Stony Brook University
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salvíficos que persiste en recabar un sentido global del acontecer y que es consecuencia por tanto de un proceso fallido de secularización? Con peligro de arriesgar demasiado y de practicar el juego de las conspiraciones, podemos llegar aún más lejos, más cerca: junto a la desacralización de Lezama Lima quizás se está fraguando el diseño de una transición política en Cuba más allá del castrismo y hacia una democracia iluminista, raciohumanista y (neo)liberal, pero también sin sombra de Lezama Lima. Con todos los fantasmas encerrados en el armario. 18) La modernidad no puede leer a Lezama Lima, carece—repetimos—de la inspiración necesaria. Debe “nihilistamente” exorcizar su anomalía sobre la convicción de una secularización triunfante y redonda de los saberes. La paradoja es que el acto desacralizador para con Lezama Lima dice más de quien lo acomete que de quien lo recibe. Lezama Lima no puede dejar de ser un escritor moderno o hasta posmoderno porque nada más (pos)moderno que la teatralización de una premodernidad en tiempos de penuria. ¿Por qué insistir en desacralizar lo ya desacralizado y que sin embargo persiste en lo imposible, en lo difícil? ¿Por qué desacralizar lo que no puede ser sagrado? ¿Por qué dar puñaladas a un fantasma? ¿Por qué el afán por desacralizarlo todo del todo? Porque el planteamiento crítico desacralizador (y auto-sacrogenético), hipóstasis de la forma docta de estar en el mundo, provinciano en la medida en que no sale de la experiencia de Cuba en el caso de Díaz y Rojas, que promueve la teleología que condena y transforma la 206
historia cubana en una caza de brujas o una película de detectives (cuyo crimen misterioso reside en la páginas perdidas o arrancadas de un diario de guerra), repetimos, no sabe qué hacer con Lezama Lima sino domesticarlo mediante la imposición de su doctrina racionalista—no sólo racional—, excluyente, funcional, cuando la historia de salvación que llamamos modernización porta consigo la prueba de que la secularización de la modernidad es un cuento de hadas narrado por el dios único de la razón. Ese planteamiento crítico ignoraría o soslayaría, como escribió Octavio Paz, que la modernidad sólo podría definirse como una suma de antimodernidades, de divergencias e insumisiones, no como un interminable monólogo o un credo límpido y universalizable. Alguien tendría que decir alto y claro que nuestra época es tan ingenua como cualquier otra, que no estamos de vuelta de nada. “Somos semi-barbaros”, afirmó Borges en cierta ocasión. Se impone así un tipo de saber no-sapiencial, insipiente, funcional, funcionarial, que encuentra en la gran corriente ilustrada su lumbre, lustre y lastre. La modernidad accede a la luz o razón “irracionalizando” el saber sapiente de mitos, ritos, cuentos, cábalas, símbolos y arquetipos” (Ortiz Osés XI) El soporte racional y cívico destituye el soporte trágico, instituye un ámbito teórico-práctico con pretensiones de universalidad hermenéutica y normativa, constituye un paradigma refractario a cualquier intercambio con la exterioridad negada, sustituye la radical complejidad trágica por una multitud de complejidades funcionales (…) es realmente un soliloquio, un interminable monólogo, mudo frente al susurro de la poesía, el eco de la epopeya, el desafío del mito (Lanceros 98 44 ) 207
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consecuencia por tanto de un proceso fallido de secularización? Con peligro de<br />
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aún más lejos, más cerca: junto a la desacralización de Lezama Lima quizás se<br />
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y hacia una democracia iluminista, raciohumanista y (neo)liberal, pero también<br />
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18) La modernidad no puede leer a Lezama Lima, carece—repetimos—de la<br />
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¿Por qué el afán por desacralizarlo todo del todo? Porque el planteamiento crítico<br />
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