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que al menos parte del “camp” lezamiano, y el consiguiente rejuego a caballo entre la frivolidad y la seriedad, es deliberado y constante. Antes, hemos de aceptar una suposición poco arriesgada: Lezama Lima habla en su narrativa por boca de muchos de sus personajes alter ego. Oppiano Licario, como ya advertimos más arriba, es uno de los más evidentes. Engañar—decía Licario—sin tomar precauciones, es como el mal gusto, en el momento en que todavía no hemos pasado, por astucia, del buen gusto al mal gusto—aunque él sabía que tampoco le interesaba el mal gusto provocado, sino le gusto en la tierra desconocida. A veces se complacía en mostrarse como un engañador, como un mago de feria, cuando era un verídico, un tentador y un hechicero tribal. (255) Engaño. Simulacro doble, podríamos añadir si quisiéramos congraciarnos con uno de los fetiches conceptuales de la posmodernidad y a la vez separarnos de él. Porque si en el Capítulo Dos escribimos que la obra de Lezama Lima oficia un simulacro premoderno en tiempos de indigencia, podemos ahora llegar aún más lejos: en lo que concierne a la frivolidad, la escritura de Lezama Lima “simula” un simulacro, juega al escándalo, navega entre el buen y el mal gusto, en un territorio de fealdad estetizada, pero sólo lo di-simula, se complace en “mostrarse como un engañador” cuando no lo es. En este párrafo Lezama Lima confiesa además otras dos ideas fundamentales: no engaña por engañar sino que lo hace por astucia; en realidad, detrás de la máscara frívola, carnavalesca, y el conato de la provocación por la provocación, se esconde un escritor que se toma muy en serio y que pretende llegar más allá del juego pero a través del juego mismo, a 152
una tierra desconocida pero a través de la conocida, a una tierra desconocida donde abunda el mal gusto no “provocado”. Sigamos leyendo. Comprendía por qué, después de haber visto a unos juglares alcanzar prodigios, aislarse en torres para descifrar escrituras lejanas, declamar con un cinismo dialéctico de topo: todo tiene su picardía, todo es juego. Ante tanta gente dispuesta a creerles de entrada, Licario los hizo enrojecer al anunciarles: Digan la verdad, ustedes están en estado de gracia, no hay juego ninguno. Los juglares se atemorizaron y cambiaron de mercado. En el mundo actual los juglares prefieren declararse farsantes, antes que entrever su estado de gracia. (255) No hay juego ninguno, aunque lo parezca. Hay provocación y reto, pero no de manera exclusiva. Lo trascendente no desaparece ni se autoparodia, sólo se trasforma. Contra lo que pudiera pensarse, el “camp” se toma en serio a sí mismo, deviene en aquello que ironiza: la seriedad misma. Sabe que no puede escapar de esa jaula que ha construido pero tampoco le interesa. Tiene motivos para ser serio y también para no ser grave. Por astucia (como veremos más bajo) precisa ese carnaval “camp” para llegar si acaso al mismo destino, tomar el camino más largo que, en el caso de Lezama Lima, es además un camino de gracia. Todo el párrafo debiera hacernos pensar en nuestro tiempo posmoderno, plagado de juglares triunfalistas y de farsas autocomplacientes, de juglares que no cambian de mercado porque es en él donde encuentran su ganancia y horizonte. Todo el párrafo debiera hacer enrojecer a más de uno y acaso o en primer lugar al hilo conductor de este capítulo: la frivolidad pura es vista por Lezama Lima como un síntoma de locura, como un acto de violencia autodestructiva si no como un 153
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un simulacro, juega al escándalo, navega entre el buen y el mal gusto, en un<br />
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como un engañador” cuando no lo es. En este párrafo Lezama Lima confiesa<br />
además otras dos ideas fundamentales: no engaña por engañar sino que lo hace<br />
por astucia; en realidad, detrás de la máscara frívola, carnavalesca, y el conato de<br />
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