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AUTOR: Francisco García-Moreno Barco<br />
TÍTULO: El mercader de libros<br />
EL MERCADER DE LIBROS<br />
El cuerpo de don Gabino Ezpeleta apareció lívido y verdoso. Una tremenda<br />
brecha a la altura de la ingle le encharcaba de sangre el jubón. Lo sacaron<br />
entre cuatro marinos y lo metieron en una saca. Un cura bendijo los restos <strong>del</strong><br />
comerciante e inició una oración inaudible. Cuando el cadáver cayó al agua<br />
había ya algunos tiburones esperándolo.<br />
La diáfana mañana de marzo en que embarcó la nao que lo habría de llevar a<br />
Nueva Granada sintió una punzada en el lado izquierdo <strong>del</strong> corazón; una<br />
especie de presagio de que, a su edad, debería estar cuidando nietos en vez<br />
de embarcarse en aventuras ultramarinas. Sin embargo, no hizo caso.<br />
Tampoco tenía nietos a los que cuidar. Espoleó al mozo que lo acompañaba<br />
para que metiera deprisa el resto <strong>del</strong> equipaje: unos cuantos sacos pesados de<br />
conservas, sábanas de Holanda para las damas, cueros de vino manchego,<br />
higos de Almohariz, quesos de La Serena, varias fanegas de cebada y unas<br />
cuantas cajas claveteadas con el sello de aprobación <strong>del</strong> Santo Oficio de<br />
Sevilla que a todas vistas contenían libros purgados por la censura<br />
eclesiástica. En los brazos, don Gabino atesoraba una caja sin precintar.<br />
Nadie dudaba de su contenido. Las últimas regulaciones inquisitoriales<br />
incluían entre los libros prohibidos todas aquellas obras carentes de contenido<br />
edificante; pero a pesar de las advertencias y de las severas penas con que se<br />
castigaba el comercio de obras prohibidas en las Américas, el número de<br />
comerciantes <strong>del</strong> ramo aumentaba cada año.<br />
Don Gabino esperaba sacar una buena tajada de la partida de libros que<br />
llevaba: tres Olivante de Laura, cuatro Primaleón, otros tres Los cuatro libros<br />
de Amadís de Gaula y seis Hazañas de Bernardo <strong>del</strong> Carpío, pero, sobre todo,<br />
<strong>del</strong> ejemplar único de Don Quijote y Sancho Panza, con el que esperaba<br />
engolosinar a la dama de algún rico hacendado indiano.<br />
Colocó la caja prohibida en el fondo de la bodega, en la parte más estrecha,<br />
escondida por las otras cajas y los sacos de víveres, empujando a los otros<br />
mozos de carga que se quejaban <strong>del</strong> trato <strong>del</strong> viejo.<br />
Un viento animoso de popa los colocó en ocho días en las Islas Afortunadas,<br />
pero varios días después el viento se aflojó y la flota se quedó varada en<br />
medio <strong>del</strong> mar como un montón de cascarones en un charco. A don Gabino se<br />
lo llevaban los demonios mientras que el mozo se dedicaba a sestear todo el<br />
día. No había mucho más que hacer.<br />
En las noches el viejo comerciante desaparecía en la bodega y no se le veía<br />
durante horas. Después volvía jadeante, inquieto, y con la mente perdida en
sabe Dios qué asuntos. El mozo lo veía acostarse y revolverse intranquilo en su<br />
hamaca.<br />
Los días se sucedían iguales y la desidia perdía a los marinos que se jugaban a<br />
las cartas su ración de rancho. Don Gabino seguía desapareciendo al<br />
anochecer. El cuarto día, cansado de seguir los juegos de los marinos, el mozo<br />
siguió a su amo hasta la bodega. Aprovechando la luz de la vela <strong>del</strong> viejo,<br />
bajó los escalones enmohecidos por la humedad. Al acercarse a la bodega<br />
sintió un olor nauseabundo, mezcla de carnes secas a medio pudrir, bacalao<br />
salado, tocino rancio y heces humanas. Don Gabino se metió en la panza<br />
apestosa <strong>del</strong> barco y atrancó tras de sí la puerta. El mozo se acercó con<br />
cautela y pegó la oreja al portón. Escuchó al viejo remover sacos, empujar<br />
fardos y amontonar cajas. Intentó ver entre las juntas de la puerta sin<br />
distinguir más que sombras. Entonces, tras un silencio espeso, escuchó al<br />
viejo murmurar. Parecía como si estuviera rezando una letanía o como si<br />
hablara con alguien, pero, era imposible que hubiera alguien más allí; la<br />
bodega era demasiado pequeña y estaba excesivamente llena de trastos como<br />
para esconder a alguien. Del fondo de la cueva llegaba un lamento agostado,<br />
un carraspeo de anciano tísico. Por momentos, las voces parecían<br />
