Stony Brook University
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Desgraciadamente, en nuestro tiempo se concibe de manera bien unilateral la securalización: como síntoma de pérdida de peso específico de lo religioso (judío o cristiano). No tiene por qué ser y entenderse así. La secularización es ciertamente la señal de la modernidad en su aproximación a la historia secular, al mundo empírico, a las formas políticas o de organización de la sociedad. Pero no debe concebirse necesariamente ese saludable proceso como efecto de un radical truncamiento de la relación del hombre con lo divino, o como recusación de la revelación. No tiene que por qué entenderse como documentación y prueba de lo que suele llamarse eclipse de Dios. Precisamente la secularización constituye—a mi modo de ver—una de las principales premisas que permiten salvaguardar, en su espacio propio imposible de reducir y de reprimir, el vínculo del hombre con Dios en el gran negocio de su propia salvación. (Trías par. 3) O dicho con otras palabras: como consecuencia de la muerte de Dios—tal y como vimos en el pasado capítulo—la metafísica no ha muerto, más allá del fonocentrismo se mantiene en una suerte de productivo medio luto (Derrida), porque finiquitarla, superar la metafísica, nos llevaría de nuevo a enaltecer metafísicamente la pureza de su ausencia. Demos la voz a Martin Heidegger, uno de los pensadores—tan caro a Lezama Lima—que entienden la secularización como un espacio de nuevas relaciones—o no tan nuevas—con lo sagrado. Esas relaciones pasan por la producción de una disposición para una aparición divina o para su desaparición infinita, en un movimiento activo y pasivo a la vez: Sólo un dios puede aún salvarnos. La única posibilidad de salvación la veo en que preparemos, con el pensamiento y la poesía, una disposición para la aparición del dios o para su ausencia en el ocaso; dicho toscamente, que no «estiremos la pata», sino que, si desaparecemos, que desaparezcamos ante el rostro del dios ausente. (Entrevista del Spiegel a Martin Heidegger 122 ) 68
Pero si la secularización no consigue atarnos al mástil de la embarcación ni taparnos los oídos, también sería exagerado contemplar a Lezama Lima como una sirena arrebatadora que persiste en sus cantos nostálgicos, entendidos éstos como reflejo de las categorías trascendentales de la estética idealista. Aquí se abre una doblez fundamental en la obra de Lezama Lima. Por una parte, en Oppiano Licario, Yna Eco afirma sobre el trío formado por José Cemí, Licario y ella misma: “Somos la otra trinidad que surge en el ocaso de las religiones” (314) O, “No somos dioses, y nos asombra el cáliz que hemos tenido que apurar. No podemos apoderarnos de su profundo sentido y temblamos”. Por otra parte, pocos escritores como Lezama Lima aparentarán escribir como si la secularización moderna no hubiera sucedido jamás, como si fuera posible “en pleno siglo XX” escribir mirando hacia otro lado. De esa doblez fundamental se desprende el carácter de simulacro premoderno que define la obra lezamiana. En la era del ocaso de las religiones, nadie como Lezama Lima goza de mayor elevación del espíritu o de mayor inspiración para lo sagrado. Sin embargo—para volver a cerrar el círculo o abrir una incómoda espiral—, lo sagrado en Lezama Lima será lo suficientemente impuro, mundano, aterrador, como para que podamos afirmar que su obra se inscribe en un contexto secularizado, en el ocaso de las religiones, contra la secularización pero desde ella. Dicho de otra manera; frente a la crítica que ha querido ver en Lezama Lima al epítome de “el buen salvaje” o al poeta de 69
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como reflejo de las categorías trascendentales de la estética idealista. Aquí se abre<br />
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“No somos dioses, y nos asombra el cáliz que hemos tenido que apurar. No<br />
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