos más<br />
respetables se juntaron en capítulo, y todos aguar-
daban ansiosos la hora en que el reo había de<br />
comparecer ante sus improvisados jueces.<br />
Éstos, que se encontraban autorizados por<br />
los condes de Urgel para administrarse por sí mismos<br />
pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores,<br />
deliberaron un momento, pasado el cual,<br />
mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle<br />
su sentencia.<br />
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor,<br />
como en las calles por donde el prisionero debía<br />
atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces<br />
se encontraban, la impaciente multitud hervía como<br />
un apiñado enjambre de abejas. Especialmente en<br />
la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba<br />
cada vez mayores proporciones; ya los animados<br />
diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores<br />
gritos comenzaban a poner en cuidado a sus guardas,<br />
cuando afortunadamente llegó la orden de<br />
sacar al reo.<br />
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la<br />
portada de su prisión, completamente vestido de<br />
todas armas y cubierto el rostro por la visera, un<br />
sordo y prolongado murmullo de admiración y de<br />
sorpresa se elevó de entre las compactas masas
del pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle<br />
paso.<br />
Todos habían reconocido en aquella armadura<br />
la del señor del Segre: aquella armadura, objeto<br />
de las más sombrías tradiciones mientras se la<br />
vio suspendida de los arruinados muros de la fortaleza<br />
maldita.<br />
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna:<br />
todos habían visto flotar el negro penacho de<br />
su cimera en los combates que en un tiempo trabaran<br />
contra su señor; todos le habían visto agitarse al<br />
soplo de la brisa del crepúsculo, a par de la hiedra<br />
del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la<br />
muerte de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido<br />
personaje que entonces las llevaba? Pronto<br />
iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos<br />
dirán cómo esta esperanza quedó frustada, a la<br />
manera de otras muchas, y por qué de este solemne<br />
acto de justicia, del que debía aguardarse el<br />
completo esclarecimiento de la verdad, resultaron<br />
nuevas y más inexplicables confusiones.<br />
El misterioso bandido penetró al fin en la sala<br />
del concejo, y un silencio profundo sucedió a los<br />
rumores que se elevaran de entre los circunstantes,<br />
al oír resonar bajo las altas bóvedas de aquel recin-
to el metático son de sus acicates de oro. Uno de<br />
los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura,<br />
le preguntó su nombre, y todos prestaron el<br />
oído con ansiedad para no perder una sola palabra<br />
de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger<br />
sus hombros ligeramente, con un aire de desprecio<br />
e insulto que no pudo menos de irritar a sus<br />
jueces, los que se miraron entre sí sorprendidos.<br />
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y<br />
otras tantas obtuvo semejante o parecida contestación.<br />
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra!<br />
¡Que se descubra! -comenzaron a gritar los<br />
vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra!<br />
Veremos si se atreve entonces a insultarnos<br />
con su desdén, como ahora lo hace protegido por el<br />
incógnito!<br />
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente<br />
le dirigiera la palabra.<br />
ridad.<br />
El guerrero permaneció impasible.<br />
-Os lo mando en el nombre de nuestra auto-<br />
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.<br />
Ni por esas.<br />
La indignación llegó a su colmo, hasta el<br />
punto que uno de sus guardas, lanzándose sobre el<br />
reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la<br />
paciencia a un santo, le abrió violentamente la visera.<br />
Un grito general de sorpresa se escapó del auditorio,<br />
que permaneció por un instante herido de un<br />
inconcebible estupor.<br />
La cosa no era para menos.<br />
El casco, cuya férrea visera se veía en parte<br />
levantada hasta la frente, en parte caída sobre la<br />
brillante gola de acero, estaba vacío... completamente<br />
vacío.<br />
Cuando pasado ya el primer momento de<br />
terror quisieron tocarle, la armadura se estremeció<br />
ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó<br />
al suelo con un ruido sordo y extraño.<br />
La mayor parte de los espectadores, a la<br />
vista del nuevo prodigio, abandonaron tumultuosamente<br />
la habitación y salieron despavoridos a la<br />
plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento<br />
entre la multitud, que aguardaba impaciente<br />
el resultado del juicio; y fue tal alarma, la<br />
revuelta y la vocería, que ya a nadie cupo duda<br />
sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es,<br />
que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había<br />
heredado los feudos de Bellver.<br />
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose<br />
volver a un calabozo la maravillosa armadura.<br />
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios,<br />
que en representación de la atribulada villa hiciesen<br />
presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo,<br />
los que no tardaron muchos días en tornar con la<br />
resolución de estos personajes, resolución que,<br />
como suele decirse, era breve y compendillosa.<br />
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la<br />
plaza Mayor de la villa; que si el diablo la ocupa,<br />
fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.<br />
Encantados los habitantes de Bellver con<br />
tan ingeniosa solución, volvieron a reunirse en concejo,<br />
mandaron levantar una altísima horca en la<br />
plaza, y cuando ya la multitud ocupaba sus avenidas,<br />
se dirigieron a la cárcel por la armadura, en
corporación y con toda la solemnidad que la importancia<br />
del caso requería.<br />
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo<br />
arco que daba entrada al edificio, un hombre<br />
pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia<br />
de los aturdidos circunstantes, exclamando<br />
con lágrimas en los ojos:<br />
-¡Perdón, señores, perdón!<br />
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-;<br />
¿para el diablo que habita dentro de la armadura del<br />
señor del Segre?<br />
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz,<br />
en quien todos reconocieron al alcaide de las<br />
prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.<br />
Al oír estas palabras, el asombro se pintó<br />
en el rostro de cuantos se encontraban en el pórtico,<br />
que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido<br />
en la posición en que se encontraban Dios sabe<br />
hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado<br />
guardián no les hubiera hecho agruparse en su<br />
alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-,<br />
y yo no os ocultaré nada, siquiera sea en<br />
contra mía.<br />
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:<br />
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es<br />
el caso que la historia de las armas vacías me pareció<br />
siempre una fábula tejida en favor de algún noble<br />
personaje, a quien tal vez altas razones de conveniencia<br />
pública no permitía ni descubrir ni castigar.<br />
En esta creencia estuve siempre, creencia<br />
en que no podía menos de confirmarme la inmovilidad<br />
en que se encontraban desde que por segunda<br />
vez tornaron a la cárcel traídas del concejo. En vano<br />
una noche y otra, deseando sorprender su misterio,<br />
si misterio en ellas había, me levantaba poco a poco<br />
y aplicaba el oído a los intersticios de la cerrada<br />
puerta de su calabozo; ni un rumor se percibía.<br />
En vano procuré observarlas a través de un<br />
pequeño agujero producido en el muro; arrojadas<br />
sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros<br />
rincones, permanecían un día y otro descompuestas<br />
e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado por la<br />
curiosidad y deseando convencerme por mí mismo<br />
de que aquel objeto de terror nada tenía de misterioso,<br />
encendí una linterna, bajé a las prisiones,<br />
levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera<br />
-tanta era mi fe en que todo no pasaba de un cuento-<br />
de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo.<br />
Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos<br />
pasos; la luz de mi linterna se apagó por sí<br />
sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos<br />
a erizarse. Turbando el profundo silencio que<br />
me rodeaba, había oído como un ruido de hierros<br />
que se removían y chocaban al unirse entre las<br />
sombras.<br />
Mi primer movimiento fue arrojarme a la<br />
puerta para cerrar el paso, pero al asir sus hojas,<br />
sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta<br />
con un guantelete, que después de sacudirme<br />
con violencia me derribó bajo el dintel. Allí permanecí<br />
hasta la mañana siguiente, que me encontraron<br />
mis servidores falto de sentido, y recordando<br />
sólo que, después de mi caída, había creído percibir<br />
confusamente como unas pisadas sonoras, al<br />
compás de las cuales resonaba un rumor de espuelas,<br />
que poco a poco se fue alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio<br />
profundo, al que siguió luego un infernal concierto<br />
de lamentaciones, gritos y amenazas.<br />
Trabajo costó a los más pacíficos el contener<br />
al pueblo que, furioso con la novedad, pedía a<br />
grandes voces la muerte del curioso autor de su<br />
nueva desgracia.<br />
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron<br />
a disponerse a una nueva persecución.<br />
Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.<br />
Al cabo de algunos días, la armadura volvió<br />
a encontrarse en poder de sus perseguidores. Conocida<br />
la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé,<br />
la cosa no era ya muy difícil.<br />
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en<br />
vano, a fin de sujetarla, la colgaron de una horca; en<br />
vano emplearon la más exquisita vigilancia con el<br />
objeto de quitarle toda ocasión de escaparse por<br />
esos mundos. En cuanto las desunidas armas veían<br />
dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían<br />
a tomar el trote y emprender de nuevo sus excursiones<br />
por montes y llanos, que era una bendición<br />
del cielo.<br />
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se<br />
repartieron entre sí las piezas de la armadura, que<br />
acaso por la centésima vez se encontraba en sus<br />
manos, y rogaron al piadoso eremita, que un día los<br />
iluminó con sus consejos, decidiera lo que debía<br />
hacerse de ella.<br />
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia<br />
general. Se encerró por tres días en el fondo<br />
de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de<br />
ellos dispuso que se fundiesen las diabólicas armas,<br />
y con ellas y algunos sillares del castillo del Segre,<br />
se levantase una cruz.<br />
La operación se llevó a término, aunque no<br />
sin que nuevos y aterradores prodigios llenasen de<br />
pavor el ánimo de los consternados habitantes de<br />
Bellver.<br />
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas<br />
comenzaban a enrojecerse, largos y profundos<br />
gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera,<br />
de entre cuyos troncos saltaban como si estuvieran<br />
vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba de<br />
chispas rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide<br />
de sus encendidas lenguas, y se retorcían crujiendo<br />
como si una legión de diablos, cabalgando
sobre ellas, pugnase por libertar a su señor de<br />
aquel tormento.<br />
Extraña, horrible fue la operación en tanto<br />
que la candente armadura perdía su forma para<br />
tomar la de una cruz.<br />
Los martillos caían resonando con un espantoso<br />
estruendo sobre el yunque, al que veinte<br />
trabajadores vigorosos sujetaban las barras del<br />
hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los<br />
golpes.<br />
Ya se extendían los brazos del signo de<br />
nuestra redención, ya comenzaba a formarse la<br />
cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se<br />
retorcía de nuevo como en una convulsión espantosa,<br />
y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que<br />
pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte,<br />
se enroscaba en anillas como una culebra o se contraía<br />
en zigzag como un relámpago.<br />
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el<br />
agua bendita consiguieron, por último, vencer al<br />
espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.<br />
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la<br />
cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su<br />
nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes
de Mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren<br />
al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando<br />
apenas las severas amonestaciones del clero<br />
para que los muchachos no la apedreen.<br />
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias<br />
se le dirijan en su presencia. En el invierno los<br />
lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la<br />
protege, para lanzarse sobre las reses; los bandidos<br />
esperan a su sombra a los caminantes, que entierran<br />
a su pie después que los asesinan; y cuando la<br />
tempestad se desata, los rayos tuercen su camino<br />
para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper<br />
los sillares de su pedestal.
Tres fechas<br />
En una cartera de dibujo que conservo aún<br />
llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de<br />
mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo,<br />
hay escritas tres fechas.<br />
Los sucesos de que guardan la memoria estos<br />
números, son hasta cierto punto insignificantes.<br />
Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en<br />
formar algunas noches de insomnio una novela más<br />
o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación<br />
se hallaba más o menos exaltada y propensa<br />
a ideas risueñas o terribles.<br />
Si a la mañana siguiente de uno de estos<br />
nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido<br />
escribir los extraños episodios de las historias imposibles<br />
que forjo antes de que se cierren del todo mis<br />
párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota,<br />
por último, indeciso en ese punto que separa la<br />
vigilia del sueño, seguramente formarían un libro<br />
disparatado, pero original y acaso interesante.<br />
No es eso lo que pretendo hacer ahora.<br />
Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables,<br />
son en cierto modo como las mariposas, que
no pueden cogerse en las manos sin que se quede<br />
entre los dedos el polvo de oro de sus alas.<br />
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente<br />
los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los<br />
capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos<br />
aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio<br />
de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres<br />
temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones,<br />
las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías<br />
de la imaginación.<br />
I<br />
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y<br />
oscura, que guarda tan fielmente la huella de las<br />
cien generaciones que en ella han habitado; que<br />
habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le<br />
revela tantos secretos puntos de afinidad entre las<br />
ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y<br />
el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes,<br />
que yo cerraría sus entradas con una<br />
barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con<br />
este letrero:<br />
«En nombre de los poetas y de los artistas,<br />
en nombre de los que sueñan y de los que estudian,
se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de<br />
estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»<br />
Da entrada a esta calle por uno de sus extremos<br />
un arco macizo, achatado y oscuro, que<br />
sostiene un pasadizo cubierto.<br />
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido<br />
por la acción de los años, el en cual crece la<br />
hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco<br />
que lo corona como un penacho de pluma.<br />
Debajo de la bóveda y enclavado en el muro,<br />
se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e<br />
imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco,<br />
su farolillo pendiente de un cordel y sus<br />
votos de cera.<br />
Más allá de este arco que baña con su<br />
sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y<br />
tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados<br />
dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas,<br />
cada cual de su forma, sus dimensiones y su<br />
color. Unas están construidas de piedras toscas y<br />
desiguales, sin más adornos que algunos blasones<br />
groseramente esculpidos sobre la portada; otras<br />
son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve<br />
de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a capricho
en un paredón grieteado, y un mirador que termina<br />
en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece<br />
a ningún orden de arquitectura, y que tienen,<br />
sin embargo, un remiendo de todas que son un<br />
modelo acabado de un género especial y conocido,<br />
o una muestra curiosa de las extravagancias de un<br />
período del arte.<br />
Éstas tienen un balcón de madera con un<br />
cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica<br />
recientemente enlucida y con algunos tiestos de<br />
flores, la de más allá unos pintorreados azulejos en<br />
el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros,<br />
y dos fustes de columnas, tal vez procedentes<br />
de un alcázar morisco, empotrados en el muro.<br />
El palacio de un magnate convertido en corral<br />
de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por<br />
un canónigo; una sinagoga judía transformada en<br />
oratorio cristiano; un convento levantado sobre las<br />
ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda<br />
en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes,<br />
mil y mil curiosas muestras de distintas razas,<br />
civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo<br />
así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se<br />
encuentra en esta calle: calle construida en muchos<br />
siglos; calle estrecha, deforme, oscura y con infini-
dad de revueltas, donde cada cual al levantar su<br />
habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o<br />
hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar<br />
el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en<br />
no calculadas combinaciones de líneas, con un<br />
verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y<br />
tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo<br />
al que la estudia.<br />
Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras<br />
me ocupé en sacar algunos apuntes de San<br />
Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla<br />
todas las tardes para dirigirme al convento desde la<br />
posada con honores de fonda en que me había<br />
hospedado.<br />
Casi siempre la atravesaba de un extremo a<br />
otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que<br />
turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido<br />
de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un<br />
balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una<br />
ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado<br />
rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados<br />
de una muchacha toledana. Algunas veces<br />
me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta,<br />
abandonada por sus habitantes desde una<br />
época remota.
Una tarde sin embargo, al pasar frente a un<br />
caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones<br />
se veían tres o cuatro ventanas de formas<br />
desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé<br />
casualmente en una de ellas. La formaba un gran<br />
arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y<br />
agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique,<br />
recientemente construido y blanco como la<br />
nieve, en medio del cual se veía, como contenida en<br />
la primera, una pequeña ventana con un marco y<br />
sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules,<br />
cuyos tallos subían a enredarse por entre las<br />
labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales<br />
emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera<br />
y transparente.<br />
Ya la ventana de por sí era digna de llamar<br />
la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente<br />
contribuyó a que me fijase en ella, fue al<br />
notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las<br />
cortinillas se habían levantado un momento para<br />
volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que<br />
sin duda me miraba en aquel instante.<br />
Seguí mi camino preocupado con la idea de<br />
la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o más<br />
claro todavía, de la mujer que la había levantado,
porque, indudablemente, a aquella ventana tan<br />
poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores,<br />
sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una<br />
mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.<br />
Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado;<br />
apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle<br />
con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose,<br />
dos o tres ecos; miré a la ventana, y la<br />
cortinilla se volvió a levantar.<br />
La verdad es que realmente detrás de ella<br />
no vi nada; pero con la imaginación me pareció<br />
descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.<br />
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando.<br />
Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la<br />
cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así<br />
hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo<br />
desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.<br />
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En<br />
aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel<br />
claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía,<br />
sentado sobre el roto capitel de una columna, la<br />
cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y<br />
la frente entre las manos, al rumor del agua que<br />
corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las
hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba<br />
la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con<br />
aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya<br />
sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de<br />
sus ojos.<br />
La miraba cruzar por los extensos y solitarios<br />
patios de la antiquísima casa, alegrándolos con<br />
su presencia como el rayo del sol que dora unas<br />
ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín<br />
con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos<br />
árboles muy corpulentos y añosos, que debía de<br />
haber allá en el fondo de aquella especie de palacio<br />
gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en<br />
un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba<br />
pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí.<br />
¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos<br />
sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó<br />
en mi alma aquella ventana mientras permanecí<br />
en Toledo!...<br />
Pero transcurrió el tiempo que había de<br />
permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo,<br />
guardé todos mis papeles en la cartera; me<br />
despedí del mundo de las quimeras, y tomé un<br />
asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte<br />
la más alta de las torres de Toledo, saqué la<br />
cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me<br />
acordé de la calle.<br />
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme<br />
a mi asiento, mientras doblábamos la colina<br />
que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el<br />
lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de las tres,<br />
a la que yo llamo la fecha de la ventana.<br />
II<br />
Al cabo de algunos meses volví a encontrar<br />
ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro<br />
días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la<br />
puse bajo el brazo y provisto de una mano de papel,<br />
media docena de lápices y unos cuantos napoleones,<br />
deplorando que aún no estuviese concluida la<br />
línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer<br />
en sentido inverso, los puntos en que tiene lugar<br />
la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a<br />
Madrid.<br />
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué<br />
a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron<br />
la atención en mi primer viaje, y algunos<br />
otros que aún no conocía sino de nombre.
Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos<br />
entre sus barrios más antiguos la mayor parte<br />
del tiempo de que podía disponer para mi pequeña<br />
expedición artística, encontrando un verdadero placer<br />
en perderme en aquel confuso laberinto de callejones<br />
sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros<br />
y cuestas empinadas e impracticables.<br />
Una tarde, la última que por entonces debía<br />
permanecer en Toledo, después de una de estas<br />
largas excursiones a través de lo desconocido, no<br />
sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una<br />
plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de<br />
los mismos moradores de la población, y como escondida<br />
en uno de sus más apartados rincones.<br />
La basura y los escombros arrojados de<br />
tiempo inmemorial en ella, se habían identificado,<br />
por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste<br />
ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una<br />
Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos<br />
formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor<br />
malvas de unas proporciones colosales, cerros de<br />
gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas<br />
blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda,<br />
fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente<br />
al leve soplo del aire, descollando como reyes
entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos<br />
al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de<br />
los yermos y las ruinas.<br />
Diseminados por el suelo, medio enterrados<br />
unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros,<br />
veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil<br />
cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas<br />
a aquel lugar: donde iban formando capas en<br />
las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología<br />
histórica.<br />
Azulejos moriscos esmaltados de colores,<br />
trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos<br />
de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares<br />
cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera<br />
ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados,<br />
jirones de tela, tiras de cuero, y otros cien y<br />
cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían<br />
a primera vista a la superficie, llamando asimismo<br />
la atención y deslumbrando los ojos una<br />
mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura<br />
como un puñado de diamantes arrojados a<br />
granel, y que, examinados de cerca, no eran otra<br />
cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros,<br />
platos y vasijas, que, reflejando los rayos del
sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas,<br />
y deslumbrantes.<br />
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada<br />
a trechos con pequeñas piedrecitas de<br />
varios matices formando labores, a trechos cubierta<br />
de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte,<br />
según dejamos dicho, semejante a un jardín de<br />
plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.<br />
Los edificios que dibujaban su forma irregular,<br />
no eran tampoco menos extraños y digno de<br />
estudio.<br />
Por un lado la cerraba una hilera de casucas<br />
oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados<br />
de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones<br />
de mármol sujetos a las esquinas con<br />
una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos,<br />
sus ventanillos con tiestos de flores, y su<br />
farol rodeado de una red de alambre que defiende<br />
los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.<br />
Otro frente lo constituía un paredón negruzco,<br />
lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos<br />
reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y<br />
brillantes por entre las hojas de musgo: un paredón
altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de<br />
huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y<br />
argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando<br />
ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada<br />
y llena de mechinales, manchada a trechos<br />
de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de<br />
un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos<br />
tallos de enredaderas.<br />
Esto no era más, por decirlo así, que los<br />
bastidores de la extraña decoración que al penetrar<br />
en la plaza se presentó de improviso a mis ojos,<br />
cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante<br />
algún tiempo, pues el verdadero punto culminante<br />
del panorama, el edificio que le daba el tono general,<br />
se veía alzarse en el fondo de la plaza, más<br />
caprichoso, más original, infinitamente más bello en<br />
su artístico desorden que todos los que se levantaban<br />
a su alrededor.<br />
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -<br />
exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco,<br />
colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un<br />
lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente<br />
sus formas irregulares y estrambóticas<br />
para conservar por siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo<br />
y mal trazado apunte que conservo de<br />
aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría<br />
un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una<br />
idea más aproximada de él que todas las descripciones<br />
imaginables.<br />
Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo<br />
del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos<br />
renglones, puedan formarse una idea remota, si no<br />
de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de<br />
su conjunto.<br />
Figuraos un palacio árabe, con sus puertas<br />
enforma de herradura; sus muros engalanados con<br />
lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces<br />
entre sí y corren sobre una franja de azulejos<br />
brillanles: aquí se ve el hueco de un ajimez partido<br />
en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado<br />
en un marco de labores menudas y caprichosas;<br />
allá se eleva una atalaya con su mirador ligero<br />
y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y<br />
amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en<br />
el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un<br />
gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías<br />
cerradas con persianas verdes, que al descorrerse<br />
dejan ver los jardines con calles de arrayán, bos-
ques de laureles y surtidores altísimos. Todo es<br />
original, todo armónico, aunque desordenado; todo<br />
deja entrever el lujo y las marañas de su interior;<br />
todo deja adivinar el carácter y las costumbres de<br />
sus habitadores.<br />
El opulento árabe que poseía ese edificio lo<br />
abandona al fin; la acción de los años comienza a<br />
desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y<br />
a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano<br />
escoge entonces para su residencia aquel alcázar<br />
que se derrumba, y en este punto rompe un<br />
lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa<br />
de escudos, por entre los cuales se enrosca<br />
una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en<br />
aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus<br />
saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en<br />
el de más allá construye un ala de habitaciones<br />
altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte<br />
trozos de alicatado reluciente, por otra artesones<br />
oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura<br />
ligero y puro, que da entrada a un salón gótico<br />
severo e imponente.<br />
Pero llega el día en que el monarca abandona<br />
también aquél recinto, cediéndole a una comunidad<br />
de religiosas, y éstas a su vez fabrican de
nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña<br />
fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas<br />
con celosías: entre dos arcos árabes colocan el<br />
escudo de su religión esculpido en berroqueña;<br />
donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan<br />
cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando<br />
unos restos y levantando sobre otros, forman las<br />
combinaciones más pintorescas y extravagantes<br />
que pueden concebirse.<br />
Sobre la portada de la iglesia, en donde se<br />
ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en<br />
que los bañan las sombras de sus doseles, una<br />
andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos<br />
pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes,<br />
vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse<br />
un minarete esbelto y afiligranado con labores<br />
moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas<br />
almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian<br />
los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños<br />
agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez;<br />
colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican,<br />
por último, un campanario de espadaña con<br />
sus campanas, que tañen melancólicamente noche<br />
y día llamando a la oración, campanas que voltean<br />
al impulso de una mano invisible, campanas cuyos
sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria<br />
tristeza.<br />
Después pasan los años y bañan con una<br />
veladura de un medio color oscuro todo el edificio,<br />
armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus<br />
hendiduras.<br />
Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta<br />
de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las<br />
golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la<br />
lechuza escogen para su guarida los altos mechinales,<br />
desde donde en las noches tenebrosas asustan<br />
a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos<br />
con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y<br />
sus silbos extraños y agudos.<br />
Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias<br />
especiales, hubieran podido únicamente<br />
dar por resultado un edificio tan original, tan lleno<br />
de contraste, de poesía y de recuerdos, como el<br />
que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado,<br />
aunque en vano, describir con palabras.<br />
Yo lo había trazado en parte en una de las<br />
hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más<br />
altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo<br />
comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en
las ideas que de improviso me habían asaltado al<br />
contemplar aquellos silenciosos restos de otras<br />
edades, más poéticas que la material en que vivimos<br />
y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de<br />
mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome<br />
en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome<br />
por completo a los sueños de la imaginación.<br />
¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía<br />
claramente sucederse las épocas, derrumbarse<br />
unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres,<br />
o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar<br />
a otras, y las primeras y las que venían después,<br />
convertirse en polvo y volar deshechas, llevando<br />
un soplo del viento la hermosura, hermosura<br />
que arrancaba suspiros secretos, que engendró<br />
pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué<br />
sé yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas,<br />
y tocadores de encaje y de estuco con nubes de<br />
aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías<br />
con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo<br />
un libro abierto, y sobre el libro una calavera;<br />
salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices<br />
y adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres<br />
que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos;<br />
monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas<br />
con labios muy encarnados y ojos muy negros;
damas de perfil puro, de confinente altivo y andar<br />
majestuoso.<br />
Todas estas cosas veía yo, y muchas más<br />
de esas que después de pensadas, no pueden recordarse;<br />
de esas tan inmateriales que es imposible<br />
encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando<br />
de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome<br />
la mano por los ojos para convencerme de<br />
que no seguía soñando, incorporándome como<br />
movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno<br />
de los altos miradores del convento. Había visto, no<br />
me puede caber duda, la había visto perfectamente,<br />
una mano blanquísima, que saliendo por uno de los<br />
huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes<br />
a tableros de ajedrez, se había agitado varias<br />
veces como saludándome con un signo mudo y<br />
cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que<br />
me equivocase... Estaba solo, completamente solo<br />
en la plaza.<br />
En balde esperé la noche, clavado en aquel<br />
sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador;<br />
inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura<br />
piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi<br />
aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis
ensueños de la noche y de mis delirios del día. No<br />
la volví a ver más...<br />
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme<br />
de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y<br />
ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían<br />
levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles<br />
en mi cartera con un suspiro; pero antes de<br />
guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo<br />
conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré<br />
un momento la anterior, la de la ventana, y no pude<br />
menos de sonreirme de mi locura.<br />
III<br />
Desde que tuvo lugar la extraña aventura<br />
que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió<br />
cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme<br />
a la imaginación su recuerdo, al principio,<br />
a todas horas y con todos sus detalles; después<br />
con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad,<br />
que yo mismo llegué a creer algunas veces<br />
que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.<br />
No obstante, apenas llegué a la ciudad que<br />
con tanta razón llaman algunos la Roma española,<br />
me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí
preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto,<br />
sin intención preconcebida de dirigirme a ningún<br />
punto fijo.<br />
El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza<br />
a todo lo que se oye, se ve y se siente. El<br />
cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico<br />
los edificios parecían más antiguos, más extraños<br />
y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las<br />
revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas,<br />
como notas perdidas de una sinfonía misteriosa,<br />
ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o<br />
ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera<br />
húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.<br />
Anduve durante algunas horas por los barrios<br />
más apartados y desiertos, absorto en mil confusas<br />
imaginaciones, y contra mi costumbre, con la<br />
mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse<br />
llamar mi atención ni un detalle caprichoso de<br />
arquitectura, ni un monumento de orden desconocido,<br />
ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna<br />
cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso<br />
me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi<br />
mente ideas de arte y recuerdos históricos.<br />
El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el<br />
aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había
comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de<br />
nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin<br />
saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y<br />
como llevado allí por un impulso al que no podía<br />
resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente<br />
al punto a que iban mis pensamientos, me<br />
encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis<br />
lectores.<br />
Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie<br />
de letargo en que me hallaba sumido, como si<br />
me hubiesen despertado de un sueño profundo con<br />
una violenta sacudida.<br />
Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba<br />
como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste.<br />
Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o<br />
el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza;<br />
pero la verdad es que desde el sentimiento que<br />
experimenté al contemplar aquellos lugares por la<br />
vez primera, hasta el que me impresionó entonces,<br />
había toda la distancia que existe desde la melancolía<br />
a la amargura.<br />
Contemplé por algunos instantes el sombrío<br />
convento, en aquella ocasión más sombrío que<br />
nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme,<br />
cuando hirió mis oídos el son de una campana, una
campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente,<br />
mientras le acompañaba, formando<br />
contraste con ella, una especie de esquiloncillo que<br />
comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un<br />
tañido tan agudo y continuado, que parecía como<br />
acometido de un vértigo.<br />
Nada más extraño que aquel edificio, cuya<br />
negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de<br />
una roca erizada de mil y mil picos caprichosos,<br />
hablando con sus lenguas de bronce por medio de<br />
las campanas, que parecían agitarse al impulso de<br />
seres invisibles, una como llorando con sollozos<br />
ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes,<br />
semejantes a la risa de una mujer loca.<br />
A intervalos y confundidas con el atolondrador<br />
ruido de las campanas, creía percibir también<br />
notas confusas de un órgano y palabras de un<br />
cántico religioso y solemne.<br />
Varié de idea; y en vez de alejarme de<br />
aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté<br />
a uno de los haraposos mendigos que había sentados<br />
en sus escalones de piedra:<br />
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito -me contestó el pobre,<br />
interrumpiendo la oración que murmuraba entre<br />
dientes, para continuarla después, aunque no sin<br />
haber besado antes la moneda de cobre que puse<br />
en su mano al dirigirle mi pregunta.<br />
Jamás había presenciado esta ceremonia;<br />
nunca había visto tampoco el interior de la iglesia<br />
del convento. Ambas consideraciones me impulsaron<br />
a penetrar en su recinto.<br />
La iglesia era alta y oscura: formaban sus<br />
naves dos filas de pilares compuestos de columnas<br />
delgadas reunidas en un haz, que descansaban en<br />
una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación<br />
de capiteles partían los arranques de las robustas<br />
ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo,<br />
bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada<br />
de angelones con escudos, grifos, cuyos remates<br />
fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras<br />
y florones dorados, y dibujos caprichosos y<br />
elegantes. En torno a las naves se veía una multitud<br />
de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían<br />
algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas<br />
en el cielo de una noche oscura. Capillas de una<br />
arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas,<br />
cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con
humildes barandales de madera; éstas, sumidas en<br />
las tinieblas, con una antigua tumba de mármol<br />
delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas,<br />
con una imagen vestida de relumbrones y rodeada<br />
de votos de plata y cera con lacitos de cinta<br />
de colorines.<br />
Contribuía a dar un carácter más misterioso<br />
a toda la iglesia, completamente armónica en su<br />
confusión y su desorden artístico con el resto del<br />
convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De<br />
las lámparas de plata y cobre, pendientes de las<br />
bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas<br />
ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde<br />
luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban<br />
de la calle por algunas pequeñas claraboyas<br />
de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los<br />
cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien<br />
matices diferentes, los que se abrían paso a través<br />
de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos<br />
reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad<br />
aquel sagrado recinto, parecían como que<br />
luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos,<br />
mientras que otros los hacían destacar con una<br />
mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados<br />
y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta<br />
religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran
pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante<br />
tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes<br />
que oficiaban en el altar mayor, bajaban en<br />
aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras,<br />
envueltos en una nube de incienso azulado que se<br />
mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro,<br />
en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.<br />
Yo también me encaminé hacia aquel sitio<br />
con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo<br />
separaban del templo. No sé; me pareció que había<br />
de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había<br />
visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente<br />
los ojos y dilatando la pupila, como queriendo<br />
prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en<br />
el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados<br />
hierros, muy poco o nada podía verse. Como<br />
unos fantasmas blancos y negros que se movían<br />
entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el<br />
escaso resplandor de algunos cirios encendidos;<br />
una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos,<br />
coronados de doseles, bajo los que se adivinaban,<br />
veladas por la oscuridad, las confusas formas de las<br />
religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un<br />
crucifijo, alumbrado por cuatro velas, que se destacaba<br />
sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos<br />
puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt
hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto<br />
pude distinguir desde el lugar que ocupaba.<br />
Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales<br />
bordadas de oro, precedidos de unos acólitos<br />
que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y<br />
seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando<br />
el ambiente, atravesando por en medio de<br />
los fieles, que besaban sus manos y las orlas de<br />
sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.<br />
Hasta aquel momento no pude distinguir,<br />
entre las otras sombras confusas, cuál era la de la<br />
virgen que iba a consagrarse al Señor.<br />
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes<br />
del crepúsculo de la noche levantarse de las<br />
aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas<br />
del mar o de la profunda cima de una montaña, un<br />
jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y,<br />
alternativamente, ya parece una mujer que se mueve<br />
y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo<br />
blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible,<br />
ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo<br />
sus huesos amarillos con un sudario, sobre el<br />
que se cree ver dibujadas sus formas angulosas?<br />
Pues una alucinación de ese género experimenté yo<br />
al mirar adelantarse hacia la reja, como desasién-
dose del fondo tenebroso del coro, aquella figura<br />
blanca, alta y ligerísima.<br />
El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse<br />
perfectamente delante de las velas que alumbraban<br />
el crucifijo, y su resplandor, formando como un<br />
nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar<br />
por oscuro bañándola en una dudosa sombra.<br />
Reinó un profundo silencio; todos los ojos<br />
se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la<br />
ceremonia.<br />
La abadesa, murmurando algunas palabras<br />
ininteligibles, palabras que a su vez repetían los<br />
sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de<br />
las sienes la corona de flores que las ceñía y la<br />
arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas<br />
que había de ponerse aquella mujer, hermana de<br />
las flores como todas las mujeres.<br />
Después la despojó del velo, y su rubia cabellera<br />
se derramó como una cascada de oro sobre<br />
sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir<br />
un instante, porque en seguida comenzó a percibirse,<br />
en mitad del profundo silencio que reinaba entre<br />
los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba<br />
los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió
de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y<br />
cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire<br />
perfumado habría besado tantas veces...<br />
La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles<br />
palabras; los sacerdotes la repitieron, y todo<br />
quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de<br />
cuando en cuando se oían a lo lejos como unos<br />
quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba<br />
estrellándose en los ángulos de las almenas y<br />
los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de<br />
color de las ojivas.<br />
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como<br />
una virgen de piedra arrancada del nicho de un<br />
claustro gótico.<br />
Y la despojaron de las joyas que le cubrían<br />
los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último,<br />
de su traje nupcial, aquel traje que parecía<br />
hecho para que un amante rompiera sus broches<br />
con mano trémula de emoción y cariño.<br />
El esposo místico aguardaba a la esposa.<br />
¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda<br />
la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como<br />
traspasa la esposa tímida el umbral del santuario<br />
de los amores nupciales, porque ella cayó al
suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas<br />
arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo,<br />
puñados de flores, entonando una salmodia tristísima;<br />
se alzó un murmullo de entre la multitud, y los<br />
sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron<br />
el oficio de difuntos, acompañados de<br />
esos instrumentos que parece que lloran, aumentando<br />
el hondo temor que inspiran de por sí las<br />
terribles palabras que pronuncian.<br />
¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas<br />
desde el fondo del coro con voces plañideras<br />
y dolientes.<br />
¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes<br />
con eco atronador y profundo, y en tanto<br />
las campanas tañían lentamente tocando a muerto,<br />
y de campanada a campanada se oía vibrar el<br />
bronce con un zumbido extraño y lúgubre.<br />
Yo estaba conmovido; no, conmovido no,<br />
aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural,<br />
sentir como que me arrancaban algo preciso para<br />
mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío;<br />
pensaba que acababa de perder algo, como un<br />
padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese<br />
inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde<br />
pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede
pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han<br />
sentido...<br />
Aún estaba clavado en aquel lugar con los<br />
ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando<br />
la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa<br />
le vistió el hábito, las monjas tomaron en sus<br />
manos velas encendidas, y formando dos largas<br />
hileras, la condujeron como en procesión hacia el<br />
fondo del coro.<br />
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de<br />
luz: era la puerta claustral que se había abierto. Al<br />
poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por<br />
la vez última hacia el altar. El resplandor de todas<br />
las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro.<br />
Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía a<br />
aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía<br />
de haberla contemplado en sueños; era uno<br />
de esos seres que adivina el alma o los recuerda<br />
acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a<br />
éste, algunos no pierden del todo la memoria.<br />
Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise<br />
gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en<br />
aquel instante la puerta claustral se cerró... para<br />
siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes<br />
alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes
de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora<br />
armonía por cien bocas de metal, y las campanas<br />
de la torre comenzaron a repicar; volteando con<br />
una furia espantosa.<br />
Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba<br />
los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor buscando<br />
a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer.<br />
No encontré a nadie.<br />
-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude<br />
contener una lágrima.<br />
-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no<br />
te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo<br />
una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía<br />
agarrada a la reja.<br />
-¿La conoce usted? -le pregunté.<br />
-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer<br />
y se ha criado en mis brazos.<br />
-¿Y por qué profesa?<br />
-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y<br />
su madre murieron, en el mismo día, del cólera,<br />
hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida,<br />
el señor Deán le dio el dote para que profesase;<br />
y ya veis... ¿que había de hacer?
-¿Y quién era ella?<br />
-Hija del administrador del conde de C.... al<br />
cual serví yo hasta su muerte.<br />
-¿Dónde vivía?<br />
Cuando oí el nombre de la calle, no pude<br />
contener una exclamación de sorpresa.<br />
Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende<br />
rápido como la idea que brilla en la oscuridad<br />
y la confusión de la mente, y reúne los puntos más<br />
distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso,<br />
ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí<br />
o creí comprenderlo...<br />
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí<br />
en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en<br />
un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de<br />
donde no se borrará nunca.<br />
Algunas veces, recordando estos sucesos,<br />
hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:<br />
-Algún día, en esa hora misteriosa del<br />
crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera,<br />
tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el<br />
fondo de los más apartados retiros, llevando allí<br />
como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola,
perdida en la penumbra de un claustro gótico; la<br />
mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de<br />
una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer<br />
al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?<br />
¡Quién sabe!<br />
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese<br />
suspiro?
El Cristo de la calavera<br />
I<br />
El rey de Castilla marchaba a la guerra de<br />
moros, y para combatir con los enemigos de la religión<br />
había apellidado en son de guerra a todo lo<br />
más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas<br />
calles de Toledo resonaban noche y día con<br />
el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya<br />
en la morisca puerta de Visagra, ya en la del<br />
Cambrón, o en la embocadura del antiguo puente<br />
de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el<br />
ronco grito de los centinelas, anunciando la llegada<br />
de algún caballero que, precedido de su pendón<br />
señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse<br />
al grueso del ejército castellano.<br />
El tiempo que faltaba para emprender el<br />
camino de la frontera y concluir de ordenar las<br />
huestes reales, discurría en medio de fiestas públicas,<br />
lujosos convites y lucidos torneos, hasta que,<br />
llegada al fin la víspera del día señalado de antemano<br />
por S. A. para la salida del ejército, se dispuso<br />
un postrer sarao, con el que debieran terminar<br />
los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes<br />
ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios,<br />
alrededor de inmensas hogueras, y diseminados<br />
sin orden ni concierto, se veía una abigarrada<br />
multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente<br />
menuda, quienes, éstos aderezando sus corceles y<br />
sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos<br />
saludando con gritos o blasfemias las inesperadas<br />
vueltas de la fortuna, personificada en los dados<br />
del cubilete; los otros repitiendo en coro el<br />
refrán de un romance de guerra, que entonaba un<br />
juglar acompañado de la guzla; los de más allá<br />
comprando a un romero conchas, cruces y cintas<br />
tocadas en el Sepulcro de Santiago, o riendo con<br />
locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando<br />
en los clarines el aire bélico para entrar en<br />
la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas<br />
historias de caballerías o aventuras de amor, o<br />
milagros recientemente acaecidos, formaban un<br />
infernal y atronador conjunto imposible de pintar con<br />
palabras.<br />
Sobre aquel revuelto océano de cantares de<br />
guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques,<br />
chirridos de limas que mordían el acero, piafar<br />
de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles,<br />
gritos desaforados, notas destempladas, jura-
mentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a<br />
intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los<br />
lejanos acordes de la música del sarao.<br />
Éste, que tenía lugar en los salones que<br />
formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía a<br />
su vez un cuadro, si no tan fantástico, y caprichoso,<br />
más deslumbrador y magnífico.<br />
Por las extensas galerías que se prolongaban<br />
a lo lejos formando un intrincado laberinto de<br />
pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el<br />
encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices,<br />
donde la seda y el oro habían representado,<br />
con mil colores diversas escenas de amor, de caza<br />
y de guerra, y adornados con trofeos de armas y<br />
escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante<br />
luz un sin número de lámparas y candelabros<br />
de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de<br />
las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los<br />
gruesos sillares de los muros; por todas partes<br />
adonde se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse<br />
en distintas direcciones una nube de damas<br />
hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro,<br />
redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de<br />
rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en<br />
vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del
puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban<br />
sus mejillas, o alegres turbas de galanes con<br />
talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas<br />
de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de<br />
mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de<br />
filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y<br />
ligeros.<br />
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora,<br />
que los ancianos miraban desfilar con una<br />
sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de<br />
alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la<br />
atención, por su belleza incomparable, una mujer<br />
aclamada reina de la hermosura en todos los torneos<br />
y las cortes de amor de la época, cuyos colores<br />
habían adoptado por emblema los caballeros más<br />
valientes; cuyos encantos eran asunto de las copias<br />
de los trovadores más versados en la ciencia del<br />
gay saber; a la que se volvían con asombro todas<br />
las miradas; por la que suspiraban en secreto todos<br />
los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse<br />
con afán, como vasallos humildes en torno de<br />
su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza<br />
toledana, reunida en el sarao de aquella noche.<br />
Los que asistían de contínuo a formar el<br />
séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tor-
desillas, que tal era el nombre de esta celebrada<br />
hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso,<br />
no desmayaban jamás en sus pretensiones; y<br />
éste, animado con una sonrisa que había creído<br />
adivinar en sus labios; aquél, con una mirada benévola<br />
que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el<br />
otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o<br />
una promesa remota, cada cual esperaba en silencio<br />
ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos<br />
había dos que más particularmente se distinguían<br />
por su asiduidad y rendimiento, dos que al parecer,<br />
si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse<br />
de los más adelantados en el camino de su<br />
corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna,<br />
valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey<br />
y pretendientes de una misma dama, llamábanse<br />
Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.<br />
Ambos habían nacido en Toledo; juntos<br />
habían hecho sus primeras armas, y en un mismo<br />
día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés,<br />
se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor<br />
por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y<br />
silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse<br />
y a dar involuntarias señales en existencia en<br />
sus acciones y discursos.
En los torneos del Zocodover, en los juegos<br />
florales de la corte, siempre que se les había presentado<br />
coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía<br />
o donaire, la habían aprovechado con afán ambos<br />
caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos<br />
de su dama; y aquella noche, impelidos sin duda<br />
por un mismo afán, trocando los hierros por las<br />
plumas y las mallas por los brocados y la seda, de<br />
pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante<br />
después de haber dado una vuelta por los salones,<br />
comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas<br />
e ingeniosas o epigramas embozados y agudos.<br />
Los astros menores de esta brillante constelación,<br />
formando un dorado semicírculo en torno de<br />
ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas<br />
burlas; y la hermosa, objeto de aquel torneo de<br />
palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa<br />
los conceptos escogidos o llenos de intención que,<br />
ora salían de los labios de sus adoradores como<br />
una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad,<br />
ora partían como una saeta aguda que iba a<br />
buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable<br />
del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura<br />
comenzaba a hacerse de cada vez más crudo;<br />
las frases eran aún corteses en la forma, pero breves,<br />
secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba<br />
una ligera dilatación de los labios, semejante a<br />
una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos,<br />
imposibles de ocultar, demostraban que la cólera<br />
hervía comprimida en el seno de ambos rivales.<br />
La situación era insostenible. La dama lo<br />
comprendió así, y levantándose del sitial se disponía<br />
a volver a los salones, cuando un nuevo incidente<br />
vino a romper la valla del respetuoso comedimiento<br />
en que se contenían los dos jóvenes enamorados.<br />
Tal vez con intención, acaso por descuido, doña<br />
Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados<br />
guantes, cuyos botones de oro se entretenía<br />
en arrancar uno a uno mientras duró la conversación.<br />
Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre<br />
los anchos pliegues de seda, y cayó en la alfombra.<br />
Al verle caer, todos los caballeros que formaban su<br />
brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerle,<br />
disputándose el honor de alcanzar un leve<br />
movimiento de cabeza en premio de su galantería.<br />
Al notar la precipitación con que todos hicieron<br />
el ademán de inclinarse, una imperceptible son-
isa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la<br />
orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo<br />
general a los galanes que tanto empeño mostraban<br />
en servirla, sin mirar apenas y con la mirada<br />
alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el<br />
guante en la dirección en que se encontraban Lope<br />
y Alonso, los primeros que parecían haber llegado<br />
al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes<br />
habían visto caer el guante cerca de sus pies, ambos<br />
se habían inclinado con igual presteza a recogerle,<br />
y al incorporarse cada cual le tenía asido por<br />
un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en<br />
silencio con la mirada, y decididos ambos a no<br />
abandonar el guante que acababan de levantar del<br />
suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario,<br />
que ahogó el murmullo de los asombrados<br />
espectadores, los cuales presentían una escena<br />
borrascosa, que en el alcázar y en presencia del rey<br />
podría calificarse de un horrible desacato.<br />
No obstante, Lope y Alonso permanecían<br />
impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la<br />
cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas<br />
se revelase más que por un ligero temblor nervioso,<br />
que agitaba sus miembros como si se hallasen<br />
acometidos de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban<br />
subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse<br />
en torno de los actores de la escena; doña Inés,<br />
o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba<br />
vueltas de un lado a otro, como buscando donde<br />
refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada<br />
vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya<br />
segura; los dos jóvenes habían ya cambiado, algunas<br />
palabras en voz sorda, y mientras que con la<br />
una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva,<br />
parecían ya buscar instintivamente con la<br />
otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió<br />
respetuosamente el grupo que formaban los<br />
espectadores, y apareció el rey.<br />
Su frente estaba serena; ni había indignación<br />
en su rostro ni cólera en su ademán.<br />
Tendió una mirada alrededor, y esta sola<br />
mirada fue bastante para darle a conocer lo que<br />
pasaba. Con toda la galantería del doncel más<br />
cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros,<br />
que, como movidas por un resorte, se abrieron<br />
sin dificultad al sentir el contacto de la del monarca,<br />
y volviéndose a doña Inés de Tordesillas,<br />
que apoyada en el brazo de una dueña, parecía
próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo,<br />
con acento, aunque templado, firme:<br />
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer<br />
en otra ocasión donde al devolvérsele, os lo devuelva<br />
manchado en sangre.<br />
Cuando el rey terminó de decir estas palabras,<br />
doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos<br />
de la emoción o por salir más airosa del paso,<br />
se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.<br />
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio<br />
entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma<br />
arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los<br />
labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron<br />
una mirada tenaz e intensa.<br />
Una mirada en aquel lance equivalía a un<br />
bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un desafío<br />
a muerte.<br />
II<br />
Al llegar la media noche, los reyes se retiraron<br />
a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de<br />
la plebe que aguardaban con impaciencia este momento,<br />
formando grupos y corrillos en las avenidas
del palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta<br />
del alcázar, los miradores y el Zocodover.<br />
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas<br />
a estos puntos reinó un bullicio, una animación<br />
y un movimiento indescriptible. Por todas<br />
partes se veían cruzar escuderos caracoleando en<br />
sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas<br />
con lujosas casullas llenas de escudos y blasones,<br />
timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados<br />
cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con<br />
capotillos de terciopelo y birretes coronados de<br />
plumas, y servidores de a pie que precedían las<br />
lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños,<br />
llevando en sus manos grandes hachas encendidas,<br />
a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud,<br />
que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos<br />
espantados miraba desfilar con asombro a todo lo<br />
mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella<br />
ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.<br />
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y<br />
la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas<br />
del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre<br />
los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del<br />
pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas<br />
direcciones, perdiéndose entre las sombras del
enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas<br />
y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la<br />
noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero,<br />
el rumor de los pasos de algún curioso que se<br />
retiraba el último, o el ruido que producían las aldabas<br />
de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo<br />
alto de la escalinata que conducía a la plataforma<br />
del palacio apareció un caballero, el cual, después<br />
de tender la vista por todos lados como buscando a<br />
alguien que debía esperarle, descendió lentamente<br />
hasta la cuesta del alcázar, por la que se dirigió<br />
hacia el Zocodover.<br />
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo<br />
un momento y volvió a pasear la mirada a su<br />
alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una<br />
sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía<br />
una sola luz; no obstante, allá a lo leios, y en la<br />
misma dirección en que comenzó a percibirse un<br />
ligero ruido como de pasos que iban aproximándose,<br />
creyó distinguir el busto de un hombre: era, sin<br />
duda, el mismo a quien parecía aguardaba con<br />
tanta impaciencia.<br />
El caballero que acababa de abandonar el<br />
alcázar para dirigirse al Zocodover era Alonso Carrillo,<br />
que, en razón al puesto de honor que desempe-
ñaba cerca de la persona del rey, había tenido que<br />
acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El<br />
que saliendo de entre las sombras de los arcos que<br />
rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval.<br />
Cuando los dos caballeros se hubieron reunido,<br />
cambiaron algunas frases en voz baja.<br />
otro.<br />
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.<br />
-Esperaba que lo presumirías -contestó el<br />
-Y ¿adónde iremos?<br />
-A cualquiera parte en que se puedan hallar<br />
cuatro palmos de terreno donde revolverse y un<br />
rayo de claridad que nos alumbre.<br />
Terminado este brevísimo diálogo, los dos<br />
jóvenes se internaron por una de las estrechas calles<br />
que desembocan en el Zocodover, desapareciendo<br />
en la oscuridad como esos fantasmas de la<br />
noche que, después de aterrar un instante al que<br />
los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden<br />
en seno de las sombras.<br />
Largo rato anduvieron dando vueltas a<br />
través de las calles de Toledo, buscando un lugar a<br />
propósito para terminar sus diferencias; pero la os-
curidad de la noche era tan profunda, que el duelo<br />
parecía imposible. No obstante, ambos deseaban<br />
batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al<br />
amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso<br />
con ellas.<br />
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas<br />
desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos<br />
y tenebrosos, hasta que por último, vieron brillar a lo<br />
lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en<br />
torno de la cual, la niebla formaba un cerco de claridad<br />
fantástica y dudosa.<br />
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz<br />
que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser<br />
la del farolillo que alumbraba en aquella época, y<br />
alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.<br />
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación<br />
de júbilo, y apresurando el paso en su dirección,<br />
no tardaron mucho en encontrarse junto al<br />
retablo en que ardía.<br />
Un arco rehundido en el muro, en el fondo<br />
del cual se veía la imagen del Redentor enclavado<br />
en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo<br />
de tablas que lo defendían de la intemperie, y el<br />
pequeño farolillo colgado de una cuerda que lo ilu-
minaba débilmente, vacilando al impulso del aire,<br />
formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban<br />
algunos festones de hiedra que habían crecido<br />
entre los oscuros y rotos sillares, formando una<br />
especie de pabellón de verdura.<br />
Los caballeros, después de saludar respetuosamente<br />
la imagen de Cristo, quitándose los<br />
birretes y murmurando en voz baja una corta oración,<br />
reconocieron el terreno con una ojeada, echaron<br />
a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente<br />
para el combate y dándose la señal con un<br />
leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques.<br />
Pero apenas se habían tocado los aceros y antes<br />
que ninguno de los combatientes hubiesen podido<br />
dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó<br />
de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad<br />
más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento<br />
y al verse rodeados de repentinas tinieblas,<br />
los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron<br />
al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los<br />
ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes<br />
apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que<br />
hicieron ademán de suspender la pelea.<br />
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido<br />
la llama al pasar -exclamó Carrillo volviendo a po-
nerse en guardia y previniendo con una voz a Lope,<br />
que parecía preocupado.<br />
Lope dio un paso adelante para recuperar el<br />
terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron<br />
otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a<br />
apagar por sí misma, permaneciendo así mientras<br />
no se separaron los estoques.<br />
-En verdad que esto es extraño -murmuró<br />
Lope mirando al farolillo, que espontáneamente<br />
había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud<br />
en el aire, derramando una claridad trémula y extraña<br />
sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada<br />
a los pies del Cristo.<br />
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada<br />
de cuidar del farol del retablo sisa a los<br />
devotos y escasea el aceite, por lo cual la luz,<br />
próxima a morir, luce y se oscurece a intervalos en<br />
señal de agonía. Y dichas estas palabras, el impetuoso<br />
joven tornó a colocarse en actitud de defensa.<br />
Su contrario le imitó; pero esta vez, no tan sólo volvió<br />
a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable,<br />
sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el<br />
eco profundo de una voz misteriosa, semejante a<br />
esos largos gemidos del vendaval que parece que<br />
se queja y articula palabras al correr aprisionado por
las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.<br />
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana,<br />
nunca pudo saberse; pero al oírla, ambos<br />
jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror,<br />
que las espadas se escaparon de sus manos,<br />
el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía<br />
un temblor involuntario, y por sus frentes,<br />
pálidas y descompuestas, comenzó a correr un<br />
sudor frío como el de la muerte.<br />
La luz, por tercera vez apagada, por tercera<br />
vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.<br />
¡Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces,<br />
y en otros días su mejor amigo, asombrado<br />
como él, como él pálido e inmóvil-; Dios no quiere<br />
permitir este combate, porque es una lucha fratricida;<br />
porque un combate entre nosotros ofende al<br />
cielo, ante el cual nos hemos jurado cien veces una<br />
amistad eterna.<br />
Y esto diciendo se arrojó en los brazos de<br />
Alonso, que le estrechó entre los suyos con una<br />
fuerza y una efusión indecibles.<br />
III
Pasados algunos minutos, durante los cuales<br />
ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras<br />
de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con<br />
acento conmovido aún por la escena que acabamos<br />
de referir, exclamó dirigiéndose a su amigo:<br />
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro<br />
si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo<br />
entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar<br />
nuestra suerte en sus manos. Vamos en<br />
su busca; que ella decida con libre albedrío cuál ha<br />
de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será<br />
respetada por ambos, y el que no merezca sus favores<br />
mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a<br />
buscar el consuelo del olvido en la agitación de la<br />
guerra.<br />
-Pues tú lo quieres, sea -contestó Lope.<br />
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los<br />
dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya<br />
plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun<br />
los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.<br />
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos<br />
de los deudos de doña Inés, sus hermanos<br />
entre ellos, marchaban al otro día con el ejército
eal, no era imposible que en las primeras horas de<br />
la mañana pudiesen penetrar en su palacio.<br />
Animados con esta esperanza llegaron, en<br />
fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar<br />
a aquel punto, un ruido particular llamó su atención<br />
y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre<br />
las sombras de los altos machones que flaquean los<br />
muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el<br />
balcón del palacio de su dama, aparecer en él un<br />
hombre que se deslizó hasta el suelo con la ayuda<br />
de una cuerda, y, por último, una forma blanca,<br />
doña Inés sin duda, que, inclinándose sobre el calado<br />
antepecho, cambió algunas tiernas frases de<br />
despedida con su misterioso galán.<br />
El primer movimiento de los dos jóvenes fue<br />
llevar las manos al puño de sus espadas; pero deteniéndose<br />
como heridos de una idea súbita, volvieron<br />
los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar<br />
con una cara de asombro tan cómica, que ambos<br />
prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada<br />
que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la<br />
noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.<br />
Al oírla, la forma blanca desapareció del<br />
balcón, se escuchó el ruido de las puertas que se
cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en<br />
silencio.<br />
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado<br />
lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban<br />
a la guerra de moros teniendo a su lado a<br />
las damas más principales de Toledo. Entre ellas<br />
estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel<br />
día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero,<br />
según a ella le parecía advertir, con diversa expresión<br />
que la de costumbre. Diríase que en todas las<br />
curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una<br />
sonrisa burlona.<br />
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla<br />
algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas<br />
carcajadas que la noche anterior había creído percibir<br />
a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza,<br />
cuando cerraba el balcón y despedía a su amante;<br />
pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes,<br />
que pasaban por debajo del estrado lanzando<br />
chispas de fuego de sus brillantes armaduras, y<br />
envueltos en una nube de polvo, los pendones reunidos<br />
de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la<br />
significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron<br />
los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos,<br />
todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza
enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima<br />
de despecho.
