Una cristiana.pdf - Ataun
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me quedé en el salón de baile». A la verdad, el salón de baile - preciso es reconocerlo aunque el señor de Aldao se desazone - no admiraba por su magnitud. Con todo, alcanzaba para que se bailase desahogadamente un rigodón, a los ecos del piano que para estas solemnidades era llevado al jardín. Y no carecía de encanto danzar bajo el toldo verde, entre paredes verdes también, que apenas filtraban la luz solar. El salón retemblaba mucho; semejante ejercicio era bailar y columpiarse. - XI - Aquel día, cuando subimos a tomar café al «cenador», donde ya a prevención había sillas, bancos y veladores rústicos en cantidad suficiente, el Tejo estaba más atractivo que nunca. Una brisa fresca, procedente de la Ría, hacía ondular ligeramente las ramas; el sol, hiriendo de lleno su copa, la doraba y arrancaba del árbol ese perfume penetrante y algo resinoso que
aumenta en nuestro corazón la embriaguez de la vida. La altura a que nos hallábamos suspendidos podía persuadirnos de que éramos aves; a mí se me ocurrió que los pájaros tenían bien grata morada en el seno del coloso; y de repente, como si la naturaleza se complaciese en infundirme uno de esos deseos imposibles de satisfacer con que ilude a los mortales, me entraron ganas, mejor diré ansias y soledades de volar, de perderme en aquellos espacios azules, puros e inmensos que veíamos al través de las aberturas que siempre ofrece el ramaje. Cuando noté que estaba envidiando a las gaviotas que allá a lo lejos descendían sobre los peñascos de San Andrés, me acusé de insensato y haciendo un esfuerzo atendí a la conversación. Llevaba la voz cantante, como no podía menos de suceder, el Padre Moreno, afirmando una vez más a su auditorio que él se había encontrado siempre mejor en Marruecos que en
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el señor de Aldao se desazone - no admiraba<br />
por su magnitud. Con todo, alcanzaba para que<br />
se bailase desahogadamente un rigodón, a los<br />
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llevado al jardín. Y no carecía de encanto danzar<br />
bajo el toldo verde, entre paredes verdes<br />
también, que apenas filtraban la luz solar. El<br />
salón retemblaba mucho; semejante ejercicio<br />
era bailar y columpiarse.<br />
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Aquel día, cuando subimos a tomar café al<br />
«cenador», donde ya a prevención había sillas,<br />
bancos y veladores rústicos en cantidad suficiente,<br />
el Tejo estaba más atractivo que nunca.<br />
<strong>Una</strong> brisa fresca, procedente de la Ría, hacía<br />
ondular ligeramente las ramas; el sol, hiriendo<br />
de lleno su copa, la doraba y arrancaba del árbol<br />
ese perfume penetrante y algo resinoso que