Red de Investigación - Extensión en Filosofía latinoamericana
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vecino con quien la historia más que la geografía funde en un eterno abrazo, nos referimos justamente a Portugal, no dejaron de ser pensadas como culturas marginales de Europa que más que allanar la ruta para la construcción de una verdadera comunidad cultural, la obstruían. Es por ello que se les pensó como un eterno atropello moral. Como pueblos incapaces de transformar su destino para convertir a sus hombres en buenos europeos. Fue a esta España la que enfrentó la generación del 98’. Reconocida también como la generación de Miguel de Unamuno. Una generación que, al igual que la generación del 14’, la generación de Ortega y Gasset, al hacer las cuentas del siglo XIX, encuentra que nada cuadra en la compleja y extraordinaria herencia cultural que reciben. La causa de una fractura histórico-cultural de tales proporciones tiene por efecto más visible para esas generaciones de ingenios 25 o intelectuales, a su crisis de identidad con respecto a su conciencia europea. La cuestión se resume en el conflicto de la identidad del ser europeo y del sentido de Europa y su civilización. Pues también, como insistimos e insistiremos infatigablemente, está el problema del reconocimiento de un ser que no cabe en el estrecho horizonte del hombre greco-europeo. Es decir, de lo que aquí pensamos que fue para la modernidad una invención que sirve para quitarse de encima el pesado fardo del hombre mediterráneo. No haber nacido europeo o no ser reconocido como tal es tanto como portar en la frente o en la piel un estigma. Un sello, una marca indeleble mediante el cual mostramos nuestro origen como hombres que pertenecen a pueblos en los que predomina la barbarie, el salvajismo o el subdesarrollo. O, en otros casos, la antidemocracia, la dictadura o el infecundidad”. Ayala, Francisco. El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo. Buenos Aires. Losada. 1941. p. 15. 25 “Y los ingenios españoles, los que hoy se llaman intelectuales, han estado sometidos permanentemente a una situación contradictoria, de conflicto, que presta a su producción caracteres particulares y la desvía, haciéndola extravagante con relación a la cultura general de su tiempo”. Ibidem. p. 14. 82
despotismo como experiencia histórica y política que habla de nosotros como portadores de un destino en el cual sólo existe el fracaso y la derrota. Lo único que existe es nuestra soledad. Nuestra soledad histórica. Pues somos eso, pueblos inconteniblemente destinados a ello, es decir, al fracaso y a la derrota. Y, lo peor, con irrenunciable vocación de trascendencia. Pueblos sin historia y sin futuro. Sin devenir. Pues para estos pueblos no existe el manto protector de la civilización occidental. O para los cuales no existe vía o alternativa de salvación más que la que ha marcado Occidente. Una civilización a la que hemos pertenecido por siglos pero que dada nuestra condición periférica ser reconocidos como parte sustantiva de la misma, se convierte en nuestro más grande reto histórico. Nuestra fe histórica como la virtud teologal suprema de nuestro ser histórico depende de ser parte de Occidente; concretamente en europeizarnos. En occidentalizarnos por vía europea o por vía norteamericana. No importa cómo. Ni tampoco el gran ridículo que tengamos que hacer para alcanzar tan ambicionada meta histórica y cultural. Lo radical aquí no es la vida sino ser reconocidos por esa civilización a partir de la adopción de sus pautas culturales. Lo radical es ser reconocido como parte de ese selecto club de pueblos “civilizados” y “democráticos”. De esos pueblos con admirables niveles de riqueza y bienestar. Riqueza y bienestar cuyo origen y procedencia es preferible no revelar. Como realidad meta-europea, España asume por siglos la condena de un exilio cultural que en términos objetivos, es decir, socio-culturales e históricos, se comprende como una tensión histórica en la cual o bien toda esta historia termina por ser pensada como una tragedia o como un drama en el infatigable intento, de parte de un gran número de intelectuales españoles, de querer tomar por asalto lo universal. Cosa que traduciendo bien a Miguel de Unamuno equivale a decir que esos ingenios españoles proyectaban también, a su modo y manera, el ridículo. Y esto se puede hacer de mil formas incluyendo entre ellas la extrema seriedad de pretender ser extravagantemente europeos. 83
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Como realidad meta-europea, España asume por siglos la con<strong>de</strong>na<br />
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