La corza blanca<br />
I<br />
En un pequeño lugar de Aragón; y allá por<br />
los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en<br />
su torre señorial un famoso caballero llamado don<br />
Dionís, el cual después de haber servido a su rey en<br />
la guerra contra infieles, descansaba a la sazón,<br />
entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas<br />
fatigas de los combates.<br />
Aconteció una vez a este caballero, hallándose<br />
en su favorita diversión acompañado de su<br />
hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura<br />
le habían granjeado el sobrenombre de Azucena,<br />
que como se les entrase a más andar el día engolfados<br />
en perseguir a una res en el monte de su<br />
feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la<br />
siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo,<br />
saltando de roca en roca con un ruido manso y<br />
agradable.<br />
Haría cosa de unas dos horas que don<br />
Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado<br />
sobre la menuda grama a la sombra de una<br />
chopera, departiendo amigablemente con sus monteros<br />
sobre las peripecias del día, y refiriéndose
unos a otros las aventuras más o menos curiosas<br />
que en su vida de cazadores les habían acontecido,<br />
cuando por lo alto de la más empinada ladera y a<br />
través de los alternados murmullos del viento que<br />
agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse,<br />
cada vez más cerca, el sonido de una esquililla<br />
semejante a la del guión de un rebaño.<br />
En efecto, era así, pues a poco de haberse<br />
oído la esquililla empezaron a saltar por entre las<br />
apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender<br />
a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien<br />
corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales,<br />
con su caperuza calada para libertarse la cabeza<br />
de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al<br />
hombro en la punta de un palo, apareció el zagal<br />
que los conducía.<br />
-A propósito de aventuras extraordinarias -<br />
exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís,<br />
dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el<br />
zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más<br />
tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no<br />
es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido<br />
refiriendo la causa de sus continuos sustos.<br />
-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo?<br />
-exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.
-¡Friolera! -añadió el montero en tono de<br />
zumba-: es el caso que, sin haber nacido en Viernes<br />
Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en<br />
relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir<br />
de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra,<br />
sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad<br />
más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a<br />
no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el<br />
lenguaje de los pájaros.<br />
sa?<br />
-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillo-<br />
-Se refiere -prosiguió el montero- a que,<br />
según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más<br />
sagrado del mundo, los ciervos que discurren por<br />
estos montes se han dado de ojo para dejarle en<br />
paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de<br />
una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí<br />
las burlas que han de hacerle, y después que estas<br />
burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas<br />
carcajadas con que las celebran.<br />
Mientras esto decía el montero, Constanza,<br />
que -así se llamaba la hermosa hija de don Dionís,<br />
se había aproximado al grupo de los cazadores, y<br />
como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria<br />
historia de Esteban, uno de éstos se
adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de<br />
beber a su ganado, y le condujo a presencia de su<br />
señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento<br />
del pobre mozo, se apresuró a saludarle<br />
por su nombre, acompañando al saludo con una<br />
bondadosa sonrisa.<br />
Era Esteban un muchacho de diez y nueve<br />
a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y<br />
hundida entre los hombros; los ojos pequeños y<br />
azules, la mirada incierta y torpe como la de los<br />
albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos,<br />
la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida<br />
por el sol, y el cabello, que le caía parte<br />
sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas<br />
ásperas y rojas semejantes a los crines de un<br />
rocín colorado.<br />
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban<br />
en cuanto al físico; respecto a su moral, podía asegurarse,<br />
sin temor de ser desmentido ni por él ni por<br />
ninguna de las personas que le conocían, que era<br />
perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y<br />
malicioso como buen rústico.<br />
Una vez el zagal respuesto de su turbación,<br />
le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el<br />
tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordi-
nario interés por conocer los detalles del suceso a<br />
que su montero se había referido, le hizo una multitud<br />
de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar<br />
de una manera evasiva, como deseando evitar<br />
explicaciones sobre el asunto.<br />
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones<br />
de su señor y por los ruegos de Constanza,<br />
que parecía la más curiosa e interesada en que el<br />
pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidiose<br />
éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a<br />
su alrededor una mirada de desconfianza, como<br />
temiendo ser oído por otras personas que las que<br />
allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro<br />
veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o<br />
hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta<br />
manera.<br />
-Es el caso, señor, que según me dijo un<br />
preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para<br />
consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos,<br />
sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a<br />
San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas,<br />
y dejarle andar: que Dios, que es justo y está<br />
allá arriba, proveerá a todo.<br />
Firme en esta idea, había decidido no volver<br />
a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada;
pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y<br />
a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo<br />
toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de<br />
mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a<br />
la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces,<br />
no me será inútil el garrote.<br />
-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente<br />
al escuchar las digresiones del zagal, que<br />
amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y<br />
ve derecho al asunto.<br />
-A él voy -contestó con calma Esteban, que<br />
después de dar una gran voz acompañada de un<br />
silbido para que se agruparan los corderos que no<br />
perdía de vista y comenzaban a desparramarse por<br />
el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:<br />
-Por una parte vuestras continuas excursiones,<br />
y por otra el dale que le das de los cazadores<br />
furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan<br />
res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no<br />
hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta<br />
el extremo de no encontrarse un venado en ellos<br />
ni por un ojo de la cara.<br />
Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado<br />
en el porche de la iglesia, donde después de aca-
ada la misa del domingo solía reunirme con algunos<br />
peones de los que labran la tierra de Veratón,<br />
cuando algunos de ellos me dijeron:<br />
-Pues, hombre, no sé el qué consista en<br />
que tú no los topes, pues de nosotros podemos<br />
asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que<br />
no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro<br />
días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por<br />
las huellas debía componerse de más de veinte, le<br />
segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero<br />
de la Virgen del Romeral.<br />
-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -<br />
pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba<br />
con la tropa.<br />
-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.<br />
No eché en saco roto la advertencia, y<br />
aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos.<br />
Durante toda ella estuve oyendo por acá y por<br />
allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los<br />
ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en<br />
cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas;<br />
pero por más que me hice todo ojos, la verdad es<br />
que no pude distinguirla ninguno.
No obstante, al romper el día, cuando llevé<br />
los corderos al agua, a la orilla de este río, como<br />
obra de dos tiros de honda del sitio en que nos<br />
hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la<br />
hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré<br />
huellas recientes de los ciervos, algunas ramas<br />
desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es<br />
más particular, entre el rastro de las reses las breves<br />
huellas de unos pies pequeñitos como la mitad<br />
de la palma de mi mano sin ponderación alguna.<br />
Al decir esto, el mozo instintivamente y al<br />
parecer buscando un punto de comparación, dirigió<br />
la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por<br />
debajo del brial, calzado de un precioso chapín de<br />
tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen<br />
también los ojos don Dionís y algunos de los<br />
monteros que le rodeaban, la hermosa niña se<br />
apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más<br />
natural del mundo:<br />
-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan<br />
pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran<br />
en las hadas, cuya historia nos refieren los<br />
trovadores.<br />
-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal<br />
cuando Constanza hubo concluido-, no que otra
vez, habiéndome colocado en otro escondite por<br />
donde indudablemente habían de pasar los ciervos<br />
para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media<br />
noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto<br />
que no abriese los ojos en el mismo punto en que<br />
creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor.<br />
Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé<br />
con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel<br />
confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo,<br />
oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares<br />
extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas<br />
que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía<br />
semejante al de las muchachas del lugar, cuando<br />
riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas<br />
de la fuente con sus cántaros a la cabeza.<br />
Según colegía de la proximidad de las voces<br />
y del cercano chasquido de las ramas que crujían<br />
al romperse para dar paso a aquella turba de<br />
locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño<br />
rellano que formaba el monte en el sitio donde yo<br />
estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan<br />
cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una<br />
nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo...<br />
creedlo, señores, esto es tan seguro como me he<br />
de morir... dijo... claro y distintamente estas propias<br />
palabras:
¡Por aquí, por aquí, compañeras,<br />
que está ahí el bruto de Esteban!<br />
Al llegar a este punto de la relación del zagal,<br />
los circunstantes no pudieron ya contener por<br />
más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba<br />
en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron<br />
en una carcajada estrepitosa. De los<br />
primeros en comenzar a reír y de los últimos en<br />
dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida<br />
circunspección no pudo menos de tomar parte en el<br />
general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada<br />
vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso,<br />
tornaba a reírse como una loca hasta el punto de<br />
saltarle las lágrimas a los ojos.<br />
El zagal, por su parte, aunque sin atender al<br />
efecto que su narración había producido, parecía<br />
todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían<br />
a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a<br />
un lado y a otro con visibles muestras de temor y<br />
como queriendo descubrir algo a través de los cruzados<br />
troncos de los árboles.<br />
-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le<br />
preguntó unos de los monteros notando la creciente<br />
inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espan-
tadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya<br />
las volvía a su alrededor con una expresión asombrada<br />
y estúpida.<br />
-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó<br />
Esteban-. Cuando, después de escuchar las palabras<br />
que dejo referidas, me incorporé con prontitud<br />
para sorprender a la persona que las había pronunciado,<br />
una corza blanca como la nieve salió de entre<br />
las mismas matas en donde yo estaba oculto, y<br />
dando unos saltos enormes por cima de los carrascales<br />
y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa<br />
de corzas de su color natural, y así éstas como la<br />
blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos<br />
al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo<br />
eco juraría que aún me está sonando en los oídos<br />
en este momento.<br />
-¡Bah!... ¡bah!... Esteban -exclamó don<br />
Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del preste<br />
de Tarazona; no hables de tus encuentros con los<br />
corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo<br />
que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues<br />
ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones<br />
de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos,<br />
que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los
espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes<br />
el remedio: Pater noster y garrotazo.<br />
El zagal, después de guardarse en el zurrón<br />
un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y<br />
en el estómago un valiente trago de vino que le dio<br />
por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose<br />
de don Dionís y su hija, y apenas anduvo<br />
cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir<br />
a pedradas los corderos.<br />
Como a esta sazón notase don Dionís que<br />
entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas<br />
y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover<br />
las hojas de los chopos y a refrescar los campos,<br />
dio orden a su comitiva para que aderezasen las<br />
caballerías que andaban paciendo sueltas por el<br />
inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo<br />
seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a<br />
los otros para que tocasen las trompas, y saliendo<br />
en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida<br />
caza.<br />
II<br />
Entre los monteros de don Dionís había uno<br />
llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la<br />
familia, y por tanto el más querido de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de<br />
Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado<br />
a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y<br />
satisfacer el más leve de sus antojos.<br />
Por su mano se entretenía en afilar en los<br />
ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de<br />
marfil; él domaba los potros que había de montar su<br />
señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus<br />
lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a<br />
los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas<br />
rojas bordadas de oro.<br />
Para con los otros monteros, los pajes y la<br />
gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita<br />
solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores<br />
le distinguían, habíanle valido una especie de<br />
general animadversión, y al decir de los envidiosos,<br />
en todos aquellos cuidados con que se adelantaba<br />
a prevenir los caprichos de su señora, revelábase<br />
su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin<br />
embargo, algunos que, más avisados o maliciosos,<br />
creyeron sorprender en la asiduidad del solícito<br />
mancebo algunas señales de mal disimulado amor.<br />
Si en efecto era así, el oculto cariño de<br />
Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable<br />
hermosura de Constanza. Hubiérase
necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo<br />
para permanecer impasible un día y otro al lado de<br />
aquella mujer singular por su belleza y sus raros<br />
atractivos.<br />
La Azucena del Moncayo, llamábanla en<br />
veinte leguas a la redonda, y bien merecía este<br />
sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y<br />
tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que<br />
Dios la había hecho de nieve y oro.<br />
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos<br />
murmurábase que la hermosa castellana de<br />
Veratón no era tan limpia de sangre como bella y<br />
que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro,<br />
había tenido por madre una gitana. Lo de<br />
cierto que pudiera haber en estas murmuraciones<br />
nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que<br />
don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su<br />
juventud, y después de combatir largo tiempo bajo<br />
la conducta del monarca aragonés, del cual recabó<br />
entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchose<br />
a Palestina, en donde anduvo errante algunos<br />
años, para volver por último a encerrarse en su<br />
castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin<br />
duda en aquellos países remotos. El único que<br />
hubiera podido decir algo acerca del misterioso
origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís<br />
en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de<br />
Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante<br />
tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni<br />
a su propio hijo, que varias veces y con muestras de<br />
grande interés se lo había preguntado.<br />
El carácter, tan pronto retraído y melancólico<br />
como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña<br />
exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos,<br />
sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad<br />
de tener los ojos y las cejas negros como<br />
la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían<br />
contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos,<br />
y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente<br />
la trataba, había llegado a persuadirse que<br />
su señora era algo especial y no se parecía a las<br />
demás mujeres.<br />
Presente a la relación de Esteban, como los<br />
otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó<br />
con verdadera curiosidad los pormenores de su<br />
increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír<br />
cuando el zagal repitió las palabras de la corza<br />
blanca, desde que abandonó el soto en que habían<br />
sesteado comenzó a revolver en su mente las más<br />
absurdas imaginaciones.
-No cabe duda que todo eso de hablar las<br />
corzas es pura aprensión de Esteban, que es un<br />
completo mentecato -decía entre sí el joven montero<br />
mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía<br />
paso a paso el palafrén de Constanza, la cual<br />
también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa,<br />
y retirada del tropel de los cazadores,<br />
apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice<br />
que en lo que refiere ese simple no existirá algo de<br />
verdad? -prosiguió pensando el mancebo-. Cosas<br />
más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza<br />
blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de<br />
dar crédito a las cantigas del país, San Huberto,<br />
patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese<br />
coger viva una corza blanca para ofrecérsela<br />
a mi señora!<br />
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la<br />
tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por<br />
detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó<br />
volver grupas a su gente para tornar al castillo, separose<br />
sin ser notado de la comitiva y echó en busca<br />
del zagal por lo más espeso e intrincado del<br />
monte.<br />
La noche había cerrado casi por completo<br />
cuando don Dionís llegaba a las puertas de su casti-
llo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y<br />
sentose con su hija a la mesa.<br />
-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza,<br />
notando que su montero no se encontraba<br />
allí para servirla como tenía de costumbre.<br />
-No sabemos -se apresuraron a contestar<br />
los otros servidores-; desapareció de entre nosotros<br />
cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía<br />
no le hemos visto.<br />
En este punto llegó Garcés todo sofocado,<br />
cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara<br />
más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.<br />
-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose<br />
a Constanza-, perdonadme si he faltado un momento<br />
a mi obligación; pero allá de donde vengo a<br />
todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me<br />
ocupaba el serviros.<br />
-¿En servirme? -repitió Constanza-: no<br />
comprendo lo que quieres decir.<br />
-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-,<br />
pues he averiguado que es verdad que la corza<br />
blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro
otros varios pastores, que juran haberla visto más<br />
de una vez, y con ayuda de los cuales espero en<br />
Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres<br />
días, viva o muerta, os la traeré al castillo.<br />
-¡Bah!... ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire<br />
de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las<br />
risas más o menos disimuladas de los circunstantes-;<br />
déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas:<br />
mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a<br />
los simples, y si te empeñas en andarle a los talones,<br />
va a dar que reír contigo cómo con el pobre<br />
Esteban.<br />
-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada<br />
y disimulando en lo posible la cólera que le<br />
producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo<br />
no me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente,<br />
no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo<br />
os juro que todo podrá hacer menos dar que reír,<br />
porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.<br />
Constanza conoció el efecto que su burla<br />
había producido en el enamorado joven; pero deseando<br />
apurar su paciencia hasta lo último, tornó a<br />
decir en el mismo tono:
-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa<br />
del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la<br />
nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas<br />
se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte<br />
del susto ya ha desaparecido la corza blanca<br />
más ligera que un relámpago?<br />
-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso,<br />
estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta,<br />
aunque me hiciese más momos que un juglar,<br />
aunque me hablara, no ya en romance, sino en<br />
latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un<br />
arpón en el cuerpo.<br />
En este punto del diálogo terció don Dionís,<br />
y con una desesperante gravedad a través de la<br />
que se adivinaba toda la ironía de sus palabras,<br />
comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos<br />
más originales del mundo, para el caso de<br />
que se encontrase de manos a boca con el demonio<br />
convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia<br />
de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el<br />
atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en<br />
tanto que los otros servidores esforzaban las burlas<br />
con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto<br />
gozo.
Mientras duró la colación prolongose esta<br />
escena, en que la credulidad del joven montero, fue<br />
por decirlo así, el tema obligado del general regocijo;<br />
de modo que cuando se levantaron los paños, y<br />
don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones,<br />
y toda la gente del castillo se entregó al<br />
reposo, Garcés permaneció un largo espacio de<br />
tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas<br />
de sus señores, proseguiría firme en su propósito o<br />
desistiría completamente de la empresa.<br />
-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado<br />
de incertidumbre en que se encontraba:- mayor mal<br />
del que me ha sucedido no puede sucederme, y si<br />
por el contrario, es verdad lo que nos ha contado<br />
Esteban... ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi<br />
triunfo!<br />
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin<br />
haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta<br />
de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a<br />
la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.<br />
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto<br />
en que, según las instrucciones de Esteban, debía<br />
aguardar la aparición de las corzas, la luna comen-
zaba a remontarse con lentitud por detrás de los<br />
cercanos montes.<br />
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio,<br />
antes de elegir un punto a propósito para colocarse<br />
al acecho de las reses, anduvo un buen rato<br />
de acá para allá examinando las trochas y las veredas<br />
vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes<br />
del terreno, las curvas del río y la profundidad<br />
de sus aguas.<br />
Por último, después de terminar este minucioso<br />
reconocimiento del lugar en que se encontraba,<br />
agazapose en un ribazo junto a unos chopos de<br />
copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas<br />
matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a<br />
un hombre echado en tierra.<br />
El río, que desde las musgosas rocas donde<br />
tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades<br />
del Moncayo, a entrar en la cañada por una<br />
vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de<br />
los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando<br />
con alegre murmullo entre las piedras rodadas<br />
del monte, hasta caer en una hondura próxima al<br />
lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el<br />
aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados<br />
sobre la limpia corriente humedecían en ella las<br />
puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados<br />
carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban<br />
las madreselvas y las campanillas azules, formaban<br />
un espeso muro de follaje alrededor del<br />
remanso del río.<br />
El viento, agitando los frondosos pabellones<br />
de verdura que derramaban en torno de su flotante<br />
sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo<br />
de luz, que brillaba como un relámpago de plata<br />
sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.<br />
Oculto tras los matojos, con el oído atento al<br />
más leve rumor y la vista clavada en el punto en<br />
donde según sus cálculos debían aparecer las corzas,<br />
Garcés esperó inútilmente un gran espacio de<br />
tiempo.<br />
Todo permanecía a su alrededor sumido en<br />
una profunda calma.<br />
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la<br />
noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara<br />
a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del
agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y<br />
las caricias del viento comunicasen a sus sentidos<br />
el dulce sopor en que parecía estar impregnada la<br />
Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta<br />
aquel punto había estado entretenido revolviendo<br />
en su mente las más halagüeñas imaginaciones,<br />
comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con<br />
más lentitud y sus pensamientos tomaban formas<br />
más leves e indecisas.<br />
Después de mecerse un instante en ese<br />
vago espacio que media entre la vigilia y el sueño,<br />
entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de<br />
sus manos y se quedó profundamente dormido.<br />
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven<br />
montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a<br />
todo sabor de uno de los sueños más apacibles de<br />
su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado,<br />
e incorporándose a medias lleno aún de<br />
ese estupor del que se vuelve en sí de improviso<br />
después de un sueño profundo.<br />
En las ráfagas del aire y confundido con los<br />
leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño<br />
rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que<br />
hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por<br />
su parte y una cosa diferente, formando una alga-
abía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros<br />
que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas<br />
de una alameda.<br />
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante,<br />
y después todo volvió a quedar en silencio.<br />
-Sin duda soñaba con las majaderías que<br />
nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose<br />
los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión<br />
de que cuanto había creído oír no era más que esa<br />
vaga huella del ensueño que queda, al despertar,<br />
en la imaginación, como queda en el oído la última<br />
cadencia de una melodía después que ha expirado<br />
temblando la última nota. Y dominado por la invencible<br />
languidez que embargaba sus miembros, iba a<br />
reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando<br />
tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas<br />
voces que, acompañándose del rumor del aire,<br />
del agua y de las hojas cantaban así:<br />
CORO<br />
«El arquero que velaba en lo alto de la torre<br />
ha reclinado su pesada cabeza en el muro.<br />
Al cazador furtivo que esperaba sorprender<br />
la res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando<br />
las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.<br />
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.<br />
Ven a mecerte en las ramas de los sauces<br />
sobre el haz del agua.<br />
Ven a embriagarte con el perfume de las<br />
violetas que se abren entre las sombras.<br />
Ven a gozar de la noche, que es el día de<br />
los espíritus.»<br />
Mientras flotaban en el aire las suaves notas<br />
de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo<br />
inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con<br />
mucha precaución apartó un poco las ramas, y no<br />
sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las<br />
corzas, que en tropel y salvando los matorrales con<br />
ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a<br />
escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose<br />
entre la espesura, ya saliendo nuevamente a<br />
la senda, bajaban del monte con dirección al remanso<br />
del río.<br />
Delante de sus compañeras, más ágil, más<br />
linda, más juguetona y alegre que todas, saltando,
corriendo, parándose y tornando a correr, de modo<br />
que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la<br />
corza blanca, cuyo extraño color destacaba como<br />
una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.<br />
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver<br />
en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso,<br />
la verdad del caso era que, prescindiendo de<br />
la momentánea alucinación que turbó un instante<br />
sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras,<br />
ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos<br />
ni en los cortos bramidos con que parecían<br />
llamarse, había nada con que no debiese estar ya<br />
muy familiarizado un cazador práctico en esta clase<br />
de expediciones nocturnas.<br />
A medida que desechaba la primera impresión,<br />
Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose<br />
interiormente de su incredulidad y su miedo,<br />
desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar,<br />
teniendo en cuenta la dirección que seguían, el<br />
punto donde se hallaban las corzas.<br />
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los<br />
dientes, y arrastrándose como una culebra por<br />
detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos<br />
cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se
encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite<br />
esperó el tiempo suficiente para que las<br />
corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el<br />
tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese<br />
ruido particular que produce el agua que se bate a<br />
golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a<br />
levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones,<br />
apoyándose en la tierra primero sobre la<br />
punta de los dedos, y después con una de las rodillas.<br />
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que<br />
el arma estaba preparada, dio un paso hacia adelante,<br />
alargó el cuello por encima de los arbustos<br />
para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero<br />
en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió<br />
la vista buscando el objeto que había de herir,<br />
se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario<br />
grito de asombro.<br />
La luna, que había ido remontándose con<br />
lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y<br />
como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce<br />
claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila<br />
superficie del río, y hacía ver los objetos como a<br />
través de una gasa azul.<br />
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo,<br />
vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de<br />
las cuales unas entraban en el agua jugueteando,<br />
mientras las otras acababan de despojarse de las<br />
ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa<br />
vista el tesoro de sus formas.<br />
En esos ligeros y cortados sueños de la<br />
mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas,<br />
sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces<br />
comienza a transparentarse a través de las<br />
blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación<br />
de veinte años que bosquejase con los<br />
colores de la fantasía una escena semejante a la<br />
que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico<br />
Garcés.<br />
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos<br />
de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos<br />
de los árboles o arrojados con descuido<br />
sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían<br />
a su placer por el soto, formando grupos<br />
pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola<br />
saltar en chispas luminosas sobre las flores de<br />
la margen como una menuda lluvia de rocío.<br />
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de<br />
un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes
y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual<br />
parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo<br />
más bien se adivinaba que se veía temblar debajo<br />
de los infinitos círculos de luz de las ondas.<br />
Otra allá, con el cabello suelto sobre los<br />
hombros, mecíase suspendida de la rama de un<br />
sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños<br />
pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar<br />
rozando la tersa superficie. En tanto que éstas<br />
permanecían recostadas aún al borde del agua con<br />
los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad<br />
el perfume de las flores y estremeciéndose<br />
ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas<br />
danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente<br />
sus manos, dejando caer atrás la cabeza<br />
con delicioso abandono, e hiriendo el suelo<br />
con el pie en alternada cadencia.<br />
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos,<br />
imposible abarcar con una mirada los infinitos<br />
detalles del cuadro que formaban, unas corriendo,<br />
jugando y persiguiéndose con alegres risas<br />
por entre el laberinto de los árboles; otras surcando<br />
el agua como un cisne y rompiendo la corriente con<br />
el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en<br />
el fondo, donde permanecían largo rato para volver
a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas<br />
que nacen escondidas en el lecho de las aguas<br />
profundas.<br />
La mirada del atónito montero vagaba absorta<br />
de un lado a otro, sin saber donde fijarse, hasta<br />
que, sentado bajo un pabellón de verdura que<br />
parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de<br />
mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a<br />
despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver<br />
el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del<br />
noble don Dionís, la incomparable Constanza.<br />
Marchando de sorpresa en sorpresa, el<br />
enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al<br />
testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia<br />
de un sueño fascinador y engañoso.<br />
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse<br />
de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo<br />
de su imaginación; porque mientras más la<br />
miraba, y más despacio, más se convencía de que<br />
aquella mujer era Constanza.<br />
No podía caber duda, no; suyos eran aquellos<br />
ojos oscuros y sombreados de largas pestañas,<br />
que apenas bastaban a mortiguar la luz de sus pupilas;<br />
suyas aquella rubia y abundante cabellera que,
después de coronar su frente, se derramaba por su<br />
blanco seno y sus redondas espaldas como una<br />
cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso,<br />
que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada<br />
como una flor que se rinde al peso de las gotas<br />
de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él<br />
había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes<br />
a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos,<br />
comparables sólo con dos pedazos de nieve que el<br />
sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean<br />
entre la verdura.<br />
En el momento en que Constanza salió del<br />
bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos<br />
de su amante los escondidos tesoros de su hermosura,<br />
sus compañeras comenzaron nuevamente a<br />
cantar estas palabras con una melodia dulcísima.<br />
CORO<br />
«Genios del aire, habitadores del luminoso<br />
éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.<br />
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos<br />
lirios, venid en vuestros carros de nácar, a<br />
los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el techo<br />
de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia<br />
de perlas.<br />
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de<br />
fuego, mariposas negras, ¡venid!<br />
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche,<br />
venid zumbando como un enjambre de insectos<br />
de luz y de oro.<br />
Venid, que ya el astro protector de los misterios<br />
brilla en la plenitud de su hermosura.<br />
Venid, que ha llegado el momento de las<br />
transformaciones maravillosas.<br />
Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»<br />
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al<br />
oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los<br />
celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un<br />
impulso más poderoso que su voluntad, deseando<br />
romper de una vez el encanto que fascinaba sus<br />
sentidos, separó con mano trémula y convulsa el<br />
ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso<br />
en la margen del río. El encanto se rompió, desvaneciose<br />
todo como el humo, y al tender en torno
suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso<br />
tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en<br />
lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas<br />
de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál<br />
salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a<br />
todo correr la trocha del monte.<br />
-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no<br />
eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó<br />
entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha<br />
andado un poco torpe dejándome entre las manos<br />
la mejor presa.<br />
Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando<br />
escapar por el soto, se había lanzado entre el<br />
laberinto de sus árboles, y enredándose en una red<br />
de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse.<br />
Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto<br />
en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el<br />
montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción<br />
con un grito, diciéndole:<br />
-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y,<br />
después de un instante de duda, dejó caer al suelo<br />
el arma, espantado a la sola idea de haber podido<br />
herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada<br />
vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca<br />
había aprovechado aquellos cortos instantes
para acabarse de desenredar y huir ligera como un<br />
relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.<br />
-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo<br />
éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con<br />
una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria,<br />
pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto<br />
diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y<br />
fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo<br />
del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron<br />
después unos gemidos sofocados.<br />
-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir<br />
aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será<br />
verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta<br />
apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en<br />
que había disparado la saeta, que era la misma en<br />
que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar,<br />
sus cabellos se erizaron de horror, las palabras<br />
se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarge<br />
al tronco de un árbol para no caer a tierra.<br />
Constanza, herida por su mano, expiraba<br />
allí a su vista, revolcándose en su propia sangre,<br />
entre las agudas zarzas del monte.
La rosa de pasión<br />
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo,<br />
me refirió esta singular historia una muchacha<br />
muy buena y muy bonita.<br />
Mientras me explicaba el misterio de su<br />
forma especial, besaba las hojas y los pistilos que<br />
iba arrancando uno a uno de la flor que da a su<br />
nombre esta leyenda.<br />
Si yo la pudiera referir con el suave encanto<br />
y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería<br />
como a mí me conmovió la historia de la<br />
infeliz Sara.<br />
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de<br />
esa tradición se me acuerda en este instante.<br />
I<br />
En una de las callejas más oscuras y tortuosas<br />
de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida<br />
entre la alta torre morisca de una antigua<br />
parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados<br />
muros de una casa solariega, tenía hace muchos<br />
años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable<br />
como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo como<br />
todos los de su raza, pero más que ninguno engañador<br />
e hipócrita.<br />
Dueño, según los rumores del vulgo, de una<br />
inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día<br />
acurrucado en el sombrío portal de su vivienda,<br />
componiendo y aderezando cadenillas de metal,<br />
cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía<br />
un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover las<br />
revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.<br />
Aborrecedor implacable de los cristianos y<br />
de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó<br />
junto a un caballero principal o un canónigo de la<br />
primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento<br />
bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta,<br />
ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales<br />
parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes<br />
salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.<br />
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse<br />
proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre a<br />
prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y<br />
rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarte,<br />
tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos<br />
y hasta los hombres de armas del próximo<br />
palacio pretendían aburrirle con los nombres más<br />
injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se<br />
santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como<br />
si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía<br />
eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible.<br />
Sus labios delgados y hundidos se dilataban a<br />
la sombra de su nariz desmesurada y corva como el<br />
pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños,<br />
verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas<br />
cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera,<br />
seguía impasible golpeando con su martillito de<br />
hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas<br />
mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que<br />
se componía su tráfico.<br />
Sobre la puerta de la casucha del judío y<br />
dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se<br />
abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones<br />
de los moros toledanos. Alrededor de las<br />
caladas franjas del ajimez, y enredándose por la<br />
columnilla de mármol que lo partía en dos huecos<br />
iguales, subía desde el interior de la vivienda una de<br />
esas plantas trepadoras que se mecen verdes y
llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos<br />
muros de los edificios ruinosos.<br />
En la parte de la casa que recibía una dudosa<br />
luz por los estrechos vanos de aquel ajimez,<br />
único abierto en el musgoso y grieteado paredón de<br />
la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.<br />
Cuando los vecinos del barrio pasaban por<br />
delante de la tienda del judío y veían por casualidad<br />
a Sara tras de las celosías de su ajimez morisco y a<br />
Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban<br />
en alta voz admirados de las perfecciones de la<br />
hebrea: -¡Parece mentira que tan ruin tronco haya<br />
dado de sí tan hermoso vástago!<br />
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de<br />
belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un<br />
sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo<br />
brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como<br />
una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus<br />
labios, encendidos y rojos, parecían recortados<br />
hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles<br />
manos de una hada. Su tez blanca, pálida y transparente<br />
como el alabastro de la estatua de un sepulcro.<br />
Contaba apenas diez y seis años, y ya se<br />
veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las<br />
inteligencias precoces y ya hinchaban su seno y se
escapaban de su boca esos suspiros que anuncian<br />
el vago despertar del deseo.<br />
Los judíos más poderosos de la ciudad,<br />
prendados de su maravillosa hermosura, la habían<br />
solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a<br />
los homenajes de sus adoradores y a los consejos<br />
de su padre, que la instaba para que eligiese un<br />
compañero antes de quedar sola en el mundo, se<br />
mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar<br />
más razón de su extraña conducta que el capricho<br />
de permanecer libre. Al fin un día, cansado de sufrir<br />
los desdenes de Sara y sospechando que su eterna<br />
tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba<br />
algún secreto importante, uno de sus adoradores<br />
se acercó a Daniel y le dijo:<br />
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos<br />
se murmura de tu hija?<br />
El judío levantó un instante los ojos de su<br />
yunque, suspendió su continuo martilleo y, sin mostrar<br />
la menor emoción, preguntó a su interpelante:<br />
-¿Y qué dicen de ella?<br />
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen...<br />
qué sé yo... muchas cosas... Entre otras, que tu hija<br />
está enamorada de un cristiano...-Al llegar a este
punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo<br />
para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.<br />
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un<br />
rato fijamente sin decir palabra, y bajando otra vez<br />
la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:<br />
nia?<br />
-¿Y quien dice que eso no es una calum-<br />
-Quien los ha visto conversar más de una<br />
vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto<br />
sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven<br />
hebreo admirado de que sus sospechas primero y<br />
después sus afirmaciones no hiciesen mella en el<br />
ánimo de Daniel.<br />
Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada<br />
en el yunque, sobre el que después de dejar a<br />
un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de<br />
metal de una guarnición con una pequeña lima,<br />
comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como<br />
si maquinalmente fuese repitiendo su labio las ideas<br />
que cruzaban por su mente.<br />
-¡Je! ¡je! ¡je! -decía riéndose de una manera<br />
extraña y diabólica-. ¿Conque a mi Sara, al orgullo<br />
de la tribu, el báculo en que se apoya mi vejez,
piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros<br />
creéis que lo hará? ¡Je! ¡je! -continuaba siempre<br />
hablando para sí y siempre riéndose, mientras<br />
la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo<br />
el metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre<br />
Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué<br />
quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan<br />
hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los<br />
codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡je!<br />
¡je! ¿Crees tú por ventura que Daniel duerme?<br />
¿Crees tú por ventura que si mi hija tiene un amante...<br />
que bien puede ser, y ese amante es cristiano y<br />
procura seducirla, y la seduce, que todo es posible,<br />
y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye<br />
mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo<br />
humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar<br />
su tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?<br />
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-,<br />
¿sabéis acaso?...<br />
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un<br />
golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada<br />
sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora<br />
de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos<br />
para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro<br />
de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente<br />
a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trabajos<br />
muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos<br />
y aldabas la puerta de la tiendecilla.<br />
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando<br />
sobre sus premiosos goznes, impidió al<br />
que se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez<br />
que en aquel punto cayeron de golpe, como si<br />
la judía acabara de retirarse de su alféizar.<br />
II<br />
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes<br />
de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas<br />
en su magnífica catedral, acababan de entregarse<br />
al sueño, o referían al amor de la lumbre<br />
consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que<br />
robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre<br />
por el cual se descubrió el crimen, o la historia del<br />
Santo Niño de la Guarda, en quien los implacables<br />
enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión<br />
de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo:<br />
interrumpido a intervalos, ya por las lejanas<br />
voces de los guardias nocturnos que en aquella<br />
época velaban en derredor del alcázar, ya por los<br />
gemidos del viento que hacía girar las veletas de las<br />
torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las
calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se<br />
mecía amarrado a un poste cerca de los molinos,<br />
que parecen como incrustados al pie de las rocas<br />
que baña el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad,<br />
vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente<br />
por uno de los estrechos senderos que desde<br />
lo alto de los muros conducen al río, a una persona<br />
a quien al parecer aguardaba con impaciencia.<br />
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-.<br />
¡No parece sino que esta noche anda revuelta<br />
toda esa endiablada raza de judíos!... ¿Dónde diantres<br />
se tendrán dada cita con Satanás, qué todos<br />
acuden a mi barca teniendo tan cerca el puente?...<br />
No, no irán a nada bueno, cuando así evitan toparse<br />
de manos a boca con los hombres de armas de San<br />
Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos<br />
dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en<br />
nada entro ni salgo.<br />
Esto diciendo el buen hombre, sentándose<br />
en su barca aparejó los remos, y cuando Sara, que<br />
no era otra la persona a quien al parecer había<br />
aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo,<br />
soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a<br />
bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -<br />
preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado<br />
de los molinos y como refiriéndose a algo de<br />
que ya habían tratado anteriormente.<br />
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-;<br />
¡un enjambre! Parece que esta noche será<br />
la última que se reúnen.<br />
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto<br />
abandonan la ciudad a estas horas?<br />
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a<br />
alguien que debe de llegar esta noche... Yo no sé<br />
para qué le aguardarán, aunque presumo que para<br />
nada bueno.<br />
Después de este breve diálogo, Sara se<br />
mantuvo algunos instantes sumida en un profundo<br />
silencio y como tratando de coordinar sus ideas. -No<br />
hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido<br />
nuestro amor y prepara alguna venganza horrible.<br />
Es preciso que yo sepa adónde van, qué hacen,<br />
qué intentan. Un momento de vacilación podría<br />
perderle.<br />
Cuando Sara se puso un instante de pie, y<br />
como para alejar las horribles dudas que la preocupaban<br />
se pasó la mano por la frente, que la angus-
tia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba<br />
a la orilla opuesta.<br />
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea<br />
arrojando algunas monedas a su conductor y señalando<br />
un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando<br />
por entre las rocas-, ¿es ese el camino<br />
que siguen?<br />
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del<br />
Moro desaparecen por la izquierda. Después el<br />
diablo y ellos sabrán adónde se dirigen -respondió<br />
el barquero.<br />
Sara se alejó en la dirección que éste le<br />
había indicado. Durante algunos minutos se le vio<br />
aparecer y desaparecer alternativamente entre<br />
aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas<br />
a pico: después, y cuando hubo llegado a la cima<br />
llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se<br />
dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por<br />
último desapareció entre las sombras de la noche.<br />
III<br />
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra<br />
la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y<br />
como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo<br />
conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, exist-
ían, aún en aquella época los ruinosos restos de<br />
una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los<br />
árabes.<br />
En el atrio que dibujaban algunos pedruscos<br />
diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas<br />
parásitas, entre los que yacían medio ocultos, ya el<br />
destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente<br />
esculpido con hojas entrelazadas, endriagos<br />
horribles y grotescos, e informes figuras<br />
humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros<br />
laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de<br />
hiedra.<br />
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural<br />
presentimiento, al llegar al punto que le había señalado<br />
su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa<br />
acerca del camino que debía seguir; pero, por último,<br />
se dirigió con paso firme y resuelto hacia las<br />
abandonadas ruinas de la iglesia.<br />
En efecto, su instinto no la había engañado.<br />
Daniel, que ya no sonreía. Daniel, que no era ya el<br />
viejo débil y humilde, sino que antes bien, despidiendo<br />
cólera de sus pequeños y redondos ojos,<br />
parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado<br />
de una multitud como él, ávida de saciar su<br />
sed de odio en uno de los enemigos de su religión,
estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a<br />
los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo,<br />
en fin, con una horrible solicitud los aprestos<br />
necesarios para la consumación de la espantosa<br />
obra que había estado meditando días y días mientras<br />
golpeaba impasible el yunque en su covacha de<br />
Toledo.<br />
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado<br />
llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que<br />
hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror<br />
al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo<br />
resplandor de una fogata que proyectaba la forma<br />
de aquel círculo infernal en los muros del templo,<br />
había creído ver que algunos hacían esfuerzos por<br />
levantar en alto una pesada cruz, mientras otros<br />
tejían una corona con las ramas de los zarzales o<br />
aplastaban sobre una piedra las puntas de los<br />
enormes clavos de hierro. Una idea espantosa<br />
cruzó por su mente; recordó que a los de su raza<br />
los habían acusado más de una vez de misteriosos<br />
crímenes; recordó vagamente la aterradora historia<br />
del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había<br />
creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo<br />
para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante<br />
de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos<br />
de martirio, y los feroces verdugos sólo<br />
aguardaban la víctima.<br />
Sara, llena de una santa indignación, rebosando<br />
en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable<br />
en el verdadero Dios que su amante le<br />
había revelado, no pudo contenerse a la vista de<br />
aquel espectáculo, y rompiendo por entre la maleza<br />
que la ocultaba, presentose de improviso en el dintel<br />
del templo.<br />
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito<br />
de sorpresa; y Daniel, dando un paso hacia su<br />
hija en ademán amenazante, le preguntó con voz<br />
ronca: -¿Qué buscas aquí, desdichada?<br />
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo<br />
Sara con voz firme y resuelta- todo el baldón de<br />
vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano<br />
esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que<br />
intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque<br />
el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo<br />
le he prevenido de vuestras asechanzas.<br />
-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-,<br />
Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos
hecho traición hasta el punto de revelar nuestros<br />
misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado,<br />
tú no eres mi hija...<br />
-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre,<br />
un padre todo amor para los suyos, un padre a<br />
quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y<br />
que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para<br />
una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy<br />
vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo<br />
de mi origen.<br />
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa<br />
enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de<br />
los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre<br />
la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola<br />
por los cabellos, la arrastró como poseído de<br />
un espíritu infernal hasta el pie de la Cruz, que parecía<br />
abrir sus descarnados brazos para recibirla,<br />
exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:<br />
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia<br />
de esa infame, que ha vendido su honra, su religión<br />
y a sus hermanos.<br />
IV<br />
Al día siguiente, cuando las campanas de la<br />
catedral atronaban los aires tocando a gloria, y los
honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar<br />
ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos<br />
que como todavía lo hacen en algunas de nuestras<br />
poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho,<br />
como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa<br />
en los labios comenzó a saludar a los que pasaban,<br />
sin dejar por eso de golpear en el yunque con su<br />
martillito de hierro; pero las celosías del morisco<br />
ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio<br />
más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar<br />
de azulejos de colores.<br />
Cuentan que algunos años después un pastor<br />
trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca<br />
vista, en la cual se veían figurados todos los atributos<br />
del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa<br />
que había crecido y enredado sus tallos por entre<br />
los ruinosos muros de la derruida iglesia.<br />
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir<br />
el origen de aquella maravilla, añaden que se<br />
hallo el esqueleto de una mujer, y enterrados con<br />
ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía.<br />
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar<br />
de quién era, se conservó por largos años con<br />
veneración especial en la ermita de San Pedro el
Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante<br />
común, se llama Rosa de Pasión.<br />
FIN DEL TOMO PRIMERO
<strong>Obras</strong> <strong>completas</strong> de Gustavo Adolfo<br />
Bécquer<br />
TOMO SEGUNDO<br />
Creed en Dios<br />
Cantiga provenzal<br />
«Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,<br />
barón de Fortcastell. Noble o villano,<br />
señor o pechero, tú, cualquiera que seas,<br />
que te detienes un instante al borde de mi sepu<br />
cree en Dios, como yo he creído, y ruégale por<br />
I<br />
Nobles aventureros que, puesta la lanza en<br />
la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un<br />
corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio<br />
que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante,<br />
buscando honra y prez en la profesión de las<br />
armas: si al atravesar el quebrado valle de Montagut<br />
os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y<br />
habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio<br />
que aún se ve en su fondo, oídme.<br />
II
Pastores que seguís con lento paso a vuestras<br />
ovejas, que pacen derramadas por las colinas y<br />
las llanuras: si al conducirlas al borde del transparente<br />
riachuelo que corre, forcejea y salta por entre<br />
los peñascos del valle de Montagut, en el rigor del<br />
verano y en una siesta de fuego habéis encontrado<br />
la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas<br />
del monasterio, cuyos musgosos pilares besan<br />
las ondas, oídme.<br />
III<br />
Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres<br />
que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad:<br />
si en la mañana del santo Patrono de estos<br />
lugares, al bajar al valle de Montagut a coger tréboles<br />
y margaritas con que embellecer su retablo,<br />
venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio<br />
que se alza en sus peñas, habéis penetrado<br />
en su claustro mudo y desierto para vagar entre<br />
sus abandonadas tumbas, a cuyos bordes crecen<br />
las margaritas más dobles y los jacintos más azules,<br />
oídme.<br />
IV<br />
Tú, noble caballero, tal vez al resplandor de<br />
un relámpago; tú, pastor errante, calcinado por los
ayos del sol; tú, en fin, hermosa niña, cubierta aún<br />
con gotas de rocío semejantes a lágrimas: todos<br />
habréis visto en aquel santo lugar una tumba, una<br />
tumba humilde. Antes la componían una piedra<br />
tosca y una cruz de palo; la cruz ha desaparecido y<br />
sólo queda la piedra. En esa tumba, cuya inscripción<br />
es el mote de mi canto, reposa en paz el último<br />
barón de Fortcastell, Teobaldo de Montagut, del<br />
cual voy a referiros la peregrina historia.<br />
I<br />
Cuando la noble condesa de Montagut estaba<br />
en cinta de su primogénito Teobaldo, tuvo un<br />
ensueño misterioso y terrible. Acaso un aviso de<br />
Dios; tal vez una vana fantasía que el tiempo realizó<br />
más adelante. Soñó que en su seno engendraba<br />
una serpiente, una serpiente monstruosa que, arrojando<br />
agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la<br />
menuda hierba, ora replegándose sobre sí misma<br />
para saltar, huyó de su vista, escondiéndose al fin<br />
entre unas zarzas.<br />
-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en<br />
su horrible pesadilla, señalando a sus servidores la<br />
zarza en que se había escondido el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos<br />
al punto que la noble dama, inmóvil y presa de un<br />
profundo terror, les señalaba aún con el dedo, una<br />
blanca paloma se levantó de entre las breñas y se<br />
remontó a las nubes.<br />
La serpiente había desaparecido.<br />
II<br />
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al<br />
darlo a luz, su padre pereció algunos años después<br />
en una emboscada, peleando como bueno contra<br />
los enemigos de Dios.<br />
Desde este punto, la juventud del primogénito<br />
de Fortcastell sólo puede compararse a un<br />
huracán. Por donde pasaba se veía señalando su<br />
camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba<br />
a sus pecheros, se batía con sus iguales, perseguía<br />
a las doncellas, daba de palos a los monjes, y en<br />
sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz<br />
ni cosa sagrada que no maldijese.<br />
III<br />
Un día que salió de caza y que, como era<br />
su costumbre, hizo entrar a guarecerse de la lluvia a<br />
toda su endiablada comitiva de pajes licenciosos,
arqueros desalmados y siervos envilecidos, con<br />
perros, caballos y gerifaltes, en la iglesia de una<br />
aldea de sus dominios, un venerable sacerdote,<br />
arrostrando su cólera y sin temer los violentos<br />
arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en<br />
nombre del Cielo y llevando una hostia consagrada<br />
en sus manos, a que abandonase aquel lugar y<br />
fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al<br />
Papa la absolución de sus culpas.<br />
-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo<br />
al oírle-; déjeme en paz; o, ya que no he encontrado<br />
una sola pieza durante el día, te suelto mis<br />
perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.<br />
IV<br />
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía.<br />
El sacerdote, sin embargo, se limitó a contestarle: -<br />
Haz lo que quieras, pero ten presente que hay un<br />
Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus<br />
manos, borrará mis culpas del libro de su indignación,<br />
para escribir tu nombre y hacerte expiar tu<br />
crimen.<br />
-¡Un Dios que castiga y perdona! -<br />
prorrumpió el sacrílego barón con una carcajada-.<br />
Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy a
cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque<br />
poco rezador, soy amigo de no faltar a mis palabras.<br />
¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro! Azuzad la jauría,<br />
dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas,<br />
que vamos a darle caza a este imbécil, aunque<br />
se suba a los retablos de sus altares.<br />
V<br />
Ya, después de dudar un instante y a una<br />
nueva orden de su señor, comenzaban los pajes a<br />
desatar los lebreles, que aturdían la iglesia con sus<br />
ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo<br />
con una risa de Satanás, y el venerable sacerdote<br />
murmurando una plegaria, elevaba sus ojos al<br />
cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó<br />
fuera del sagrado recinto una vocería terrible, bramidos<br />
de trompas que hacían señales de ojeo, y<br />
gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡Hacia el<br />
monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res,<br />
corrió a las puertas del santuario, ebrio de alegría;<br />
tras él fueron sus servidores, y con sus servidores<br />
los caballos y los lebreles.<br />
VI<br />
-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón<br />
subiendo a su corcel, sin apoyarse en el estribo ni
desarmar la ballesta. -Por la cañada que se extiende<br />
al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar<br />
la última palabra, el impetuoso cazador hundió<br />
su acicate de oro en el ijar del caballo, que partió<br />
al escape. Tras él partieron todos.<br />
Los habitantes de la aldea, que fueron los<br />
primeros en dar la voz de alarma, y que al aproximarse<br />
el terrible animal se habían guarecido en sus<br />
chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios<br />
de sus ventanas; y cuando vieron desaparecer<br />
la infernal comitiva por entre el follaje de la espesura,<br />
se santiguaron en silencio.<br />
VII<br />
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel,<br />
más ligero o más castigado que los de sus servidores,<br />
seguía tan de cerca a la res, que dos o tres<br />
veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso<br />
bruto, se había empinado sobre los estribos y<br />
echándose al hombro la ballesta para herirlo. Pero<br />
el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos entre los<br />
espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su<br />
vista para mostrársele de nuevo fuera del alcance<br />
de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas<br />
del valle y el pedregoso lecho del río, e internándose<br />
en un bosque inmenso, se perdió entre<br />
sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la<br />
codiciada res, siempre creyendo alcanzarla, siempre<br />
viéndose burlado por su agilidad maravillosa.<br />
VIII<br />
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia,<br />
tendió el brazo y voló la saeta que fue a clavarse<br />
temblando en el lomo del terrible animal, que<br />
dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -<br />
exclama con un grito de alegría el cazador, volviendo<br />
a hundir por la centésima vez el acicate en el<br />
sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en balde<br />
huye. El rastro de la sangre que arroja marca su<br />
camino. Y esto diciendo comenzó a hacer en la<br />
bocina la señal del triunfo para que la oyesen sus<br />
servidores.<br />
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon<br />
sus piernas, un ligero temblor agitó sus<br />
contraídos músculos, y cayó al suelo desplomado<br />
arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma<br />
un caño de sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando<br />
la carrera del herido jabalí comenzaba a acortarse,<br />
cuando bastaba un solo esfuerzo más para alcanzarlo.<br />
IX Pintar la ira del colérico Teobaldo sería<br />
imposible. Repetir sus maldiciones y sus blasfemias,<br />
sólo repetirlas, fuera escandaloso e impío.<br />
Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente<br />
le contestó el eco en aquellas inmensas soledades,<br />
y se arrancó los cabellos y se mesó las<br />
barbas, presa de la más espantosa desesperación. -<br />
Le seguiré a la carrera, aun cuando haya de reventarme<br />
-exclamó al fin, armando de nuevo su ballesta<br />
y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel<br />
momento sintió ruido a sus espaldas, se entreabrieron<br />
las ramas de la espesura y se presentó a sus<br />
ojos un paje que traía del diestro un corcel negro<br />
como la noche.<br />
-El cielo me lo envía -dijo el cazador,<br />
lanzándose sobre sus lomos ágil como un gamo. El<br />
paje, que era delgado, muy delgado, y amarillo como<br />
la muerte, se sonrió de una manera extraña al<br />
presentarle la brida.<br />
X
El caballo relinchó con una fuerza que hizo<br />
estremecer el bosque; dio un bote increíble, un bote<br />
en que se levantó más de diez varas del suelo, y el<br />
aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como<br />
zumba una piedra arrojada por la honda. Había<br />
partido al escape; pero a un escape tan rápido que,<br />
temeroso de perder los estribos y caer a tierra turbado<br />
por el vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse<br />
con ambas manos a sus flotantes crines.<br />
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el<br />
acicate ni animarlo con la voz, el corcel corría, corría<br />
sin detenerse. ¿Cuánto tiempo corrió Teobaldo<br />
con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas<br />
le abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales<br />
desgarraban sus vestidos, y el viento silbaba a su<br />
alrededor? Nadie lo sabe.<br />
XI<br />
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos<br />
un instante para arrojar en torno suyo una mirada<br />
inquieta se encontró lejos, muy lejos de Montagut, y<br />
en unos lugares para él completamente extraños. El<br />
corcel corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas,<br />
castillos y aldeas pasaban a su lado como una exhalación.<br />
Nuevos y nuevos horizontes se abrían<br />
ante su vista; horizontes que se borraban para dejar
lugar a otros más y más desconocidos. Valles angostos,<br />
herizados de colosales fragmentos de granito<br />
que las tempestades habían arrancado de la<br />
cumbre de las montañas; alegres campiñas, cubiertas<br />
de un tapiz de verdura y sembradas de blancos<br />
caseríos; desiertos sin límites, donde hervían las<br />
arenas calcinadas por los rayos de un sol de fuego;<br />
vastas soledades, llanuras inmensas, regiones de<br />
eternas nieves, donde los gigantescos témpanos<br />
asemejaban, destacándose sobre un cielo gris y<br />
oscuro, blancos fantasmas que extendían sus brazos<br />
para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y<br />
mil y mil otras cosas que yo no podré deciros, vio en<br />
su fantástica carrera, hasta tanto que, envuelto en<br />
una niebla oscura, dejó de percibir el ruido que producían<br />
los cascos del caballo al herir la tierra.<br />
I<br />
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas<br />
niñas, que escucháis mi relato: si os maravilla<br />
lo que os cuento, no creáis que es un fábula<br />
tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad;<br />
de boca en boca ha llegado hasta mí esta tradición<br />
y la leyenda del sepulcro que aún subsiste en<br />
el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable<br />
de la veracidad de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que<br />
aún me resta por decir, que es tan cierto como lo<br />
anterior, aunque más maravilloso. Yo podré acaso<br />
adornar con algunas galas de la poesía el desnudo<br />
esqueleto de esta sencilla y terrible historia, pero<br />
nunca me apartaré un punto de la verdad a sabiendas.<br />
II<br />
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas<br />
de su corcel y se sintió lanzado en el vacío, no<br />
pudo reprimir un involuntario estremecimiento de<br />
terror. Hasta entonces había creído que los objetos<br />
que se representaban a sus ojos eran fantasmas de<br />
su imaginación, turbada por el vértigo, y que su<br />
corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin<br />
salir del término de su señorío. Ya no le quedaba<br />
duda de que era juguete de un poder sobrenatural,<br />
que le arrastraba, sin que supiese adonde, a través<br />
de aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de<br />
formas caprichosas y fantásticas, en cuyo seno, que<br />
se iluminaba a veces con el resplandor de un<br />
relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas,<br />
próximas a desprenderse.<br />
El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en<br />
aquel océano de vapores caliginosos y encendidos,
y las maravillas del cielo comenzaron a desplegarse<br />
unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.<br />
III<br />
Cabalgando sobre las nubes, vestidos de<br />
luengas túnicas con orlas de fuego, suelta al<br />
huracán la encendida cabellera y blandiendo sus<br />
espadas que relampagueaban arrojando chispas de<br />
cárdena luz, vio a los ángeles, ministros de la cólera<br />
del Señor, cruzar como un formidable ejército sobre<br />
las alas de la tempestad.<br />
Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos<br />
las tormentosas nubes semejantes a un mar de<br />
lava, y oyó mugir el trueno a sus pies como muge el<br />
Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla<br />
el atónito peregrino.<br />
IV<br />
Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que<br />
sentado sobre un inmenso globo de cristal, lo dirige<br />
por el espacio en las noches serenas, como un bajel<br />
de plata sobre la superficie de un lago azul.<br />
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes<br />
de oro en una atmósfera de colores y de fuego, y en
su foco a los ígneos espíritus que habitan incólumes<br />
entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan<br />
al Criador himnos de alegría.<br />
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan<br />
los hombres a las estrellas, y vio el arco iris, echado<br />
como un puente colosal sobre el abismo que separa<br />
al primer cielo del segundo.<br />
V<br />
Por una escala misteriosa vio bajar las almas<br />
a la tierra: vio bajar muchas y subir pocas. Cada<br />
una de aquellas almas inocentes iba acompañada<br />
de un arcángel purísimo que le cubría con la<br />
sombra de sus alas. Los que tornaban solos tornaban<br />
en silencio y con lágrimas en los ojos; los que<br />
no, subían cantando como suben las alondras en<br />
las mañanas de Abril.<br />
Después, las tinieblas rosadas y azules que<br />
flotaban en el espacio como cortinas de gasa transparente,<br />
se rasgaron como el día de gloria se rasga<br />
en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso<br />
de los justos se ofreció a sus miradas deslumbrador<br />
y magnífico.<br />
VI
Allí estaban los santos profetas que habréis<br />
visto groseramente esculpidos en las portadas de<br />
piedra de nuestras catedrales; allí las vírgenes luminosas,<br />
que intenta en vano copiar de sus sueños<br />
el pintor, en los vidrios de colores de las ojivas; allí<br />
los querubines, con sus largas y flotantes vestiduras<br />
y sus nimbos de oro, como los de las tablas de los<br />
altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de<br />
luz, rodeada de todas las jerarquías celestes, y<br />
hermosa sobre toda ponderación, Nuestra Señora<br />
de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles,<br />
el amparo de los pecadores y el consuelo de<br />
los afligidos.<br />
VII<br />
Más allá el paraíso de los justos, más allá el<br />
trono donde se sienta la Virgen María. El ánimo de<br />
Teobaldo se sobrecogió temeroso, y un hondo pavor<br />
se apoderó de su alma. La eterna soledad; el<br />
eterno silencio viven en aquellas regiones; que conducen<br />
al misterioso santuario del Señor. De cuando<br />
en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío<br />
como la hoja de un puñal, que crispaba sus cabellos<br />
de horror y penetraba hasta la médula de sus huesos,<br />
ráfagas semejantes a las que anunciaban a los<br />
profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin
llegó a un punto donde creyó percibir un rumor sordo,<br />
que pudiera compararse al zumbido lejano de<br />
un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del<br />
otoño, revolotean en derredor de las últimas flores.<br />
VIII<br />
Atravesaba esa fantástica región adonde<br />
van todos los acentos de la tierra, los sonidos que<br />
decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos<br />
que se pierden en el aire, los lamentos que<br />
creemos que nadie oye.<br />
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias<br />
de los niños, las oraciones de las vírgenes,<br />
los salmos de los piadosos eremitas, las peticiones<br />
de los humildes, las castas palabras de los limpios<br />
de corazón, las resignadas quejas de los que padecen,<br />
los ayes de los que sufren y los himnos de los<br />
que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces,<br />
que palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su<br />
santa madre que pedía a Dios por él; pero no oyó la<br />
suya.<br />
IX<br />
Más allá hirieron sus oídos con un estrépito<br />
discordante mil y mil acentos ásperos y roncos,<br />
blasfemias, gritos de venganzas, cantares de org-
ías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación,<br />
amenazas de impotencia y juramentos sacrílegos<br />
de la impiedad.<br />
Teobaldo atravesó el segundo círculo con la<br />
rapidez que el meteoro cruza el cielo en una tarde<br />
de verano, por no oír su voz que vibraba allí sonante<br />
y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces<br />
en medio de aquel concierto infernal.<br />
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -<br />
decían aún su acento agitándose en aquel océano<br />
de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.<br />
X<br />
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó<br />
otras inmensidades llenas de visiones terribles, que<br />
ni él pudo comprender ni yo acierto a concebir, y<br />
llegó al cabo al último círculo de la espiral de los<br />
cielos, donde los serafines adoran al Señor, cubierto<br />
el rostro con las triples alas y prosternados a sus<br />
pies.<br />
Él quiso mirarlo.<br />
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar<br />
de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó<br />
en sus oídos, y, arrancado del corcel y lan-
zado al vacío como la piedra candente que arroja un<br />
volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego,<br />
abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde<br />
cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo<br />
con un soplo de sus labios.<br />
I<br />
La noche había cerrado y el viento gemía<br />
agitando las hojas de los árboles, por entre cuyas<br />
frondosas ramas se deslizaba un suave rayo de<br />
luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el<br />
codo y restregándose los ojos como si despertara<br />
de un profundo sueño, tendió alrededor una mirada<br />
y se encontró en el mismo bosque donde hirió al<br />
jabalí, donde cayó muerto su corcel, donde le dieron<br />
aquella fantástica cabalgadura que le había arrastrado<br />
a unas regiones desconocidas y misteriosas.<br />
Un silencio de muerte reinaba en su alrededor;<br />
un silencio que sólo interrumpía el lejano bramido<br />
de los ciervos, el temeroso murmullo de las<br />
hojas y el eco de una campana distante que de vez<br />
en cuando traía el viento en sus ráfagas.<br />
-Habré soñado dijo el barón; y emprendió su<br />
camino a través del bosque, y salió al fin a la llanura.
