Una cristiana.pdf - Ataun
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a servirse de nuestro idioma para algo que no fuese gruñir: «Buons dis... com stá». Nadie encontraría explicación satisfactoria al fenómeno de que la comunión evangélica hubiese enviado a tierras apostolizables tan tosco misionero, a no existir la misionera o pastora mistress Baldwin, mujer singular, a quien tuve desde el primer instante por un milagro en su género. Nada tenía de la inglesa rara, seca y angulosa, tipo convencional en las letras y en el arte. Muy al contrario. Para pintar a mistress Baldwin fielmente, hay que servirse de los tonos más armoniosos y suaves, las líneas más exquisitas y el más discreto claroscuro. Su rostro poseía esa uniformidad de color que hace tan aristocráticas las cabezas al pastel: sobre su blancura de perla destacábase el gris de acero de los ojos, en los cuales resplandecían algunas chispas áureas al sonreír. Sus facciones finas, pero de grandioso dibujo, expresaban constante afabilidad artificiosa, ya casi natural a fuerza de
persistencia. Vestía con dignidad y decoro sumo: de azul marino o de negro, generalmente de seda, lo cual hacía que al andar o al sentarse su ropa tuviese un crujido muy señoril; llevaba al cuello una cadena de oro de muchas vueltas, sostén de la sabonetilla siempre en hora, reluciente por virtud del uso; y sobre sus cabellos grises del gris polvoriento con que encanecen las rubias, alisados en bandós, usaba una especie de platito de encaje blanco, nítido de limpieza, planchado tonto una servilleta y que acentuaba el óvalo algo ajado, pero de contorno puro, de su faz. Desde que se entraba en la esfera de aquella mujer de tan distinguido continente, era imposible no ver en ella el punto matemático donde todos los radios tenían que converger y unirse. Su marido, hombrachón que la hubiera pulverizado de una guantada; sus hijos, alguno de ellos ya con veinte años y un aspecto de vigor para dar envidia a la raquítica raza española; sus hijas, entre las cuales descollaba Mó; sus
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a servirse de nuestro idioma para algo que no<br />
fuese gruñir: «Buons dis... com stá».<br />
Nadie encontraría explicación satisfactoria al<br />
fenómeno de que la comunión evangélica<br />
hubiese enviado a tierras apostolizables tan<br />
tosco misionero, a no existir la misionera o pastora<br />
mistress Baldwin, mujer singular, a quien<br />
tuve desde el primer instante por un milagro en<br />
su género.<br />
Nada tenía de la inglesa rara, seca y angulosa,<br />
tipo convencional en las letras y en el arte.<br />
Muy al contrario. Para pintar a mistress Baldwin<br />
fielmente, hay que servirse de los tonos<br />
más armoniosos y suaves, las líneas más exquisitas<br />
y el más discreto claroscuro. Su rostro poseía<br />
esa uniformidad de color que hace tan aristocráticas<br />
las cabezas al pastel: sobre su blancura<br />
de perla destacábase el gris de acero de los<br />
ojos, en los cuales resplandecían algunas chispas<br />
áureas al sonreír. Sus facciones finas, pero<br />
de grandioso dibujo, expresaban constante afabilidad<br />
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