Una cristiana.pdf - Ataun
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ejas salieron ya bailando con ímpetu, teniendo el salón por suyo. En poco tiempo aumentó la concurrencia de tal modo, que la circulación se hizo difícil. Y mi tití sin presentarse. A eso de las doce menos cuarto realizó su entrada del brazo de don Apolo, que desplegaba con ella galantería senil. No hay mujer en el mundo, al menos el mundo tal cual hoy le conocemos, que, por santa que sea, no trate de parecer algo mejor en un baile; y Carmen, a pesar de su completa abnegación, de fijo había consagrado aquella noche un ratito al espejo. Llevaba su acostumbrado vestido blanco, pero refrescado, adornado con piñas de rosas; en el pelo flores naturales y alguna joya discretamente prendida. Sus largos guantes de Suecia disimulaban la ya angulosa línea de sus brazos. No diré que estuviese bonita: había allí tantas caras radiantes y juveniles, que a ellas con justo título pertenecían los honores de la belleza plástica. Mis ojos, sin embargo, apartándose de los lozanos botones de flor, iban en busca de la rosa
mística, de la hermosura puramente espiritual, patente en un rostro consumido por la pasión y la lucha. Si yo no viese allí aquel rostro, tal vez hubiese bailado con las lindas muchachas que aguardaban pareja. Pero no quise. Mirarla a hurtadillas era mejor. A su lado estaba Añejo. Ella le oía y contestaba con afabilidad, tratando de no alzar la voz ni hacer ademanes en que se fijase el concurso. ¿De qué le hablaría don Apolo tan seguido y tan acaloradamente? Supe después que del éxito de su gran Elegía a la rota del Guadalete, oída con suma benignidad por el rey Alfonso XII e impresa a expensas de una corporación doctísima. Mi tío dejó a su mujer entregada a la rota del Guadalete, y dando una vuelta por el salón, no tardó en reunirse con el director de El Teucrense, que, muy deferente y solícito, se le acercó diciendo: «¿Don Felipe, qué hay? ¿Qué se le ocurre?». Estaban tan cerca de mí, que pude oír la respuesta. Con voz más quebrantada de lo que acostumbraba, respondió mi tío:
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A eso de las doce menos cuarto realizó su<br />
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con ella galantería senil. No hay mujer en el<br />
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que, por santa que sea, no trate de<br />
parecer algo mejor en un baile; y Carmen, a<br />
pesar de su completa abnegación, de fijo había<br />
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Llevaba su acostumbrado vestido blanco, pero<br />
refrescado, adornado con piñas de rosas; en el<br />
pelo flores naturales y alguna joya discretamente<br />
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la ya angulosa línea de sus brazos. No<br />
diré que estuviese bonita: había allí tantas caras<br />
radiantes y juveniles, que a ellas con justo título<br />
pertenecían los honores de la belleza plástica.<br />
Mis ojos, sin embargo, apartándose de los lozanos<br />
botones de flor, iban en busca de la rosa