II<br />
En lontananza, y sobre las rocas de Montagut,<br />
vio destacarse la negra silueta de su castillo<br />
sobre el fondo azulado y transparente del cielo de la<br />
noche. -Mi castillo está lejos y estoy cansado -<br />
murmuró-; esperaré el día en un lugar cercano -y se<br />
dirigió al lugar. Llamó a una puerta. -¿Quién sois? -<br />
le preguntaron. -El barón de Fortcastell -respondió,<br />
y se le rieron en sus barbas. Llamó a otra. -¿Quién<br />
sois y qué queréis? -tornaron a preguntarle. -<br />
Vuestro señor -insistió el caballero, sorprendido de<br />
que no le conociesen-; Teobaldo de Montagut. -<br />
¡Teobaldo de Montagut! -dijo colérica su interlocutora,<br />
que no era una vieja-; ¡Teobaldo de Montagut el<br />
del cuento! ¡Bah!... Seguid vuestro camino, y no<br />
vengáis a sacar de su sueño a las gentes honradas<br />
para decirles chanzonetas insulsas.<br />
III<br />
Teobaldo, lleno de asombro, abandonó la<br />
aldea y se dirigió al castillo, a cuyas puertas llegó<br />
cuando apenas clareaba el día. El foso estaba cegado,<br />
con los sillares de las derruidas almenas; el<br />
puente levadizo, inútil ya se pudría colgado aún de<br />
sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orín por<br />
la acción de los años; en la torre del homenaje tañía
lentamente una campana; frente al arco principal de<br />
la fortaleza sobre un pedestal de granito se elevaba<br />
una cruz; en los muros no se veía un solo soldado;<br />
y, confuso y sordo, parecía que de su seno se elevaba<br />
como un murmullo lejano, un himno religioso,<br />
grave, solemne y magnífico.<br />
-¡Y éste es mi castillo, no hay duda! -decía<br />
Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto<br />
a otro, sin acertar a comprender lo que le pasaba-.<br />
¡Aquél es mi escudo, grabado aún sobre la clave del<br />
arco! ¡Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que<br />
domino, el señorío de Fortcastell...<br />
En aquel instante las pesadas hojas de la<br />
puerta giraron sobre sus goznes y apareció en su<br />
dintel un religioso.<br />
IV<br />
-¿Quién sois y qué hacéis aquí? -preguntó<br />
Teobaldo al monje.<br />
-Yo soy -contestó éste- un humilde servidor<br />
de Dios, religioso del monasterio del Montagut.<br />
-Pero... -interrumpió el barón- Montagut ¿no<br />
es un señorío?
-Lo fue... -prosiguió el monje- hace mucho<br />
tiempo... A su último señor, según cuentan, se lo<br />
llevó el diablo; y como no tenía a nadie que le sucediese<br />
en el feudo, los condes soberanos hicieron<br />
donación de estas tierras a los religiosos de nuestra<br />
regla, que están aquí desde habrá cosa de ciento a<br />
ciento veinte años. Y vos, ¿quién sois?<br />
-Yo... -balbuceó el barón de Fortcastell,<br />
después de un largo rato de silencio-; yo soy... un<br />
miserable pecador que arrepentido de sus faltas,<br />
viene a confesarlas a vuestro abad, y a pedirle que<br />
lo admita en el seno de su religión.
La promesa<br />
I<br />
Margarita lloraba con el rostro oculto entre<br />
las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían<br />
silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose<br />
por entre sus dedos para caer en la tierra<br />
hacia la que había doblado su frente.<br />
Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba<br />
de cuando en cuando los ojos para mirarla,<br />
y viéndola llorar tornaba a bajarlos, guardando a su<br />
vez un silencio profundo.<br />
Y todo callaba alrededor y parecía respetar<br />
su pena. Los rumores del campo se apagaban; el<br />
viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban<br />
a envolver los espesos árboles del soto.<br />
Así transcurrieron algunos minutos, durante<br />
los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el<br />
sol había dejado al morir en el horizonte; la luna<br />
comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo<br />
violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras<br />
fueron apareciendo las mayores estrellas.
Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso,<br />
exclamando con voz sorda y entrecortada y<br />
como si hablase consigo mismo:<br />
-¡Es imposible... imposible!<br />
Después, acercándose a la desconsolada<br />
niña y tomando una de sus manos, prosiguió con<br />
acento más cariñoso y suave:<br />
-Margarita, para ti el amor es todo, y tú no<br />
ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo<br />
tan respetable como nuestro cariño, y es mi deber.<br />
Nuestro señor el conde de Gómara parte mañana<br />
de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don<br />
Fernando, que va a sacar a Sevilla del poder de los<br />
infieles, y yo debo partir con el conde. Huérfano<br />
oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto<br />
soy. Yo le he servido en el ocio de las paces, he<br />
dormido bajo su techo, me he calentado en su<br />
hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le<br />
abandono, mañana sus hombres de armas, al salir<br />
en tropel por las poternas de su castillo, preguntarán<br />
maravillados de no verme: -¿Dónde está el<br />
escudero favorito del conde de Gómara? Y mi señor<br />
callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones<br />
dirán en son de mofa: -El escudero del conde no es<br />
más que un galán de justes, un lidiador de cortesía.
Al llegar a este punto, Margarita levantó sus<br />
ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su<br />
amante, y removió los labios como para dirigirle la<br />
palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.<br />
Pedro, con acento aún más dulce y persuasivo,<br />
prosiguió así:<br />
-No llores, por Dios, Margarita; no llores,<br />
porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme<br />
de ti; mas yo volveré después de haber conseguido<br />
un poco de gloria para mi nombre oscuro...<br />
El cielo nos ayudará en la santa empresa;<br />
conquistaremos a Sevilla, y el rey nos dará feudos<br />
en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores.<br />
Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a<br />
habitar en aquel paraíso de los árabes, donde dicen<br />
que hasta el cielo es más limpio y más azul que el<br />
de Castilla.<br />
Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra<br />
solemnemente empeñada el día en que puse en<br />
tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.<br />
-¡Pedro! -exclamó entonces Margarita dominando<br />
su emoción y con voz resuelta y firme-. Ve,<br />
ve a mantener tu honra; -y al pronunciar estas palabras,<br />
se arrojó por última vez en brazos de su
amante. Después añadió con acento más sordo y<br />
conmovido:- Ve a mantener tu honra pero vuelve...,<br />
vuelve a traerme la mía.<br />
Pedro besó la frente de Margarita, desató<br />
su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles<br />
del soto, y se alejó al galope por el fondo de la alameda.<br />
Margarita siguió a Pedro con los ojos hasta<br />
que su sombra se confundió entre la niebla de la<br />
noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió<br />
lentamente al lugar, donde la aguardaban sus hermanos.<br />
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo uno de<br />
ellos al entrar-, que mañana vamos a Gómara con<br />
todos los vecinos del pueblo para ver al conde que<br />
se marcha a Andalucía.<br />
-A mí más me entristece que me alegra ver<br />
irse a los que acaso no han de volver -respondió<br />
Margarita con un suspiro.<br />
-Sin embargo -insistió el otro hermano-, has<br />
de venir con nosotros y has de venir compuesta y<br />
alegre: así no dirán las gentes murmuradoras que<br />
tienes amores en el castillo y que tus amores se van<br />
a la guerra.
II<br />
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del<br />
alba, cuando empezó a oírse por todo el campo de<br />
Gómara la aguda trompetería de los soldados del<br />
conde, y los campesinos que llegaban en numerosos<br />
grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse<br />
al viento el pendón señorial en la torre más<br />
alta de la fortaleza.<br />
Unos sentados al borde de los fosos, otros<br />
subidos en las copas de los árboles, éstos vagando<br />
por la llanura; aquéllos coronando las cumbres de<br />
las colinas, los de más allá formando un cordón a lo<br />
largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que<br />
los curiosos esperaban el espectáculo, no sin que<br />
algunos comenzaran a impacientarse, cuando volvió<br />
a sonar de nuevo el toque de los clarines, rechinaron<br />
las cadenas del puente, que cayó con pausa<br />
sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras<br />
se abrían de par en par y gimiendo sobre sus goznes<br />
las pesadas puertas del arco que conducía al<br />
patio de armas.<br />
La multitud corrió a agolparse en los ribazos<br />
del camino para ver más a su sabor las brillantes<br />
armaduras y los lujosos arreos del séquito del con-
de de Gómara, célebre en toda la comarca por su<br />
esplendidez y sus riquezas.<br />
Rompieron la marcha los farautes que deteniéndose<br />
de trecho en trecho, pregonaban en voz<br />
alta y a son de caja las cédulas del rey llamando a<br />
sus feudatarios a la guerra de moros, y requiriendo<br />
a las villas y lugares libres para que diesen paso y<br />
ayuda a sus huestes.<br />
A los farautes siguieron los heraldos de corte,<br />
ufanos con sus casullas de seda, sus escudos<br />
bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos<br />
de plumas vistosas.<br />
Después vino el escudero mayor de la casa,<br />
armado de punta en blanco, caballero sobre un<br />
potro morcillo, llevando en sus manos el pendón de<br />
rico-hombre con sus motes y sus calderas, y al estribo<br />
izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío,<br />
vestido de negro y rojo.<br />
Precedían al escudero mayor hasta una<br />
veintena de aquellos famosos trompeteros de la<br />
tierra llana, célebres en las crónicas de nuestros<br />
reyes por la increíble fuerza de sus pulmones.<br />
Cuando dejó de herir el viento el agudo<br />
clamor de la formidable trompetería, comenzó a
oírse un rumor sordo, acompasado y uniforme. Eran<br />
los peones de la mesnada, armados de largas picas<br />
y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos<br />
no tardaron en aparecer los aparejadores de las<br />
máquinas, con sus herramientas y sus torres de<br />
palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda<br />
del servicio de las acémilas.<br />
Luego, envueltos en la nube de polvo que<br />
levantaba el casco de sus caballos, y lanzando<br />
chispas de luz de sus petos de hierro, pasaron los<br />
hombres de armas del castillo formados en gruesos<br />
pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de<br />
lanzas.<br />
Por último, precedido de los timbaleros, que<br />
montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos,<br />
rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes<br />
de seda y oro, y seguido de los escuderos de su<br />
casa, apareció el conde.<br />
Al verle, la multitud levantó un clamor inmenso<br />
para saludarle, y entre la confusa vocería se<br />
ahogó el grito de una mujer, que en aquel momento<br />
cayó desmayada y como herida de un rayo en los<br />
brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla.<br />
Era Margarita, Margarita que había conocido<br />
a su misterioso amante en el muy alto y muy temido
señor conde de Gómara, uno de los más nobles y<br />
poderosos feudatarios de la corona de Castilla.<br />
III<br />
El ejército de Don Fernando, después de<br />
salir de Córdoba, había venido por sus jornadas<br />
hasta Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija,<br />
Carmona y Alcalá del Río de Guadaira, donde, una<br />
vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a<br />
la vista de la ciudad de los infieles.<br />
El conde de Gómara estaba en la tienda<br />
sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido,<br />
terrible, las manos cruzadas sobre la empuñadura<br />
del montante y los ojos fijos en el espacio, con esa<br />
vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin embargo,<br />
no ve nada de cuanto hay a su alrededor.<br />
A un lado y de pie, le hablaba el más antiguo<br />
de los escuderos de su casa, el único que en<br />
aquellas horas de negra melancolía hubiera osado<br />
interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión<br />
de su cólera. -¿Qué tenéis, señor? -le decía-. ¿Qué<br />
mal os aqueja y consume? Triste vais al combate y<br />
triste volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando<br />
todos los guerreros duermen rendidos a la fatiga del<br />
día, os oigo suspirar angustiado; y si corro a vuestro
lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os<br />
atormenta. Abrís los ojos, y vuestro terror no se<br />
desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es<br />
un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi<br />
memoria como en un sepulcro.<br />
El conde parecía no oír al escudero; no obstante,<br />
después de un largo espacio, y como si las<br />
palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en<br />
llegar desde sus oídos a su inteligencia, salió poco<br />
a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí<br />
cariñosamente, le dijo con voz grave y reposada:<br />
-He sufrido mucho en silencio. Creyéndome<br />
juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado<br />
por vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me<br />
sucede.<br />
Yo debo de hallarme bajo la influencia de<br />
alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben<br />
de querer algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales.<br />
¿Te acuerdas del día de nuestro encuentro<br />
con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana?<br />
Éramos pocos; la pelea fue dura y yo estuve a punto<br />
de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido del combate,<br />
mi caballo herido y ciego de furor se precipitó
hacia el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en<br />
balde por contenerle; las riendas se habían escapado<br />
de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome<br />
a una muerte segura.<br />
Ya los moros, cerrando sus escuadrones,<br />
apoyaban en tierra el cuento de sus largas picas<br />
para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba<br />
en mis oídos: el caballo estaba a algunos pies de<br />
distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos,<br />
cuando..., créeme, no fue una ilusión, vi una<br />
mano que agarrándole de la brida lo detuvo con una<br />
fuerza sobrenatural, y volviéndole en dirección a las<br />
filas de mis soldados, me salvó milagrosamente.<br />
En vano pregunté a unos y otros por mi salvador;<br />
nadie le conocía, nadie le había visto.<br />
-Cuando volabais a estrellaros en la muralla<br />
de picas -me dijeron-, ibais solo, completamente<br />
solo; por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo<br />
que ya el corcel no obedecía al jinete.<br />
-Aquella noche entré preocupado en mi<br />
tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación<br />
el recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme<br />
al lecho, torné a ver la misma mano, una mano<br />
hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió
las cortinas, desapareciendo después de descorrerlas.<br />
Desde entonces, a todas horas, en todas partes,<br />
estoy viendo esa mano misteriosa que previene<br />
mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he<br />
visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre<br />
sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a<br />
herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba<br />
ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto,<br />
escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla<br />
delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en<br />
la tienda, en el combate, de día, de noche.... ahora<br />
mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en<br />
mis hombros.<br />
Al pronunciar estas últimas palabras, el<br />
conde se puso de pie y dio algunos pasos como<br />
fuera de sí y embargado de un terror profundo.<br />
El escudero se enjugó una lágrima que corría<br />
por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no<br />
insistió, sin embargo, en contrariar sus ideas, y se<br />
limitó a decirle con voz profundamente conmovida:<br />
-Venid..., salgamos un momento de la tienda;<br />
acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras<br />
sienes, calmando ese incomprensible dolor, para el<br />
que yo no hallo palabras de consuelo.
IV<br />
El real de los cristianos se extendía por todo<br />
el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen<br />
izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose<br />
sobre el luminoso horizonte, se alzaban<br />
los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas<br />
y fuertes. Por encima de la corona de almenas<br />
rebosaba la verdura de los mil jardines de la morisca<br />
ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje<br />
lucían los miradores blancos como la nieve, los<br />
minaretes de las mezquitas y la gigantesca atalaya,<br />
sobre cuyo aéreo pretil lanzaban chispas de luz,<br />
heridas por el sol, las cuatro grandes bolas de oro,<br />
que desde el campo de los cristianos parecían cuatro<br />
llamas.<br />
La empresa de Don Fernando, una de las<br />
más heroicas y atrevidas de aquella época, había<br />
traído a su alrededor a los más célebres guerreros<br />
de los diferentes reinos de la Península, no faltando<br />
algunos que de países extraños y distantes vinieran<br />
también; llamados por la fama, a unir sus esfuerzos<br />
a los del santo rey.<br />
Tendidas a lo largo de la llanura, mirábanse,<br />
pues, tiendas de campaña de todas formas y colores,<br />
sobre el remate de las cuales ondeaban al vien-
to distintas enseñas con escudos partidos, astros,<br />
grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras<br />
cien y cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban<br />
el nombre y la calidad de sus dueños. Por<br />
entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban<br />
en todas direcciones multitud de soldados que<br />
hablando dialectos diversos, y vestidos cada cual al<br />
uso de su país y cada cual armado a su guisa, formaban<br />
un extraño y pintoresco contraste.<br />
Aquí descansaban algunos señores de las<br />
fatigas del combate sentados en escaños de alerce<br />
a la puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en<br />
tanto que sus pajes les escanciaban el vino en copas<br />
de metal; allí algunos peones aprovechaban un<br />
momento de ocio para aderezar y componer sus<br />
armas, rotas en la última refriega; más allá cubrían<br />
de saetas un blanco los más expertos ballesteros de<br />
la hueste entre las aclamaciones de la multitud,<br />
pasmada de su destreza; y el rumor de los atambores,<br />
el clamor de las trompetas, las voces de los<br />
mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra<br />
el hierro, los cánticos de los juglares que entretenían<br />
a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas,<br />
y los gritos de los farautes que publicaban<br />
las ordenanzas de los maestres de campo, llenando<br />
los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a
aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y<br />
una animación imposibles de pintar con palabras.<br />
El conde de Gómara, acompañado de su<br />
fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos<br />
sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste,<br />
como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase<br />
a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente,<br />
a la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se<br />
agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha<br />
sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado<br />
por una voluntad ajena a la suya.<br />
Próximo a la tienda del rey y en medio de<br />
un corro de soldados, pajecillos y gente menuda<br />
que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose<br />
a comprarle algunas de las baratijas que<br />
anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios,<br />
había un extraño personaje, mitad romero, mitad<br />
juglar, que ora recitando una especie de letanía en<br />
latín bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería,<br />
mezclaba en su interminable relación chistes<br />
capaces de poner colorado a un ballestero con<br />
oraciones devotas, historias de amores picarescos<br />
con leyendas de santos. En las inmensas alforjas<br />
que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos<br />
y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas
en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras<br />
que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el<br />
rey Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas<br />
para libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas;<br />
bálsamos maravillosos para pegar a hombres<br />
partidos por la mitad; Evangelios cosidos en<br />
bolsitas de brocatel; secretos para hacerse amar de<br />
todas las mujeres; reliquias de los santos patronos<br />
de todos los lugares de España: joyuelas, cadenillas,<br />
cinturones, medallas y otras muchas baratijas<br />
de alquimia de vidrio y de plomo.<br />
Cuando el conde llegó cerca del grupo que<br />
formaban el romero y sus admiradores, comenzaba<br />
éste a templar una especie de bandolín o guzla<br />
árabe con que se acompaña en la relación de sus<br />
romances. Después que hubo estirado bien las<br />
cuerdas unas tras otras y con mucha calma, mientras<br />
su acompañante daba la vuelta al corro sacando<br />
los últimos cornados de la flaca escarcela de los<br />
oyentes, el romero empezó a cantar con voz gangosa<br />
y con un aire monótono y plañidero un romance<br />
que siempre terminaba con el mismo estribillo.<br />
El conde se acercó al grupo y prestó atención.<br />
Por una coincidencia, al parecer extraña, el<br />
título de aquella historia respondía en un todo a los
lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo.<br />
Según había anunciado el cantor antes de comenzar,<br />
el romance se titulaba el Romance de la mano<br />
muerta.<br />
Al oír el escudero tan extraño anuncio,<br />
pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio, pero el<br />
conde, con los ojos fijos en el juglar, permaneció<br />
inmóvil, escuchando esta cantiga:<br />
I<br />
La niña tiene un amante<br />
que escudero se decía;<br />
el escudero le anuncia<br />
que a la guerra se partía.<br />
-Te vas y acaso no tornes.<br />
-Tornaré por vida mía.<br />
Mientras el amante jura,<br />
diz que el viento repetía:<br />
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />
II
El conde con la mesnada<br />
de su castillo salía:<br />
ella, que le ha conocido,<br />
con gran aflicción gemía:<br />
-¡Ay de mí, que se va el conde<br />
y se lleva la honra mía!<br />
Mientras la cuitada llora,<br />
diz que el viento repetía:<br />
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />
III<br />
Su hermano, que estaba allí,<br />
éstas palabras oía:<br />
-Nos has deshonrado, dice.<br />
-Me juró que tornaría.<br />
-No te encontrará, si torna,<br />
donde encontrarte solía.<br />
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:<br />
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />
IV<br />
Muerta la llevan al soto,<br />
la han enterrado en la umbría;<br />
por más tierra que la echaban,<br />
la mano no se cubría:<br />
la mano donde un anillo<br />
que le dio el conde tenía.<br />
De noche, sobre la tumba,<br />
diz que el viento repetía:<br />
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!<br />
Apenas el cantor había terminado la última<br />
estrofa, cuando rompiendo el muro de curiosos, que<br />
se apartaban con respeto al reconocerle, el conde<br />
llegó adonde se encontraba el romero, y cogiéndole<br />
con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:
-¿De qué tierra eres?<br />
-De tierra de Soria -le respondió éste sin alterarse.<br />
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A<br />
quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a<br />
exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de<br />
emoción más profunda.<br />
-Señor -dijo el romero clavando sus ojos en<br />
los del conde con una fijeza imperturbable-, esta<br />
cantiga la repiten de unos en otros los aldeanos del<br />
campo de Gómara y se refiere a una desdichada<br />
cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios<br />
de Dios han permitido que al enterrarla quedase<br />
siempre fuera de la sepultura la mano en que su<br />
amante le puso un anillo al hacerle una promesa.<br />
Vos sabréis quizá a quién toca cumplirla.<br />
V<br />
En un lugarejo miserable y que se encuentra<br />
a un lado del camino que conduce a Gómara, he<br />
visto no hace mucho el sitio en donde se asegura<br />
tuvo lugar la extraña ceremonia del casamiento del<br />
conde.
Después que éste, arrodillado sobre la<br />
humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita,<br />
y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo<br />
la lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio, y<br />
la mano muerta se hundió para siempre.<br />
Al pie de unos árboles añosos y corpulentos<br />
hay un pedacito de prado, que al llegar la primavera<br />
se cubre espontáneamente de flores.<br />
La gente del país dice que allí está enterrada<br />
Margarita.
El beso<br />
I<br />
Cuando una parte del ejército francés se<br />
apoderó a principios de este siglo de la histórica<br />
Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que<br />
se exponían en las poblaciones españolas diseminándose<br />
en alojamientos separados, comenzaron<br />
por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores<br />
edificios de la ciudad.<br />
Después de ocupado el suntuoso alcázar de<br />
Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y<br />
cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron<br />
a invadir el asilo de las comunidades religiosas,<br />
acabando a la postre por transformar en cuadras<br />
hasta las iglesias consagradas al culto. En esta<br />
conformidad se encontraban las cosas en la población<br />
donde tuvo lugar el suceso que voy a referir,<br />
cuando una noche, ya a hora bastante avanzada,<br />
envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo<br />
las estrechas y solitarias calles que<br />
conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con<br />
el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los<br />
cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los<br />
pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien<br />
dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos,
de que todavía nos hablan con admiración nuestras<br />
abuelas.<br />
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven,<br />
el cual iba como a distancia de unos treinta pasos<br />
de su gente hablando a media voz con otro, también<br />
militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste,<br />
que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando<br />
en la mano un farolillo, parecía seguirle de<br />
guía por entre aquel laberinto de calles oscuras,<br />
enmarañadas y revueltas.<br />
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-,<br />
que si el alojamiento que se nos prepara es<br />
tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible<br />
arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.<br />
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el<br />
guía, que efectivamente era un sargento aposentador-;<br />
en el alcázar no cabe ya un grano de trigo,<br />
cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes<br />
no digamos, porque hay celda de fraile en la que<br />
duermen quince húsares. El convento adonde voy a<br />
conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres<br />
o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una<br />
de las columnas volantes que recorren la provincia,<br />
y gracias que hemos podido conseguir que se<br />
amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un<br />
corto silencio y como resignándose con el extraño<br />
alojamiento que la casualidad le deparaba-, más<br />
vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si<br />
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes,<br />
estamos a cubierto, y algo es algo.<br />
Interrumpida la conversación en este punto,<br />
los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio<br />
el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en<br />
cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento<br />
con su torre morisca, su campanario de espadaña,<br />
su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales<br />
y oscuras.<br />
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el<br />
aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán,<br />
que, después que hubo mandado hacer alto a la<br />
tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos<br />
del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.<br />
Como quiera que la iglesia del convento estaba<br />
completamente desmantelada, los soldados<br />
que ocupaban el resto del edificio habían creído que<br />
las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un<br />
tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas
pedazo a pedazo para hacer hogueras con que<br />
calentarse por las noches.<br />
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer<br />
llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el<br />
interior del templo.<br />
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se<br />
perdía entre las espesas sombras de las naves y<br />
dibujaba con gigantescas proporciones sobre el<br />
muro la fantástica sombra del sargento aposentador<br />
que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba<br />
abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas<br />
capillas, hasta que una vez hecho cargo del local,<br />
mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y<br />
caballos revueltos, fue acomodándola como mejor<br />
pudo.<br />
Según dejamos dicho, la iglesia estaba<br />
completamente desmantelada, en el altar mayor<br />
pendían aún de las altas cornisas los rotos girones<br />
del velo con que lo habían cubierto los religiosos al<br />
abandonar aquel recinto; diseminados por las naves<br />
veíanse algunos retablos adosados al muro, sin<br />
imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban<br />
con un ribete de luz los extraños perfiles de la<br />
oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado<br />
en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas
sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas<br />
inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de<br />
las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se<br />
destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes<br />
a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas<br />
de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre<br />
el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos<br />
habitantes del ruinoso edificio.<br />
A cualquiera otro menos molido que el oficial<br />
de dragones; el cual traía una jornada de catorce<br />
leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a<br />
ver estos sacrilegios como la cosa más natural del<br />
mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación<br />
para no pegar los ojos en toda la noche en<br />
aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias<br />
de los soldados que se quejaban en alta voz<br />
del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus<br />
espuelas que resonaban sobre las anchas losas<br />
sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos<br />
que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo<br />
sonar las cadenas con que estaban sujetos a los<br />
pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que<br />
se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía<br />
cada vez más confuso, repetido de eco en<br />
eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba<br />
ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida<br />
de campaña, que apenas hubo acomodado a su<br />
gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la<br />
grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor<br />
pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón,<br />
a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad<br />
que el mismo rey José en su palacio de Madrid.<br />
Los soldados, haciéndose almohadas de las<br />
monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue<br />
apagándose el murmullo de sus voces.<br />
A la media hora sólo se oían los ahogados<br />
gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras<br />
de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear<br />
de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el<br />
dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el<br />
alternado rumor de los pasos del vigilante que se<br />
paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su<br />
capote a lo largo del pórtico.<br />
II<br />
En la época a que se remonta la relación de<br />
esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo<br />
mismo que al presente, para los que no sabían
apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros,<br />
la ciudad de Toledo no era más que un poblachón<br />
destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.<br />
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar<br />
por los actos de vandalismo con que dejaron en<br />
ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de<br />
todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no<br />
hay para que decir que se fastidiaban soberanamente<br />
en la vetusta ciudad de los Césares.<br />
En esta situación de ánimo, la más insignificante<br />
novedad que viniese a romper la monótona<br />
quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida<br />
con avidez entre los ociosos: así es que la<br />
promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas;<br />
la noticia del movimiento estratégico de una<br />
columna volante, la salida de un correo de gabinete<br />
o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad,<br />
convertíanse en tema fecundo de conversación y<br />
objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto<br />
que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de<br />
base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.<br />
Como era de esperar, entre los oficiales<br />
que; según tenían de costumbre, acudieron al día<br />
siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el<br />
Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la
llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el<br />
anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando<br />
de las fatigas de su viaje. Cerca de una<br />
hora hacía que la conversación giraba alrededor de<br />
este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de<br />
diversos modos la ausencia del recién venido, a<br />
quien uno de los presentes, antiguo compañero<br />
suyo de colegio, había citado para el Zocodover,<br />
cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció<br />
al fin nuestro bizarro capitán despojado de su<br />
ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco<br />
de metal con penacho de plumas blancas, una casaca<br />
azul turquí con vueltas rojas y un magnífico<br />
mandoble con vaina de acero, que resonaba<br />
arrastrándose al compás de sus marciales pasos y<br />
del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.<br />
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro<br />
para saludarle, y con él se adelantaron casi<br />
todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo,<br />
en quienes habían despertado la curiosidad y la<br />
gana de conocerle los pormenores que ya habían<br />
oído referir acerca de su carácter original y extraño.<br />
Después de los estrechos abrazos de costumbre<br />
y de las exclamaciones, plácemes y preguntas<br />
de rigor en estas entrevistas; después de hablar
largo y tendido sobre las novedades que andaban<br />
por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes<br />
muertos o ausentes rodando de uno en otro<br />
asunto la conversación, vino a parar al tema obligado,<br />
esto es, las penalidades del servicio, la falta de<br />
distracciones de la ciudad y el inconveniente de los<br />
alojamientos.<br />
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión<br />
que, por lo visto, tenía noticias del mal talante<br />
con que el joven oficial se había resignado a acomodar<br />
su gente en la abandonada iglesia, le dijo<br />
con aire de zumba:<br />
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se<br />
ha pasado la noche en el que ocupáis?<br />
-Ha habido de todo -contestó el interpelado-<br />
; pues si bien es verdad que no he dormido gran<br />
cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la<br />
velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es<br />
seguramente el peor de los males.<br />
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como<br />
admirándose de la buena fortuna del recién venido;<br />
eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte<br />
que le sigue a Toledo para hacerle más soportable<br />
el ostracismo -añadió otro de los del grupo.<br />
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada<br />
menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la<br />
conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en<br />
tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama<br />
una verdadera aventura.<br />
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro<br />
los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste<br />
se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor<br />
atención a sus palabras mientras él comenzó la<br />
historia en estos términos:<br />
-Dormía esta noche pasada como duerme<br />
un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de<br />
camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño<br />
me hizo despertar sobresaltado e incorporarme<br />
sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo<br />
tal, que me ensordeció un instante para dejarme<br />
después los oídos zumbando cerca de un minuto,<br />
como si un moscardón me cantase a la oreja.<br />
Como os habréis figurado, la causa de mi<br />
susto era el primer golpe que oía de esa endiablada<br />
campana gorda, especie de sochantre de bronce,
que los canónigos de Toledo han colgado en su<br />
catedral con el laudable propósito de matar a disgustos<br />
a los necesitados de reposo.<br />
Renegando entre dientes de la campana y<br />
del campanero que la toca, disponíame, una vez<br />
apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger<br />
nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando<br />
vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis<br />
ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la<br />
luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez<br />
del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada<br />
junto al altar.<br />
Los oficiales se miraron entre sí con expresión<br />
entre asombrada e incrédula; el capitán sin<br />
atender al efecto que su narración producía, continuó<br />
de este modo:<br />
-No podéis figuraros nada semejante, aquella<br />
nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente<br />
en la penumbra de la capilla, como esas<br />
vírgenes pintadas en los vidrios de colores que<br />
habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas<br />
y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso<br />
el sello de una leve y espiritual demacración, sus<br />
armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica<br />
dulzura, su intensa palidez, las purísimas<br />
líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado<br />
y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria<br />
esas mujeres que yo soñaba cuando casi era<br />
un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico<br />
objeto del vago amor de la adolescencia!<br />
Yo me creía juguete de una alucinación, y<br />
sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar,<br />
temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.<br />
Ella permanecía inmóvil.<br />
Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa<br />
que no era una criatura terrenal, sino un espíritu<br />
que, revistiendo por un instante la forma humana,<br />
había descendido en el rayo de la luna, dejando en<br />
el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el<br />
alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del<br />
opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de<br />
aquel recinto lóbrego y misterioso.<br />
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada<br />
de colegio, que comenzando por echar a broma<br />
la historia, había concluido interesándose con su<br />
relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le
dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel<br />
sitio?<br />
-No me determiné a hablarle, porque estaba<br />
seguro de que no había de contestarme, ni verme,<br />
ni oírme.<br />
-¿Era sorda?<br />
-¿Era ciega?<br />
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres<br />
o cuatro de los que escuchaban la relación.<br />
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán<br />
después de un momento de pausa-, porque<br />
era... de mármol.<br />
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña<br />
aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron<br />
en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos<br />
dijo al narrador de la peregrina historia, que era el<br />
único que permanecía callado y en una grave actitud:<br />
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese<br />
género, tengo yo más de un millar, un verdadero<br />
serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que<br />
desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a
lo que parece, tanto os da de una mujer de carne<br />
como de piedra.<br />
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse<br />
en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-:<br />
estoy seguro de que no pueden ser como<br />
la mía. La mía es una verdadera dama castellana<br />
que por un milagro de la escultura parece que no la<br />
han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece<br />
en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que<br />
lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán<br />
suplicante, sumergida en un éxtasis de místico<br />
amor.<br />
-De tal modo te explicas, que acabarás por<br />
probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.<br />
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la<br />
creí una locura; mas desde anoche comienzo a<br />
comprender la pasión del escultor griego.<br />
-Dadas las especiales condiciones de tu<br />
nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en<br />
presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo<br />
hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te<br />
pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!,<br />
¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta<br />
celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso...<br />
de los hombres, no...; mas ved, sin embargo,<br />
hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen<br />
de esa mujer, también de mármol, grave y al<br />
parecer con vida como ella, hay un guerrero... su<br />
marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo,<br />
aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera<br />
temido que me tratasen de loco, creo que ya lo<br />
habría hecho cien veces pedazos.<br />
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de<br />
los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico<br />
enamorado de la dama de piedra.<br />
-Nada, nada; es preciso que la veamos -<br />
decían los unos.<br />
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde<br />
a tan alta pasión -añadían los otros.<br />
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en<br />
la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.<br />
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche<br />
si queréis -respondió el joven capitán, recobrando<br />
su habitual sonrisa, disipada un instante por<br />
aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los<br />
bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas<br />
de Champagne, verdadero Champagne, restos
de un regalo hecho a nuestro general de brigada,<br />
que, como sabéis, es algo pariente.<br />
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a<br />
una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.<br />
-¡Se beberá vino del país!<br />
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!<br />
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la<br />
dama del anfitrión.<br />
-Conque... ¡hasta la noche!<br />
¡Hasta la noche!<br />
III<br />
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes<br />
de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo<br />
las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la<br />
campana gorda de la catedral anunciaba la hora de<br />
la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en<br />
cuartel, se oía el último toque de silencio de los<br />
clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a<br />
poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron<br />
el camino que conduce desde aquel punto al<br />
convento en que se alojaba el capitán, animados<br />
más con la esperanza de apurar las prometidas
otellas, que con el deseo de conocer la maravillosa<br />
escultura.<br />
La noche había cerrado sombría y amenazadora;<br />
el cielo estaba cubierto de nubes de color<br />
de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las<br />
estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda<br />
luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un<br />
chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.<br />
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza<br />
en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo<br />
amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió<br />
a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras<br />
a media voz, todos penetraron juntos en la<br />
iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad<br />
de una linterna luchaba trabajosamente con las<br />
oscuras y espesísimas sombras.<br />
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados<br />
tendiendo a su alrededor la vista-, que el<br />
local es de los menos a propósito del mundo para<br />
una fiesta.<br />
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer<br />
a una dama, y apenas si con mucha dificultad se<br />
ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece<br />
sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero<br />
arrebujándose en el capote.<br />
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-;<br />
calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho!<br />
-prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-:<br />
busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos<br />
una buena fogata en la capilla mayor.<br />
El asistente, obedeciendo las órdenes de su<br />
capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería<br />
del coro, y después que hubo reunido una gran<br />
cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas<br />
del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a<br />
hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados<br />
de riquísimas labores, entre los que se veían,<br />
por aquí, parte de una columnilla salomónica; por<br />
allá, la imagen de un santo abad, el torso de una<br />
mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado<br />
entre hojarascas.<br />
A los pocos minutos, una gran claridad que<br />
de improviso se derramó por todo el ámbito de la<br />
iglesia anunció a los oficiales que había llegado la<br />
hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento<br />
con la misma ceremonia que hubiera<br />
hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los<br />
convidados:<br />
Si gustáis, pasaremos al buffet.<br />
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad,<br />
respondieron a la invitación con un cómico<br />
saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos<br />
del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata<br />
se detuvo un instante, y extendiendo la mano<br />
en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo<br />
con la finura más exquisita.<br />
-Tengo el placer de presentaros a la dama<br />
de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo<br />
en que no he exagerado su belleza.<br />
Los oficiales volvieron los ojos al punto que<br />
les señalaba su amigo, y una exclamación de<br />
asombro se escapó involuntariamente de todos los<br />
labios.<br />
En el fondo de un arco sepulcral revestido<br />
de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio,<br />
con las manos juntas y la cara vuelta<br />
hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una<br />
mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos
de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía<br />
más soberanamente hermosa.<br />
-En verdad que es un ángel -exclamó uno<br />
de ellos.<br />
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.<br />
-No hay duda que, aunque no sea más que<br />
la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre,<br />
es lo suficiente para no pegar los ojos en toda<br />
la noche.<br />
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron<br />
algunos de los que contemplaban la estatua al capitán,<br />
que sonreía satisfecho de su triunfo.<br />
-Recordando un poco del latín que en mi niñez<br />
supe, he conseguido a duras penas, descifrar la<br />
inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y,<br />
a lo que he podido colegir, pertenece a un título de<br />
Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con<br />
el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su<br />
esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de<br />
Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al<br />
original, debió ser la mujer más notable de su siglo.<br />
Después de estas breves explicaciones, los<br />
convidados, que no perdían de vista el principal
objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas<br />
de las botellas y, sentándose alrededor de la<br />
lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.<br />
A medida que las libaciones se hacían más<br />
numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso<br />
Champagne comenzaba a trastornar las cabezas,<br />
crecían la animación, el ruido y la algazara de los<br />
jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes<br />
de granito adosados a los pilares los cascos de las<br />
botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz<br />
canciones báquicas y escandalosas, mientras los de<br />
más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas<br />
en señal de aplauso o disputaban entre sí con<br />
blasfemias y juramentos.<br />
El capitán bebía en silencio como un desesperado<br />
y sin apartar los ojos de la estatua de<br />
doña Elvira.<br />
Iluminada por el rojizo resplandor de la<br />
hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez<br />
había puesto delante de su vista, parecíale<br />
que la marmórea imagen se transformaba a veces<br />
en una mujer real, parecíale que entreabría los labios<br />
como murmurando una oración; que se alzaba<br />
su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba<br />
las manos con más fuerza que sus mejillas se colo-
eaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel<br />
sacrílego y repugnante espectáculo.<br />
Los oficiales, que advirtieron la taciturna<br />
tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en<br />
que se encontraba sumergido y, presentándole una<br />
copa, exclamaron en coro:<br />
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que<br />
no lo ha hecho en toda la noche!<br />
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie<br />
y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua<br />
del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:<br />
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la<br />
fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos<br />
podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle<br />
su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!<br />
Los militares acogieron el brindis con una<br />
salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio<br />
algunos pasos hacia el sepulcro.<br />
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la<br />
estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida<br />
propia de la embriaguez-, no creas que te tengo<br />
rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contra-
io, te admiro como un marido paciente, ejemplo de<br />
longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero<br />
también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de<br />
soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir<br />
de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!<br />
Y esto diciendo llevose la copa a los labios,<br />
y después de humedecérselos con el licor que contenía,<br />
le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en<br />
una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino<br />
sobre la tumba goteando de las barbas de piedra<br />
del inmóvil guerrero.<br />
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de<br />
sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo<br />
que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente<br />
de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que<br />
aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de<br />
Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron<br />
mano una noche a sus espadas de granito, y<br />
dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles<br />
bigotes con carbón.<br />
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas<br />
esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer<br />
caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma<br />
idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no<br />
saber que se tragaba al menos el que le cayese en<br />
la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros,<br />
que esas estatuas son un pedazo de mármol tan<br />
inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la<br />
cantera. Indudablemente el artista, que es casi un<br />
dios, da a su obra un soplo de vida que no logra<br />
hacer que ande y se mueva, pero que le infunde<br />
una vida incomprensible y extraña; vida que yo no<br />
me explico bien, pero que la siento, sobre todo<br />
cuando bebo un poco.<br />
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-,<br />
bebe y prosigue.<br />
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen<br />
de doña Elvira, prosiguió con una exaltación<br />
creciente:<br />
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes<br />
rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?...<br />
¿No parece que por debajo de esa ligera<br />
epidermis azulada y suave de alabastro circula un<br />
fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?...<br />
¿Queréis más realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que<br />
le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y<br />
hueso.<br />
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!...<br />
-exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía<br />
arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este<br />
fuego que corre por las venas hirviente como la lava<br />
de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y<br />
trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas.<br />
Entonces el beso de esas mujeres materiales me<br />
quemaba como un hierro candente, y las apartaba<br />
de mí con disgusto, con horror, hasta con asco;<br />
porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo<br />
de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo<br />
y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve<br />
coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer<br />
blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra<br />
que parece incitarme con su fantástica hermosura,<br />
que parece que oscila al compás de la llama, y me<br />
provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un<br />
tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso<br />
tuyo podrá calmar el ardor que me consume.<br />
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales<br />
al verle dirigirse hacia la estatua como fuera<br />
de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-,
¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad<br />
en paz a los muertos!<br />
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus<br />
amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba<br />
y aproximose a la estatua; pero al tenderle los<br />
brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando<br />
sangre por ojos, boca y nariz, había caído<br />
desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.<br />
Los oficiales, mudos y espantados, ni se<br />
atrevían a dar un paso para prestarle socorro.<br />
En el momento en que su camarada intentó<br />
acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira,<br />
habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y<br />
derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete<br />
de piedra.
El Monte de las Ánimas<br />
La noche de difuntos me despertó a no sé<br />
qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono<br />
y eterno me trajo a las mientes esta tradición<br />
que oí hace poco en Soria.<br />
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una<br />
vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que<br />
se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por<br />
pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto<br />
lo hice.<br />
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y<br />
la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con<br />
miedo cuando sentía crujir los cristales de mi<br />
balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.<br />
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el<br />
caballo de copas.<br />
I<br />
-Atad los perros; haced la señal con las<br />
trompas para que se reúnan los cazadores, y demos<br />
la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es<br />
día de Todos los Santos y estamos en el Monte de<br />
las Ánimas.<br />
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con<br />
ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo<br />
han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible.<br />
Dentro de poco sonará la oración en los<br />
Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán<br />
a tañer su campana en la capilla del monte.<br />
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres<br />
asustarme?<br />
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede<br />
en este país, porque aún no hace un año que<br />
has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua,<br />
yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el<br />
camino te contaré esa historia.<br />
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos<br />
grupos; los condes de Borges y de Alcudiel<br />
montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos<br />
siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían<br />
la comitiva a bastante distancia.<br />
Mientras duraba el camino, Alonso narró en<br />
estos términos la prometida historia:<br />
-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas,<br />
pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí,<br />
a la margen del río. Los Templarios eran guerreros<br />
y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los ára-
es, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender<br />
la ciudad por la parte del puente, haciendo<br />
en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que<br />
así hubieran solos sabido defenderla como solos la<br />
conquistaron.<br />
Entre los caballeros de la nueva y poderosa<br />
Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos<br />
años, y estalló al fin, un odio profundo. Los<br />
primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban<br />
caza abundante para satisfacer sus necesidades<br />
y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron<br />
organizar una gran batida en el coto, a<br />
pesar de las severas prohibiciones de los clérigos<br />
con espuelas, como llamaban a sus enemigos.<br />
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a<br />
detener a los unos en su manía de cazar y a los<br />
otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada<br />
expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella<br />
las fieras; antes la tendrían presente tantas madres<br />
como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello<br />
no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el<br />
monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a<br />
quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento<br />
festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el<br />
monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se
declaró abandonado, y la capilla de los religiosos,<br />
situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron<br />
juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.<br />
Desde entonces dicen que cuando llega la<br />
noche de difuntos se oye doblar sola la campana de<br />
la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas<br />
en jirones de sus sudarios, corren como en una<br />
cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales.<br />
Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan,<br />
las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro<br />
día se han visto impresas en la nieve las huellas de<br />
los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en<br />
Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso<br />
he querido salir de él antes que cierre la noche.<br />
La relación de Alonso concluyó justamente<br />
cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del<br />
puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí<br />
esperaron al resto de la comitiva, la cual, después<br />
de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por<br />
entre las estrechas y oscuras calles de Soria.<br />
II<br />
Los servidores acababan de levantar los<br />
manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los
condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor<br />
iluminando algunos grupos de damas y caballeros<br />
que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente,<br />
y el viento azotaba los emplomados vidrios<br />
de las ojivas del salón.<br />
Solas dos personas parecían ajenas a la<br />
conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz<br />
seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento,<br />
los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo<br />
de la hoguera chispear en las azules pupilas de<br />
Beatriz.<br />
Ambos guardaban hacía rato un profundo<br />
silencio.<br />
Las dueñas referían, a propósito de la noche<br />
de difuntos, cuentos tenebrosos en que los<br />
espectros y los aparecidos representaban el principal<br />
papel; y las campanas de las iglesias de Soria<br />
doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.<br />
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso<br />
rompiendo el largo silencio en que se encontraban-;<br />
pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las<br />
áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y<br />
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé
que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,<br />
acaso por algún galán de tu lejano señorío.<br />
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia;<br />
todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa<br />
contracción de sus delgados labios.<br />
-Tal vez por la pompa de la corte francesa;<br />
donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el<br />
joven-. De un modo o de otro, presiento que no<br />
tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que<br />
llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando<br />
fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte<br />
devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra?<br />
El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu<br />
atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo<br />
sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una<br />
desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el<br />
ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?<br />
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero<br />
en mi país una prenda recibida compromete una<br />
voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse<br />
un presente de manos de un deudo... que aún<br />
puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció<br />
estas palabras turbó un momento al joven, que después<br />
de serenarse dijo con tristeza:<br />
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos<br />
los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias<br />
y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?<br />
Beatriz se mordió ligeramente los labios y<br />
extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una<br />
palabra.<br />
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio,<br />
y volviose a oír la cascada voz de las viejas<br />
que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido<br />
del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el<br />
triste monótono doblar de las campanas.<br />
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido<br />
diálogo tornó a anudarse de este modo:<br />
-Y antes de que concluya el día de Todos<br />
los Santos, en que así como el tuyo se celebra el<br />
mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo,<br />
¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada<br />
en la de su prima, que brilló como un relámpago,<br />
iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la<br />
mano al hombro derecho como para buscar alguna<br />
cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo<br />
bordado de oro... Después, con una infantil<br />
expresión de sentimiento, añadió:<br />
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé<br />
hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de<br />
su color me dijiste que era la divisa de tu alma?<br />
-Sí.<br />
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y<br />
pensaba dejártela como un recuerdo.<br />
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó<br />
Alonso incorporándose de su asiento y con una<br />
indescriptible expresión de temor y esperanza.<br />
-No sé.... en el monte acaso.<br />
-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo<br />
y dejándose caer sobre el sitial-; en el<br />
Monte de las Ánimas!<br />
da:<br />
Luego prosiguió con voz entrecortada y sor-<br />
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces;<br />
en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey
de los cazadores. No habiendo aún podido probar<br />
mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes,<br />
he llevado a esta diversión, imagen de la guerra,<br />
todos los bríos de mi juventud, todo el ardor,<br />
hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus<br />
pies son despojos de fieras que he muerto por mi<br />
mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres;<br />
y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y<br />
a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha<br />
visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche<br />
volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una<br />
fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A<br />
qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas<br />
doblan, la oración ha sonado en San Juan del<br />
Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a<br />
levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas<br />
que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya<br />
sola vista puede helar de horror la sangre del más<br />
valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle<br />
en el torbellino de su fantástica carrera como una<br />
hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.<br />
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible<br />
se dibujó en los labios de Beatriz, que<br />
cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente<br />
y mientras atizaba el fuego del hogar, donde
saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil<br />
colores:<br />
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir<br />
ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche<br />
tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino<br />
de lobos!<br />
Al decir esta última frase, la recargó de un<br />
modo tan especial, que Alonso no pudo menos de<br />
comprender toda su amarga ironía, movido como<br />
por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por<br />
la frente, como para arrancarse el miedo que estaba<br />
en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme<br />
exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún<br />
inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver<br />
el fuego:<br />
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.<br />
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose<br />
con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer<br />
detenerle, el joven había desaparecido.<br />
A los pocos minutos se oyó el rumor de un<br />
caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con<br />
una radiante expresión de orgullo satisfecho que<br />
coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel ru-
mor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció<br />
por último.<br />
Las viejas, en tanto, continuaban en sus<br />
cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en<br />
los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad<br />
doblaban a lo lejos.<br />
III<br />
Había pasado una hora, dos, tres; la media<br />
roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a<br />
su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en<br />
menos de una hora pudiera haberlo hecho.<br />
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando<br />
su libro de oraciones y encaminándose a su<br />
lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar<br />
algunos de los rezos que la iglesia consagra<br />
en el día de difuntos a los que ya no existen.<br />
Después de haber apagado la lámpara y<br />
cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se<br />
durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.<br />
Las doce sonaron en el reloj del Postigo.<br />
Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana,<br />
lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los<br />
ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su
nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada<br />
y doliente. El viento gemía en los vidrios de la<br />
ventana.<br />
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano<br />
sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su<br />
corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas<br />
de alerce del oratorio habían crujido sobre sus<br />
goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.<br />
Primero unas y luego las otras más cercanas,<br />
todas las puertas que daban paso a su habitación<br />
iban sonando por su orden, éstas con un ruido<br />
sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.<br />
Después silencio, un silencio lleno de rumores<br />
extraños, el silencio de la media noche, con un<br />
murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos<br />
de perros, voces confusas, palabras ininteligibles;<br />
ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas<br />
que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones<br />
fatigosas que casi se sienten, estremecimientos<br />
involuntarios que anuncian la presencia<br />
de algo que no se ve y cuya aproximación se nota<br />
no obstante en la oscuridad.<br />
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza<br />
fuera de las cortinillas y escuchó un momento.
Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la<br />
frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.<br />
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en<br />
las crisis nerviosas, como bultos que se movían en<br />
todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba<br />
en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.<br />
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su<br />
hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del<br />
lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres<br />
gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una<br />
armadura, al oír una conseja de aparecidos?<br />
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en<br />
vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma.<br />
Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta,<br />
más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras<br />
de brocado de la puerta habían rozado al separarse,<br />
y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra;<br />
el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi<br />
imperceptible, pero continuado, y a su compás se<br />
oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se<br />
acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio<br />
que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un<br />
grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría,<br />
escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el<br />
agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor<br />
eterno y monótono; los ladridos de los perros se<br />
dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de<br />
la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan<br />
tristemente por las ánimas de los difuntos.<br />
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo,<br />
porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al<br />
fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió<br />
los ojos a los primeros rayos de la luz. Después<br />
de una noche de insomnio y de terrores, ¡es<br />
tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las<br />
cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse<br />
de sus temores pasados, cuando de repente un<br />
sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron<br />
y una palidez mortal descoloró sus mejillas:<br />
sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada<br />
la banda azul que perdiera en el monte, la<br />
banda azul que fue a buscar Alonso.<br />
Cuando sus servidores llegaron despavoridos<br />
a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel,<br />
que a la mañana había aparecido devorado por<br />
los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas,<br />
la encontraron inmóvil, crispada, asida con<br />
ambas manos a una de las columnas de ébano del
lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca;<br />
blancos los labios, rígidos los miembros, muerta;<br />
¡muerta de horror!<br />
IV<br />
Dicen que después de acaecido este suceso,<br />
un cazador extraviado que pasó la noche de<br />
difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y<br />
que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que<br />
viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura<br />
que vio a los esqueletos de los antiguos templarios<br />
y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la<br />
capilla levantarse al punto de la oración con un<br />
estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de<br />
corceles, perseguir como a una fiera a una mujer<br />
hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies<br />
desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de<br />
horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
La cueva de la mora<br />
I<br />
Frente al establecimiento de baños de Fitero,<br />
y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies<br />
corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados<br />
de un castillo árabe, célebre en los fastos<br />
gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro<br />
de grandes y memorables hazañas, así por parte de<br />
los que le defendieron, como los que valerosamente<br />
clavaron sobre sus almenas el estandarte de la<br />
cruz.<br />
De los muros no quedan más que algunos<br />
ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han<br />
caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por<br />
completo; en el patio de armas crecen zarzales y<br />
matas de jaramago; por todas partes adonde se<br />
vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos,<br />
sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de<br />
barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra;<br />
allí un torreón, que aún se tiene en pie como por<br />
milagro; más allá los postes de argamasa, con las<br />
anillas de hierro que sostenían el puente colgante.<br />
Durante mi estancia en los baños, ya por<br />
hacer ejercicio que, según me decían, era conve-
niente al estado de mi salud, ya arrastrado por la<br />
curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos<br />
vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la<br />
fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las<br />
horas escarbando el suelo por ver si encontraba<br />
algunas armas, dando golpes en los muros para<br />
observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo<br />
de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones<br />
con la idea de encontrar la entrada de algunos<br />
de esos subterráneos que es fama existen en<br />
todos los castillos de los moros.<br />
Mis diligentes pesquisas fueron por demás<br />
infructuosas.<br />
Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado<br />
de hallar algo nuevo y curioso en lo alto<br />
de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié<br />
a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río<br />
que corre a sus pies, andando, andando a lo largo<br />
de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en<br />
la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos<br />
matorrales. No sin mi poquito de temor separé<br />
el ramaje que cubría la entrada de aquello que<br />
me pareció cueva formada por la Naturaleza y que<br />
después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo<br />
abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta
el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité<br />
a observar cuidadosamente las particularidades de<br />
la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba<br />
formando como unos grandes peldaños en dirección<br />
a la altura en que se halla el castillo de que<br />
ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé<br />
entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda<br />
había descubierto uno de esos caminos secretos<br />
tan comunes en las obras militares de aquella época,<br />
el cual debió de servir para hacer salidas falsas<br />
o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí<br />
inmediato.<br />
Para cerciorarme de la verdad que pudiera<br />
haber en mis inducciones, después que salí de la<br />
cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación<br />
con un trabajador que andaba podando<br />
unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me<br />
acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender<br />
un cigarrillo.<br />
Hablamos de varias cosas indiferentes; de<br />
las propiedades medicinales de las aguas de Fitero,<br />
de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres<br />
de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en<br />
fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió,<br />
primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación recayó<br />
sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien<br />
que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.<br />
-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo<br />
como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había<br />
de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale<br />
todas las noches un ánima?<br />
-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El<br />
ánima de quién?<br />
-El ánima de la hija de un alcaide moro que<br />
anda todavía penando por estos lugares, y se la ve<br />
todas las noches salir vestida de blanco de esa<br />
cueva, y llena en el río una jarrica de agua.<br />
Por la explicación de aquel buen hombre vine<br />
en conocimiento de que acerca del castillo árabe<br />
y del subterráneo que yo suponía en comunicación<br />
con él, había alguna historieta; y como yo soy muy<br />
amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente<br />
de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la<br />
refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los<br />
mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir<br />
a mis lectores.<br />
II
Cuando el castillo del que ahora sólo restan<br />
algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes<br />
moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra<br />
sobre piedra, dominaban desde lo alto de la<br />
roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo<br />
valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la<br />
villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó<br />
herido y prisionero de los árabes un famoso caballero<br />
cristiano, tan digno de renombre por su piedad<br />
como por su valentía.<br />
Conducido a la fortaleza y cargado de hierros<br />
por sus enemigos, estuvo algunos días en el<br />
fondo de un calabozo luchando entre la vida y la<br />
muerte hasta que, curado casi milagrosamente de<br />
sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de<br />
oro.<br />
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar<br />
entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus<br />
hermanos de armas y sus hombres de guerra se<br />
alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender<br />
nuevos combates; pero el alma del caballero<br />
se había llenado de una profunda melancolía, y ni<br />
el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran<br />
parte a disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija del<br />
alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por<br />
la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo<br />
conocido la encontró tan superior a la idea que de<br />
ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción<br />
de sus encantos, y se enamoró perdidamente<br />
de un objeto para él imposible.<br />
Meses y meses pasó el caballero forjando<br />
los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba<br />
un medio de romper las barreras que lo separaban<br />
de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos<br />
para olvidarla; ya se decidía por una cosa,<br />
ya se mostraba partidario de otra absolutamente<br />
opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos<br />
y compañeros de armas, mandó llamar a sus<br />
hombres de guerra, y después de hacer con el mayor<br />
sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de<br />
improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura,<br />
objeto de su insensato amor.<br />
Al partir a esta expedición, todos creyeron<br />
que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de<br />
cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el<br />
fondo de sus calabozos; pero después de tomada la<br />
fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa<br />
de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos
cristianos habían perecido para contribuir al logro de<br />
una pasión indigna.<br />
El caballero, embriagado en el amor que al<br />
fin logró encender en el pecho de la hermosísima<br />
mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos,<br />
ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas<br />
de sus soldados. Unos y otros clamaban por<br />
salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales<br />
era natural que habían de caer nuevamente los<br />
árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.<br />
Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó<br />
gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el<br />
vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre<br />
bajó a anunciar a los enamorados amantes que por<br />
toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre<br />
se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien<br />
podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la<br />
morisma entera.<br />
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida<br />
como la muerte; el caballero pidió sus armas a<br />
grandes voces, y todo se puso en movimiento en la<br />
fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus<br />
cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se<br />
bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante,<br />
y se coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.<br />
Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable.<br />
Sólo por sorpresa, como se apoderaron<br />
de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron,<br />
pues, sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.<br />
Los moros se limitaron, viendo la inutilidad<br />
de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para<br />
hacer capitular a sus defensores por hambre.<br />
El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos<br />
horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo<br />
que, una vez rendido el castillo, el precio de la<br />
vida de sus defensores era la cabeza de su jefe,<br />
ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que<br />
habían reprobado su conducta, juraron perecer en<br />
su defensa.<br />
Los moros, impacientes: resolvieron dar un<br />
nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue<br />
rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible.<br />
Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de<br />
un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al<br />
que había logrado subir con ayuda de una escala, al<br />
mismo tiempo que el caballero recibía un golpe<br />
mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos
y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.<br />
Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse.<br />
En este punto la mora se inclinó sobre su<br />
amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole<br />
en sus brazos con unas fuerzas que hacían<br />
mayores la desesperación y la idea del peligro, lo<br />
arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte,<br />
y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse<br />
como movida de un impulso sobrenatural,<br />
desapareció con su preciosa carga y comenzó a<br />
descender hasta llegar al fondo del subterráneo.<br />
III<br />
Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su<br />
alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: -<br />
¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio,<br />
precursor de la muerte, de sus labios secos, por<br />
los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se<br />
oían salir estas<br />
palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me<br />
abraso! ¡Agua! ¡Agua!<br />
La mora sabía que aquel subterráneo tenía<br />
una salida al valle por donde corre el río. El valle y<br />
todas las alturas que lo coronan estaban llenos de
soldados moros, que una vez rendida la fortaleza<br />
buscaban en vano por todas partes al caballero y a<br />
su amada para saciar en ellos su sed de exterminio:<br />
sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el<br />
casco del moribundo, se deslizó como una sombra<br />
por entre los matorrales que cubrían la boca de la<br />
cueva y bajó a la orilla del río.<br />
Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse<br />
para volver de nuevo al lado de su amante,<br />
cuando silbó una saeta y resonó un grito.<br />
Dos guerreros moros que velaban alrededor<br />
de la fortaleza habían disparado sus arcos en la<br />
dirección en que oyeron moverse las ramas.<br />
La mora, herida de muerte, logró, sin embargo,<br />
arrastrarse a la entrada del subterráneo y<br />
penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el<br />
caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima<br />
a morir, volvió en su corazón; y conociendo la<br />
enormidad del pecado que tan duramente expiaban;<br />
volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante<br />
le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a<br />
la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en<br />
mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora,<br />
que había caído al suelo desvanecida con la<br />
falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible
con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el<br />
agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.<br />
Al otro día, el soldado que disparó la saeta<br />
vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo,<br />
entró en la cueva, donde encontró los cadáveres<br />
del caballero y su amada, que aún vienen por<br />
las noches a vagar por estos contornos.
El gnomo<br />
I<br />
Las muchachas del lugar volvían de la fuente<br />
con sus cántaros en la cabeza, volvían cantando<br />
y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran<br />
compararse a la alegre algarabía de una banda<br />
de golondrinas cuando revolotean espesas como el<br />
granizo alrededor de la veleta de un campanario.<br />
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie<br />
de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio<br />
era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa<br />
navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los<br />
ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue<br />
pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña<br />
heredad, patrimonio de sus padres, hasta<br />
que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó<br />
tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba.<br />
Nadie contaba un chascarrillo con más gracia<br />
que él, ni sabía historias más estupendas, ni<br />
traía a cuento tan oportunamente un refrán, una<br />
sentencia o un adagio.<br />
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso<br />
con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron<br />
en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les
contase una historia con que entretener el tiempo<br />
que aún faltaba para hacerse de noche, que no era<br />
mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la<br />
tierra, y las sombras de los montes se dilataban por<br />
momentos a lo largo de la llanura.<br />
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición<br />
de las muchachas, las cuales, una vez obtenida<br />
la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron<br />
los cántaros en el suelo, y sentándose a su alrededor<br />
formaron un corro, en cuyo centro quedó el<br />
viejecito, que comenzó a hablarles de esta manera:<br />
-No os contaré una historia, porque aunque<br />
recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas<br />
tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas,<br />
me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí,<br />
por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio<br />
para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.<br />
-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas<br />
con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no es para oír<br />
consejos para lo que nos hemos detenido; cuando<br />
nos hagan falta ya nos los dará el señor cura.<br />
-Es -prosiguió el anciano con su habitual<br />
sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor<br />
cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan
oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio; porque<br />
él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá<br />
echado, como yo, de ver que cada día vais por agua<br />
a la fuente más temprano y volvéis más tarde.<br />
Las muchachas se miraron entre sí con una<br />
imperceptible sonrisa de burla: no faltando algunas<br />
de las que estaban colocadas a sus espaldas que<br />
se tocasen la frente con el dedo, acompañando su<br />
acción con un gesto significativo.<br />
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos<br />
en la fuente charlando un rato con las amigas<br />
y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso<br />
chismes en el lugar porque los mozos salen al camino<br />
a echarnos flores o vienen a brindarse para<br />
traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?<br />
-De todo hay -contestó el viejo a la moza<br />
que le había dirigido la palabra en nombre de sus<br />
compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que<br />
hoy vayan las muchachas a loquear y entretenerse<br />
a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando<br />
a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse; y<br />
yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor<br />
que a todos inspira el sitio donde se halla la fuente,<br />
porque podría acontecer que alguna vez os sorprendiese<br />
en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras<br />
con un tono tan lleno de misterio, que las<br />
muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle,<br />
y con mezcla de curiosidad y burla tornaron a<br />
insistir:<br />
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en<br />
ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan<br />
temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que<br />
allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán acaso<br />
los lobos?<br />
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los<br />
lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños<br />
por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar<br />
en horroroso concierto, no sólo en los alrededores<br />
de la fuente, sino en las mismas calles del lugar;<br />
pero no son los lobos los huéspedes más terribles<br />
del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres<br />
solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven<br />
unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan<br />
por sus vertientes como un enjambre, y pueblan<br />
el vacío, y hormiguean en la llanura, y saltan de<br />
roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en<br />
las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los<br />
que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que<br />
forman y empujan esas inmensas bolas de nieve
que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y<br />
aplastan cuanto encuentran a su paso; ellos los que<br />
llaman con el granizo a nuestros cristales en las<br />
noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras<br />
sobre el haz de los pantanos. Entre estos espíritus<br />
que, arrojados de las llanuras por las bendiciones<br />
y los exorcismos de la Iglesia, han ido a refugiarse<br />
a las crestas inaccesibles de las montañas,<br />
los hay de diferente naturaleza y que al parecer a<br />
nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los<br />
más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan<br />
con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y<br />
las deslumbran con promesas magníficas, son los<br />
gnomos. Los gnomos viven en las entrañas de los<br />
montes; conocen sus caminos subterráneos, y,<br />
eternos guardadores de los tesoros que encierran,<br />
velan día y noche junto a los veneros de los metales<br />
y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo<br />
señalando con el palo que le servía de apoyo la<br />
cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha,<br />
destacándose oscuro y gigantesco sobre el<br />
cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa<br />
inmensa mole coronada aún de nieve?, pues en su<br />
seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus.<br />
El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la<br />
vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo<br />
a una res extraviada, penetró por la boca de una<br />
de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos<br />
matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando<br />
volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había<br />
sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado<br />
su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento<br />
con la vida; pero antes de morir refirió cosas<br />
estupendas. Andando por aquella caverna adelante,<br />
había encontrado al fin unas galerías subterráneas<br />
e inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso<br />
y fantástico, producido, por la fosforescencia de las<br />
rocas, semejantes allí a grandes pedazos de cristal<br />
cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El<br />
suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos<br />
salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados<br />
como los mármoles más ricos; pero las vetas que<br />
los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas<br />
vetas brillantes se veían como incrustadas multitud<br />
de piedras preciosas de todos los colores y tamaños.<br />
Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y<br />
diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras<br />
muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar;<br />
pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos<br />
se deslumbraron al contemplarlas. Ningún ruido<br />
exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna;
sólo se percibían a intervalos unos gemidos largos y<br />
lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto<br />
encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo<br />
que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes<br />
que pasaban sin saberse por dónde.<br />
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad,<br />
anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida,<br />
hasta que por último tropezó con el nacimiento<br />
del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba<br />
del suelo como una fuente maravillosa, con un<br />
salto de agua coronado de espuma, que caía firmando<br />
una vistosa cascada y produciendo un murmullo<br />
sonoro al alejarse resbalando por entre las<br />
quebraduras de las peñas. A su alrededor crecían<br />
unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y<br />
gruesas las unas, delgadas y largas como cintas<br />
flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella<br />
húmeda frondosidad discurrían unos seres extraños,<br />
en parte hombres, en parte reptiles, o ambas<br />
cosas a la vez, pues transformándose continuamente,<br />
ora parecían criaturas humanas, deformes y<br />
pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas<br />
fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide<br />
del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones,<br />
corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes<br />
y contrahechos, encaramándose en las pa-
edes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles,<br />
o bailando con apariencia de fuegos fatuos<br />
sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores<br />
de aquellos lugares, cantando y removiendo sus<br />
fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los<br />
avaros esos tesoros que en vano buscan después<br />
los herederos; ellos conocen el lugar donde los<br />
moros, antes de huir, ocultaron sus joyas; y las alhajas<br />
que se pierden, las monedas que se extravían,<br />
todo lo que tiene algún valor y desaparece,<br />
ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban,<br />
para esconderlo en sus guaridas, porque ellos<br />
saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y<br />
por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues,<br />
hacinados en montón toda clase de objetos raros y<br />
preciosos. Había joyas de un valor inestimable,<br />
collares y gargantillas de perlas y piedras finas;<br />
ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes;<br />
copas cinceladas, armas ricas, monedas con<br />
bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar;<br />
tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que<br />
la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo<br />
brillaba a la vez lanzando unas chispas de colores y<br />
unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo<br />
estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos,<br />
el pastor refirió que así le había parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento:<br />
las muchachas, que comenzaron por oír la<br />
relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla,<br />
guardaban entonces un profundo silencio, esperando<br />
a que continuase, con los ojos espantados, los<br />
labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el<br />
interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al<br />
fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada<br />
al oír la descripción de las fabulosas riquezas<br />
que se habían ofrecido a la vista del pastor:<br />
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?<br />
-Nada -contestó el tío Gregorio.<br />
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.<br />
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el<br />
anciano-, pues en aquel momento en que la avaricia,<br />
que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar<br />
su miedo, y alucinado a la vista de aquellas joyas,<br />
de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso,<br />
el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó,<br />
¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en<br />
aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas<br />
y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego<br />
subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de
los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese<br />
al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de<br />
la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora<br />
del Moncayo.<br />
Al oír la campana que tocaba el Ave-María,<br />
el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de<br />
Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por<br />
dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el<br />
camino que conduce al pueblo, echado en una senda<br />
y presa de un gran estupor, como si hubiera<br />
salido de un sueño.<br />
Desde entonces se explicó todo el mundo<br />
por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus<br />
aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando<br />
llega la noche, en el rumor que produce, se oyen<br />
palabras confusas, palabras engañosas con que los<br />
gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran<br />
seducir a los incautos que les prestan oídos,<br />
prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser<br />
su condenación.<br />
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto<br />
de su historia, ya la noche había entrado y la campana<br />
de la iglesia comenzó a tocar las oraciones.<br />
Las muchachas se persignaron devotamente, murmurando<br />
un Ave-María en voz baja, y después de
despedirse del tío Gregorio, que les tornó a aconsejar<br />
que no perdieran el tiempo en la fuente, cada<br />
cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas<br />
y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos<br />
del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando<br />
estuvieron en la plaza del lugar donde habían de<br />
separarse, exclamó la más resuelta y decidora de<br />
ellas:<br />
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que<br />
nos ha contado el tío Gregorio?<br />
-¡Yo no! -dijo una.<br />
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.<br />
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás,<br />
burlándose con risas de su credulidad de un momento.<br />
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose<br />
cada cual hacia uno de los extremos de la<br />
plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes<br />
calles que venían a desembocar a aquel<br />
sitio, dos muchachas, las únicas que no habían<br />
desplegado aún los labios para protestar con sus<br />
burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas<br />
con la maravillosa relación, parecían absortas<br />
en sus ideas, se marcharon juntas y con esa
lentitud propia de las personas distraídas, por una<br />
calleja sombría, estrecha y tortuosa.<br />
De aquellas dos muchachas, la mayor, que<br />
parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y<br />
la más pequeña, que aún no había cumplido los<br />
dieciséis, Magdalena.<br />
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron<br />
un profundo silencio; pero cuando llegaron a<br />
los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el<br />
asiento de piedra del portal, Marta dijo a Magdalena:<br />
-¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en<br />
los espíritus de la fuente?... -Yo -contestó Magdalena<br />
con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?<br />
-¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo<br />
también creo en todo, en todo lo que deseo creer.<br />
II<br />
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas<br />
desde los primeros años de la niñez, vivían<br />
miserablemente a la sombra de una parienta de su<br />
madre que las había recogido por caridad, y que a<br />
cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus<br />
humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo<br />
parecía contribuir a que se estrechasen los lazos<br />
del cariño entre aquellas dos almas hermanas, no
sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la<br />
miseria y el sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta<br />
y Magdalena existían una sorda emulación, una<br />
secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio<br />
de sus caracteres, tan en absoluta contraposición<br />
como sus tipos.<br />
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones<br />
y de una rudeza salvaje en la expresión de<br />
sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no<br />
había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el<br />
contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en<br />
más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez<br />
como los niños.<br />
Marta tenía los ojos más negros que la noche,<br />
y de entre sus oscuras pestañas diríase que a<br />
intervalos saltaban chispas de fuego como de un<br />
carbón ardiente.<br />
La pupila azul de Magdalena parecía nadar<br />
en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus<br />
pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la<br />
diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de<br />
carnes, quebrada de color, de estatura esbelta,<br />
movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros,<br />
que sombreaban su frente y caían por sus hombros<br />
como un manto de terciopelo: formaba un singular
contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña,<br />
infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas<br />
trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes<br />
al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.<br />
A pesar de la inexplicable repulsión que<br />
sentían la una por la otra, las dos hermanas habían<br />
vivido hasta entonces en una especie de indiferencia,<br />
que hubiera podido confundirse con la paz y el<br />
afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni<br />
preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y<br />
el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un<br />
egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando<br />
seco el corazón de su hermana, lloraba a solas<br />
cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente<br />
a sus ojos.<br />
Ningún sentimiento era común entre ellas;<br />
nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares, y sin<br />
embargo, el único secreto que procuraban esconder<br />
en lo más profundo del corazón, se lo habían adivinado<br />
mutuamente con ese instinto maravilloso de la<br />
mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían<br />
efectivamente puestos sus ojos en un mismo<br />
hombre.<br />
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo<br />
de un carácter indomable y voluntarioso; en la otra,
el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura<br />
de la adolescencia, que necesitando un objeto en<br />
qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su<br />
vista. Ambas guardaban el secreto de su amor,<br />
porque el hombre que lo había inspirado tal vez<br />
hubiera hecho mofa de un cariño que se podía interpretar<br />
como ambición absurda en unas muchachas<br />
plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la<br />
distancia que las separaba del objeto de su pasión,<br />
alimentaban una esperanza remota de poseerle.<br />
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba<br />
los contornos, había un antiguo castillo abandonado<br />
por sus dueños. Las viejas, en las noches<br />
de velada, referían una historia llena de maravillas<br />
acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose<br />
el rey de Aragón en guerra con sus enemigos,<br />
agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales<br />
y próximo a perder el trono, se le presentó un<br />
día una pastorcita de aquella comarca, y después<br />
de revelarle la existencia de unos subterráneos por<br />
donde podía atravesar el Moncayo sin que lo advirtiesen<br />
sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas,<br />
riquísimas piedras preciosas y barras de oro y<br />
plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas,<br />
levantó un poderoso ejército, y marchando por debajo<br />
de la tierra durante toda una noche, cayó al
otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando<br />
la corona en su cabeza.<br />
Después que hubo alcanzado tan señalada<br />
victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita: -<br />
Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la<br />
mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante.<br />
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de<br />
mi rebaño -respondió la pastorcita.- No cuidarás<br />
sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío<br />
de toda la raya, y le mandó edificar una fortaleza<br />
en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde<br />
se trasladó la pastora, casada ya con uno de los<br />
favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo<br />
de muchas fortalezas y muchos feudos.<br />
La estupenda relación del tío Gregorio acerca<br />
de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba<br />
en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas<br />
fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando,<br />
por decirlo así, la ignorada historia del<br />
tesoro hallado por la pastorcita de la conseja: tesoro<br />
cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus<br />
noches de insomnio y de amargura, presentándose<br />
a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro<br />
con el tío Gregorio, todas las muchachas del lugar<br />
hicieron conversación en sus casas de la estupenda<br />
historia que los había referido. Marta y Magdalena<br />
guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche,<br />
ni en todo el día que amaneció después, volvieron<br />
a cambiar una sola palabra relativa al asunto,<br />
tema de todas las conversaciones y objeto de los<br />
comentarios de sus vecinas.<br />
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena<br />
tomó su cántaro y le dijo a su hermana: -<br />
¿Vamos a la fuente? -Marta no contestó, y Magdalena<br />
volvió a decirle: -¿Vamos a la fuente? Mira que<br />
si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la<br />
vuelta. -Marta exclamó al fin con un acento breve y<br />
áspero: -Yo no quiero ir hoy. -Ni yo tampoco -añadió<br />
Magdalena después de un instante de silencio, durante<br />
el cual mantuvo los ojos clavados en los de su<br />
hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa<br />
da su resolución.<br />
III<br />
Las muchachas del lugar hacía cerca de<br />
una hora que estaban de vuelta en sus casas. La<br />
última luz del crepúsculo se había apagado en el<br />
horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada
vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose<br />
mutuamente y cada cual por diverso<br />
camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente<br />
misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos<br />
riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga<br />
alameda. Después que se fueron apagando poco a<br />
poco los rumores del día y ya no se escuchaba el<br />
lejano eco de la voz de los labradores que vuelven<br />
caballeros en sus yuntas cantando al compás del<br />
timón del arado que arrastran por la tierra; después<br />
que se dejó de percibir el monótono ruido de las<br />
esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y<br />
el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó<br />
en la torre del lugar la postrera campanada del toque<br />
de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio<br />
de la noche y la soledad; silencio lleno de murmullos<br />
extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.<br />
Marta y Magdalena deslizaron por entre el<br />
laberinto de los árboles, y, protegidas por la oscuridad,<br />
llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta<br />
no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros.<br />
Magdalena temblaba con sólo el ruido que<br />
producían sus pies al hollar las hojas secas que<br />
tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron<br />
junto a la fuente, el viento de la noche co-
menzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo<br />
de sus soplos desiguales parecía responder el<br />
agua del manantial con un rumor compasado y uniforme.<br />
Marta y Magdalena se prestaron atención a<br />
aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como un<br />
susurro constante, y sobre sus cabezas como un<br />
lamento que nacía y se apagaba para tornar y crecer<br />
y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían<br />
las horas, aquel sonar eterno del aire y del<br />
agua empezó a producirse una extraña exaltación,<br />
una especie de vértigo, que, turbando la vista y<br />
zumbando en el oído, parecía trastornarlas por<br />
completo. Entonces, a la manera que se oye hablar<br />
entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció<br />
percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos<br />
inarticulados como los de un niño que quiere y<br />
no puede llamar a su madre; luego palabras que se<br />
repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después<br />
frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y<br />
por último... por último comenzaron a hablar el viento<br />
vagando entre los árboles y el agua saltando de<br />
risco en risco.<br />
Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme...,<br />
óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus<br />
pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el foqdo<br />
sombrío de mis ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis<br />
murmullos son palabras.<br />
EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu<br />
cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que<br />
agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo<br />
sé hablar también y murmuraré al oído frases cariñosas.<br />
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé<br />
porque mi inteligencia flota en un vértigo,<br />
como flotan tus palabras indecisas!<br />
Habla misteriosa corriente.<br />
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la<br />
noche, aire de perfumes, refrescan mi frente que<br />
arde! Dime algo que me infunda valor porque mi<br />
espíritu vacila.<br />
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno<br />
de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa<br />
fecundidad, y conozco los fenómenos de<br />
sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones.
Mi rumor adormece y despierta: despierta<br />
tú, que lo comprendes.<br />
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los<br />
ángeles con sus alas inmensas al cruzar el espacio.<br />
Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen<br />
al sol un lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con<br />
las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia<br />
de perlas sobre las flores, mis suspiros son un<br />
bálsamo: ábreme tu corazón y le inundaré de felicidad.<br />
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el<br />
murmullo de una corriente subterránea, no en balde<br />
me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella<br />
iba un misterio que yo debía comprender al cabo.<br />
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os<br />
conozco: vosotros me acariciabais dormida cuando,<br />
fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez,<br />
y vuestro rumor se me figuraban las palabras<br />
de una madre que arrulla a su hija.<br />
El agua enmudeció por algunos instantes, y<br />
no sonaba sino como agua que se rompe entre<br />
peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra<br />
cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún
tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron<br />
así:<br />
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota<br />
a través del filón de oro de una mina inagotable;<br />
después de correr por un lecho de plata y saltar<br />
como sobre guijarros entre un sin número de zafiros<br />
y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes<br />
y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a<br />
un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes<br />
de las piedras preciosas y los metales, de cuyos<br />
átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto<br />
ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el<br />
poder de un talismán y la virtud de las siete piedras<br />
y los siete colores.<br />
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura,<br />
y, como la abeja que vuelve a la colmena con<br />
su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de<br />
mujer, plegarias de niños, palabras de casto amor y<br />
aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he<br />
recogido a mi paso más que perfumes y ecos de<br />
armonías; mis tesoros son inmateriales, pero ellos<br />
dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños<br />
venturosos.<br />
Mientras su hermana, atraída como por un<br />
encanto, se inclinaba al borde de la fuente para oír
mejor, Magdalena se iba instintivamente separando<br />
de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.<br />
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el<br />
fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.<br />
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los<br />
luceros en la altura: -Esos son los nimbos de luz de<br />
los ángeles invisibles que nos custodian.<br />
En tanto decía Marta, viendo temblar en la<br />
linfa de la fuente el reflejo de las estrellas: -Esas<br />
son las partículas de oro que arrastra el agua en su<br />
misterioso curso.<br />
El manantial y el viento, que por segunda<br />
vez habían enmudecido un instante, tornaron a<br />
hablar; y dijeron:<br />
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate<br />
del temor como de una vestidura grosera, y osa<br />
traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he<br />
adivinado que tu espíritu es de la esencia de los<br />
espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal<br />
vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria.<br />
Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello<br />
de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus<br />
fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras<br />
mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se
abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes<br />
que están en su seno, como las perlas en las conchas<br />
que sacan del fondo del mar los pescadores.<br />
Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más<br />
tarde, cuando se quiebre la cárcel que te aprisiona,<br />
tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus<br />
humanos, y todos confundidos seremos la<br />
fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula<br />
como un fluido por sus arterias subterráneas.<br />
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive<br />
en el cieno: yo discurro por las regiones etéreas y<br />
vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos<br />
de tu corazón, deja que tu alma suba como la<br />
llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado<br />
el que, teniendo alas, desciende a las profundidades<br />
para buscar el oro, pudiendo remontarse a la<br />
altura para encontrar amor y sentimiento!<br />
Vive oscura como la violeta, que yo te traeré<br />
en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor<br />
hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no<br />
falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura,<br />
vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate,<br />
yo lo subiré a las regiones de la luz en una<br />
nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el<br />
gnomo.<br />
El gnomo era, como un hombrecillo transparente:<br />
una especie de enano de luz, semejante a un<br />
fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y<br />
saltaba de peña en peña, y mareaba con su vertiginosa<br />
movilidad. Unas veces se sumergía en el agua<br />
y continuaba brillando en el fondo como una joya de<br />
mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los<br />
pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a<br />
otro con una rapidez que tocaba en prodigio.<br />
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo<br />
con la vista extraviada en todas sus extravagantes<br />
evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó<br />
al fin por entre las escabrosidades del Moncayo,<br />
como una llama que corre, agitando su cabellera de<br />
chispas, sintió una especie de atracción irresistible y<br />
siguió tras él con una carrera frenética.<br />
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se<br />
alejaba lentamente; y Magdalena, paso a paso y<br />
como una sonámbula, guiada en el sueño por una<br />
voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando<br />
por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en<br />
la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron<br />
resonando con los murmullos y los rumores de<br />
siempre.<br />
IV<br />
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de<br />
asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.<br />
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas<br />
encontraron un cántaro roto al borde de la<br />
fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la<br />
cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las<br />
muchachas del lugar van por agua tan temprano,<br />
que madrugan con el Sol. Algunas me han asegurado<br />
que de noche se ha oído en más de una ocasión<br />
el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado<br />
en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta<br />
última parte de la historia, porque la verdad es que<br />
desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar<br />
para oírlo en la alameda después del toque del Ave-<br />
María.
El miserere<br />
Hace algunos meses que visitando la célebre<br />
abadía de Fitero y ocupándome en revolver<br />
algunos volúmenes en su abandonada biblioteca,<br />
descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos<br />
de música bastante antiguos, cubiertos de polvo<br />
y hasta comenzados a roer por los ratones.<br />
Era un Miserere.<br />
Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición,<br />
que, aun sin entenderla, suelo coger a veces<br />
la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas<br />
hojeando sus páginas, mirando los grupos de<br />
notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos,<br />
los triángulos y las especies de etcéteras,<br />
que llaman llaves, y todo esto sin comprender una<br />
jota ni sacar maldito el provecho.<br />
Consecuente con mi manía, repasé los<br />
cuadernos, y lo primero que me llamó la atención<br />
fue qué, aunque en la última página había esta palabra<br />
latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la<br />
verdad era que el Miserere no estaba terminado,<br />
porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo<br />
versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención<br />
primeramente; pero luego que me fijé un poco<br />
en las hojas de música, me chocó más aún el observar<br />
que en vez de esas palabras italianas que<br />
ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando,<br />
piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos<br />
con letra muy menuda y en alemán, de los cuales<br />
algunos servían para advertir cosas tan difíciles<br />
de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y<br />
de sus médulas han de parecer que salen los alaridos;<br />
o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el<br />
metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y<br />
no se confunde nada, y todo es la Humanidad que<br />
solloza y gime, o la más original de todas, sin duda,<br />
recomendaba al pie del último versículo: Las notas<br />
son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible,<br />
los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y<br />
dulzura.<br />
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito<br />
que me acompañaba, al acabar de medio traducir<br />
estos renglones, que parecían frases escritas<br />
por un loco.<br />
El anciano me contó entonces la leyenda<br />
que voy a referiros.<br />
I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa<br />
y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía<br />
un romero, y pidió un poco de lumbre para secar<br />
sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su<br />
hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la<br />
mañana y proseguir con la luz del sol su camino.<br />
Su modesta colación, su pobre lecho y su<br />
encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo<br />
esta demanda a disposición del caminante, al cual,<br />
después que se hubo repuesto de su cansancio,<br />
interrogó acerca del objeto de su romería y del punto<br />
a que se encaminaba.<br />
-Yo soy músico -respondió el interpelado-,<br />
he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un<br />
día de gran renombre. En mi juventud hice de mi<br />
arte un arma poderosa de seducción, y encendí con<br />
él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi<br />
vejez quiero convertir al bien las facultades que he<br />
empleado para el mal, redimiéndome por donde<br />
mismo pude condenarme.<br />
Como las enigmáticas palabras del desconocido<br />
no pareciesen del todo claras al hermano<br />
lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse,<br />
e instigado por ésta continuara en sus<br />
preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa<br />
que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios<br />
misericordia, no encontraba palabras para expresar<br />
dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se<br />
fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo.<br />
Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré<br />
un gigante grito de contrición verdadera, un salmo<br />
de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus!<br />
Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi<br />
único pensamiento fue hallar una forma musical tan<br />
magnífica, tan sublime, que bastase a contener el<br />
grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la<br />
he encontrado; pero si logro expresar lo que siento<br />
en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi<br />
cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan<br />
maravilloso, que no hayan oído otro semejante los<br />
nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el<br />
primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos<br />
los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor:<br />
¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.<br />
El romero, al llegar a este punto de su narración,<br />
calló por un instante; y después, exhalando<br />
un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El<br />
hermano lego, algunos dependientes de la abadía y<br />
dos o tres pastores de la granja de los frailes, que
formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban<br />
en un profundo silencio.<br />
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania,<br />
toda Italia y la mayor parte de este país<br />
clásico para la música religiosa, aún no he oído un<br />
Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y<br />
he oído tantos, que puedo decir que los he oído<br />
todos.<br />
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole<br />
uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún<br />
el Miserere de la Montaña?<br />
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el<br />
músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es<br />
ése?<br />
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego<br />
prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere,<br />
que sólo oyen por casualidad los que como yo<br />
andan día y noche tras el ganado por entre breñas y<br />
peñascales, es toda una historia; una historia muy<br />
antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.<br />
Es el caso, que en lo más fragoso de esas<br />
cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del<br />
valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo
hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!,<br />
muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio<br />
que, a lo que parece, edificó a sus expensas un<br />
señor con los bienes que había de legar a su hijo, al<br />
cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.<br />
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso<br />
que este hijo, que, por lo que se verá más adelante,<br />
debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo<br />
diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban<br />
en poder de los religiosos, y de que su castillo<br />
se había transformado en iglesia, reunió a unos<br />
cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de<br />
perdición que emprendiera al abandonar la casa de<br />
sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que<br />
los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y<br />
hora en que iban a comenzar o habían comenzado<br />
el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon<br />
la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice<br />
que no dejaron fraile con vida.<br />
Después de esta atrocidad, se marcharon<br />
los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se<br />
sabe, a los profundos tal vez.<br />
Las llamas redujeron el monasterio a escombros;<br />
de la iglesia aún quedan en pie las ruinas<br />
sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada,
que, después de estrellarse de peña en peña, forma<br />
el riachuelo que viene a bañar los muros de esta<br />
abadía.<br />
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y<br />
el Miserere?<br />
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-,<br />
que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió<br />
así su historia:<br />
-Las gentes de los contornos se escandalizaron<br />
del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos<br />
se refirió con horror en las largas noches de<br />
velada; pero lo que mantiene más viva su memoria,<br />
es que todos los años, tal noche como la en que se<br />
consumó, se ven brillar luces a través de las rotas<br />
ventanas de la iglesia; se oye como una especie de<br />
música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores<br />
que se perciben a intervalos en las ráfagas del<br />
aire.<br />
Son los monjes, los cuales, muertos tal vez<br />
sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal<br />
de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del<br />
purgatorio a impetrar su misericordia cantando el<br />
Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros<br />
con muestras de incredulidad; sólo el romero, que<br />
parecía vivamente preocupado con la narración de<br />
la historia, preguntó con ansiedad al que la había<br />
referido:<br />
-¿Y decís que ese portento se repite aún?<br />
-Dentro de tres horas comenzará sin falta<br />
alguna, porque precisamente esta noche es la de<br />
jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj<br />
de la abadía.<br />
rio?<br />
-¿A qué distancia se encuentra el monaste-<br />
-A una legua y media escasa...; pero ¿qué<br />
hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta?<br />
¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron<br />
todos al ver que el romero, levantándose de su escaño<br />
y tomando el bordón, abandonaba el hogar<br />
para dirigirse a la puerta.<br />
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música,<br />
a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere<br />
de los que vuelven al mundo después de muertos,<br />
y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto, diciendo, desapareció de la vista del<br />
espantado lego y de los no menos atónitos pastores.<br />
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas,<br />
como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas<br />
de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando<br />
los vidrios de las ventanas, y de cuando en<br />
cuando la luz de un relámpago iluminaba por un<br />
instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.<br />
Pasado el primer momento de estupor, exclamó<br />
el lego:<br />
-¡Está loco!<br />
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron<br />
de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del<br />
hogar.<br />
II<br />
Después de una o dos horas de camino, el<br />
misterioso personaje que calificaron de loco en la<br />
abadía remontando la corriente del riachuelo que le<br />
indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en<br />
que se levantaban negras e imponentes las ruinas<br />
del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban<br />
en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba<br />
a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa;<br />
y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse<br />
por los desiertos claustros, diríase que exhalaba<br />
gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada<br />
extraño venía a herir la imaginación. Al que había<br />
dormido más de una noche sin otro amparo que las<br />
ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario;<br />
al que había arrostrado en su larga peregrinación<br />
cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le<br />
eran familiares.<br />
Las gotas de agua que se filtraban por entre<br />
las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas<br />
con un rumor acompasado, como el de la péndola<br />
de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado<br />
bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie<br />
aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles,<br />
que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban<br />
sus disformes cabezas de los agujeros donde<br />
duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos<br />
y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las<br />
junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el<br />
pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos<br />
murmullos del campo, de la soledad y de la<br />
noche, llegaban perceptibles al oído del romero que,
sentado sobre la mutilada estatua de una tumba,<br />
aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse<br />
el prodigio.<br />
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió;<br />
aquellos mil confusos rumores seguían sonando<br />
y combinándose de mil maneras distintas,<br />
pero siempre los mismos.<br />
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico;<br />
pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un<br />
ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce<br />
un reloj algunos segundos antes de sonar la<br />
hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se<br />
dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se<br />
dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica,<br />
y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.<br />
En el derruido templo no había campana, ni<br />
reloj, ni torre ya siquiera.<br />
Aún no había expirado, debilitándose de<br />
eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba<br />
su vibración temblando en el aire, cuando los<br />
doseles de granito que cobijaban las esculturas, las<br />
gradas de mármol de los altares, los sillares de las<br />
ojivas, los calados antepechos del coro, los festones<br />
de tréboles de las cornisas, los negros machones
de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia<br />
entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin<br />
que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara<br />
que derramase aquella insólita claridad.<br />
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos<br />
amarillos se desprende ese gas fosfórico que<br />
brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada,<br />
inquieta y medrosa.<br />
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento<br />
galvánico que imprime a la muerte contracciones<br />
que parodian la vida, movimiento instantáneo,<br />
más horrible aún que la inercia del cadáver<br />
que agita con su desconocida fuerza. Las piedras<br />
se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos<br />
fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se<br />
levantó intacta como si acabase de dar en ella su<br />
último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se<br />
levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles<br />
y las destrozadas e inmensas series de arcos<br />
que, cruzándose y enlazándose caprichosamente<br />
entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de<br />
pórfido.<br />
Un vez reedificado el templo, comenzó a<br />
oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con<br />
el zumbido del aire, pero que era un conjunto de
voces lejanas y graves, que parecía salir del seno<br />
de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose<br />
cada vez más perceptible.<br />
El osado peregrino comenzaba a tener miedo;<br />
pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por<br />
todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él<br />
dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al<br />
borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el<br />
torrente, despeñándose con un trueno incesante y<br />
espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.<br />
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos,<br />
caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales<br />
contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y<br />
los blancos dientes las oscuras cavidades de los<br />
ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los<br />
monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la<br />
iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las<br />
aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus<br />
manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar<br />
por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja<br />
y sepulcral, pero con una desgarradora expresión<br />
de dolor, el primer versículo del salmo de David:<br />
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam<br />
misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del<br />
templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando<br />
en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con<br />
voz más levantada y solemne prosiguieron entonando<br />
los versículos del salmo. La música sonaba<br />
al compás de sus voces: aquella música era el rumor<br />
distante del trueno, que desvanecida la tempestad,<br />
se alejaba murmurando; era el zumbido del aire<br />
que gemía en la concavidad del monte; era el<br />
monótono ruido de la cascada que caía sobre las<br />
rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del<br />
búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos.<br />
Todo esto era la música, y algo más que no puede<br />
explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía<br />
como el eco de un órgano que acompañaba<br />
los versículos del gigante himno de contrición del<br />
Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes<br />
como sus palabras terribles.<br />
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba,<br />
absorto y aterrado, creía estar fuera del<br />
mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño<br />
en que todas las cosas se revisten de formas extrañas<br />
y fenomenales.<br />
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de<br />
aquel estupor que embargaba todas las facultades
de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de<br />
una emoción fortísima, sus dientes chocaron,<br />
agitándose con un temblor imposible de reprimir, y<br />
el frío penetrar hasta la médula de los huesos.<br />
Los monjes pronunciaban en aquel instante<br />
estas espantosas palabras del Miserere:<br />
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis<br />
concepit me mater mea.<br />
Al resonar este versículo y dilatarse sus<br />
ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó<br />
un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor<br />
arrancado a la Humanidad entera por la conciencia<br />
de sus maldades, un grito horroroso, formado de<br />
todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos<br />
de la desesperación, de todas las blasfemias de<br />
la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete<br />
de los que viven en el pecado y fueron concebidos<br />
en la iniquidad.<br />
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo,<br />
ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube<br />
oscura de una tempestad, haciendo suceder a un<br />
relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta<br />
que merced a una transformación súbita, la iglesia<br />
resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas
de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola<br />
luminosa brilló en derredor de sus frentes; se<br />
rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo<br />
como un océano de lumbre abierto a la mirada de<br />
los justos.<br />
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y<br />
las jerarquías acompañaban con un himno de gloria<br />
este versículo, que subía entonces al trono del Señor<br />
como una tromba armónica, como una gigantesca<br />
espiral de sonoro incienso:<br />
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et<br />
exultabunt ossa humiliata.<br />
En este punto la claridad deslumbradora<br />
cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con<br />
violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento<br />
por tierra, y nada más oyó.<br />
III<br />
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la<br />
abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había<br />
dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior,<br />
vieron entrar por sus puertas, pálido y como<br />
fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó<br />
con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas<br />
una mirada de inteligencia a sus superiores.<br />
-Sí -respondió el músico.<br />
-¿Y qué tal os ha parecido?<br />
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra<br />
casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y<br />
pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra<br />
inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas<br />
a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice<br />
con ella la de esta abadía.<br />
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al<br />
abad que accediese a su demanda; el abad, por<br />
compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a<br />
ella, y el músico, instalado ya en el monasterio,<br />
comenzó su obra.<br />
Noche y día trabajaba con un afán incesante.<br />
En mitad de su tarea se paraba, y parecía como<br />
escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se<br />
dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba:<br />
-¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y<br />
proseguía escribiendo notas con una rapidez febril,<br />
que dio en más de una ocasión que admirar a los<br />
que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes,<br />
y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar<br />
al último que había oído en la montaña, le fue imposible<br />
proseguir.<br />
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores;<br />
todo inútil. Su música no se parecía a aquella<br />
música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados,<br />
y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su<br />
cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder<br />
terminar el Miserere, que, como una cosa extraña,<br />
guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva<br />
hoy en el archivo de la abadía.<br />
Cuando el viejecito concluyó de contarme<br />
esta historia, no pude menos de volver otra vez los<br />
ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere,<br />
que aún estaba abierto sobre una de las mesas.<br />
In peccatis concepit me mater mea<br />
Éstas eran las palabras de la página que<br />
tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con<br />
sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles<br />
para los legos en la música.<br />
Por haberlas podido leer hubiera dado un<br />
mundo.
¿Quién sabe sí no serán una locura?
La arquitectura árabe en Toledo<br />
Llevando en una mano el Corán y en la otra<br />
la espada, los hijos de Ismael habían ya recorrido<br />
una gran parte del mundo. Merced a la sangrienta<br />
persecución de estos guerreros apóstoles de falso<br />
profeta, el Oriente comenzaba a constituirse en un<br />
gran pueblo, y el Asia y el África se unían por medio<br />
del lazo de las creencias, santificado con el sello de<br />
las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península<br />
a las huestes de Tarif y la monarquía gótica<br />
cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su<br />
último rey.<br />
Acostumbrados a vencer, los árabes no tardaron<br />
mucho en posesionarse de casi todo el reino.<br />
Como es indudable que a sus conquistas presidía<br />
un gran pensamiento, el exterminio no siguió de<br />
cerca a sus victorias; las ventajosas condiciones<br />
con que aceptaron la rendición de un gran número<br />
de ciudades, los privilegios en el goce de los cuales<br />
dejaron a los cristianos, prueban claramente que<br />
antes trataban de consolidar que de destruir, y que<br />
al emprender sus aventuradas expediciones, no les<br />
impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de<br />
triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores<br />
de todas las épocas ofrece muy raros
ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría,<br />
puestas en acción por los árabes en la larga carrera<br />
de sus victorias.<br />
Dueños, pues, de casi toda la Península<br />
ibérica y calmada la sed de luchas y de dominio que<br />
agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes,<br />
salidas de entre las abrasadoras arenas del<br />
Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto,<br />
rico botín de la inteligencia que habían recogido<br />
en su marcha triunfal a través de las antiguas<br />
naciones, comenzaron a fundirse en su imaginación<br />
en un solo pensamiento regenerador.<br />
Hasta entonces el árabe, fiel a las tradiciones<br />
de vida nómada, no había encontrado un momento<br />
de reposo. Primeramente pone su movible<br />
tienda, ya al pie de una palmera del Desierto, ya en<br />
la falda de una colina; después se hace conquistador,<br />
y derramándose por el mundo, hoy sestea en el<br />
Cairo, a la tarde duerme en el África, y al amanecer<br />
levanta su campamento y le sorprende el sol con el<br />
nuevo día en Europa.<br />
Pero el momento de recoger el fruto de sus<br />
conquistas, la hora de recibir el precio de su sangre,<br />
tan prodigiosamente derramada, había llegado. Sus<br />
leyes, y con ellas sus costumbres, comenzaron a
dulcificarse y a tomar una índole propia; el círculo<br />
de sus aspiraciones y sus necesidades se hizo mayor,<br />
y la sociedad que comenzaba a constituir puso<br />
el pie en la senda del progreso a la que llamaban su<br />
grandeza y su poder.<br />
Como es de presumir, el arte no existía aún<br />
entre los sectarios de Mahoma; pero el desarrollo<br />
de la nueva religión lo comenzaba a hacer una necesidad.<br />
Y decimos una necesidad, porque es digna<br />
de ser observada la influencia que las creencias<br />
religiosas ejercen sobre la imaginación de los pueblos<br />
que crean un nuevo estilo. Recórrase, siquiera<br />
ligeramente, la historia moral, por decirlo así, de<br />
todos los países, y no se podrá por menos de conceder<br />
a esta influencia la gloria de haber dado, a<br />
cada una de las naciones que civilizó, unas costumbres<br />
en perfecta afinidad con sus necesidades, y<br />
una arquitectura original en maravillosa armonía con<br />
su culto.<br />
Los adoradores de Isis, los sacerdotes de<br />
sus terribles misterios, después de poblar sus altares<br />
de locas e incomprensibles concepciones, crearon<br />
el arte egipcio con sus esfinges monstruosas,<br />
sus gigantescas pirámides y oscuros jeroglíficos. El<br />
pensamiento de un mundo viril y grande se halla
grabado con sus caracteres indelebles en los colosos<br />
del Desierto.<br />
La India, con su atmósfera de fuego, su vegetación<br />
poderosa y sus imaginaciones ardientes,<br />
alimentadas por una religión todo maravillas y mitos<br />
emblemáticos, ahuecó los montes para tallar en su<br />
seno las subterráneas pagodas de sus dioses. La<br />
extraña y salvaje poesía de los Vedas parece que<br />
toma formas y vive cuando a la moribunda luz que<br />
se abre paso a través de las grutas sagradas se ven<br />
desfilar, confundiéndose entre las sombras de sus<br />
muros, las silenciosas procesiones de monstruosos<br />
elefantes, guiados por esos deformes genios que<br />
despliegan sus triples miembros en semicírculo,<br />
como las plumas de un quitasol.<br />
La Grecia coronó de flores sus divinidades,<br />
les prestó el ideal de la belleza humana y las colocó<br />
sobre altares risueños, levantados a la sombra de<br />
edificios que respiraban sencillez y majestad. Basta<br />
examinar sus templos, ricos de armonía y de luz;<br />
basta hacerse cargo de la matemática euritmia de<br />
sus construcciones, para comprender a aquella<br />
sociedad que sujetó la idea a la forma, que tiranizó<br />
la libre imaginación por medio de los preceptos del<br />
arte.
La arquitectura árabe parece la hija del<br />
sueño de un creyente dormido después de una<br />
batalla a la sombra de una palmera. Sólo la religión<br />
que con tan brillantes colores pinta las huríes del<br />
paraíso y sus embriagadoras delicias pudo reunir<br />
las confusas ideas de mil diferentes estilos y entretejerlos<br />
en la forma de un encaje. Sus gentiles creaciones<br />
no son más que una hermosa página del<br />
libro de su legislador poeta, escrita con alabastro y<br />
estuco en las paredes de una mezquita o en las<br />
tarbeas de una aljama.<br />
La Religión del Crucificado tradujo el Apocalipsis<br />
y las fantásticas visiones de los eremitas. La<br />
luz y las sombras, la sencilla parábola y el oscuro<br />
misterio se dan la mano en ese poema místico del<br />
sacerdote, interpretado por el arte, al que la Edad<br />
Media prestó sus severas y melancólicas tintas.<br />
Ni Roma ni Bizancio tuvieron una arquitectura<br />
absolutamente original y completa; sus obras<br />
fueron modificaciones, no creaciones, porque, como<br />
dejamos dicho, sólo una nueva religión puede crear<br />
una nueva sociedad, y sólo en ésta hay poder de<br />
imaginación suficiente a concebir un nuevo arte.<br />
Roma no fue más que el espíritu de Grecia encarnado<br />
en un gran pueblo, y Bizancio el cadáver gal-
vanizado del Imperio, eslabón que en la cadena de<br />
los siglos unió por algunos instantes el mundo que<br />
desaparecía con el que se levantaba.<br />
He aquí por qué dijimos que, derrocada en<br />
nuestra Península la raza del Norte por la del Oriente,<br />
el desarrollo de la religión había hecho del desarrollo<br />
del arte una necesidad. El secreto impulso que<br />
lo empujaba a su destino existía, pues, en la conciencia<br />
del genio ismaelita; pero aún se encontraba<br />
muy distante del término de su carrera, por lo que<br />
en los primeros pasos se limitó a satisfacer sus<br />
necesidades por medio de la imitación.<br />
En este punto, como fácilmente se comprende,<br />
comenzó la primera época de las tres principales<br />
en que puede dividirse la historia de la arquitectura<br />
muslímica toledana, época que a su vez<br />
puede dividirse en dos períodos, uno de imitación, y<br />
otro de lucha entre la idea original y la influencia<br />
extraña de los diferentes géneros arquitectónicos<br />
que se amalgamaron entre sí para crear el nuevo<br />
estilo, y que duró en Toledo casi tanto tiempo cuanto<br />
permaneció aquella ciudad en poder de los infieles.<br />
Pocas son las muestras que nos quedan<br />
hoy de ambos períodos, pues habiendo desapareci-
do la grande aljama o alcázar de los reyes moros,<br />
como asimismo la mezquita mayor, sobre los cimientos<br />
de la cual Fernando el Santo levantó la<br />
iglesia primada, sus obras de mayor importancia, y,<br />
por lo tanto, las más dignas de estudio, se hallan<br />
fuera del alcance de nuestra crítica. Sin embargo,<br />
basta examinar la antigua mezquita que es hoy<br />
capilla del Cristo de la Luz, la iglesia de Santa María<br />
la Blanca, la de San Román, y algunos otros restos<br />
de la arquitectura de los árabes toledanos, para<br />
poder señalar, hasta cierto punto con exactitud, los<br />
caracteres que la distinguen.<br />
Obsérvanse en ella restos de las construcciones<br />
góticas como capiteles y fustes de columnas<br />
empleados en las fábricas, que, para atender a sus<br />
primeras necesidades erigieron los sectarios de<br />
Mahoma después de conquistada la ciudad. (2) La<br />
forma de los templos guarda, por lo regular, bastante<br />
analogía con la de las basílicas cristianas, hallándose<br />
compartidas en naves como éstas, y comenzando<br />
en la cabecera algunas veces con ábside.<br />
Los arcos que soportan las techumbres de las naves<br />
son redondos o de herradura, observándose<br />
asimismo, hasta en las construcciones más primitivas,<br />
el empleo de los arcos dúplices en la ornamentación<br />
de los muros.
Los fustes de las columnas que sostienen<br />
las arquerías de estos edificios, son unas veces de<br />
mármol y otras de ladrillo y argamasa; pero siempre<br />
gruesos y pesados. La forma octógona, que en<br />
algunos de ellos se observa, es uno de los caracteres<br />
distintivos de este período. Los arabescos o<br />
adornos del gusto árabe con que embellecían sus<br />
obras son escasos, toscos y casi siempre imitación<br />
o copia adulterada de los adornos propios de las<br />
órdenes de arquitectura que habían visto al pasar,<br />
triunfadores de los pueblos que amarraron a su<br />
yugo. En los capiteles imitan las formas griegas,<br />
aunque modificándolas más o menos, según el capricho<br />
de sus autores; en la ornamentación, el bizantino<br />
es uno de los géneros que presta con más<br />
abundancia sus caprichosos adornos al arte de los<br />
muslimes.<br />
El segundo período de esta grande época<br />
de nacimiento y desarrollo de las ideas originales y<br />
propias del pueblo ismaelita, se desenvolvió en<br />
Toledo cuando a principios del siglo XI Abu Mohammad<br />
Ismael ben Dz'en-non fundó la dinastía de<br />
los Beni Dz'en-non, erigiendo a esta ciudad en capital<br />
del reino nuevamente constituido. A este tiempo<br />
perteneció, sin duda, la ornamentación de la mezquita<br />
mayor y la grande aljama, edificios de los que,
como de otros muchos de la misma edad sólo nos<br />
quedan vagas y confusas tradiciones, unidas a alguno<br />
que otro fragmento.<br />
Obsérvase, sin embargo, que, en esta segunda<br />
mitad de la creación de su arte, los alarifes<br />
mahometanos, en la lucha empeñada entre su inspiración<br />
y la influencia de otros estilos, llevan una<br />
considerable ventaja.<br />
Las alharacas o adornos de follaje con que<br />
cubren los capiteles de sus columnas, la archivolta<br />
de sus arcos o los entrepaños de sus muros, las<br />
adarajas o lacerías de sus orlas, y el menudo almocárabe<br />
que sirve de fondo a su ornamentación,<br />
comienzan ya a determinarse y a tomar un carácter<br />
propio. Nótase este adelanto muy particularmente<br />
en los edificios árabes de este tiempo que aún existen<br />
en varios puntos de España. En Toledo, como<br />
ya dejamos dicho, son pocos los ejemplares que de<br />
estos dos períodos, y especialmente del último, se<br />
conservan.<br />
La segunda época, la época de virilidad y<br />
esplendor de este género maravilloso y delicado,<br />
comenzó a florecer en la ciudad imperial después<br />
que Don Alfonso la reconquistó del poder de los<br />
musulmanes. Los alarifes andaluces que habían
estudiado en la Alhambra y en el alcázar de Sevilla,<br />
magníficos edificios en que el genio oriental desplegó<br />
todo el lujo de su imaginación inagotable, se<br />
desparramaron en este tiempo por la Península, y<br />
llevaron las nuevas ideas al seno de las ciudades<br />
reconquistadas, en las que, así los árabes que aún<br />
permanecían en ellas, como los cristianos y los<br />
judíos que en gran número se encontraban en las<br />
grandes poblaciones, usaron casi exclusivamente<br />
por espacio de dos o tres siglos de esta arquitectura,<br />
ya para sus palacios, ya para sus templos y<br />
fábricas de utilidad común.<br />
Imposible sería describir con palabras la brillante<br />
metamorfosis que en esta edad experimentó<br />
el arte que hemos visto en los siglos anteriores seguir<br />
tímidamente el sendero de la imitación, ensayando<br />
con pobreza y miedo alguna que otra idea<br />
original. Sus formas groseras y pesadas han adquirido<br />
una esbeltez y una gallardía admirables; sus<br />
arcos, compuestos de mil y mil líneas atrevidas y<br />
nuevas, se sostienen sobre columnas tan frágiles,<br />
que no se concibe que pudieran soportar los muros,<br />
si éstos a su vez no fuesen calados y ligeros como<br />
el rostrillo de encaje de una castellana; las geométricas<br />
combinaciones de sus lacerías se complican y<br />
enredan entre sí de un modo inconcebible, y cada
capitel, cada faja, cada detalle, en fin, de estas<br />
magníficas creaciones, son a su vez una obra artística<br />
maravillosa en las que otros detalles secundarios<br />
aparecen a los ojos del observador y lo asombran<br />
por su delicadeza, su novedad y su número.<br />
La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la<br />
ornamentación de Santa María la Blanca, los restos<br />
del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y<br />
otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos,<br />
representan dignamente en la capital de Castilla la<br />
Nueva este período de esplendor y grandeza de la<br />
arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos<br />
son los que a continuación expresamos.<br />
El empleo de ojivas túmido conopiales, ya<br />
simples, ya incluidas en arcos de herradura o estalactíticos;<br />
el uso, cada vez más frecuente, de dobles<br />
ajimeces, sostenidos por parteluces esbeltísimos y<br />
cuajados de ornamentación y figuras geométricas;<br />
arcos de diversas formas, en los que se combinan<br />
de mil maneras extrañas porciones de círculo, que<br />
dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos<br />
trazados por líneas rectas combinadas con porciones<br />
de círculo; pechinas de dobles y triples hileras<br />
de bovedillas apiñadas, las que también se usaron<br />
en algunos edificios del género ojival, construidos
en épocas posteriores, como en San Juan de los<br />
Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los<br />
muros de los caracteres cúficos, usados en la primera<br />
época, por los neskhi, de forma más ligera y<br />
gallarda; adornos en la ornamentación completamente<br />
originales y propios del arte arábigo, los que,<br />
aun cuando guardan alguna remota idea de los<br />
bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes;<br />
artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías<br />
combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza<br />
con las tracerías del estilo ojival; uso casi<br />
general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes<br />
de infinitos colores y formas, adornando las<br />
zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución<br />
en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas,<br />
propias de la ornamentación de otros<br />
estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo,<br />
las que, revelándose sobre fondos de ataurique y<br />
combinándose entre sí, forman a veces dobles postas.<br />
He aquí los principales caracteres que, unidos a<br />
la delicadeza y perfección con que están ejecutados<br />
todos los detalles, dan a conocer este período a<br />
primera vista.<br />
La tercera época, la época de la decadencia,<br />
no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia.<br />
Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en
sus obras, por el abandono de aquella prodigalidad<br />
de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura<br />
en su período de gloria, y por la adulteración de<br />
algunas de las partes de que se compone.<br />
El estilo ojival, que cada día adelantaba un<br />
paso más en la senda de la perfección, comenzó a<br />
oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el<br />
cual, no obstante, prolongó su existencia; aunque<br />
trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el<br />
que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos<br />
géneros, representantes genuinos, el uno de la<br />
religión cristiana y el otro de la islamita.
