Una cristiana.pdf - Ataun
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quisiera pegarme, movimiento familiar en él; y en seguida me miró y volvió a soltar la risa. -¡Caramelo! No puede negarse que es usted muy chusco. No tenía usted precio para actor cómico, señor mío de mi mayor respeto. Vamos, lo dicho; es usted de oro, y de plata, y de todos los metales preciosos. ¿Pero no comprende, inocente, que yo, que ni soy director de su conciencia de usted, ni presumo que su conciencia de usted gaste el lujo de tener director, no necesito enterarme de si usted lleva intenciones limpias o sucias y va con buen o mal fin? ¿No conoce que eso a mí no me preocupa, sino en cuanto le considero prójimo? Por usted me alegraré de que sea verdad... y la cuestión de conciencia, aquí termina. Si con algún título pudiera yo meterme en esta danza, sería como amigo de usted, para desengañarle y, quitarle las telarañas de los ojos. Sólo que no querrá usted consentir la extirpación de esa catarata moral; y entonces, el cirujano no tendrá más
ecurso sino dejarle con su padecimiento, hasta que venga la experiencia y le opere. -¿Y en qué consiste mi catarata, vamos a ver? - pregunté algo preocupado por el aplomo y seguridad del fraile. - Pues... ¿quiere usted saberlo? ¿Se convencerá? ¿No me saldrá echando por las de Pavía? - Ni por pienso... Diga usted. - Consiste su catarata en que cree usted que Carmen puede desear que la ayuden a asistir a su marido, y no es cierto, porque Carmen aspira a llevarse ella sola la gloria de la asistencia; consiste en que cree usted que Carmen aborrece a su esposo, y Carmen le ama. Estos son sus errores, sus cataratas morales. ¿Cuánto va a que no las he batido? -¡Padre! - exclamé -, perdemos el tiempo en conversaciones tontas. Lo perdemos lastimosamente: siento decírselo. Porque usted me habla como a un niño de tres años, prescindiendo de que hace bastantes más que tengo uso de razón; y por lo tanto, no puede conven-
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