multiplicarse; ya no era la voz aguardentosa <strong>del</strong> comerciante, sino una voz<br />
suave e infantil, como de mujer. Viejo puto -pensó para sí- así es que ésas<br />
tenemos. Un ruido sordo le obligó a apartarse y esconderse tras una celosía.<br />
Aún pudo escuchar un trasiego de ropas y un revuelo de pendencia en el fondo<br />
de la bodega; algún grito ahogado. Los golpes arreciaron por un momento y<br />
pensó que estaban matando al viejo, pero unos minutos más tarde salía de la<br />
oscuridad alisándose el pelo y atacándose los calzones. Atrancó la bodega y<br />
pasó <strong>del</strong>ante de él murmurando maldiciones y tocándose una herida en la<br />
mejilla.<br />
Al siguiente día les despertó el ajetreo en cubierta. Una leve brisa erizaba la<br />
superficie <strong>del</strong> mar y los marinos se afanaban en desplegar las velas, buscaban<br />
como perros en celo la dirección <strong>del</strong> viento, tensaban el foque, arriaban la<br />
cangreja y por todos lados no había más que confusión. Don Gabino mostraba<br />
una sonrisa esperanzada. No obstante, a pesar <strong>del</strong> entusiasmo inicial, la nave<br />
no se movió más que unos cuantos metros y conforme el sol fue subiendo en<br />
su órbita el viento fue desapareciendo y el coraje en la tripulación<br />
aumentando. El viejo había ido cambiando la sonrisa por una mueca de<br />
decepción e impotencia. Al rato había desaparecido de la cubierta, pero el<br />
muchacho sabía donde hallarlo.<br />
Bajó varias escaleras, pasó de largo las cocinas y se internó en lo más<br />
profundo de la barriga de la nave. La puerta estaba cerrada a cal y canto tal<br />
como imaginaba. Se repitieron los ruidos de la noche anterior: el viejo tísico<br />
se quejaba <strong>del</strong> frío y la humedad que le reblandecían los huesos, una voz más<br />
gruesa se lamentaba de la escasez de comida y <strong>del</strong> aburrimiento de comer<br />
diariamente tasajos; que no sólo de pan vive el hombre –se dolía- y daba al<br />
diablo el hato y el garabato. Pero, sobre todo, le llamó la atención la voz de<br />
la mujer. Sollozaba y maldecía la hora en que decidió hacer ese viaje a<br />
ninguna parte con una partida de locos, engañada por falsas promesas de ríos<br />
de leche y montañas de oro. Pero por mi agüela que si este viaje no termina
depriesa –clamaba- me van a ver vuesas mercedes pronto arrejuntarme con<br />
alguno de esos marinos que me dé mejor vida, que ésta no hay Dios que la<br />
aguante. Don Gabino le instaba a bajar la voz con promesas remotas y so pena<br />
de que alguien les oyera y el viejo tísico hacía aspavientos escandalizado por<br />
la frescura de la niña. Por Dios, señora, que antes he de verme muerto que<br />
permitir que vuesa merced manche su dignidad con la canallesca, que ya<br />
presiento yo que esto es obra de los malignos encantadores que no pueden<br />
reprimir la ojeriza y la inquina que me tienen.<br />
Dos semanas estuvieron estancados en las aguas durante las cuales no pasó<br />
una noche en que don Gabino no fuera a la bodega y discutiera con los<br />
curiosos personajes, ni hubo noche que el mozo no lo siguiera. Pegado a la<br />
puerta como una salamanquesa no perdía palabra de las continuas porfías<br />
sobre la comida y las condiciones de la estancia y los escarceos de don Gabino<br />
con la moza; en más de una ocasión llegó a oír al tísico jurar entre toses<br />
atravesar de una estocada al que se atreviera a ponerle la mano encima a la<br />
sin par doña Dulzaina.<br />
La misma mañana en que tiraron el cuerpo de don Gabino al mar, una brisa<br />
cálida con olor a tierra mojada preñó las velas y lanzó la nave hacia a<strong>del</strong>ante.<br />
La mesana crujió por la presión y los marinos entraron en una actividad<br />
frenética para aprovechar el viento al máximo. El mozo supo que ésa era su<br />
ocasión para bajar a la bodega. El portón al que tantas noches se había<br />
pegado cedió a su empuje y sintió el tufo caliente <strong>del</strong> interior. En el fondo,<br />
donde su amo solía pasar las noches hablando había un revoltijo de cajas y<br />
sacos. Se acercó temerosamente y oyó como una especie de bufido sordo en<br />
el rincón más profundo. Allí estaba la caja con los libros prohibidos. Había uno<br />
caído y deshojado. Se acercó y leyó el título “Don Quijote de la Mancha”. A<br />
sus espaldas sintió un removerse de cuerpos y el silbido inconfundible de una<br />
espada desenvainada.<br />
Francisco García-Moreno Barco