¡Es raro!<br />
Tomábamos el té en casa de una señora<br />
amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales<br />
que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos<br />
protagonistas hemos conocido, si es que no hemos<br />
hecho un papel en algunas de sus escenas.<br />
Entre otras muchas personas que no recuerdo,<br />
se encontraba allí una niña rubia, blanca y<br />
esbelta, que a tener una corona de flores en lugar<br />
del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre<br />
los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado,<br />
sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.<br />
Tan puros eran el blanco de su frente y el<br />
azul de sus ojos.<br />
De pie, apoyada una mano en la causeuse<br />
de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y acariciando<br />
con la otra los preciosos dijes de su cadena<br />
de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada<br />
pronunciación se notaba un leve acento extranjero,<br />
a pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles<br />
como los del Cid o Bernardo del Carpio.<br />
Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras<br />
distinguidas y afables, y que parecía seriamente<br />
preocupado en la operación de dulcificar a
punto su taza de té, completaba el grupo de las<br />
personas más próximas a la chimenea, al calor de<br />
la cual me senté para contar esta historia. Esta historia<br />
parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera<br />
hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas veces<br />
en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas<br />
palabras, pues para el que haya de comprenderla<br />
todavía sobrarán algunas.<br />
I<br />
Andrés, porque así se llamaba el héroe de<br />
mi narración, era uno de esos hombres en cuya<br />
alma rebosan el sentimiento que no han gastado<br />
nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.<br />
Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de<br />
unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez; sólo<br />
puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se<br />
oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro: -<br />
¡Ya pasó aquello!<br />
Todos decimos lo mismo, recordando con<br />
tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la explicación<br />
de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho<br />
que no.
Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por<br />
esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad<br />
es que el mundo para los pobres, y para cierta clase<br />
de pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho<br />
menos. Andrés era, como suele decirse, de los que<br />
se levantan la mayor parte de los días con veinticuatro<br />
horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál<br />
sería el estado de un alma toda idealismo, toda<br />
amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de<br />
buscarse el pan nuestro cotidiano.<br />
No obstante, algunas veces, sentándose a<br />
la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre las<br />
rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:<br />
-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con<br />
toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un perro siquiera!<br />
Como no tenía un cuarto, no le era posible<br />
tener nada, ningún objeto en que satisfacer su<br />
hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto<br />
de que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril<br />
donde habitaba, a los mezquinos muebles que le<br />
servían hasta a la patrona, que era su genio del<br />
mal.
No hay que extrañarlo; Josefo refiere que<br />
durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre, que<br />
las madres se comieron a sus hijos.<br />
Un día pudo proporcionarse un escasísimo<br />
sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando se<br />
retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha,<br />
oyó una especie de lamentos, como lloros de una<br />
criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos<br />
pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando<br />
exclamó deteniéndose:<br />
-Diantre, ¿qué es esto?<br />
Y tocó con la punta del pie una cosa blanda<br />
que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era uno<br />
de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.<br />
-La Providencia lo ha puesto en mi camino -<br />
dijo para sí Andrés, recogiéndole y abrigándole con<br />
el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.<br />
-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle<br />
entrar con el perrillo.- No nos faltaba más que ese<br />
nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted<br />
donde lo encontró, o mañana busca donde<br />
acomodarse con él.
Al otro día salió Andrés de la casa, y en el<br />
discurso de dos o tres meses salió de otras doscientas<br />
por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos,<br />
y otros mil que es imposible detallar, los compensaban<br />
con usura la inteligencia y el cariño del<br />
perro; con el cual se distraía como con una persona<br />
en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos<br />
comían, juntos descansaban y juntos daban la vuelta<br />
a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino<br />
de los Carabancheles.<br />
Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde<br />
no se permitían o estorbaban los perros, estaban<br />
vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas<br />
veces con toda la efusión de su alma y como<br />
correspondiendo a las caricias del suyo:<br />
-¡Animalito! no le falta más que hablar.<br />
II<br />
Sería enfadoso explicar cómo, pero es el<br />
caso que Andrés mejoró algo de posición, y viéndose<br />
con algún dinero, dijo:<br />
-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener<br />
una mujer es preciso mucho; los hombres como yo,<br />
antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle,<br />
y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la
cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo!<br />
No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo<br />
había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno<br />
con el otro y yo con los dos!<br />
Una tarde fue a los toros y antes de comenzar<br />
la función dirigiose maquinalmente al corral,<br />
donde esperaban ensillados los que habían de salir<br />
a la lidia.<br />
No sé si mis lectores habrán tenido alguna<br />
vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo<br />
asegurarles que, sin creerme tan sensible como el<br />
protagonista de esta historia, he tenido algunas<br />
veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la<br />
lástima que me ha dado de ellos.<br />
Andrés no pudo menos de experimentar<br />
una sensación penosísima al encontrarse en aquel<br />
sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los<br />
huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban<br />
inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa<br />
muerte que había de poner término, dentro de<br />
breves horas, a la miserable vida que arrastraban;<br />
otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre<br />
y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y<br />
dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y<br />
huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos
aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos.<br />
¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus<br />
cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado<br />
en su carrera, y ahora todo era juramentos por<br />
acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la<br />
muerte con una agonía horrible, acompañada de<br />
chanzonetas y silbidos!<br />
-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán<br />
estos animales en el fondo de su confusa<br />
inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden<br />
la lengua y expiran con una contracción espantosa?<br />
En verdad que la ingratitud del hombre es<br />
algunas veces inconcebible.<br />
De estas reflexiones vino a sacarle la<br />
aguardentosa voz de uno de los picadores, que<br />
juraba y maldecía mientras probaba las piernas de<br />
uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha<br />
en la pared. El caballo no parecía del todo<br />
despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener<br />
alguna enfermedad de muerte.<br />
Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería<br />
de costar mucho; pero ¿y mantenerlo? El picador<br />
le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a<br />
salir; nuestro joven vaciló un instante y le detuvo.<br />
Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto
de hora convenció al jinete para que lo dejase,<br />
buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con<br />
él.<br />
Creo excusado decir que aquella tarde no<br />
vio los toros.<br />
Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto,<br />
estaba o parecía estar loco.<br />
-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.<br />
-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.<br />
El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -<br />
exclamó al fin su dueño-: démosle de comer lo que<br />
quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El<br />
caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser<br />
más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que<br />
nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía<br />
éste: -Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a<br />
rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente<br />
a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de<br />
tal modo, que Andrés sabía cuando el caballo tenía<br />
ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le<br />
bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse<br />
o partir al escape, rápido como un huracán.
Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse<br />
de tal modo con su nuevo camarada, que ni<br />
a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto,<br />
cuando se perdía al escape entre una nube de polvo<br />
por el camino de los Carabancheles, y su perro<br />
le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar<br />
a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle.<br />
Andrés se creía el más feliz de los hombres.<br />
III<br />
Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico<br />
o casi rico.<br />
Un día, después de haber corrido mucho, se<br />
apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a su<br />
sombra.<br />
Era un día de primavera, luminoso y azul,<br />
de esos en que se respira con voluptuosidad una<br />
atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se<br />
oyen en las ráfagas del aire como armonías lejanas,<br />
en que los limpios horizontes se dibujan con líneas<br />
de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes<br />
de no se qué, átomos que semejan formas transparentes<br />
que nos siguen, nos rodean y nos embriagan<br />
a un tiempo de tristeza y de felicidad.
-Yo quiero mucho a estos dos seres -<br />
exclamó Andrés después de sentarse, mientras<br />
acariciaba a su perro con una mano y con la otra le<br />
daba a su caballo un puñado de yerbas-, mucho;<br />
pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se<br />
ha llenado nunca; todavía me queda por emplear un<br />
cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente<br />
necesito una mujer.<br />
En aquel momento pasaba por el camino<br />
una muchacha con un cántaro en la cabeza.<br />
Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió<br />
agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela, y lo<br />
hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió<br />
perfectamente uno de los más patriarcales<br />
episodios de la Biblia.<br />
-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que<br />
hubo bebido.<br />
-Plácida.<br />
-¿Y en qué te ocupas?<br />
-Soy hija de un comerciante que murió<br />
arruinado y perseguido por sus opiniones políticas.<br />
Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos<br />
a una aldea, donde lo pasamos bien mal, con una
pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre<br />
está enferma y yo tengo que hacerlo todo.<br />
-¿Y cómo no te has casado?<br />
-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para<br />
trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.<br />
dirse.<br />
La muchacha se alejó después de despe-<br />
Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció<br />
en silencio; cuando la perdió de vista, dijo con<br />
la satisfacción del que resuelve un problema:<br />
-Esa mujer me conviene.<br />
Montó en su caballo, y seguido de su perro<br />
se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento con<br />
la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente<br />
de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta<br />
se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer,<br />
que es una de las mayores felicidades de este<br />
mundo.<br />
Casarse y establecerse en una quinta situada<br />
en uno de los sitios más pintorescos de su país,<br />
fue obra de algunos días.
Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su<br />
perro y su caballo, tuvo que restregarse los ojos:<br />
creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz<br />
era el pobre Andrés.<br />
IV<br />
Así vivió por espacio de algunos años, dichoso<br />
si Dios tenía qué, cuando una noche creyó<br />
observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde<br />
sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la<br />
cerradura de una puerta del jardín.<br />
-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar<br />
al pueblo más cercano, donde había una pareja de<br />
guardias civiles.<br />
-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.<br />
-Al pueblo.<br />
-¿A qué?<br />
-A dar aviso a los civiles, porque sospecho<br />
que alguien nos ronda la quinta.<br />
Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente.<br />
Él, dándole un beso, prosiguió:<br />
-Me marcho a pie, porque el camino es corto.<br />
¡Adiós!, hasta la tarde.
Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta,<br />
entró un momento en la cuadra, vio a su caballo,<br />
y acariciándolo le dijo:<br />
-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás,<br />
que ayer te di un mate como para ti solo.<br />
El caballo, que acostumbraba a salir todos<br />
los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirle<br />
alejarse.<br />
Cuando Andrés se disponía a abandonar la<br />
quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.<br />
-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole<br />
como si lo entendiese-: cuando vas al pueblo,<br />
ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el<br />
mejor día del año te van a dar tal golpe, que no te<br />
quedan ánimos de volver por otro... No abrirle hasta<br />
que yo me marche -prosiguió dirigiéndose a un criado,<br />
y cerró la puerta para que no le siguiese.<br />
Ya había dado la vuelta al camino, cuando<br />
todavía escuchaba los largos aullidos del perro.<br />
Fue al pueblo, despachó su diligencia, se<br />
entretuvo un poco con el alcalde charlando de diversas<br />
cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a<br />
las inmediaciones, extrañó bastante que no saliese
el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si<br />
lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silba...,<br />
¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué<br />
diantres será esto! -exclama con inquietud, y se<br />
dirige al caserío.<br />
Llega a él, entra en el patio; lo primero que<br />
se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco<br />
de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos<br />
de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas<br />
pendientes aún de sus fauces, cubiertas de<br />
una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido<br />
y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.<br />
Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo<br />
entreabre los ojos, hace un inútil esfuerzo<br />
para levantarse, menea débilmente la cola, lame la<br />
mano que lo acaricia y muere.<br />
-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -<br />
exclama entonces con voz sorda y ahogada por la<br />
emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda<br />
que lo sujetaba a él.<br />
Sale de allí como un loco: llama a su mujer,<br />
nadie responde; a sus criados, tampoco; recorre<br />
toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale
de nuevo al camino, ve las señales del casco de su<br />
caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce<br />
o cree conocer hasta las huellas de su animal<br />
favorito.<br />
-Todo lo comprendo -dice como iluminado<br />
por una idea repentina-; los ladrones se han aprovechado<br />
de mi ausencia para hacer su negocio, y<br />
se llevan a mi mujer para exigirme por su rescate<br />
una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la<br />
salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! -exclama<br />
volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado,<br />
siguiendo la dirección de las pisadas.<br />
Y corrió, corrió sin descansar un instante en<br />
pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.<br />
-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo-<br />
a un hombre a caballo con una mujer a la grupa?<br />
-Sí -le respondían.<br />
-¿Por dónde van?<br />
-Por allí.<br />
Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía<br />
corriendo.
La noche comenzaba a caer. A la misma<br />
pregunta siempre encontraba la misma respuesta; y<br />
corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y<br />
junto a la entrada, al pie de una cruz que señalaba<br />
el punto en que se dividía en dos el camino, vio un<br />
grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que<br />
contemplaban con curiosidad una cosa que él no<br />
podía distinguir.<br />
Llega, hace la misma pregunta de siempre,<br />
y le dice uno de los del grupo:<br />
-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por<br />
más señas, el caballo que la conducía, que cayó<br />
aquí reventado de correr.<br />
Andrés vuelve los ojos en la dirección que le<br />
señalaban, y ve en efecto su caballo, su querido<br />
caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían<br />
a desollar para aprevecharse de la piel. No pudo<br />
apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida,<br />
volvió a asaltarle la idea de su esposa.<br />
-Y decidme -exclamó precipitadamente-,<br />
¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer desgraciada?<br />
-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del<br />
corro -; como que yo les he vendido otra caballería
para que prosiguiesen su camino con toda la prisa<br />
que al parecer les importa.<br />
-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada;<br />
ese hombre es un bandido que, sin hacer<br />
caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no<br />
se adónde.<br />
Los maliciosos patanes cambiaron entre sí<br />
una mirada, sonriéndose, de compasión.<br />
-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted<br />
contando? -prosiguió con sorna su interlocutor-.<br />
¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco:<br />
«Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no<br />
me veré tranquila hasta que los pierda de vista para<br />
siempre».<br />
Andrés lo comprendió todo; una nube de<br />
sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no<br />
brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado<br />
como un cadáver.<br />
Estaba loco; a los pocos días, muerto.<br />
Le hicieron la autopsia; no le encontraron<br />
lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la<br />
disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a<br />
ésta se explicarían!
-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó<br />
el joven, que proseguía jugando con los dijes de su<br />
reloj, al concluir mi historia.<br />
Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted<br />
poco? Él prosiguió con cierto aire de profundidad:<br />
-¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las<br />
últimas carreras, tropezó mi Herminia, mató al jochey<br />
y se quebró una pierna; la desgracia de aquel<br />
animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente,<br />
no tanto..., no tanto.<br />
Aún proseguía mirándole con asombro,<br />
cuando hirió mi oído una voz armoniosa y ligeramente<br />
velada, la voz de la niña de los ojos azules.<br />
-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a<br />
mi Medoro -dijo dándole un beso en el hocico al<br />
enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-:<br />
pero si se muriese o me lo mataran, no creo que me<br />
volvería loca ni cosa que lo valga.<br />
Mi asombro rayaba en estupor; aquellas<br />
gentes no me habían comprendido o no querían<br />
comprenderme.<br />
Al cabo me dirigí al señor que tomaba té,<br />
que en razón a sus años debía de ser algo más<br />
razonable.
-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.<br />
-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado,<br />
quise a mi mujer, la aprecio todavía, me parece;<br />
tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico,<br />
que por su publicidad exigía una reparación por<br />
mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir<br />
a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso<br />
si los hay, con quien suelo tomar café algunas<br />
noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer<br />
vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar...<br />
Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como<br />
dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes<br />
emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después<br />
de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi<br />
vida. ¡qué le he de decir a usted de esas explosiones<br />
fenomenales del sentimiento, sino que todo eso<br />
me parece raro, muy raro!<br />
Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la<br />
niña rubia y el joven que le hacía el amor repasaban<br />
juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los<br />
pocos momentos, él mismo servía con una fruición<br />
deliciosa la tercera taza de té.<br />
Al pensar que oyendo el desenlace de mi<br />
historia habían dicho «¡es raro!» exclamé yo para<br />
mí mismo..., «¡es natural!»
Las hojas secas<br />
El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban<br />
hechas jirones sobre mi cabeza, iban a<br />
amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano.<br />
El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba<br />
las hojas secas a mis pies.<br />
Yo estaba sentado al borde de un camino,<br />
por donde siempre vuelven menos de los que van.<br />
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba<br />
entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a<br />
punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla<br />
y agita ligeramente las alas antes de levantar el<br />
vuelo.<br />
Hay momentos en que, merced a una serie<br />
de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le<br />
rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende<br />
todos los misteriosos fenómenos de la vida<br />
interna del hombre.<br />
Hay otros en que se desliga de la carne,<br />
pierde su personalidad y se confunde con los elementos<br />
de la Naturaleza, se relaciona con su modo<br />
de ser y traduce su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos,<br />
cuando solo y en medio de la escueta llanura<br />
oí hablar cerca de mí.<br />
Eran dos hojas secas las que hablaban, y<br />
éste, poco más o menos, su extraño diálogo:<br />
-¿De dónde vienes, hermana?<br />
-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta<br />
en la nube de polvo y de las hojas secas nuestras<br />
compañeras, a lo largo de la interminable llanura.<br />
¿Y tú?<br />
-Yo he se guido algún tiempo la corriente<br />
del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre<br />
el légamo y los juncos de la orilla.<br />
-¿Y adónde vas?<br />
-No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me<br />
empuja?<br />
-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar<br />
amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras<br />
que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos<br />
en el aire?<br />
-¿Te acuerdas de los hermosos días en que<br />
brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto
el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos<br />
al templado beso del sol como un abanico<br />
de esmeraldas?<br />
-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada<br />
por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los<br />
poros el aire y la luz!<br />
-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua<br />
del río que lamía las retorcidas raíces del añoso<br />
tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y<br />
transparente que copiaba como un espejo el azul<br />
del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas<br />
entre dos abismos azules!<br />
-¡Con qué placer nos asomábamos por cima<br />
de las verdes frondas para vernos retratadas en la<br />
temblorosa corriente!<br />
-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor<br />
de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!<br />
-Los insectos brillantes revoloteaban desplegando<br />
sus alas de gasa a nuestro alrededor.<br />
-Y las mariposas blancas y las libélulas azules,<br />
que giran por el aire en extraños círculos, se<br />
paraban un momento en nuestros dentellados bor-
des a contarse los secretos de ese misterioso amor<br />
que dura un instante y les consume la vida.<br />
-Cada cual de nosotras era una nota en el<br />
concierto de los bosques.<br />
-Cada cual de nosotras era un tono en la<br />
armonía de su color.<br />
-En las noches de luna, cuando su plateada<br />
luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te<br />
acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las<br />
diáfanas sombras?<br />
-Y referíamos con un blando susurro las historias<br />
de los silfos que se columpian en los hilos de<br />
oro que cuelgan las arañas entre los árboles.<br />
-Hasta que suspendíamos nuestra monótona<br />
charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor,<br />
que había escogido nuestro tronco por escabel.<br />
-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos<br />
que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía<br />
llorando.<br />
-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas<br />
que nos prestaba el rocío de la noche y que res-
plandecían con todos los colores del iris a la primera<br />
luz de la aurora!<br />
-Después vino la alegre banda de jilgueros<br />
a llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada<br />
y confusa algarabía de sus cantos.<br />
-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras<br />
su redondo nido de aristas y de plumas.<br />
-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos<br />
contra las molestas gotas de la lluvia en las<br />
tempestades de verano.<br />
-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos<br />
de los importunos rayos del sol.<br />
-Nuestra vida pasaba como un sueño de<br />
oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.<br />
-Una hermosa tarde en que todo parecía<br />
sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente<br />
encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la<br />
tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de<br />
vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron<br />
a la orilla del agua y al pie del tronco que nos<br />
sostenía.
-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria.<br />
Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida.<br />
Él le decía con ternura: -¿Por qué lloras? -<br />
Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo -<br />
le respondió ella enjugándose una lágrima-; lloro por<br />
mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se<br />
corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura<br />
y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de<br />
pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente<br />
una amada, ¡la vida es buena! -¿Y por qué no has<br />
de vivir? -insistió él estrechándole las manos conmovido.<br />
-Porque es imposible. Cuando caigan secas<br />
esas hojas que murmuran armoniosas sobre<br />
nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento<br />
llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe<br />
adónde?<br />
Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y<br />
callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y<br />
girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas<br />
y llenas de terror permanecíamos aún cuando<br />
llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!<br />
-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado<br />
ruiseñor que la encantaba con sus quejas.<br />
-A poco volaron los pájaros, y con ellos sus<br />
pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido
solo, columpiándose lentamente y triste como la<br />
cuna vacía de un niño muerto.<br />
Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas<br />
azules, dejando su lugar a los insectos oscuros<br />
que venían a roer nuestras fibras y a depositar en<br />
nuestro seno sus asquerosas larvas.<br />
-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas<br />
al helado contacto de las escarchas de la noche!<br />
-Perdimos el color y la frescura.<br />
-Perdimos la suavidad y la forma, y lo que<br />
antes al tocarnos era como rumor de besos, como<br />
murmullo de palabras de enamorados, luego se<br />
convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y<br />
triste.<br />
-¡Y al fin volamos desprendidas!<br />
-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero,<br />
sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el polvo<br />
y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía<br />
reposar un instante en el profundo surco de un camino.<br />
-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada<br />
por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación
vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una<br />
mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas<br />
secas que marcaban su movimiento, a uno de los<br />
dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir<br />
la muerte.<br />
-¡Ella también se desprendió de la vida y<br />
acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo<br />
me detuve un momento!<br />
-¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras,<br />
¿cuándo acabaremos este largo viaje?...<br />
-¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar<br />
un punto vuelve a soplar, y ya me siento estremecida<br />
para levantarme de la tierra y seguir con él.<br />
¡Adiós, hermana!<br />
-¡Adiós!...<br />
Silbó el aire, que había permanecido un<br />
momento callado, y las hojas se levantaron en confuso<br />
remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas<br />
de la noche.<br />
Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar,<br />
y que, aunque lo recordase, no encontraría<br />
palabras para decirlo.
La mujer de piedra<br />
(Fragmento)<br />
Yo tengo una particular predilección hacia<br />
todo lo que puede vulgarizar el contacto o el juicio<br />
de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los<br />
pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas<br />
que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de<br />
los hombres positivistas, como una gota de agua<br />
sobre un tablero de mármol. En las ciudades que<br />
visito, busco las calles estrechas y solitarias; en los<br />
edificios que recorro, los rincones oscuros y los<br />
ángulos de los patios interiores, donde crece la yerba<br />
y la humedad enriquece con sus manchas de<br />
color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres<br />
que me causan impresión, algo de misterioso<br />
que creo traslucir confusamente en el fondo de sus<br />
pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara<br />
que arde ignorada en el santuario de su corazón,<br />
sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las<br />
flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de<br />
más pudoroso y excitante en la que se esconde<br />
entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume el<br />
aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en<br />
todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y<br />
de las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces<br />
en extravagancia, y sólo teniéndola en cuenta podrá<br />
comprenderse la historia que voy a referir.<br />
I<br />
Vagando al acaso por el laberinto de calles<br />
estrechas y tortuosas de cierta antigua población<br />
castellana, acerté a pasar cerca de un templo en<br />
cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados<br />
por la mano de dos centurias, habían escrito<br />
una de las páginas más originales de la arquitectura<br />
española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas<br />
de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave<br />
del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero<br />
del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras<br />
de figuras enanas y características de aquel<br />
siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico<br />
en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el<br />
frente de la fachada se veían interpolados con un<br />
desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta<br />
inexplicable armonía, fragmentos de arcadas<br />
románticas incluidas en lienzos de muros, cuyos<br />
entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los<br />
pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus<br />
capiteles de espárrago, propios del género gótico;<br />
trozos de molduras compuestas de adornos circula-
es combinados geométricamente, que se interrumpían<br />
a veces para dejar espacio a la ornamentación<br />
afiligranada y ondeante de una ventana de<br />
arco apuntado, enriquecida de figuritas más airosas<br />
y altas y adornada de vidrios de colores. A donde<br />
quiera que se fijaban los ojos, podían observarse<br />
detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía<br />
el edificio, y muestras de la feliz alianza con<br />
que la generación posterior supo, imprimiéndole su<br />
sello especial, conservar algo de la fisonomía y<br />
espíritu severo y sencillo en su tosquedad, del primitivo<br />
monumento.<br />
Siguiendo una invariable costumbre mía,<br />
después de haber contemplado atentamente la<br />
fachada del templo, de haber abarcado el conjunto<br />
del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las<br />
puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban,<br />
flanqueándola, la cúpula de la nave central,<br />
comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando<br />
sus muros que, ora se presentaban en<br />
lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían<br />
tras algunas miserables casuquillas adosadas a los<br />
sillares, para asomar más a lo lejos sus dentelladas<br />
crestas por cima de los humildes tejados. A poco de<br />
comenzada esta minuciosa inspección de la parte<br />
exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo
de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta<br />
unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella,<br />
me encontré en una pequeña plaza de forma irregular,<br />
cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima<br />
portada de un palacio en ruinas, y por otro las<br />
altas y descarnadas tapias del jardín de un convento;<br />
ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo<br />
de aquella plazoleta sin salida, parte de la<br />
vetusta muralla romana de la población y el ábside<br />
del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso<br />
de color y de formas, y en el cual, satisfecho<br />
sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo<br />
y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle<br />
los más hábiles artífices de aquella época, en<br />
que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza<br />
con que se teje un encaje.<br />
Por grande que sea la impresión que me<br />
causa un objeto expuesto de continuo a la mirada<br />
del vulgo, parece como que la debilita la idea de<br />
que tengo que compartirla con otros muchos. Por el<br />
contrario, cuando descubro un detalle o un accidente<br />
que creo ha pasado hasta entonces inadvertido,<br />
encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo<br />
a solas, en creer que únicamente para mí<br />
existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su<br />
delicado perfume de virginidad y misterio. Al encon-
trar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso cubierto<br />
de menuda yerba indicaba bien a las claras su<br />
soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de<br />
arbotantes terminados en agudos pináculos de granito,<br />
que constituían el ábside o parte posterior del<br />
magnífico templo, experimenté una sensación profunda,<br />
semejante a la del avaro que, removiendo la<br />
tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.<br />
Y en efecto, para un entusiasta por el arte,<br />
aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y<br />
airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas<br />
de delicadas tracerías, por entre cuyos huecos<br />
se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos<br />
de imágenes, hojas revueltas y blasones<br />
heráldicos, junto con las grandes masas de sombras<br />
y luz que ofrecían los pilares al presentarse<br />
iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban<br />
los muros con sus anchos batientes azulados y<br />
ligeros, constituían una verdadera maravilla.<br />
Largo rato estuve contemplando otra obra<br />
tan magnífica; recorriendo con los ojos todos sus<br />
delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar<br />
el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y<br />
los animales fantásticos, que se ocultaban o parecían<br />
alternativamente entre los calados festones de
las molduras. Una por una admiré las extrañas<br />
creaciones con que el artífice había coronado el<br />
muro para dar salida a las aguas por las fauces de<br />
un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un<br />
demonio horrible con cabeza de murciélago y garra<br />
de águila; una por una estudié asimismo las severas<br />
y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño<br />
natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente<br />
plegados; custodiaban inmóviles el santuario,<br />
como centinelas de granito, desde lo alto de las<br />
caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse<br />
entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores.<br />
Todas ellas pertenecían a la mejor época del<br />
arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales,<br />
en la expresión de sus rostros y en la profusión y<br />
acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto<br />
del misterioso amor establecido por los ignorados<br />
escultores, que siguiendo una tradición que<br />
arranca de las logias germanas, poblaron de un<br />
mundo de piedra las catedrales de toda Europa.<br />
Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con<br />
triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles<br />
llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas<br />
formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía,<br />
la atención y el estudio del que los contemplaban;<br />
pero entre todas estas figuras una fue la
que logró conmoverme con una impresión parecida<br />
a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la<br />
iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo<br />
el interés de aquella máquina maravillosa, para la<br />
cual parecía levantada la mejor y más bella parte<br />
del monumento; como pedestal de una estatua o<br />
marco de una pintura, del que podía decirse era la<br />
pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba<br />
de misterio y poesía aquella selva petrificada<br />
y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas<br />
de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos,<br />
pululaban millares de criaturas deformes; sierpes,<br />
trasgos y dragones reptiles, con alas monstruosas<br />
e inmensas.<br />
Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen<br />
de piedra, del rincón solitario, del color y de las<br />
formas que armoniosamente combinados formaban<br />
un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar<br />
con la palabra una idea de ella, ni mucho menos<br />
reducir a términos comprensibles la impresión que<br />
me produjo.<br />
Sobre una repisa volada, compuesta de un<br />
blasón entrelazados de hojas y sostenido por la<br />
deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir<br />
con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar,
se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El<br />
dosel de granito que cobijaba su cabeza, trasunto<br />
en miniatura de una de esas torres agudas y en<br />
forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre<br />
la mole de las catedrales, bañaba en sombra su<br />
frente; una toca plegada recogía sus cabellos, de<br />
los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban<br />
ondulando desde el hombro hasta la cintura, después<br />
de encerrar como en un marco el perfecto<br />
óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente entornados,<br />
parecía arder una luz que se transparentaba<br />
al través del granito; su ligera sonrisa animaba<br />
todas las facciones del rostro de un encanto suave,<br />
que penetraba hasta el fondo del alma del que la<br />
veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla<br />
confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de<br />
deseos indefinibles.<br />
El sol, que doraba las agudas flechas de los<br />
arbotantes, arrojaba sobre el templo el dentellado<br />
batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz<br />
el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega,<br />
que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó<br />
poco a poco a ocultarse detrás de una masa<br />
de edificios cercanos; las sombras tendidas antes<br />
por el suelo y que insensiblemente se habían ido<br />
alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo
lienzo subían como una marea creciente, acabaron<br />
por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta<br />
oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el<br />
claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su<br />
espalda limpio y transparente, como esos fondos<br />
luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de<br />
los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la<br />
arquitectura comenzaban a confundirse; los ángulos<br />
perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las<br />
figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como<br />
fantasmas sin consistencias, envueltas en la oscuridad<br />
que arrojaban sobre ellas los monumentales<br />
doseles.<br />
Inmóvil, absortó en una contemplación muda,<br />
permanecía yo aún con los ojos fijos en la figura<br />
de aquella mujer, cuya especial belleza había herido<br />
mi imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame<br />
a veces que su contorno se destacaba<br />
entre la oscuridad; que notaba en toda ella como<br />
una imperceptible oscilación; que de un momento a<br />
otro iba a moverse y adelantar el pie que se asomaba<br />
por entre los grandes pliegues de su vestido, al<br />
borde de la repisa.<br />
Y así estuve hasta que la noche cerró por<br />
completo. Una noche sin luna, sin más que una
confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba<br />
a destacar unas de otras las grandes masas de<br />
construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo<br />
creía, no obstante, distinguir aún la imagen de la<br />
mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que<br />
veía de una manera muy confusa era el reflejo de<br />
aquella visión, conservada por la fantasía, porque<br />
cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando<br />
delante de mí entre las espesas sombras de las<br />
torcidas calles que conducían a mi alojamiento.<br />
II<br />
Por qué durante los catorce o quince días<br />
que llevaba de residencia en aquella población,<br />
aunque continuamente estuve dando vueltas sin<br />
rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella<br />
iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las<br />
descubrí, todos los días, cualquiera que fuese el<br />
camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel<br />
sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como<br />
nunca pude darme razón, cuando muchacho, del<br />
por qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde<br />
nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia.<br />
Pero ello era que unas veces de propósito<br />
hecho, otras por casualidad, ya porque a las mañanas<br />
se tomaba bien el sol contra la tapia del con-
vento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso<br />
y frío se sentía allí menos el embate del aire, iba allí<br />
a todas horas, y me encontraba frente al ábside de<br />
la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas<br />
al pie del arco de la antigua casa solariega, y con<br />
los ojos clavados en aquella figura que parecía<br />
atraerme con una fuerza irresistible.<br />
Más de una vez, deseando llevar conmigo<br />
un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como lo<br />
intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la<br />
torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto<br />
contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir<br />
el correcto perfil de las estatuas griegas, irreprochables<br />
de forma, pero debajo de cuya modelada<br />
superficie, cuando más se ve palpitar la carne y<br />
plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la<br />
fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y<br />
hermosa, que, sin tener la idealidad de formas del<br />
antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real<br />
en ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más<br />
alto grado el ideal del sentimiento y la expresión.<br />
Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de<br />
anchos pliegues el tronco para detenerse, quebrando<br />
las líneas, al tocar el pedestal, los ojos entornados,<br />
las manos cruzadas sobre un libro de oraciones;<br />
y el largo brial perdido entre las ondulaciones
de la falda, podía asegurarse, y al menos este efecto<br />
producía, que debajo de aquel granito circulaba<br />
como un fluido sutil un espíritu que le prestaba<br />
aquella vida incomprensible, vida extraña, que no<br />
he podido traslucir jamás en esas otras figuras<br />
humanas cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas<br />
facciones se contraen o dilatan con una determinada<br />
expresión y que, a pesar de todo, son únicamente,<br />
al tocar la meta de su perfección posible, mármol<br />
que se mueve como un maravilloso autómata, sin<br />
sentir ni pensar.<br />
Indudablemente la fisonomía de aquella escultura<br />
reflejaba la de una persona que había existido.<br />
Podían observarse en ella ciertos detalles característicos<br />
que sólo se reproducen delante del natural<br />
o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la<br />
imaginación tienen siempre algún punto de contacto<br />
con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme<br />
hacia la que así en lo bueno como en lo malo, se<br />
nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor,<br />
la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas<br />
por las reglas. La cabeza de aquella mujer<br />
rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin<br />
ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los<br />
que se observan en un retrato de la mano de un<br />
maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo
así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se<br />
siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene<br />
su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los<br />
labios toma formas infinitas, perceptibles apenas,<br />
pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de<br />
piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo<br />
una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión,<br />
que enamorarse de aquel gesto especial era<br />
enamorarse de aquella escultura, pues no sería<br />
posible hallar otra perfectamente semejante. Con<br />
los ojos entornados y los labios ligerísimamente<br />
entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable<br />
y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba<br />
por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa<br />
por la transparencia la luz que arde dentro de un<br />
vaso de alabastro. Pero ¿quién era aquella mujer?<br />
¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la<br />
larga fila de graves personajes que rodeaban el<br />
ábside, había colocado en el sitio más escondido,<br />
es verdad, aunque seguramente el más misterioso<br />
de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que<br />
tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que<br />
descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los<br />
bienaventurados, pero que no ostentaba sobre su<br />
cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles?<br />
¿Sería acaso recuerdo de una protectora del tem-
plo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la<br />
oscura losa sepulcral, que cubría los restos del fundador,<br />
prelado valeroso que contribuyó con un rey<br />
leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la<br />
capilla mayor, a la sombra de un lucillo realzado de<br />
gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de<br />
examinar las tumbas con las estatuas yacentes de<br />
los ilustres magnates que en época posterior restauraron<br />
la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En<br />
ninguno de estos monumentos funerarios encontré<br />
un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se<br />
veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién<br />
podría ser entonces?<br />
Es muy común encontrar en las portadas de<br />
las catedrales, en los capiteles de los claustros y en<br />
las entreojivas de la urna de los sepulcros góticos<br />
multitud de figuras extrañas, y que no obstante se<br />
refieren sin duda a personajes reales; indescifrable<br />
simbolismo de los escultores de aquella época, con<br />
el cual escribían a la manera que los egipcios en<br />
sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales,<br />
caricaturas o fórmulas cabalísticas de alquimia<br />
o adivinación. Cuando la inteligencia se ha acostumbrado<br />
a deletrear esos libros de piedra, poco a<br />
poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y<br />
accidentes que ofrecen a la mirada del profano, el
cual necesita mucho tiempo y mucha tenacidad<br />
para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender<br />
una a una de las letras de su escritura jeroglífica.<br />
A fuerza de contemplación y meditaciones,<br />
yo había llegado por aquella época a deletrear algo<br />
del oscuro germanismo de los monumentos de la<br />
Edad Media; sabía buscar en el recodo más sombrío<br />
de los pilares acodillados del sillar que contenía<br />
la marca masónica de los constructores; calculaba<br />
con acierto el machón o la parte del muro que gravitaba<br />
sobre el arca de plomo, o la piedra redonda en<br />
que se grababan con el nombre de secta del maestro,<br />
su escuadra, el martillo y la simbólica estrella de<br />
cinco puntas, o la cabeza de pájaro que recuerda el<br />
ibis de los Faraones. Una parábola, aun abajo en el<br />
segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de<br />
las costumbres, aunque ataviadas con el disfraz<br />
místico, no podían pasar inadvertidos a mis ojos si<br />
los hacía objeto de inspección minuciosa. No obstante,<br />
por más que buscaba la cifra del misterio,<br />
sumando y restando la entidad de aquella figura con<br />
las que la rodeaban; por más que trataba de encontrar<br />
una relación entre ella y las creaciones de los<br />
capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico,<br />
y combinaba el todo con la idea del diablo que<br />
abrazaba el escudo, gimiendo bajo el peso de la
episa, nunca veía claro, nunca me era posible explicarme<br />
el verdadero objeto, el sentido oculto, la<br />
idea particular que movió al autor de la imagen para<br />
modelarla con tanto amor e imprimirle tan extraordinario<br />
sello de realismo. Cierto que algunas veces<br />
creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había<br />
de conducirme seguro a través del dédalo de confusas<br />
ideas de mi fantasía, y por un momento se me<br />
figuraba encontrar y ver palpable la escondida relación<br />
de los versos sueltos de aquel maravilloso<br />
poema de piedra, en el cual se presentaba en primer<br />
término y rodeada de ángeles y monstruos, de<br />
santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la<br />
desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible<br />
trilogía del genio florentino; pero también es<br />
verdad que, después de vislumbrar todo un mundo<br />
de misterios como iluminado por la breve luz de un<br />
relámpago, volvía a sumergirme en nuevas dudas y<br />
más profunda oscuridad. Entregado a estas ideas,<br />
pasaba días enteros.
Desde mi celda<br />
Cartas literarias<br />
Carta primera<br />
Monasterio de Veruela, 1864.<br />
Queridos amigos: Heme aquí transportado<br />
de la noche a la mañana a mi escondido valle de<br />
Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro<br />
rincón del cual salí por un momento para tener el<br />
gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar<br />
un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las<br />
agradables, aunque inquietas horas de mi antigua<br />
vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente<br />
hoy, que todos los grandes centros de<br />
población se parecen, apenas se percibe el aislamiento<br />
en que nos encontramos, antojándosenos, al<br />
ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres,<br />
que al volver la primera esquina vamos a<br />
hallar la casa a que concurríamos, las personas que<br />
estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre<br />
de ver y hallar de continuo. En el fondo de<br />
este valle, cuya melancólica belleza impresiona<br />
profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge<br />
a la vez; diríase, por el contrario, que los
montes que lo cierran como un valladar inaccesible<br />
me separan por completo del mundo. ¡Tan notable<br />
es el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan<br />
vagos y perdidos quedan al confundirse entre la<br />
multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos<br />
de las cosas más recientes!<br />
Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso,<br />
en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia;<br />
hoy, sonándome aún en el oído la última frase de<br />
una discusión ardiente la última palabra de un artículo<br />
de fondo, el postrer acorde de un andante, el<br />
confuso rumor de cien conversaciones distintas,<br />
sentado a la lumbre de un campestre hogar donde<br />
arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes<br />
de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café,<br />
único exceso que en estas soledades me permito<br />
sin que turbe la honda calma que me rodea otro<br />
ruido que el del viento que gime a lo largo de las<br />
desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros<br />
del monasterio o corre subterránea atravesando sus<br />
claustros sombríos y medrosos. Una muchacha con<br />
su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su<br />
camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos<br />
gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y<br />
sus abarcas atadas con un listón negro, que sube<br />
cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la
pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina,<br />
atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los<br />
pucheros donde se condimenta la futura cena, y<br />
dispone el agua hirviente, negra y amarga que me<br />
mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras<br />
dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el<br />
estudio.<br />
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota<br />
la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a<br />
buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí,<br />
teniendo a mis pies al perro, que se enrosca junto a<br />
la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la<br />
cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan<br />
las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo<br />
del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura<br />
de una escena de La Tempestad, de Shakespeare,<br />
o del Caín, de Byron, para oír el ruido del agua que<br />
hierve a borbotones, coronándose de espuma y<br />
levantando con sus penachos de vapor. azul y ligero<br />
la tapadera de metal que golpea los bordes de la<br />
vajilla! Un mes hace que falto de aquí y todo se<br />
encuentra lo mismo que antes de marcharme. El<br />
temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que<br />
me pertenece, no puede menos de traerme a la<br />
imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles<br />
y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de
Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo,<br />
pero con las mismas señales y colocados en el orden<br />
que yo los tenía, están aún mis libros y mis<br />
papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de<br />
dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera<br />
inseparable de mis filosóficas excursiones, con la<br />
cual he andado mucho, he pensado bastante y no<br />
he matado casi nada. Después de apurar mi taza de<br />
café, y mientras miro danzar las llamas violadas,<br />
rojas y amarillas a través del humo del cigarro que<br />
se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he<br />
pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes<br />
para El Contemporáneo, ya que me he comprometido<br />
a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar<br />
ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que<br />
se llama periódico, especie de tonel que, como al de<br />
las Danaidas, siempre se le está echando original y<br />
siempre está vacío. Las únicas ideas que me han<br />
quedado como flotando en la memoria y sueltas de<br />
la masa general que ha oscurecido y embotado el<br />
cansancio del viaje, se refieren a los detalles de<br />
éste, que carecen en sí de interés, que en otras mil<br />
ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como<br />
ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto<br />
y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario<br />
y patente.
Los diversos medios de locomoción de que<br />
he tenido que servirme para llegar hasta aquí, me<br />
han recordado épocas y escenas tan distintas, que<br />
algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo,<br />
trazados por pluma más avezada que la mía a esta<br />
clase de estudios bastarían a bosquejar un curioso<br />
cuadro de costumbres.<br />
Como por todo equipaje no llevaba más que<br />
un pequeño saco de noche, después de haberme<br />
despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril<br />
a punto de montar en el tren. Previo un ligero<br />
saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que<br />
de antemano se encontraban en el coche y que<br />
habían de ser mis compañeros de viaje, me acomodé<br />
en un rincón, esperando el momento de partir,<br />
que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación<br />
de los rezagados, el ir y venir de los guardas<br />
de la vía y el incesante golpear de las portezuelas.<br />
La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos<br />
resoplidos, como un caballo de raza impaciente<br />
hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene<br />
en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña<br />
oscilación hacía crujir las coyunturas de acero<br />
del monstruo; por último sonó la campana, el coche<br />
hizo un brusco movimiento de delante atrás y de<br />
atrás adelante, y aquella especie de culebra negra y
monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo<br />
largo de los raíles y arrojando silbidos estridentes<br />
que resonaban de una manera particular en el silencio<br />
de la noche. La primera sensación que se<br />
experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable.<br />
Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de<br />
vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante,<br />
igual aunque en grado máximo, al que produce<br />
un simón desvencijado al rodar por una calle<br />
mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde.<br />
Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de<br />
la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso<br />
que tiene todo lo grande; pero como quiera que<br />
aunque mezclado con algo que place, hay mucho<br />
que incomoda, también es cierto que hasta que<br />
pasan algunos minutos y la continuación de las<br />
impresiones embota la sensibilidad, no se puede<br />
decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.<br />
Apenas hubimos andado algunos kilómetros,<br />
y cuando pude enterarme de lo que había a mi<br />
alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros<br />
de coche; ellos, por su parte, creo que hacían<br />
algo por el estilo, pues con más o menos disimulo<br />
todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los<br />
pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos<br />
muy pocas personas. En el asiento que<br />
hacia frente al que yo me había colocado, y sentada<br />
de modo que los pliegues de su amplia y elegante<br />
falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven<br />
como de diez y seis a diez y siete años, la cual,<br />
a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no<br />
sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse,<br />
debía de pertenecer a una clase elevada.<br />
Acompañábala un aya, pues tal me pareció una<br />
señora muy atildada y fruncida que ocupaba el<br />
asiento inmediato, y que de cuando en cuando le<br />
dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo<br />
se sentía, qué necesitaba, o advertirle de qué manera<br />
estaría más cómoda. La edad de aquella señora<br />
y el interés que se tomaba por la joven, pudieran<br />
hacer creer que era su madre; pero, a pesar de<br />
todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y<br />
mercenario, que fue el dato de que desde luego<br />
tuve en cuenta para clasificarla.<br />
Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y<br />
medio enterrado entre los almohadones de un<br />
rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril,<br />
estaba un inglés alto y rubio como casi todos<br />
los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado<br />
y limpio. Nada más acabado y completo que su traje
de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches<br />
de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la<br />
manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero;<br />
allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta,<br />
terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa<br />
de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle,<br />
el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora<br />
corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre<br />
nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y<br />
redonda, se hubo empapado bien en los objetos,<br />
entornó nuevamente los párpados, de modo que,<br />
heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas<br />
largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos<br />
de oro que sujetaban por el cabo una remolacha,<br />
pues no a otra cosa podía compararse su nariz.<br />
Formando contraste con este seco y estirado gentleman,<br />
que, una vez entornados los ojos y bien<br />
acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como<br />
una esfinge de granito, en el extremo opuesto del<br />
coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose<br />
para colocar una enorme sombrerera debajo del<br />
asiento, o recostándose alternativamente de un lado<br />
y de otro, como el que siente un dolor agudo y de<br />
ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un<br />
señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo<br />
y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por
sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a<br />
Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la<br />
capital de su provincia, hasta que, con ocasión de<br />
ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que<br />
formaba parte, había estado últimamente en la corte<br />
como cosa de un mes.<br />
Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo<br />
sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del<br />
hombre era de lo más expansivo con que he topado<br />
en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación<br />
sobre cualquier cosa, que no perdonaba<br />
coyuntura.<br />
Primero suplicó al inglés le hiciese el favor<br />
de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa<br />
del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió<br />
los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar<br />
una sola palabra a las expresivas frases con que<br />
le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a<br />
la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba<br />
era su mamá. La joven le contestó que no<br />
con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después<br />
se encaró conmigo, deseando saber si seguiría<br />
hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, y él,<br />
tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba<br />
en Tudela; y a propósito de esto, habló de mil
cosas diferentes y todas a cual de menos importancia,<br />
sobre todo para los que le escuchábamos. Cansado<br />
de su desesperante monólogo o agotados los<br />
recursos de su imaginación, nuestro buen hombre,<br />
que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro<br />
de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen<br />
tono entre personas que no se conocen, comenzó a<br />
poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una<br />
serie de maniobras a cual más inconvenientes y<br />
originales. Primero cantó un rato a media voz alguna<br />
de las habaneras que había oído en Madrid a la<br />
criada de la casa de pupilos; después comenzó a<br />
atravesar el coche de un extremo a otro, dando aquí<br />
al inglés con el codo o pisando allí el extremo del<br />
traje de las señoras para asomarse a las ventanillas<br />
de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más<br />
pesada, dio en la flor de bajar los cristales en cada<br />
una de las estaciones para leer en alta voz el nombre<br />
del pueblo, pedir agua o preguntar los minutos<br />
que se detendría el tren. En unas y otras, ya nos<br />
encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se<br />
había entrado fría, anubarrada y desagradable; de<br />
modo que cada vez que se abría una de las portezuelas,<br />
se estaba en peligro inminente de coger un<br />
catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se<br />
envolvió silenciosamente en su magnífica manta
escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo<br />
dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de<br />
otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí<br />
cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro<br />
hombre sin embargo, prosiguió impertérrito practicando<br />
la misma peligrosa operación tantas veces<br />
cuantas paraba el tren, hasta que al cabo, no sé si<br />
cansado de este ejercicio o advertido de la escena<br />
muda de arropamiento general que se repetía tantas<br />
veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con<br />
aire de visible mal humor los cristales, tornando a<br />
echarse en su rincón donde a los pocos minutos<br />
roncaba como un bendito, amenazando aplastarme<br />
la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos<br />
vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir<br />
sobresaltado de su modorra para restregarse los<br />
ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El<br />
peso de las altas horas de la noche comenzaba a<br />
dejarse sentir. En el vangón reinaba un silencio<br />
profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo<br />
crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro<br />
amodorrado compañero, que alternaba en esta<br />
tarea con la máquina.<br />
El inglés se durmió también; pero se durmió<br />
grave y dignamente sin mover pie ni mano, como si<br />
a pesar del letargo que le embargaba tuviese la
conciencia de su posición. El aya comenzó a cabecear<br />
un poco, acabando por bajar el velo de su capota<br />
oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos,<br />
pues, desvelados como las vírgenes prudentes<br />
de la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir<br />
verdad, yo también me hubiera rendido al peso del<br />
aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese<br />
tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en<br />
una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman,<br />
al menos no tan grotesca como la del buen<br />
regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra<br />
de una cabezada, ora roncando como un órgano o<br />
balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo<br />
más chistoso que imaginarse puede. Para<br />
despabilarme un poco resolví dirigir la palabra a la<br />
joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción,<br />
mientras por otra; y no era esto lo menos<br />
para permanecer callado, no sabía como empezar.<br />
Entonces volví los ojos, que había tenido clavados<br />
en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver<br />
pasar a través de los cristales, y sobre una faja de<br />
terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de<br />
humo y de chispas que se quedaban al paso de la<br />
locomotora rozando la tierra y como suspendidas e<br />
inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían<br />
perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanza-
dos a una carrera fantástica. No obstante, la<br />
aproximación de aquella mujer hermosa que yo<br />
sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda<br />
que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus<br />
movimientos, el sopor vertiginoso del incesante<br />
ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez<br />
de las altas horas de la noche, que pesan<br />
de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron<br />
a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada<br />
extrañamente.<br />
Estaba despierto, pero mis ideas iban poco<br />
a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños<br />
de la mañana, historias sin principio ni fin,<br />
cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de<br />
enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se<br />
corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba<br />
de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un<br />
mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se<br />
alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de<br />
las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza<br />
sobre el pecho, rompía el hilo de las historias<br />
extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba<br />
los ojos; pero apenas los volvía a abrir encontraba<br />
siempre delante de ellos a aquella mujer, y<br />
tornaba a mirar por los cristales; y tornaba a soñar<br />
imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la
experiencia me ha enseñado un poco, que hay<br />
horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños<br />
pensamientos y de una voluptuosa pesadez,<br />
contra la que es imposible defenderse: en esas<br />
horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores<br />
del vino, los sonidos se debilitan y parece que<br />
se oyen muy distantes, los objetos se ven como<br />
velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia<br />
al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas<br />
que pierde la materia. Las horas de la madrugada,<br />
esas horas que deben tener más minutos que las<br />
demás, esas horas en que entre el caos de la noche<br />
comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño<br />
se despide con su última visión y la luz se anuncia<br />
con ráfagas de claridad incierta, son sin duda<br />
alguna, las que en más alto grado reúnen semejantes<br />
condiciones. Yo no sé el tiempo que trascurrió<br />
mientras a la vez dormía y velaba, ni tampoco me<br />
sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas<br />
que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo<br />
recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas<br />
notas sueltas de una música lejana que trae el viento<br />
a intervalos en ráfagas sonoras: lo que sí puedo<br />
asegurar es que gradualmente se fueron embotando<br />
mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran<br />
estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz
del guarda de la vía me anunciaron que estaba en<br />
Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba<br />
tan pronto en el término de la primera parte de mi<br />
peregrinación.<br />
Era completamente de día, y por la ventanilla<br />
del coche, que había abierto de par en par el<br />
señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire<br />
fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés que<br />
por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar<br />
tan poco agradable reunión, apenas se convenció<br />
de que estábamos en Tudela, torciose la capa al<br />
hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo,<br />
en la otra el cesto, y saltó al andén con una<br />
agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años<br />
y en su gordura. Yo torné asimismo el pequeño<br />
saco, que era todo mi equipaje; dirigí una última<br />
mirada a aquella mujer a quien acaso no volvería a<br />
ver más y que había sido la heroína de mi novela de<br />
una noche, y después de saludar a mis compañeros,<br />
salí del vagón buscando a un chico que llevase<br />
aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.<br />
Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de<br />
ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía,<br />
una posada con ribetes de fonda. Senteme y almorcé;<br />
por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa,
la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta<br />
justicia a la navarra que se encuentra al frente del<br />
establecimiento. Aún no había tomado los postres,<br />
cuando el campanilleo de las colleras, los chasquidos<br />
del látigo y las voces del zagal que enganchaba<br />
las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona<br />
iba a salir muy pronto. Acabé deprisa y corriendo de<br />
tomar una taza de café bastante malo y clarito por<br />
más señas, y ya se oían los gritos de ¡al coche, al<br />
coche! unidos a las despedidas en alta voz, al ir y<br />
venir de los que colocaban los equipajes en la baca,<br />
y las advertencias mezcladas de interjecciones del<br />
mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante<br />
como un piloto desde la popa de su buque.<br />
La decoración había cambiado por completo,<br />
y nuevos y característicos personajes se encontraban<br />
en escena. En primer término, y unos recostados<br />
contra la pared, otros sentados en los marmolillos<br />
de las esquinas o agrupados en derredor del<br />
coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados<br />
del lugar para quienes el espectáculo de una diligencia<br />
que entra o sale es todavía un gran acontecimiento.<br />
Al pie del estribo algunos muchachos,<br />
desarrapados y sucios, abrían con gran oficiosidad<br />
las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna,<br />
y en el interior del ómnibus, pues éste era pro-
piamente el nombre que debiera darse al vehículo<br />
que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a<br />
ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los<br />
primeros en colocarme en mi sitio al lado de las dos<br />
mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano,<br />
y que venían de Zaragoza, a donde, según<br />
me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la<br />
Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones,<br />
y de la madre se conservaba todo lo que a los<br />
cuarenta y pico de años puede conservarse de una<br />
buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario,<br />
a quien no hubo de parecer saco de paja la<br />
muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto<br />
a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de<br />
modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla<br />
con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos<br />
individuos del sexo feo, de los cuales el primero<br />
parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo<br />
uno de esos pobres empleados de poco<br />
sueldo, a quienes a cada instante trasiega el ministerio<br />
de una provincia a otra. Ya estábamos todos, y<br />
cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos<br />
el parabién porque íbamos a estar un poco holgados,<br />
cuando apareció en la portezuela, y como un<br />
retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo<br />
entrado en edad, pero guapote, y de buen color,
al que acompañaba una ama o dueña, como por<br />
aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina<br />
de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la<br />
vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta<br />
parte.<br />
Sintieron unos y se alegraron otros de la<br />
llegada de los nuevos compañeros, siendo de los<br />
segundos el escolar, el cual encontró ocasión de<br />
encajarse más estrechamente con su vecina de<br />
asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio<br />
pequeño para el volumen que había de ocuparlo,<br />
aunque grande por la buena voluntad con que se le<br />
ofrecía. Sentose el ama, acomodose el clérigo, y ya<br />
nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del<br />
cielo o salido de los profundos, hete aquí que se<br />
nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril,<br />
con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera.<br />
Referir las cuchufletas, las interjecciones,<br />
las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada,<br />
sería asunto imposible, como tampoco es fácil<br />
recordar las maniobras de cada uno de los viajeros<br />
para impedir que se acomodase a su lado. Pero<br />
aquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allí<br />
donde se reía, se empujaba, y unos manoteando,<br />
otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se<br />
encontraba el buen regidor como el pez en el agua
o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía<br />
con chanzas; a las interjecciones, encogiéndose de<br />
hombros, y a los envites de codos, con codazos, de<br />
manera que a los pocos minutos ya estaba sentado<br />
y en conversación con todos, como si los conociese<br />
de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando<br />
ese continuo vaivén al compás del trote de<br />
las mulas, las campanillas del caballo delantero, el<br />
saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y<br />
los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen<br />
el fondo de armonía de una diligencia en marcha.<br />
Las torres de Tudela desaparecieron detrás de<br />
una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro<br />
hombre gordo, apenas se vio engolfado camino<br />
adelante y en compañía tan franca, alegre y de su<br />
gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda<br />
correspondiente para echar un trago. Dada la<br />
señal del combate, el fuego se hizo general en toda<br />
la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros<br />
de un canastillo o del número de un periódico, cada<br />
cual sacó su indispansable tortilla de huevos con<br />
variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando<br />
ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre<br />
del seminarista, comenzaron a andar a la ronda<br />
por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban<br />
tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con
el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas<br />
al delantero, sentose de medio ganchete en el pescante<br />
y formó parte del corro, no siendo de los más<br />
parcos en el beber; yo, aunque con nada había<br />
contribuido al festín, también tuve que empinar el<br />
codo más de lo que acostumbro.<br />
A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje;<br />
de modo que con el aturdimiento del vinillo,<br />
el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas,<br />
las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas<br />
a media voz de los de más allá, un poco de<br />
sol enfilado a los ojos por las ventanillas y un bastante<br />
de polvo del que levantaban las mulas, las tres<br />
horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela<br />
pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que<br />
me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que<br />
no viera con gusto el término de mi segunda jornada.<br />
En Tarazona nos apeamos del coche entre<br />
una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos<br />
cordialmente los unos de los otros, volví<br />
a encargar a un chicuelo de la conducción de mi<br />
equipaje y me encaminé al azar por aquellas calles<br />
estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal<br />
vez para siempre, a mi famoso regidor, que había
empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por<br />
hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable<br />
charla y su inquietud increíble en una persona<br />
de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad<br />
pequeña y antigua; más lejos del movimiento que<br />
Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero<br />
tiene un carácter más original y artístico. Cruzando<br />
sus calles con arquillos y retablos, con caserones<br />
de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos,<br />
con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña,<br />
hay momentos en que se cree uno transportado<br />
a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.<br />
Al fin, después de haber discurrido un rato<br />
por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada,<br />
que posada era con todos los accidentes y el carácter<br />
de tal el sitio a que me condujo mi guía. Figúrense<br />
ustedes un medio punto de piedra carcomida y<br />
tostada en cuya clave luce un escudo con un casco<br />
que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa<br />
mata de jaramagos amarillos, nacida entre las<br />
hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que<br />
fueron un día señores de aquella casa solariega,<br />
hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de<br />
banderola, en que se lee con grandes letras de<br />
almagre el título del establecimiento; el nudoso y<br />
retorcido tronco de una parra que comienza a reto-
ñar, cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas,<br />
un ventanuquillo abierto en el fondo de una<br />
antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de<br />
colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos<br />
trozos de columnas, sustentados por rimeros<br />
de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las<br />
yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, entre<br />
remiendos y parches de diferentes épocas, unos<br />
blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas<br />
de ese barniz particular de los años, se ven algunas<br />
estaquillas de madera clavadas en las hendiduras.<br />
Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el<br />
interior no parecía menos pintoresco.<br />
A la derecha, y perdiéndose en la media luz<br />
que penetraba de la calle, veíase una multitud de<br />
arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí,<br />
dejando espacio en sus huecos a una larga fila de<br />
pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de<br />
los postes, y diseminados por el suelo, tropezábase<br />
aquí con las enjalmas de una caballería, allá con<br />
unos cuantos pellejos de vino o gruesas sacas de<br />
lana, sobre las que merendaban, sentados en corro<br />
y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y<br />
trajinantes.
