Una cristiana.pdf - Ataun
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poeta Heine y el músico Meyerbeer... En suma, yo me repetía a mí mismo que no hay causa alguna para que el descender de judíos me escociese tanto, a no ser la sinrazón de una repugnancia instintiva, hija de preocupaciones hereditarias emocionales. No cabía duda: las gotas de sangre de cristiano viejo que giraban por mis venas, eran las que se estremecían de horror al tener que mezclarse con otras de sangre israelita. Extraña cosa, pensaba yo, que lo más íntimo de nuestro ser resista a nuestra voluntad y a nuestro raciocinio, y que exista en nosotros, a despecho de nosotros mismos, un fondo autónomo y rebelde, en el cual no influye nuestra propia convicción, sino la de las generaciones pasadas. Y aquí vuelve a salir mi tío Felipe. No sé si he dicho que era hermano de mi madre, poco más joven que ella; cuando empieza este relato, frisaría en los cuarenta y dos o cuarenta y tres. Pasaba por un «buen mozo» tal vez por ser alto, apersonado, tirando a grueso y con abundantes
cabos de pelo y barba. Pero el caso es que, desde el primer golpe de vista, mi tío ofrecía patentes los rasgos todos de la rara hebraica. No se parecía ciertamente a las imágenes de Cristo, sino a otro tipo semítico, el de los judíos carnales, el que en los cuadros y esculturas que representan escenas de la Pasión corresponde a los escribas, fariseos y doctores de la ley. La primera vez que visité el Museo del Prado y por instinto comprendí su magnificencia, me admiró ver tanta cara semejante a la del tío Felipe. Sobre todo en los lienzos de Rubens, en aquellos judiazos rechonchos, sanguíneos, de corsa nariz, de labios glotones y sensuales, de mirada suspicaz y dura, de perfil emparentado con el del ave de rapiña. Algunos, exagerados por el craso pincel del insigne artista flamenco, eran caricaturas de mi tío, pero caricaturas muy fieles. La barba rojiza, el pelo crespo, acababan de hacer de mi tío un sayón de los Pasos. Y para mí era evidente: la cara de deicida del hermano de mi madre fue lo que me infundió des-
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yo me repetía a mí mismo que no hay causa<br />
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tanto, a no ser la sinrazón de una repugnancia<br />
instintiva, hija de preocupaciones<br />
hereditarias emocionales. No cabía duda: las<br />
gotas de sangre de cristiano viejo que giraban<br />
por mis venas, eran las que se estremecían de<br />
horror al tener que mezclarse con otras de sangre<br />
israelita. Extraña cosa, pensaba yo, que lo<br />
más íntimo de nuestro ser resista a nuestra voluntad<br />
y a nuestro raciocinio, y que exista en<br />
nosotros, a despecho de nosotros mismos, un<br />
fondo autónomo y rebelde, en el cual no influye<br />
nuestra propia convicción, sino la de las generaciones<br />
pasadas.<br />
Y aquí vuelve a salir mi tío Felipe. No sé si<br />
he dicho que era hermano de mi madre, poco<br />
más joven que ella; cuando empieza este relato,<br />
frisaría en los cuarenta y dos o cuarenta y tres.<br />
Pasaba por un «buen mozo» tal vez por ser alto,<br />
apersonado, tirando a grueso y con abundantes