En el fondo, y caracoleando, pegada a los<br />
muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones<br />
interiores una escalerilla empinada y estrecha,<br />
en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban<br />
los granos perdidos hasta una media docena<br />
de gallinas; la parte de la izquierda, a la que daba<br />
paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un<br />
rincón de la cocina iluminado por el resplandor rojizo<br />
y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso<br />
grupo la posadera, mujer frescota y de buen<br />
temple, aunque entrada en años, una muchacha<br />
vivaracha y despierta como de quince a diez y seis,<br />
y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén<br />
de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se<br />
habían dormido al amor de la lumbre.<br />
Después de dar un vistazo a la posada, hice<br />
presente al posadero el objeto que en su busca me<br />
traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en<br />
contacto con alguien que me quisiera ceder una<br />
caballería para trasladarme a Veruela, punto al que<br />
no se puede llegar de otro modo.<br />
Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con<br />
unos hombres que habían venido a vender carbón<br />
de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí<br />
otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalaja-
do en una mula como en los buenos tiempos de la<br />
Inquisición y del absoluto. Cuando me vi en mitad<br />
del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan<br />
escabrosas, rodeado de los caborneros, que marchaban<br />
a pie a mi lado cantando una canción monótona<br />
y eterna; delante de mis ojos la senda, que<br />
parecía una culebra blancuzca e interminable que<br />
se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo<br />
aquí y tornando a aparecer más allá, y<br />
a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre<br />
los mismos, figurábaseme que hacía un año me<br />
había despedido de ustedes, que Madrid se había<br />
quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril<br />
que vuela, dejando atrás las estaciones y los<br />
pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas,<br />
era un sueño de la imaginación o un presentimiento<br />
de lo futuro. Como la verdad es que yo<br />
fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto<br />
me encontré bien con mi última manera de caminar,<br />
y dejando ir a la mula a su paso lento y uniforme,<br />
eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios,<br />
para que se ocupase en la calma y en la frescura<br />
sombría de los sotos de álamos que bordan el<br />
camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase,<br />
como salta el ligero montañés, de peñasco en<br />
peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora
envolviéndose como en una gasa de plata en la<br />
nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa<br />
emoción el fondo de los precipicios por donde va<br />
el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y<br />
otras sin ruido, sombría y profunda.<br />
Como quiera que cuando se viaja así, la<br />
imaginación desasida de la materia tiene espacio y<br />
lugar para correr volar y juguetear como una loca<br />
por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado<br />
del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue<br />
impávido su camino hecho un bruto y atalajado como<br />
un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo,<br />
ni saber si se cansa o no. En esta disposición<br />
de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque<br />
ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un<br />
airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me<br />
anunció que habíamos llegado a la más alta de las<br />
cumbres que por la parte de Tarazona rodean el<br />
valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después<br />
de haberme apeado de la caballería para seguir a<br />
pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar<br />
como los Cruzados a la vista de la ciudad santa:<br />
Ecco apparir Gerusalem si vede<br />
En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso<br />
valle, al pie de las últimas ondulaciones del
Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas<br />
de nieve y de nubes, medio ocultas entre el<br />
follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por<br />
la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas<br />
y las puntiagudas torres del monasterio, en<br />
donde ya instalado en una celda, y haciendo una<br />
vida mitad por mitad literaria y campestre, espera<br />
vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si<br />
Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la<br />
pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad<br />
y su natural propensión a la vagancia se lo<br />
permitan.
Carta segunda<br />
Queridos amigos: Si me vieran ustedes en<br />
algunas ocasiones con la pluma en la mano y el<br />
papel delante, buscando un asunto cualquiera para<br />
emborronar catorce o quince cuartillas, tendrían<br />
lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa,<br />
cuanto fea costumbre, de morderme las uñas<br />
es caso de esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro<br />
apurado e irresoluto en estos trances, que<br />
ya sería cosa de haberme comido la primera falange<br />
de los dedos. Y no es precisamente porque se<br />
hayan agotado de tal modo mis ideas, que registrando<br />
en el fondo de la imaginación, en donde andan<br />
enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con<br />
alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja, como<br />
dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta<br />
tener una idea; es necesario despojarla de su<br />
extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para<br />
que esté presentable, aderezarla y condimentarla,<br />
en fin, a propósito, para el paladar de los lectores de<br />
un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo<br />
espinoso del caso, aquí la gran dificultad.<br />
Entre los pensamientos que antes ocupaban<br />
mi imaginación y los que aquí han engendrado<br />
la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titáni-
ca, hasta que, por último, vencidos los primeros por<br />
el número y la intensidad de sus contrarios, han ido<br />
a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no<br />
me contestan, los busco y no parecen. Ahora bien:<br />
lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la<br />
profunda calma y el melancólico recogimiento de<br />
estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que<br />
viven en ese torbellino de intereses opuestos, de<br />
pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas que<br />
se llama la Corte?<br />
Yo juzgo de la impresión que pueden hacer<br />
ideas que nacen y se desarrollan en la austera soledad<br />
de estos claustros, por la que a su vez me<br />
producen las que ahí hierven y de las cuales diariamente<br />
me trae El Contemporáneo como un<br />
abrasado soplo. Al periódico que todas las mañanas<br />
encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor<br />
o en el gabinete de estudio, se le recibe como a un<br />
amigo de confianza que viene a charlar un rato,<br />
mientras se hace hora de almorzar con la ventaja de<br />
que si saboreamos un veguero, mientras él nos<br />
refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni<br />
siquiera hay necesidad de ofrecerle otro, como al<br />
amigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, hasta<br />
cierto punto la historia de nuestros cálculos, de<br />
nuestras simpatías o de nuestros intereses; de mo-
do que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes,<br />
suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, a<br />
nuestro corazón y a nuestro bolsillo: en unas ocasiones<br />
repite lo que ya hemos pensado, y nos complace<br />
hallarle acorde con nuestro modo de ver;<br />
otras nos dice la última palabra de algo que comenzábamos<br />
a adivinar, o nos da el tema en armonía<br />
con las vibraciones de nuestra inteligencia<br />
para proseguir pensando. Tan íntimamente está<br />
enlazada su vida intelectual con la nuestra; tan una<br />
es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones<br />
y las suyas. Aquí, por el contrario, todo parece<br />
conspirar a un fin diverso. El periódico llega a los<br />
muros de este retiro como uno de esos círculos que<br />
se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y<br />
que poco a poco se van debilitando a medida que<br />
se alejan del punto de donde partieron, hasta que<br />
vienen a morir en la orilla con un rumor apenas perceptible.<br />
El estado de nuestra imaginación, la soledad<br />
que nos rodea, hasta los accidentes locales<br />
parecen contribuir a que sus palabras suenen de<br />
otro modo en el oído. Juzgad si no por lo que a mí<br />
me sucede.<br />
Todas las tardes, y cuando el sol comienza<br />
a caer, salgo al camino que pasa por delante de las<br />
puertas del monasterio para aguardar al conductor
de la correspondencia que me trae los periódicos de<br />
Madrid. Frente al arco que da entrada al primer<br />
recinto de la abadía, se extiende una larga alameda<br />
de chopos tan altos que, cuando agita las ramas el<br />
viento de la tarde, sus copas se unen y forman una<br />
inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del<br />
camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible<br />
por entre las retorcidas raíces de los árboles,<br />
corren dos arroyos de agua cristalina y transparente,<br />
fría como la hoja de una espada y delgada como<br />
su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de<br />
los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas,<br />
está a trechos cubierto de una yerba alta,<br />
espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas<br />
blancas, que semejan a primera vista esa lluvia<br />
de flores con que alfombran el suelo los árboles<br />
frutales en los templados días de abril. En los ribazos,<br />
y entre los zarzales y los juncos del arroyo;<br />
crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas<br />
entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran<br />
distancia con su intenso perfume; y, por último,<br />
también cerca del agua y formando como un segundo<br />
término, déjase ver por entre los huecos que<br />
quedan de tronco a tronco una doble fila de nogales<br />
corpulentos con sus copas redondas, compactas y<br />
oscuras.
Como a la mitad de esta alameda deliciosa,<br />
y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo<br />
pequeño, enlazando entre sí sus espesas ramas,<br />
que recuerdan, al tocarse en la altura, la cúpula de<br />
un santuario; sobre una escalinata formada de<br />
grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras<br />
nacen y se enroscan los tallos y las flores<br />
trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi<br />
como los árboles, una cruz de mármol, que, merced<br />
a su color, es conocida en estas cercanías por la<br />
Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente<br />
sombrío que este lugar. Por un extremo del camino<br />
limita la vista el monasterio con sus arcos ojivales,<br />
sus torres puntiagudas y sus muros almenados e<br />
imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña<br />
ermita se levantan al pie de una eminencia sembrada<br />
de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie<br />
de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi<br />
nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las<br />
gradas de piedra, estoy una o dos y a veces hasta<br />
cuatro horas aguardando el periódico. De cuando<br />
en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas<br />
figuras aisladas que se colocan en un paisaje para<br />
hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces,<br />
exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente,<br />
sobre el fondo oscuro del follaje, a los monjes
lancos que van y vienen silenciosos alrededor de<br />
su abadía, o a una muchacha de la aldea que pasa<br />
por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores<br />
en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio<br />
azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se<br />
confunde con el rumor de las hojas; después..., ¡qué<br />
sé yo!..., escenas sueltas de no sé qué historia que<br />
yo he oído o que inventaré algún día; personajes<br />
fantásticos, que, unos tras otros; van pasando ante<br />
mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra<br />
o me sugiere una idea: ideas y palabras que<br />
más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den<br />
fruto en el porvenir.<br />
La aproximación del correo viene siempre a<br />
interrumpir una de estas maravillosas historias. En<br />
el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor<br />
de los pasos de su caballo que cada vez se percibe<br />
más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin<br />
llega a donde estoy, saca el periódico de la bolsa de<br />
cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y<br />
después de cambiar algunas palabras o un saludo,<br />
desaparece por el extremo opuesto del camino que<br />
trajo.<br />
Como lo he visto nacer, como desde que vino<br />
al mundo he vivido con su vida febril y apasiona-
da, El Contemporáneo no es para mí un papel como<br />
otro cualquiera, sino que sus columnas son ustedes<br />
todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas<br />
o desengaños, de reveses o de triunfos, de satisfacciones<br />
o de amarguras. La primera impresión<br />
que siento, pues, al recibirle, es siempre una impresión<br />
de alegría, como la que se experimenta al romper<br />
la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos<br />
visto una letra querida, o como cuando en un país<br />
extranjero se estrecha la mano de un compatriota y<br />
se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular<br />
del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor<br />
especialísimo que por un momento viene a sustituir<br />
el perfume de las flores que aquí se respira por<br />
todas partes, parece que hiere la memoria del olfato,<br />
memoria extraña y viva que indudablemente<br />
existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida; de<br />
aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella<br />
fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante<br />
golpear y crujir de la máquina que multiplicaba<br />
por miles las palabras que acabábamos de escribir<br />
y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el<br />
afán de las últimas horas de redacción, cuando la<br />
noche va de vencida y el original escasea; recuerdo,<br />
en fin, las veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo<br />
un artículo o escribiendo una noticia última
sin hacer más caso de las poéticas bellezas de la<br />
alborada que de la carabina de Ambrosio. En Madrid,<br />
y para nosotros en particular, ni sale ni se pone<br />
el sol: se apaga o se enciende la luz, y es por la<br />
única cosa que lo advertimos.<br />
Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo<br />
a pasar la vista por sus renglones hasta que<br />
gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya<br />
ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi alrededor.<br />
El viento sigue suspirando entre las copas de<br />
los árboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas,<br />
lanzando chillidos agudos, pasan sobre<br />
mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido<br />
con las nuevas ideas que comienzan a despertarse<br />
a medida que me hieren las frases del diario,<br />
me juzgo transportado a otros sitios y a otros días.<br />
Paréceme asistir de nuevo a la Cámara, oír los discursos<br />
ardientes, atravesar los pasillos del Congreso,<br />
donde entre el animado cuchicheo de los grupos<br />
se forman las futuras crisis; y luego veo las secretarias<br />
de los ministerios en donde se hace la política<br />
oficial; las redacciones donde hierven las ideas que<br />
han de caer al día siguiente como la piedra en el<br />
lago, y los círculos de la opinión pública que comienzan<br />
en el casino, siguen en las mesas de los<br />
cafés y acaban en los guardacantones de las calles.
Vuelvo a seguir con interés las polémicas acaloradas,<br />
vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y<br />
ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones<br />
violentas, la inquieta ambición, el ansia de<br />
algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida<br />
a los ojos humanos, tornan a vibrar nuevamente<br />
y a encontrar en mi alma un eco profundo.<br />
«El Diario Español, El Pensamiento o La Iberia,<br />
hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más<br />
allá», dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas<br />
dónde estoy, tiendo las manos para cogerlos,<br />
creyendo que están allí a mi alcance, como si me<br />
encontrara sentado a le mesa de la redacción.<br />
Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos,<br />
que pasan por mi cabeza como una nube de<br />
tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he<br />
acabado de leer las primeras columnas del periódico,<br />
cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente<br />
la cumbre del Moncayo, desaparece de la<br />
más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz<br />
de metal llamea un momento antes de extinguirse.<br />
Las sombras de los montes bajan a la carrera y se<br />
extienden por la llanura; la luna comienza a dibujarse<br />
en el Oriente como un círculo de cristal que<br />
transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la<br />
indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible conti-
nuar leyendo. Aún se ven por una parte y entre los<br />
huecos de las ramas chispazos rojizos del sol poniente,<br />
y por la otra una claridad violada y fría. Poco<br />
a poco comienzo a percibir otra vez, semejante a<br />
una armonía confusa, el ruido de las hojas y el<br />
murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a<br />
cuyo compás vago y suave vuelven a ordenarse las<br />
ideas y se van moviendo con más lentitud en una<br />
danza cadenciosa, que languidece al par de la<br />
música, hasta que por último se aguzan unas tras<br />
otras como esos puntos de luz apenas perceptibles<br />
que de pequeños nos entreteníamos en ver morir en<br />
las pavesas de un papel quemado. La imaginación<br />
entonces, ligera y diáfana; se mece y flota al rumor<br />
del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un<br />
niño. La campana del monasterio, la única que ha<br />
quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza<br />
a tocar la oración, y una cerca, otra lejos,<br />
éstas con una vibración metálica y aguda, aquéllas<br />
con un tañido sordo y triste, les responden las otras<br />
campanas de los lugares del Somontano. De estos<br />
pequeños lugares, unos están en las puntas de las<br />
rocas colgados como el nido de una águila, y otros<br />
medio escondidos en las ondulaciones del monte o<br />
en lo más profundo de los valles. Parece una armonía<br />
que a la vez baja del cielo y sube de la tierra,
y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al<br />
último rumor del día que muere el primer suspiro de<br />
la noche que nace.<br />
Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchas<br />
ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las<br />
contrariedades, los deseos, todo se ha ahogado en<br />
aquella música divina. Mi alma está ya tan serena<br />
como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más<br />
grande, en un destino futuro y desconocido, más<br />
allá de esta vida, la fe de la eternidad, en fin, aspiración<br />
absorbente, única e inmensa, mata esa fe al<br />
por menor que pudiéramos llamar personal, la fe en<br />
el mañana, especie de aguijón que espolea los<br />
espíritus irresolutos, y que tanto se necesita para<br />
luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.<br />
Absorto en estos pensamientos doblo el periódico<br />
y me dirijo a mi habitación. Cruzo la sombría<br />
calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio,<br />
cuya dantellada silueta se destaca por<br />
oscuro sobre el cielo en un todo semejante a la de<br />
un castillo feudal; atravieso el patio de armas con<br />
sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos<br />
de saeteras y coronados de almenas puntiagudas,<br />
de las cuales algunas yacen en el foso, medio<br />
ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos
cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se<br />
alza la torre que da paso al interior; una cruz clavada<br />
en la punta indica el carácter religioso de aquel<br />
edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros<br />
fortísimos, más parece que deberían guardar soldados<br />
que monjes.<br />
Pero apenas las puertas se abren rechinando<br />
sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece<br />
con todo su carácter. Una larga fila de olmos,<br />
entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver<br />
en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular<br />
llena de extrañas esculturas, por la derecha<br />
se extiende la remendada tapia de un huerto, por<br />
encima de la cual asoman las copas de los árboles,<br />
y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo<br />
y majestuoso en medio de su sencillez. Desde<br />
este primer recinto se pasa al inmediato por un arco<br />
de medio punto, después del cual se encuentra el<br />
sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento<br />
de los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece<br />
y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de<br />
tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se<br />
descubre el molino medio agazapado entre unas<br />
ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva,<br />
la portada monumental del claustro con sus<br />
pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos,
ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen<br />
emblemas de la Orden, mitras y escudos.<br />
Siempre que atravieso este recinto cuando<br />
la noche se aproxima y comienza a influir en la imaginación<br />
con su alto silencio y sus alucinaciones<br />
extrañas, voy pisando quedo y poco a poco las sendas<br />
abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas,<br />
como temeroso de que al ruido de mis pasos<br />
despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno<br />
de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad.<br />
Por último, entro en el claustro; donde ya<br />
reina una oscuridad profunda: la llama del fósforo<br />
que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el<br />
aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente<br />
con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto<br />
resplandor, pueden distinguirse las largas<br />
series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por<br />
entre las que asoman, con una mueca muda y<br />
horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones<br />
de la imaginación que el arte misterioso de la<br />
Edad Media dejó grabadas en el granito de sus<br />
basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una<br />
columna y saca su deforme cabeza por entre la<br />
hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un<br />
demonio y entre los dos soportan la recaída de un<br />
arco que se apunta al muro; más lejos, y sombrea-
das por el batiente oscuro del lucillo que las contiene,<br />
las urnas de piedra donde bien con la mano en<br />
el montante o revestidas de la cogulla, se ven las<br />
estatuas de los guerreros y abades más ilustres que<br />
han patrocinado este monasterio o lo han enriquecido<br />
con sus dones.<br />
Los diferentes y extraordinarios objetos que<br />
unos tras otros van hiriendo la imaginación, la impresionan<br />
de una manera tan particular, que cuando,<br />
después de haber discurrido por aquellos patios<br />
sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos<br />
claustros imponentes penetro al fin en mi celda y<br />
desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir<br />
su lectura, paréceme que está escrito en un idioma<br />
que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una<br />
comedía, un libro nuevo, un cantante extraordinario,<br />
una comida en la embajada de Rusia, la compañía<br />
de Price, la muerte de un personaje, los clownes,<br />
los banquetes políticos, la música, todo revuelto:<br />
una obra de caridad con un crimen, un suicidio con<br />
una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.<br />
A esta distancia y en este lugar me parece<br />
mentira que existe aún ese mundo que yo conocía,<br />
el mundo del Congreso y las redacciones, del casi-
no y de los teatros, del Suizo y de la Fuente Castellana,<br />
y que existe tal como yo le dejé, rabiando y<br />
divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un<br />
funeral, todos deprisa, todos cosechando esperanzas<br />
y decepciones, todos corriendo detrás de una<br />
cosa que no alcanzan nunca, hasta que corriendo<br />
den en uno de esos lazos silenciosos que nos va<br />
tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón<br />
con una gacetilla por epitafio.<br />
Cuando me asaltan estas ideas, en vano<br />
hago esfuerzos por templarme como ustedes y entrar<br />
a compás de la danza. No oigo la música que<br />
lleva a todos envueltos como en un torbellino; no<br />
veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más<br />
que lo que ve el que mira un baile desde lejos; una<br />
pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces,<br />
terrible otras.<br />
Ustedes, sin embargo, quieren que escriba<br />
alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general,<br />
aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva<br />
esto de introducción y preludio: quiere decir que si<br />
alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de<br />
lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el<br />
recuerdo de más tranquilos días, como el perfume<br />
de un paraíso distante; y los que no, tendrán en
cuenta mi especial posición para tolerar que de<br />
cuando en cuando rompa con una nota desacorde<br />
la armonía de un periódico político.
Carta tercera<br />
Queridos amigos: Hace dos o tres días, andando<br />
a la casualidad por entre estos montes, y<br />
habiéndome alejado más de lo que acostumbro en<br />
mis paseos matinales, acerté a descubrir casi oculto<br />
entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino<br />
un pueblecillo, cuya situación, por extremo pintoresca,<br />
me agradó tanto que no pude por menos de<br />
aproximarme a él para examinarlo a mis anchas. Ni<br />
aun pregunté su nombre; y si mañana o el otro quisiera<br />
buscarlo por su situación en el mapa, creo que<br />
no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado<br />
parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo.<br />
Figúrense ustedes, en el declive de una montaña<br />
inmensa y sobre una roca que parece servirle de<br />
pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la<br />
torre del homenaje y algunos lienzos de muro carcomidos<br />
y musgosos: agrupadas alrededor de este<br />
esqueleto de fortaleza, cual si quisiesen todavía<br />
dormir seguras a su sombra como en la edad de<br />
hierro en que debió de alzarse, se ven algunas casas,<br />
pequeñas heredades con sus bardales de<br />
heno, sus tejados rojizos, y sus chimeneas desiguales<br />
y puntiagudas, por cima de las que se eleva el<br />
campanario de la parroquia con su reloj de sol, su<br />
esquiloncillo que llama a la primera misa, y su gallo
de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta a<br />
merced de los vientos.<br />
Una senda que sigue el curso del arroyo<br />
que cruza el valle serpenteando por entre los cuadros<br />
de los trigos, verdes y tirantes como el paño de<br />
una mesa de billar, sube dando vueltas a los amontonados<br />
pedruscos sobre que se asienta el pueblo,<br />
hasta el punto en que un pilarote de ladrillos con<br />
una cruz en el remate señala la entrada. Sucede<br />
con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se<br />
ven en lontananza tantas líneas caprichosas, tantas<br />
chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos<br />
árboles y peñas y accidentes artísticos, lo que con<br />
otras muchas cosas del mundo, en que todo es<br />
cuestión de la distancia a que se miran; y la mayor<br />
parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía<br />
se convierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada,<br />
lo que pude descubrir del interior del lugar no<br />
me pareció, en efecto, que respondía ni con mucho<br />
a su perspectiva; de modo que, no queriendo<br />
arriesgarme por sus estrechas, sucias y empinadas<br />
callejas, comencé a costearlo, y me dirigí a una<br />
reducida llanura que se descubre a su espalda,<br />
dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en<br />
unos campos de trigo, y junto a dos o tres nogales<br />
aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, está
lo que por su especial situación y la pobre cruz de<br />
palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el<br />
cementerio. Desde muy niño concebí, y todavía<br />
conservo, una instintiva aversión a los camposantos<br />
de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas<br />
y llenas de huecos, como la estantería de una<br />
tienda de géneros de ultramarinos; aquellas calles<br />
de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas,<br />
como las avenidas de un parque inglés; aquella<br />
triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura<br />
sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan<br />
los nervios. El afán de embellecer grotesca y<br />
artificialmente la muerte, me trae a la memoria a<br />
esos niños de los barrios bajos, a quienes después<br />
de expirar embadurnan la cara con arrebol, de modo<br />
que, entre el cerco violado de los ojos, la intensa<br />
palidez de las sienes y el rabioso carmín de las<br />
mejillas, resulta una mueca horrible.<br />
Por el contrario, en más de una aldea he<br />
visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto<br />
de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado<br />
una impresión siempre melancólica, es verdad,<br />
pero mucho más suave, mucho más respetuosa y<br />
tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte,<br />
siempre hay algo de esa repugnante actividad del<br />
tráfico; la tierra, constantemente removida, deja ver
fosas profundas que parecen aguardar su presa con<br />
hambre. Aquí nichos vacíos, a los que no falta más<br />
que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesos<br />
que se retrasan en el pago de su habitación, y son<br />
arrojados qué sé yo adónde para dejar lugar a otros;<br />
y lápidas con filetes de relumbrones, y décimas y<br />
coronas de flores de trapo, y siemprevivas de comerciantes<br />
de objetos fúnebres. En estos escondidos<br />
rincones, último albergue de los ignorados<br />
campesinos, hay una profunda calma: nadie turba<br />
su santo recogimiento, y después de envolverse en<br />
su ligera capa de tierra, sin tener siquiera encima el<br />
peso de una losa, deben de dormir mejor y más<br />
sosegados.<br />
Cuando, no sin tener que forcejear antes un<br />
poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta<br />
del pequeño cementerio que por casualidad había<br />
encontrado en mi camino, y éste se ofreció a mi<br />
vista, no pude menos de confiarme nuevamente en<br />
mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más<br />
agreste, más solitario y más triste, con una agradable<br />
tristeza, que aquél. Nada habla allí de la muerte<br />
con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios;<br />
nada la recuerda de modo que horrorice con el<br />
repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos.<br />
Cuatro lienzos de tapia humilde, compuestos de
arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos<br />
rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los<br />
ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la<br />
poderosa vegetación de este país, abandonada a sí<br />
misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y<br />
una hermosura imponderables. Al pie de las tapias y<br />
por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas<br />
de color de rosa pálido que suben sosteniéndose<br />
en las asperezas del muro hasta trepar a<br />
los bardales de heno, por donde se cruzan y se<br />
mecen como una flotante guirnalda de verdura. La<br />
espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca<br />
con suave claroscuro todas sus ondulaciones, produce<br />
el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas<br />
cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y<br />
sólo podrían decir las muchachas del lugar que en<br />
las tardes de mayo las cogen en el halda para engalanar<br />
el retablo de la Virgen.<br />
Allí, en medio de algunas espigas cuya simiente<br />
acaso trajo el aire de las eras cercanas, se<br />
columpian las amapolas con sus cuatro hojas<br />
purpúreas y descompuestas; las margaritas blancas<br />
y menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los<br />
amantes, semejan copos de nieve que el calor no<br />
ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos<br />
corales y esas estrellas de cinco rayos amarillas e
inodoras que llaman de los muertos, las cuales crecen<br />
salpicadas en los camposantos entre las ortigas,<br />
las rosas de los espinos, los cardos silvestres y<br />
las alcachoferas puntiagudas y frondosas. Una brisa<br />
pura y agradable mueve las flores, que se balancean<br />
con lentitud, y las altas yerbas, que se inclinan y<br />
levantan a su empuje como las pequeñas olas de<br />
un mar verde y agitado. El sol resbala suavemente<br />
sobre los objetos, los ilumina o los transparenta,<br />
aumentando la intensidad y la brillantez de sus tintas,<br />
y parece que los dibuja con un perfil de oro para<br />
que destaquen entre sí con más limpieza. Algunas<br />
mariposas revolotean de acá para allá haciendo en<br />
el aire esos giros extraños que fatigan1a vista, que<br />
inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso;<br />
y mientras las abejas estrechan sus círculos zumbando<br />
alrededor de los cálices llenos de perfumada<br />
miel, y los pardillos picotean los insectos que pululan<br />
por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su<br />
cabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños y<br />
vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa a<br />
guarecerse en su escondite al menor movimiento.<br />
Después que hube abarcado con una mirada<br />
el conjunto de aquel cuadro, imposible de reproducir<br />
con frases siempre descoloridas y pobres, me<br />
senté en un pedrusco, lleno de esa emoción sin
ideas que experimentamos siempre que una cosa<br />
cualquiera nos impresiona profundamente y parece<br />
que nos sobrecoge por su novedad o su hermosura.<br />
En esos instantes rapidísimos en que la sensación<br />
fecunda la inteligencia, y allá en el fondo del cerebro<br />
tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos<br />
que han de surgir algún día evocados por la<br />
memoria, nada se piensa, nada se razona: los sentidos<br />
todos parecen ocupados en recibir y guardar la<br />
impresión que analizarán más tarde.<br />
Sintiendo aún las vibraciones de esta primera<br />
sacudida del alma, que la sumerge en un agradable<br />
sopor, estuve, pues, largo tiempo, hasta que<br />
gradualmente comenzaron a extinguirse, y poco a<br />
poco fueron levantándose las ideas relativas. Estas<br />
ideas, que ya han cruzado otras veces por la imaginación<br />
y duermen olvidadas en alguno de sus rincones,<br />
son siempre las primeras en acudir cuando<br />
se toca su resorte misterioso. No sé si a todos les<br />
habrá pasado igualmente: pero a mí me ha sucedido<br />
con bastante frecuencia preocuparme en ciertos<br />
momentos con la idea de la muerte; y pensar largo<br />
rato y concebir deseos y formular votos acerca de la<br />
destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de<br />
mis despojos mortales. En cuanto al alma, dicho se<br />
está siempre he deseado se encaminase al Cielo.
Con el destino que darían a mi cuerpo es con lo que<br />
más he batallado, y acerca de lo cual he echado<br />
más a menudo a volar la fantasía. En aquel punto<br />
en que todas aquellas viejas locuras de mi imaginación<br />
salieron en tropel de los desvanes de la cabeza<br />
donde tengo arrinconados, como trastos inútiles, los<br />
pensamientos extraños, las ambiciones absurdas y<br />
las historias imposibles de la adolescencia, ilusiones<br />
rosadas que, como los trajes antiguos, se han ajado<br />
ya y se han puesto de color de ala de mosca con los<br />
años, fue cuando pude apreciar sonriendo al compararlas<br />
entre sí, la candidez de mis aspiraciones<br />
juveniles.<br />
En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir<br />
que conduce al convento de San Jerónimo, hay<br />
cerca del agua una especie de remanso que fertiliza<br />
un valle en miniatura formado por el corte natural de<br />
la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un<br />
rápido declive. Dos o tres álamos blancos, corpulentos<br />
y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden<br />
aquel sitio de los rayos del Sol, que rara vez logra<br />
deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen<br />
un ruido manso y agradable cuando el viento las<br />
agita y las hace parecer ya plateadas, ya verdes:<br />
según del lado que las empuja. Un sauce baña sus<br />
raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina
como agobiado de un peso invisible, y a su alrededor<br />
crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos<br />
y grandes que nacen espontáneos al borde de<br />
los arroyos y las fuentes.<br />
Cuando yo tenía catorce o quince años, y<br />
mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de<br />
pensamientos puros y de esa esperanza sin límites<br />
que es la más preciada joya de la juventud; cuando<br />
yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba<br />
llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico,<br />
y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus<br />
tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses<br />
penates de mi especial literatura, me hablaban<br />
de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas,<br />
de las náyades y los poetas, que corre al Océano<br />
escapándose de un ánfora de cristal, coronado<br />
de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en<br />
la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme<br />
en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían<br />
con su sombra, daba rienda suelta a mis<br />
pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles<br />
en las que hasta el esqueleto de la muerte se<br />
vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas!<br />
Yo soñaba entonces una vida independiente y<br />
dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para<br />
cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida
tranquila del poeta que irradia con suave luz de una<br />
en otra generación; soñaba que la ciudad que me<br />
vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo<br />
al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y<br />
cuando la muerte pusiera un término a mi existencia,<br />
me colocasen para dormir el sueño de oro de la<br />
inmortalidad a la orilla del Betis, al que yo habría<br />
cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto<br />
donde iba tantas veces a oír el suave murmullo<br />
de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi<br />
nombre, serían todo el monumento.<br />
Los álamos blancos, balanceándose día y<br />
noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi<br />
alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes,<br />
entre las que vendrían a refugiarse los pájaros<br />
para cantar al amanecer un himno alegre a la resurrección<br />
del espíritu a regiones más serenas; el<br />
sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra,<br />
le prestaría su vaga tristeza, inclinándose y<br />
derramando en derredor sus ramas desmayadas y<br />
flexibles como para proteger y acariciar mis despojos;<br />
y hasta el río, que en las horas de creciente casi<br />
vendría a besar el borde de la losa cercada de juncos,<br />
arrullaría mi sueño con una música agradable.<br />
Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara<br />
a cubrirse de manchas de musgo, una
mata de campanillas, de esas campanillas azules<br />
con un disco de carmín en el fondo que tanto me<br />
gustaban, crecería a su lado enredándose por entre<br />
sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y<br />
transparentes, que no sé por qué misterio tienen la<br />
forma de un corazón: los insectos de oro con alas<br />
de luz, cuyo zumbido convida a dormir en la calurosa<br />
siesta, vendrían a revolotear en torno de sus<br />
cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción<br />
de la humedad y los años, sería preciso descorrer<br />
un cortinaje de verdura. Pero ¿para qué leer mi<br />
nombre? ¿Quién no sabría que yo descansaba allí?<br />
Algún desconocido admirador de mis versos plantaría<br />
un laurel que descollando altivo entre los otros<br />
árboles, hablase a todos de mi gloria; y ya una mujer<br />
enamorada que halló en mis cantares un rasgo<br />
de esos extraños fenómenos del amor que sólo las<br />
mujeres saben sentir y los poetas descifrar, ya un<br />
joven que se sintió inflamado con el sacro fuego que<br />
hervía en mi mente, y a quien mis palabras revelaron<br />
nuevos mundos de la inteligencia, hasta entonces<br />
para él ignotos, o un extranjero que vino a Sevilla<br />
llamado por la fama de su belleza y los recuerdos<br />
que en ella dejaron sus hijos, echaría una flor sobre<br />
mi tumba, contemplándola un instante con tierna<br />
emoción, con noble envidia o respetuosa curiosidad;
a la mañana, las gotas del rocío resbalarían como<br />
lágrimas sobre su superficie.<br />
Después de remontado el Sol, sus rayos la<br />
dorarían, penetrando tal vez en la tierra y abrigando<br />
con su dulce calor mil huesos. En la tarde y a la<br />
hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando<br />
el horizonte de fuego, la árabe torre y los<br />
muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen<br />
la corriente del río en un ligero bote que deja<br />
en pos una inquieta línea de oro, dirían al ver aquel<br />
rincón de verdura donde la piedra blanqueada al pie<br />
de los árboles: «allí duerme el poeta». Y cuando él<br />
gran Betis dilatarse sus riberas hasta los montes;<br />
cuando sus alteradas ondas cubriendo el pequeño<br />
valle, subiese hasta la mitad del tronco de los álamos,<br />
las ninfas que viven ocultas en el fondo de sus<br />
palacios, diáfanos y transparentes, vendrían a agruparse<br />
alrededor de mi tumba: yo sentiría la frescura<br />
y el rumor del agua agitada por sus juegos; sorprendería<br />
el secreto de sus misteriosos amores;<br />
sentiría tal vez la ligera huella de sus pies de nieve<br />
al resbalar sobre el mármol en una danza cadenciosa,<br />
oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente<br />
se oyen las palabras y los sonidos de una<br />
manera confusa, el armonioso coro de sus voces<br />
juveniles y las notas de sus liras de cristal.
Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y<br />
a tan poco se limitaban entonces mis deseos! Pasados<br />
algunos años, luego que hube salido de mi<br />
ciudad querida; después de mis ideas tomaron poco<br />
a poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de<br />
idilios, de ninfas, de poesías y de flores, comenzó a<br />
remontarse a épocas distantes, complaciéndose en<br />
vestir con sus galas las dramáticas escenas de la<br />
historia, fingiendo un marco de oro para cada uno<br />
de sus cuadros y haciendo un pedestal para cada<br />
uno de sus personajes volví a soñar, y, como en las<br />
comedias de magia, nuevas decoraciones de fantasía<br />
sustituyeron a las antiguas y la vara mágica<br />
del deseo hizo posible en la mente nuevos absurdos.<br />
¡Cuántas veces, después de haber discurrido<br />
por las anchurosas naves de alguna de nuestras<br />
inmensas catedrales góticas, o de haberme sorprendido<br />
la noche en uno de esos imponentes y<br />
severos claustros de nuestras históricas abadías, he<br />
vuelto a sentir inflamada mi alma con la idea de la<br />
gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la<br />
del poeta! Yo hubiera querido ser un rayo de la guerra,<br />
haber influido poderosamente en los destinos<br />
de mi patria, haber dejado en sus leyes y sus costumbres<br />
la profunda huella de mi paso; que mi
nombre resonase unido, y como personificándola, a<br />
alguna de sus grandes revoluciones, y luego, satisfecha<br />
mi sed de triunfos y de estrépito, caer en un<br />
combate, oyendo como el último rumor del mundo el<br />
agudo clamor de la trompetería de mis valerosas<br />
huestes para ser conducido sobre el pavés, envuelto<br />
en los pliegues de mi destrozada bandera, emblema<br />
de cien victorias, a encontrar la paz del sepulcro<br />
en el fondo de uno de esos claustros santos,<br />
donde viven el eterno silencio y al que los siglos<br />
prestan su majestad y su color misterioso e indefinible.<br />
Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y<br />
puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran,<br />
asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por<br />
allá uno de esos monstruos alados, engendro de la<br />
imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra<br />
mi sepulcro: a su alrededor, y debajo de calados<br />
doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados<br />
y los mártires con sus miembros de hierro y sus<br />
emblemáticos atributos, parecerían santificarle con<br />
su presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de<br />
su fantástica y blanca armadura velarían día y noche<br />
de hinojos a sus costados; y mientras que mi<br />
estatua de alabastro riquísimo y transparente, con<br />
arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un<br />
león a los pies, dormiría majestuosa sobre el túmu-
lo, los ángeles que envueltos en largas túnicas y<br />
con un dedo en los labios, sostuviesen el cojín sobre<br />
que descansaba mi cabeza, parecerían llamar<br />
con sus plegarias a las santas visiones de oro que<br />
llenan el desconocido sueño de la muerte de los<br />
justos, defendiéndome con sus alas de los terrores<br />
y de las angustias de una pesadilla eterna.<br />
En los huecos de la urna y entre un sinnúmero<br />
de arcos con caireles y grumos de hojas de<br />
trébol, rosetas caladas, haces de columnillas y esas<br />
largas procesiones de plañideras que, envueltas en<br />
sus mantos de piedra, andan, al parecer, en torno<br />
del monumento llorando con llanto sin gemidos, se<br />
verían mis escudos triangulares soportados, por<br />
reyes de armas con sus birretes y sus blasonadas<br />
casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos<br />
colores, merced a un hábil iluminador, las bandas<br />
de oro, las estrellas, los veros y los motes heráldicos<br />
cor una larga inscripción en esa letra gótica,<br />
estrecha y puntiaguda, donde el curioso, lleno de<br />
hondo respeto, leería con pena, y casi descifrándolos,<br />
mi nombre, mis títulos y mi gloria. Allí, rodeado<br />
de esa atmósfera de majestad que envuelve a todo<br />
lo grande, sin que turbara mi reposo más que el<br />
agudo chillido de una de esas aves nocturnas de<br />
ojos redondos y fosfóricos que acaso viniera a ani-
dar entre los huecos del arco, viviría todo lo que<br />
vive un recuerdo histórico y glorioso unido a una<br />
magnífica obra de arte; y en la noche, cuando un<br />
furtivo rayo de luna dibujase en el pavimento del<br />
claustro los severos perfiles de las ojivas; cuando<br />
sólo se oyesen los gemidos del aire extendiéndose<br />
de eco en eco por sus inmensas bóvedas; después<br />
de haberse perdido la última vibración de la campana<br />
que toca la queda, mi estatua, en la que habría<br />
algo de lo que yo fui, un poco de ese soplo que<br />
anima el barro encadenado por un fenómeno incomprensible<br />
al granito, ¡quién sabe si se levantarla<br />
de su lecho de piedra para discurrir por entre aquellas<br />
gigantes arcadas con los otros guerreros que<br />
tendrían su sepultura por allí cerca, con los prelados<br />
revestidos de sus capas pluviales y sus mitras, y<br />
esas damas de largo brial y plegagados monjiles<br />
que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las<br />
urnas de mármol en los más oscuros ángulos de los<br />
templos!...<br />
Desde que, impresionada la imaginación<br />
por la vaga melancolía o la imponente hermosura<br />
de un lugar cualquiera, se lanzaba a construir con<br />
fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos,<br />
último albergue de mis mortales despojos, hasta<br />
el punto aquel en que, sentado al pie de la humil-
de tapia del cementerio de una aldea oscura, parecía<br />
como que se reposaba mi espíritu en su honda<br />
calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad de<br />
las cosas, ¡qué revolución tan radical y profunda no<br />
se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades<br />
silenciosas no han pasado por mi frente;<br />
cuántas ilusiones no se han secado en mi alma; a<br />
cuántas historias de poesía no les he hallado una<br />
repugnante vulgaridad en el último capítulo! Mi corazón,<br />
a semejanza de nuestro Globo, era como<br />
una masa incandescente y líquida, que poco a poco<br />
se va enfriando y endureciendo. Todavía queda<br />
algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez<br />
sale a la superficie. Las palabras amor, gloria, poesía<br />
no me suenan al oído como me sonaban antes.<br />
¡Vivir!... Seguramente que deseo vivir, porque la<br />
vida, tomándola tal como es sin exageraciones ni<br />
engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero<br />
vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos,<br />
sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad<br />
de la planta que tiene a la mañana su gota de<br />
rocío y su rayo de sol; después un poco de tierra<br />
echada con respeto y que no apisonen y pateen los<br />
que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y<br />
floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un<br />
cardo silvestre y alguna yerba que me cubra con su
manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva<br />
para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los<br />
huesos.<br />
He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono:<br />
ser un comparsa en la inmensa comedia de la<br />
Humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto,<br />
meterme entre bastidores sin que me silben ni me<br />
aplaudan, sin que nadie se dé cuenta siquiera de mi<br />
salida.<br />
No obstante esta profunda indiferencia, se<br />
me resiste el pensar que podrían meterme preso en<br />
un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón<br />
de azúcar en uno de los huecos de la estantería de<br />
una sacramental, para esperar allí la trompeta del<br />
Juicio, como empapelado, detrás de una lápida con<br />
una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e<br />
indicando precisamente, el día y la hora de mi nacimiento<br />
y de mi muerte. Esta profunda e instintiva<br />
preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi<br />
parte, a casi todas las que he ido abandonando en<br />
el curso de los años, pero, al paso que voy, probablemente<br />
mañana no existirá tampoco; y entonces<br />
me será tan igual que me coloquen debajo de una<br />
pirámide egipcia, como que me aten una cuerda a<br />
los pies y me echen a un barranco como a un perro.
Ello es que cada día voy creyendo más que<br />
de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni<br />
un átomo aquí.
Carta cuarta<br />
Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí<br />
se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido últimamente<br />
una nueva e inesperada variación, cosa, a la<br />
verdad, poco extraña a estas alturas, donde la<br />
proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como<br />
a los espectadores de una comedia de magia,<br />
embobados y suspensos con el rápido mudar de las<br />
decoraciones y de las escenas. A las alternativas de<br />
frío y de calor, de aires y de bochorno de una primavera,<br />
que en cuanto a desigual y caprichosa<br />
nada tiene que envidiar a la que disfrutan ustedes<br />
en la coronada villa, ha sucedido un tiempo constante,<br />
sereno y templapo. Merced a estas circunstancias<br />
y a encontrarme bastante mejor de las dolencias<br />
que, cuando no me imposibilitan del todo,<br />
me quitan por lo menos el gusto para las largas<br />
expediciones, he podido dar una gran vuelta por<br />
estos contornos y visitar los pintorescos lugares del<br />
Somontano. Fuera del camino, ya trepando de roca<br />
en roca, ya siguiendo el curso de alguna huella o las<br />
profundidades de una cañada, he vagado tres o<br />
cuatro días de un punto a otro por donde me llamaban<br />
el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado,<br />
una senda quebrada, una punta al parecer inaccesible.
No pueden ustedes figurarse el botín de<br />
ideas e impresiones que, para enriquecer la imaginación,<br />
he recogido en esta vuelta por un país virgen<br />
aún y refractario a las innovaciones civilizadoras.<br />
Al volver al monasterio, después de haberme<br />
detenido aquí para recoger una tradición oscura de<br />
boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos<br />
datos sobre el origen de un lugar o la fundación<br />
de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz al contorno<br />
de una casuca medio árabe, medio bizantina,<br />
un recuerdo de las costumbres o un tipo perfecto de<br />
los habitantes, no he podido menos de recordar el<br />
antiguo y manoseado símil de las abejas que andan<br />
revoloteando de flor en flor y vuelven a su colmena<br />
cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían<br />
hacer con frecuencia algo de esto mismo. Sólo<br />
así podríamos recoger la última palabra de una<br />
época que se va, de la que sólo quedan hoy algunos<br />
rastros en los más apartados rincones de nuestras<br />
provincias, y de la que apenas restará mañana<br />
un recuerdo confuso.<br />
Yo tengo fe en el porvenir: me complazco<br />
en asistir mentalmente a esa inmensa e irresistible<br />
invasión de las nuevas ideas que van transformando<br />
poco a poco la faz de la Humanidad, que merced<br />
a sus extraordinarias invenciones fomentan el co-
mercio de la inteligencia, estrechan el vínculo de los<br />
países, fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades,<br />
y borrando, por decirlo así, las preocupaciones<br />
y las distancias, hacen caer unas tras otras<br />
las barreras que separan a los pueblos. No obstante,<br />
sea cuestión de poesía, sea que es inherente a<br />
la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que<br />
parece y volver los ojos con cierta triste complacencia<br />
hacia lo que ya no existe, ello es que en el fondo<br />
de mi alma consagro como una especie de culto,<br />
una veneración profunda a todo lo que pertenece al<br />
pasado, y las poéticas tradiciones, las derruidas<br />
fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España,<br />
tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa<br />
vaguedad misteriosa de la puesta del sol de un día<br />
espléndido, cuyas horas, llenas de emociones,<br />
vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores<br />
y de luz, antes de sepultarse en las tinieblas en que<br />
se han de perder para siempre.<br />
Cuando no se conocen ciertos períodos de<br />
la Historia más que por la incompleta y descarnada<br />
relación de los enciclopedistas, o por algunos restos<br />
diseminados como los huesos de un cadáver, no<br />
pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero<br />
fondo del cuadro en que estaban colocadas,<br />
suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimien-
to de desdeñosa lástima o un espíritu de aversión<br />
intransigente; pero si se penetra, merced a un estudio<br />
concienzudo, en algunos de sus misterios, si se<br />
ven los resortes de aquella gran máquina que hoy<br />
juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced a<br />
un supremo esfuerzo de la fantasía ayudada por la<br />
erudición y el conocimiento de la época, se consigue<br />
condensar en la mente algo de aquella atmósfera<br />
de arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el<br />
ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de<br />
su múltiple organización, en que las partes relacionadas<br />
entre sí correspondían perfectamente al todo,<br />
y en que los usos, las leyes, las ideas y las aspiraciones<br />
se encontraban en una armonía maravillosa.<br />
No es esto decir que yo desee para mí ni para nadie<br />
la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no<br />
tiene razón de ser nuevamente, y no será.<br />
Lo único que yo desearía es un poco de<br />
respetuosa atención para aquellas edades, un poco<br />
de justicia para los que lentamente vinieron preparando<br />
el camino por donde hemos llegado hasta<br />
aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada<br />
por nuestra ingratitud e incuria. La misma certeza<br />
que tengo de que nada de lo que desapareció ha de<br />
volver, y que en la lucha de las ideas, las nuevas<br />
han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar
cuanto con ellas le relaciona con algo de esa piedad<br />
que siente hacia el vencido un vencedor generoso.<br />
En este sentimiento hay también un poco de egoísmo.<br />
La vida de una nación, a semejanza de la del<br />
hombre, parece como que se dilata con la memoria<br />
de las cosas que fueron y a medida que es más viva<br />
y más completa su imagen, es más real esa segunda<br />
existencia del espíritu en lo pasado, existencia<br />
preferible y más positiva tal vez que la del punto<br />
presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será,<br />
puede aprovecharse la inteligencia para sus altas<br />
especulaciones: ¿qué nos resta, pues, de nuestro<br />
dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido?<br />
Por eso al contemplar los destrozos causados por la<br />
ignorancia, el vandalismo o la envidia durante nuestras<br />
últimas guerras; al ver todo lo que en objetos<br />
dignos de estimación, en costumbres peculiares y<br />
primitivos recuerdos de otras épocas, se ha extraviado<br />
y puesto en desuso de sesenta años a esta<br />
parte; lo que las exigencias de la nueva manera de<br />
ser social trastornan y desencajan; lo que las necesidades<br />
y las aspiraciones crecientes desechan u<br />
olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera<br />
de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido<br />
o el desdén de lo que a fines del siglo pasado<br />
pudieron aún recoger para transmitírnoslas íntegras
las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando<br />
detenidamente nuestra vieja España, cuando<br />
aún estaban de pie los monumentos testigos de<br />
sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la<br />
vida interna quedaban huellas perceptibles de su<br />
carácter.<br />
Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin<br />
embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez<br />
nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra<br />
ignorancia o nuestra culpable apatía para trasmitirles<br />
siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su<br />
patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo<br />
haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones<br />
que contentarse y satisfacer su ansia de conocer<br />
el pasado con las ideas más o menos aproximadas<br />
de algún nuevo Cuvier de la arqueología,<br />
que partiendo de algún mutilado resto o una vaga<br />
tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no<br />
hay duda: el prosaico rasero de la civilización va<br />
igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso<br />
tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las<br />
provincias con las provincias, las naciones con las<br />
naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A<br />
medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos,<br />
que el ferrocarril se extiende, la industria se<br />
acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización
invade nuestro país, van desapareciendo de él sus<br />
rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales,<br />
sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la<br />
inflexible línea recta, sueño dorado de todas las<br />
poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las<br />
caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos,<br />
tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra:<br />
de un retablo al que vivía unida una tradición,<br />
no queda aquí más que el nombre escrito en el<br />
azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico con<br />
sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye<br />
más allá una manzana de casas a la moderna;<br />
las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo<br />
perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las<br />
ciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallas<br />
fenicias, romanas, godas o árabes.<br />
¿Dónde están los canceles y las celosías<br />
morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los<br />
aleros salientes de maderas labradas, los balcones<br />
con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas<br />
de vidrio, los muros de los jardines por donde<br />
rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los<br />
carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios<br />
de los templos? El albañil, armado de su impacable<br />
piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los<br />
puntiagudos tejados o demuele los moriscos mira-
dores, y mientras el brochista roba a los muros el<br />
artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos<br />
de cal y almagra, el arquitecto los embellece<br />
a su modo con carteles de yeso y cariátides<br />
de escayola, dejándolos más vistosos que una caja<br />
de dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde<br />
justaban los galanes, las piadosas ermitas albergue<br />
de los peregrinos, o el castillo hospitalario para<br />
el que llamaba de paz a sus puertas. Las almenas<br />
caen unas tras otras de lo alto de los muros y van<br />
cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un<br />
trozo de granito informe, y el arado abre un profundo<br />
surco en el patio de armas. El traje característico<br />
del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del<br />
rincón de su provincia: las fiestas peculiares de<br />
cada población comienzan a encontrarse, ridículas<br />
o del mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos<br />
usos caen en olvido, la tradición se rompe y<br />
todo lo que no es nuevo se menosprecia.<br />
Estas innovaciones tienen su razón de ser,<br />
y por tanto no seré yo quién las anatematice. Aunque<br />
me entristece el espectáculo de esa progresiva<br />
destrucción de cuanto trae a la memoria épocas<br />
que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya<br />
nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo seguir su<br />
curso y completar sus inevitables revoluciones, co-
mo dejamos a nuestras mujeres o a nuestras hijas<br />
que arrinconen en un desván los trastos viejos de<br />
nuestros padres para sustituirlos con muebles modernos<br />
y de más buen tono; pero ya que ha llegado<br />
la hora de la gran transformación, ya que la sociedad<br />
animada de un nuevo espíritu se apresura a<br />
revestirse de una nueva forma, debíamos guardar,<br />
merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros<br />
artistas, la imagen de todo eso que va a desaparecer,<br />
como se guarda después que muere el<br />
retrato de una persona querida. Mañana, al verlo<br />
todo constituido de una manera diversa, al saber<br />
que nada de lo que existe existía hace algunos siglos,<br />
se preguntarán los que vengan detrás de nosotros<br />
de qué modo vivían sus padres, y nadie<br />
sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores<br />
de localidad, ciertas costumbres, el influjo de<br />
determinadas ideas en el espíritu de una generación,<br />
que tan perfectamente reflejaran sus adelantos<br />
y sus aspiraciones, leerán la Historia sin saberla<br />
explicar; y verán moverse a nuestros héroes nacionales<br />
con la estupefacción con que los muchachos<br />
ven moverse a una marioneta sin saber los resortes<br />
a que obedece.<br />
A mí me hace gracia observar cómo se afanan<br />
los sabios, qué grandes cuestiones enredan y
con qué exquisita diligencia se procuran los datos<br />
acerca de las más insignificantes particularidades<br />
de la vida doméstica de los egipcios o los griegos,<br />
en tanto que se ignoran los más curiosos pormenores<br />
de nuestras costumbres propias; cómo se remontan<br />
y se pierden de inducción en inducción, por<br />
entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas<br />
o sánscritas, en busca del origen de las palabras,<br />
en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante:<br />
el origen de las ideas.<br />
En otros países más adelantados que el<br />
nuestro, y donde, por consiguiente, el ansia de las<br />
innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente,<br />
se deja ya sentir la reacción en sentido favorable<br />
a este género de estudios; y aunque tarde,<br />
para que sus trabajos den el fruto que se debió<br />
esperar, la Edad Media y los períodos históricos que<br />
más de cerca se encadenan con el momento actual,<br />
comienzan a ser estudiados y comprendidos. Nosotros<br />
esperaremos regularmente a que se haya borrado<br />
la última huella para empezar a buscarla. Los<br />
esfuerzos aislados de algún que otro admirador de<br />
esas cosas, poco o casi nada pueden hacer. Nuestros<br />
viajeros son en muy corto número, y por lo regular<br />
no es su país el campo de sus observaciones.<br />
Aunque así no fuese, una excursión por las capita-
les, hoy que en su gran mayoría están ligadas con<br />
la gran red de vías férreas, escasamente lograría<br />
llenar el objeto de los que desean hacer un estudio<br />
de esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados,<br />
vagar al acaso de un lugar en otro, dormir medianamente<br />
y no comer mejor; es preciso fe y verdadero<br />
entusiasmo por la idea que se persigue para<br />
ir a buscar los tipos originales, las costumbres primitivas<br />
y los puntos verdaderamente artísticos a los<br />
rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia,<br />
y de donde poco a poco los van desalojando la<br />
invasora corriente de la novedad y los adelantos de<br />
la civilización. Todos los días vemos a los Gobiernos<br />
emplear grandes sumas en enviar gentes que<br />
no sin peligros y dificultades recogen en lejanos<br />
países, bichitos, florecitas y conchas.<br />
Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos,<br />
no dejo de conocer la verdadera importancia<br />
que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia<br />
moral, ¿por qué ha de dejarse en un inexplicable<br />
abandono? ¿Por qué al mismo tiempo que se recogen<br />
los huesos de un animal antediluviano no se<br />
han de recoger las ideas de otros siglos traducidas<br />
en objetos de arte y usos extraños, diseminados<br />
acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho<br />
mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones,
de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes<br />
pintorescos, de costumbres características animadas<br />
y revestidas de esa vida que presta a cuanto<br />
toca una pluma inteligente o un lápiz diestro, ¿no<br />
creen ustedes, como yo, que sería de grande utilidad<br />
para los estudios particulares y verdaderamente<br />
filosóficos de un período cualquiera de la Historia?<br />
Verdad que nuestro fuerte no es la Historia. Si algo<br />
hemos de saber en este punto casi siempre se ha<br />
de tomar algún extranjero el trabajo de decírnoslo<br />
del modo que a él mejor le parece. Pero ¿por qué<br />
no se ha de abrir este ancho campo a nuestros escritores,<br />
facilitándoles el estudio y despertando y<br />
fomentando su afición? Hartos estamos de ver en<br />
obras dramáticas, en novelas que se llaman históricas<br />
y cuadros que llenan nuestras exposiciones,<br />
asuntos localizados en este o el otro período de un<br />
siglo cualquiera, y que, cuando más, tienen de ellos<br />
un carácter muy dudoso y susceptible de severa<br />
crítica, si los críticos a su vez no supieran en este<br />
punto lo mismo o menos que los autores y artistas a<br />
quienes han de juzgar.<br />
Las colecciones de trajes y muebles de<br />
otros países, los detalles que acerca de costumbres<br />
de remotos tiempos se hallan en las novelas de<br />
otras naciones, o lo poco o mucho que nuestros
pensionados aprenden relativo a otros tipos históricos<br />
y otras épocas, nunca son idénticos ni tienen un<br />
sello especial; son las únicas fuentes donde bebe<br />
su erudición y forma su conciencia artística la mayoría.<br />
Para remediar este mal, muchos medios<br />
podrían proponerse más o menos eficaces, pero<br />
que al fin darían algún resultado ventajoso. No es<br />
mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia,<br />
el trazar un plan detallado y minucioso que,<br />
como la mayor parte de los que se trazan, no llegue<br />
a realizarse nunca. No obstante, en esta o la otra<br />
forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus<br />
estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el<br />
Gobierno debía fomentar la organización periódica<br />
de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias.<br />
Estas expediciones, compuestas de grupos<br />
de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente<br />
recogerían preciosos materiales para obras de<br />
grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus<br />
observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad<br />
artística, en ese comercio de ideas tan continuamente<br />
relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos<br />
serían un verdadero arsenal de datos, ideas<br />
y descripciones útiles para todo género de estudios.<br />
Además de la ventaja inmediata que reportaría<br />
esta especie de inventario artístico e histórico
de todos los restos de nuestra pasada grandeza,<br />
¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla<br />
de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada<br />
en el alma de la generación joven, donde iría<br />
germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir?<br />
Ya que el impulso de nuestra civilización, de<br />
nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra<br />
literatura viene del Extranjero, ¿por qué no se ha<br />
de procurar modificarlo poco a poco, haciéndolo<br />
más propio y más característico con esa levadura<br />
nacional?...<br />
Como introducción al rápido bosquejo de<br />
uno de esos tipos originales de nuestro país, que he<br />
podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a<br />
apuntar de pasada y a manera de introducción algunas<br />
reflexiones acerca de la utilidad de este<br />
género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde, la<br />
pluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con que<br />
para introducción es esto muy largo, si bien ni por<br />
sus dimensiones y su interés parece bastante para<br />
formar artículo de por sí. De todos modos, allá van<br />
estas cuartillas, valgan por lo que valieren: que si<br />
alguien de más conocimientos e importancia, una<br />
vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión<br />
para que fructifique, no serán perdidas del<br />
todo. Yo, entretanto, voy a trazar un tipo bastante
original y que desconfío de poder reproducir. Ya que<br />
no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré<br />
al éxito de la predicación con el ejemplo.
Carta quinta<br />
Queridos amigos: Entre los muchos sitios<br />
pintorescos y llenos de carácter que se encuentran<br />
en la antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado<br />
es sin duda alguna el más original y digno de<br />
estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo<br />
que todo lo destruye o altera. Al verse en mitad<br />
de aquel espacio de forma irregular y cerrado por<br />
lienzos de edificios a cual más caprichoso y vetusto,<br />
nadie diría que nos hallamos en pleno siglo XIX,<br />
siglo amante de la novedad por excelencia, siglo<br />
aficionado hasta la exageración a lo flamante, lo<br />
limpio y lo uniforme. Hay cosas que son más para<br />
vistas que para trasladadas al lienzo, siquiera el que<br />
lo intente sea un artista consumado, y esta plaza es<br />
una de ellas. Adonde no alcanza, pues, ni la paleta<br />
del pintor con sus infinitos recursos, ¿cómo podrá<br />
llegar mi pluma sin más medios que la palabra, tan<br />
pobre, tan insuficiente para dar idea de lo que es<br />
todo un efecto de líneas, de claroscuro, de combinación<br />
de colores, de detalles que se ofrecen juntos<br />
a la vista, de rumores y sonidos que se perciben a<br />
la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de<br />
movimiento que no cesa, de luz que hiere, de ruido<br />
que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples manifestaciones,<br />
imposibles de sorprender con sus infini-
tos accidentes ni aun merced a la cámara fotográfica?<br />
Cuando se acomete la difícil empresa de descomponer<br />
esa extraña armonía de la forma, el color<br />
y el sonido; cuando se intenta dar a conocer sus<br />
pormenores, enumerando unas tras otras las partes<br />
del todo; la atención se fatiga, el discurso se embrolla<br />
y se pierde por completo la idea de la íntima relación<br />
que estas cosas tienen entre sí, el valor que<br />
mutuamente se prestan al ofrecerse reunidas a la<br />
mirada del espectador, para producir el efecto del<br />
conjunto, que es, a no dudarlo, su mayor atractivo.<br />
Renuncio, pues, a describir el panorama del<br />
mercado con sus extensos soportales, formados de<br />
arcos macizos y redondos sobre los que gravitan<br />
esas construcciones voladas tan propias del siglo<br />
XVI, llenas de tragaluces circulares; de rejas de<br />
hierro labradas a martillo, de balcones imposibles<br />
de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y<br />
de canes de madera, ya medio podrida y cubierta<br />
de polvo, que deja ver a trechos el costoso entalle,<br />
muestra de su primitivo esplendor.<br />
Los mil y mil accidentes pintorescos que a<br />
la vez cautivan el ánimo y llaman la vista como reclamando<br />
la prioridad de la descripción; las dobles<br />
hileras de casuquillas de extraño contorno y extra-
vagantes proporciones, éstas altas y estrechas como<br />
un castillo, aquéllas chatas y agazapadas entre<br />
el ángulo de un templo y los muros de un palacio<br />
como una verruga de argamasa y escombros; los<br />
recortados lienzos de edificios con un remiendo<br />
moderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad,<br />
un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo<br />
de una mercería, un retablillo con una imagen de la<br />
Purísima y su farol ahumado y diminuto, o el retorcido<br />
tronco de una vid que sale del interior por un<br />
agujero practicado en la pared y sube hasta sombrear<br />
con un toldo de verdura el alféizar de un ajimez<br />
árabe, confundidos y entremezclados en mi<br />
memoria con el recuerdo de la monumental fachada<br />
de la casa-ayuntamiento, con sus figuras colosales<br />
de granito, sus molduras de hojarasca, sus frisos<br />
por donde se extiende una larga y muda procesión<br />
de guerreros de piedra, precedidos de timbales y<br />
clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y fuertes<br />
y sus blasones soportados por ángeles y grifos<br />
rampantes, forman en mi cabeza un caos tan difícil<br />
de desembrollar en este momento, que si ustedes<br />
con su imaginación no hacen en él la luz y lo ordenan,<br />
y colocan a su gusto todas estas cosas que yo<br />
arrojo a granel sobre las cuartillas, las figuras de mi<br />
cuadro se quedarán sin fondo, los actores de mi
comedia se agitarán en un escenario sin decoración<br />
ni acompañamiento.<br />
Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos<br />
datos y como mejor les plazca, el mercado de Tarazona:<br />
figúrense ustedes que ven por aquí cajones<br />
formados de tablas y esteras, tenduchos levantados<br />
de improviso con estacas y lienzos, mesillas cojas y<br />
contrahechas, bancos largos y oscuros, y por allá<br />
cestos de frutas que ruedan hasta el arroyo, montones<br />
de hortalizas frescas y verdes, rimeros de panes<br />
blancos y rubios, trozos de carne que cuelgan<br />
de garfios de hierro, tenderentes de ollas, pucheros<br />
y platos, guirnaldas de telas de colorines, pañuelos<br />
de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas<br />
de cáñamo que engalanan los soportales, sujetos<br />
con cordeles de columna a columna, y figúrense<br />
ustedes circulando por medio de ese pintoresco<br />
cúmulo de objetos, producto de la atrasada agricultura<br />
y la pobre industria de este rincón de España,<br />
una multitud abigarrada de gentes que van y vienen<br />
en todas direcciones, paisanos con sus mantas de<br />
rayas, sus pañuelos rojos unidos a las sienes, su<br />
faja morada y su calzón estrecho, mujeres de los<br />
lugares circunvecinos con sayas azules, verdes,<br />
encarnadas y amarillas; por este lado un señor antiguo,<br />
de los que ya sólo aquí se encuentran, con su
calzón corto, su media de lana oscura y su sombrero<br />
de copa; por aquél un estudiante con sus manteos<br />
y su tricornio, que recuerdan los buenos tiempos<br />
de Salamanca, y chiquillos que corren y vocean,<br />
caballerías que cruzan, vendedores que pregonan,<br />
una interjección característica por acá, los desaforados<br />
gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto<br />
y confundido con ese rumor sin nombre que<br />
se escapa de las reuniones populares, donde todos<br />
hablan, se mueven y hacen ruido a la vez, mientras<br />
se codean, avanzan, retroceden, empujan o resisten,<br />
llevados por el oleaje de la multitud.<br />
La primera vez que tuve ocasión de presenciar<br />
este espectáculo lleno de animación y de vida,<br />
perdido entre los numerosos grupos que llenaban la<br />
plaza de un extremo a otro, apenas pude darme<br />
cuenta exacta de lo que sucedía a mi alrededor. La<br />
novedad de los tipos, los trajes y las costumbres; el<br />
extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas,<br />
encajonadas unas entre dos pilares de mármol,<br />
otras bajo un arco severo e imponente, o levantadas<br />
al aire libre sobre tres o cuatro palitroques; hasta el<br />
pronunciado y especial acento de los que voceaban<br />
pregonando sus mercancías, nuevo completamente<br />
para mí, eran causa más que bastante a producirme<br />
ese aturdimiento que hace imposible la percepción
detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas,<br />
vagando de un punto a otro sin cesar un momento,<br />
no tenían ni voluntad propia para fijarse en un sitio.<br />
Así estuve cerca de una hora cruzando en todos<br />
sentidos la plaza, a la que, por ser día de fiesta y<br />
uno de los más clásicos de mercado, había acudido<br />
más gente que de costumbre, cuando en uno de<br />
sus extremos y cerca de una fuente donde unos<br />
lavaban las verduras, otros recogían agua en un<br />
cacharro o daban de beber a sus caballerías, distinguí<br />
un grupo de muchachas que, en su original y<br />
airoso atavío, en sus maneras y hasta en su particular<br />
modo de expresarse, conocí que sería de alguno<br />
de los pueblos de las inmediaciones de Tarazona,<br />
donde más puras y primitivas se conservan las antiguas<br />
costumbres y ciertos tipos del Alto Aragón. En<br />
efecto, aquellas muchachas, cuya fisonomía especial,<br />
cuya desenvoltura varonil, cuyo lenguaje mezclado<br />
de las más enérgicas interjecciones, contrastaba<br />
de un modo notable con la expresión de ingenua<br />
sencillez de sus rostros, con su extremada juventud<br />
y con la inocencia que descubren a través<br />
del somero barniz de malicia de su alegre dicharacheo,<br />
se distinguían tanto de las otras mujeres de<br />
las aldeas y lugares de los contornos que, como<br />
ellas, vienen al mercado de la ciudad, que desde
luego se despertó en mí la idea de hacer un estudio<br />
más detenido de sus costumbres, enterándome del<br />
punto de que procedían y el género de tráfico en<br />
que se ocupaban.<br />
So pretexto de ajustar una carga de leña de<br />
las varias que tenían sobre algunos borriquillos pequeños,<br />
huesosos y lanudos, trabé conversación<br />
con una de las que me parecieron más juiciosas y<br />
formales, mientras las otras nos aturdían con sus<br />
voces, sus risotadas o sus chistes, pues es tal la<br />
fama de alegres y decidoras que tienen entre las<br />
gentes de la ciudad, que no hay seminarista desocupado<br />
o zumbón que al pasar no les diga alguna<br />
cosa, seguro de que no ha de faltarles una ocurrencia<br />
oportuna y picante para responderles.<br />
Mi conversación, en la que por incidencia<br />
toqué dos o tres puntos de los que deseaba aclarar,<br />
fue por lo tanto todo lo insuficiente que, dadas las<br />
condiciones del sitio y de mis interlocutoras, se podía<br />
presumir. Supe, no obstante, que eran de Añón,<br />
pueblecito que dista unas tres horas de camino de<br />
Tarazona y que, en mis paseos, alrededor de esta<br />
abadía, he tenido ocasión de ver varias veces muy<br />
en lontananza y casi oculto por las gigantescas<br />
ondulaciones del Moncayo, en cuya áspera falda
tiene su asiento, y que su ocupación diaria consistía<br />
en ir y venir desde su aldea a la ciudad, donde traían<br />
un pequeño comercio con la leña que en gran<br />
abundancia les suministran los montes, entre los<br />
cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas<br />
y unidas a las que después pude adquirir por<br />
el dueño del parador en que estuve los dos o tres<br />
días que permanecí en Tarazona, en aquella ocasión<br />
sólo sirvieron para avivar mi deseo de conocer<br />
más a fondo las costumbres de este tipo particular<br />
de mujeres, en las que desde luego llaman la atención<br />
sus rasgos de belleza nada comunes y su aire<br />
resuelto y gracioso.<br />
Esto aconteció hará cosa de tres o cuatro<br />
meses, en el intervalo de los cuales, todas las mañanas,<br />
antes de salir el sol, y confundiéndose con la<br />
algarabía de los pájaros, llegaban hasta mi celda,<br />
sacándome a veces de mi sueño, las voces alegres<br />
y sonoras, aunque un tanto desgarradas, de esas<br />
mismas muchachas que, mordiendo un tarugo de<br />
pan negro, cantando a grito herido, e interrumpiendo<br />
su canción para arrear el borriquillo en que conducen<br />
la carga de leña, atraviesan impávidas con<br />
fríos y calores, con nieves o tormentas, las tres leguas<br />
mortales de precipicios y alturas que hay desde<br />
su lugar a Tarazona. Últimamente, como ya dije
a ustedes en mi anterior, el tiempo y mis dolencias,<br />
poniéndose de acuerdo para dar un punto de reposo,<br />
el uno en sus continuas variaciones y las otras<br />
en sus diarias incomodidades, me han permitido<br />
satisfacer en parte la curiosidad, visitando los lugares<br />
del Somontano, entre los que se encuentra<br />
Añón, sin duda alguna el más original por sus costumbres<br />
y el más pintoresco por sus alrededores y<br />
posición topográfica. En mi corta visita a este lugar,<br />
me expliqué perfectamente por qué en el aire y en<br />
la fisonomía de las añoneras hay algo extraordinario,<br />
algo que las particulariza y distingue de entre<br />
todas las mujeres del país. Sus costumbres, su<br />
educación especial y su género de vida, son, en<br />
efecto, diversos de los de aquellos pueblos. Añón,<br />
que en otra época perteneció a los caballeros de<br />
San Juan, cuya Orden mantiene aún en él un priorato,<br />
está situado sobre una altura en el punto en que<br />
comienza el áspero bosque de carrascas que cubre<br />
como una sábana de verdura la base del monte.<br />
Cuando lo tenían por sí los caballeros de la<br />
Orden hospitalaria, debió de ser lugar fuerte y cerrado;<br />
hoy sólo quedan como testigos de su pasado<br />
esplendor las colosales ruinas de un castillo de inmensas<br />
proporciones y algunos lienzos de muro<br />
que ya se esconden, ya aparecen por entre los roji-
zos tejados de las casas que se agrupan en derredor<br />
de estos despojos. Cada uno de los pueblos de<br />
estas cercanías tiene una reducida llanura propia<br />
para el cultivo, sólo Añón, encaramado sobre sus<br />
rocas; sin el recurso siquiera del monte, que ya no<br />
le pertenece, sin otras tierras para sembrar que los<br />
pequeños remansos que forman una de sus laderas<br />
que se degrada en ásperos escalones, necesita<br />
apelar a su genio y a un trabajo rudo y peligroso<br />
para sostenerse. Yo no sabré decir a ustedes si<br />
esto proviene de que los hombres se ocupaban de<br />
muy antiguo en el servicio de los caballeros, por lo<br />
cual tenían abandonadas sus casas al dominio de<br />
las mujeres, o de otra causa cualquiera que yo no<br />
me he podido explicar; ello es que en este pueblo<br />
hay algo de lo que nos refieren las fábulas de las<br />
amazonas o de lo que habrán ustedes tenido ocasión<br />
de ver en la Isla de San Balandrán.<br />
No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje<br />
de serlo tanto cuanto es necesario para justificar<br />
ampliamente estos apelativos; pero la población<br />
femenina se agita tan en primer término, desempeña<br />
un papel tan activo en la vida pública, trabaja y<br />
va y viene de un punto a otro con tal resolución y<br />
desenfado, que puede asegurarse que ella es la<br />
que da el carácter al lugar y la que lo hace conocido
y famoso en veinte leguas a la redonda. En la plaza<br />
de Tarazona, teatro de sus habilidades, en los caminos<br />
que atraviesa cantando, en el monte, a donde<br />
va a buscar furtivamente su mercancía, en las fiestas<br />
del lugar, en cualquier parte que se encuentre, si<br />
una vez se ha visto a una añonera, es imposible<br />
confundirla con las demás aldeanas.<br />
La escasa comunicación que tienen estos<br />
pueblecillos entre sí es el origen de las radicales<br />
diferencias que se notan a primera vista entre los<br />
habitantes, aún de los más próximos. Dentro del<br />
tipo aragonés, que es el general a todos ellos, hay<br />
infinitos matices que caracterizan a cada región de<br />
la provincia, a cada aldea de por sí. El tipo de las<br />
añoneras es uno, con muy leves alteraciones; su<br />
traje, idéntico; sus costumbres y su índole, las mismas<br />
siempre.<br />
Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle,<br />
en el brío con que caminan, en la elasticidad de<br />
sus músculos, en la prontitud de todos sus movimientos,<br />
revelan la fuerza de que están dotadas y la<br />
resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por<br />
el viento y el sol, ofrecen rasgos perfectamente<br />
regulares, mezclándose en ellas con extraña armonía<br />
la volubilidad y ese no sé qué imposible de definir
que constituye la gracia, con esa leve expresión de<br />
la osadía que dilata imperceptiblemente la nariz y<br />
pliega el labio en ademán desdeñoso. Nada más<br />
pintoresco y sencillo a la vez que su traje. Un apretador<br />
de colores vivos les ciñe la cintura y deja ver<br />
la camisa, blanca como la nieve, que se pliega en<br />
derredor del cuello, sobre el que se levanta erguida,<br />
morena y varonil, la cabeza coronada de cabellos<br />
oscuros y abundantes. Una saya corta, airosa y<br />
encarnada o amarilla, les llega justamente hasta el<br />
punto de la pierna en que se atan las abarcas con<br />
un listón negro, que sube serpenteando sobre la<br />
media azul hasta bastante más arriba del tobillo.<br />
Acostumbradas casi desde que nacen a saltar<br />
de roca en roca por entre las quebraduras del<br />
monte, su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos<br />
los habitantes de las montañas, hasta el punto<br />
de que algunas veces da miedo cuando se las mira<br />
atravesar un sendero estrecho que bordea un barranco,<br />
emparejadas con el borriquillo que conduce<br />
la leña, y saltando de una piedra en otra de las que<br />
costean el camino. Así andan las leguas, tal vez en<br />
ayunas, pero siempre riendo, siempre cantando,<br />
siempre de humor para cambiar una cuchufleta con<br />
sus compañeros de viaje. Y no hay miedo de que su<br />
cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, o su
ligero paso se acorte al llegar a lo último de la penosa<br />
jornada; su vista tiene algo de la fijeza e intensidad<br />
de la del águila, acaso porque como ella se ha<br />
acostumbrado a medir indiferente los abismos; sus<br />
miembros endurecidos con la costumbre del trabajo,<br />
soportan las fatigas más rudas sin que el cansancio<br />
los entorpezca un instante.<br />
Sólo de este modo les es posible vivir en<br />
medio de la miseria que las agobia. Cuando la noche<br />
es más oscura; cuando la nieve borra hasta las<br />
lindes de los senderos, cuando supone que los<br />
guardas de los montes del Estado no se atreverán a<br />
aventurarse por aquellas brechas profundas y aquellos<br />
bosques de árboles intrincados y sombríos,<br />
entonces la añonera, desafiando todos los peligros,<br />
adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando<br />
por uno y otro lado los aullidos de los lobos,<br />
sale furtivamente de su lugar. Más bien que baja,<br />
puede decirse que se descuelga de roca en roca<br />
hasta el último valle que lo separa del Moncayo;<br />
armada del hacha penetra en el laberinto de carrascas<br />
oscuras, a cuyo pie nacen espinos y zarzas en<br />
montón, y descargando rudos golpes con una fuerza<br />
y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de<br />
leña, que después oculta para conducirla poco a<br />
poco, primero a su casa y más tarde a Tarazona,
donde recibe por su trabajo material, por los peligros<br />
que afronta y las fatigas que sufre, seis o siete<br />
reales a lo sumo. Francamente hablando, hay en<br />
este mundo desigualdades que asustan.<br />
¿Quién puede sospechar que a la misma<br />
hora en que nuestras grandes damas de la corte se<br />
agrupan en el peristilo del teatro Real, envueltas en<br />
sus calientes y vistosos albornoces, y esperan el<br />
carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones<br />
de seda a su palacio, otras mujeres, hermosas<br />
quizás como ellas, como ellas débiles al<br />
nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza de<br />
un lado a otro para esparcir la nieve que se les<br />
amontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridad<br />
profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen<br />
resonar el bosque con el crujido de los troncos que<br />
caen derribados a los golpes del hacha?<br />
Grandes, inmensas desigualdades existen,<br />
no cabe duda; pero también es cierto que todas<br />
tienen su compensación. Yo he visto levantarse<br />
agitado y dejar escapar un comprimido sollozo a<br />
más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo<br />
he visto más de una altiva frente inclinarse triste y<br />
sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida<br />
diadema de pedrería; en cambio, hoy como
ayer, sigue despertándome el alegre canto de las<br />
añoneras que pasan por delante de las puertas del<br />
monasterio para dirigirse a Tarazona; mañana como<br />
hoy, si salgo al camino o voy a buscarlas al mercado,<br />
las encontraré riendo y en continua broma, felices<br />
con sus seis reales, satisfechas, porque llevarán<br />
un pan negro a su familia, ufanas con la satisfacción<br />
de que a ellas se deben la burda saya que<br />
visten y el bocado de pan que comen.<br />
Dios, aunque invisible, tiene siempre una<br />
mano tendida para levantar por un extremo la carga<br />
que abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera<br />
cumbre de la vida con el pesado fardo de la miseria<br />
al hombro?
Carta sexta<br />
Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres<br />
años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de<br />
Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en<br />
uno de los pueblecillos de estos contornos. Tratábase<br />
del asesinato de una pobre vieja a quien sus<br />
convecinos acusaban de bruja. Últimamente, y por<br />
una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer<br />
los detalles y la historia circunstanciada de un<br />
hecho que se comprende apenas en mitad de un<br />
siglo tan despreocupado como el nuestro.<br />
Ya estaba para acabar el día. El cielo, que<br />
desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso,<br />
comenzaba a oscurecerse a medida que el Sol, que<br />
antes transparentaba su luz a través de las nieblas,<br />
iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver<br />
su famoso castillo como término y remate de mi<br />
artística expedición, dejé a Litago para encaminarme<br />
a Trasmoz, pueblo del que me separa una distancia<br />
de tres cuartos de hora por el camino más<br />
corto. Como de costumbre, y exponiéndome, a<br />
trueque de examinar a mi gusto los parajes más<br />
ásperos y accidentados, a las fatigas y la incomodidad<br />
de perder el camino por entre aquellas zarzas y<br />
peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y
más largo, y lo perdí en efecto, a pesar de las minuciosas<br />
instrucciones de que me pertreché a la salida<br />
del lugar.<br />
Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso<br />
del monte, llevando del diestro la caballería por<br />
entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres<br />
para descubrir la salida del laberinto, ora por<br />
las honduras con la idea de cortar terreno, anduve<br />
vagando al azar un buen espacio de tarde, hasta<br />
que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé<br />
con un pastor, el cual abrevaba su ganado en<br />
el riachuelo que, después de deslizarse sobre un<br />
cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce<br />
allí con un ruido particular que se oye a gran distancia,<br />
en medio del profundo silencio de la Naturaleza<br />
que en aquel punto y a aquella hora parece muda o<br />
dormida.<br />
Pregunté al pastor el camino del pueblo, el<br />
cual, según mis cuentas, no debía de distar mucho<br />
del sitio en que nos encontrábamos, pues, aunque<br />
sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre<br />
en la dirección que me habían indicado. Satisfizo el<br />
buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo, y ya<br />
me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo<br />
con pies y manos y tirando de la caballería
como Dios me daba a entender, por entre unos<br />
pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando<br />
el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una<br />
gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de<br />
la tía Casca, si quería llegar sano y salvo a la cumbre.<br />
La verdad era que el camino, que equivocadamente<br />
había tomado, se hacía cada vez más áspero<br />
y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban<br />
las altísimas rocas, que parecían suspendidas<br />
sobre mi cabeza, y por otra el ruido vertiginoso del<br />
agua que corría profunda a mis pies, y de la que<br />
comenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul,<br />
que se extendía por la cortadura borrando los objetos<br />
y los colores, parecían contribuir a turbar la vista<br />
y conmover el ánimo con una sensación de penoso<br />
malestar que vulgarmente podría llamarse preludio<br />
de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta<br />
donde se encontraba el pastor, y mientras seguíamos<br />
juntos por una trocha que se dirigía al pueblo,<br />
adonde también iba a pasar la noche mi improvisado<br />
guía, no pude menos de preguntarle con alguna<br />
insistencia por qué, aparte de las dificultades que<br />
ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre<br />
por la senda que llamó de la tía Casca.<br />
-Porque antes de terminar la senda -me dijo<br />
con el tono más natural del mundo- tendríais que
costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que<br />
le da su nombre, y en el cual se cuenta que anda<br />
penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni<br />
Dios ni el diablo han querido para suya.<br />
-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido,<br />
aunque, a decir verdad, ya me esperaba una<br />
contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué<br />
diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por<br />
estos andurriales?<br />
-En acosar y perseguir a los infelices pastores<br />
que se arriesgan por esa parte del monte, ya<br />
haciendo ruido entre las matas, como si fuese un<br />
lobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura,<br />
o acurrucándose en las quiebras de las rocas<br />
que están en el fondo del precipicio, desde donde<br />
llama con su mano amarilla y seca a los que van por<br />
el borde, les clava la mirada de sus ojos de búho, y<br />
cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza,<br />
da un gran salto, se les agarra a los pies y pugna<br />
hasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja!<br />
-exclamó después de un momento el pastor tendiendo<br />
el puño crispado hacia las rocas, como<br />
amenazándola-; ¡ah, maldita bruja!, muchas hiciste<br />
en vida y ni aun muerta hemos logrado que nos<br />
dejes en paz; pero no hay cuidado, que a ti y a tu
endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar<br />
una a una, como a víboras.<br />
-Por lo que veo -insistí, después que hubo<br />
concluido su extravagante imprecación-, está usted<br />
muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por<br />
ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me<br />
parece de tanta edad como para haber vivido en el<br />
tiempo en que las brujas andaban todavía por el<br />
mundo.<br />
Al oír estas palabras el pastor, que caminaba<br />
delante de mí para mostrarme la senda, se detuvo<br />
un poco, y fijando en los míos sus asombrados<br />
ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó<br />
con un acento de buena fe pasmosa: -¡Que no le<br />
parezco a usted de edad bastante para haberla<br />
conocido! Pues ¿y si yo le dijera que no hace aún<br />
tres años cabales que con estos mismos ojos, que<br />
se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese<br />
derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos<br />
y de las zarzas un jirón de vestido o de carne,<br />
hasta que llegó al fondo, donde se quedó aplastada<br />
como un sapo que se coge debajo del pie?<br />
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de<br />
la credulidad de aquel pobre hombre- daré crédito a<br />
lo que usted dice, sin objetar palabra; aunque a mí
se me había figurado -añadí recalcando estas últimas<br />
frases para ver el efecto que le hacían- que<br />
todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino<br />
antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.<br />
-Eso dicen los señores de la ciudad, porque<br />
a ellos no les molestan; y, fundados en que todo es<br />
puro cuento, echaron a presidio a algunos infelices<br />
que nos hicieron un bien de caridad a la gente del<br />
Somontano, despeñando a esa mala mujer.<br />
-¿Conque no cayó casualmente ella, sino<br />
que la hicieron rodar que quieras que no? ¡A ver, a<br />
ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe<br />
de ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad<br />
y el asombro suficiente, para que el buen hombre<br />
no maliciase que sólo quería distraerme un rato<br />
oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta<br />
que no me refirió los pormenores del suceso no<br />
hice memoria de que, en efecto, yo había leído en<br />
los periódicos de provincia una cosa semejante. El<br />
pastor, convencido, por las muestras de interés con<br />
que me disponía a escuchar su relato, de que yo no<br />
era uno de esos señores de la ciudad, dispuesto a<br />
tratar de majaderías su historia, levantó la mano en<br />
dirección a uno de los picachos de la cumbre, y<br />
comenzó así, señalándome una de las rocas que se
destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris<br />
del cielo, que el Sol, al ponerse tras las nubes, teñía<br />
de algunos cambiantes rojizos.<br />
-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece<br />
cortado a pico y por entre cuyas peñas crecen<br />
las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió<br />
ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino<br />
atrás de donde nos encontramos en este momento:<br />
próximamente sería la misma hora, cuando creí<br />
escuchar unos alaridos distantes, y llantos e imprecaciones<br />
que se entremezclaban con voces varoniles<br />
y coléricas, que ya se oían por un lado, ya por<br />
otro, como de pastores que persiguen un lobo por<br />
entre los zarzales. El Sol, según digo, estaba al<br />
ponerse, y por detrás de la altura se descubría un<br />
jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre<br />
el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante<br />
a un esqueleto que se escapa de su fosa,<br />
envuelto aún en los jirones del sudario, a una vieja<br />
horrible, en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca<br />
era famosa en todos estos contornos, y me bastó<br />
distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban<br />
alrededor de su frente como culebras, sus formas<br />
extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos<br />
disformes, que se destacaban angulosos y oscuros<br />
sobre el fondo de fuego del horizonte, para recono-
cer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al<br />
borde del precipicio, se detuvo un instante sin saber<br />
qué partido tomar. Las voces de los que parecían<br />
perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de<br />
cuando en cuando se la veía hacer una contorsión,<br />
encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos<br />
que la arrojaban. Sin duda, no traía el bote de sus<br />
endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que<br />
habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando a<br />
sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles<br />
que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo<br />
que de una vez pagara todas sus maldades!...<br />
Llegaron los mozos que venían en su seguimiento,<br />
y la cumbre se coronó de gentes, éstos con<br />
piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de<br />
más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa<br />
horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin<br />
huida, se arrojó al suelo, se arrastró por la tierra<br />
besando los pies de los unos, abrazándose a las<br />
rodillas de los otros, implorando en su ayuda a la<br />
Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en<br />
su condenada boca como una blasfemia. Pero los<br />
mozos, así hacían caso de sus lamentos como yo<br />
de la lluvia cuando estoy bajo techado. -Yo soy una<br />
pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo<br />
hijos ni parientes que me vengan a amparar: ¡per-
donadme, tened compasión de mí! -aullaba la bruja;<br />
y uno de los mozos, que con la una mano la había<br />
asido de las greñas, mientras tenía en la otra la<br />
navaja que procuraba abrir con los dientes, le contestaba<br />
rugiendo de cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer, ya<br />
es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos!<br />
-Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde entonces<br />
no quiso probar bocado, y murió de hambre<br />
dejándome en la miseria! -decía uno. -¡Tú has<br />
hecho mal de ojo a mi hijo, y lo sacas de la cuna y<br />
lo azotas por las noches! -añadía el otro; y cada<br />
cual exclamaba por su lado: -¡Tú has echado una<br />
suerte a mi hermana! ¡Tú has ligado a mi novia! ¡Tú<br />
has emponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al<br />
pueblo entero!<br />
Yo permanecía inmóvil en el mismo punto<br />
en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal,<br />
y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente<br />
del resultado de aquella lucha.<br />
La voz de la tía Casca, aguda y estridente,<br />
dominaba el tumulto de todas las otras voces que<br />
se reunían para acusarla, dándole en el rostro con<br />
sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando,<br />
seguía poniendo a Dios y a los santos patronos<br />
del lugar por testigos de su inocencia.
Por último, viendo perdida toda esperanza,<br />
pidió como última merced que la dejasen un instante<br />
implorar del Cielo, antes de morir, el perdón de<br />
sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura<br />
como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las<br />
manos y comenzó a murmurar entre dientes qué sé<br />
yo qué imprecaciones ininteligibles: palabras que yo<br />
no podía oír por la distancia que me separaba de<br />
ella, pero que ni los mismos que estaban a su lado<br />
lograron entender. Unos aseguraban que hablaba<br />
en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida,<br />
no faltando quien pudo comprender que en<br />
efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al<br />
revés, como es costumbre de estas malas mujeres.<br />
En este punto se detuvo el pastor un momento,<br />
tendió a su alrededor una mirada, y prosiguió<br />
así:<br />
-¿Siente usted este profundo silencio que<br />
reina en todo el monte, que no suena un guijarro,<br />
que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil<br />
y pesa sobre los hombros y parece que aplasta?<br />
¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se<br />
deslizan poco a poco a lo largo de la inmensa pendiente<br />
del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran<br />
a contenerlos? ¿Los ve usted cómo se ade-
lantan mudos y con lentitud, como una legión aérea<br />
que se mueve por un impulso invisible? El mismo<br />
silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto<br />
extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde,<br />
arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo<br />
que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso<br />
con toda franqueza: llegué a tener miedo.<br />
¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes<br />
para hacer uno de esos terrible conjuros que<br />
sacan a los muertos de sus sepulturas, estremecen<br />
el fondo de los abismos y traen a la superficie de la<br />
tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta a los<br />
más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba,<br />
rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto<br />
inmóviles, cual si estuviesen encadenados por un<br />
sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando<br />
y envolviendo las peñas, en derredor de las cuales<br />
fingían mil figuras extrañas, como de monstruos<br />
deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales<br />
de mujeres envueltas en paños blancos, y listas<br />
largas de vapor que, heridas por la última luz del<br />
crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de<br />
colores.<br />
Fija la mirada en aquel fantástico ejército de<br />
nubes que parecía correr al asalto de la peña sobre<br />
cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba esperando
por instantes cuándo se abrían sus senos para<br />
abortar a la diabólica multitud de espíritus malignos,<br />
comenzando una lucha horrible al borde del derrumbadero,<br />
entre los que estaban allí para hacer<br />
justicia en la bruja y los demonios que, en pago de<br />
sus muchos servicios, vinieran a ayudarla en aquel<br />
amargo trance.<br />
-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animado<br />
cuento de mi interlocutor e impaciente ya por<br />
conocer el desenlace-, ¿en qué acabó todo ello?<br />
¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que, por muchos<br />
conjuros que recitara la bruja y muchas señales<br />
que usted viese en las nubes y en cuanto le<br />
rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían<br />
quietecitos cada cual en su agujero sin mezclarse<br />
para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?<br />
-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación<br />
la bruja no acertara con la fórmula o, lo que<br />
yo más creo, por ser viernes, día en que murió<br />
Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún<br />
las vísperas; durante las que los malos no tienen<br />
poder alguno, ello es que, viendo que no concluían<br />
nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo<br />
que acabase, y levantando en alto el cuchillo, se<br />
dispuso a herirla. La vieja entonces, tan humilde,
tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie<br />
con un movimiento tan rápido como el de una culebra<br />
enroscada a la que se pisa y despliega sus anillos<br />
irguiéndose llena de cólera. -¡Oh!, no; ¡no quiero<br />
morir, no quiero morir -decía-; dejadme u os morderé<br />
las manos con que me sujetáis!... Pero aún no<br />
había pronunciado estas palabras, abalanzándose a<br />
sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas,<br />
los ojos inyectados de sangre y la hedionda<br />
boca entre abierta y llena de espuma, cuando la oí<br />
arrojar un alarido espantoso, llevarse, por dos o tres<br />
veces las manos al costado con grande precipitación,<br />
mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente,<br />
y, por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes<br />
como si estuviese borracha, la vi caer al derrumbadero.<br />
Uno de los mozos a quien la bruja<br />
hechizó a una hermana, la más hermosa, la más<br />
buena del lugar, la había herido de muerte en el<br />
momento en que sintió que le clavaba en el brazo<br />
sus dientes negros y puntiagudos. ¿Pero cree usted<br />
que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso; la<br />
vieja de Lucifer tenía siete vidas como los gatos.<br />
Cayó por un derrumbadero donde cualquiera otro a<br />
quien se le resbalase un pie no pararía hasta lo más<br />
hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo<br />
le quitó el golpe o porque los harapos de las sayas
la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de<br />
uno de los picos que erizan la cortadura, barajándose<br />
y retorciéndose allí como un reptil colgado por la<br />
cola. ¡Dios, cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones<br />
tan horribles salían de su boca! Se estremecían las<br />
carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de<br />
oírla... Los mozos seguían desde lo alto todas sus<br />
grotescas evoluciones, esperando el instante en<br />
que se desgarraría el último jirón de la saya a que<br />
estaba sujeta, y rodaría dando tumbos de pico en<br />
pico hasta el fondo del barranco; pero ella, con el<br />
ansia de la muerte y sin cesar de proferir, ora horribles<br />
blasfemias, ora palabras santas mezcladas de<br />
maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales;<br />
sus dedos largos, huesosos y sangrientos, se<br />
agarraban como tenazas a las hendiduras de las<br />
rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de<br />
los dientes, de los pies y de las manos, quizás<br />
hubiese conseguido subir hasta el borde, si algunos<br />
de los que la contemplaban y que llegaron a temerlo<br />
así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa,<br />
con la que le dieron tal cantazo en el pecho, que<br />
piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón<br />
en escalón por entre aquellas puntas calcáreas,<br />
afiladas como cuchillos, hasta dar por último, en ese<br />
arroyo que se ve en lo más profundo del valle... Una
vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil,<br />
con la cara hundida entre el légamo y el fango del<br />
arroyo que corría enrojecido con la sangre; después,<br />
poco a poco, comenzó como a volver en sí y<br />
a agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y<br />
sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos,<br />
que de vez en cuando se levantaban en el aire<br />
crispadas y horribles, no sé si implorando piedad o<br />
amenazando aún en las últimas ansias... Así estuvo<br />
algún tiempo removiéndose y queriendo inúltimente<br />
sacar la cabeza fuera de la corriente buscando un<br />
poco de aire, hasta que al fin se desplomó muerta;<br />
muerta del todo, pues los que la habíamos visto<br />
caer y conocíamos de lo que es capaz una hechicera<br />
tan astuta como la tía Casca no apartamos de<br />
ella los ojos hasta que, completamente entrada la<br />
noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en<br />
todo ese tiempo no movió pie ni mano; de modo que<br />
si la herida y los golpes no fueron bastantes a acabarla,<br />
es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas<br />
aguas tantas veces había embrujado en vida para<br />
hacer morir nuestras reses. -¡Quien en mal anda, en<br />
mal acaba! -exclamamos después de mirar una<br />
última vez al fondo oscuro del despeñadero; y santiguándonos<br />
santamente y pidiendo a Dios nos ayudase<br />
en todas las ocasiones, como en aquella, con-
tra el diablo y y los suyos, emprendimos con bastante<br />
despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada<br />
torre las campanas llamaban a la oración a los<br />
vecinos devotos.<br />
Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos<br />
precisamente a la cumbre más cercana al<br />
pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo<br />
oscuro e imponente con su alta torre del homenaje,<br />
de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con<br />
dos saeteras, que transparentaban la luz y parecían<br />
los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene<br />
por cimiento la pizarra negra de que está formado el<br />
monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos<br />
enormes, parecen obras de titanes, es fama<br />
que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos<br />
conciliábulos.<br />
La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa.<br />
La Luna se dejaba ver a intervalos por entre<br />
los jirones de las nubes que volaban en derredor<br />
nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas<br />
de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de<br />
oraciones, como al final de la horrible historia que<br />
me acababan de referir.<br />
Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendo<br />
para ustedes la relación de estas impre-
siones extrañas, no puedo menos de maravillarme y<br />
dolerme de que las viejas supersticiones tengan<br />
todavía tan hondas raíces entre las gentes de las<br />
aldeas, que den lugar a sucesos semejantes; pero,<br />
¿por qué no he de confesarlo, sonándome aún las<br />
últimas palabras de aquella temerosa relación, teniendo<br />
junto a mí a aquel hombre que de tan buena<br />
fe imploraba la protección divina para llevar a cabo<br />
crímenes espantosos, viendo a mis pies el abismo<br />
negro y profundo en donde se revolvía el agua entre<br />
las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en<br />
lontananza el castillo tradicional, coronado de almenas<br />
oscuras, que parecían fantasmas asomadas a<br />
los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos<br />
se erizaron involuntariamente, y la razón,<br />
dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el<br />
sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto,<br />
y casi creí que las absurdas consejas de las<br />
brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.<br />
Postdata.- Al terminar esta carta y cuando<br />
ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha que<br />
me sirve y que ha concluido en este instante de<br />
arreglar los trebejos de la cocina y de apagar la<br />
lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se<br />
ha colocado junto a mi mesa a esperar, como tiene<br />
de costumbre siempre que me ve escribir de noche,
que le entregue la carta que ella a su vez dará mañana<br />
al correo, el cual baja de Añón a Tarazona al<br />
romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato<br />
a Trasmoz y que en este último pueblo tiene<br />
gran parte de su familia, me ha ocurrido preguntarle<br />
si conoció a la tía Casca y si sabe alguna particularidad<br />
de sus hechizos, famosos en todo el Somontano.<br />
No pueden ustedes figurarse la cara que ha<br />
puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión<br />
de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a<br />
su alrededor, procurando iluminar con el candil los<br />
rincones oscuros de la celda, antes de responderme.<br />
Después de practicada esta operación, y con<br />
voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación,<br />
me ha preguntado a su vez:<br />
-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?<br />
-No, chica -le respondí-; pero ¿a qué conduce<br />
saber el día de la semana?<br />
-Porque si es viernes, no puedo despegar<br />
los labios sobre ese asunto. Los viernes, en memoria<br />
de que nuestro Señor Jesucristo murió en semejante<br />
día, no pueden las brujas hacer mal a nadie;<br />
pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice
de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del<br />
mundo.<br />
-Tranquilízate por ese lado, pues a lo que<br />
yo puedo colegir de la proximidad del último domingo,<br />
todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.<br />
-No es esto decir que yo le tenga miedo a la<br />
bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la mayor,<br />
al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.<br />
-¡Calle!, ¿y en qué consiste el privilegio?<br />
-En que al echarnos el agua no se equivocó<br />
el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del Credo.<br />
-¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura<br />
tal vez?<br />
-¡Quia! No, señor: el cura no se acordaría.<br />
Se lo hemos preguntado a un cedazo.<br />
-Que es el que debe saberlo... No me parece<br />
mal. ¿Y cómo se entra en conversación con un<br />
cedazo? Porque eso debe de ser curioso.<br />
-Verá usted...: después de las doce de la<br />
noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no<br />
tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se
toma el cedazo, se hacen sobre él tres cruces con<br />
la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire,<br />
cogido por el aro con las puntas de unas tijeras, se<br />
le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del<br />
Credo, da vueltas por sí sólo, y si no, se está quietico,<br />
quietico, como la hoja en el árbol cuando no se<br />
mueve una paja de aire.<br />
-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila<br />
de que no han de embrujarte?<br />
-Lo que es por mí, completamente; pero sin<br />
embargo, mirando por los de la casa, cuido siempre<br />
de hacer antes de dormir una cruz en el hogar con<br />
las tenazas para que no entren por la chimenea, y<br />
tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta<br />
con el palo en el suelo.<br />
-¡Ah!, vamos; ¿conque la escoba que encuentro<br />
algunas mañanas a la puerta de mi habitación<br />
con las palmas hacia arriba y que me ha hecho<br />
pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no<br />
estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar<br />
una cosa: si ya mataron a la bruja y, una vez<br />
muerta, su alma no puede salir del precipicio donde<br />
por permisión divina anda penando, ¿contra quien<br />
tomas esas precauciones?
-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como<br />
que son una familia entera y verdadera, que desde<br />
hace un siglo o dos vienen heredando el unto de<br />
unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero<br />
queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que<br />
acabarán también, le sucederá su hija, que aún es<br />
moza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.<br />
-Según lo que veo, ¿esa es una dinastía<br />
secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente<br />
por la línea femenina desde los tiempos<br />
más remotos?<br />
-Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle<br />
es que acerca de estas mujeres se cuenta en<br />
el pueblo una historia muy particular, que yo he oído<br />
referir algunas veces en las noches de invierno.<br />
-Pues vaya, deja ese candil en el suelo,<br />
acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me<br />
parezco a los niños en mis aficiones.<br />
-Es que esto no es cuento.<br />
-O historia, como tú quieras -añadí por último,<br />
para tranquilizarla respecto a la entera fe con<br />
que sería acogida la relación por mi parte.
La muchacha, después de colgar el candil<br />
en un clavo, y de pie a una respetuosa distancia de<br />
la mesa, por no querer sentarse, a pesar de mis<br />
instancias, me ha referido la historia de las brujas<br />
de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré<br />
a ustedes otro día, pues ahora voy a acostarme<br />
con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros,<br />
pero tranquilo, porque, al dirigirme a mi alcoba,<br />
he visto el escobón junto a la puerta haciéndome la<br />
guardia, más tieso y formal que un alabardero en<br />
día de ceremonia.
Carta séptima<br />
Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi<br />
última carta referirles, tal como me la contaron, la<br />
maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo,<br />
pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va<br />
de cuento.<br />
Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe<br />
entre las gentes del Somontano que Trasmoz es la<br />
corte y punto de cita de las brujas más importantes<br />
de la comarca. Su castillo, como los tradicionales<br />
campos de Barahona y el valle famoso de Zugarramurdi,<br />
pertenece a la categoría de conventículo de<br />
primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas<br />
nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos<br />
con collareta y toda la abigarrada servidumbre del<br />
macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación<br />
de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas<br />
torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos<br />
fosos, parecen, en efecto digna escena de<br />
tan diabólicos personajes, se refiere una tradición<br />
muy antigua. Parece que en tiempo de los moros,<br />
época que para nuestros campesinos corresponde<br />
a las edades mitológicas y fabulosas de la Historia,<br />
pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora<br />
se halla Trasmoz; y viendo con maravilla un punto
como aquél, donde gracias a la altura, las rápidas<br />
pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el<br />
hombre, ayudado de la Naturaleza, hacer un lugar<br />
fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse<br />
próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose<br />
a los que iban en su seguimiento, y tendiendo<br />
la mano en dirección de la cumbre:<br />
-De buena gana tendría allí un castillo.<br />
Oyole un pobre viejo, que apoyado en un<br />
báculo de caminante y con unas miserables alforjillas<br />
al hombro pasaba a la sazón por el mismo sitio,<br />
y adelantándose hasta salirle al encuentro y a riesgo<br />
de ser atropellado por la comitiva real, detuvo<br />
por la brida el caballo de su señor y le dijo estas<br />
solas palabras:<br />
-Si me lo dais en alcaidía perpetua, yo me<br />
comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio<br />
sus llaves de oro.<br />
Rieron grandemente el rey y los suyos de la<br />
extravagante proposición del mendigo, de modo que<br />
arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo, a<br />
manera de limosna, contestole el soberano con aire<br />
de zumba:
-Tomad esa moneda para que compréis<br />
unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros,<br />
señor alcaide de la improvisada fortaleza de<br />
Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.<br />
Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un<br />
lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el<br />
acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas<br />
armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban<br />
y resplandecían al compás del galope, mal<br />
ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.<br />
-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? -<br />
añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para<br />
recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia<br />
los que ya apenas se distinguían entre la nube de<br />
polvo que levantaban los caballos, un punto detenidos,<br />
al arrancar de nuevo.<br />
-Seguramente -díjole el rey desde lejos y<br />
cuando ya iba a doblar una de las vueltas del monte-;<br />
pero con la condición de que esta noche levantarás<br />
el castillo y mañana irás a Tarazona a entregarme<br />
las llaves.<br />
Satisfecho el pobrete con la contestación<br />
del rey, alzó, como digo, la moneda del suelo, besó-
la con muestras de humildad; y, después de atarla<br />
en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de<br />
turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela<br />
de Trasmoz. Componían entonces este lugar quince<br />
o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de<br />
algunos pastores que llevaban a pacer sus ganados<br />
al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza,<br />
como el que camina agobiado del doble peso de la<br />
edad y de una larga jornada, llegó al fin nuestro<br />
hombre al pueblo, y comprando, según se lo había<br />
dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro<br />
cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentose a<br />
comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos<br />
tenían costumbre de venir a hacer sus abluciones<br />
de la tarde, y en donde, una vez instalado, comenzó<br />
a despachar su pitanza con tanto gusto, y<br />
moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que<br />
pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal<br />
priesa, que, en efecto, parecía no haberse desayunado<br />
en todo lo que iba de día, que no era poco,<br />
pues el Sol comenzaba a trasmontar las cumbres.<br />
Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a<br />
la orilla del arroyo dando buena cuenta con gentil<br />
apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el<br />
borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo<br />
sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el Orien-
te, y concluida esta operación, comenzó a lavarse<br />
las manos y el rostro murmurando sus rezos de la<br />
tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco<br />
o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar<br />
y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:<br />
-Veo con gusto que sois buenos musulmanes<br />
y que ni las ordinarias ocupaciones, ni las fatigas<br />
de vuestros ejercicios os distraen de las santas<br />
ceremonias que a sus fieles dejó encomendadas el<br />
Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano,<br />
alcanza el premio: unos lo recogen en la tierra, otros<br />
en el paraíso, no faltando a quienes se les da en<br />
ambas partes, y de estos seréis vosotros.<br />
Los pastores, que durante la arenga no habían<br />
apartado un punto sus ojos del mendigo, pues<br />
por tal le juzgaron al ver su mal pelaje, y peor desayuno,<br />
se miraban entre sí, después de concluido,<br />
como no comprendiendo adónde iría a parar aquella<br />
introducción si no era a pedir una limosna; pero, con<br />
grande asombro de los circunstantes, prosiguió de<br />
este modo su discurso:<br />
-He aquí que yo vengo de una tierra lejana<br />
a buscar servidores leales para la guarda y custodia<br />
de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde<br />
de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido,
a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las<br />
grandes ciudades, y he visto uno tras otros venir<br />
muchos hombres a hacer las abluciones con sus<br />
aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer<br />
lo mismo que todos, los más por dar el espectáculo<br />
de una piedad de fórmula. Después os he visto en<br />
estas soledades, lejos de las miradas del mundo,<br />
atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de<br />
los mortales, cumplir con nuestros ritos, impulsados<br />
por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: -<br />
He aquí hombres fieles a su religión; igualmente lo<br />
serán a su palabra. De hoy más no vagaréis por los<br />
montes con nieves y fríos para comer un pedazo de<br />
pan negro; en la magnífica fortaleza de que os<br />
hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada.<br />
Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre a las señales<br />
de los corredores del campo, y pronto a encender<br />
la hoguera que brilla en las sombras, como<br />
el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú<br />
cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vueltas<br />
cada tres horas alrededor de las torres, por entre la<br />
barbacana y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas;<br />
bajo la guarda de ése estarán los depósitos<br />
de materiales de guerra, y, por último, aquel otro<br />
correrá con los almacenes de víveres.
Los pastores, de cada vez más asombrados<br />
y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado<br />
protector que la casualidad les deparaba; y<br />
aunque su aspecto miserable no convenía del todo<br />
bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que<br />
le preguntase entre dudoso y crédulo:<br />
-¿Dónde está ese castillo? Si no se halla<br />
muy lejos de estos lugares entre cuyas peñas estamos<br />
acostumbrados a vivir, y a los que tenemos el<br />
amor que todo hombre tiene a la tierra que le vio<br />
nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus<br />
ofrecimientos, y creo que como yo todos los que se<br />
encuentran presentes.<br />
-Por eso no temáis, pues está bien cerca de<br />
aquí -respondió el viejo impasible-; cuando el Sol se<br />
esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su<br />
sombra cae sobre vuestra aldea.<br />
-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el<br />
pastor-, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna,<br />
y la primera sombra que envuelve nuestro lugar<br />
es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?<br />
-Pues en ese cabezo se halla, porque allí<br />
están las piedras, y donde están las piedras está el
castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga<br />
en el grano -insistió el extraño personaje, a quien<br />
sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no<br />
dudaron en calificar de loco de remate.<br />
-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de<br />
esa fortaleza famosa? -exclamó, entre las carcajadas<br />
de sus compañeros, otro de los pastores-. Porque<br />
a tal castillo, tal alcaide.<br />
-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre<br />
con la misma calma, y mirando a sus risueños<br />
oyentes con una sonrisa particular-. ¿No os parezco<br />
digno de tan honroso cargo?<br />
-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a<br />
responderle-. Pero el Sol ha doblado las cumbres, la<br />
sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues<br />
nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido<br />
alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis<br />
pasar la noche a cubierto, os podemos ofrecer<br />
un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si<br />
preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su<br />
santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios<br />
y los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor<br />
con sus espadas encendidas!
Acompañando estas palabras, dichas en tono<br />
de burlesca solemnidad, con profundos y humildes<br />
saludos, los pastores tomaron el camino de su<br />
pueblo, riendo a carcajadas de la original aventura.<br />
Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por<br />
tan poca cosa, sino que, después de acabar con<br />
mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de<br />
la mano algunos sorbos de agua limpia y transparente<br />
del arroyo, limpiose con el revés la boca, sacudió<br />
las migajas de pan de la túnica y, echándose<br />
otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su<br />
nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante,<br />
en la misma dirección que sus futuros sirvientes.<br />
La noche comenzaba, en efecto, a entrarse<br />
fría y oscura. De pico a pico de la elevada cresta del<br />
Moncayo se extendían largas bandas de nubes<br />
color de plomo, que, arrolladas hasta a aquel momento<br />
por la influencia del Sol, parecían haber esperado<br />
a que se ocultase para comenzar a removerse<br />
con lentitud, como esos monstruos deformes<br />
que produce el mar y que se arrastran trabajosamente<br />
en las playas desiertas. El ancho horizonte<br />
que se descubría desde las alturas, iba poco a poco<br />
palideciendo y pasando del rojo al violado por un<br />
punto, mientras que por el contrario asomaba la
Luna redonda, encendida, grande, como un escudo<br />
de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las<br />
estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su<br />
luz, por la del astro de la noche.<br />
Nuestro buen viejo, que parecía conocer<br />
perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger<br />
las sendas que más pronto habían de conducirle<br />
al término de su peregrinación, dejó a un lado la<br />
aldea, y siempre subiendo con bastante fatiga por<br />
entre los enormes peñascos y las espesas carrascas,<br />
que entonces como ahora cubrían la áspera<br />
pendiente del monte, llegó por último a la cumbre<br />
cuando las sombras se habían apoderado por completo<br />
de la Tierra, y la Luna, que se dejaba ver a<br />
intervalos por entre las oscuras nubes, se había<br />
remontado a la primera región del cielo. Cualquiera<br />
otro hombre, impresionado por la soledad del sitio,<br />
el profundo silencio de la Naturaleza y el fantástico<br />
panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas<br />
puntas coronadas de nieve parecían las olas de un<br />
mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse<br />
por entre aquellos matorrales, adonde en mitad<br />
del día, apenas osaban llegar los pastores; pero el<br />
héroe de nuestra relación, que, como ya habrán<br />
sospechado ustedes, y si no lo han sospechado lo<br />
verán claro más adelante, debía de ser un magicazo
de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a<br />
la eminencia, se encaramó en la punta de la más<br />
elevada roca, y desde aquél aéreo asiento comenzó<br />
a pasear la vista a su alrededor, con la misma firmeza<br />
que el águila, cuyo nido pende de un peñasco<br />
al borde del abismo, contempla sin temor el fondo.<br />
Después que se hubo reposado un instante<br />
de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un<br />
estuche de forma particular y extraña, un librote<br />
muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde,<br />
corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados<br />
y huesosos en uno de los extremos del<br />
estuche, que parecía de metal y era a modo de<br />
linterna, y a medida que frotaba, veíase como una<br />
lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta,<br />
hasta que por último brotó una llama y se hizo luz:<br />
con aquella luz encendió el cabo de vela verde, a<br />
cuyo escaso resplandor, y no sin haberse calado<br />
antes unas disformes antiparras redondas, comenzó<br />
a hojear el libro, que para mayor comodidad había<br />
puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según<br />
que el nigromante iba pasando las hojas del libro,<br />
llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados<br />
con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras<br />
y signos misteriosos, murmuraba entre dientes<br />
frases ininteligibles, y, parando de cierto en cierto
tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con<br />
una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba<br />
hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que<br />
le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se<br />
dirigiese a alguna persona.<br />
Concluida la primera parte de su mágica letanía,<br />
en la que, unos tras otros, había ido llamando<br />
por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos<br />
los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las<br />
aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido<br />
extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban<br />
a la vez, y murmullos y confusos, como de muchas<br />
gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos<br />
del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en<br />
el horizonte, parecen amenazar con una lluvia copiosa,<br />
pasan las grullas por el cielo, formando un<br />
oscuro triángulo, con un ruido semejante. Mas lo<br />
particular del caso era que allí a nadie se veía, y<br />
aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más<br />
próximo, y el aire agitado moviera en derredor las<br />
hojas de los árboles, y el rumor de las palabras<br />
dichas en voz baja se hiciese gradualmente más<br />
distinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño.<br />
Paseó el mágico la mirada en todas direcciones<br />
para contemplar a los que sólo a sus ojos parecían<br />
visibles y, satisfecho sin duda del resultado de su
primera operación, volvió a la interrumpida lectura.<br />
Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal<br />
comenzó a dejarse oír pronunciando las enrevesadas<br />
palabras del libro, se hizo en torno un silencio<br />
tan profundo, que no parecía sino que la Tierra, los<br />
astros y los genios de la noche estaban pendientes<br />
de los labios del nigromante, que ora hablaba con<br />
frases dulces y de suave inflexión, como quien suplica,<br />
ora con acento áspero, enérgico y breve, como<br />
quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al<br />
concluir la última hoja se produjo un murmullo en el<br />
invisible auditorio, semejante al que forman en los<br />
templos las confusas voces de los fieles cuando<br />
acabada una oración, todos contestan amén en mil<br />
diapasones distintos. El viejo, que a medida que<br />
rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros había<br />
ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor<br />
sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio<br />
un soplo a la vela verde y, despojándose de las<br />
antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima<br />
peña donde estuvo sentado y desde donde se<br />
dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del<br />
Moncayo; con los valles, las rocas y los abismos<br />
que la quiebran. Allí, de pie, con la cabeza erguida y<br />
los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro al<br />
Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la
infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos<br />
que, encadenados a su palabra por la fuerza de<br />
los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes:<br />
-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros<br />
que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos<br />
más corpulentos, agitaos y obedecedme!<br />
Primero suave, como cuando levanta el<br />
vuelo una banda de palomas; después más fuerte,<br />
como cuando azota el mástil de un buque una vela<br />
hecha jirones, oyose el ruido de las alas al plegarse<br />
y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel<br />
ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a<br />
hacerse espantoso, como el de un huracán desencadenado.<br />
El agua de los torrentes próximos saltaba<br />
y se retorcía en el cauce, espumarajeando e<br />
irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado<br />
y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas,<br />
levantaba remolinos de polvo y de hojas secas, y<br />
sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de<br />
los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella<br />
tempestad circunscrita a un punto, mientras la<br />
Luna se remontaba tranquila y silenciosa por el<br />
cielo, y las aéreas lejanas cumbres de la cordillera<br />
parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor.<br />
Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e
impulsadas de una fuerza oculta e interior amenazaban<br />
volar hechas mil pedazos. Los troncos más<br />
corpulentos arrojaban gemidos y chasqueaban,<br />
próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento<br />
de sus fibras fuese a rajar la endurecida<br />
corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el<br />
monte por tres veces, las piedras se desencajaron y<br />
los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron<br />
a saltar por los aires en furioso torbellino,<br />
cayendo semejantes a una lluvia espesa, en el lugar<br />
que de antemano señaló el nigromante a sus servidores.<br />
Los colosales troncos y los inmensos témpanos<br />
de granito y pizarra oscura, que eran como<br />
arrojados al azar, caían, no obstante, unos sobre<br />
otros con admirable orden, e iban formando una<br />
cerca altísima a manera de bastión, queel agua de<br />
los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas<br />
y cal de su alveolo, se encargaba de completar,<br />
llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.<br />
-La obra adelanta. ¡Ánimo!, ¡ánimo! -<br />
murmuró el viejo-; aprovechemos los instantes, que<br />
la noche es corta, y pronto cantará el gallo trompeta<br />
del día.
Y, esto diciendo, se inclinó hacia el borde<br />
de una sima profunda, abierta al impulso de las<br />
convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose a<br />
otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:<br />
-Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros<br />
que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y<br />
circuláis por sus caminos subterráneos con los mares<br />
de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid<br />
mis órdenes.<br />
Aún no había expirado el eco de la última<br />
palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un<br />
rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano,<br />
rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta<br />
que se hizo semejante al que produce un escuadrón<br />
de jinetes que cruza al galope el puente de una<br />
fortaleza, y entonces retumba el golpear del casco<br />
de los caballos, crujen los maderos, rechinan las<br />
cadenas y resuena, metálico y sonoro, el choque de<br />
las armaduras, de las lanzas y los escudos. A medida<br />
que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase<br />
salir por las grietas de las rocas un resplandor<br />
vivo y brillante, como el que despide una fragua<br />
ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades<br />
del monte el fragor de millares de martillos<br />
que caían con un estrépito espantoso sobre los
yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de<br />
las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y<br />
toda la ferretería indispensable para la seguridad y<br />
complemento de la futura fortaleza. Aquello era un<br />
tumulto imposible de describir; un desquiciamiento<br />
general y horroroso: por un lado rebramaba el aire<br />
arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo<br />
en la cúspide del monte; por otro mugía el<br />
torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de<br />
los árboles que se tronchaban y el golpear incesante<br />
de los martillos, que caían alternados sobre los<br />
yunques, como llevando el compás en aquella<br />
diabólica sinfonía.<br />
Los habitantes de la aldea, despertados de<br />
improviso por tan infernal y asordadora baraúnda,<br />
no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus<br />
chozas para descubrir la causa del extraño terremoto,<br />
no faltando algunos que, poseídos de terror creyeron<br />
llegado el instante en que, próxima la destrucción<br />
del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse<br />
de su imperio, envuelta en el jirón de un<br />
sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal<br />
como en sus revelaciones la pinta el Profeta.<br />
Esto se prolongó hasta momentos antes de<br />
amanecer, en que los gallos de la aldea comenza-
on a sacudir las plumas y a saludar el día próximo<br />
con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el<br />
rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas<br />
jornadas, y que accidentalmente había dormido en<br />
Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y<br />
despabilado, bien porque extrañase la habitación,<br />
que todo cabe, en lo posible, saltaba de la cama<br />
listo como él solo, y después de poner en un pie<br />
como las grullas a su servidumbre, se dirigía a los<br />
jardines de palacio. Aún no había pasado una hora<br />
desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto<br />
de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes<br />
todo lo amigablemente que puede departir un<br />
rey, moro por añadidura, con uno de sus súbditos,<br />
cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo,<br />
el más ágil de los corredores de la frontera, y le dijo,<br />
previas las salutaciones de costumbre:<br />
-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla<br />
sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre<br />
del monte de Trasmoz, y donde ayer no se encontraban<br />
más que rocas y matorrales, hemos descubierto<br />
al amanecer un castillo tan alto, tan grande y<br />
tan fuerte como no existe ningún otro en todos<br />
vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio<br />
de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía<br />
la mole la niebla arremolinada sobre las alturas;
pero después ha salido el Sol, la niebla se ha deshecho,<br />
y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador<br />
y gigante, dominando los contornos con su altísima<br />
atalaya.<br />
Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro<br />
con el mendigo de las alforjas, todo fue una<br />
cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una<br />
mirada amenazadora e interrogante a los que estaban<br />
a su lado tampoco fue cuestión de más tiempo.<br />
Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno<br />
de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior,<br />
se había permitido darle una broma sin precedentes<br />
en los anales de la etiqueta musulmana,<br />
pues con acento de mal disimulado enojo exclamó,<br />
jugando con el pomo de su alfanje de una manera<br />
particular, como solía hacerlo cuando estaba a punto<br />
de estallar su cólera:<br />
-¡Pronto, mi caballo más ligero, y a Trasmoz<br />
que juro por mis barbas y las del Profeta que, si es<br />
cuento el mensaje de los corredores, donde debiera<br />
estar el castillo he de poner una picota para los que<br />
lo han inventado!<br />
Esto dijo el rey, y minutos después, no corría,<br />
volaba camino de Trasmoz seguido de sus capitanes.<br />
Antes de llegar a lo que se llama el Somon-
tano, que es una reunión de valles y alturas que van<br />
subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la<br />
cordillera que domina el Moncayo, coronado de<br />
nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca<br />
de estos montes, hay viniendo de Tarazona,<br />
una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta<br />
que se llega a su cumbre. Tocaba el rey casi a la<br />
cúspide de esta altura, conocida hoy por la Ciezma,<br />
cuando, con gran asombro suyo y de los que le<br />
seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las<br />
alforjas, con la misma túnica raída y remendada del<br />
día anterior, el mismo turbante, hecho jirones y sucio,<br />
y el propio báculo, tosco y fuerte, en que se<br />
apoyaba, mientras él, en son de burla, después de<br />
haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda<br />
para que comprase pan y cebollas. Detúvose el<br />
rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos<br />
y sin dar lugar a que le preguntara cosa alguna,<br />
sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura,<br />
dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita,<br />
diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su<br />
soberano:<br />
-Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos<br />
toca sacar airosa de su empeño la vuestra.
-Pero ¿no es fábula lo del castillo? -<br />
preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando<br />
alternativamente la mirada, ya en las magníficas<br />
llaves que por su materia y su inconcebible trabajo<br />
valían de por sí un tesoro, ya en el viejecito, a cuyo<br />
aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo<br />
de socorrerle con una limosna.<br />
-Dad algunos pasos más y lo veréis -<br />
respondió el alcaide; pues, una vez cumplida su<br />
promesa y siendo la que le habían empeñado palabra<br />
de rey, que al menos en estas historias tiene<br />
fama de inquebrantable, por tal podemos considerarle<br />
desde aquel punto. Dio algunos pasos más el<br />
soberano; llegó a lo más alto de la Ciezma, y, en<br />
efecto, el castillo de Trasmoz apareció a sus ojos,<br />
no tal como hoy se ofrecería a los de ustedes, si por<br />
acaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sino tal<br />
como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes,<br />
su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus<br />
puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes,<br />
su puente levadizo y sus muros coronados de almenas<br />
puntiagudas.<br />
Al llegar a este punto de mi carta, advierto<br />
que, sin querer, he faltado a la promesa que hice en<br />
la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para
escribir a ustedes. Prometí contarles la historia de la<br />
bruja de Trasmoz y sin saber cómo les he relatado<br />
en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede<br />
lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas<br />
enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer?<br />
Conseja por conseja, allá va la primera que se ha<br />
enredado en el pico de la pluma; merced a ella y<br />
teniendo presente su diabólico origen, comprenderán<br />
ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo<br />
siempre comprometido a contarles, tienen una<br />
marcada predilección por las ruinas de este castillo<br />
y se encuentran en él como en su casa.
Carta octava<br />
Queridos amigos: En una de mis <strong>cartas</strong> anteriores<br />
dije a ustedes en qué ocasión y por quién<br />
me fue referida la estupenda historia de las brujas,<br />
que a mi vez he prometido repetirles. La muchacha<br />
que se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del<br />
país, con su apretador verde, su saya roja y sus<br />
medias azules, había colgado el candil en un ángulo<br />
de mi habitación, débilmente alumbrada, aun con<br />
este aditamento de luz, por una lamparilla, a cuyo<br />
escaso resplandor escribo. Las diez de la noche<br />
acababan de sonar en el antiguo reloj de pared,<br />
único resto del mobiliario de los frailes, y solamente<br />
se oían, con breves intervalos de silencio, profundo,<br />
esos ruidos apenas perceptibles y propios de un<br />
edificio deshabitado e inmenso, que producen el<br />
aire que gime, los techos que crujen, las puertas<br />
que rechinan y los animaluchos de toda calaña que<br />
vagan a su placer por los sótanos, las bóvedas y las<br />
galerías del monasterio, cuando después de contarme<br />
la leyenda que corre más válida acerca de la<br />
fundación del castillo, y que ya conocen ustedes,<br />
prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un<br />
momento de pausa para calcular el efecto que la<br />
primera parte de la historia me había producido, y la
cantidad de fe con que podía contar en su oyente<br />
para la segunda.<br />
He aquí la historia, poco más o menos, tal<br />
como me la refirió mi criada, aunque sin giros extraños<br />
y sin locuciones pintorescas y características<br />
del país, que ni yo puedo recordar, ni, caso que las<br />
recordase, ustedes podrían entender.<br />
Ya había pasado el castillo de Trasmoz a<br />
poder de los cristianos, y éstos a su vez, terminadas<br />
las continuas guerras de Aragón y Castilla, habían<br />
concluido por abandonarle, cuando es fama que<br />
hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento<br />
de sus deberes, tan humilde con sus inferiores<br />
y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices,<br />
que su nombre, al que iba unido una intachable<br />
reputación de virtud, llegó a hacerse conocido y<br />
venerado en todos los pueblos de la comarca.<br />
Muchos y muy señalados beneficios debían<br />
los habitantes de Trasmoz a la inagotable bondad<br />
del buen cura, que ni para disfrutar de una canonjía,<br />
con que en repetidas ocasiones le brindó el obispo<br />
de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin<br />
duda fue el libertarlos, merced a sus santas plegarias<br />
y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad<br />
de las brujas, que desde los lugares más remo-
tos del reino venían a reunirse ciertas noches del<br />
año en las ruinas del castillo, que, quizás por deber<br />
su fundación a un nigromante, miraban como cosa<br />
propia y lugar el más aparente para sus nocturnas<br />
zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que,<br />
antes de aquella época, muchos otros exorcistas<br />
habían intentado desalojar de allí a los espíritus<br />
infernales, y sus rezos y sus aspersiones fueron<br />
inútiles, la fama de mosén Gil el limosnero (que por<br />
este nombre era conocido nuestro cura) se hizo<br />
tanto más grande cuanto más difícil e imposible se<br />
juzgó hasta entonces dar cima a la empresa que él<br />
había acometido y llevado a cabo con feliz éxito,<br />
gracias a la poderosa intercesión de sus plegarias y<br />
al mérito de sus buenas obras. Su popularidad y el<br />
respeto que los campesinos le profesaban, iban,<br />
pues, creciendo a medida que la edad, cortando,<br />
por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle<br />
a las cosas terrestres, acendraba sus virtudes y el<br />
generoso desprendimiento con que siempre dio a<br />
los pobres hasta lo que él había de menester para<br />
sí; de modo que, cuando el venerable sacerdote,<br />
cargado de años y de achaques, salía a dar una<br />
vueltecita por el porche de su humilde iglesia, era<br />
de ver como los chicuelos corrían desde lejos para<br />
venir a besarle la mano, los hombres se descubrían
espetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle<br />
su bendición, considerándose dichosa la que podía<br />
alcanzar como reliquia y amuleto contra los maleficios<br />
un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y<br />
satisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil;<br />
mas como no hay felicidad completa en el mundo, y<br />
el diablo anda de continuo buscando ocasión de<br />
hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispuso<br />
que por muerte de una hermana menor, viuda y<br />
pobre, viniese a parar a casa del caritativo cura una<br />
sobrina que él recibió con los brazos abiertos, y a la<br />
cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial<br />
deparado por la bondad divina para consuelo<br />
de su vejez.<br />
Dorotea, que así se llamaba la heroína de<br />
esta verídica historia, contaba escasamente dieciocho<br />
abriles; parecía educada en un santo temor de<br />
Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en<br />
el hablar y humilde en presencia de extraños, como<br />
todas las sobrinas de los curas que yo he conocido<br />
hasta ahora; pero tanto como la que más, o más<br />
que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos<br />
negros y traidores, y amiga de emperejilarse y componerse.<br />
Esta afición a los trapos, según nosotros<br />
los hombres solemos decir, tan general en las muchachas<br />
de todas las clases y de todos los siglos, y
que en Dorotea predominaba exclusivamente sobre<br />
las demás aficiones, era causa continua de domésticos<br />
disturbios entre la sobrina y el tío, que contando<br />
con muy pocos recursos en su pobre curato de<br />
aldea, y siempre en la mayor estrechez a causa de<br />
su largueza para con los infelices, según él decía<br />
con una ingenuidad admirable, andaba desde que<br />
recibió las primeras órdenes procurando hacerse un<br />
manteo nuevo, y aún no había encontrado ocasión<br />
oportuna. De vez en cuando las discusiones a que<br />
daban lugar las peticiones de la sobrina solían<br />
agriarse, y ésta le echaba en cara las muchas necesidades<br />
a que estaban sujetos, y la desnudez en<br />
que ambos se veían por dar a los pobres no sólo lo<br />
superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil entonces,<br />
echando mano de los más deslumbradores<br />
argumentos de su cristiana oratoria, después de<br />
repetir que cuanto a los pobres se da a Dios se<br />
presta, acostumbraba a decirle que ño se apurase<br />
por una saya de más o de menos para los cuatro<br />
días que se han de estar en este valle de lágrimas y<br />
miserias, pues mientras más sufrimientos sobrellevase<br />
con resignación y más desnuda anduviese por<br />
amor hacia el prójimo, más pronto iría, no ya a la<br />
hoguera que se enciende los domingos en la plaza<br />
del lugar, y emperejilada con una mezquina saya de
paño rojo, franjada de vellorí, sino a gozar del Paraíso<br />
eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible,<br />
y vestida de la gracia divina, que es el<br />
más hermoso de todos los vestidos imaginables.<br />
Pero váyale usted con estas evangélicas filosofías a<br />
una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer<br />
bien, aficionada de perifollos, con sus ribetes de<br />
envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente<br />
que hoy estrenan un apretador amarillo, mañana un<br />
jubón negro y el otro una saya azul turquí con unas<br />
franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la<br />
atención de los mozos a tres cuartos de hora de<br />
distancia.<br />
El bueno de mosén Gil podía considerar<br />
perdido su sermón, aunque no predicase en desierto,<br />
pues Dorotea, aunque callada y no convencida,<br />
seguía mirando de mal ojo a los pobres que continuamente<br />
asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo<br />
un buen jubón y unas agujetas azules de las que<br />
miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando<br />
por casualidad iba a Tarazona, a todos los adornos<br />
y galas que en un futuro, más o menos cercano,<br />
pudieran prometerle en el Paraíso en cambio de su<br />
presente resignación y desprendimiento.
En este estado las cosas, una tarde, víspera<br />
del día del santo patrono del lugar, y mientras el<br />
cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto<br />
para la función que iba a verificarse a la<br />
mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa<br />
a la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco,<br />
todas las muchachas del pueblo habían traído algo<br />
de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de<br />
la hoguera, en particular sus vecinas, que, sin duda<br />
con intención de aumentar su despecho, habían<br />
tenido el cuidado de sentarse en el portal a coserse<br />
las sayas nuevas y arreglar los dijes que les habían<br />
feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más<br />
presumida también, no participaba de esa alegre<br />
agitación, esa prisa de costura, ese animado aturdimiento<br />
que preludian entre las jóvenes, así en las<br />
aldeas como en las ciudades, la aproximación de<br />
una solemnidad por largo tiempo esperada. Pero,<br />
digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su<br />
quehacer extraordinario; mosén Gil le había dicho<br />
que amasase para el día siguiente veinte panes<br />
más que los de costumbre, a fin de distribuírselos a<br />
los pobres, después de concluida la misa.<br />
Sentada estaba, pues, a la pmerta de su<br />
casa la malhumorada sobrina del cura, barajando<br />
en su imaginación mil desagradables pensamientos,
cuando acertó a pasar por la calle una vieja muy<br />
llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el<br />
peso de la edad, caminaba apoyándose en un palito.<br />
-Hija mía -exclamó al llegar junto a Dorotea,<br />
con un tono compungido y doliente-: ¿me quieres<br />
dar una limosnita, que Dios te lo pagará con usura<br />
en su santa gloria?<br />
Estas palabras, tan naturales en los que imploran<br />
la caridad pública, que son como una fórmula<br />
consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella<br />
ocasión, y pronunciadas por aquella mujer, cuyos<br />
ojillos verdes y pequeños parecían reír con una<br />
expresión diabólica, mientras el labio articulaba su<br />
acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el<br />
oído de Doretea como un sarcasmo horrible,<br />
trayéndole a la memoria las magníficas promesas<br />
para más allá de la muerte con que mosén Gil solía<br />
responder a sus exigencias continuas. Su primer<br />
impulso fue echar enhoramala a la vieja; pero conteniéndose,<br />
por respetos a ser su casa la del cura<br />
del lugar, se limitó a volverla la espalda con un gesto<br />
de desagrado y mal humor bastante signifitativo.<br />
La vieja, a quien antes parecía complacer que no<br />
afligir esta repulsa, aproximose más a la joven y,
procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca<br />
destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo<br />
siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría<br />
la serpiente que sedujo a Eva en el Paraíso:<br />
-Hermosa niña, si no por el amor de Dios,<br />
por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo a un<br />
señor que no se limita a recompensar a los que<br />
hacen bien a los suyos en la otra vida, sino que les<br />
da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por<br />
el que tú conoces; ahora torno a demandarte socorro<br />
por el que yo reverencio.<br />
-¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy<br />
de humor para oír disparates -dijo Dorotea, que<br />
juzgó loca o chocheando a la haraposa vieja que le<br />
hablaba de un modo para ella incomprensible. Y sin<br />
volver siquiera el rostro, al despedirla tan bruscamente,<br />
hizo ademán de entrarse en el interior de la<br />
casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta<br />
a ceder con tanta facilidad en su empeño, asiéndola<br />
de la saya la detuvo un instante, y tornó a decirle:<br />
-Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te<br />
equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo hablo,<br />
sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la<br />
ocasión de tus pesares.
Y cual si su corazón fuese un libro y éste<br />
estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la sobrina<br />
del cura, que no acertaba a volver en sí de su<br />
asombro, cuantas ideas habían pasado por su mente,<br />
al comparar su triste situación con la de las otras<br />
muchachas del pueblo.<br />
-Mas no te apures -continuó la astuta arpía<br />
después de darle esta prueba de su maravillosa<br />
perspicacia-; no te apures: hay un señor tan poderoso<br />
como el de mosén Gil, y en cuyo nombre me<br />
he acercado a hablarte so pretexto de pedir una<br />
limosna; un señor que no sólo no exige sacrificios<br />
penosos de los que le sirven, sino que se esmera y<br />
complace en secundar todos sus deseos; alegre<br />
como un juglar, rico como todos los judíos de la<br />
tierra juntos y sabio hasta el extremo de conocer los<br />
más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio<br />
se afanan los hombres. Las que le adoran viven<br />
en una continua zambra, tienen cuantas joyas y<br />
dijes desean, y poseen filtros de una virtud tal, que<br />
con ellos llevan a cabo cosas sobrenaturales; se<br />
hacen obedecer de los espíritus, del Sol y de la<br />
Luna, de los peñascos, de los montes y de las olas<br />
del mar, e infunden el amor o el aborrecimiento en<br />
quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos,<br />
si quieres gozar de cuanto ambicionas, a muy poca
costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres<br />
hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido para consumirte<br />
al lado de un viejo achacoso e impertinente,<br />
que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en la<br />
miseria, merced a su caridad extravagante.<br />
Dorotea, que al principio se prestó de mala<br />
voluntad a oír las palabras de la vieja, fue poco a<br />
poco interesándose en aquella halagüeña pintura<br />
del brillante porvenir, que podía ofrecerle, y aunque<br />
sin desplegar los labios, con una mirada entre<br />
crédula y dudosa, pareció preguntarle en que consistía<br />
lo que debiera hacer para alcanzar aquello<br />
que tanto deseaba. La vieja entonces, sacando una<br />
botija verde que traía oculta entre el harapiento<br />
delantal, le dijo:<br />
-Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama<br />
una pila de agua bendita de la que todas las noches,<br />
antes de acostarse, arroja algunas gotas,<br />
pronunciando una oración, por la ventana que da<br />
frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con<br />
ésta, y después de apagado el hogar dejas las tenazas<br />
envueltas en las cenizas, yo vendré a verte<br />
por la chimenea al toque de ánimas, y el señor a<br />
quien obedezco, y que en muestra de su generosidad<br />
te envía este anillo, te dará cuanto desees.
Esto diciendo, le entregó la botija, no sin<br />
haberle puesto antes en el dedo de la misma mano<br />
con que la tomara un anillo de oro, con una piedra<br />
hermosa sobre toda ponderación.<br />
La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba<br />
hacer a la vieja, permanecía aún irresoluta y<br />
más suspensa que convencida de sus razones;<br />
pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivos<br />
colores supo pintarle el triunfo de su amor propio<br />
ajado, cuando al día siguiente, merced a la obediencia,<br />
lograse ir a la hoguera de la plaza vestida<br />
con un lujo desconocido, que al fin cedió a sus sugestiones<br />
prometiendo obedecerla en un todo.<br />
Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con<br />
ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios<br />
y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la<br />
cuenta de la sustitución del agua con un brebaje<br />
maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y<br />
dormía con el sueño reposado de los ángeles,<br />
cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del<br />
hogar y poner, según fórmula, las tenazas entre las<br />
cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y<br />
no otra cosa podía ser la vieja miserable que disponía<br />
de joyas de tanto valor como el anillo y visita-
a a sus amigos a tales horas y entrando por la<br />
chimenea.<br />
Los habitantes de la aldea de Trasmoz<br />
dormían asimismo como lirones, excepto algunas<br />
muchachas que velaban, cosiendo sus vestidos<br />
para el día siguiente. Las campanas de la iglesia<br />
dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos<br />
y acompasados se perdieron dilatándose en las<br />
ráfagas del aire para ir a expirar entre las ruinas del<br />
castillo. Dorotea, que hasta aquel momento, y una<br />
vez adoptada su resolución, había conservado la<br />
firmeza y sangre fría suficientes para obedecer las<br />
órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y<br />
fijar los ojos con inquietud en el cañón de la chimenea<br />
por donde había de verla aparecer de un modo<br />
tan extraordinario. No se hizo esperar mucho, y<br />
apenas se perdió el eco de la última campanada,<br />
cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris<br />
y haciendo un ruido extraño y particular de estos<br />
animalitos, cuando con la cola levantada y el cuerpo<br />
hecho un arco, van y vienen de un lado a otro acariciándose<br />
con nuestras piernas. Tras el gato gris<br />
cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de<br />
los que llaman moriscos, y hasta catorce o quince<br />
de diferentes dimensiones y color, revueltos con<br />
una multitud de sapillos verdes y tripudos con un
cascabel al cuello, y una a manera de casaquilla<br />
roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y<br />
venir por la cocina, saltando de un lado a otro; éstos<br />
por los vasares, entre los pucheros y las fuentes,<br />
aquéllos por el ala de la chimenea, los de más allá<br />
revolcándose entre la ceniza y levantando una gran<br />
polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar<br />
su cascabel, se ponían de pie al borde de las marmitas,<br />
daban volteretas en el aire o hacían equilibrios<br />
y dislocaciones pasmosas, como los clownes<br />
de nuestros circos ecuestres. Por último, el gato<br />
gris, que parecía el jefe de la banda, en cuyos ojillos<br />
verdosos y fosforescentes había creído reconocer la<br />
sobrina del cura los de la vieja que le habló por la<br />
tarde, levantándose sobre las patas traseras en la<br />
silla en que se encontraba subido, dirigió la palabra<br />
en estos términos.<br />
-Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos<br />
tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en nuestra<br />
primitiva forma y que comencemos a ayudarte a<br />
fraguar las galas para las fiestas y a amasar los<br />
panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la<br />
señal de la cruz con la mano izquierda invocando a<br />
la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.
Dorotea, aunque temblando, hizo punto por<br />
punto lo que se le decía, y los gatos se convirtieron<br />
en otras tantas mujeres, de las cuales, unas comenzaron<br />
a cortar y otras a coser telas de mil colores,<br />
a cual más vistoso y llamativo, hilvanando y<br />
concluyendo sayas y jubones a toda prisa, en tanto<br />
que los sapillos, diseminados por aquí y por allá,<br />
con unas herramientas diminutas y brillantes, fabricaban<br />
pendientes de filigrana de oro para las orejas,<br />
anillos con piedras preciosas para los dedos, o armados<br />
de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían<br />
unas zapatillas de tafilete, tan monas y tan bien<br />
acabadas, que merecían calzar el pie de una hada.<br />
Todo era animación y movimiento en derredor de<br />
Dorotea; hasta la llama del candil que alumbraba<br />
aquella escena extravagante parecía danzar alegre<br />
en su piquera de hierro, chisporroteando y plegando<br />
y volviendo a desplegar su abanico de luz, que se<br />
proyectaba en los muros en círculos movibles, ora<br />
oscuros, ora brillantes. Esto se prolongó hasta rayar<br />
el día, en que el bullicioso repique de las campanas<br />
de la parroquia echadas a vuelo en honor del santo<br />
patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos,<br />
anunciaron el alba a los habitantes de la aldea.<br />
Pasó el día entre fiestas y regocijos. Mosén Gil, sin<br />
sospechar la parte que las brujas habían tomado en
su elaboración, repartió, terminada la misa, sus<br />
panes entre los pobres; las muchachas bailaron en<br />
las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los<br />
dijes y las galas que habían traído de Tarazona, y<br />
¡cosa particular!, Dorotea, aunque al parecer fatigada<br />
de haber pasado la noche en claro amasando el<br />
pan de la limosna, como pequeño asombro de su<br />
tío, ni se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas<br />
de mozas y mozos que pasaban emperejilados<br />
por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida<br />
y sola en su casa.<br />
Al fin llegó la hoche, que a la sobrina del cura<br />
pareció tardar más que otras veces. Mosén Gil se<br />
metió en su cama al toque de oraciones, según<br />
tenía de costumbre, y la gente joven del lugar encendió<br />
la hoguera en la plaza donde debía continuar<br />
el baile: Dorotea, entonces, aprovechando el sueño<br />
de su tío, se adornó apresuradamente con los hermosos<br />
vestidos, presente de las brujas, púsose los<br />
pendientes de filigrana de oro, cuyas piedras blancas<br />
y luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas<br />
gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y,<br />
con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada<br />
dedo, se dirigió al punto en que los mozos y las<br />
mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al<br />
resplandor del fuego; cuyas lenguas rojas, corona-
das de chispas de mil colores, se levantaban por<br />
cima de los tejados de las casas, arrojando a lo<br />
lejos las prolongadas sombras de las chimeneas y<br />
la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que<br />
su aparición produciría. Sus rivales en hermosura,<br />
que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron<br />
oscurecidas y arrinconadas; los hombres se disputaban<br />
el honor de alcanzar una mirada de sus ojos,<br />
y las mujeres se mordían los labios de despecho.<br />
Como le habían anunciado las brujas, el triunfo de<br />
su vanidad no podía ser más grande.<br />
Pasaron las fiestas del santo, y anque Dorotea<br />
tuvo buen cuidado de guardar sus joyas y sus<br />
vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se<br />
habló en el pueblo de otro asunto.<br />
-¡Vaya! ¡Vaya! -decían sus feligreses a<br />
Mosén Gil-: tenéis a vuestra sobrina hecha un pimpollo<br />
de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que,<br />
después de dar lo que dais en limosnas, aún os<br />
quedaba para esos rumbos!<br />
Pero mosén Gil, que era la bondad misma y<br />
que ni siquiera podía figurarse la verdad de lo que<br />
pasaba, creyendo que querían embromarle, aludiendo<br />
a la pobreza y la humildad en el vestir de<br />
Dorotea, impropias de la sobrina de un cura, perso-
naje de primer orden en los pueblos, se limitaba a<br />
contestar sonriendo y como para seguir la broma:<br />
efecto.<br />
-¿Qué queréis? Donde lo hay, se luce.<br />
Las galas de Dorotea hacían entretanto su<br />
Desde aquella noche en adelante no faltaron<br />
enramadas en sus ventanas, música en sus<br />
puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas,<br />
estos cantares y estos ramos tuvieron el fin<br />
que era natural, y a los dos meses la sobrina del<br />
cura se casaba con uno de los mozos mejor acomodados<br />
del pueblo; el cual para que nada faltase a<br />
su triunfo, hasta la famosa noche en que se presentó<br />
en la hoguera, había sido novio de una de<br />
aquellas vecinas que tanto la hicieron rabiar en<br />
otras ocasiones, sentándose a coser sus vestidos<br />
en el portal de la calle. Sólo el pobre mosén Gil<br />
perdió desde aquella época para siempre el latín de<br />
sus exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las<br />
brujas, con grande asombro suyo y de sus feligreses,<br />
tornaron a aposentarse en el castillo; sobre los<br />
ganados cayeron plagas sin cuento; las jóvenes del<br />
lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles;<br />
los niños eran azotados por las noches<br />
en sus cunas, y los sábados, después que la cam-
pana de la iglesia dejaba oír el toque de ánimas,<br />
unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas,<br />
y todas a caballo sobre sus escobas, los habitantes<br />
de Trasmoz veían pasar una banda de viejas,<br />
espesa como las grullas, que iban a celebrar sus<br />
endiablados ritos a la sombra de los muros y de la<br />
ruinosa atalaya que corona la cumbre del monte.<br />
Después de oír esta historia, he tenido ocasión<br />
de conocer a la tía Casca, hermana de la otra<br />
Casca famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes,<br />
y vástago de la dinastía de brujas de Trasmoz<br />
que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará<br />
no se sabe cuándo ni dónde. Por más que, al decir<br />
de los revolucionarios furibundos, ha llegado la hora<br />
final de las dinastías seculares, ésta, a juzgar por el<br />
estado en que se hallan los espíritus en el país,<br />
promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en<br />
cuenta que la que vive no será para largo en razón<br />
a su avanzada edad, ya comienza a decirse que la<br />
hija despunta en el oficio y que una netezuela tiene<br />
indudables disposiciones; tan arraigada está entre<br />
estas gentes la creencia de que de una en otra lo<br />
vienen heredando. Verdad es que, como ya creo<br />
haber dicho antes de ahora, hay aquí en cuanto a<br />
uno le rodea un no sé qué de agreste, misterioso y
grande que impresiona profundamente el ánimo y lo<br />
predispone a creer en lo sobre-natural.<br />
De mí puedo asegurarles que no he podido<br />
ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento<br />
involuntario, como si, en efecto, la colérica mirada<br />
que me lanzó, observando la curiosidad impertinente<br />
con que espiaba sus acciones, hubiera podido<br />
hacerme daño. La vi hace pocos días, ya muy<br />
avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al<br />
que se alcanza desde un pedrusco enorme de los<br />
que sirven de cimiento y apoyo a las casas de<br />
Trasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querrán<br />
ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas<br />
y su nariz corva, de rigor en las brujas de<br />
todas las consejas.<br />
Estaba encogida y acurrucada junto al<br />
hogar entre un sinnúmero de trastos viejos, pucherillos,<br />
cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las<br />
que la luz de la llama parecía centuplicarse con sus<br />
brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre<br />
hervía yo no sé qué en un cacharro, que de tiempo<br />
en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez<br />
sería un guiso de patatas para la cena; pero impresionado<br />
a su vista, y presente aún la relación que<br />
me habían hecho de sus antecesoras, no pude me-
nos de recordar, oyendo el continuo hervidero del<br />
guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin<br />
nombre de las brujas del Macbeth de Shakespeare.
Carta novena<br />
A la señorita doña M. L. A.<br />
Apreciable amiga: Al enviarle una copia<br />
exacta, quizás la única que de ella se ha sacado<br />
hasta hoy, prometí a usted referirle la peregrina<br />
historia de la imagen, en honor de la cual un príncipe<br />
poderoso levantó el monasterio, desde una de<br />
cuyas celdas he escrito mis <strong>cartas</strong> anteriores.<br />
Es una historia que, aunque transmitida<br />
hasta nosotros por documentos de aquel siglo y<br />
testificada aún por la presencia de un monumento<br />
material, prodigio del arte, elevado en su conmemoración,<br />
no quisiera entregarla al frío y severo análisis<br />
de la crítica filosófica, piedra de toque a cuya<br />
prueba se someten hoy día todas las verdades.<br />
A esa terrible crítica, que, alentada con algunos<br />
ruidosos triunfos, comenzó negando las tradiciones<br />
gloriosas y los héroes nacionales, y ha<br />
acabado por negar hasta el carácter divino de<br />
Jesús, ¿qué concepto le podría merecer ésta, que<br />
desde luego calificaría de conseja de niños?<br />
Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas<br />
líneas en letras de molde, porque la mía es mala, y<br />
sólo así le será posible entenderme; por lo demás,
yo las escribo para usted, para usted exclusivamente,<br />
porque sé que las delicadas flores de la tradición<br />
sólo puede tocarlas la mano de la piedad, y sólo a<br />
ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin<br />
marchitar sus hojas.<br />
En el valle de Veruela, y como a una media<br />
hora de distancia de su famoso monasterio, hay, al<br />
fin de una larga alameda de chopos que se extiende<br />
por la falda del monte, un grueso pilar de argamasa<br />
y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto<br />
ya de musgo, merced a la continuada acción de las<br />
lluvias, y al que los años han prestado su color oscuro<br />
e indefinible, se ve una especie de nicho que<br />
en su tiempo debió de contener una imagen, y sobre<br />
el cónico capitel que lo remata, el asta de hierro<br />
de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Al pie<br />
crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume,<br />
entre una alfombra de menudas yerbas, las<br />
aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros de<br />
flores azules, y otra gran porción de plantas olorosas<br />
y saludables. Un arroyo de agua cristalina corre<br />
allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso<br />
festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus<br />
orillas, y, en el verano, las ramas de los chopos,<br />
agitadas por el aire que continuamente sopla de la<br />
parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra.
Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él<br />
aconteció, hará próximamente unos siete siglos, el<br />
suceso que dio origen a la fundación del célebre<br />
monasterio de la Orden del Cister, conocido con el<br />
nombre de Santa María de Veruela.<br />
Refiere un antiguo códice, y es tradición<br />
constante en el país, que, después, de haber renunciado<br />
a la corona que le ofrecieron los aragoneses,<br />
a poco de ocurrida la muerte de Don Alonso,<br />
en la desgraciada empresa de Fraga, Don Pedro<br />
Atares, uno de los más poderosos magnates de<br />
aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que<br />
era señor, y donde en compañía de algunos de sus<br />
leales servidores, y como descanso de las continuas<br />
inquietudes, de las luchas palaciegas y del<br />
batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus<br />
días entregado al ejercicio de la caza, ocupación<br />
favorita de aquellos rudos y valientes caballeros,<br />
que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan<br />
propiamente se ha llamado simulacro e imagen de<br />
la guerra.<br />
El valle en que está situado el monasterio,<br />
que dista tres leguas escasas de la ciudad de Borja,<br />
y la falda del Moncayo, que pertenece a Aragón,<br />
eran entonces parte de su dilatado señorío; y como
quiera que de los pueblecillos que ahora se ven<br />
salpicados aquí y allá por entre las quiebras del<br />
terreno, no existían más que las atalayas y algunas<br />
miserables casucas, abrigo de pastores, que las<br />
tierras no se habían roturado, ni las crecientes necesidades<br />
de la población habían hecho caer al<br />
golpe del hacha los añosísimos árboles que lo cubrían,<br />
el valle de Veruela, con sus bosques de encinas<br />
y carrascas seculares, y sus intrincados laberintos<br />
de vegetación virgen y lozana, ofrecía seguro<br />
abrigo a los ciervos y jabalíes, que vagaban por<br />
aquellas soledades en número prodigioso.<br />
Aconteció una vez que, habiendo salido el<br />
señor de Borja, rodeado de sus más hábiles ballesteros,<br />
sus pajes y sus ojeadores, a recorrer esta<br />
parte de sus dominios, en busca de la caza en que<br />
era tan abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa<br />
verdaderamente extraordinaria, dadas las condiciones<br />
del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar<br />
a la vuelta de la jornada como trofeo de la expedición.<br />
Dábase a todos los diablos Don Pedro Atares,<br />
y, a pesar de su natural prudencia, juraba y<br />
perjuraba que había de colgar de una encina a los<br />
cazadores furtivos, causa, sin duda, de la incom-
prensible escasez de reses que por vez primera<br />
notaba en sus cotos; los perros gruñían cansados<br />
de permanecer tantas horas ociosos atados a la<br />
traílla; los ojeadores roncos de vocear en balde,<br />
volvían a reunirse a los mohínos ballesteros, y todos<br />
se disponían a tomar la vuelta del castillo para salir<br />
de lo más espeso del carrascal antes que la noche<br />
cerrase, tan oscura y tormentosa como lo auguraban<br />
las nubes suspendidas sobre la cumbre del<br />
vecino Moncayo, cuando de repente una cierva, que<br />
parecía haber estado oyendo la conversación de los<br />
cazadores, oculta por el follaje, salió por entre las<br />
matas más cercanas, y, como burlándose de ellos,<br />
desapareció a su vista para ir a perderse entre el<br />
laberinto del monte. No era aquélla seguramente la<br />
hora más a propósito para darle caza, pues la oscuridad<br />
del crepúsculo, aumentada por la sombra de<br />
las nubes que poco a poco iban entoldando el cielo,<br />
se hacía cada vez más densa; pero el señor de<br />
Borja, a quien desesperaba la idea de volverse con<br />
las manos vacías de tan larga excursión, sin hacer<br />
alto en las observaciones de los más experimentados,<br />
dio apresuradamente la orden de arrancar en<br />
su seguimiento, y, mandando a los ojeadores por un<br />
lado y a los ballesteros por otro, salió a brida suelta<br />
y seguido de sus pajes, a quienes pronto dejó reza-
gados en la furia de su carrera tras la imprudente<br />
res que de aquel modo parecía haber venido a<br />
burlársele en sus barbas.<br />
Como era de suponer, la cierva se perdió en<br />
lo más intrincado del monte, y a la media hora de<br />
correr en busca suya, cada cual en una dirección<br />
diferente, así don Pedro Atares, que se había quedado<br />
completamente solo, como los menos conocedores<br />
de terreno de su comitiva, se encontraron<br />
perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la<br />
noche, y la tormenta, que durante toda la tarde se<br />
estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó<br />
a descender lentamente por la falda y a tronar<br />
y a relampaguear, cruzando las llanuras como<br />
un majestuoso paseo. Los que las han presenciado<br />
pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de<br />
las repentinas tempestades que estallan a aquella<br />
altura, donde los truenos, repercutidos por las concavidades<br />
de las peñas, las ardientes exhalaciones,<br />
atraídas por la frondosidad de los árboles, y el espeso<br />
turbión de granizo congelado por las corrientes<br />
de aire frío e impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta<br />
el punto de hacernos creer que los montes se desquician,<br />
que la tierra va a abrirse debajo de los pies,<br />
o que el cielo, que cada vez parece estar más bajo<br />
y más pesado, nos oprime como con una capa de
plomo. Don Pedro Atares, sólo y perdido en aquellas<br />
inmensas soledades, conoció tarde su imprudencia<br />
y en vano se esforzaba para reunir en torno<br />
suyo a su dispersa comitiva; el ruido de la tempestad<br />
que cada vez se hacía mayor, ahogaba sus<br />
voces.<br />
Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso,<br />
comenzaba a desfallecer ante la perspectiva de una<br />
noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto<br />
al furor de los desencadenados elementos;<br />
ya su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa,<br />
se negaba a proseguir adelante, inmóvil y como<br />
clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al<br />
cielo, dejó escapar involuntariamante de sus labios<br />
una piadosa oración a la Virgen, a quien el cristiano<br />
caballero tenía costumbte de invocar en los más<br />
duros trances de la guerra, y que en más de una<br />
ocasión le había dado la victoria.<br />
La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió<br />
a la tierra para protegerle. Yo quisiera tener<br />
la fuerza de imaginación bastante para poderme<br />
figurar cómo fue aquello. Yo he visto pintadas por<br />
nuestros más grandes artistas algunas de esas<br />
místicas escenas; yo he visto, y usted habrá visto<br />
también, a la misteriosa luz de la gótica catedral de
Sevilla; uno de esos colosales lienzos en que Murillo,<br />
el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar<br />
para pasmo de los hombres un rayo de esa diáfana<br />
atmósfera en que nadan los ángeles como en un<br />
océano de luminoso vapor; pero allí es necesaria la<br />
intensidad de las sombras en un punto del cuadro<br />
para dar mayor realce a aquel en que se entreabren<br />
las nubes como una explosión de claridad; allí, pasada<br />
la primera impresión del momento, se ve el<br />
arte luchando con sus limitados recursos para dar<br />
idea de lo imposible.<br />
Yo me figuro algo más, algo que no se puede<br />
decir con palabras ni traducir con sonidos o con<br />
colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo<br />
rodea; todo lo abrillanta, que, por decirlo así, se<br />
compenetra en todos los objetos y los hace aparecer<br />
como de cristal, y en su foco ardiente lo que<br />
pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me figuro<br />
como se iría descomponiendo el temeroso fragor de<br />
la tormenta en notas largas y suavísimas, en acordes<br />
distintos, en rumor de alas, en armonías extrañas<br />
de cítaras y salterios; me figuro ramas inmóviles,<br />
el viento suspendido, y la tierra, estremecida de<br />
gozo, con un temblor ligerísimo al sentirse hollada<br />
otra vez por la divina planta de la Madre de su<br />
Hacedor, absorta, atónita y muda, sostenerla por un
instante sobre sus hombros. Me figuro, en fin, todos<br />
los esplendores del cielo y de la la tierra reunidos en<br />
un solo esplendor, todas las armonías en una sola<br />
armonía, y en mitad de aquel foco de luz y de sonidos,<br />
la celestial Señora, resplandeciendo como una<br />
llama más viva que las otras resplandece entre las<br />
llamas de una hoguera, como dentro de nuestro sol<br />
brillaría otro sol más brillante.<br />
Tal debió de aparecer la Madre de Dios a<br />
los ojos del piadoso caballero, que bajando de su<br />
cabalgadura y postrándose hasta tocar el sucio con<br />
la frente, no osó levantarlos mientras la celeste visión<br />
le hablaba, ordenándole que en aquel lugar<br />
erigiese un templo en honra y gloria suya.<br />
El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz<br />
se comenzó a debilitar como la de un astro que se<br />
eclipsa; la armonía se apagó, temblando sus notas<br />
en el aire, como el eco de una música lejana, y don<br />
Pedro Atares lleno de un estupor indecible, corrió a<br />
tocar con sus labios el punto en que había puesto<br />
sus pies la Virgen. Pero ¡cuál no sería su asombro<br />
al encontrar en él una milagrosa imagen, testimonio<br />
real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para<br />
eterna memoria de tan señalado favor, le dejaba al<br />
desaparecer la celestial Señora!
A esta sazón, aquellos de sus servidores<br />
que habían logrado reunirse y que, después de<br />
haber encendido algunas teas, recorrían el monte<br />
en todas direcciones, haciendo señales con las<br />
trompas de ojeo a fin de encontrar a su señor por<br />
entre aquellas intrincadas revueltas, donde era de<br />
temer le hubiera acontecido una desgracia, llegaron<br />
al sitio en que acababa de tener lugar la maravillosa<br />
aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores<br />
todos del suceso, improvisáronse unas andas con<br />
las ramas de los árboles, y en piadosa procesión,<br />
conduciendo los caballos del diestro e iluminándola<br />
con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo<br />
la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico<br />
castillo entraron al mediar la noche.<br />
Como puede presumirse, don Pedro Atares<br />
no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el deseo<br />
que había manifestado la Virgen. Merced a sus<br />
fabulosas riquezas, se allanaron todas las dificultades<br />
que parecían oponerse a su erección, y el suntuoso<br />
monasterio con su magnífica iglesia, semejante<br />
a una catedral, sus claustros imponentes y sus<br />
almenados muros, levantose como por encanto en<br />
medio de aquellas soledades.
San Bernardo en persona vino a establecer<br />
en él la comunidad de su Regla y asistir a la traslación<br />
de la milagrosa imagen desde el castillo de<br />
Borja, donde había estado custodiada, hasta su<br />
magnífico templo, de Veruela, a cuya solemne congregación<br />
asistieron seis prelados y estuvieron presentes<br />
muchos magnates y príncipes poderosos,<br />
amigos y deudos de su ilustre fundador, don Pedro<br />
Atares, el cual, para eterna memoria del señalado<br />
favor que había obtenido de la Virgen, mandó colocar<br />
una cruz y la copia de su divina imagen en el<br />
mismo lugar en que la había visto descender del<br />
cielo. Este lugar es el mismo de que he hablado a<br />
usted al principio de esta carta, y que todavía se<br />
conoce con el nombre de La Aparecida.<br />
Yo oí por primera vez referir la historia, que<br />
a mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la<br />
recuerda, y antes de haber visto el monasterio que<br />
ocultaban aún a mis ojos las altas alamedas de<br />
árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas<br />
torres.<br />
Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla<br />
de curiosidad y veneración traspasaría luego los<br />
umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del<br />
arte cristiano; que guarda aún en su seno la miste-
iosa escultura, objeto de ardiente devoción por<br />
tantos siglos, y a la que nuestros antepasados, de<br />
una generación en otra, han tributado sucesivamente<br />
las honras más señaladas y grandes. Allí, día y<br />
noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar<br />
en que se encontraba la imagen, sobre un escabel<br />
de oro, doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose<br />
lentamente, entre las sombras del templo,<br />
como una constelación de estrellas; allí los piadosos<br />
monjes, vestidos de sus blancos hábitos, entonaban<br />
a todas horas sus alabanzas en un canto grave y<br />
solemne, que se confundían con los amplios acordes<br />
del órgano; allí los hombres de armas del monasterio,<br />
mitad templo, mitad fortaleza; los pajes del<br />
poderoso abad y sus innumerables servidores la<br />
saludaban con ruidosas aclamaciones de júbilo,<br />
como a la hermosa castellana de aquel castillo,<br />
cuando en los días clásicos, la sacaban un momento<br />
por sus patios, coronados de almenas, bajo un<br />
palio de tisú y pedrería.<br />
Al penetrar en aquel anchuroso recinto,<br />
ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus<br />
altas torres caídas por el suelo, la hiedra serpenteando<br />
por las hendiduras de sus muros, y las ortigas<br />
y los jaramagos que crecen en montón por todas<br />
partes, se apodera del alma una profunda sensa-
ción de involuntaria tristeza. Las enormes puertas<br />
de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus<br />
enmohecidos goznes con un lamento agudo, siempre<br />
que un curioso viene a turbar aquel alto silencio,<br />
y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de<br />
cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo<br />
palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta<br />
del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y<br />
de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado<br />
impresos artífices de la Edad Media los signos misteriosos<br />
de su masónica hermandad; aquella gran<br />
puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se<br />
abría de par en par en las grandes solemnidades,<br />
no volverá a abrirse; ni volverá a entrar por ella la<br />
multitud de los fieles, convocados al son de las<br />
campanas que volteaban alegres y ruidosas en la<br />
elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es<br />
preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos<br />
y tan tristes como el primero, internarse en el<br />
claustro procesional, sombrío y húmedo como un<br />
sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que<br />
descansan los hijos del fundador, llegar hasta un<br />
pequeño arco que apenas si en mitad del día se<br />
distingue entre las sombras eternas de aquellos<br />
medrosos pasadizos, y donde una losa negra, sin<br />
inscripción y con una espada groseramente esculpi-
da, señala el humilde lugar en que el famoso Don<br />
Pedro Atares quiso que reposasen sus huesos.<br />
Figúrese usted una iglesia tan grande y tan<br />
imponente como la más imponente y más grande de<br />
nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico<br />
pedestal labrado de figuras caprichosas y formando<br />
el más extraño contraste, una pequeña jofaina<br />
de loza de la más basta de Valencia hace las<br />
veces de pila para el agua bendita; de las robustas<br />
bóvedas cuelgan aún las cadenas de metal que<br />
sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido;<br />
en los pilares se ven las estacas y las anillas de<br />
hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo<br />
franjado de oro, de las que sólo queda la memoria;<br />
entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba<br />
el órgano; no hay vidrios en las ojivas que dan<br />
paso a la luz; no hay altares en las capillas, el coro<br />
está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad<br />
por todas partes, gime por los ángulos del templo,<br />
y los pasos resuenan de un modo tan particular<br />
que parece que se anda por el interior de una inmensa<br />
tumba.<br />
Allí, sobre un mezquino altar, hecho de los<br />
despedazados restos de otros altares, recogidos por<br />
alguna mano piadosa, y alumbrado por una lampari-
lla de cristal con más agua que aceite, cuya luz<br />
chisporrotea próxima a extinguirse, se descubre la<br />
santa imagen, objeto de tanta veneración en otras<br />
edades, a la sombra de cuyo altar duermen el sueño<br />
de la muerte tantos próceres ilustres, a la puerta<br />
de cuyo monasterio dejó su espada como en señal<br />
de vasallaje un monarca español, que atraído por la<br />
fama de sus milagros, vino a rendirle, en época no<br />
muy remota, el tributo de sus oraciones. De tanto<br />
esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de<br />
exaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo en<br />
las antiguas crónicas del país, y una piadosa tradición<br />
entre los campesinos que de cuando en cuando<br />
atraviesan con temor los medrosos claustros del<br />
monasterio para ir a arrodillarse ante Nuestra Señora<br />
de Veruelas, que para ellos, así en la época de<br />
su grandeza como en la de su abandono, es la santa<br />
protectora de su escondido valle.<br />
En cuanto a mí, puedo asegurar a usted<br />
que en aquel templo, abandonado y desnudo, rodeado<br />
de tumbas silenciosas, donde descansan<br />
ilustres próceres, sin descubrir, al pie del ara que la<br />
sostiene, más que las mudas e inmóviles figuras de<br />
los abades muertos, esculpidas groseramente sobre<br />
las losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la<br />
milagrosa imagen, cuya historia conocía de ante-
mano, me infundió más hondo respeto, me pareció<br />
más hermosa, más rodeada de una atmósfera de<br />
solemnidad y grandeza indefinibles que otras muchas<br />
que había visto antes en retablos churriguerescos,<br />
muy cargadas de joyas ridículas, muy alumbradas<br />
de luces en forma de pirámides y de estrellas,<br />
muy engalanadas con profusión de flores de<br />
papel y de trapo.<br />
A usted y a todo el que sienta en su alma la<br />
verdadera poesía de la religión, creo que le sucedería<br />
lo mismo.